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Lunes 22 de noviembre de 2010
I
Por los barrios | La vida en el “lejano oeste” porteño
Liniers, tierra de nostalgia y contrastes Desde la zona residencial de las “1000 casitas” hasta la llamada “Pequeña Bolivia”, los vecinos no ocultan el orgullo barrial
FRANCO VARISE LA NACION
La zona de las “1000 casitas”, una zona residencial incomparable
Un busto de Evo Morales, en venta, en Pequeña Bolivia
Látigos o disciplinadores
Calle León Suárez, barrio de Liniers, en el extremo oeste de la ciudad de Buenos Aires. En la “Pequeña Bolivia”, un maremoto humano va de un comercio a otro al encuentro de productos peculiares: “millo”, “ligia”, “falso conejo”, “cauka”, “pique macho”, el busto de Evo Morales o el temido látigo de tres puntas denominado “disciplinador”. A tres cuadras, al trasponer la transitada avenida Rivadavia al 11.500, una multitud apunta sus intereses en otra dirección: San Cayetano, San Jorge, el Gauchito Gil, San La Muerte, umbandas. Las vidrieras de las santerías de la calle Cuzco, frente a la iglesia de San Cayetano, patrono del pan y del trabajo, explotan paradójicamente de imágenes paganas. Todo en apenas 300 metros de puro asfalto. Liniers, tierra de contrastes. Y no es un cliché. Este barrio tradicional, con mucha historia, con hitos y con vecinos orgullosos de vivir allí, combina como ningún otro lugar de la ciudad la fe devocional con el comercio multicultural; la belleza residencial de las “1000 casitas” con la hiperdensidad de la estación del ferrocarril General Sarmiento; el estilo familiar con el descontrol que empezó a apretar fuerte cerca de la General Paz. Abigarrados barrios dentro de otros barrios. “Sí, se vende mucho”, dice tímida Mirta, una chica boliviana de la ciudad de Potosí, quien ahora sirve “refresco de durazno” y “chicha” directamente en bolsitas de plástico en la “Pequeña Bolivia”. Son tres cuadras que forman un llameante mercado de comidas, productos, servicios bancarios y cultura boliviana sin filtro. El “disciplinador” a la venta en los locales, por ejemplo, no es otra cosa que un rebenque utilizado para “amedrentar” a los niños inquietos, comenta Jacinto Pedriel sin inmutarse. El busto de plástico del presidente boliviano cuesta unos 25 pesos. “Es bueno y todo barato”, interrumpe Romina, una joven de 32 años que cambió la zona de Congreso por el barrio de Liniers hace cuatro años. “No conocía Liniers, pero para vivir es mucho más accesible que otras zonas de la Capital y encontrás casas que en otras partes costarían una fortuna”, agrega la nueva vecina. “Y este mercado boliviano está buenísimo”, añade Romina, mientras coloca los productos frescos en el canasto de su bicicleta como si fuera una turista. Pero ocurre que “Pequeña Bolivia” esconde también una fachada menos colorida y cruel. Un stencil en una pared advierte: “Esclavo: tu vida no es un taller”. Varios vecinos comentan por lo bajo acerca de la explotación de muchos de los que recién llegan de Bolivia en talleres de costura clandestinos. “Acá hay varios depósitos de «bolitas» y mucha ropa sale de ahí”, dice sin anestesia el comerciante Ariel Juárez. La distancia entre la historia nostálgica del barrio de Liniers y la actualidad es amplia, y aumenta cada día. El barrio nació como un poblado de chacras y casonas de gente acomodada, que luego terminó transformándose, con la instalación del ferrocarril, en una zona de inmigrantes de clase media. Las “1000 casitas” es un oasis residencial a pocas cuadras de la “Pequeña Bolivia” y a unos 500 metros del infernal
tránsito de Rivadavia. Un entramado de pasajes con nombres atractivos, como La Huerta, enmarcan las casas que alguna vez fueron construidas para los trabajadores ingleses del ferrocarril. Hoy esas viviendas aparecen remozadas y no tienen nada que envidiarles a las de las mejores zonas de la Capital. “Es muy tranquilo, aunque como en cualquier otro lado salgo y entro de mi casa bien despierto”, dice Jorge Agüero, que vive en una hermosa casa sobre la calle Cosquín. Su vecino Miguel Urones, que emigró de Mataderos, coincide: “No vuela una mosca, es muy familiar y, aunque no parezca o la gente no lo advierta, en Liniers se hicieron muchas obras municipales”. Según Carlos Gómez Castro, de la inmobiliaria homónima instalada en el barrio desde 1903, los valores fluctúan mucho. Mientras en las zonas residenciales cercanas a Villa Luro y Versailles el metro cuadrado puede ubicarse en los 1500 dólares, cerca de la estación de tren esa cotización puede caer a sólo 85 dólares. “Acá hablar de un valor del metro cuadrado es un torpeza porque podés tener casas de 400.000 dólares o viviendas de tres ambientes por US$ 50.000”, expresó Gómez Castro. El que vive en Liniers es esencialmente un fanático del barrio. La influencia del club Vélez Sarsfield quizá tenga mucho que ver con eso. También el hecho de que prácticamente la gente viaja al centro de la ciudad por razones de fuerza mayor; el barrio está situado a más de 11 kilómetros de la Plaza de Mayo. “No es tan lejos como se piensa, pero para ir al Centro tenés que viajar mucho en colectivo o tomarte el Sarmiento, que te deja en Once y que en horario pico es imposible”, fundamenta Patricio González. Pablo Apicella, que vivió muchos años en el barrio, destaca otra característica social. Liniers es uno de los pocos barrios porteños que enfocan su flujo social hacia el otro lado de la General Paz. “Cuando sos más chico y querés salir de noche, antes que al centro vas a la provincia, a Ciudadela o Ramos Mejía, donde hay boliches y restaurantes”, explica. “Basta de inseguridad.” El volante que un grupo de vecinos entrega en la calle llama la atención. Según dice uno de los autoconvocados, el crecimiento de los robos fue grande en los últimos meses. El reciente asesinato del modelo Diego Rodríguez, en Villa Luro, muy cerca de Liniers, agrietó aún más la convivencia ya de por sí compleja de esta comunidad del lejano oeste porteño.
Una multitud transita a diario por la estación del ferrocarril Sarmiento
Productos de todo tipo en el mercado boliviano
Santerías: las imágenes paganas ganan espacio en las vidrieras
La iglesia de San Cayetano, el hito de fe más conocido del barrio FOTOS DE GRACIELA CALABRESE, HERNAN ZENTENO Y EMILIANO LASALVIA
Hace 70 años que Don Luis plantó una calesita en su patio
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Don Luis Rodríguez es el calesitero más antiguo de la ciudad. Y vive en Liniers. Pero lo más curioso es que desde hace 70 años la calesita está instalada en el patio delantero de su casa, situada en Ramón L. Falcón y Miralla. Hoy tiene 91 años, más de 75 en el oficio y una desbordante sonrisa para los chicos que llegan sin parar. “Todos los padres que traen a sus hijos ya fueron mis clientes”, dice Don Luis. La historia de este vecino ilustre cruza la historia del barrio. “Mi mamá tenía un jardín con flores, pero cuando trajimos la calesita las tuvimos que sacar… sacamos las flores para plantar otra flor”, comenta mientras revolea la sortija. La música de la antigua calesita emerge de un antiguo tocadiscos. Don Luis vive en la esquina desde 1924. El año pasado, cuando cumplió 90 años,
el gobierno porteño le organizó un cumpleaños multitudinario en la calle con una torta de 90 kilos. “Este siempre fue un lindo barrio; hay que pensar que antes era todo potrero y las calles estaban alumbradas por faroles de querosene; imagínese que en este rincón –por su casa– nos conocemos todos y eso es impagable, porque siempre hice muchas amistades”, explica con ternura mientras le entrega un caramelo a uno de los niños que no quiere abandonar el caballito de madera. Don Luis es soltero y único hijo –“más solo no puedo estar”, confiesa con tono tanguero–. Pero no lo parece, porque sus “niños”, amigos y vecinos lo adoran. “Los niños son lo más grande que tiene el país –agrega Don Luis–, son sinceros y si no les gusta una cosa la dicen, y si les gusta, te lo hacen saber enseguida.”
A los 91 años, Luis Rodríguez mantiene viva una tradición
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