libros proféticos

La Historia Sagrada es la historia de la sobrenatural intervención de Dios por medio ..... El último de los jueces fue Samuel, en el siglo X antes de J.C. Samuel fue un ... Hijas de Israel, llorad a Saúl, quien ricamente os vestía de escarlata y ..... en pecado, y hasta ofrece por ellos un solemne sacrificio en Jerusalén (2 Mac.
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS

SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS

SAGRADA ESCRITURA I

UNIDAD V ANTIGUO TESTAMENTO

LIBROS HISTÓRICOS LIBROS PROFÉTICOS LIBROS SAPIENCIALES 1

INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS

SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS

SAGRADA ESCRITURA I

ANTIGUO TESTAMENTO I. LIBROS HISTÓRICOS

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INTRODUCCIÓN ESPECIAL A LOS LIBROS HISTÓRICOS La Historia Sagrada es la historia de la sobrenatural intervención de Dios por medio de sus enviados, los profetas y legisladores de Israel. La doctrina de la fe va desarrollándose a la manera como se desarrollan las verdades de una ciencia, procediendo de los principios a las conclusiones. La razón de este proceso no está en Dios, que desde el primer momento podía revelarlo todo, sino en el hombre, que no era materia dispuesta para recibir de una vez todo cuanto Dios quería comunicarle. Así llevó Dios a plena ejecución su plan, comenzando la revelación desde la creación del hombre. Jesucristo que es el fin y la consumación de la Antigua Alianza, puso el sello a la divina revelación, por si o por sus apóstoles y discípulos, y entregó a su Iglesia ese divino tesoro. San Cirilo compara la obra de Dios a la de un pintor que al ejecutar un cuadro comienza por el dibujo, y va luego poco a poco, dándole el colorido hasta dejarlo acabado.

Clasificación de los libros Históricos Los libros Históricos, como ya vimos en la Introducción General, narran la vida del pueblo de Israel, pueblo escogido por Dios, para que en él se encarnase y naciese el Verbo Eterno. Así que en realidad es Jesucristo quien aparece a través de los misteriosos destinos del pueblo escogido. Narran sus vicisitudes, sus guerras, deportaciones, caídas y resurgimientos religiosos.

CUADRO DE LOS LIBROS HISTÓRICOS Creación. Comienzo de la humanidad. Formación del Pueblo elegido.

Génesis Resto del Pentateuco

Salida de Egipto, la vida de los hebreos en el desierto durante 40 años. Ley Mosaica

Éxodo Levítico Números Pentateuco Josué Jueces Ruth I –II Samuel I- II De los Reyes I – II De las Crónicas Ester Tobías Esdras Nehemías

Reproducen la vida del Pueblo de Dios desde su entrada a la tierra prometida hasta el cautiverio en Babilonia

Recuerdan episodios del Pueblo Judío en el Cautiverio en Babilonia. (Ps. 16) Relatan la vuelta de ese Cautiverio. Evocan los tiempos revueltos de Antíoco Epífanes.

I – II Macabeos

Los escritores sagrados tienen una concepción de la historia doctrinal, es decir que se funda en los principios religiosos enseñados por los profetas: La especial providencia que Dios había prometido a Israel.

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En la primera parte del génesis se narran sucesos en los que se manifiestan los diversos atributos, principalmente aquellos que tienen más estrecha relación con el orden moral, y el de tener las genealogías hasta llegar a Abraham, en quien y en cuya descendencia se concretan las divinas promesas. Los restantes libros del Pentateuco y el de Josué demuestran cómo cumplió Dios la promesa hecha a Israel de tomarle por pueblo suyo, sacándole de la servidumbre egipcia, haciendo con él una alianza y dándole la tierra prometida. En el libro de los Jueces se cuenta cuando Israel, olvidado de su vocación y de su pacto con Dios, se deja seducir por el culto idolátrico de los cananeos, el Señor le manda enemigos que le castiguen, y el castigo le reduce a penitencia. Convertido, le envía Dios un juez, que le libra de sus enemigos. Samuel tiende a demostrar cuáles son los deberes de la monarquía teocrática de Israel, cuyos reyes no deben obrar como señores absolutos a semejanza de los otros pueblos, sino mostrarse dóciles a la ley divina y a la dirección de los profetas. David es el modelo de los reyes de Israel. Sobre este mismo concepto está calcado el plan de los libros de los Reyes y de la Crónicas. En general, puede decirse que los historiadores sagrados van siempre guiados por un fin doctrinal, inspirado en la ley y los profetas. No sin razón incluyeron los judíos sus escritos en la sección de profetas. De aquí procede que para establecer su historia, no necesitan hacer una completa exposición de los hechos de los que poder deducir científicamente sus conclusiones. Los hechos son como ejemplo en los que se realizan los principios conocidos por a revelación; y así la narración no necesita ser completa, ni en la exposición general de los hechos ni en la detallada descripción de los mismos. Hay largos lapsos de tiempo sobre los que nada nos dicen los historiadores, y no pocas veces la narración está lejos de ser suficientemente detallada y completa para darnos cabal conocimiento de los hechos. Se fundan en los principios religiosos. Después de reconocer lo anterior, admiremos la pedagogía divina. Cómo maestro perfecto, Dios conoce el valor del tiempo: ¡no se puede decir todo el primer día de clase! Así ha ido procediendo Dios, ha ido elevando al hombre poco a poco en su educación religiosa y moral. Sabiendo esto, no nos escandalizaremos ante ciertas ignorancias del Antiguo Testamento en materia de fe y moral, eran etapas rudimentarias, la del niño que aprende a escribir dejando que el maestro le tome la mano. Todo el Antiguo Testamento es un testimonio impresionante de condescendencia divina, que acepta al hombre tal como es para mejorarlo haciéndole subir desde el nivel en que se encuentra. Dios se ha ido manifestando a los hombres por etapas; y no puede ser de otra manera, si es que hemos de entender algo de él, porque no somos capaces de entender a Dios, a todo un Dios, y todo de una vez. La revelación por etapas es prueba de la comprensión y pedagogía divinas, de la delicadeza que Dios tiene con nosotros porque sabe que n podemos aprender todo en la primera lección.

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EL PENTATEUCO Son llamados así los cinco libros que los judíos designan con el nombre de Toráh. La idea clave teológica de todo el Pentateuco es la elección de Israel como primogénito de Dios y su particular “heredad” entre las naciones. En virtud de esta elección, Israel se constituye en instrumento de los designios salvadores de Dios. El autor del Pentateuco es el más grande de los profetas del Antiguo Testamento: MOISÉS, quien vivió alrededor del siglo XV antes de Cristo.

GÉNESIS Está claro que el hagiógrafo no intenta presentarnos un relato completo de los orígenes de la humanidad ni del pueblo de Israel, sino destacar los personajes y sucesos más importantes, que, al decir de San Agustín, son como hitos o piedras miliarias que marcan el curso seguido por la historia de las promesas de salvación a través de los siglos. Toda esta historia es oscura, por ser la infancia de la humanidad y del pueblo escogido, y, como el mismo santo Doctor dice, “quién hay que conserve la memoria de las cosas de su infancia” (San Agustín De Civ. Dei XV 43). El autor sagrado en su historia sigue un proceso eliminativo, dando de lado a todo lo que pueda distraer la marcha general de la historia ascendente hasta llegar a los patriarcas. Así dejando a los cainitas, se narra la historia de los setitas; y después del diluvio se sigue solo la historia de Sem, sobre quien recae la bendición y las promesas, dando de lado a la descendencia de Jafet y de Cam. Y dentro de la línea semita, la atención en torno a la familia de Abraham, padre del Pueblo elegido. Después se sigue la línea de Isaac y Jacob, dando sólo indicaciones tangenciales sobre los descendientes de Agar y de Quetura. Así, la narración se va concretando gradualmente en la porción selecta que iba a ser heredera de las promesas divinas. Enseñanzas de este libro a) Monoteísmo estricto: El Dios del Génesis es el Creador de todas las cosas; Su Palabra es omnipotente y providente. b) Dignidad del hombre: dotado de libertad y representante del Creador ante todos los seres. Precisamente por su libertad se permitió abandonar a su Dios, desobedeciendo a su mandato. La misericordia divina interviene inmediatamente para sembrar una esperanza de rehabilitación espiritual después de la primera caída. Es la primera promesa mesiánica, que se concretará en la bendición sobre Sem, Abraham y su descendencia. El vaticinio de Jacob vinculará esta promesa a la tribu de Judá de la que había de nacer el Mesías, vencedor, como síntesis de la descendencia de Eva, sobre el principio del mal, instigador de la primera desobediencia hacia Dios. La moralidad de los patriarcas ha de entenderse teniendo en cuenta la mentalidad de la época y el estadio fragmentario de la Revelación en aquellos tiempos remotísimos. Pero hemos de destacar en ellos la admirable fe en las promesas divinas, la obediencia ciega a los mandatos de Dios, el sentido de honradez y de comprensión para con el prójimo dentro del módulo moral corriente de los nómadas de la época.

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El sentido del honor y de los religiosos preside sus vidas, pues se presentan, conscientes o inconscientemente, como instrumentos de una especial providencia en la historia. Por eso, según expresión del Señor, “están sentados en el banquete del reino de los cielos”. La Revelación divina se fue manifestando paulatinamente, sin llegar a su plenitud hasta los tiempos evangélicos. Dios, atendiendo a la rudeza humana, siguió la norma de todo buen pedagogo con los niños a él encomendados, enseñándoles primero lo más elemental antes de introducirlos en las doctrinas más elevadas ( San Juan Crisóstomo). Así dice el Señor que Moisés condescendió con los israelitas, permitiéndoles el divorcio, “propter duritiam cordis eorum” (Mt. 19, 8). La poligamia de los tiempos patriarcales ha de explicarse a la luz de este principio. Más útil para aprender fechas, es fijarnos en las personas a las que Dios fue descubriendo su misterio; los grandes amigos de Dios, que llenaron una época y dejaron huella en sus descendientes. Para nosotros son modelo de fidelidad a Dios, de leal heroísmo por vivir religiosamente en medio de ambientes o pueblos que no profesan su misma fe. Y eso, si recordamos que no llegaron a conocer a Jesucristo, debe avergonzarnos por nuestra poca fe y poca generosidad con Dios, nuestra poca colaboración a su obra de redención del mundo. ABRAHAM Dieciocho o diecinueve siglos antes de Cristo, ese hombre, se puso en camino desde el norte de Siria hacia Egipto. Una orden providencial de Dios: “Sal de tu país, de tu patria, y de tu casa paterna, hacia el país que yo te mostraré” (Gen. 12, 1), y una magnífica promesa: la tierra y la descendencia numerosa (Gen. 15). Pero luego vino la prueba de la fidelidad en la amistad: Dios pidió a Abraham que sacrificara en su honor al hijo que El le había concedido (Gen. 22); ante la fe heroica de Abraham en la promesa divina, y su amor preferencial por Dios al que no rehusó el sacrificio de su hijo único, Dios le renovó y confirmó sus promesas. Abraham es el creyente ejemplar. Creyó la palabra de Dios, aun sin esperanza humana, apoyado en la esperanza (Rom. 4, 18), “pensando que Dios tiene poder hasta para resucitar a uno de entre los muertos” (Heb.11, 19). Es Nuestro Padre en la Fe, como lo llama la liturgia católica. La historia esquematizada de los patriarcas hebreos, se centra alrededor de algunas figuras. Abraham, como ya hemos visto, Isaac, Jacob, a quien Dios da el nuevo nombre de “Israel” (Gen. 35,10) y los doce hijos de éste, que han de ser los padres de las doce tribus israelitas. “Yo soy El -Sadday... he aquí mi pacto contigo. Y serás padre de multitud de naciones. No se llamará más tu nombre Abram, sin que será tu nombre Abraham, pues padre de multitud de naciones te he constituido. Te haré fructificar muy mucho y te convertiré en naciones y saldrán de ti reyes” (Gen. 17, 1.4 ss). “Establezco, pues, mi pacto entres los dos y después de ti, con tu posteridad, en la serie de sus generaciones, con alianza eterna, a fin de que sea Yo Dios para ti y para tu descendencia después de ti. Y daré a ti y después a tu descendencia, el país de tu peregrinación todo el país de Canaán, en posesión a perpetuidad. Y seré tu Dios” (Gen. 17, 7).

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Todo lo que, andando el tiempo, fue escrito sobre ellos en el libro del Génesis, fueron tradiciones pasadas de boca en boca por los padres a sus hijos y por éstos a sus descendientes. Es bello imaginarse a aquellos hombres, curtidos por el aire y el sol y endurecidos por la lucha constante por sobrevivir, reunidos por la noche al amor del fuego, cuando ya el trabajo ha terminado y las bestias, descansan, contando a los pequeños hebreos, que les escuchan boquiabiertos, los acontecimientos que ellos han oído o presenciado. Por ello no es de extrañar su estilo pintoresco y los detalles humanos y familiares que salpican todas sus páginas. Las deliciosas anécdotas de Sara, la esposa de Abraham..., los amores de Isaac y Rebeca..., las complicadas relaciones entre Esaú y Jacob, el rapto de Dina y la venganza brutal de sus hermanos..., nacimientos, matrimonios, dolores, alegrías, debilidades, muertes. Es la historia de una familia. Pero de una familia que, siempre, a través de todos los sucesos y de todas las vicisitudes conserva la idea soberana de un Dios, Señor de sus vidas. Por eso esta historia familiar, ante todo, es una historia religiosa. Es interesante observar que los hombres que la escribieron no nos revelan detalles, que nuestra mentalidad actual considera esenciales para situar un relato histórico, por ejemplo, a quien gobernaba Canaán en aquella época y cuál era su situación política, qué población tenía o qué idioma se hablaba. No. Los autores sagrados recogen solo la idea central, lo que sobre todo importa a aquellas gentes. Es decir, que su pueblo, por especial deseo de Dios, procedía de un solo antepasado. Y por éste motivo, el aspecto humano de aquel antepasado y de sus hijos, sus nacimientos y sus muertes, son infinitamente más esenciales que la situación política o económica, el arte o el grado de civilización alcanzado en aquellos siglos. La grandeza de Abraham ante Dios la pondera así el libro del Eclesiástico: “Abrahám, padre insigne de una multitud de naciones. No se halló quien le igualara en gloria... y en la prueba fue hallado fiel. (Ecli. 44, 19) Abraham es el hombre propuesto por el mismo Dios como modelo de nuestra fe. Del valor de esa fe, de la fecundidad de esa fe, nos habla elocuentemente la carta a los Hebreos: “ Por la fe, Abrahám, al ser llamado por Dios obedeció y .... salió sin saber adónde iba... Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe... también de uno solo... le nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar” (Heb. 11, 8-12).

ÉXODO Este libro es desde el punto de vista histórico una continuación de los hechos patriarcales del Génesis, trata de demostrar que el Dios de los patriarcas cumplió sus promesas de protección sobre su descendencia. Éxodo significa “salida”, porque en él se narra la historia de la liberación del pueblo israelita y su salida de Egipto. Entre el Génesis y el Éxodo median varios siglos, es decir, el tiempo durante el cual los hijos de Jacob estuvieron en el país de los Faraones. El autor sagrado describe en este libro la opresión de los israelitas; luego pasa a narrar la historia del nacimiento de Moisés, su salvamento de las aguas del Nilo, su huída al desierto y la aparición de Dios en la zarza. Refiere, después, en la segunda parte, la liberación misma, las entrevistas de Moisés con el Faraón, el castigo de las plagas, el paso del Mar Rojo, la promulgación de la Ley de Dios en el Sinaí, la construcción

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del Tabernáculo, la institución del Sacerdocio de la Ley Antigua y otros preceptos relacionados con el culto y el sacerdocio1. En la narración del Éxodo, como en los tres siguientes: Levítico, Números y Deuteronomio, se destaca la figura excepcional de MOISÉS.

MOISÉS Cuando los descendientes de los patriarcas sufrían opresión en Egipto, Dios intervino para librarlos. Es la gesta que nos presenta el libro del Éxodo. Dios se valió de un instrumento humano, Moisés, para sacar a los israelitas de Egipto (siglo XIII antes de Cristo), y ponerlos en camino hacia la tierra que había prometido a Abraham. La figura de este hombre es tan colosal, su sombra se proyecta de tal modo sobre el pueblo hebreo, que sería preciso dedicar muchas páginas a su persona. Criado y educado en la corte faraónica por causa de una serie de circunstancias que están relatadas en el Libro del Éxodo (2, 1-10), ya adulto tuvo que huir del país y refugiarse en Madián. Y un día, estando, como los antiguos patriarcas, dedicado al pastoreo, también él recibió una llamada divina y Dios le habló en la montaña de Horeb o Sinaí. Moisés regresa a Egipto y saca al pueblo, liberándolo de la esclavitud, tal como Dios le había ordenado (Ex. c. 5-12). El relato de sus discusiones con el Faraón -que naturalmente, no quiere verse privado de tanta mano de obra barata para sus fortificaciones-, las plagas, la salida del país y la peregrinación a través del desierto hasta el macizo del Sinaí, constituyeron una fascinante epopeya religiosa en la que Dios es el personaje central. Acontecimientos providenciales y maravillas de todas clases se suceden una a otras. Dios ha prometido ayudar a su enviado y le ayuda, sirviéndose de hechos y de acontecimientos que hacen posible lo que humanamente parecía irrealizable. Una numerosa caravana, compuesta por miles de personas, logra salir de Egipto, ponerse en marcha hacia la tierra que habitaron los patriarcas. Y el pueblo se siente palpablemente protegido por su Dios. Nunca lo olvidará. En la Biblia entera, incluido el Nuevo Testamento (Hechos 7; 3; Heb. 11, 2ss), constantemente se hace alusión a esta liberación prodigiosa. Y, aún hoy, sigue siendo una de las más solemnes festividades de la religión judía. Moisés se erige en organizador, no sólo religioso, sino también político. Dejando al pueblo acampado, asciende solo a la montaña que ya conoce, pues fue en ella donde ya antes le hablara Dios (Ex. 3, 1-6). Y allí.... “Al tercer día, en cuanto fue de mañana, hubo truenos, relámpagos y una nube densa sobre la montaña... y todo el pueblo que estaba en el campamento se estremeció”. La Majestad de Dios se hizo evidente a su pueblo que “se estremeció”. Moisés, solo en la cumbre, escucha entonces los Mandamientos, que son una expresión clara y concreta de la ley natural, grabada al nacer, en el corazón del hombre. Moisés es la gran figura de Israel, pero todas sus glorias quedan superadas por algo infinitamente más precioso, y es que él fue “el amigo” de Iahvé. Sólo él subía al monte Sinaí a hablar con el Señor y a escuchar sus palabras (Ex. 2,1). Solo él se atrevía a interceder por los rebeldes, con la seguridad de ser atendido (Ex. 32, 11-14). Y todo, porque Dios le dio una prueba de amor única en toda la Biblia: 1

MONS. DR. JUAN STRAUBINGER, Santa Biblia, Introducción, Fundación Santa Ana, La Plata, Bs. As. , 2001

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“Yahveh hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre a su amigo” (Ex. 33, 11) Y cuando Iahvé le anuncia que un día suscitará entre los hebreos un profeta que hablará sus propias palabras -que será el Verbo de Dios-, Moisés recibe de los labios divinos la suprema alabanza. Porque el Anunciado, le dice Yahvéh, será... “...profeta como tú...” (Dt. 1,18). Jesucristo, figura agigantada de Moisés, por ser Hijo y no siervo como el legislador: “...Moisés... como servidor... pero Cristo... como hijo...” (Heb. 3, 5 ss.) Pero al fin y al cabo hombre también, mensajero de la palabra última y definitiva de Dios. La figura extraordinaria de Moisés se agiganta a nuestros ojos al conocer su humildad personal, que expresamente nos narra el Texto sagrado: “Moisés era un hombre humilde, más que hombre alguno sobre la haz de la tierra” (Núm. 12,3). Por eso, Dios quiere ensalzarlo ante el pueblo: “...Yahvéh dijo a Moisés: Yo vendré a ti en densa nube, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tenga siempre fe en ti”. (Ex. 1,9) Y nos emociona, cómo precisamente el mismo Dios sale a su defensa ante Aarón y María sus detractores: “...Moisés es en toda mi casa el hombre de confianza. Cara a cara hablo con él... ¿Cómo, pues, os habéis atrevido a difamar a mi siervo Moisés?. (Núm. 12,7s). Y es que Moisés fue un nombre unido a Dios, el hombre de la oración, de la intimidad con Dios: “... Yo he de encontrarme contigo”. (Ex. 3, 36) “...Y Yahvéh hablaba con Moisés”. (Ex. 33,9). De donde brota el supremo elogio de Moisés. El es el “amigo” de Dios (Ex33,11). Es Moisés la figura cumbre del Antiguo Testamento. El Pentateuco termina describiéndonos, en síntesis, la grandeza de Moisés: “No ha vuelto a surgir en Israel profeta semejante a Moisés”. (Dt. 34, 10) Y el libro del Eclesiástico nos dice así: “Amado de Dios y de los hombres. Moisés cuya memoria vive en bendición... le dio a ver su gloria... le hizo oír su voz... por su fe y su mansedumbre le escogió de entre toda carne”. (Ecli. 45,1s). Justamente es en este libro que encontramos el hecho central de la historia del Antiguo Testamento: la alianza del Sinaí, en torno a la cual girará toda la vida religiosa de Israel durante siglos hasta los tiempos mesiánicos. El Dios del Sinaí es celoso de su culto y no admite competidores, y es tan espiritual y trascendente que se prohíbe su representación sensible. El mismo nombre misterioso de Yahveh refleja esta atmósfera de misterio y trascendencia en que mora la divinidad.

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Es un Dios personal y providente que actúa en la historia y salva a su pueblo de la opresión faraónica. Pero su omnipotencia no es una fuerza ciega, sino que está regulada por los atributos de la justicia y de la misericordia. Por ello impone una serie de preceptos morales y religiosos -el Decálogo- que regula las relaciones de los hombres entre sí y de éstos con Dios. A pesar de ser el Dios del universo, que está sobre el poder del faraón, está especialmente vinculado con una promesa y un pacto solemne con Israel, que se convierte así en su “primogénito” y heredad particular como “reino sacerdotal”.

LEVÍTICO El nombre de Levítico deriva de Leví, padre de la Tribu Sacerdotal. Trata primeramente de los sacrificios. El sacrificio es el acto más importante de la religión, pues por este el hombre rinde homenaje a Dios. Luego relata las disposiciones acerca del Sumo Sacerdote y los sacerdotes, el culto y los objetos sagrados. Con el capítulo XI comienzan los preceptos relativos a las purificaciones, a los cuales se agregan instrucciones sobre el día de la Expiación, otros acerca de los sacrificios, algunas prohibiciones, los impedimentos matrimoniales, los castigos de ciertos pecados y las disposiciones sobre las fiestas. En el último capítulo habla el autor sagrado de los votos y diezmos2. Trata principalmente de los derechos y deberes de las Tribus de Leví. La idea central del libro es la santidad de Dios, que debe comunicarse de algún modo al pueblo de Israel, y particularmente a los sacerdotes. Toda la legislación ritual levítica tiene por base la altísima idea de la santidad de Dios, que exige santificarse al que El se acerca: “Sed santos, como Yo soy Santo” (Lev. 19,2; 20; 26; 21,8).

NÚMEROS El nombre de este libro alude al Censo de los israelitas realizado en el Sinaí antes de emprender la marcha. Su argumento es contar las vicisitudes de Israel desde el Sinaí hasta las riberas del Jordán. El cuarto libro de Moisés se llama Números, porque en su primer capítulo refiere el censo llevado a cabo después de concluida la legislación sinaítica y antes de la salida del monte de Dios. A continuación se proclaman algunas leyes, especialmente acerca de los nazareos, y disposiciones sobre la formación del campamento y el orden en las marchas. Casi todos los acontecimientos referidos en los Números sucedieron en el último año del viaje, mientras se pasan por alto los sucesos de los 38 años precedentes, menos algunos pocos, que descollaban por su carácter extraordinario, por ejemplo los vaticinios de Balaám. Al final se añade el catálogo de las estaciones durante la marcha a través del desierto, y se dan a conocer varios preceptos sobre la ocupación de la tierra de promisión3. 2

Idem

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DEUTERONOMIO Este nombre significa literalmente “según la ley”, y es una recapitulación del cuerpo legislativo y de sus relatos históricos puesta en boca de Moisés antes de morir, como testamento y exhortación al cumplimento de los preceptos divinos. El gran profeta, antes de “reunirse con sus padres”, desarrolla en la campiña de Moab en varios discursos la historia del pueblo escogido inculcándole los divinos mandamientos. En el primero (1 - 4,43), echa una mirada retrospectiva sobre los acontecimientos en el desierto, agregando algunas exhortaciones prácticas y las más magníficas enseñanzas. En el segundo discurso (4, 44 – 11, 32) y en la parte legislativa (c. 12 – 26), el legislador del pueblo de Dios repasa las leyes anteriores, haciendo las exhortaciones necesarias para su cumplimiento y añadiendo numerosos preceptos complementarios. Los dos últimos discursos (c. 27 – 30) tienen por objeto renovar la alianza con Dios, lo que, según las disposiciones de Moisés, ha de realizarse luego de entrar el pueblo en el país de Canaán. Los cap. 31 -34 contienen el nombramiento de Josué como sucesor de Moisés, el cántico profético de éste, su bendición y una breve noticia sobre su muerte4. La principal preocupación es evitar que los israelitas tomen parte en los cultos idolátricos. Es una característica de este libro la urgencia al amor al prójimo. El culto no tiene valor sino hay conversión íntima de los corazones a Dios. El Deuteronomio es, según San Jerónimo, “la prefiguración de la Ley Evangélica” (Carta a Paulino)

OBSERVACIÓN EN ESTE APUNTE SE OFRECE AL ALUMNO UNA BREVE RESEÑA DEL CONTENIDO DE CADA LIBRO DE LA SAGRADA ESCRITURA.

DEBERÁ AGREGAR, PARA SU ESTUDIO Y CONTEMPLACIÓN COMPLETA, LA INTRODUCCIÓN PARTICULAR DE CADA LIBRO TOMÁNDOLA DE LA INTRODUCCIÓN DE “LA SAGRADA BIBLIA”, QUE TRADUCE Mons. Dr. JUAN STRAUBINGER Ed. Santa Ana, La Plata, 2001, y/o ediciones siguientes

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Ibidem Ibidem

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JOSUÉ Antes de morir, “Moisés llamó a Josué y le dijo en presencia de todo Israel: “Esfuérzate y cobra ánimo, pues tú conducirás a este pueblo a la tierra que Yahvéh juró a sus padres les daría y tú se la entregarás en herencia. Y Yahvéh mismo marchará delante de ti. El estará contigo, no te ha de dejar ni te abandonará; no temas ni tengas pavor”. (Dt. 31, 7) Josué, hijo de Nun, había sido, desde muchos años antes, íntimo colaborador y brazo derecho del caudillo israelita. Pero ahora quedaba solo. Y se enfrenta con la tarea, nada fácil, de atravesar el Jordán y establecer con aquellas tribus, acostumbradas ya a la vida nómada, en una tierra que habitaban otros hombres, lógicamente adversos a dejarse invadir. El libro de Josué se inicia con el relato maravilloso del paso del Jordán por los hebreos, con el Arca de la Alianza a la cabeza. Sin embargo, no debe creerse que la conquista del país cananeo fue cosa fácil. Los israelitas triunfaron, sí; se dividieron por tribus la tierra “que mana leche y miel” (Jos. c. 1319), y se instalaron en ella. Pero la conquista fue lenta y penosa y duró muchos años. Por otra parte, nos encontramos con que las tribus israelitas estaban en una situación muy precaria. Y esto, no solo por sus constantes luchas contra cananeos y filisteos, sino sobre todo, porque la religión cayó a su nivel más bajo, ya que la convivencia con los cultos y los ritos paganos, con todo lo que tienen de halagador a los sentidos, acabó por enfriar su entusiasmo por Yahveh. Y Yahveh era, precisamente, más difícil de contentar, porque exigía, no un corazón sacrificado en un horno de fuego, como Moloch, sino un corazón sin odio, sin crueldad y sin mentira.

JUECES Los Jueces son personajes que Dios, en momentos difíciles, suscitó para librar a las tribus de Israel de sus opresores. Obtenida la victoria y la libertad, con el prestigio que este les daba, quedaban reconocidos como gobernantes, que ejercían su poder principalmente juzgando al pueblo, de donde les vino el nombre de jueces. Hay que adaptarse a la vida sedentaria, hay que abandonar las tiendas, hay que cultivar el suelo que se ha conquistado. Hay que co-existir al lado de los cananeos. Y hay que permanecer fiel a Yahveh. Aquí es donde se encuentra la mayor dificultad. No es que ahora los israelitas abandonen totalmente a su Dios. No. Es que se creen en la obligación de honrar también a los dioses locales (Jue. 10,), sin duda, no sólo porque sus ritos les atraen, sino también -contagiados por la idolatría ambiente- para obtener su favor y su benevolencia. Esporádicamente y allá donde surgía la necesidad aparecen unos hombre dotados de especial valor o fuerza o sabiduría, que, durante un tiempo, eran caudillos de una o varias tribus y las liberaban de sus enemigos. Una vez conseguido esto, cesaban en su cargo, pero seguían gozando de un gran respeto general. A veces incluso, había varios al mismo tiempo, porque, como hemos dicho, su autoridad nunca se extendía a todo Israel.

RUT Este libro, en las colecciones antiguas, suele ir unido con el de los Jueces, por pertenecer a la misma época. Es el libro de Rut un verdadero idilio, en que se pintan las costumbres familiares de la época. Como tantas veces hemos visto descender a Egipto a los moradores de Canaán apretados por la sequía y el hambre, así vemos una familia betlemita, en caso semejante, buscar asilo en la región de Moab. Y no debía de encontrarse mal en aquella tierra cuando deja pasar los años sin acordarse de volver a Belén. Allí se muere el jefe de la familia, allí se casan y se mueren también sus dos jóvenes hijos.

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Al cabo de 10 años, la madre, Noemí, resuelve tornar a su tierra y con ella vuelve también, inducida de piedad hacia su suegra, una de sus nueras, Rut la moabita, la cual, en virtud de la ley del levirato, estaba destinada a dar vida a una familia ya fenecida. Aunque no parece que sea esto lo que preocupa al autor, sino el darnos a conocer la ascendencia del rey David. Rut era extranjera y era pobre. Pero en su Evangelio, San Mateo la honra (Mt. 1,5) citándola entre las mujeres que, con su fecundidad, contribuyeron a que de la familia de David naciera Aquel, que había de reinar eternamente sobre su trono.

SAMUEL El último de los jueces fue Samuel, en el siglo X antes de J.C. Samuel fue un hombre clave, uno de los primeros profetas -hombres que “hablan”, que “profieren” en el mensaje de Dios- que Yahveh había de suscitar con tanta generosidad sobre su pueblo para mantener viva la llama de su fe. La Escritura nos da la talla de su personalidad espiritual, cuando nos dice que “Yahveh estaba con El” (I Sam. 3,19). Ya los sucesos anteriores a su nacimiento, deliciosamente narrados en el primer capítulo del libro 1 de Samuel, fueron excepcionales. Su madre, Ana, era una mujer de profunda fe, que, siendo estéril, rogó al Señor le enviara un hijo, con la promesa de consagrarlo a su servicio si su oración era escuchada. Su cántico de acción de gracias después de nacer Samuel (I Sam. 2,1-10) y sus palabras “si te dignas mirar la aflicción de tu sierva” (I Sam. 1,11), sirvieron de inspiración a la Virgen María para pronunciar su Magnificat después de concebido su Hijo Jesús (Lc. 1,4-55). Dios se manifestó misteriosamente a Samuel, desde sus años de juventud, y ello hizo que su prestigio llegara a ser muy grande entre los israelitas, que, en toda ocasión importante, recurrían a él, solicitando su consejo y oración. “Samuel fue juez de Israel toda su vida. E iba todos los años y giraba visita por Betel, Guilgal y Mispá, juzgando a Israel, en todos esos lugares. Luego tornaba a Ramá, donde tenía su casa y allí juzgaba a Israel” (I Sam. ,15ss). El pueblo le veneró y le obedeció, fue intermediario entre Dios y los hombres, ungió a dos reyes; y hasta sus enemigos, los filisteos, respetaron su aureola de hombre santo. Pero, más que todo esto, lo que hizo grande a Samuel fue el haber sabido decir de corazón a su Dios: “Habla, que tu siervo escucha”. (I Sam. 3,10). Y haber hecho de esto la “consigna” de toda su vida. Sin embargo, la situación política del pueblo -y la llamamos “política” por llamarla algo- no podía durar. Aunque Samuel fue un buen juez de Israel, las tribus requerían un jefe común que les diera trabazón. La necesidad de unión se hacía sentir cada vez más porque en realidad el estado de cosas, durante la época de los jueces, con excepciones esporádicas y locales, fue de total desorden. “Por aquellos días no había rey en Israel. Cada uno obraba como mejor le parecía”. (Jue. 21,25). No cabía duda de que hacía falta una autoridad central. Y por ello, los israelitas se dirigieron a Samuel, cuando éste era ya anciano, y, queriendo ser como los demás pueblos, le pidieron un rey (I Sam. 8,19s). Parece que el principio el viejo profeta no estuvo muy conforme con esa petición, pero entendiendo al fin que el establecimiento de la monarquía nacional estaba de acuerdo con la voluntad de Dios:

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“Tomó... el frasco de óleo y lo vertió sobre la cabeza de Saúl, a quien besó diciendo: “He aquí que Yavé te ha ungido por príncipe sobre su pueblo, Israel, y tu dominarás en el pueblo de Yahveh y lo librarás del poder de sus enemigos...” (I Sam. 10,1). Esta era la misión principal encomendada por los israelitas al nuevo jefe común. Debía, ante todo, “librar al pueblo de sus enemigos”. Por que efectivamente, el peligro era grande. El único verdadero Rey de Israel seguía siendo Dios. Y Saúl debía someterse su propio criterio al de Samuel, el profeta que le dio la investidura, reconocido como ministro oficial del Señor. Saúl perdió la vida, junto a su hijo Jonatán, luchando contra los filisteos en el campo de batalla, hacia el año 1010 antes de Cristo. Y David, el que había de ser su sucesor, le lloró, ordenó matar al que había osado dar muerte al ungido de Yahveh, y entonó en su memoria bellas palabras de alabanza: “Montes de Gilboé, ni rocío ni lluvia caigan sobre vosotros, campos de muerte, pues ha sido allí rechazado el escudo de los héroes... Saúl y Jonatán, amables y carísimos, ni en vida, ni en muerte , se han separado ellos, más raudos que águilas, más fuertes que leones. Hijas de Israel, llorad a Saúl, quien ricamente os vestía de escarlata y adornos delicados, el que ornaba vuestros vestidos con paramentos de oro. Cómo han caído los valientes en medio del combate! (II Sam. 1,21.23ss). Así fue Saúl, el primer rey de Israel. El que no supo, o no logró imponer la dinastía de su sangre sobre el pueblo de Dios. David fue un rey amado por su pueblo y amado también por Dios. Brillante guerrero, venció para siempre a los filisteos, sometió a los moabitas, derrotó a los sirios y a los idumeos... “Yahveh dio victoria a David por donde quiera que fue” (II Sam. 8,14). Por otra parte, comprendiendo que su reino debía poseer una capital, eligió para ocupar este puesto una ciudad que no pertenecía a ninguna de sus tribus y que, sin embargo, se elevaba en medio de ellas: precisamente Jebús, llamada también Ursalim o “JERUSALÉN”. Y Jerusalén fue llamada, desde entonces, “la ciudad de David”. Inmediatamente después, y en una jornada que estuvo impregnada de hondo sentimiento religiosos, el rey hizo trasladar el Arca de la Alianza a la nueva capital “entre aclamaciones y al son de trompeta” (2 Sam. 15). Ya tenían, pues, los israelitas, su “ciudad santa” (Is. 52,1). La ciudad que, durante generaciones había de constituir el corazón del pueblo y el objeto de sus cantares. La ciudad a que acudirían en peregrinación todos sus hijos dispersos. La ciudad que un día -en previsión de su ruina- había de hacer llorar a Cristo (Lc. 19,1). La ciudad destinada para ser figura de la nueva Jerusalén, “radiante con la gloria de Dios” (Ap. 21,11), cuyos muros no serán jamás derribados y donde, para siempre, reinará el Amor. Su vida estuvo lejos de ser perfecta, pero también ahí se manifiesta su grandeza. Si pecó, supo reconocer su pecado con humildad de niño: “He pecado contra Yahveh” (2 Sam. 12, 1). El Salmo 50, refleja su arrepentimiento: “...He pecado contra Ti, contra Ti solo, he obrado lo que es desagradable a tus ojos, de modo que sería manifiesta la justicia de tu juicio y tendrías razón en condenarme... Rocíame, pues, con hisopo, y seré limpio; lávame Tú y quedaré más blanco que la nieve... Crea en mi, oh Dios, un corazón sencillo, y renueva en mi interior un espíritu recto. No me rechaces de tu presencia, y no me quites el espíritu de tu santidad...” (Ps. 50, 6.9.12s).”

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A su sagacidad de político, a su valor personal, en el campo de batalla, y a su genio para la organización, se añadía en David un alma apasionada y sensible, que vibraba con el arte. Donde de un modo especial, se manifiesta el sentido de la belleza y el arte de David es en la poesía. El es el autor principal del Salterio. Sabemos que David, “el dulce cantor de Israel”, como lo llama la Biblia (2 Sam. 23, 1) se distinguía por su arte poético y musical; y es muy lógico que muchas de sus obras quedaran incluidas en la liturgia y en la literatura hebreas, con palabras que, puestas al servicio de las imágenes, son un regalo para el oído y para el corazón. Sin embargo, lo que por encima de todo lo demás hizo de David el auténtico titán de Israel dejando a un lado a Moisés- fue su alma profundamente religiosa y su hondo e inalterable amor a Dios. Para él, Dios y sus intereses se antepusieron a todo: “Tengo siempre a Yahveh delante de mis ojos, porque con El a mi diestra no seré conmovido. Por eso se alegre mi corazón y se regocija mi alma, y aun mi carne descansará segura; pues tu no dejarás a mi alma en el sepulcro. Ni permitirás que tu santo experimente la corrupción. Tu me harás conocer la senda de la vida, la plenitud del gozo a la vista de tu rostro, las eternas delicias de tu diestra” (Sal. 15, 8-11). David es el héroe bíblico por excelencia. Hermoso, varonil, valiente, generoso, inteligente y hábil. Hombre de Dios. Su nombre es una voz hebrea que significa “amado” y pocas veces fue aplicado a un hombre con más verdad. Su figura fue siempre el ideal de los israelitas, el único de quien podía descender, y de hecho descendió, el Mesías, que llevará como título distintivo el nombre de “Hijo de David”. David el hombre... según el Corazón de Dios. Así define Samuel -en momento trágico de la historia de su Pueblo, al fallar la fidelidad de Saúl- la figura del futuro Rey: “Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón” (I Sam.13, 14). Con esa grandeza se transmite de boca en boca, a través de los siglos, entre los hebreos, la figura gigante del precursor de Cristo. En ese mismo tono, se nos presenta a David en el Nuevo Testamento. Es nada menos que San Pablo el que habla De él se nos dice: “He encontrado a David ... un hombre según mi corazón”. (Hch. 13,22) ...que ve en todo la mano de Dios. Hombre maravillosamente dotado en apostura y valentía, así como guerrero y como artista; lejos de envanecerse, egoístamente, siempre tiene ante sus ojos, inmensamente elevado sobre sí y sobre sus intereses... a Dios. No se venga de Saúl, que le persigue a muerte, por ser, como rey, el representante de Dios (I Sam. 24, 5) y no quiere defenderse de los ultrajes de súbditos rencorosos, sólo por pensar que ello puede entrar en los planes de Dios (2 Sam. 16, 10s). De ahí el elogio que Dios mismo hace de él: “El me invocará: ¡Tu, mi Padre, mi Dios y Roca de mi salvación! Yo haré de él el Primogénito... le guardaré mi Amor por siempre... estableceré su estirpe para siempre...” (Sal. 88, 27ss). ...noble y humilde en el arrepentimiento. Débil... al fin hombre; cegado, un momento, por la pasión y el poder de la realeza, comete un doble y gravísimo pecado: adulterio y asesinato. Pero a la primera amonestación del enviado de Dios noble y sinceramente confiesa su pecado. Más aún, acepta en paz el castigo de Dios. (2 Sam.c.12). A la muerte de David, después de 40 años de reinado, le sucede su hijo Salomón.

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Los días de guerra quedaban ya lejanos y solo hacía falta un hábil gobernante, con sentido de comercio y de la diplomacia. Esto fue el sucesor de David, que dio a Israel una prosperidad como jamás se volvió a disfrutar: “Judá e Israel eran numerosos como la arena que hay a la orilla del mar en multitud. Comían, bebían y estaban contentos. Salomón imperaba en todos los reinos desde el río (Eufrates) hasta la tierra de los filisteos y la frontera de Egipto, los cuales trajeron tributo y estuvieron sujetos a Salomón toda la vida” (I Re. 4, 20).

I y II REYES En la Biblia, los libros llamados I y II de los Reyes, que parten de los últimos años del reinado de David, cubren la época de las dos monarquías, hasta la caída sucesiva de ambas y la primera cautividad de pueblo de Dios. Como en todas las Sagradas Escrituras, también aquí el autor tiene un objetivo religiosos, que esta vez consiste en demostrar que todas las calamidades que han caído sobre Israel y Judá, tienen como causa la infidelidad de los Reyes y del pueblo al Pacto de la Alianza. De ahí se desprende, que no debe buscarse aquí una historia propiamente dicha, política, social y económica del País, al estilo moderno, sencillamente porque el escritor no pretendió componer un tratado semejante. En cambio, debemos buscar, y encontraremos, la presencia de Dios como Padre, que dirige a su pueblo y premia y castiga, según la conducta de sus hijos. La idea central es recordar que no existe sino un Dios único y un único Santuario, que es el Templo de Jerusalén. Y los reyes son juzgados como infieles o fieles según que adoraban o no a los falsos dioses. La mayor de las glorias de Salomón, Rey, fue la construcción del Templo de Dios en Jerusalén, con un esplendor que el pueblo no había de olvidar jamás. I Reyes dedica tres capítulos a hacer una minuciosa descripción de los trabajos y del derroche de riquezas, con que el rey envolvió aquella obra, que sería el centro del culto israelita. Era la casa del verdadero y único Señor de su pueblo. Según avanzamos en la lectura de estos capítulos, van surgiendo ante nuestros ojos las estancias, con sus bajorrelieves y sus columnas, los patios, el Santuario... Maderas de cedro y de ciprés. Oro, bronce, piedras costosas... Terminada la obra, vino el traslado del Arca de la Alianza, con las Tablas de la Ley, al Santuario. Siguió la consagración del Templo y la hermosa plegaria de Salomón: “Y Salomón colocóse ante el altar de Yahveh, en presencia de toda la comunidad de Israel, y extendió sus palmas al cielo y exclamó: “Yahveh, Dios de Israel, no hay Dios como Tú, ni arriba en los cielos ni abajo sobre la tierra, guardador de la alianza y la misericordia con tus siervos...” (1 Re.8, 22ss). El Rey oró “delante del altar de Yahveh, de rodillas, con las palmas extendidas al cielo”. Ver y escuchar de aquel modo, y en aquel ambiente, al rey sabio, debió ser realmente impresionante. Hasta el mismo Cristo se refirió a aquel esplendor al hablar de la Providencia del Padre: “Mirad los lirios del campo... ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos” (Mt.6). Salomón recogió la siembra de David. Paz, unidad, abundancia. Y de todo ello supo servirse con habilidad. Pero no tuvo la talla espiritual de su Padre. Y a su muerte, volvieron a separarse Israel y

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Judá en dos reinos independientes y rivales, iniciándose una decadencia que habría de acabar para ambos en a dispersión y en la cautividad de Babilonia.

I y II DE LAS CRÓNICAS Un cronista anónimo para nosotros quiso dejar escrita una nueva versión de los hechos ocurridos desde los orígenes del mundo hasta la época de Nehemías: los dos de las Crónicas, llamados también “Paralipómenos” o libros que relatan cosas omitidas, que dan un complemento. El autor elige los hechos que quiere poner de relieve, y deja a un lado otros que no necesita. Su intención es exaltar dos cosas, dos instituciones: La dinastía davídica. El sacerdocio de los hijos de Aarón. De la primera debe nacer el Mesías, y el segundo es quien tiene a su cargo el misterioso legado espiritual del pueblo, y con él el Templo, el lugar santo, símbolo de la presencia de Dios en medio de los suyos. Si leemos la obra con esta perspectiva, no nos extrañarán sus lagunas -su silencio, por ejemplo, alrededor de los pecados de David- ni el que resalte de un modo especial ciertos acontecimientos, como la reforma de Ezequías (2 Cro. c. 29 ss). Lo que interesa al historiador es que los lectores se mantengan fieles a la Alianza establecida entre Yahveh y David; que se sometan a los preceptos de Dios; y que se ofrezca al Señor un culto digno, movido por una piedad verdadera, en el Templo de Jerusalén. Por eso medita profundamente los acontecimientos, y los subordina a su fin primordial, que es realizar la obra de Dios en su pueblo escogido.

ESTER Y JUDIT En ambos libros, el tema es la salvación de Israel y el castigo de los impíos. Pero, esta vez, con la particularidad de que los instrumentos de salvación son dos mujeres. La dulce y bella Ester, esposa del rey, que con su intercesión, salva a su pueblo del exterminio decretado por Amán; y Judit, la viuda “extremadamente hermosa de rostro y linda de aspecto” (Jdt. 8, 7), que transformada por un valor sobrenatural, quita la vida al enemigo Holofernes. Dos historias que revelar la turbulencia de la época en que fueron escritas, y la necesidad de aliento en que se hallaban los hijos de Israel. Era preciso asegurarles que un resonante triunfo seguiría a sus sufrimientos actuales, y a tal fin se encaminaron los dos libros. A la Iglesia le gusta considerar a Judit y a Ester como figuras de nuestra Señora. Si a Judit la aclamaron diciendo: “¡Tu la gloria de Jerusalén, tu la alegría de Israel, tu el honor de nuestro pueblo!” (Jud. 15, 9), desde tiempo inmemorial, la cristiandad ha aplicado estas palabras a la Virgen en su “Toda Hermosa eres María”. Y si el rey Asuero “amó a Ester más que a todas las mujeres, y logró ante él más gracia y favor que todas las doncellas”. (Est. 2, 17), María mereció un día escuchar estas palabras de labios de un ángel: “... hallaste gracia a los ojos de Dios”. (Lc. 1,30).

ESTER Habiendo el rey Asuero (Jerjes) repudiado a la reina Vastí, la judía Ester vino en forma providencial a ser su esposa y reina de Persia. Ella, confiada en Dios y sobreponiéndose a su debilidad, intercedió por su pueblo cuando el primer ministro Amán concibió el proyecto de exterminar a todos los judíos por el rencor que tenía a Mardoqueo, padre adoptivo de Ester. En un banquete, Ester descubrió al rey su nacionalidad, hebrea y pidió protección para sí y para los suyos contra su perseguidor Amán. El rey, no obstante su proverbial crueldad, concedió lo pedido: Amán fue

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colgado en el mismo patíbulo que había preparado para Mardoqueo, y el pueblo judío fue autorizado a vengarse de sus enemigos el mismo día en que según el edicto de Amán, debía ser aniquilado en el reino de los persas. En memoria de este feliz acontecimiento los judíos instituyeron la fiesta de Purim (Fiesta de las Suertes). Los Santos Padre ven en Ester, que intercedió por su pueblo, una figura de la Santísima Virgen María, “auxilium christianorum”. Lo que Ester fue para su pueblo por disposición de Dios, lo es María para el pueblo cristiano.

JUDIT El libro de Judit tiene por objeto confortar a los israelitas, dándoles a conocer en un hecho histórico la milagrosa ayuda que Dios presta a su pueblo, para el cual resulta altamente honroso ( Ver: 9,9; 13,31; 16,31). Judit, una viuda de la tribu de Simeón, que habitaba en la ciudad de Betulia, situada por el general asirio Holofernes, habiendo oído que los magistrados iban a entregar la ciudad al enemigo, promete liberar a su pueblo. Vístese con sus mejores galas, y acompañada de una sirvienta, sale en dirección al campo de los asirios. Conducida a presencia de Holofernes, logra ganar la benevolencia de éste, de tal manera que la invita a un festín. Llegada la noche, Judit, armada de valor e invocando a Dios, corta la cabeza de Holofernes que estaba completamente embriagado. Sin dar lugar a la menor sospecha, vuélvese a Betulia y cuelga la cabeza de Holofernes de la muralla de la ciudad. Los asirios al ver el cadáver ensangrentado de su general, emprenden la fuga. En la conducta de Judit hay cosas que la moral cristiana no justifica. Santo Tomás dice de ella: “Se recomienda algunos en la Sagrada Escritura no por la perfección de su virtud, sino por cierta índole virtuosa, es decir, por cierto afecto laudable que los movía a hacer cosas ilícitas. Así, es alabada Judit, no por haber mentido a Holofernes, sino por el afecto que a ello la indujo, es decir, el amor a su pueblo, por el cual se expuso al peligro” (Suma Teol. II II , q.110, a.3) TOBÍAS Esta sublime historia nos presenta un modelo de la familia cristiana, de la felicidad del hogar, que se encuentra en Dios, de los privilegios que El concede a los que confían en su paternal misericordia. Ninguna pareja de jóvenes cristianos debería llegar al matrimonio sin haber leído este libro y meditado el secreto de la dicha envidiable que esta santa familia ofrece a la imitación de los que quieren vivir su fe. El fin del libro de Tobías es mostrar los caminos de la divina Providencia que pone a prueba nuestra fe (I Pe. 1, 7), más, al fin, todo lo convierte en consuelo y nuevos favores. Tobías se encuentra cautivo en Nínive, unos 700 años antes de Jesucristo. Brillan en él extraordinariamente las virtudes de la religión, la fe en las divinas promesas, la firme esperanza en Dios, que le da alegría y fortaleza en las pruebas, y la más tierna caridad para con el prójimo. Tobías, el joven, es un modelo de hijo, lo mismo que su esposa, la joven Sara, en quien se cumplen las palabras de Prov. 19,14: De los padres vienen la casa y los bienes, más la mujer prudente la da solo el Señor”. Todo el libro tiene un particular encanto. Está salpicado de oraciones y de cánticos que le dan una nota de lirismo. Y contiene grandes enseñanzas. El valor poderoso de la oración (Tob. 3, 2-6 y 11-15). El significado auténtico y profundo del matrimonio (Tob. c. 8). El tema de la intervención de ángeles y

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demonios en la vida de los hombres (c. 5 y 6, 2 ss.). El sentido de lo familiar, la obligación de la limosna, el respeto a la muerte. El cántico final de Tobías (Tob. c. 13), está dentro de toda la tradición profética al proclamar la gloria futura de Jerusalén, que será la luz de las naciones, la ciudad edificada con zafiros y esmeraldas, con perlas y con oro, con las piedras más preciosas que se pueden encontrar, tal como el autor del Apocalipsis (Ap. c. 21) había de describir la Jerusalén celestial.

ESDRAS Y NEHEMÍAS Estos dos libros -que la Biblia hebrea considera como una sola obra- son la continuación de las Crónicas. Pasado el destierro, la historia se reanuda con el edicto de Ciro (2 Cro. 36, 22 ss. y Esd 1, 1-4). El autor pretende hacer un cuadro sintético de la Restauración Judía, y no se ocupa del orden cronológico de los sucesos, sino de las ideas que fueron el motor de esa Restauración. Los jalones son los que hemos visto en todos los escritos y en todo el ambiente de esta época, en que el pueblo judío, en paz con el mundo, cura sus heridas y se reconstruye en silencio: la comunidad alrededor del Templo y la supremacía de la Ley, como realización del ideal teocrático, que el autor había proclamado ya. Ciro fue una bendición para los exiliados hebreos. Apenas vencidos los babilonios, y en poder de sus nuevos dominios publicó un edicto, por el que se permitía a los cautivos regresar a la tierra y, sobre todo, a la ciudad que tanto amaban, Jerusalén. Al comienzo del libro de Esdras tenemos las palabras con que se nos presenta el edicto. La Biblia es siempre sobria en sus expresiones y por eso sólo podemos imaginarnos la honda alegría que esta orden produjo al resto fiel de Israel. Y decimos “al resto” porque no todos volvieron, ya que algunos habían hecho fortuna, u ocupado cargos elevados y prefirieron quedarse, estableciéndose fuera de las fronteras de su nación y dando así lugar a lo que se llamó “La diáspora” o “la dispersión”. Es decir, los judíos que seguían siendo judíos, pero que habitaban lejos de Palestina. El exilio había sido una prueba difícil para la fe de los hijos de Israel, que durante aquellos años habían vivido, no sólo en contacto, sino mezclados con un pueblo pagano. “Junto a los canales de Babilonia nos sentábamos a llorar con nostalgia de Sión. En los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores, a divertirlos: “Cantadnos un cantar de Sión.” ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!. Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías.” (Salmo 136) Humanamente hablando, hubiera resultado fácil para ellos perder la especial religiosidad monoteísta, que los había diferenciado siempre de los demás pueblos y renegar de su Dios, que, al fin y al cabo, no les había librado de la derrota ni de la cautividad. Pero Dios no abandonó a su pueblo y le envió hombres de la talla de Jeremías y Ezequiel, que mantuvieron vivo el espíritu israelita. La inmensa mayoría pues, se mantuvo fiel. Pero hubo además muchos que no se vincularon a la tierra extraña en que vivían, y había permanecido en la esperanza de que alguna vez se produjera este gran día de la repatriación. Y por fin se realizó esta esperanza. ¡Había terminado el destierro! Ya podían volver a la montaña idealizada, donde David estableciera la capital de la nación santa. Los recién llegados pronto inician de nuevo la reconstrucción del Templo, consiguiendo además el apoyo del rey Darío, que les envía una fuerte ayuda material (Esd. c. 1-6).

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Y no sólo su vida religiosa, sino cuanto es esencial para el alma hebrea. Hoy a nosotros, occidentales, hombres y mujeres del siglo XX, nos cuesta comprender quizá, y tal vez no seríamos capaces de una manifestación externa como leemos en la Biblia: “Cuando los obreros pusieron los cimientos de la casa de Yahveh, asistieron los sacerdotes revestidos, con trompetas, y los levitas, los hijos de Asaf, con címbalos, para alabar a Dios según la ordenación de David, rey de Israel, y cantaban alabando y confesando a Yahveh. Porque es bueno, porque es eterna su misericordia para Israel...” (Esd. 3,10-13). ¡El Templo! El Judaísmo se alimenta del Templo, vive en el Templo, casi es el Templo. Sólo sabiendo esto, conociendo esta honda veneración del pueblo de Dios hacia la Casa de Yahvé, podemos comprender las palabras del Nuevo Testamento. Porque aquel Santuario... “... es imagen y sombra del Celestial” (Heb. 8, 5). Era imagen de Cristo (Jn. 2, 21). Era imagen del Templo perfecto de que habla el Apocalipsis: “Pero Templo no vi en ella (en la ciudad), pues el Señor Dios Todopoderosos, con el Cordero, era su Templo” (Ap. 21,22).

I y II MACABEOS Son los dos últimos del Antiguo Testamento, cronológicamente posteriores a los de Esdras y Nehemías que señalan el retorno de Babilonia. Han recibido su nombre del tercer hijo del sacerdote Matatías, Judas, a quien por su valentía fue dado el sobrenombre de “Maccaba” (martillo). Ese apodo pasó a los hermanos de Judas y a toda su familia. El fin y objeto de los dos libros no es solamente dar una exposición histórica de las guerras contra los más poderosos opresores de Israel, sino también, y más aún, poner de relieve las tremendas pruebas que sufrió el pueblo escogido por querer imitar a los paganos, y destacar el auxilio de la divina Providencia en aquella lucha de vida o muerte, que humanamente hablando, había debido terminar con la aniquilación, del pequeño pueblo judío. Si esto no sucedió, si el curso de la historia tomó un rumbo contrario a toda expectación humana, estamos autorizados y obligados a atribuirlo a la intervención del Altísimo que una vez más se mostró benigno para con su pueblo, del cual poco después había de nacer el Mesías. I MACABEOS Una historia detalladísima de la guerra santa, alrededor de los triunfos y hazaña de Matatías y sus hijos, los hermanos Macabeos. La guerra que se describe es la guerra del Judaísmo contra las fuerzas paganas del mundo que le rodea. Por un sentido del respeto, que no osa ni aun pronunciar el nombre de Dios y lo sustituye por “el cielo” (I Mac. 3, 50. 60), el libro no lo menciona explícitamente ni una sola vez. Pero no hace falta. Como tampoco necesita señalar la veneración que autor siente por la Ley de Moisés, por las ceremonias y los objetos litúrgicos, por Jerusalén o por los libros sagrados, porque si “de lo que rebosa el corazón habla la boca”, según palabras de Cristo (Mt. 12, 34), podríamos añadir que, también de ello, escribe la pluma. Y por eso, el espíritu religioso y la presencia de Dios impregnan todas las páginas de este relato histórico, uno de los más completos de su época.

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II MACABEOS Es un libro pletórico de enseñanzas religiosas. Algunas son tan antiguas que estaban ya contenidas en los primeros versículos del Génesis como la de que Dios es Creador de todo cuanto existe: (2 Mc. 7, 28). Y ya comienza a florecer el germen de la doctrina esperanzadora de la resurrección que completa la idea sobre la potencia creadora de Dios (2 Mc. 7, 23). Nos habla de la posibilidad que tenemos de ayudar a los difuntos con nuestras oraciones. Judas Macabeo, el héroe central del relato, ruega a Dios que perdone a sus soldados caídos en el campo de batalla cuando estaban en pecado, y hasta ofrece por ellos un solemne sacrificio en Jerusalén (2 Mac. 12, 39-46). Nos encontramos aquí con la práctica que siempre ha observado la Iglesia de orar por sus hijos difuntos. Y nos encontramos, también, con un fundamento más para la doctrina del Purgatorio, que siempre se ha predicado. Si aquellos judíos muertos podían ser ayudados, es que podían estar en otro lugar que no fuera el infierno sin fin. En un lugar misterioso, ignorado y de purificación, sí, pero embellecido por la seguridad de ser sólo un tránsito hacia un eterno gozar de Dios, el Amor. Y es que la corriente de la oración de unos hombres por otros, no sólo va de la tierra al cielo, sino también del cielo a la tierra. Porque el autor de este libro nos habla igualmente de la intercesión que hacen ante Dios los justos, que ya se encuentran en su presencia, en favor de todos lo que habitan aún el mundo de los humanos. Cuenta en el capítulo XV que Judas, para animar a sus soldados, “los alegró a todos con la relación de un sueño absolutamente digno de Fe” (2 Mac. 15, 11), en el que Onías, el sumo sacerdote muerto, le presentaba al profeta Jeremías... “...que ora mucho por el pueblo y la Ciudad santa...”-

“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)

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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS

SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS

SAGRADA ESCRITURA I

ANTIGUO TESTAMENTO II. LIBROS PROFÉTICOS 22

LIBROS PROFÉTICOS Próximamente será puesto al servicio de los alumnos el texto explicativo de los Libros proféticos

“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)

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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS

SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS

SAGRADA ESCRITURA I

ANTIGUO TESTAMENTO III. LIBROS SAPIENCIALES 24

INTRODUCCIÓN PARTICULAR A LOS LIBROS SAPIENCIALES A los libros históricos sigue, en el canon del Antiguo Testamento, el grupo de los libros didácticos. Se los denomina: didácticos: por su enseñanza, poéticos: por su forma, sapienciales: por su contenido espiritual, y abarca los siguientes libros: JOB SALMOS PROVERBIOS ECLESIASTÉS CANTAR DE LOS CANTARES SABIDURÍA ECLESIÁSTICO I.

EL NOMBRE DE LOS LIBROS SAPIENCIALES

Todos éstos son principalmente denominados “Sapienciales”, porque las enseñanzas e instrucciones que Dios nos ofrece en ellos, forman lo que en el Antiguo Testamento se llama SABIDURÍA, que es el fundamento de la piedad. Temer ofender a Dios, nuestro Padre, y guardar sus mandamientos con amor filial, esto es el fruto de la verdadera sabiduría. Es decir, que si la moral es la ciencia de lo que debemos hacer, la sabiduría es el arte de hacerlo con agrado y con fruto. Porque ella fructifica como “rosal junto a las aguas (Ecli. 39,17) Bien se ve cuán lejos estamos de este concepto con la falsa concepción moderna que confunde sabiduría con el saber muchas cosas, siendo más bien ella un sabor de lo divino, que “se concede gratuitamente a todo el que lo quiere” (Sab. 6,12 ss.), como un don del Espíritu Santo, y que en vano pretendería el hombre adquirir por sí mismo. (Cf. Job 28,12 ss). La liturgia cita todos estos libros, con excepción del de Job y el de los Salmos, bajo el nombre genérico de “Libro de la Sabiduría”, nombre con que el Targum judío designaba el libro de los proverbios (Séfer Hokman)

II.

LA SABIDURÍA

Así como en los libros de los hombres se estudia la ciencia, en estos Libros de Dios se aprende la Sabiduría. ¿Y qué es la Sabiduría? Una cosa que según el mismo Dios “vale más que un inmenso tesoro de oro” (Ecli. 51,36), porque “todos los bienes nos llegan juntamente con ella” (Sab.7,11). La Sabiduría, dice Santo Tomás consiste en el conocimiento de Dios: no basta saber que Él existe; hay que conocerlo, saber cómo es. Jesús va hasta decir que “en ese conocimiento está la vida eterna” (Jn.17,3). Conoceremos a Dios estudiando lo que Él ha hablado. Así como conocemos a los hombres estudiando los pensamientos y afectos que han expresado, porque “de la abundancia del corazón 25

habla la boca” (Mt.12,34). Así sucede con mayor razón respecto de Dios, que, siendo puro Espíritu (Jn.4,24), trasciende todo concepto propio de nuestra inteligencia, y, siendo infinito, supera todas las cosas humanas (Gsl.1, 11-12). La plenitud de esa sabiduría está en llegar así a través del conocimiento espiritual y experimentalmente a Dios, según la definición que San Juan nos ha dado de Él. Esa definición nos revela algo superior a cuanto pudimos haber imaginado: nos revela que Dios es el Amor (I Jn.4,16). III.

FORMA LITERARIA

Cada uno de los siete libros sapienciales tiene su género propio, aunque muchas veces se entremezclan los diversos módulos de expresión. Así por ejemplo, en el libro de Job encontramos fragmentos en prosa y en poesía, secciones didácticas y diálogos poéticos. No falta tampoco el estilo antológico, a base de imitación de ideas selectas tomadas de la tradición profética o sapiencial anterior. El ejemplo, la comparación, la exposición vívida, los proverbios, los epigramas satíricos, la efusión lírica y aún el género epitalámico, integran esta riquísima literatura sapiencial. Los libros sapienciales, en cuanto a su forma, pertenecen al género poético La poesía hebrea no tiene rima, ni metro cuantitativo, ni metro en el sentido de las lenguas clásicas y modernas. Lo único que la distingue de la prosa, es el acento –no siempre claro-, y el ritmo de los pensamientos, llamado comúnmente paralelismo de los miembros. Este último consiste en que el mismo pensamiento se expresa dos veces: sea con vocablos sinónimos: paralelismo sinónimo, sea en forma de tesis y antítesis: paralelismo antitético, aún ampliándolo por una u otra adición: paralelismo sintético. Pueden distinguirse, a veces, estrofas. Los paralelismos, las paranomasias, los juegos mnemotécnicos, salpican las reflexiones del “sabio” que busca enseñar y deleitar honestamente a sus lectores. Al género poético pertenece también la mayor parte de los libros proféticos y algunos capítulos de los libros históricos, por ejemplo, la bendición de Jacob (Gen. 49), el cántico de Débora (Jueces 5), el cántico de Ana (I Re 2), etc. Estos libros didácticos, líricos y epitalámicos, surgieron principalmente dentro de los círculos de “sabios” y “piadosos” que constituían el núcleo más fiel del yahvismo en los tiempos posteriores al exilio babilónico. Todos éstos libros difieren, por su contenido y forma, de los proféticos, porque, mientras en éstos prevalece el “oráculo” –comunicación directa de Dios al profeta-, en los Sapienciales se destaca el “consejo”, la reflexión sapiencial, la efusión afectiva espiritual, la dramatización lírica, la formulación aforística y la exposición didáctica.

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A CONTINUACIÓN, EXPONDREMOS BREVEMENTE EL CONTENIDO DE CADA UNO DE ESTOS LIBROS PARA GUIAR AL ALUMNO EN SU CONOCIMIENTO DE ESTE MODO LE PROPORCIONAMOS UN ACERCAMIENTO A LOS MISMOS.

CADA ALUMNO DEBE TOMAR CONTACTO CON EL TEXTO MISMO COMO UNA EXIGENCIA DE LEALTAD INTERIOR PUESTO QUE LA PALABRA DE DIOS LE OFRECE EL MANJAR MÁS DELICIOSO Y MÁS IMPORTANTE EN EL ESTUDIO

JOB Con el Libro de Job volvemos a los tiempos patriarcales. Job, un varón justo y temeroso de Dios, está acosado por tribulaciones de tal manera que, humanamente, ya no puede soportarlas. Sin embargo no pierde la paciencia, sino que resiste a todas las tentaciones de desesperación, guardando la fe en la divina justicia y providencia, aunque no siempre la noticia del amor que Dios nos tiene, y de la bondad que viene de ese amor (I Jn.4,16) y según la cual no puede sucedernos nada que no sea para nuestro bien. Tal es lo que distingue a este santo varón del Antiguo Testamento, de lo que ha de ser el cristiano. Inicia el autor sagrado su tema con un prólogo (Cap. 1-2) en el cual Satanás obtiene de Dios permiso para poner a prueba la piedad de Job. La parte principal (cap. 3-42,6) trata en forma de un triple diálogo entre Job y sus tres amigos, el problema de por qué debe sufrir el hombre y cómo es compatible el dolor de los justos con la justicia de Dios. Ni Job ni sus amigos saben la verdadera razón de los padecimientos, sosteniendo los amigos la idea de que los dolores son consecuencia del pecado, mientras que Job insiste en que no lo tiene. En el momento crítico interviene Eliú, que hasta entonces había permanecido en el silencio, lleva la cuestión más cerca de su solución definitiva, afirmando que Dios a veces envía las tribulaciones para purificar y acrisolar al hombre. Al fin aparece Dios mismo en medio de un huracán, y aclara el problema, condenando los falsos conceptos de los amigos y aprobando a Job, aunque reprendiéndolo también en parte por su empeño en someter a juicio los designios divinos con respecto a él. ¿Acaso no debemos saber que son paternales y por lo tanto misericordiosos? En el epílogo (Cap. 42, 7-16) se describe la restitución de Job a su estado anterior. La historicidad de la persona de Job está atestiguada repetidas veces por textos de la Sagrada Escritura (Ez. 14, 14 y 20; Tob. 2, 12; Sant. 5, 11), que confirman también su gran santidad. 27

Job cubierto de llagas, insultado por sus amigos, padeciendo sin culpa, y presentando a Dios quejas tan desgarradoras como confiadas, es imagen de Jesucristo, y sólo así podemos descubrir el abismo de este libro que es una maravillosa prueba de nuestra fe. Porque toda la fuerza de la razón nos lleva a pensar que hay injusticia en la tortura del inocente. Y es Dios mismo quien se declara responsable de esas torturas. Esta prueba nos hace penetrar en el gran misterio de “injusticia” que el amor infinito del Padre consumó a favor nuestro: Hacer sufrir al INOCENTE, por salvar a los culpables. Y el castigado era SU HIJO ÚNICO. Si el libro es una obra maestra de la literatura oriental, es también digno de admiración por su valentía en afrontar un gran problema y rechazar las soluciones fáciles. Job se sume en su fe y abre el corazón y la inteligencia para dar paso a la luz que Dios quiere comunicarle. Y por eso, concluye con estas palabras llenas de humildad: “¿Quién es este que imprudentemente oscurece el plan (divino)? (Soy yo); he hablado temerariamente de las maravillas superiores a mí y que ignoraba. “Escucha, pues, y Yo hablaré; Yo preguntaré y tu me instruirás” Sólo de oídas te conocía; mas ahora te ven mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento envuelto en polvo y ceniza.” (Job. 42, 3-5) SALMOS Se ha dicho que los Salmos –para el que les presta la debida atención a fin de llegar a entenderlos-, son como un resumen de toda la Biblia: Historia y profecía Doctrina y oración En ellos habla el Espíritu Santo por boca de hombres, principalmente de David, y nos enseña lo que hemos de pensar, y sentir, y querer, con respecto a Dios, a los hombres y a la naturaleza, y también nos enseña la conducta que más nos conviene observar en cada circunstancia de la vida. A veces el divino Espíritu nos habla aquí con palabras del Padre Celestial; a veces con palabras de Hijo. En algunos Salmos, el mismo Padre habla con su Hijo, como nos revela San Pablo respecto del sublime Salmo 44 (Hebr. 1, 8; S. 44, 7 ss.), en otros muchos, es Jesús quién se dirige al Padre. 28

Sorprendemos así el arcano del Amor infinito que los une, o sea los secretos más íntimos de la Trinidad, y vemos anunciados, mil años antes de la Encarnación del Verbo: los misterios de Cristo doliente: S. 21; 34; 39; 68 los esplendores de su triunfo: S. 2; 44; 67; 71; 109 la historia del pueblo escogido, con sus ingratitudes: S. 104; 106 sus pruebas: S. 101; 117 el grandioso destino deparado a él, y a la Iglesia de Cristo: S. 64; 92-98 David es la abeja privilegiada que elabora –o, mejor, por cuyo conducto el mismo Espíritu Santo elabora- la miel de la oración por excelencia, e “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom. 8, 26). Todo lo que pasa por las manos del Real Profeta, dice un santo comentarista, se convierte en oración: afectos y sentimientos; penas y alegrías; aventuras, caídas, persecuciones y triunfos; recuerdos de su vida o la de su pueblo (con el cual el Profeta duele identificarse), y, principalmente, visiones sobre Cristo, “sus pasiones” y “posteriores glorias” (I Pe. 1, 10-12) Profecías de un alcance insospechado por el mismo David; detalles asombrosos de la Pasión, revelados diez siglos antes con la precisión de un Evangelista; esplendores del triunfo del Mesías y su Reino, la plenitud de la Iglesia, del Israel de Dios: todo, todo sale de su boca y de su arpa, no ya sólo al modo de un canto de ruiseñor que brota espontáneamente como en el caso del poeta clásico, sino a manera de olas de un alma que vuelca, que “derrama su oración”, según él mismo lo dice (S. 141,3), en la presencia paternal de su Dios. Eso que él llama derramarse, es la perfecta simplicidad con que un niño de pecho sonríe desnudo delante de su madre, es decir, la infancia espiritual en toda su plenitud. Esta sencillez infantil en sus relaciones con Dios, hace que David sea la más acabada de las figuras del hijo del Hombre que había de complacerse en ser llamado el Hijo de David; porque fue Jesús el que más nos mostró en su ejemplo la perfecta simplicidad del amor al Padre, y el que mejor nos enseñó en su Doctrina a vivir filialmente en la presencia de ese Padre, con la sencillez de la paloma, mientras nos recomendaba la prudencia de la serpiente para con los hombres, ya que estamos entre ellos “como ovejas en medio de lobos”. Por eso la belleza de los Salmos es toda pura, como la gracia de los niños, que son tanto más encantadores cuanto menos sospechas que lo son. Este espíritu de David es el que da el tono a sus cantos, de modo que la belleza fluye en ellos de suyo, como una irradiación inseparable de su perfección interior, no pudiendo imaginarse nada más opuesto a toda preocupación retórica, no obstante la estupenda riqueza de las imágenes y la armonía de su lenguaje, a veces onomatopéyico en el hebreo. En la poesía el amor se manifiesta con más nitidez; es un estilo en el que brillan con más claridad los matices del cariño, de la ternura; como también sus contrarios. Es por esto que en los Salmos arde nuestro corazón al descubrir las maravillas de ese Amor, las maravillas del Corazón de Dios, de su ternura: “Que el Amor del Señor no se ha acabado ni se ha agotado su ternura; cada mañana se renueva. ¡Grande es tu fidelidad! 29

Mi porción es el Señor –dice mi alma-, por eso en Él esperaré. Bueno es el Señor para el que en Él espera, para el alma que lo busca”. (Lam. 3, 22-26) Es por eso que en los Salmos volvemos a encontrarnos con la ternura de Dios. Y podremos exclamar con el Salmista: “Que incomparables encuentro tus designios Dios mío, ¡qué inmenso es su conjunto! Si me pongo a contarlos, son más que arena. Si los doy por terminados aún me quedas Tú.” (Sal. 138, 17-18) El “Miserere” (S. 50), el “De Profundis” (S. 129), y en general los otros Salmos penitenciales (6; 31; 37; 101; 142) y algunos más son los modelos eternos del arrepentimiento, que la Iglesia recita y repetirá siempre; y guardan la misma frescura que cuando se escribieron hace 3.000 años. Y también la contrición, porque no hay felicidad más honda que la de sentirse perdonado. De ella nace el amor, como lo enseña Jesús al decir que “ama menos aquel a quién menos perdona”. (Luc. 7,47). San Bernardo resume esta doctrina de la contrición diciendo: “Ante todo has de creer que la remisión de los pecados no puede obtenerse sino por la misericordia de Dios, y además, que ninguna obra buena hay en ti que no te sea concedida por Él; y en fin, que la vida eterna no puede ser conquistada por ninguna obra, sino, que nos es dada gratuitamente…Si crees que tus pecados no pueden ser anulados sino por Aquel contra quien pecaste, está bien; pero además de esto, cree también que tu debes hacerle entrega de tus pecados… Por Él son perdonados los pecados, por Él son dados los méritos, sin que Él reciba nada para sí”. (S. Bernard., In Annuntiatione Mariae, Serm.1, cap.1-3). Esta oración es toda sobrenatural. Dios la produce, decíamos, como miel divina en el alma de David, para que con ella nos alimentemos (Prov. 24,13) y nos endulcemos (S. 118,103) todos nosotros. Por eso la entrega el santo Rey a los levitas, que él mismo ha establecido de nuevo para el servicio del Santuario (II Par. c. 22-26). Y no ya sólo como San Benito de Nursia que funda sus monjes y los orienta especialmente hacia el culto litúrgico: porque no es una orden particular, es todo el clero lo que David organiza en la elegida nación hebrea, y él mismo elabora la oración con que había de alabar a Dios toda la Iglesia de entonces… y hoy día la Iglesia de Cristo. (Vea el alumno el magnífico elogio de David en Ecli. 47, principalmente los vers. 9-12). No solo elabora ¿Acaso no es él mismo quien lo reza y lo canta, y hasta lo baila en la fiesta del Arca, inundado de un gozo celestial? ¿Qué mucho, pues, que Dios, amando a David con una predilección que resulta excepcional aún dentro de la Escritura, pusiese en su corazón los más grandes efluvios de amor con que un alma puede y podrá jamás responder al amor divino? ¿Y cómo no había de ser ésta la oración insuperable, si es la que expresa los mismos afectos que un día habían de brotar del Corazón de Cristo?

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Los 150 Salmos del Salterio, se dividen en cinco partes o libros: I. II. III. IV. V.

I Libro: II Libro: III Libro: IV Libro: V Libro:

Salmos 1-40 Salmos 41-71 Salmos 72-88 Salmos 89-105 Salmos 106-150

La mayoría de los Salmos llevan un epígrafe, que refiere o al autor, o a las circunstancias de su composición o a la manera de cantarlos. Estos epígrafes, aunque no hayan formado parte del texto definitivo, son antiquísimos; de otro modo no los pondría la versión griega de los Setenta. Según éstos, el principal autor del Salterio es David siendo atribuidos al Real Profeta, en el texto latino 85 Salmos, 84 en el griego y 73 en el hebreo. Además de David, se menciona como autores de Salmos: Moisés, Salomón, Asaf, Hemán, Etán y los hijos de Coré. No se puede, pues, razonablemente desestimar la tradición cristiana que llama al libro de los Salmos Salterio de David, porque los demás autores son tan pocos, y la tradición a favor de los Salmos davídicos es tan antigua, que con toda razón se puede poner su nombre al frente de toda la colección. En particular, no puede negarse el origen davídico de aquellos Salmos que se citan en los libros Sagrados, expresamente con el nombre de David; así, por ejemplo, los Salmos 2, 15, 17, 109 y otros (Decreto de la Pontificia Comisión Bíblica del 1° de Mayo de 1.910). Huelga decir que el género literarios de los Salmos es el poético. La poesía hebrea no cuenta con rima ni con metro, en el sentido riguroso de la palabra, aunque sí con cierto ritmo silábico; mas lo que constituye su esencia, es el ritmo de los pensamientos, repitiéndose el mismo pensamiento dos y hasta tres veces. Llámase este sistema simétrico de frases “paralelismo de los miembros”. PROVERBIOS El Libro de los Proverbios no es un código de obligaciones, sino un tratado de la felicidad. Dios no habla para ser obedecido como déspota, sino para que le creamos cuando nos entrega, por boca del más sabio de los hombres, los más altos secretos de la Sabiduría. Se trata de una sabiduría eminentemente práctica, que desciende a veces de los detalles, enseñándonos aún, por ejemplo: a evitar las fianzas imprudentes (6,1; 17,18) a desconfiar de las fortunas improvisadas (13, 11) del crédito (22, 7) de los hombres que adulan o prometen grandes cosas (20, 19) a no frecuentar demasiado la casa del amigo, porque es propio de la naturaleza humana que él se harte de nosotros y nos cobre aversión (25, 17). Otras veces nos descubre las más escondidas miserias del corazón humano (28, 13; 29, 19; etc.) y no vacila en usar expresiones cuya exactitud va acompañada de un exquisito humorismo, por 31

ejemplo, el comparar la belleza de una mujer insensata con un anillo de oro en el hocico de un cerdo (11,22). Casi todos los pueblos antiguos han tenido su sabiduría, distinta de la ciencia, y síntesis de la experiencia que enseña a vivir con provecho para ser feliz. Aún hoy se escriben tratados sobre el secreto del triunfo en la vida, del éxito en los negocios, etc. Son sabidurías psicológicas, humanistas, y como tales harto falibles. La Sabiduría de la Sagrada Escritura es toda divina, es decir, revelada por Dios, lo cual implica su infalibilidad. Porque no es ya sólo dar fórmulas verdaderas en sí mismas, que pueden hacer del nombre el autor de su propia felicidad, a la manera estoica; sino que es como decir: si tú me crees y te atienes a mis palabras, Yo tu Dios, que soy también tu amantísimo Padre, me obligo a hacerte feliz, comprometiendo en ello todo mi omnipotencia. De ahí el carácter y el valor eminentemente religioso de este Libro, aún cuando no habla de la vida futura sino de la presente, ni trata de sanciones o premios eternos sino temporales. El Libro de los Proverbios debe su nombre al versículo 1, 1; dónde se dice que su contenido constituye las “parábolas” o “proverbios” de Salomón. En el título se expresa el objeto del Libro (1,1-6). Los primeros nueve capítulos se leen como una introducción que contiene avisos y enseñanzas generales, Mientras los capítulos 10-22, lo forman un cuerpo de cortas sentencias de Salomón, que versan sobre temas variadísimos, no teniendo conexión unas con otras. A ellas se añade un apéndice que trae “las palabras de los sabios” (22, 17 - 24, 34). Un segundo cuerpo de sentencias salomónicas, pero compiladas por los varones de Ezequías, se presenta en los capítulos 25-29, a los cuales se agregan tres colecciones: Los proverbios de Agur (30,a1-22) Los de Lamuel (31,a1-9) Y el elogio de la mujer fuerte (31,a12-31); que copiamos a continuación dada su incomparable belleza: “¿Quién hallará una mujer fuerte? De mayor estima es que todas las preciosidades traídas de lejos, y de los últimos términos del mundo. En ella pone su confianza el corazón de su marido; al cual de botín no tendrá necesidad. Ella le acarrea el bien todos los días de su vida y nunca el mal. Busca lana y lino, de que hace labores con la industria de sus manos. Viene a ser como la nave de un comerciante, que trae de lejos el sustento. Se levanta antes que amanezca, y distribuye las raciones a sus domésticos y el alimento a sus criados. 32

Y puso la mira en unas tierras y las compró de lo que ganó con sus manos, plantó una viña. Revistióse de fortaleza, y esforzó su brazo. Probó, y echó de ver que su trabajo le fructifica; tendrá encendida la luz toda la noche. Aplica sus manos a las cosas fuertes y sus dedos manejan el huso. Abre su mano para socorrer al mendigo, y extiende sus brazos para amparar al necesitado. No temerá para los de su casa los fríos ni las nieves; porque todos sus domésticos tienen vestidos forrados. Se labró para sí un vestido colchado; de lino finísimo y de púrpura, es de lo que se viste. Su esposo hará un papel brillante en las puestas, sentado entre los senadores del país. Ella teje telas, y las vende, y entregan también ceñidores a los cananeos. La fortaleza y el decoro son sus atavíos; y estará alegre en los últimos días. Abre su boca con sabios discursos, y la ley de la bondad gobierna su lengua. Vela sobre los procederes de su familia, y no come ociosa el pan. Levantáronse sus hijos, y aclamáronla dichosísima; su marido también la alabó. Muchos son las hijas que han allegado riquezas, mas a todas has aventajado tú. Engañoso es el donaire, y vana la hermosura la mujer que teme al Señor, sea será celebrada. Dadle del fruto de sus manos, y celébrense sus obras en las puestas.”

El autor del Libro, con excepción de los apéndices, es, según los títulos (1, 1; 10, 1; 25, 1), el Rey Salomón, quien en sabiduría no tuvo igual (III Rey. 5, 9 ss.), atribuyéndole la Sagrada Escritura “3.000 sentencias y 1.005 canciones” (III Rey. 4, 32). El presente libro contiene solamente 550. 33

ECLESIASTÉS El Nombre La denominación de Eclesiastés, adoptada por la versión latina siguiendo a la griega de los 70, pretende responder al vocablo hebreo Kohelet –presidente de la asamblea o kahal-, que es el título que se da el autor de las sentencias de este libro canónico en el original hebreo. Con todo, el vocablo puede entenderse en el sentido más general de “predicador” o moralista. Contenido y finalidad Con toda crudeza, el autor se plantea el problema de si es posible encontrar la plena felicidad en la vida. Pasando por las diversas vicisitudes de la existencia, concluye que es inútil afanarse demasiado buscando la felicidad, porque al final está siempre la decepción y el amargor ante la limitación de las cosas que excitan al placer, pero que después no lo colman. Con todo, existe una felicidad relativa en la vida humana, si se saben mantener como principio las limitaciones impuestas por la misma naturaleza de las cosas: la ciencia, la felicidad, los placeres de la mesa, la vida de hogar, las alegrías de la juventud, son un don de Dios, y bajo este aspecto deben ser deseados. En el fondo del Libro hay un moderado optimismo, a pesar de algunas expresiones radicales escépticas y pesimistas. Es un autor realista que descubre en la vida las luces y las sombras. No conoce la felicidad en ultratumba, y por ello encuentra en la vida un fondo de desilusión, un vacío en el corazón humano. Entonces el ideal es no forjarse demasiadas ilusiones en la vida, porque nunca serán debidamente colmadas. Los goces de la vida deben ser considerados desde este ángulo de limitación esencial y teniendo en cuenta que existe un Juez Supremo, que puede castigar. Así el “Temor de Dios” es principio de recta conducta en la existencia humana. La tradición judaico-cristiana atribuyó durante siglos el libro al Rey Salomón, pues el autor declara “Hijo de David, Rey de Jerusalén” (1, 1-12). Por otra parte, se presenta como sabio en sumo grado, favorecido con toda clase de riquezas y partícipe de todos los placeres, con numerosa servidumbre, todo lo cual conviene al opulento y sensual Salomón. No hay, pues, pura ficción en el autor de este divino Libro del Eclesiastés, sino que, reconociendo su inspiración sobrenatural, debemos creer que él quiere transmitirnos las palabras y sabiduría de Salomón, tal como lo hicieron con Cristo los escritores del Nuevo Testamento, aún aquellos que no lo habían escuchado directamente. El Eclesiastés no es sistemático. No le atraen las síntesis, y parece desinteresarse de las conclusiones de sus asertos, aún cuando suenen a discordantes. San Pablo pudo gloriarse de predicar igualmente: “No con palabras persuasivas según la sabiduría humana, sino mostrando la verdad con el Espíritu Santo y la fuerza de Dios” (I Cor. 2, 4). De ahí que estas sentencias, tremendas para la suficiencia humana, hayan escandalizado hasta ser tildadas de epicúreas. 34

En realidad, la irresistible elocuencia de este libro revulsivo con su apariencia de pesimismo implacable, es quizá lo más poderoso que existe para quitarnos la venda que oculta a nuestra inteligencia oscurecida por el pecado congénito, los esplendores de la vida espiritual, y remover así ese gran obstáculo con que “el padre de la mentira” (Jn. 8, 44) pretende escondernos las Bienaventuranzas, y que el Sabio llama “La fascinación de la bagatela” (Sap. 4, 12). CANTAR DE LOS CANTARES

El misterio que Dios esconde en los amores entre esposo y esposa, y que, presenta como figura en este divino Poema, no ha sido penetrado todavía en forma que permita explicar satisfactoriamente el sentido propio de todos sus detalles. El breve libro es sin duda el más hondo arcano de la Biblia, más aún que el Apocalipsis, pues en éste, cuyo nombre significa “revelación”, se nos comunica abiertamente que el asunto central de su profecía es la Parusía de Cristo y los acontecimientos que acompañarán aquel supremo día del Señor en que Él se nos revelará para que lo veamos “cara a cara”. Aquí en cambio, se trata de una gran Parábola o alegoría en la cual, excluida como se debe la interpretación mal llamada histórica que quisiera ver un epitalamio vulgar y sensual aplicándolo a Salomón y la princesa de Egipto, no tenemos casi referencias concretas, salvo alguna (cf. 6, 4), que permite, con bastante fuerza y firmeza, ver en la Amada a Israel, esposa de Yahveh. La diversidad casi incontable de las conclusiones propuestas por los que han investigado el sentido propio del Cántico, basta para mostrar que la verdad total no ha sido descubierta. No sabemos con certeza si el Esposo es uno solo, o si hay varios, que podrían ser un Rey y un pastor como pretendientes de Israel, o podrían ser, paralelamente, Yahveh (el padre) como Esposo de Israel, y Jesucristo como Esposo de la Iglesia ya preparada para las bodas del Cordero que veremos en Apoc. 19, 6-9. En tal situación, después de mucho meditar, hemos llegado a la conclusión de que es forzoso ser muy parco en afirmaciones con respecto al Cantar. Porque no está al alcance del hombre explicar los misterios que Dios no ha mostrado aún a la Iglesia, y sería vano estrujar el entendimiento para querer penetrar, a fuerza de inteligencia pura, lo que Dios se complace en revelar a los pequeños. Sería, en cambio, tremenda responsabilidad delante de Él, aseverar como verdades reveladas lo que no fuese sino producto de nuestra imaginación o de nuestro deseo, como esos falsos profetas tantas veces fustigados por Jeremías y otros videntes de Dios. Como enseña el Eclesiástico (cf. 39, 1ss.), nada es más propio del verdadero sabio según Dios, que investigar las profecías y el sentido oculto de las parábolas: tal es la parte de María, que Jesús declaró ser la óptima. Pero esa misma palabra de Dios, cuya meditación ha de ocuparnos “día y noche” (S. 1, 2), nos hace saber que hay cosas que sólo se entenderán al fin de los tiempos (Jer. 30, 24). El mismo Jeremías, refiriéndose a éstos misterios y a la imprudencia de querer explicarlos antes de tiempo, dice: “Al fin de los tiempos conoceréis sus designios” (de Dios). Y agrega inmediatamente, cediendo la palabra al mismo Dios: “Yo no enviaba a esos profetas, y ellos corrían. No les hablaba, y ellos profetizaban”(Jer. 23,20-21).

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En Daniel encontramos sobre esto una notable confirmación. Después de revelársele, por medio del Ángel Gabriel, maravillosos arcanos sobre los últimos tiempos, entre los cuales vemos la grande hazaña de San Miguel Arcángel defensor de Israel (Dan. 12, 1; cf. Apoc. 12, 7), se le dice: “pero tú, oh Daniel, ten en secreto estas palabras y sella el Libro hasta el tiempo del fin” (Dan.12, 4). Y como el Profeta insistiese en querer descubrirlo, tornó a decir el Ángel: “Anda, Daniel, que estas cosas están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin”. Entonces ninguno de los malvados entenderá, pero los que tienen entendimiento comprenderán. Finalmente, vemos que aún en la profecía del Apocalipsis, cuyas palabras se le prohibió sellar a San Juan (Apoc. 22, 10), hay sin embargo un misterio, el de los siete truenos, cuyas voces le fue vedado revelar (Apoc. 10, 4). Nuestra actitud, pues, ha de ser la que enseña el Espíritu Santo al final del mismo Apocalipsis, fulminando terribles plagas sobre los que pretendan añadir algo a sus palabras, y amenazando luego con excluir del Libro de la Vida y de todas las bendiciones anunciadas por el vidente de Patmos, a los que disminuyan las palabras de su profecía. (Apoc. 22, 18 ss.). El criterio expuesto así, a la luz de la misma Escritura, nos muestra desde luego que, si es hermoso aplicar a la Virgen maría, como hace la liturgia los elogios más excesivos que recibe la Esposa del Cantar, pues, que ciertamente nadie pudo ni podrá merecerlos más que Aquella a quién el Ángel declaró bendita entre las mujeres, no es menos cierto que hemos de evitar la tentación de generalizar y ver en María a la protagonista del Cántico, incluso en aquella incidencia del Cap. 5 en que la Esposa rehúsa abrir a la puerta al Esposo por no ensuciarse los pies. Semejante infidelidad jamás podría atribuirse a la Virgen Inmaculada, ni aún cuando en esa escena se tratase de un sueño, como algunos interpretan. Basta recordar la actitud de María ante la Anunciación del Ángel, en la cual, si bien Ella afirma su voto de virginidad, en manera alguna cierra la puerta a la Encarnación del Verbo; antes por el contrario, Cristo, lejos de sentirse rechazado como el Esposo del Cantar, realiza el estupendo prodigio de penetrar virginalmente en el “huerto cerrado del seno maternal”. Y es por igual razón que esa falla de la Esposa no puede, atribuirse tampoco a la Iglesia cristiana como esposa del Cordero, así como también resultan inaplicables a ella los caracteres de esposa repudiada y perdonada, con que los profetas señalan repetidamente a Israel (Is. 54, 1). De ahí que, por eliminación –y sin perjuicio de las preciosas aplicaciones místicas al alma cristiana, las cuales en ningún caso pretenden ser una interpretación del sentido propio del poema bíblico- , hemos de inclinarnos en general a admitir en él, como han hecho los más autorizados comentadores antiguos y modernos, lo que se llama la alegoría yahvística, o sea los amores nupciales entre Dios e Israel, a la luz del misterio mesiánico, a pesar de que tampoco en ella nos es posible descubrir en detalle el significado propio de cada uno de los episodios de este divino Epitalamio. “A esta sentencia fundamental (sobre Israel) nos debemos atener”, dice en su introducción al poema la reciente Biblia española de Nácar-Colunga, y agrega inmediatamente: “pero admitido este principio, una duda salta a la vista. Los historiadores sagrados y los profetas están concordes en pintarnos a Israel como infiel a su Esposo y manchada de infinitos adulterios; lo cual no está conforme con el Cántico, dónde la Esposa aparece siempre enamorada de su Esposo, y además, toda hermosa, pura. La solución a esta dificulta nos la ofrecen los mismos profetas cuando al Israel histórico oponen al Israel de la época mesiánica, purificada de sus pecados y vuelto de todo corazón a su Dios. Las relaciones rotas por el pecado de idolatría se reanudan para siempre. 36

Es preciso, pues, decir, que el Cántico celebra los amores de Yahveh y de Israel en la edad mesiánica, que es el objeto de los deseos de los profetas y justos del Antiguo Testamento. En torno a esta imagen del matrimonio, usada por los profetas, reúne el sabio todas las promesas contenidas en los escritos proféticos.” (Cf. Ex. 34, 16; Núm. 14, 34; Is. 54, 4ss; 62, 4ss.; Os. 1, 2; 2, 4 . 19; 6, 10; Jer. 2, 2; 3, 1 . 2; 3, 14; Ez. 16) A pesar de nuestra ignorancia actual para fijar con certeza el sentido propio de todos los detalles, el divino poema nos es de utilidad sin límites para nuestra vida espiritual, pues nos lleva a creer en el más precioso y santificador de los dogmas: El amor que Dios nos tiene, según esa inmensa verdad sobrenatural que expresó, a manera de testamento espiritual, el Beato Pedro Julián Eymard:

“la fe en el amor de dios es la que hace amar a Dios”. No puede haber la menos duda de que sea lícito a cada alma creyente recoger para sí misma las encendidas palabras de amor que el Esposo dirige a la Esposa. El Cantar es, en tal sentido, una celestial maravilla para hacernos descubrir y llevarnos a los que más nos interesa, es decir, A CREER EN EL AMOR CON QUE SOMOS AMADOS. El que es capaz de hacerse bastante pequeño para aceptar, como dicho a sí mismo por Jesús, lo que el Amado dice a la Amada, siente la necesidad de responderle a Él con palabras de amor, y de Fe, y de entrega ansiosa, que la Amada dirige a al Amado. Felices aquellos que exploten este sublime instrumento, que es a un tiempo poético y profético, como los Salmos de David, y en el cual se juntan, de un modo casi sensible, la belleza y la piedad, el amor y la esperanza, la felicidad y la santidad. ¡Y felices también nosotros si conseguimos darlo en forma que pueda ser de veras aprovechado por las almas! El título “Cantar de los Cantares” (en hebreo Shir Haschirim), equivale, en el lenguaje Bíblico, a un superlativo como “vanidad de vanidades” (Eclesiastés 1, 2), “Rey de Reyes y Señor de Señores” (Apoc. 19, 16), etc. Y quiere decir que esta canción es superior a todas. “El Alto Canto” se le llama en alemán; en italiano “La Cántica” por antonomasia, etc. Efectivamente el Cantar de los Cantares ha ocupado y sigue el primer lugar en la literatura mística de todos los siglos. Poema todo oriental, no puede juzgársele según las reglas puestas por los griegos, como son las nuestras. Tiene unidad pero “entendida a la manera oriental, es decir, mucho más en el pensamiento inspirador que en la ejecución de la obra”. Interviene en el Cantar de los Cantares, mediante diálogos y a veces en forma dramática, la Esposa (Sulamita) y el Esposo, denominados también en ocasiones Hermano y Hermana. Aparecen, además otros personajes: los “hermanos”, las “hijas de Jerusalén”, etc., que forman algo así como el coro de la antigua tragedia griega. La manera en que se tratan el Amado y la Amada, muestra claramente que no son simples amantes, porque entre los israelitas solamente los esposos, podrían tratarse tan estrechamente. No se exhibe, pues, aquí un amor prohibido o culpable, sino una relación legítima entre esposos. A este respecto debe advertirse desde luego que el lenguaje del Cántico es el de un amor 37

entre los sexos. No creemos que esto haya de explicarse solamente porque se trata de un poema de costumbres orientales, sino también porque la Biblia es siempre así: “plata probada por el fuego, purificada de escoria, siete veces depurada” Sal. 11, 7. Ella dice todo lo que debe decir, sin el menor disimulo (cf. Gen. 19, 30), es decir, como muy bien observa Hello, sin revestir la verdad con apariencias que atraigan el aplauso de los demás, según suelen hacer los hombres. Dios quiere aplicar aquí, a los grandes misterios de su amor con la humanidad –ya se trate de Israel, de la iglesia o de cada alma- la más vigorosa de las imágenes: la atracción de los sexos. Sabe que todos la comprenderán, porque todos la sienten. Y en ello no ha de verse lo prohibido, sino lo legítimo del amor matrimonial, instituido por Dios mismo, a la manera como el vino sólo sería malo en el ebrio que lo bebiera pecaminosamente. De ahí que, como muy bien se ha dicho de este sublime poema, “el que vea mal en ello no hará sino poner su propia malicia. Y el que sin malicia lo lea buscando su alimento espiritual, hallará el más precioso antídoto contra la carne”. Nada más congruente que aplicar las relaciones de Yahveh con su esposa Israel, a las de su hijo Jesús, espejo perfectísimo del Padre (Heb. 1, 3), con la Iglesia que Él fundó, y con cada una de las almas que la forman, en su peregrinación actual en busca del Esposo (Cf. 4, 7; 3, 3; 5, 6); en la misteriosa unión anticipada de la vida Eucarística (Cfr. 2, 6); y finalmente en su bienaventurada esperanza (cfr. 1, 1; 8, 13 ss.; Tito 2, 13), cuya realización anhela ella desde el principio con un suspiro que no es sino el que repetimos cada día en el padre Nuestro enseñado por el mismo Cristo: “Adveniat Regnun Tuum”, y el que los primeros cristianos exaltaban en su oración que desde el siglo primero nos ha conservado la Didajé o “Doctrina de los doce Apóstoles”: “Así como este pan fraccionado estuvo disperso sobre las colinas y fue recogido para formar un todo, así también, tu Iglesia reunida para el Reino tuyo… líbrala de todo mal, consúmala por tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela santificada, en tu reino que para ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. ¡Venga la Gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al hijo de David! Acérquese el que sea santo; arrepiéntase el que no lo sea. Maranatha (Ven Señor) Amén”. SABIDURÍA El Libro de la Sabiduría forma juego con los libros de los Proverbios y del Eclesiastés, tratando como ambos de la Sabiduría, pero presentándola no ya como aquél –en forma de virtud de orden práctico que desciende al detalle de los problemas temporales, ni tampoco, según hace éste, como un concepto general y antihumanista de la vida, en sí misma, sino como una sabiduría toda espiritual y sobrenatural, verdadero secreto revelado amorosamente por Dios. Más que otros libros del Antiguo Testamento, tiene éste por objeto indicar a los reyes y dirigentes la noción de su cometido, su alto destino y su tremenda responsabilidad ante Dios, y a todos la admiración y el amor de la sabiduría la cual aparece dotada de personalidad y atributos divinos como que no es sino al Verbo Eterno del Padre, que había de encarnarse por obra del Espíritu Santo para revelarse a los hombres.

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Ese rayo de sol que nos envía el Padre con su Verbo de luz y con su Espíritu de amor, eso es la Sabiduría. De ahí que en ella sean inseparables conocimiento y amor, así como por Cristo, Palabra del Padre, nos fue dado el Espíritu Paráclito que vino en lenguas de fuego. Sapientis sapide scientia, dice San Bernardo, esto es, ciencia sabrosa, que entraña a un tiempo el saber y el sabor. Así es la divina maravilla de la Sabiduría. Es decir que probarla es adoptarla, pero también que nadie la querrá mientras no la guste, porque, ni puede amarse lo que no se conoce, ni tampoco se puede dejar de amar aquello que se conoce como soberanamente amable. Tal es el misterio del Dios Amor (“Caritas Pater”), que nos da a su Hijo (“Gratia Filius”) y que luego, aplicándonos, como si fueran nuestros, los méritos de ese Hijo, nos comunica la participación a su divina Esencia (II Ped. 1, 4) mediante su Santo Espíritu entregándonos de nuevo para esa vida divina según la cual somos y seremos hijos suyos, no sólo adoptivos, sino verdaderos, nacidos de Dios, semejantes al mismo Jesucristo: desde ahora, en espíritu; y un día también en el cuerpo, para que Él sea nuestro Hermano mayor. Tal es la Sabiduría cuya descripción que es como decir su elogio, se hace en este libro sublime. Como fruto de ella, podemos decir que, al hacernos sentir así la suavidad de Dios, nos da el deseo de su amor que nos lleva a buscarlo apasionadamente, como el que descubre el tesoro escondido (Is.45, 3) y la perla preciosa del Evangelio (Mat. 13). He aquí el gran secreto, de incomparable trascendencia: La moral es la ciencia de lo que debemos hacer. La Sabiduría es el arte de hacerlo sin esfuerzo y con gusto, como todo el que obra impelido por el Amor (Kempis 111,5). El mismo Kempis nos dice cómo este sabor de Dios, que la misma sabiduría proporciona, excede a todo deleite (III, 34), y cómo las propias Palabras de Cristo tienen un maná escondido y exceden a las palabras de todos los santos (I, 1,4). ¿Podrá alguien decir luego que es una ociosidad estudiar así estos secretos de la Biblia? Cada uno puede hacer la experiencia, y preguntarse si mientras esté con su mente ocupada en estas cosas, podría dar cabida a la inclinación de pecar. ¿No basta entonces, para reconocer que Éste es el remedio por excelencia para nuestras almas? ¿No es el que la madre usa por instinto, al ocupar la atención del niño con algún objeto llamativo para desviarlo de ver lo que no le convine? Y así es como la Sabiduría lleva a la humildad, pues, el que ésta experimenta comprende bien que, si se libró del pecado, no fue por méritos propios, sino por virtud de la Palabra Divina que le conquistó el corazón. Tal es exactamente lo que enseña, desde el Salmo 1° (v. 1-3), el Profeta David, a quien Dios puso “a fin de llenar de sabiduría a nuestros corazones” (Ecli. 45, 31): El contacto asiduo con las Palabras Divinas asegura el fruto de nuestra vida. 39

(Cfr. también Prov. 4, 23; 22, 17; Ecli. 1, 18; 30, 24; 37, 21; 39, 6; 51, 28; Jer. 24, 7; 30, 21; Bar. 2, 31; Ez. 36,26; Luc.6, 5; Mat. 15, 19; Hebr. 13, 9). Mas para probar la eficacia de este remedio sobrenatural, claro está que hay que adoptarlo. Y eso es lo que el Papa Pio XII propone a los Pastores de almas, recordándoles, con San Jerónimo, que si el conocimiento de Cristo es lo único que puede salvar al mundo, ello supone el conocimiento de las Escrituras porque “ignorarlas es ignorar a Cristo”. He aquí lo que Pio XII se propone al promover con la Encíclica “Divino Afflante Spiritu” el amor a la Biblia, y su enseñanza al pueblo, sin detenerse hasta llegar a darla y comentarla en la prensa. El Libro de la Sabiduría fue escrita en griego, y probablemente no en Palestina sino en Egipto, donde había muchos judíos que ya no comprendía el Hebreo, y por consiguiente usaban los Libros Santos en la lengua griega. De ahí la traducción de la Biblia Hebrea (Antiguo Testamento), en la versión griega de los Setenta, que también se hizo en Egipto. El texto griego señala como autor al Rey Salomón, no así la Vulgata, la cual no pone nombre de autor. La opinión de que el Libro fuese escrito por Salomón fue abandonada ya en los primeros siglos, y esto con toda razón. Ahora bien, como Salomón aparece hablando en los capítulos 7, 8 y 9, nada impide que miremos sus palabras como propias de sapientísimo rey y transmitidas posteriormente. El verdadero autor, desconocido, debió de ser un varón piadoso que buscaba consuelo en la contemplación de los misterios de Dios, y parece que se propuso fortalecer a las víctimas de una persecución, para lo cual el Libro es de una inspiración incomparable. El tiempo de composición no ha de fijarse antes del año 300 A.C. Lo más probable es que se escribiera hacia el año 200 A.C. A esta conclusión llegan los exegetas en atención a que el libro fue compuesto en griego y que el autor conoce ideas cuyos orígenes han de buscarse en la escuela filosófica de Alejandría; lo cual no significa en manera alguna que el autor sagrado pague tributo a ellas. Antes por el contrario, es éste, por su asunto, uno de los Libros más esencialmente sobrenaturales de la Escritura, como acabamos de verlo por altísima teología que parece un anticipo del Nuevo Testamento. ECLESIÁSTICO Nombre El nombre de éste Libro es debido al constante uso que de él se hacia en la Iglesia, especialmente en la instrucción del pueblo y de los catecúmenos que iban a ser bautizados. Basta, pues, este nombre para mostrarnos el aprecio que la Iglesia tenía de su utilidad como arsenal de doctrina y de piedad; y para darnos idea de lo familiarizado que estaban los fieles en los tiempos de fe, con el conocimiento de este divino tesoro de sabiduría. El nombre “Libro de Jesús, hijo de Sirac” o “Sabiduría de Sirac”, le viene de su autor Jesús (Josué), descendiente de un cierto Sirac (50, 29) que vivía en Palestina al comienzo del siglo II A.C. 40

El libro fue, pues, escrito por los años 200-170 A.C. El autor se sirvió de la lengua hebrea, de la cual el libro fue traducido al griego, en Egipto, por su nieto, que llevaba el mismo nombre que el abuelo. La traducción se emprendió en el año 38 del rey Ptolomeo Evergetes II, es decir, en 132 A.C. Contenido y Finalidad El objeto del Eclesiástico es enseñar la sabiduría, es decir, las reglas para hallar la felicidad en la vida de amistad con Dios. De ahí que se le ha llamado “Tratado de ética a lo divino”, es decir, expuesto no en forma sistemática sino con esa pedagogía sobrenatural que San Pablo llama “mostrar el espíritu y la virtud” de Dios (I Cor.2, 4), siendo de notar que la palabra “moral” (del latín mores: costumbres), tan usada posteriormente, no figura en la Sagrada Escritura. Para ilustrar su doctrina, recorre finalmente el autor en los capítulos 44-50 la historia del pueblo escogido, presentándonos con elogio los varones sabios y justos desde Abrahán hasta Simón hijo de Onías. Termina con una oración y una maravillosa exhortación para que todos aprendan y aprovechen de la sabiduría, que a todos se brinda gratuitamente para saciar la sed del corazón. No hay palabras con que expresar el bien que pueden hacernos, para la prosperidad de nuestra vida, éstas enseñanzas cuya inspirada omnisciencia prevé todos los casos y resuelve todas las dificultades que nos pueden ocurrir. Junto a estos libros sapienciales, palidece y aparece superficial y a menudo, vacía y falsa toda la psicología de los moralistas clásicos, griegos y romanos. En el presente Libro se nos da gratuitamente consejos que pagaríamos a peso de oro si vinieran de un maestro famoso. El Sabio va escrutando, como en un laboratorio, todos los problemas de la vida humana, y ofreciéndonos su solución. ¿Puede haber favor más grande? Porque no se trata de esas soluciones de la pura razón, o de la ciencia positiva, que cada época y cada autor han ido proponiendo, o imponiendo orgullosamente, como definitivas conquistas de la filosofía… hasta que llegaba otro que las destruyese y las negase para proclamar las suyas, tan relativas o deleznables como aquellas. “Las verdades de este lado de los Pirineos son errores del otro lado” decía Pascal. No, el laboratorio del moralista que aquí nos alecciona, está iluminado por un foco nuevo. Los pensadores de hoy lo llamarían intuición. Para los felices creyentes (Lc. 1, 45) hay un nombre más claro, un nombre divino: “El Espíritu Santo, que habló por los Profetas”. La intuición, que ahora se propone como una fuga ante el fracaso del racionalismo ¿qué es, qué puede ser?, sino un modo disimulado de admitir que Dios abre en nosotros, por encima de nosotros y sin necesidad de nosotros, así como no nos necesitó para crearnos.

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¿O acaso esta intuición –reconocida superior al raciocinio porque éste muchas veces es falaz y deformado por las pasiones- no sería sino un instinto puramente humano y biológico? En tal caso, habremos de reconocer a los animales como los modelos del hombre en sabiduría… (y a fe que bien podrían ser nuestros maestros en cuanto se refiere a la ordenación de sus apetitos, que en el hombre están en rebeldía). Si nuestro ideal en cuanto a espíritu se contenta con tal instinto de intuición es que los “postcristianos” de hoy están muy por debajo de la intuición del pagano Sócrates que al menos reconocía en su interior el soplo de un “demonio”, en griego: espíritu, como agente de sus inspiraciones. En vano David nos lo advertía hace tres mil años, hablando por su boca el mismo Dios: “Yo te daré la inteligencia. Yo te enseñaré el camino que debes seguir… no queráis haceros semejantes al caballo y al mulo, los cuales no tienen entendimiento” (S. 31, 8). En vano, decíamos, porque los hombres no aceptaron ese magisterio de nuestro Creador, y prefirieron el de las bestias, como lo expresa también otro Salmo de los hijos de Coré, diciendo: “El hombre, constituido en honor, no lo entendió. Se ha igualado a los insensatos jumentos y se ha hecho como uno de ellos” (S. 48, 13 . 21). Estas reflexiones pueden servirnos como claroscuro para apreciar mejor, frente a nuestra triste indigencia propia, el tesoro de la verdad, de enseñanzas, de soluciones infalibles, que la bondad de Nuestro Padre Dios pone en nuestras manos con este Libro, tan poco leído y meditado en los últimos tiempos. Agreguemos que esta sabiduría práctica del Eclesiástico, no es como un tónico o néctar de excepción, reservado sólo para los que aspiran a lo exquisito. Es un alimento cotidiano, al que hemos de recurrir sistemáticamente los que vivimos “en este siglo malo” (Gal. 1, 4), lo que creemos que San Juan no miente al decir que “el mundo todo esta poseído del maligno” (I Jn. 5, 19). Jesús confirma esto en forma tremendamente absoluta diciendo que a ese Espíritu Santo, que “enseña toda verdad” (Jn. 14, 17), “el mundo no lo puede recibir porque no lo ve, ni lo conoce”.

“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)

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