La Salamandra Pedro Antonio Valdez
Título original: La Salamandra © 2010, Pedro Antonio Valdez © De esta edición: 2012, Santillana
Juan Sánchez Ramírez No. 9, Ens. Gascue Santo Domingo, República Dominicana Teléfono 809-682-1382 Fax 809-689-1022 www.prisaediciones.com/do
ISBN: 978-9945-429-50-3 Registro legal: 58-347 Impreso en República Dominicana
Ilustración de cubierta: Nathalie Ramírez
Primera edición: noviembre 2012
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Ley 65-00).
A Carmen: luminosa, bellísima, en el cielo.
“If the doors of perception were cleansed every thing would appear to man as it is, infinite.” William Blake
Gente del tren, dos jóvenes se miran, el recital, un poema que fue a parar a la basura
La noche de verano llenaba la ciudad. Una luna ideal para caminos perdidos y fantasmas se agazapaba entre las escasas nubes, manchaba los edificios enladrillados y se desvanecía de la ventanilla del tren para reaparecer más adelante en la arboleda de Central Park o sobre los techos negros de Jerome Avenue. El vagón, como una lata enorme de gentes en conserva, se desplazaba lentamente entre chirridos, sacando relumbrones y chispas al rayar los rieles. El aire acondicionado se agotaba entre tantos pulmones y en su lugar quedaba una masa de óxido que volvía el ambiente más pesado. Aunque apachurrados, cada pasajero se esforzaba en permanecer lo más alejado posible del otro con un gesto que oscilaba discretamente entre la repulsión y la dignidad. Nadie miraba a nadie, o al menos disimulaba no hacerlo, y era curioso notar cómo cada quien se las ingeniaba para encontrar un punto vacío donde fijar los ojos, en medio de aquel lugar donde no sobraba espacio ni para una bocanada de aire. En un extremo del vagón advertí de reojo a un par de jóvenes que carecían de talento para fingir que se ignoraban. Ella estaba sentada con las manos anudadas al bolso. Su rostro, de ser visto con detenimiento, quizás ameritara
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describirse como hermoso, aunque había un detalle discordante en su nariz, o en sus orejas, o en la línea del mentón, que comprometía su apariencia y le daba un atractivo cinematográfico. Sus ojos grises, de expresión inquietante, se detenían un instante en los del muchacho y enseguida se desviaban nerviosos. El muchacho viajaba de pie frente a ella. Su dorso semidesnudo servía de lienzo para un tétrico tatuaje que me permitía evocar no sé qué dibujo de William Blake. Por su cuello resbalaba con inútil acechanza una serpiente domesticada. La camiseta deportiva, el pantalón bajo las caderas y la forma en que repetía un moderno corte de pelo, lo hacían parecer uno más. Pero había en sus pupilas un dulce tono de tristeza que lo libraba de pasar inadvertido. No exageraría quien dijera que miraba a la muchacha con la angustia de un náufrago cansado de espejismos que ve a lo lejos acercarse al barco real. La acercaba con un close-up de la vista para olfatearle el pelo, rozarle con su nariz el contorno del rostro, hasta que se topaba con sus pupilas nerviosas; entonces fingía no haberla observado y dirigía sus ojos melancólicos hacia la piel resbalosa del reptil. Sentí envidia de aquel juego, así como enojo por la forma en que los jóvenes se negaban a practicarlo con todas las consecuencias. Si yo hubiera sido el muchacho, mantendría firme la mirada. Arquearía los labios en una leve sonrisa. Le preguntaría por el tiempo, la distancia de una estación, la hora, cualquier cosa, me besaría la palma de la mano y la cerraría contra el pecho, le escribiría una tarjetita con mi número telefónico y le diría que voy a decirle que la amo para después no arrepentirme de haber callado durante el resto de mi vida. Pero la dicha era para ellos y la derrochaban en un juego de miradas
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escurridizas. Desde mi asiento me di cuenta de que bastaba la simple palabra de un muchacho, el gesto elemental de una muchacha, para que dos desconocidos empezaran una inolvidable historia de amor. El chillido de los frenos indicaba que el tren llegaba a la próxima estación. La muchacha se puso repentinamente de pie. Avanzó hasta la puerta. Al muchacho, cuyos ojos ahora flotaban en el inmenso espacio del asiento vacío, le quedaba la oportunidad de tomarla por el brazo y bajar tras ella. La muchacha salió al andén seguida por la apurada muchedumbre. La puerta se cerró. Y el muchacho quedó inmóvil dentro del vagón, mirando con nostalgia a la estúpida serpiente. El vagón lucía ahora desolado. Un puñado de pasajeros soñolientos, que iban o venían del trabajo, trataban de acomodarse en los asientos de metal. De vez en cuando alguno bostezaba, hojeaba un periódico manoseado desde las horas de la mañana y soltaba el pensamiento hacia un lugar que, por la expresión nostálgica del rostro, parecía perdido. En un asiento del fondo venían dos monjas afroamericanas, o afroamericanas disfrazadas, mustias como todas las monjas aunque traían uñas postizas y prendas de plata. Alcancé a oír el golpe de la puerta cuando el muchacho de la serpiente cambiaba de carro. Consulté el reloj. Entrada la noche los rieles se estiran, por lo que el trayecto se alarga y nuestra estación va a parar más allá de lo habitual. Para matar el tiempo desdoblé el poema que había leído en la librería. Un simple escrutinio me confirmó que si la historia de la poesía estuviera escrita con textos como ese, sería la cosa más insignificante del mundo. Dejé vagar la mirada hacia los grafiti pintarrajeados en la carrocería. Incomprensibles, repetidos, escritos con pre-
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mura por temor a la policía, esos garabatos tenían más fuerza poética que mis versos. Al menos poseían la pasión de la adrenalina. Cabeceé. Parece que dormí durante algunos segundos, pues conservaba celajes de un sueño, algo así como un reptil que se deslizaba sobre el papel y luego me observaba inmóvil. Bostecé. Se oyó en el altoparlante la voz del maquinista, indescifrable, escapando desgarrada del mecanismo. El tren se detuvo en medio de la obscuridad, bajo la tierra, y me lo figuré atorado en la boca de una enorme serpiente. Aquella noche venía de Manhattan. Había participado en un recital de la librería Calíope, que entonces era una especie de pasillo atiborrado de libros en Dyckman Street y no ese impresionante mall de tres pisos que ahora ocupa en Downtown. Éramos siete poetas sofocados por el gentío. Asistí por compromiso con el propietario y también para probarme definitivamente a mí mismo que mi vena poética se había secado. No tardé en alcanzar este segundo propósito, pues tan pronto empecé a leer, me asaltó un profundo desaliento que se pudo percibir en la falta de emoción de mi voz. En efecto, al terminar se oyeron tibios aplausos, sin duda de espectadores condescendientes y de otros que durante mi lectura estuvieron dedicados a otros asuntos. Enseguida el maestro de ceremonias anunció una pausa, que ávidamente fue llenada por ruedas de salchichón y copas de vino. Un señor bajito, habituado a aquella tertulia, se detuvo a mi lado. “Un texto interesante”, dijo cortés, y pegó la espalda a la pared para perseguir una bandeja. Terminada la pausa, los poetas y yo fuimos reagrupados frente al mostrador. El maestro de ceremonias, entrampado en su propio flux y con el bigote chorreado de sudor, abrió un turno para las preguntas del público.
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Una señora, vestida demasiado juvenil para la edad y exhibiendo una afectación que desencajaba con la edad que quería aparentar, mencionó un libro de Borges, evocó una supuesta amistad con Pedro Mir, glosó una cita de Virginia Woolf que no venía mucho al caso y, luego de una meticulosa disquisición, dijo al fin: “Mi gran pregunta, para todos, es, caballero: ¿el poeta nace o se hace?”. De inmediato me aparté del grupo, alcancé la puerta y caminé directo a la estación sin volver la vista atrás. La voz del maquinista volvió a desgarrarse por la bocina y el tren reinició la marcha con lentitud hasta detenerse en la siguiente estación. Una repentina alergia me puso a merced de los estornudos. Cuando me tapaba la nariz, desde el asiento contiguo una mano frágil me pasó un pañuelo dorado. El gesto no dejó de admirarme, pero, apurado por los estornudos, sólo atiné a tomarlo y llevarlo con urgencia a las fosas nasales. Luego me volteé con el rostro apenado, pero el otro asiento estaba vacío. Como la puerta acababa de cerrarse no pude devolverlo a su dueña. Deduje que se trataba de una mujer, debido a la delicadeza del gesto y a los finos rasgos de la mano que me había alcanzado el pañuelo. Le di un último vistazo al poema. Vino a mi mente aquella heroína de El doctor Zhivago, que no se animaba a escribir novelas por respeto a las hermosas novelas que había leído. En ese instante me sentí extremadamente solo, y rabioso porque tenía enormes deseos de llorar. Estrujé el poema con la idea de que ocupara el menor espacio en el zafacón. En aquel momento no podía saber que ese conjunto de líneas insignificantes ya me habían colocado a la puerta de la historia más extraña de mi vida.