La originalidad de la copia. Por qué robar a otros ya no está mal ...

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SÁBADO | 7

| Sábado 28 de diciembre de 2013

Marcelo góMez

eXPerieNcias Sebastián A.Ríos

Una noche de sobriedad y corridas, tras la barra de un exclusivo bar de tragos Un cronista desciende al subsuelo de Florería Atlántico para transformarse en ayudante del bartender y colaborar con las tareas de la coctelería de más alto nivel

L

as primeras dos personas que se han sentado a la barra conversan en inglés. Mientras uno se desajusta el nudo de la corbata, el otro pide en un prolijo castellano que le recomienden un buen trago. Son las 19.15 y la puerta que lleva al subsuelo de Florería Atlántico no dejará de abrirse y cerrarse durante las próximas horas. Es miércoles, afuera la ciudad se derrite, pero aquí abajo, en el bar –el mejor de América latina según la edición 2013 del concurso The World’s 50 Best Bars, organizado por la revista Drinks International–, la música es tranquila; la luz,

suave, y la temperatura, reparadora. Más tarde escucharé a alguien decir aliviado: “Esto es una burbuja”. Detrás de la barra, aunque los amables rostros no lo develen, el ritmo es arrollador. Por el estrecho pasillo que separa a la pared poblada de botellas, vasos y copas de la barra propiamente dicha, y de todas las heladeras e implementos de coctelería que ésta esconde, hay un tránsito incesante y veloz, pero preciso. Al timón de este barco está el ya célebre bartender Renato “Tato” Giovannoni, secundado por su amigo y colega Esteban Iglesias (bartender de Fernet). También están el músi-

co Fernando Samalea, en carácter de aprendiz, y Alejandro Barreto, bartender y runner de la barra, que además de preparar tragos asegura que no falte nada y que todo esté en su lugar. También está la gente de cocina que va y viene con platos, una sommelier y un cajero. Y finalmente estoy yo, en carácter de observador, pero también listo para hacer lo que haga falta. Menos los tragos, claro: soy mejor bebiéndolos que haciéndolos. Las horas previas a la apertura del bar han estado signadas por rutinas como cortar frutas, exprimir jugos o lavar hierbas aromáticas. Mientras

“Tato” recorre el exterior de la barra colocando cada uno de los asientos orientados a 45° de ésta, Romina Alba Raffo, la sommelier, pasa lista ante el personal del salón de los vinos que esta noche han entrado o salido de la carta. Alejandro pertrecha las heladeras de bebidas en un orden preestablecido y yo trato de almacenar la disposición espacial de todo en alguna parte de mi cerebro: dónde están los espumantes, dónde las cervezas y dónde las gaseosas. Cuando Alejandro me pregunta qué hora es, descubro que estamos a punto de abrir. Parecerán segundos los minutos que transcurren entre

eso y los primeros pares de piernas que veremos descender por las escaleras. Y no llega a pasar media hora desde que se ocupan los primeros asientos de la barra hasta que ya no hay sillas libres. Ahora sí; empieza la noche. De un momento a otro, paso de alternar el tomar notas en mi libreta con esporádicas tareas (acercar un vaso, llenar una jarra con agua, traer frutas de la despensa), a sumarme al mecanismo de relojería humana. Primero tímidamente –me reconozco como una de las personas más torpes que he conocido en mi vida–, pero con el paso de las horas iré perdiendo el miedo ¡y me animaré a llevar hasta tres vasos servidos en una mano y las servilletas donde posarlos en la otra! Pero todavía falta para eso. Por ahora, me limito a movimientos menos ambiciosos, tratando de dar una mano y, sobre todo, de no romper nada ni complicar el tránsito (rápido entendí que cuando escucho “voy” cerca de mis espaldas alguien pasa, la mayoría de las veces con copas, platos o botellas). Cerca de las 21, llega un momento de calma: la barra, colmada, disfruta de los cócteles y de los platos. Es una impasse. A mi lado, Fernando Samalea, bartender por hobby aún en proceso de aprendizaje, me habla del placer que le genera esa tarea. “Es maravilloso ponerte por un rato de lado del servicio, tener que estar atento a las necesidades del otro –dice–. Es un ejercicio que permite luego comprender todo lo que pasa cuando es uno el que está del otro lado. Además, es un muy grande el trabajo mental que implica memorizar tragos, sus ingredientes y pasos de elaboración.” Coincido. Por momentos, la barra me parece una suerte de cámara Gesell desde cuya trastienda es posible registrar costumbres, hábitos y modas. Juego con la idea de comparar fotos sacadas desde el lugar desde donde estoy parado hoy, el año próximo y dentro de una década. Contrastar diferencias y similitudes. Alejandro me saca de ese ensueño: me pone dos frapperas en las manos y me manda a la despensa del bar a buscar limones... A las 22 llega una nueva ola. Las sillas cambian de ocupantes y de este lado el ritmo vuelve a acelerarse. De un momento a otro, sumo a mi tarea de asistir a los bartenders y al runner de la barra, la de recibir a sus nuevos visitantes. El sencillo protocolo no aparenta ser muy complicado: acercar la carta de platos y la

carta de tragos, y dos servilletas por persona; en una se posa un vaso (de los azules, bajitos) con dos cubos de hielo que se toman con una pinza de la hielera, y se sirve agua fresca. Con el mayor de mis esmeros comienzo a verter el agua en el vaso del primer cliente que me toca atender, para notar que del vaso son expelidas algunas gotitas que peligrosamente se acercan a su celular. Me elevo en puntas de pie para ver qué pasa (la barra tiene su altura) y descubro que el agua cae justo en la cara superior de uno de los cubitos, ¡y rebota! Corrijo la trayectoria, seco la mesa y pido disculpas. El cliente pone cara de “todo bien”. La noche sigue su curso, las copas y los platos van y vienen, hasta que llega el momento en que la cocina cierra, no así la barra. Los clientes que llegan después de las 24 son más exigentes: han venido a un bar de fama internacional y quieren corroborarlo. Alguno pregunta con qué whisky prepararán determinado trago o, incluso, en qué vaso sirven allí el julep de menta... Otros vienen con ansias de descubrimiento, no abren la carta y se entregan a la sabiduría del bartender. Más de uno comenta por lo bajo, con admiración: “Ese que está allá es «Tato» Giovannoni”. Alejandro me llama. Me pregunto qué me toca, si estaré a la altura de la tarea. Me acerco a la mitad del pasillo detrás de la barra, allí donde “Tato”, Esteban, Fernando y Alejandro están reunidos, cada uno con un pocillo de café en la mano, en una pausa ritual. Me dan uno y brindamos, luego retomamos los puestos. Cuando Esteban pasa a mi lado, le pregunto: “Era un Negroni, ¿no?”. “Sí, señor”, responde, y yo me siento como si me hubiera sacado un 10 en el más duro de los exámenes. Ha sido una noche “tranquila”, me aseguran. Pasada la una de la mañana la barra comienza a cerrar de a poco, por partes, mientras que las mesas y la barra se despueblan lenta, casi imperceptiblemente. Lo que sigue ahora es la rutina inversa a la mise en place, en la que me tocarán tareas como devolver las frutas y verduras no utilizadas a la despensa, despejar las mesadas que se encuentran detrás de la barra y limpiar con alcohol las botellas. No las conté, pero debo de haber limpiado 40 de un tirón. En algún momento después de las dos de la madrugada me despido y salgo a la superficie. Buenos Aires sigue ahí, pero ahora sopla un viento más amable que el de la tarde.ß

creatividad Sonia Jalfin

La originalidad de la copia. Por qué robar a otros ya no está mal visto La revolución digital y la tendencia a celebrar la mezcla, el collage y el mashup legitiman la apropiación como acto creativo

¿E

stá buscando una idea original? No pierda tiempo. Cópiela. Declárese un “cleptómano creativo” como el estadounidense Austin Kleon, autor de Robar como un artista, el manifiesto sobre creatividad que ingresó el año pasado en la lista de los libros más vendidos de The New York Times. La copia le está ganando terreno al original. La revolución digital –que pone buena parte del conocimiento humano a nuestro alcance– y la tendencia a celebrar la mezcla, el collage y el mashup lograron que la copia dejara de ser el oprobio del artista y se volviera un motor de creatividad, aceptado y respetado. Desde su oficina hogareña en Texas, en compañía de Milo, el perro que protagoniza el trailer de su libro, Kleon sostiene que la vida se divide entre lo que vale la pena robar y lo que no. “Todos somos ladrones: el artista mira algo y piensa: «¿Vale la pena robarlo?». En todo caso –reconoce–, hay buenos y malos ladrones. Los buenos ladrones honran, los malos degradan. Un buen ladrón toma el material original y lo transforma en algo nuevo o diferente.” Para el escritor Leonardo Oyola, siempre alguien hizo antes lo que estamos por hacer: “Es verdad que todo está inventado, pero ¿por qué vas a dejar de aportar lo tuyo?”. Oyola dio este año una charla en TEDx Río de la Plata, donde celebró el valor de los covers, esas nuevas versiones de canciones que inventaron otros. “Es un error quedarse esperando a que se te ocurra una idea por la que vas a ser recordado –sostiene–; hay que

empezar por tomar obras que te gustan, que querés y respetás, y en ese camino aparecerá tu contribución única… o no. Tu aporte puede ser solamente difundir y compartir.” La valoración de la copia es tal que hoy se protegen los derechos de quien la ejerce. Pat Aufderheide dirige el centro de investigación sobre medios de la American University, en Washington DC, y es una militante del derecho a la copia, resguardado en Estados Unidos por la doctrina del “uso justo”, que considera válido tomar material de otros sin pagar derechos siempre y cuando se cite al autor y no se persigan fines comerciales. Las razones para usar material ajeno son variadas y van de la sátira a la crítica, del uso ilustrativo al periodístico. “Todas las expresiones culturales se construyen a partir de otros trabajos y, en cierto sentido, esas referencias son las que nos permiten ubicar una obra en nuestro propio universo y darle sentido,” dice Pat. En otras palabras, la copia colabora no sólo con la creatividad del autor, sino también con la comprensión del espectador. Nadie parece oponerse al pastiche o la intertextualidad, pero algunos casos despiertan polémica, como la obra de Richard Prince. Este artista estadounidense, dedicado a la apropiación de fotografías, logró que su trabajo Untitled (Cowboy) –una foto de la foto tomada originalmente por un colega para una publicidad de cigarrillos– fuera la primera en su tipo por la que se pagó más de un millón de dólares en una subasta en Christie’s, en 2005. La obra de Prince fue celebrada en 2007 con una retros-

En la última TEDx Río de la Plata, el escritor Leonardo Oyola reivindicó el valor de la copia en la creación literaria pectiva en el Museo Guggenheim de Nueva York a la que fueron a quejarse varios de los fotógrafos cuyo trabajo Prince reproduce sin mencionarlos. ¿Qué puede copiarse y qué no? Para Oyola, “es fácil decir que te inspiraste en el cine de John Cassavetes o en la música de Luis Alberto Spinetta, pero es más lindo guiñarle un ojo al lector y reconocer que te hizo feliz la película Melody o una canción de Vilma Palma, aunque no esté tan bien visto”. Así como ingresó al mundo del arte, la copia avanzó sin prejuicios también en los negocios, donde se llama copycat a las empresas que toman un modelo ya implementado por otros. Santiago Bilinkis, experto emprendedor, reconoce que Officenet, la empresa que fundó en plena burbuja de Internet y vendió luego a Staples, era una copia de… Staples. “Mercado Libre es un copycat de eBay, Avenida.com –un emprendimiento que acabamos de lanzar– es un copycat de Amazon. Copiar no es malo en sí mismo, pero lo es si se copia un modelo inadecuado. Tiene sentido cuando las barreras regionales son fuertes y el negocio requiere mucha infraestructura local. Para

que sea un éxito, la copia debe ser trabajosa. Si es fácil de copiar para vos, lo van a copiar otros también. No sirve copiar parripollos,” opina. Finalmente, como dice una famosa frase de Mary Kay Ash, fundadora del emporio de cosméticos Mary Kay: “Una docena de buenas ideas vale un centavo; su implementación vale millones”. El interés por la copia tampoco es original. Según Pat Aufderheide, “puede rastrearse hasta 1935, cuando Walter Benjamin escribió su brillante artículo «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», y él no fue el primero en plantearlo”.

En Estados Unidos, el derecho a la copia está resguardado por la doctrina del uso justo Se llama copycat a las empresas que toman un modelo ya implementado

En la década pasada, un colosal trabajo del historiador Hillel Schwartz titulado “La cultura de la copia” reunió miles de ejemplos que prueban nuestra incómoda fascinación por los dobles, parecidos, réplicas y facsímiles. Su conclusión es que el original “es un gemelo que se esfuma”. La era digital exacerba estas tensiones. Por cada video que se viraliza en YouTube se publican decenas de parodias o reinterpretaciones. La Web es, en cierto modo, una enorme plataforma para la copia. Ante esa evidencia, Bilinkis propuso recientemente que las escuelas deberían no sólo permitir, sino promover la copia: “Habría que evaluar a los alumnos con tres reglas simples: que usen material de al menos tres fuentes, que cada cita sea acompañada del crédito correspondiente, y que el material propio y de otros se organice en una exposición bien estructurada y coherente. Cualquier estudiante que pueda hacer eso está mejor preparado para vivir en este mundo que alguien que puede repetir de memoria todos los ríos de Europa”. Kleon sostiene que la mejor manera de empezar un trabajo creati-

FabiÁn Marelli

vo es leer el trabajo de otros: “Según una teoría económica, tu salario es el promedio del salario de tus amigos. Lo mismo se aplica a las ideas. Uno es el resultado del mundo que conoce y frecuenta. La forma de ser creativo es exponerse a la mayor cantidad de ideas y no tener miedo de robar todas las que puedas”. Para Oyola, “el cover es el paso necesario para llegar a nuestros universos propios”. Desde su perspectiva, tomamos ideas de otros para darles una forma personal o, como prefiere decir, tunearlas. Existe incluso, en círculos intelectuales, lo que podría llamarse una instigación al robo: “Cuando cuento que estoy escribiendo una novela sobre la cárcel, mis colegas me dicen que tengo que leer a Edward Bunker, un autor policial que fue ladrón y pasó varios años en prisión. Siempre hay lecturas para incorporar”, confirma Oyola. En última instancia, estos tiempos parecen darle la razón al escritor T. S. Eliot, que en 1920 publicó: “Los poetas inmaduros imitan; los maduros copian”. Una forma consistente de terminar esta nota: la frase está tomada del libro de Austin Kleon.ß [email protected]