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pensó ella, “ya son demasiadas señales, no creo que

pañales o de comida para perros. Y sin embargo había un par de tabletas de chocolate de su marca preferida. Porque él no se fijaba en lo que pasaba por caja ...
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1— El chico del supermercado

—Aquí tiene, Señora. “Qué raro” pensó ella, “ya son demasiadas señales, no creo que sean

imaginaciones mías”. Tal vez la llamaba así por costumbre, porque trataría a todas las clientas de usted, pero no: había escuchado que a otras las tuteaba. O quizá le salía así porque era mayor que él. Pero no era TAN mayor como para llamarla Señora. Le vinieron en un rápido flash todas las ocasiones sospechosas: cada vez que casualmente se había arrodillado mientras colocaba mercancía en las estanterías en cuanto la veía cerca, o cómo la miraba un instante para agachar la cabeza a continuación tras sonrojarse visiblemente. ¿Acaso llevaba ella un letrero en la frente que anunciase al mundo que era Ama? No se consideraba la típica Dómina subida a tacones imposibles y con cara de mala leche perpetua. Pero su actitud o sus gestos podrían haberla “traicionado”. Sobre todo delante de alguien receptivo a ciertas cosas, como parecía ser ese chico. ¿Cuántos años podría tener? ¿Veinte? ¿Veinticinco como mucho? Y de repente lo vio. Mientras le extendía el cambio en monedas, giró la muñeca de manera casi imperceptible. El tatuaje no era fácil de ver. Su tamaño no superaba el diámetro de un céntimo. Pero ella lo distinguió con rapidez. Un triskel bicolor. Inconfundible. El corazón se le aceleró, pero trató de no dar señales de haberlo visto, o de haber captado su significado. No quería ni mirarlo a los ojos. —Vale —respondió en voz alta cuando tomó las monedas que le extendía

aquella mano provocativamente tatuada—. Hasta luego. Recogió la bolsa con las compras y salió del supermercado inmersa en

sus pensamientos. *** ¿Lo habría captado? ¿Habría resultado demasiado evidente? No quería dar ningún paso en falso o desagradarle en nada. Mucho menos quería parecer un egoísta que intentase mandar desde abajo o dar la impresión de que le pedía algo, eso le correspondía a ella. Llevaba semanas planeando cómo hacerle notar que no le resultaba indiferente, que había notado algo que no sabía explicar y que le hacía pensar que podría ser esa mujer con la que soñaba desde antes de conocerla, aquella que encajaría con sus deseos, que colmaría su necesidad de sumisión. El tatuaje lo llevaba desde hacía años, siempre tuvo claro lo suyo, y ni siquiera le pidió permiso a su madre para hacérselo; era tan pequeño que parecía una cicatriz para un ojo no entrenado en símbolos BDSM. “Ojalá pudiese leer el pensamiento”, pensó mientras seguía pasando de

manera mecánica los productos por el lector de barras. ¿Y si se equivocaba de persona? No sabía nada de aquella mujer, apenas le había escuchado la voz, pero... cierto punto de altivez, algo en su mirada, un par de frases que había captado mientras ella atendía al móvil... Ya no sabía si sus ansias por encontrar a una mujer dominante le jugaban una mala pasada o si estaba en lo cierto. Trató de tener paciencia y seguir con sus sutiles señales. Lo que pasase después sería elección de ella. Otra cosa no podía hacer. *** El chico no estaba nada mal, eso tenía que reconocerlo. De reojo se había fijado cómo se le marcaba el ligero pantalón uniformado en las nalgas. Y su cara tenía una expresión dulce y algo pícara. Solía bromear con algún compañero por los pasillos del supermercado y parecía caer bien entre ellos. Se fijaba en todo eso porque no era la clase de mujer que domina a cualquiera: su dominación se despertaba ante un hombre

concreto, con sus virtudes y defectos. La pena era su edad. Los planes a largo plazo resultaban complicados con más de una década de diferencia. Hacía tanto que no arañaba una espalda ni paseaba sus descalzos pies por un torso masculino que empezaba a plantearse en serio averiguar lo que había detrás de aquellas señales. Pero no veía una manera adecuada que dejase su dignidad a salvo si se equivocaba. Y allí no había forma de ir más allá. El pequeño almacén de mercancía no parecía el mejor escenario para intentar algo, ya había observado el intenso trasiego de repartidores y empleados por esa zona. Se estaba quedando sin ideas. Hasta que reparó en el nuevo cartel a la entrada. “Hacemos reparto a domicilio”.

A veces había llenado demasiado las bolsas y se preguntaba por qué diablos no existía el servicio de reparto como en otros sitios. Se alegró doblemente. La excusa había llegado. Y la iba a aprovechar. *** Su turno era cambiante y ella parecía no tener tampoco horarios fijos. Tal vez no trabajaba o era su propia jefa. Esa última idea le excitó sin poder evitarlo. Un plus de autoridad no venía nada mal para sus fantasías. Llevaba demasiados días sin verla aparecer. Pero aquella jornada el pulso se le aceleró al ver la lista de repartos, que le tocaba por casualidad llevar a sus destinatarios. ¿Sería ella la de la lista? Sólo sabía su nombre, porque alguna vecina o conocida la había saludado mientras estaban en la cola para pagar. No era un nombre muy habitual, así que imposible no parecía. Mientras llenaba el carro su nerviosismo aumentaba. No había nada de lo que ella nunca se llevaba. Nada de pañales o de comida para perros. Y sin embargo había un par de tabletas de chocolate de su marca preferida. Porque él no se fijaba en lo que pasaba por caja, excepto cuando se trataba de la compra de esa mujer

que inundaba cada vez más cada uno de sus pensamientos enfebrecidos. La dirección era lógicamente de una calle cercana. Quería llegar puntual a primera hora de la indicada por ella en las preferencias de reparto. Aunque por otra parte fantaseaba con arrodillarse en cuanto abriese la puerta y pasarse allí el resto de la tarde obedeciéndola, lo cual significaría su despido instantáneo por no atender el resto de pedidos. No quería perder su trabajo, por insignificante que fuera; ya bastante miserable se sentía por no poder ofrecerle nada de valía a semejante mujer. Tocó el timbre con el corazón en la garganta. La voz masculina que respondió fue como un zarpazo a su corazón. Qué estúpido había sido. Una mujer así podía tener a cualquier hombre. Y ni siquiera se había detenido a pensarlo. Subió algo más tranquilo ahora que veía esfumarse sus posibilidades. Pero abrió ella. Se sintió tan sorprendido que se quedó mudo. —Ah, pasa —dijo con una sonrisa—, la cocina está por aquí.

Al mismo tiempo que la seguía con las cajas, un hombre se ponía una chaqueta y alcanzaba la puerta de entrada. —¿Ya te vas, hermanito? —la oyó decir con alivio infinito. —Sí —respondió el otro—, tengo una prisa horrible, luego te llamo.

No pudo evitar pensar que podía haber más hombres en su vida que no fueran familiares. Pero por el momento se sintió como en un campo de batalla libre de enemigos. Colocó las cajas en el lugar que ella le indicó y le extendió el recibo con el precio. —Vaya, me falta un billete, no sabía que había pedido tantas cosas,

espera aquí, ahora vuelvo. —Por supuesto, Señora, no se preocupe.

Se quedó parada en el umbral de la puerta. —Oye, dime una cosa, ¿tan mayor te parezco para que me llames

siempre Señora? Se ruborizó mientras balbucía que no, que lo hacía por respeto. —Ah, bueno, me gusta el respeto. Me encanta, de hecho... Voy a por tu

dinero. *** Su plan no era muy elaborado, pero confió en que sirviese para sacar la verdad a la luz y romper el hielo. Regresó con el dinero y con algo más en el bolsillo. —A ver si está todo, aquí está el billete, y el euro debo de tenerlo en el

pantalón. Sacó varias monedas mezcladas con el objeto-trampa. Las depositó sobre la mesa y empezó a moverlas separando con el índice las que no servían. —Uy, esto no es una moneda, qué despiste —dijo cuando desplazó el

mismo símbolo que llevaba él tatuado pero en forma de colgante. Observó la reacción del chico. Aparte del rubor en sus mejillas, abrió los ojos en señal de sorpresa. —¿Sabes lo que es? —preguntó ella con malicia. —Creo que sí, Señora. —¿Lo crees? ¿O lo sabes... igual que sabes que lo llevas tatuado en la

muñeca?