La falsificación de la nueva política

la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley que ordena “in- corporar el pañuelo blanco de las. Madres de Plaza de Mayo al acervo de los emblemas ...
2MB Größe 4 Downloads 63 vistas
OPINIÓN | 27

| Miércoles 9 de julio de 2014

marketing electoral. Hay candidatos que aprovechan el hartazgo social para presentarse como la renovación por un

mero dato generacional y bajo la guía exclusiva de las encuestas, cuando el verdadero cambio pasa por otros valores

La falsificación de la nueva política Daniel Gustavo Montamat —PARA LA NACIoN—

E

l hartazgo social con la realidad de cada día y la inveterada inclinación de la dirigencia al reduccionismo han transformado en un lugar común la promoción de candidatos en nombre de la “nueva política”. otra vez, en lógica binaria y moralina maniquea, si lo viejo es falso y malo, si fracasó y no sirve, lo nuevo, por contraste, debe ser verdadero y bueno, y, además, garantizar el éxito. La Argentina necesita renovar la política, pero no para reciclar falsas dicotomías, sino para articular un conjunto de acuerdos básicos que expresen un proyecto de futuro en común. Cuenta Plutarco en Vidas paralelas que el padre de Temístocles, para apartar a su hijo de los asuntos públicos, le mostró las galeras maltratadas y abandonadas a la orilla del mar, a fin de que entendiera que del mismo modo se porta el pueblo con los hombres públicos cuando ya no son de provecho. El personaje ateniense subestimó la lección y se dedicó a los negocios públicos en busca de gloria. Conoció el poder como héroe de los atenienses combatiendo contra los persas. Pero en el ocaso de su carrera en Atenas, condenado al destierro, quiso prolongar su influencia y saciar su sed de venganza y poder pasando a servir a sus antiguos enemigos. Terminó quitándose la vida. Es cierto que la política necesita nuevos liderazgos y que muchas estructuras partidarias fosilizadas impiden la renovación de los cuadros y el ascenso de otras figuras. También es cierto que muchas personalidades desgastadas no se resignan a su ocaso, y que en lugar de dar un paso al costado a tiempo, como Temístocles, prefieren la vigencia sacrificando trayectoria y principios. Pero deducir que la nueva política se reduce a una cuestión generacional es una simplificación sofística que arrastra prejuicios de exclusión y desencuentro. Hay políticos “viejos” exponentes de prácticas y corruptelas que deben ser erradicadas, y hay políticos “jóvenes” que expresan lo peor de la vieja política. Hay políticos “viejos” con ideas nuevas o renovadas, y políticos “jóvenes” que defienden ideas perimidas. Pero también hay políticos viejos y jóvenes con trayectorias avaladas por la coherencia, la decencia y la acción responsable. Esa confluencia generacional en la que se valora la experiencia, y a la vez se reconoce la fuerza de la renovación, tiene que ser catalizadora de los encuentros que demanda la nueva política.

con resultados concretos en la calidad de vida de los argentinos. La nueva política respeta a “doña Rosa y a don José”. No los banaliza ni los transforma en electores de un nuevo relato que busca enfrentar al “pueblo” con la dirigencia. La “modernidad líquida” ha transformado las encuestas de opinión en una suerte de catecismo de la religión posmoderna. El culto a las sensaciones, por efímeras que sean, obliga al monitoreo constante de los cambios de humores. El registro de esos cambios de humores es útil para el diagnóstico y el análisis social de tendencias, pero no puede erigirse en un programa iterativo ad hoc de los que pretenden liderazgo político. Sin embargo, en nombre de la “nueva política” proliferan los que hacen seguidismo de encuestas para decirle siempre a “doña Rosa” lo que quiere oír, como hacían los falsos profetas en el Antiguo Testamento. Es cierto, la competencia por el voto lleva a disociar hasta cierto punto lo que se piensa de lo que se dice y lo que se hace. El problema viene cuando lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace abreva en los humores cambiantes de “doña Rosa y don José”. Estos ciudadanos padecen la inflación y demandan políticas públicas para combatirla, pero su opinión lega respecto a las causas y a las herramientas para eliminar la inflación no puede transformarse en un programa de gobierno por defecto. Lo mismo con la inseguridad, la lucha contra el tráfico de drogas o la lucha contra la corrupción. Mucha oferta política que alardea de estar al lado de “doña Rosa” para auscultar sus preocupaciones no tiene la menor idea de cómo resolver sus problemas. Es otra versión de la variante maniquea para enfrentar al hombre común que expresa al “pueblo”, en este caso con el dirigente, estereotipo del “antipueblo”. En realidad, muchos que especulan con ubicarse al lado de “doña Rosa” están un paso atrás. La nueva política se expresa en liderazgos que, conocedores de los problemas de los argentinos, se ubican un paso adelante en el planteo del diagnóstico y de las soluciones. A veces, diciendo lo que no se quiere escuchar, como lo hicieron en su tiempo muchos estadistas. La vieja política y la falsificación de la nueva tienen sus cimientos en la fragua de categorías excluyentes. La nueva política vuelve a los fundamentos del pluralismo y la razón crítica. Construye sobre el diálogo y los consensos porque persigue un proyecto inclusivo para la Argentina del siglo XXI. © LA NACION

Esa nueva política requiere que el país recupere su capacidad de transacción entre las urgencias del hoy y las demandas de un futuro que se nos vino encima. Jóvenes y adultos tenemos el desafío común de elaborar un proyecto de futuro relevante para nosotros y para las generaciones que vienen. Hay un compromiso intergeneracional que afecta las políticas públicas y que involucra temas tan relevantes como la seguridad social, el medio ambiente, el endeudamiento público, la calidad educativa, la tecnología y la innovación y la inserción estratégica en el orden mundial. La vieja política está enferma de cortoplacismo. La nueva política debe tener una agenda intergeneracional. Los falsificadores de la nueva política también dividen aguas entre ideología y gestión. La vieja política queda asociada al fracaso de administraciones que, bajo esta óptica, resignaron la gestión en aras de la ideología. Lo nuevo, por el contrario, queda asociado a una gestión aséptica de ideas que se ocupa de solucionar los problemas cotidianos de la gente. Pero el divorcio entre ideología y gestión, lejos de representar nuevos retos, puede reencarnar el pragmatismo amoral del viejo refrán: “Roban, pero hacen”. Toda gestión necesita un rumbo que está condicionado por ideas, metas, planes y valores que deben traducir un proyecto. Hay ideas que han fracasado y rumbos equivocados, pero también hay gestiones estériles que carecen de rumbo. En el barco de la metáfora de Séneca, podía haber marineros buenos y gestión eficaz en la nave, pero “nunca soplaban vientos favorables porque el barco no tenía rumbo”. Gestión sin rumbo, y rumbo sin gestión, reciclan la declinación y el fracaso. Son las ideas y los valores los que deben fijar el Norte de una gestión eficaz. La opción entre democracia republicana o democracia populista-delegativa confronta ideas y marca rumbos diferentes que van a condicionar la gestión de cada día. Una asume la alternancia en el gobierno, con mayorías y minorías circunstanciales; la otra busca la continuidad de un gobierno con mayorías hegemónicas. La “nueva política” como gestión desideologizada también es excluyente. Si el proyecto es la república, el desarrollo económico y el progreso social, la renovación de la política debe construir acuerdos básicos en torno a ese núcleo de ideas y valores fundamentales. A su vez, para que ese proyecto sea inclusivo, tenga continuidad en el tiempo y sume voluntades, hay que dotarlo de una gestión que exhiba resultados. La nueva política implica convergencia de las ideas que traducen un proyecto y acciones

El autor es doctor en economía y doctor en derecho

Palabras para construir el amor Osvaldo Quiroga —PARA LA NACIoN—

E

l amor engendra discursos. Y a su vez el lenguaje va construyendo el amor de manera singular. Cada historia es un mundo. Y la de Elvirita y Rufino es una historia de amor que se sostiene a través de cartas que se han enviado durante décadas. Ése es el planteo inicial de Cartas de la ausente, la excelente obra de Ariel Barchilón que se presenta en el Teatro Nacional Cervantes bajo la dirección de Mónica Viñao con dos intérpretes excepcionales: Daniel Fanego y Vando Villamil. El espectáculo dice mucho más de lo que muestra en 70 minutos de representación. La soledad, inmensa por momentos, es un tema central, como lo es también la construcción del amor a través de la escritura. Porque la tristeza de Elvirita es tan colosal

como el deseo de que algo del orden amoroso alguna vez llegue a su vida. “Esas cartas están ablandando las sombras del corazón”, dice uno de los personajes. Y quizá hayan sido necesarias muchas cartas para que los corazones de Elvirita y de Rufino puedan intentar algo diferente al desamparo. Poco importa, entonces, quién escribió las cartas y quiénes eran los verdaderos destinatarios. Lo único que cuenta es que las palabras, y únicamente ellas, han producido un encuentro. ¿Cuántas historias de amor comenzaron por cartas que vienen y van? Sobre el amor y la palabra nadie supo tanto como Shakespeare. Con palabras, Romeo conquistó a Julieta. Con palabras, Hamlet enamoró a ofelia, y con palabras, también, Ricardo III

sedujo a Lady Ana. El amor es una cuestión de palabras y de escritura. También de espera y de fantasmas que dialogan entre sí. Elvirita, interpretada por Fanego, es un hombre con alma de mujer. Vaga por el espacio escénico entre la desesperación y la esperanza. Si ella ha mentido –y es el espectador quien tendrá que descubrirlo– lo ha hecho para saber qué cosa es el deseo. El encuentro con Rufino, que acaba de salir de la cárcel de Ushuaia después de una larga condena por sus crímenes de matón de comité en las primeras décadas del siglo XX, es un encuentro cargado de tensiones. Porque al comienzo, lo que se encuentran son las cartas, no las personas. Ninguno de los dos se parece a lo que escriben. Y, sin embargo, la única posibilidad de que

algo prospere entre ellos es aferrarse a esos textos. El mundo actual es un mundo pornográfico. Todo se muestra y se habla en público. La privacidad es un bien preciado por pocos. Más que vivir el amor, a muchos les interesa contarlo. Cualquier historia de alcoba se multiplica en las pantallas y se expande como un virus. ¿Qué queda, entonces, para la mirada furtiva o la insinuación? El erotismo es aquello que se oculta y se devela al mismo tiempo. Y en ese sentido, es hermosa lección de pudor que nos ofrecen Elvirita y Rufino. Él, que desde la ventana de su celda convocaba con silbidos a las gaviotas para sentirse más acompañado, y ella, que tuvo que buscar puntos y comas, pausas y agitaciones para construir un

vínculo que sólo estaba en esas cartas, nos guían hacia un territorio donde la sutileza construye su propia gramática. Después, quizá, lleguen los cuerpos a encontrarse, pero ésa es otra historia. Nadie le da órdenes al amor. Cualquier normativa fracasa allí donde dos estén dispuestos a dar lugar a lo que la palabra ya horadó. “Con alas del amor pasé estos muros”, dice Romeo. Y no le falta razón. Porque el que ama vuela y tal como decían los griegos, el amor es invencible al combate. Mónica Viñao, en su maravillosa puesta en escena, nos señala que incluso en el medio de la desesperanza es posible hallar la esperanza. El que está vivo está vivo de deseo. La muerte es más simple: es la ausencia de deseo. © LA NACION

Bandera, escudo, escarapela... ¿y pañuelo? Alejandro Fargosi —PARA LA NACIoN—

E

l miércoles de la semana pasada, la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley que ordena “incorporar el pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo al acervo de los emblemas nacionales argentinos, en similares condiciones de tratamiento, usos y honores”, sumándolo así a la Escarapela de 1810, a la Bandera y al Himno de 1812 y al Escudo de 1813. Nuestros símbolos jamás fueron cuestionados en 200 años, porque nunca, ni en su origen, fueron de algún sector en particular, sino de todos los argentinos. No se trata de evaluar a las Madres de Plaza de Mayo. Antes de sus escándalos y divisiones internas, entraron a la historia como otros grupos que lucharon por la libertad y por los derechos civiles y humanos. Pero entre reconocer ese mérito y nacionalizar su emblema hay un abismo. La oposición trató de limitar esa iniciativa innecesaria e inconstitucional diferenciando entre “símbolo” y “emblema”. Confía en que usando esa palabra, el pañuelo quede fuera de los símbolos patrios. Repasemos el dilema: en el lenguaje corriente, la tendencia es usar “símbolo” sólo para la bandera, el himno, el escudo y la escarapela, pero, para el diccionario, ambas palabras son sinónimos.

En paralelo, desde hace 90 años, hay imágenes, actividades y objetos calificados de “nacionales” o de “argentinos” sin competir con los símbolos patrios, porque no se los calificó ni de emblemas ni de símbolos. Veamos: el hornero se consagró “ave de la Patria” en 1928 mediante una simple encuesta del diario La Razón. En 1930, la Virgen de Luján fue proclamada patrona de la Argentina, Uruguay y Paraguay por bula de Pío XI. Desde 1942, el ceibo es la “flor nacional” (decreto 138.474). En 1953 el juego del pato devino “deporte nacional” (dec. 17.468). En 1956, el quebracho colorado fue declarado “árbol forestal nacional” (dec. 15.190). En el siglo XXI, la danza del pericón se hizo “nacional” (ley 26.297, de 2007), seguida por el vino argentino, “bebida nacional” desde 2013 (ley 26.870); para los abstemios, el mate es “infusión nacional” (ley 26.871, de 2013). Hasta es nacional un isologotipo, la llamada “marca argentina” (decreto 1372 de 2008). Pero sucede que ninguna de esas normas –ni siquiera la bula papal– usa las palabras “símbolo” o “emblema”. Porque los respetan. En cambio, esta nueva batalla cultural del kirchnerismo viene por más y plantea una enorme diferencia respecto de horneros, vinos, mates, ceibos, juegos de pato y quebrachos: genera la nueva categoría legal de “emblemas” para incluir al pañuelo

y le extiende reglas de “tratamiento, usos y honores”. El proyecto de ley, que fue girado al Senado para su aprobación definitiva, ordena “incorporar el pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo al acervo de los emblemas nacionales argentinos, en similares condiciones de tratamiento, usos y honores”. ¿Cuál es el “acervo de los emblemas argentinos”? ¿Incluye a los símbolos patrios o sólo se refiere al ceibo y sus semejantes? ¿o acaso todos son emblemas argentinos, al mejor estilo de “Cambalache”? ¿Qué significa darle al pañuelo “similares condiciones de tratamiento, usos y honores”? Dejando de lado a la respetada Virgen de Luján, es obvio que ni el hornero, ni el ceibo, ni el pato, ni el quebracho, ni el vino, ni el mate gozan de “condiciones de tratamiento, usos y honores”. Al kirchnerismo le faltan emblemas y quiere que el pañuelo se convierta en bandera, escudo o escarapela, según como sea impreso. Dado que sólo los símbolos patrios reciben condiciones especiales de tratamiento, usos y honores, es a ellos que quiere equipararse el pañuelo. Todo impide que el pañuelo sea un emblema nacional, empezando por el sentido común: los símbolos patrios no pueden ser emblemas partidarios o de grupos, porque,

salvo cuando el invasor impone su bandera al vencido, los símbolos nacen siendo de todos y no de algunos. Para peor, emblematizando al pañuelo iniciaríamos la nefasta costumbre de que cada partido dominante nacionalice su emblema para entrar a la historia de prepo. Y se suma un impedimento constitucional: el Congreso no puede crear nuevos símbolos nacionales, porque ni los constituyentes ni las reformas posteriores incluyeron la fijación de símbolos patrios en la minuciosa enumeración de facultades del Congreso. Es lógico, porque ya los había en 1853, están consolidados desde hace dos siglos y vienen siendo respetados por todos, porque no son símbolos de partidos ni de grupos ni de sectores. San Martín, Belgrano, Saavedra, Moreno, Rivadavia, Dorrego, Lavalle, Rosas, Urquiza, todos los que, pese a sus luchas y enfrentamientos, nos dieron un país, respetaron a la Bandera, al Escudo, a la Escarapela y al Himno. En los 160 años posteriores a la Constitución, ni Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Tejedor, Roca, Juárez Celman, Pellegrini, Sáenz Peña, Yrigoyen, Alvear, ortiz, Perón, Lonardi, Frondizi, Illia, Isabel, Alfonsín, Menem, De la Rúa, ni ninguno de los presidentes de facto, absolutamente nadie tuvo la sober-

bia de imponer un emblema nuevo, porque todos –con sus más y sus menos– entendieron que los símbolos patrios no dependen de una efímera mayoría. Los símbolos patrios, a los que les rendimos honores y usamos de acuerdo con reglas establecidas, son preexistentes a la Constitución y representan a todos, aun a quienes se mataron unos a otros creyendo que así lograrían un país mejor. Cambiarlos, aunque sea para añadir uno nuevo, requiere, como mínimo, una reforma constitucional, porque tienen igual naturaleza jurídica que los pactos preexistentes. Hace 12 años que vemos cómo los actos patrios, en vez de rememorar a nuestros fundadores, se dedican a autoelogios kirchneristas. Puro Gramsci. Hasta que con un nuevo gobierno volvamos a ser normales, hagamos como las valientes diputadas Patricia Bullrich y Silvia Majdalani (Unión Pro), María Azucena Ehcosor, Laura Esper, María Schwindt y Mirta Tundis (Frente Renovador) y Elisa Lagoria (Trabajo y Dignidad): no dejemos que el kirchnerismo deje una herencia de divisiones hasta con nuevos símbolos que no son los nuestros.© LA NACION El autor, abogado, es miembro del Consejo de la Magistratura