Paisajes de una transición

3 may. 2008 - tado por la playa de Chesil, que conecta las islas británicas con la isla de Port- land (vale decir que el lugar es, de algún modo, una isla dentro ...
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CRÍTICA DE LIBROS Reseñas: Austen, Durand, Fausto, Devoto, Darnton

NARRATIVA EXTRANJERA

Paisajes de una transición Amparándose en una serena estructura neoclásica, Chesil Beach, de Ian McEwan, se detiene en una noche de bodas para indagar los años sesenta a contraluz, con sus prejuicios y contradicciones POR WALTER CASSARA Para La Nacion

A

menudo los críticos más quisquillosos suelen anteponer un signo de interrogación a aquellos libros que vienen avalados por una extensa nómina de premios y un rotundo éxito de ventas. Sea por esnobismo o por deformación profesional, sea porque demasiada publicidad también “mata el libro” tanto o más que la fotocopia, la duda está, en buena medida, absolutamente fundamentada. Hay excepciones, por supuesto. El británico Ian McEwan (Aldershot, 1948) es una de ellas. Pese a la asombrosa cantidad de premios que recibió a lo largo de su carrera, pese a los millones de ejemplares que vendieron sus dos obras anteriores, Sábado y Expiación, McEwan es un escritor que tolera muy bien la popularidad. Al menos Chesil Beach es, entre otras cosas, una prueba fehaciente de que se puede ser famoso y multipremiado, y al mismo tiempo escribir bien. O escribir, en todo caso, de acuerdo con un criterio que satisface las pautas actuales del mercado, sin renunciar completamente a la calidad literaria. Porque hay que decir que esta novela corta, se mire por donde se mire, es correcta, serena y armoniosa como un parque inglés, y hasta podría, perfectamente, haber sido escrita en el siglo XIX. Bastaría con hojear las páginas que dedica a describir la antigua playa situada en la costa de Dorset, al suroeste de Inglaterra, donde los personajes pasan su noche de bodas, para comprobar que aquí el paisaje es tan im-

16 I adn I Sábado 3 de mayo de 2008

portante como en una novela decimonónica. De hecho, podría incluso decirse que el paisaje es el factor determinante de la ficción, como si el autor hubiera tenido en mente el locus antes que la intriga y la época en que se desarrollaría la historia. Las finas y precisas pinceladas con que McEwan muestra dicho escenario, una reserva geológica cuyos yacimientos datan de la era mesozoica, evocan de inmediato las líricas acuarelas de Joseph Turner o John Constable, dos grandes pintores del romanticismo inglés. De este modo, como las esqueléticas nieblas londinenses de Stevenson o las ásperas landas en la prosa de Thomas Hardy, los guijarros inmemoriales de Chesil Beach se ajustan a la perfección a la historia de amor, ligeramente trágica y fuera del tiempo, que cuenta esta novela. No se trata pues de una locación accidental o puramente decorativa. McEwan ha optado por la playa de Chesil, que conecta las islas británicas con la isla de Portland (vale decir que el lugar es, de algún modo, una isla dentro de otra isla), para proyectar el conflicto íntimo de los personajes, su extrema insularidad cultural y su inexperiencia frente al deseo. No solo en el tratamiento del espacio se revela la estructura neoclásica de la novela. Como si quisiera ceñirse al máximo al modelo aristotélico de la composición, McEwan cultiva también una estricta unidad de tiempo y acción. Con algunos saltos retrospectivos, que examinan la genealogía social y familiar y el momento en que Edward y Florence se conocieron, la historia se centra en la noche de bodas de esta joven pareja de clase media, demasiado pudorosa y anticuada, quizá, para la época (los afiebrados años sesenta, los años, recordemos, del “amor libre”), cuyo matrimonio dura tan solo ocho horas, que es exactamente el intervalo de tiempo en el cual se concentra el relato. Una nota aparte merecería el tercer capítulo de esta nouvelle. Por la precisión milimétrica con que se refieren las dificultades y los vaivenes de

Ian McEwan JULIAN MARTIN / EPA / CORBIS

CHESIL BEACH POR IAN MCEWAN ANAGRAMA TRAD.: JAIME ZULAIKA 186 PÁGINAS $ 35

atracción-repulsión de los cuerpos; por la sutileza con que detalla, sin pelos en la lengua, el encuentro sexual tan deseado y pospuesto de la joven pareja, la prosa de McEwan alcanza un clímax que debería estar entre los pasajes eróticos más logrados de la narrativa actual. “Las relaciones sexuales empezaron/ en mil novecientos sesenta y tres/ (demasiado tarde para mí)/ entre el final del proceso a El amante de Lady Chatterley/ y la salida del primer disco de los Beatles”, escribió alguna vez el gran poeta Philip Larkin, con ese manejo tan irónico del sentido común que destila the quintessence of Englishness. Acaso llevando a un plano literal estos versos que ya, en sí mismos, son un abuso de las estadísticas, Chesil Beach se sitúa en 1962, un período de transición en el que se estaba gestando un cambio en la actitud hacia el sexo, aunque todavía se-

guía en pie la creencia en instituciones tradicionales como la familia y el matrimonio. Si bien el contexto se halla rigurosamente documentado en la novela –desde la moral hasta la ropa, la música, la literatura y la cocina, todo apunta a un cambio aquí–, en ningún momento el narrador se rebaja a la crónica o la historiografía. Solo toma los detalles que son funcionales a la ficción. Es más, los jóvenes que pinta Chesil Beach podrían, sin ningún problema, trasladarse a la era victoriana. Y quizá por primera vez, alguien se atreve a abordar la década del 60 a contraluz, con sus prejuicios y contradicciones, tal y como uno imagina que fue, o al menos sin esa visión completamente idealista y estereotipada a la que estamos acostumbrados. Tal es la precisión y la objetividad con que McEwan lleva adelante el relato, que enseguida trasciende el contexto para situarse en un punto equidistante entre el pasado y el presente, entre una época y otra, para esbozar entre líneas un lúcido retrato de Inglaterra, ese país tan lleno de paradojas que, al decir del escritor checo Karel Capek, “es la más hermosa y la más fea de las tierras, la más democrática de las naciones y la que venera los anacronismos más rancios de la aristocracia”. Una opinión que McEwan hubiera podido firmar con una sonrisa benévola. © LA NACION