Lula y los Castro

desde el último terremoto grande, en 1985. Pero casi la mitad de .... Darwin, el terremoto también destruye nues- .... Blanco, Oswaldo Payá, Elizardo Sánchez,.
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NOTAS

Sábado 13 de marzo de 2010

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LA POLITICA EXTERIOR DEL PRESIDENTE BRASILEÑO DESMIENTE SU POLITICA INTERNA

Lula y los Castro MARIO VARGAS LLOSA EL PAIS

LIMA I capacidad de indignación política se embota algo los meses del año que paso en Europa. La razón, supongo, es que vivo allá en países democráticos en los que, no importa los problemas que padezcan, hay un amplio margen de libertad para la crítica, y los medios, los partidos, las instituciones y los individuos suelen protestar con entereza y ruido cuando se suscita un hecho afrentoso y despreciable, sobre todo en el campo político. En América latina, en cambio, donde paso tres o cuatro meses al año, aquella capacidad de indignación retorna siempre, con la furia de mi juventud, y me hace vivir en el quién vive, desasosegado y alerta, esperando (y preguntándome de dónde vendrá esta vez) el hecho execrable que, generalmente, pasará inadvertido para el gran número, o merecerá el beneplácito o la indiferencia generales. Estos días he vivido una vez más esa sensación de asco e ira viendo al risueño presidente Lula, de Brasil, abrazando cariñosamente a Fidel y Raúl Castro, en los mismos momentos en que los esbirros de la dictadura cubana correteaban a los disidentes y los sepultaban en los calabozos para impedirles asistir al entierro de Orlando Zapata Tamayo, el albañil opositor y pacifista de 42 años, del Grupo de los 75, al que la satrapía castrista dejó morir –luego de someterlo en vida a confinamiento y torturas y de condenarlo con pretextos a más de treinta años de prisión– tras 85 días de huelga de hambre. Cualquier persona que no haya perdido la decencia y tenga un mínimo de información sobre lo que ocurre en Cuba espera del régimen castrista que actúe como lo ha hecho. Hay una absoluta coherencia entre la condición de dictadura totalitaria de Cuba y una política terrorista de persecución a toda forma de disidencia y de crítica, la violación sistemática de los más elementales derechos humanos, procesos amañados para sepultar a los opositores en cárceles inmundas y someterlos allí a vejaciones hasta enloquecerlos, matarlos o empujarlos al suicidio. Los hermanos Castro llevan 51 años practicando esa política, y sólo los idiotas podrían esperar de ellos un comportamiento distinto. Pero de Luiz Inacio Lula da Silva, gobernante elegido en comicios legítimos, presidente constitucional de un país democrático, como Brasil, uno esperaría, por lo menos, una actitud algo más digna y coherente con la cultura democrática que en teoría representa, y no la desvergüenza impúdica de lucirse, risueño y cómplice, con los asesinos virtuales de un disidente democrático, legitimando con su presencia y proceder la cacería de opositores desencadenada por el régimen en los mismos momentos en que él se fotografiaba abrazando a los verdugos de Orlando Zapata Tamayo. El presidente Lula sabía perfectamente lo que hacía. Antes de viajar a Cuba, cincuenta disidentes cubanos le habían pedido una audiencia durante su estancia en La Habana y que intercediera ante las autoridades de la isla por la liberación de los presos políticos martirizados, co-

M

EFE

El presidente brasileño conversa con los hermanos Castro, en La Habana, horas después de la muerte del preso político Orlando Zapata Tamayo

Ante los negocios con Cuba, ¿qué puede importarle al “estadista” brasileño que muera un albañil cubano del común? mo Zapata, en los calabozos cubanos. El se negó a ambas cosas. Tampoco los recibió ni abogó por ellos en sus dos anteriores visitas a la isla, cuyo régimen liberticida siempre elogió sin el menor eufemismo. Por lo demás, esta manera de proceder del mandatario brasileño ha caracterizado todo su mandato. Hace años que, en su política exterior, desmiente de manera sistemática su política interna, en la que respeta las reglas del Estado de Derecho, y, en economía, en vez de las recetas marxistas que proponía cuando era sindicalista y candidato –dirigismo económico, nacionalizaciones, rechazo a la inversión extranjera, etcétera–, promueve una economía de mercado y de libre empresa, como cualquier estadista socialdemócrata europeo. Pero cuando se trata del exterior el presidente Lula se desviste de los atuendos democráticos y se abraza con el comandante Chávez, con Evo Morales, con el

RIGUROSAMENTE INCIERTO

A

PARA LA NACION

un psicólogo de la Universidad de Massachusetts, Estados Unidos, se le dio por estudiar la proclividad al embuste que tienen los seres humanos, sobre todo los que llevan una vida gregaria, con estrechos y frecuentes vínculos sociales. Fueron tan provechosas las investigaciones de ese psicólogo, llamado Robert Feldman, que acabó escribiendo un libro todavía no editado en español, La mentira en su vida, que recoge un alto cúmulo de conclusiones pasmosas, que derivan de su experiencia y de los miles de tests que emprendió. Y una de tales conclusiones dice así: “Es muy posible que, en los diez minutos iniciales de conversación con una persona recién conocida, usted incurra en dos o tres falsedades respecto de usted mismo y de su propia circunstancia”. Un colega de Robert Feldman, Estroncio Peribáñez, presta acuerdo absoluto a esa premisa: “En nuestro país –y se refiere a la Argentina–, el engaño y la mentira variopinta constituyen requisitos tutelares de la actividad política. La idea de pronunciar un discurso político despojado de embustes y carente de falsedades y embrollos testimoniales es totalmente inconcebible”. En Memorias del subsuelo (1864), el ruso Fedor Dostoievski fue indulgente con la mentira: “Lo habitual es mentir por pura amabilidad, para agradar al oyente, para producirle una grata

impresión estética”. Y el español Antonio Machado otorga ambigua tonalidad –en los versos de Soledades (1903)– a la proteica naturaleza del embuste: “Se miente más de la cuenta / pero también la verdad se inventa”. Por encima (y por los costados) de tanta ilustre interpretación, parece cierto que suman mayoría los estudiosos de conductas sociales que coinciden en un punto: ser impostor y disfrazar la realidad a extremos de convertirla en fábula resulta una de las más subyugantes vocaciones del ser humano. Feldman, por lo menos, advierte que “la práctica de la mentira es constante y se ejercita a cada rato, aun cuando las dosis que uno suministra sean variables”. Y Peribáñez se acopla gustoso a tal concepto. “¿Alguien supone que nuestra señora Presidenta cree todo cuanto expresa en sus tan fantasmagóricas arengas? ¿Existe alguna persona que, en su sano juicio, se revele convencida de que el jefe de ministros, Aníbal Fernández, es del todo veraz y del todo sincero cuando riega de vituperios sus casi siempre inflamados discursos? Nuestros funcionarios –aconseja– deberían disimular un poco, reducir la dosis de cuentos del tío que ofrecen a su público, a los efectos de que el maquillaje de la verdad, y aun el de la verdad a medias, no sea tan ostensible. Caramba, no deberían ignorar que hay vocaciones de patas cortas.” © LA NACION

–cuando no tienen más remedio– practican la democracia en el seno de sus propios países, en el exterior no tienen reparo alguno, como Lula, en cortejar a dictadores y demagogos tipo Chávez o Castro, porque creen, los pobres, que de este modo aquellos manoseos les otorgarán una credencial de “progresistas” que los libre de huelgas, revoluciones, acoso periodístico y de campañas internacionales acusándolos de violar los derechos humanos. Como recuerda el analista peruano Fernando Rospigliosi, en un admirable artículo: “Mientras Zapata moría lentamente, los presidentes de América latina –incluido el sátrapa cubano– se reunían en México para formar una organización –¡otra más!– regional. Ni una palabra salió de allí para demandar la libertad o un mejor trato para los más de 200 presos políticos cubanos”. El único que se atrevió a protestar –un justo entre los fariseos– fue el nuevo presidente de Chile, Sebastián Piñera. De manera que la cara de cualquiera de estos jefes de Estado hubiera podido reemplazar a la de Luiz Inacio Lula da Silva, abrazando a los hermanos Castro, en la foto que me retorció las tripas al leer la prensa una mañana. Esas caras no representan la libertad, la limpieza moral, el civismo, la legalidad

Lula es un típico mandatario latinoamericano. Casi todos ellos están cortados por la misma tijera y la coherencia en América latina. Estos valores se encarnan en personas como Orlando Zapata Tamayo, las Damas de Blanco, Oswaldo Payá, Elizardo Sánchez, la bloguera Yoani Sánchez y demás cubanos y cubanas que, sin dejarse intimidar por el acoso, las agresiones y vejaciones cotidianas de que son víctimas, se siguen enfrentando a la tiranía castrista. Y se encarnan, asimismo, en principalísimo lugar, en los centenares de prisioneros políticos y, sobre todo, en el periodista independiente Guillermo Fariñas, que, cuando escribo este artículo, lleva varios días de huelga de hambre en Cuba para protestar por la muerte de Zapata y exigir la liberación de los presos políticos. Curiosa y terrible paradoja: que sea en el seno de uno de los más inhumanos y crueles regímenes que haya conocido el continente donde se hallen hoy los más dignos y respetables políticos de América latina. © LA NACION

La inseguridad de la Tierra

Mentir, esa vocación NORBERTO FIRPO

comandante Ortega, es decir, con la hez de América latina, y no tiene el menor escrúpulo en abrir las puertas diplomáticas y económicas de Brasil a la satrapía teocrática integrista de Irán. ¿Qué significa esta duplicidad? ¿Que el presidente Lula nunca cambió de verdad? ¿Que es un simple travestido, capaz de todos los volteretazos ideológicos, un politicastro sin espina dorsal cívica y moral? Según algunos, los designios geopolíticos para Brasil del presidente Lula están por encima de pequeñeces como que Cuba sea, con Corea del Norte, una de las dictaduras donde se cometen los peores atropellos a los derechos humanos y donde hay más presos políticos. Lo importante para él serían cosas más trascendentes, como el puerto de Mariel, que Brasil está financiando con 300 millones de dólares, así como la próxima construcción, por Petrobras, de una fábrica de lubricantes en La Habana. Ante realizaciones de este calado, ¿qué puede importarle al “estadista” brasileño que un albañil cubano del montón, y encima negro y pobre, muera de hambre clamando por nimiedades como la libertad? En verdad, todo esto significa, ay, que Lula es un típico mandatario “democrático” latinoamericano. Casi todos ellos están cortados por la misma tijera y casi todos, unos más, otros menos, aunque

CARLOS FRANZ PARA LA NACION

MADRID A violencia de la naturaleza es cultura en Chile. Cada generación ha recibido su bautismo en el “cinturón de fuego” del Pacífico. Así como en Europa la guerra fue el rito de pasaje de cada época, en Chile lo es un gran temblor. Sismos mayores ocurren, en promedio, cada diez años, en esa zona. El país había tenido suerte durante un cuarto de siglo, desde el último terremoto grande, en 1985. Pero casi la mitad de los chilenos no habían nacido, o eran muy niños, cuando ocurrió aquel trance. Ahora, las generaciones más recientes acaban de recibir su bautismo de miedo, atrasado. Los jóvenes desconcertados se palpan, se sacuden el polvo, despiertan de su sueño de seguridad. Y sin saberlo, o apenas, se integran a una vieja tradición chilena: la supervivencia. Tradición severa: de la terquedad, del ingenio en la escasez, del escepticismo sobre la duración de las cosas materiales. Hacemos una fogata en la calle; nos consolamos bromeando sobre la tragedia; dudamos del Estado y de la naturaleza; decidimos no esperar más, y nos ponemos a reedificar lo derribado. No quedará muy bonito. No será completamente antisísmico. Pero en países como el nuestro se aprende de niño que es imposible asegurarse del todo contra “uno de los grandes”. Difícil olvidarlo. No hay casa antigua en Chile que no tenga al menos una gran grieta. Cada diez años, en promedio, se tapa y se repinta. Pero sabemos que sigue ahí: un rayo que se trasluce bajo el revoque y la pintura; bajo la aparente solidez nuestra de cada día. Ese cambio que la naturaleza puede producir en la conciencia lo experimentó el joven Darwin, también en Chile. En 1835 vivió un gran sismo y maremoto que arrasó esa misma zona de Concepción. Escribió: “Un terremoto destruye nuestras más viejas presunciones. La tierra, el emblema mismo de la solidez, se ha movido bajo nuestros pies, como una delgada costra sobre un fluido. En segundos se crea una extraña idea de inseguridad, que

L

horas de reflexión no habrían producido”. Esa idea sobre la inseguridad de la tierra se graba en la memoria, hasta los huesos. Tenía seis años, en 1965, cuando sufrí mi primer bautismo sísmico. Estoy viendo a mi padre, desnudo en el salón, bajo una pesada lámpara de cristal que se bamboleaba sobre su cabeza. Desde la calle le gritábamos que saliera. El, dividido entre el pudor y el miedo, vacilaba bajo esa araña que iba a aplastarlo. El año 1971 Chile me bautizó otra vez. Pasamos una noche en la calle, a oscuras, en el barrio viejo de Santiago, ateridos. Cuando nos dejaron volver a la casa, descubrí un gran trozo de cornisa, de mi tamaño y peso, más o menos, acostado sobre mi cama. ¿Por cuantos segundos me salvé? Mi abuelo, cur-

No hay casa antigua en Chile que no tenga al menos una gran grieta. Cada diez años, en promedio, se tapa y se repinta, pero el riesgo está siempre ahí tido en temblores, decía que cada presidente se inauguraba con un terremoto. En 1960, Alessandri, el último mandatario derechista elegido democráticamente, presidió sobre el temblor más violento registrado en el mundo, el de Valdivia. El 65, Frei Montalva; el 71, Allende. En 1973, Pinochet no necesitó ayuda de la naturaleza para hacer el suyo. Ahora, Piñera asumirá con uno de los peores sismos de nuestra historia. Pero esa es la normalidad chilena. Lo anormal había sido este cuarto de siglo sin grandes sacudidas (mientras la presión se acumulaba). Como nuestra juventud, nuestros observadores externos también se habían malacostumbrado. “Chile, el país más estable de América latina”, es un tópico que, incluso quienes lo celebramos, nos vemos obligados a relativizar.

Pareja de ese mito es aquel otro de que somos el país más desigual. Triste destino de los países lejanos y pequeños: ser simplificados y mitificados. Ahora, cuando en una ciudad devastada y a oscuras unas turbas saquean los supermercados, no falta el corresponsal que lo achaca a la injusticia social. No, señor. Ni éramos tan prósperos y ordenados hasta hace una semana, ni ahora hemos mostrado la cara horrenda del “milagro chileno”. Aguarde usted a que una tormenta, de verdad “perfecta”, deje a una urbe europea sin electricidad ni agua y con el 60% de sus casas dañadas y recordará lo que es la naturaleza humana. Apague usted la luz en toda Nueva York durante una noche, como hace años, y luego aténgase a la ley de la selva. Heinrich von Kleist, que nunca estuvo en América, escribió su relato “El terremoto de Chile”, inspirándose en el sismo de 1647, que arrasó Santiago. Una piadosa multitud que tras el desastre se aprestaba a orar, pidiendo perdón por sus pecados, se lanza enseguida sobre una pareja adúltera a la que culpa del castigo divino y los descuartiza. Para Kleist, por cierto, el remoto Chile era sólo una metáfora de la humanidad. No un mito de estabilidad o injusticia. La violencia de la naturaleza es terrible. Pone en jaque nuestros ideales. Pero, asimismo, nos recuerda que no controlamos esa delgada costra de tierra y civilización por donde caminábamos tan confiadamente. Al cambiarnos el paisaje, el temblor también nos obliga a cambiar. ¿Es el sismo un precio muy alto por esa mudanza? Sí. Pero los sobrevivientes deshonraríamos a los muertos si no muriéramos un poco con ellos, si no cambiáramos. Como le ocurrió a Darwin, el terremoto también destruye nuestros prejuicios y presunciones. Vacuna contra el materialismo, al derrumbarlo cada tanto. Templa el carácter de un pueblo. Chile saldrá mejor de esta prueba. © LA NACION La última novela del chileno Carlos Franz es Almuerzo de vampiros.