Perfil del cinemaniático

suficiente, según algunas personas, para inscribirse en la cinefilia... ... los buenos tiempos se podían ver funciones de tres pelí- .... cuarteto: "¿Saben dónde está el terremoto? ... desaparecido de "salas de arte" hacia el final de sus días;.
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Perfil del cinemaniático

Aunque el término cinefilia se refiere etimológicamente a una pasión por el cine, en realidad cualquiera con cierta afición al cine puede considerarse un cinefilo. (Por ejemplo, comprar cada año el abono de la muestra ya es suficiente, según algunas personas, para inscribirse en la cinefilia... aunque sólo vean una media docena de títulos salteados.) Por ello, una auténtica y excesiva pasión por el cine se califica como cinemanía. He aquí varias de sus características principales: El cinemaniático no se cansa de ver películas. Puede ver las 15 horas de Heimat y todavía tener ganas de algo trivial —Duro de matar i y n, digamos— para el desempance. Dada su resistencia física y mental, es materia prima de festivales y de maratones en las cinematecas. Porque además, el cinemaniático no discrimina: la cinta puede ser muda, virada a sepia, en tercera dimensión, en súper 8, mexicana, tailandesa, animada, documental... no importa, con tal de que sea susceptible de ser proyectada. El cinemaniático lamenta la desaparición de cines como el Estadio, el Gloria, el Cosmos, templos donde en los buenos tiempos se podían ver funciones de tres películas por tres pesos. Y deplora su sustitución por Nacocinemas, cinco salitas decoradas con mal gusto donde antes había una sola. El cinemaniático nunca llega tarde al inicio de una proyección. Si se pierde un par de fotogramas de la 19

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secuencia de créditos, prefiere no seguir viendo la película porque supone que ha perdido algo importante. Por ello, procura llegar con 15 minutos de anticipación, por lo menos, a las proyecciones. Es fácil identificarlo: es el que se sienta hasta delante y no hace nada más que observar expectante la pantalla vacía, hasta que comience la función. Por lo mismo, el cinemaniático nunca abandona una sala de cine, ni por razones fisiológicas —prefiere arriesgar una peritonitis que correr al baño— ni porque se trate del churro más ofensivo de la historia —una especie de morbo riguroso lo anima a seguir comprobando qué tan bajo puede caer un producto—. Igualmente, el cinemaniático se queda a ver el último crédito —si acaso el cácaro lo permite— y no estará satisfecho hasta comprobar el año de producción y el logo del sistema de sonido empleado ("Dolby Stereo in Selected Theatres"), que probablemente no habrá escuchado si el cine se encuentra en territorio nacional. El cinemaniático gusta de documentar su manía. Por lo tanto, empieza por hacer listas del material visto (por mes, por año, por década); luego procede a calificar sus películas, directores y actores favoritos; el paso siguiente es la recopilación de fichas técnicas, para lo cual ya se ha emboletado a comprar cuanta publicación especializada encuentre. El proceso culmina cuando el cinemaniático escribe la Historia documental del cine mexicano.

El cinemaniático odia que otros espectadores hablen a su alrededor, o hagan ruido cuando coman palomitas y pistaches. Por eso se sienta hasta delante, donde no haya nadie, y de preferencia asistirá a las últimas funciones en lunes, martes y jueves, los días de menor concurrencia. 20

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Sólo bajo amenazas, el cinemaniático irá al cine el domingo por la tarde. El cinemaniático no se conforma con agotar la cartelera (cosa fácil, ahora que en el D.E hay un promedio de ocho películas en exhibición). Su afán de absoluto lo lleva a intentar verlo todo, y para eso recorre videoclubes de cualquier índole —legales y piratas— en busca de rarezas. Y como pronto se da cuenta de que es imposible abarcar la totalidad, decide especializarse en alguna categoría: un género, un cineasta, un tema o un periodo, mientras más oscuro mejor. Así surgen expertos en, digamos, el cine de karatecas mancos filmado en Taiwan de 1971 a 1989, o en la filmografía de Vasil Gendov, realizador búlgaro del periodo mudo. La especialización también lleva al cinemaniático a generar cultos, cuyo rito fundamental es la visión repetida del objeto de veneración hasta aprendérselo de memoria. (Ahora que se ha difundido la versión del director de Blade Runner, sin la narración en off, algún cultista debe estar en un dilema porque ya la había memorizado con todo y narración.) Cabe añadir que la cinemanía es en especial aguda durante la adolescencia. Es cuando el sujeto tiene la posibilidad de dedicarse de lleno a ver cine y hacer a un lado sus responsabilidades sociales. Si esa condición persiste en la edad adulta, el cinemaniático entra ya a los terrenos de la sociopatía. O se dedica a la crítica de cine.

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I ¿Por qué habla la gente en el cine?

A las habituales molestias de ir al cine en México —proyecciones deficientes, salas convertidas en muladares— debe añadirse otra muy notoria: los malos modales del público. Porque el cine ha sido condenado al estatus de arte popular, sus funciones no suscitan el mismo respeto que, digamos, el teatro o los conciertos sinfónicos y, por lo tanto, la gente piensa que en las salas cinematográficas puede comportarse como en su casa. O sea, como patanes. El infeliz que sufra un incontrolable ataque de tos durante un concierto será objeto de miradas que matan y estentóreos "shhhhh", hasta que el tipo opte por abandonar el recinto; en cambio, durante una función de cine cualquier persona se siente autorizada a tragar golosinas envueltas en celofán, eructar, chuparse los dientes y, sobre todo, conversar en voz alta sin que nadie le diga nada. Aceptemos lo irremediable de las golosinas. Ya se sabe: es el gran negocio, muchas personas sufren una compulsión que las obliga a rumiar en el cine, etcétera. ¿Pero por qué tienen que hablar tanto? Hay diversos tipos de platicones. Hay quienes sólo hablan durante la secuencia de créditos, porque consideran que esos minutos son una especie de zona de tolerancia donde no importa prestar atención a lo que ocurre en la pantalla. Otros, mucho peores, son los que parecen suponer que sus acompañantes están ciegos y sienten la 22

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1 obligación moral de ir describiendo con detalle lo que ven a lo largo de toda la película: "Ira, ya se subió a su coche..., ira, ya lo está persiguiendo..., ira, ya chocó". Y otros más, de plano aberrantes, aprovechan la oscuridad para platicar de temas varios —chismes, confesiones amorosas, intrigas de oficina— totalmente al margen de lo que ocurre en pantalla. Luego están los que van en pandilla a echar relajo, que no es más que el cumplimiento de ciertos rituales adolescentes: entrar al cine y gritar "¡ya llegué!"; si la película viene precedida por el logo con el león de la MGM, exclamar "¡ya la vi!"; si aparece en pantalla una mujer guapa (o una persona extremadamente fea), silbar "fi fiuu". En exhibiciones de público más especializado, supuestamente cinefilo —como en la Cineteca o en la muestra— los platicones son más escasos, aunque no faltan los que quieren demostrar sus conocimientos a propios y ajenos. Recuerdo una vez, durante la exhibición en la muestra de El inquilino, de Polanski, cómo un par de señoras puntuaban cada momento que les impresionaba con el mismo intercambio: "Qué salvaje es Polanski", decía una. "Sí, qué bárbaro", contestaba la otra. Como si esa molesta práctica de hablar en el cine no estuviera bastante extendida, ahora el video la ha fomentado aún más. Malacostumbrada a chacotear mientras ve una película en su recámara, la gente lo hace con el mismo desparpajo en las salas públicas. Ya no hay valores. Las soluciones son pocas e ineficaces. El voltear a ver al platicón y hacer ¡shhh! ya no sirve de nada. El ofensor no se siente aludido y sigue charlando. Hubo un tiempo en el que me atrevía a formular una atenta petición, "Perdone, ¿no podría guardar silencio?". Una sola 23

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vez recibí una respuesta cortés. Un hombre, que debió ser extranjero o marciano, contestó que sí y hasta se disculpó. Todas las demás veces fui ignorado con un chasquido de la boca, o alguna frase retadora. A un colega le fue peor en un enfrentamiento con un par de rufianes. A su "¡shhh!" le contestaron con otro más fuerte. "¡Cállense!", les gritó entonces. "Cállame, güey", fue la previsible respuesta. La escalada de agresiones llegó al grado en que al colega le estamparon una lata de Boing en la cabeza, y él contraatacó con patadas voladoras. Resultado, los tres rijosos acabaron en la delegación más cercana. Lo único que puede funcionar es una agresión tan inesperada que deje perplejos a los latosos. Eso lo comprobé cuando asistí al estreno de Barrio chino, de Polanski, con un amigo cuya propensión a una conducta algo extraña lo ha llevado a últimas fechas a especializarse en el cine gore. Atrás de nosotros se sentaron cuatro chavas que en cuanto empezó la película empezaron a preguntarse entre ellas "¿Y el terremoto?", "¿Cuándo empieza el terremoto?", "¿Dónde está el terremoto?". En efecto, la película Terremoto había estado exhibiéndose hasta el día anterior en ese cine, pero a ninguna de las cuatro mensas se le ocurrió consultar la cartelera o ver la marquesina para darse cuenta de que el programa no era ya el mismo. Irritado ante tanta inquietud sobre un terremoto que nunca iba a llegar, mi amigo volteó a ver al cuarteto: "¿Saben dónde está el terremoto?", les preguntó con mirada vidriosa, "...en sus calzones". Sin decir ni pío, las mensas se pararon y se fueron. En este caso, Polanski no fue el único salvaje. Pero, por lo general, la gente no reacciona tan bien. Por ello, lo único recomendable es evitarla. Vayan a las 24

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funciones que atraen a poco público —las nocturnas de los lunes y martes, por ejemplo—, siéntense hasta delante —los latosos prefieren irse hasta atrás—y si advierten un peligro en potencia, cambien de asiento. O quédense en su casa a ver vídeos, así ustedes también se acostumbrarán a hablar en el cine y ya no les importará que otros lo hagan.

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Los que comen pistaches en el cine

Para nadie es un secreto que el principal negocio del cine no está en las películas, sino en lo que come la gente al verlas. Si acudimos a las cifras, confirmaremos aquello de que los cines en México son en realidad expendios de golosinas donde resulta que proyectan películas. (Por ejemplo, los ingresos del cine Continental durante un mes mostraron que se ganó 64 por ciento más por ventas en dulcería que por concepto de boletaje; o sea que gracias a la extorsión que ejercieron los niños a los papas que los llevaron a la Casa Disney, el abundante consumo de chuchulucos superó ampliamente las ganancias de la taquilla.) De ahí la importancia mercantil de los intermedios arbitrarios, que no son otra cosa que una invitación a que el público vuelva a proveerse de comida chatarra. Eso significa que el cinefilo riguroso, que odia que mastiquen a su alrededor mientras él atiende un ritual casi sagrado, estará condenado a las molestias inherentes a esa costumbre mientras asista a una sala pública. Molestias que van desde las diversas fuentes de ruido —las bolsas de plástico (sobre todo cuando algún ocioso las hace estallar), la lata de refresco que inicia su descenso por los pasillos— hasta el quedarse pegado a un suelo viscoso de mengambrea. Pero ni las llamadas salas de arte ni la Cineteca pudieron prescindir de esa fuente inagotable de billete, 26

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por lo que todavía recuerdo las justificadas protestas de los críticos —en especial José de la Colina, quien siempre declaró su desprecio a los colombófagos (forma culta de designar a los comedores de palomitas)— cuando se descubrió que hasta el pequeño Salón Rojo de la antigua Cineteca contaba con una dulcería. El único caso de restricción que conozco se daba en un circuito ya desaparecido de "salas de arte" hacia el final de sus días; aunque aún había dulcerías, los empleados de los cines impedían que el público entrara a la sala de proyección con golosinas en mano. Según corre el rumor, más que un intento del dueño de respetar la apreciación del cine, se trataba de lesionar las ganancias de las dulcerías, que para entonces eran propiedad de una de sus ex esposas tras un litigio conyugal. Hay que resignarse al hecho de que nunca se dejará de comer en los cines. Pero no al abuso que muchas veces implica comprar en las dulcerías. El espectador perspicaz se habrá dado cuenta de la dramática reducción que sufrieron las bolsas de palomitas, cortadas a un tercio de su tamaño original pero vendidas al mismo precio. ¿Y el precio del refresco? Una lata en los cines cuesta seis pesos; mejor vaya al súper, y cómprese un envase de dos litros por dos pesos más. A propósito de esto, no es mala la idea de las familias que entran al cine de segunda con una bolsa de mandado rebosante de viandas (aunque las delate el olor a cebolla que emana de las tortas). ¿Pero qué se puede comer en un cine? Ya muerta esa otra tradición del vendedor ambulante que recorría los pasillos gritando "baldas" y "muégans" (traducción: paletas y muéganos), al espectador sólo le queda consumir el limitado repertorio de la dulcería. Fuera del 27

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clasicismo de las palomitas y el refresco, lo demás entra al terreno del riesgo. Jamarse una hamburguesa o un sandwich es prácticamente un suicidio; el jamón de los sandwiches parece queso de puerco, y el queso de puerco está verde. Consulte a su médico. Un gaznate es capaz de sumir a cualquiera en un coma diabético. Como nadie los compra por caros, los pistaches tienen altas probabilidades de estar rancios. Y los productos que no vengan en una bolsa sellada levantan sospechas de insalubridad (recuerdo la ocasión en que se limpió la bodega donde se almacenaban los dulces de la sala Fernando de Fuentes, de la ex Cineteca, y se encontró una colonia de ratas dignas de H. P. Lovecraft). Hasta hace poco algunos cines "plus" ofrecían además la posibilidad de embriagarse, como sucede en España, pues junto a la dulcería se improvisaron unos pequeños bares. Pero eso tuvo poca vigencia, tal vez debido a problemas de mantenimiento, o a que la clientela borracha se ponía más necia a la hora de exigir una buena proyección. Recientemente un par de películas italianas, Splendor, de Ettore Scola, y Cinema Paradiso, de Guiseppe

Tornatore, han llorado la inminente desaparición de la sala cinematográfica. Si eso se cumple, podremos consolarnos con el hecho de que también desaparecerán las dulcerías. Esta vida siempre ofrece compensaciones.

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La muerte del cineclub

Si bien es cierto que la revolución del videocasete ha democratizado la cultura cinematográfica, también es cierto que ha anulado una de las actividades más placenteras y obsesivas de la cinefilia: la caza de la película favorita o del clásico desconocido en alguna sala de cuarta, o en un cineclub. Es decir, en la medida que uno puede hacerse de su filmoteca —o videoteca— privada, ya no tiene la necesidad de volver a ver las películas en exhibiciones públicas: se compra, se copia, se piratea lo que uno quiera tener a disposición y listo. En un artículo publicado por la revista Film Comment, el crítico Roger Ebert lamentaba que el advenimiento del video haya hecho desaparecer a las sociedades universitarias de cine en Estados Unidos; al parecer, los estudiantes estadounidenses prefieren alquilar videocasetes por su cuenta para una visión privada y esto ha provocado que la tradición de ver películas en grupo, con sesiones de estudio y discusión, parezca tan anticuada como bailar la polka. Algo similar debe estar sucediendo en México. Sé que por parte de la Dirección de Actividades Cinematográficas de la UNAM se siguen sosteniendo cineclubes como el Cine Debate Popular, en el Auditorio Justo Sierra, pero me imagino que la asistencia debe ser escasa. A fines de los sesenta era parte del ritual del cinefilo capitalino sufrir con las copias mutiladas y las malas proyecciones 29

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del entonces rebautizado auditorio Che Guevara. Cada exhibición era acompañada por la sesuda presentación de un exégeta que invitaba al público a una discusión después de la película. Quien esto escribe siempre salía huyendo cuando se prendían las luces, porque en esos politizados tiempos, cuando una persona se dirigía a otra llamándola "compañero", los comentarios iban inevitablemente por el lado ideológico; si la película era hollywoodense, la frase "imperialismo yanqui" debía pronunciarse en algún momento; si era boliviana, se elogiaba su compromiso con la lucha de clases. Ni hablar. Los asientos eran incómodos, la sala se llenaba de humo de cigarro, la proyección era infame, pero aun así recuerdo al Cine Debate Popular con afecto. Y es que para ver ciertas películas no había de otra. Allí fue, por ejemplo, donde vi por primera vez Los siete samurai, de Kurosawa —aunque quedaron en cinco y medio por el estado de la copia—, varios Bergmans, uno que otro Godard y toda la filmografía cubana de la época. Actualmente no hay una sola sala que exhiba ese tipo de material. Varios otros cineclubes cumplían bien: el de Ciencias, el IFAL, el del Museo de Antropología, el cuc con sus asientos imposibles y sus chiflones mortales... Poco después el estado instituiría la Cineteca Nacional, que ha tenido un funcionamiento diverso. Antes de que ofreciera una programación parecida a la de cualquier multicinema de plaza comercial y antes de que el edificio original se incendiara —ante la presencia de Margarita López Portillo, quien declaró a cámara que "sabía que eso iba a suceder"—, la Cineteca Nacional ofrecía ciclos y retrospectivas que hoy se antojan impensables. Pero el cineclub que uno extraña más es el cineclub no oficial: la sala de segunda corrida. Cines como el 30

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Lido —hoy Bella Época—, el Estadio —hoy teatro Silvia Piñal—, el Edén, el Cosmos y, sobre todo, el Gloria, representaban la posibilidad de recuperar las películas no vistas o de volver a ver favoritas en función doble (o triple). Y si uno contaba con mucho espíritu aventurero, se disponía a bucear en los abismos de la cartelera en busca de una perla cinematográfica, que podría significar arriesgarse a la experiencia aterradora de entrar al cine Venus (hoy consagrado al porno), o al cine Teresa, meca de carteristas y pederastas. (Curiosamente, los cines de cuarta se caracterizaban por oler a guayaba; tal vez a eso huele la esencia de humanidad una vez que se ha vuelto rancia y se ha absorbido en asientos y cortinas.) De todos, el que considero definitivo en mi formación cinematográfica fue el Gloria, que en el nombre llevaba la fama. En sus buenos tiempos, el Gloria programaba tres películas al día y el boleto costaba tres pesos. Eso implicaba pasarse toda la tarde y parte de la noche entregado al glorioso enajene. Además, quien programaba sabía su negocio y las películas guardaban algo en común. Podían ser tres westerns o tres películas de vampiros de la Hammer (eso tenía sus inconvenientes; en el recuerdo confundo los Dráculas protagonizados por Chirstopher Lee como si fueran una sola película). Como beneficios adicionales, el Gloria contaba con una proyección aceptable, las copias no llegaban tan traqueteadas como a los cineclubes de la UNAM (eran inteligibles por lo menos) y su clientela estaba compuesta por los cinefilos que uno se encontraba a cada rato y, en su mayoría, por la comunidad de ancianos de la colonia Roma. El ver La noche de los muertos, de Romero, rodeado de espectadores en promedio septuagenarios 31

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le dio a la cinta una atmósfera imprevista de descomposición. Y por si eso fuera poco, el Gloria no olía a guayaba. Dichas experiencias, resultará obvio, sólo son vigentes como material de nostalgia. Los cineclubes existen nada más de nombre, por todos lados se recicla el mismo material y cualquier clásico anterior a 1990, de cualquier nacionalidad, es prácticamente imposible de ver en pantalla. Ahora lo único que el cinefilo puede cazar es una película en videocasete; una vez que la haya conseguido, la guardará en su colección y muy probablemente no la volverá a ver jamás.

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