LA NOCHE DEL 9 DE FEBRERO Víctor Muñoz
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Bernardo Santos intentó acomodarse para lo que supuso era el último sueño de la madrugada, pero sintió un fuerte ardor en los ojos. Resignado, intuyó que durante la interminable noche el borde de la sábana le había causado roces provocándole inflamación. Hubiera querido levantarse aprisa, dirigirse al baño, mirarse la cara ante el espejo y descubrir que tenía la visión borrosa; abrir la llave del grifo, hacer un cuenco con las manos para enjuagarse, sentir la intensidad del ardor y la molestia y no desesperarse porque ya conocía el procedimiento. En algún momento se vio apoyado en el mueble del lavamanos descubriendo —casi adivinando— que efectivamente tenía los ojos enrojecidos, como si les hubiera caído cal viva, pero ya ninguna cosa le era posible hacer. Recordó con cierta melancolía los amaneceres en el hospital padeciendo el mismo problema. Y también recordó los amaneceres en los que la primera cosa que hacía, al nada más abrir los ojos, era echarse a llorar hasta que le iba saliendo poquito a poco la tristeza. Como si se tratara de ir aprendiendo cómo era eso de la resignación; cómo era eso de aguantar la angustia sin proferir siquiera una queja. Se calmó y de nuevo estuvo consciente de su derrota. 9
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Hacía ya casi dos años que su hijo había desaparecido. —Fue el 9 de febrero —se dijo. Entonces le vinieron las ganas de echarse a llorar. Trató de distinguir alguna luz, alguna claridad, pero no pudo y solo se quedó pensando. Recordó su angustia de los primeros días. Su rotunda negativa a aceptar una realidad que se fue afirmando con el paso del tiempo. Sus visitas diarias al Hospital General, a la morgue y a la Policía. El principio y la finalización de extrañas y fugaces amistades; pero más que amistades, breves relaciones llenas de solidaridad con personas que andaban en sus mismos pasos. La flacura y el desmejoramiento de esas personas que antes jamás significaron nada para él. Luego su propia flacura y su propia desmejora. Como si se tratara de una competencia de sufrimiento. Recordó también la visita de los familiares y de los amigos que, como si se hubieran puesto de acuerdo, le recomendaban que no debía perder la esperanza, que Dios era misericordioso y siempre estaba pendiente de las necesidades de todo el mundo. Y hasta se había sentido asombrado ante su regreso a la búsqueda de una fe que hacía ya muchos años había dejado perdida en alguna parte. Porque cuando las cosas salen bien nadie necesita tener fe en nada, pero cuando la vida golpea fuerte es cuando hay que sacarla desde el fondo, desde donde ha quedado guardada, tal vez desde los primeros rezos, la primera comunión, la obligatoria y aburrida misa dominical y esas cosas que no motivan a nadie, pero que se deben cumplir. Entonces había comenzado el inútil ejercicio de hacerse preguntas para las que no había respuesta. Tenía la costumbre, cuando se hallaba ante algún problema, de 10
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preguntarle a su padre, muerto hacía ya muchos años, qué habría hecho él si se hubiera encontrado en una situación similar. Y en los últimos tiempos la pregunta se le había venido con mayor insistencia. —Papá, ¿usted qué habría hecho si yo me le hubiera desaparecido así como se me desapareció a mí Ernesto? Primero habría pensado en que al nada más verme de regreso me iba a castigar y hasta me habría estado esperando cerca de la puerta para sacarse el enojo; pero después, al ver que pasaba la noche y llegaba el día y yo no aparecía, su enojo habría ido transformándose en breve e intrigante susto, para luego ir convirtiéndose, poco a poco, en angustia insufrible, en dolor inexplicable, en desesperación al tener que enfrentar las situaciones que se dejan venir sin ser buscadas. Habría pensando también en el comportamiento tan extraño de las cosas de la vida. Que uno puede estar contento, muerto de la risa celebrando una buena broma, despreocupado, esperando el futuro tan hermoso, tan lleno de promesas, pero solo un momento más tarde todo está en el suelo. Quiso moverse para alcanzar el frasquito de colirio que estaba sobre la mesita de noche, pero no pudo. Intentó parpadear pero tampoco pudo hacerlo. Solo se conformó con imaginar las mordidas que sentía cuando se aplicaba el colirio, y que tales mordidas daban paso a una frescura deliciosa. Fue hasta entonces que tuvo conciencia de que solo estaba recordando de cuando tuvo que permanecer durante tres meses en la habitación de un hospital. De las madrugadas, cuando se despertaba y se daba cuenta de que eran las cuatro y media de la mañana y que ya no tardaría mucho para que el ruido anunciara la llegada del nuevo día con la enfermera tomándole la 11
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presión y la temperatura y llevándole el desayuno; y él con la urgencia de preguntarle si había visto por ahí a un muchacho de diecinueve años llamado Ernesto; que era más o menos así y asá; que estudiaba el primer año de leyes en la Universidad Nacional; que le gustaba asistir a los partidos de basquetbol a la Universidad Popular, y que precisamente para allá se había ido la noche que ya no regresó. Que nadie de sus compañeros con quienes se reunía para tales eventos lo había visto esa noche, lo que quería decir que ni siquiera había asistido a ver el juego y que por lo tanto había desaparecido antes de llegar. Y es que hubo un tiempo en que le hacía la pregunta a cualquier persona con quien empezaba alguna plática. ƒLa ley de las probabilidades funciona, tiene que funcionar≈, se repetía tercamente. Pero no. Como si nadie más que él hubiera conocido a su hijo. O como si todo el mundo hubiera tenido la consigna de negarlo debido a algún miedo o a alguna amenaza no revelada. Recordó de nuevo los días en el hospital. Recordó a la enfermera puntual, limpia, correcta, haciendo movimientos rápidos y en perfecta coordinación; es decir, haciendo su trabajo. Y tal como debía ser, preguntándole, pero sin ponerle mucha atención, qué tal estaba. —Bien. Con la mansedumbre propia de los pacientes resignados a su reclusión a que le colocara el termómetro dentro de la boca, a que lo sacara, lo mirara a trasluz, le tomara la presión e hiciera sus anotaciones para luego verla irse a las camas vecinas a repetir la operación con los otros pacientes. Y más que verla, la había sentido desaparecer, dejándolo de nuevo solo. 12
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Para mantener ocupada la mente, trataba de descifrar los ruidos, los gritos llenos de ecos de los hospitales, los pasos silenciosos y las voces apagadas, como si el silencio fuera algún tipo de medicina. La prohibición mayor para él consistía en leer cualquier cosa, por lo que se veía obligado a pensar, solo a pensar. Y no tenía nada más en qué pensar sino en que su hijo no aparecía desde hacía casi dos años. Que se trataba de un muchacho tranquilo. Que ese era apenas su primer año en la universidad. Que era cierto, mucha gente había desaparecido y mucha más estaba desapareciendo, pero de esas cosas casi nadie se enteraba, por lo que casi nadie les concedía alguna importancia sino hasta que le ocurría a uno mismo. —La gente no entiende los problemas de los demás —se repetía con cierto reproche. Porque la gente no entiende que cuando a uno le dicen: «ƒmire, no se preocupe que todo se va a arreglar≈, uno ya no cree en nada porque nada se arregla. La gente no entiende que cuando a uno le dicen: «ƒmire, no se preocupe porque se va a enfermar≈, uno ya está enfermo. La gente no entiende que lo que uno necesita es que lo ayuden, que lo acompañen a salir a la calle para preguntarle a todo el mundo si han visto a su hijo. Que organicen grupos de diez, de cien, de mil gentes para preguntarles a todos si lo han visto en alguna parte. —Perder un hijo de esa forma es una cosa que no tiene sentido —le dijo cierto día a su vecino, que algunas veces llegaba a platicar con él. Y el vecino había tratado de hacerle ver que indudablemente lo que les estaba ocurriendo era una verdadera tragedia, pero que también tenía que velar por sus dos hijas. 13
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Hizo un franco intento por levantarse y hasta entonces recordó que se hallaba dentro de un ataúd. De nuevo vio venir el jeep lleno de hombres armados que últimamente se había mantenido rondando insistentemente por los alrededores de su casa. Lo halló familiar de tan común que era verlos por todos lados, por lo que no le prestó atención y siguió caminando, pensando en algunos recuerdos amables. Se tocó el cartapacio que lo acompañaba a todas partes, y en el que llevaba la última fotografía que su hijo se había tomado, una copia de su partida de nacimiento y algunos otros documentos. Lo hizo para estar seguro de que lo llevaba consigo. Con las manos metidas dentro de las bolsas del pantalón, porque ya había comenzado el frío de fin de año, apuró el paso. Es que se estaba haciendo tarde. De pronto escuchó la voz de alguien que le dijo casi suavemente: ƒhey, usté≈, y se volteó para ver de qué se trataba el asunto. Entonces vio y sintió al mismo tiempo las lucecitas y los golpes de los disparos. Y sin querer aceptarlo, porque no podía ser, fue cayendo despacio, más por el susto que por los balazos. Y tuvo que pasar un momento igual al de un parpadeo para que tomara conciencia de las cosas. Quiso levantarse, pero se lo impidió un abandono casi agradable y hasta lleno de cierta ternura que lo liberaba de todo. Lo último que habría de ver en la vida sería la figura de un hombre gordo, moreno, de traje completo y lentes oscuros. Lo vería guardar una pistola, escupir y caminar sin mayor prisa hacia el jeep.
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