La “barbarie” taurina

18 ago. 2012 - exquisitos de la tauromaquia se permiten mirarla por sobre el hombro. Pero en esta placita provinciana ocurren a veces cosas notables, como ...
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OPINION

Sábado 18 de agosto de 2012

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PARA LA NACION

ESEMBARCAMOS en Poros en mitad de la noche. Necesitábamos la oscuridad. Atravesamos con sinuosa estrategia las callejas de la isla y sus muros de cal y emprendimos la cuesta. El no iba adelante, aunque algún relato lo recuerde así. Su túnica, desagarrada, envuelta en viento, armaba pliegues grotescos; él no lo advertía. No veía, a su paso, el saludo de pena de quienes preveían el final. No ostentaba siquiera un gesto heroico. Demóstenes subía, simplemente, con el temblor vulgar, con todo el miedo a cuestas del hombre que va a morir. Lo entornaba una pequeña nube de discípulos. Marchaban resueltos, más firmes que el maestro. Con movimientos precisos y rápidas voces controlaban marcas en la tierra y cortezas hendidas, asegurando el camino que llevaría al templo. Cuidaban de la única antorcha que serpenteaba entre las ramas bajas y mostraban energía. No era a ellos a quien esperaba la muerte, arriba, en el frío del mármol. Yo, quizás inhumano, ascendía respondiendo al deseo de presenciar lo que todos alguna vez evocaríamos. Sabía que después amaría doblemente su recuerdo. Pero su miedo me afectó y decidí alentarlo. Le señalé que un rumor universal evocaría su nombre y en lenguas aún no producidas repetirían sus bellísimas palabras, sus enseñanzas para siempre. Invoqué la noche que empezaba la heroica resistencia al invasor, cuando él, andando lento entre el pueblo agolpado en los caminos de la colina sacra se detuvo junto al portal de las Cariátides, donde aguardaban los sabios de Atenas, y allí derramó su voz como una música oscura: lúgubre, describió al macedonio, su impiedad, su ambición y sus fiebres, y llamó al heroísmo y todos escucharon conmovidos. Pero ahora ascendía a su tragedia con el miedo irresistible en las cumbres de su mente, ya cargada de penumbra. En las hogueras de la costa brillaban los puñales, el lujo de las empuñaduras y los filos de acero que se pavoneaban evocando tajos. Los cascos y las pecheras, desparramados en la arena, parodiaban esqueletos vacíos entre el ir y venir de las capas suntuosas. Y voces gastadas de alcohol, fieras gargantas habituadas a crecer en los campos de heridos, reían del que huía, como el cazador ríe del esfuerzo inútil de su presa. Antipater, heredero sin genio de Filippo y Alejandro, dormitaba entre fuegos y jarras mientras ávidos sueños, poblados de lanzas, lo estremecían con el anuncio de ensangrentadas proezas y la eternidad reverente de su nombre. La luna tejía ardides para ocultarnos en velos confusos, las ramas simulaban nuestras formas y los desfiladeros y quebradas abrían trampas de abismo a nuestros perseguidores. El monte íntegro se había complotado. Pero era inútil, todo estaba decidido. Y Demóstenes no lo ignoraba. Subiendo, sólo oíamos el revuelo que sacudía los matorrales, hartos de animales ocultos. Pero arriba, al llegar, en el templo de Poseidón donde la luz de las antorchas iba de columna en columna volviéndose espectral, comenzamos a oír los metales chocando entre las piedras, bufidos confusos de animales y pechos colosales, juramentos y amenazas, hasta que la montaña fue un estrépito de músculos y nervios que trepaban. Demóstenes, entonces, se alejó de nosotros y en el vano de un arco, de pie entre las columnas, construyendo su última alegoría, bebió aquel veneno que ahora ya nadie menciona, porque el mero instante de la muerte, ante la vida, es una pobre cosa que golpea y se extingue y nadie la recuerda. Después, sobre su cadáver, resplandecieron los hierros de los perseguidores que llegaban en desorden. Triunfal, de pie junto al cuerpo caído, Antipater alzó la espada y en su arrogancia chispearon la soberbia guerrera de todas las edades, frentes cargadas de laureles, vainas húmedas y puños apretados, mientras bajo su pie se aletargaban la palidez de las ideas desarmadas, la belleza indefensa de la razón herida y también la virtud, tan ajena a la lucha y al poder desmedido, tan llena de confianza siempre. Un soldado enarboló una lanza, otro una bandera con leones y flechas dibujadas, y un coro de voces fuertes estalló proclamando tempestades, proezas y potestad sin término ni límites. Y también la montaña, con sus finos perfiles demudados, aquel amanecer anunciaba afligida que el camino de la gloria es sólo un lecho de rigor y poder desmesurado, sin control y absoluto. Sin embargo, hoy he vuelto por los pasos de entonces. Hurgué en los vestigios del templo, abrí un pozo en la maleza y descubrí de nuevo, para inclinarme, el sitio exacto, la huella que dejó Demóstenes. Y en dos largos milenios, peregrinos de todos los lugares han hecho ese camino, como quien cruza mares para rendir homenaje al vencedor. Pero no sé que nadie sepa –que intente saber, siquiera– dónde fue olvidada la tumba de Antipater bajo un nido de espadas, estandartes invictos y cetros poderosos, tal como se olvidan con desprecio y para siempre –enseña la experiencia– el último destino de quienes abusan del poder entre proclamas de autoelogio y coros obsecuentes. © LA NACION El autor es escritor y fue juez de la Corte Suprema de Justicia

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LA VIEJA POLEMICA POR LAS CORRIDAS DE TOROS

La virtud ante el poder GUSTAVO BOSSERT

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La “barbarie” taurina MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION

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MARBELLA

A Plaza de Toros de Marbella no tiene el sabor que da la antigüedad a plazas como la de Ronda o la de Acho de Lima, ni el prestigio de las de algunas grandes ciudades como Sevilla, Madrid o México y, puesto que en sus tendidos se ven a veces más turistas que nativos, los exquisitos de la tauromaquia se permiten mirarla por sobre el hombro. Pero en esta placita provinciana ocurren a veces cosas notables, como la del domingo 5 de agosto, en la corrida en que El Cordobés, Paquirri y El Fandi lidiaron seis toros de Salvador Domecq. Todo coincidió para producir esa maravilla: la magnífica tarde de sol alto y cielo azul, los seis astados bravos, alegres, nobles y de buen peso, el entusiasmo del público que ocupaba media entrada y el pundonor de los toreros, su virtuosismo y su voluntad de gozar y hacer gozar. Lo consiguieron. Fue una magnífica corrida y, con la excepción de una vara de más al primer toro de El Cordobés, sin una falla, algo rarísimo en todos los cosos del mundo. El presidente se excedió y concedió diez orejas pero la afición estaba tan contenta que nadie se lo reprochó. Manuel Díaz El Cordobés estuvo simpático y comunicativo con los tendidos cada vez que dio la vuelta al ruedo, lo que es normal en él, pero felizmente a la hora de torear moderó su exhibicionismo, sus piruetas y nos exoneró de sus famosos saltos de rana. Demostró que, además de vistoso y trejo, puede ser serio, entablar con el toro esa complicidad tensa de la que resulta una faena redonda. No estoy contra los desplantes y una cierta dosis de histrionismo en la arena, pues también eso, como las bandas verbeneras y los pasodobles, forma parte de la fiesta, y he visto grandes diestros que se permitían a veces, en medio de electrizantes faenas, alguna payasada. Pero prefiero el toreo profundo, el que nos hace presentir eso que Victor Hugo llamaba “la boca de la sombra”, el pozo negro que nos espera a todos y a cuyas orillas algunos creadores de excepción –poetas, músicos, cantantes, danzarines, toreros, pintores, escultores, novelistas– se acercan a veces para producir una belleza impregnada de misterio, que nos desvela una verdad recóndita sobre lo que somos, sobre lo hermosa y precaria que es la existencia, sobre lo que hay de exaltante y trágico en la condición humana. Ese es el estilo taurino que más me conmueve y por eso admiré tanto a Antonio Ordóñez y admiro ahora a un Enrique Ponce o un José Tomás. Francisco Rivera Ordóñez, Paquirri, al igual que su hermano Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran Antonio Ordóñez, la elegancia y una valentía tranquila y natural de enfrentarse al peligro, de encerrarse con el toro en un diálogo secreto del que resultan figuras en las que se mezclan la gracia, la destreza, la inteligencia y por supuesto el coraje. Hasta cuando banderillea lo hace evitando la exageración, exponiéndose en la justa medida, para que nada desentone. Pero la suerte de banderillas es aquella en la que la corrida está más cerca de la danza, cuando se vuelve coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance que David Fandila, El Fandi. Fue siempre un banderillero soberbio y esa tarde lo probó, encendiendo las tribunas con su arrojo. Hacía tiempo que no lo veía torear y, en Marbella, me pareció que había madurado mucho, que

ahora maneja la muleta con más temple, color y matices, aunque siempre con el mismo tesón. Fue una tarde muy bonita y al salir de la plaza me pregunté si un espectáculo como el que acabábamos de ver cambiaría la opinión que Rafael Sánchez Ferlosio tiene de los toros. Probablemente, no. Ese mismo día había leído, en El País, un artículo suyo, “Patrimonio de la Humanidad”, una de las diatribas más destempladas y feroces que he leído contra los toros, que él quisiera que desaparecieran de una vez “no por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”. Según él, los toros son la manifestación más flagrante de la barbarie humana. Su artículo evoca a las hordas sádicas que hicieron “una protesta ensordecedora” cuando don Miguel Primo de Rivera, en 1928, ordenó que se protegiese con gualdrapas forradas a los caballos de la suerte de varas que, hasta entonces, morían como moscas despanzurrados por los toros. Y, al parecer, era eso, más que la lidia, lo que los aficionados querían ver: el sufrimiento y la matanza de los brutos. He asistido a muchas corridas en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción del público es siempre la contraria. En los toros hay una violencia que para muchas personas, como Sánchez Ferlosio, es intolerable, algo absolutamente digno de respeto. Sería un atropello brutal que alguien quisiera obligarlo a nadie a asistir a un espectáculo que malentiende y abomina. Es menos digno de respeto, en cambio, que él y quienes quisieran acabar con los toros traten de privarnos de la fiesta a los que la amamos: un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas. Y tampoco es respetable la caricatura de la corrida como

una expresión de machismo y chulería en la que se expresaría “el alma-hecha-gesto de la españolez”. No entiendo lo que esta frase quiere decir, pero sí la intención que la mueve y ella es un puro disparate. “La españolez” (una entelequia que expresaría la esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto de las corridas de toros como sabemos muy bien que lo está España. El artículo de Sánchez Ferlosio está redactado de tal modo que, se diría, la “españolez” es algo que se encarna sólo en “los castellanos”, pues son éstos, a su

Privarnos de la fiesta sería un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas juicio, quienes “se han puesto a reivindicar la alta culturalidad” de los toros. ¡Protesto! ¿Y los andaluces, vascos, gallegos, peruanos, colombianos, mexicanos, ecuatorianos, bolivianos que defendemos la fiesta? ¿Y los franceses, que han declarado la corrida un bien cultural de la nación? La “barbarie” taurina tiene un arraigo mucho mayor que la geografía castellana y llega, por ejemplo, hasta Suecia, donde, la última vez que estuve en Estocolmo, descubrí una peña taurina con varios cientos de afiliados. Por otra parte, el artículo deja la impresión de que, por haber prohibido los toros, los catalanes quedan exonerados del oprobio barbárico. Protesto, otra vez. Conozco buen número de catalanes tan aficionados a la fiesta como yo y sin duda él mismo recordará que, cuando se discutía la prohibición, en el manifiesto

en defensa de los toros que apareció en Barcelona, entre los firmantes figuraba buen número de artistas e intelectuales catalanes de primera línea, entre ellos, Félix de Azúa y Pere Gimferrer. Sánchez Ferlosio vapulea a Fernando Savater por “la poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano” de su ensayo sobre la muerte y la tauromaquia, y ridiculiza a Ortega y Gasset por ese “excelso ortegajo” que, en su opinión, fue afirmar que no se puede comprender la historia de España sin tener en cuenta la historia de las corridas. Ambas recusaciones son innecesariamente hirientes e injustas. Savater y Ortega han escrito ensayos que ayudan a entender la complejidad de la fiesta, su entraña sociológica, su reverberación tradicional y mítica, sus raíces psicológicas y su valencia artística. ¿Qué hay de ridículo en utilizar la perspectiva taurina para estudiar, por ejemplo, la filiación que enlaza a España con la mitología de Creta y Grecia y llega, pasando por Goya, hasta Picasso y García Lorca, en la que destaca como protagonista la noble estampa del toro de lidia? Pero, tal vez, para entender cabalmente estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la Tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras haya corridas que, como esa semiclandestina de Marbella de la tarde del 5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo. © LA NACION

Victoria, adelantada a su época JUAN JAVIER NEGRI PARA LA NACION

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ACE unos pocos días, la sección Cultura del gran diario milanés Corriere della Sera incluyó tres artículos dedicados a sendos personajes de la vida cultural del siglo XX: el arquitecto suizo-francés Le Corbusier, la novelista inglesa Virginia Woolf y el escritor ruso Boris Pasternak (a raíz de la muerte del hijo de éste). Por supuesto que para el diario italiano ninguno de esos nombres constituía un descubrimiento: los tres están ya establecidos en el firmamento cultural de los últimos cien años. Pero la feliz coincidencia de esos tres artículos publicados en un mismo medio y en un mismo día genera un recuerdo emotivo y una necesaria reflexión: el orgullo de que no sólo ninguno de esos nombres es desconocido en nuestro país, sino que, hace más de medio siglo, una revista cultural argentina difundió la obra de cada uno de los personajes nombrados con enorme anticipación al resto del mundo. Las páginas de Sur incluyeron, a partir de 1930, artículos, ensayos y reseñas sobre todo aquello que a su directora, Victoria Ocampo, y al grupo de colaboradores que la rodeaba, llamaba la atención tanto en la Argentina como en el mundo. Además, los ensayos de la propia Victoria, reunidos bajo el título de Testimonios, también dieron cuenta de las novedades, los hechos y las circunstancias que movían a su autora a ponerlos al alcance de sus compatriotas. Acaba de volver a las librerías (después

de muchos años de ausencia) una reedición del primer tomo de esos Testimonios, que comprende dieciocho ensayos de Victoria escritos entre 1920 y 1934. Uno de esos ensayos, fechado en diciembre de 1934 y que encabeza el libro, describe no sólo el primer encuentro de la autora con Virginia Woolf, sino también incluye una disquisición de inquietante actualidad acerca de la existencia o inexistencia de un modo femenino de hacer literatura. Por otra parte, la primera edición, a fines del año pasado, de la correspondencia inédita entre el monje trapense Thomas Merton y Victoria, desarrollada entre 1958 y 1968, reproduce los varios artículos publicados en Sur que Merton dedicó a Boris Pasternak, a la interpretación de sus valores religiosos y al extraordinario episodio de cómo se filtraron los originales de Dr. Zhivago en Occidente a través de la llamada Cortina de Hierro. (Puede sorprender el hecho de que Victoria mantuviera una relación epistolar con Merton, monje católico, hombre de letras y activista político de lo que podría llamarse la “izquierda beat” estadounidense: esto también habla a las claras de la amplitud de intereses de la escritora argentina.) Esa amplitud de Victoria es la misma que la llevó a consultar a Le Corbusier –quien en 1935 había colaborado en Sur con artículos sobre el futuro arquitectónico de Buenos Aires cuyos negros augurios, lamentablemente, se concretaron– para

construir una casa en Buenos Aires según un proyecto del arquitecto franco-suizo. Una exposición reciente en Villa Ocampo permitió ver los planos de esa casa jamás construida, y el intercambio de opiniones entre el arquitecto y su comitente. La lista de los intereses de Victoria y su capacidad de identificación de talentos nacientes es casi infinita. Con el afán de exponer cuanto descubría como valioso o digno de mérito, abrió las páginas de su

El mundo de Victoria Ocampo fue un universo construido por ella misma sobre la base de afectos y admiraciones revista a las expresiones más variadas de la cultura. Y no sólo abrió páginas, sino puertas: su casa acogió a muchos de los extranjeros que admiraba, en una demostración de hospitalidad. Una de las primeras figuras a las que recibió fue a Rabindranath Tagore, quien había obtenido el Premio Nobel de Literatura en 1913 y pasó una larga estada en San Isidro, en 1924, como huésped de Victoria. ¿Un episodio olvidado? De ninguna manera: una muestra de la notable obra pictórica de Tagore está expuesta en la Galleria Nazionale de Arte Moderna en Roma, acompañada de un

catálogo que, a través de varias fotos de ambos escritores, ha vuelto a mostrar la estrecha relación entre ambos. Las historias y anécdotas nacidas durante la permanencia en la Argentina de los invitados de Victoria son múltiples y fascinantes. Ese afán tan suyo de compartir para hacer disfrutar a los demás la llevaba a incorporar a sus huéspedes al gran círculo de amistades que la rodeaba, en un flujo recíproco de simpatía. En ese “aire compartido”, José Alvarez, el mucamo de Victoria, una tarde contó a monseñor Eugenio Guasta, colaborador y gran amigo de Victoria, acerca de las “rarezas” de Igor Stravinsky, quien, huésped en San Isidro, depositaba peticiones escritas en papelitos, al pie de un ícono de viaje de la Virgen, y después abría la ventana. Si el viento se llevaba el papelito, quería decir que la petición no había sido escuchada; pero si aquél permanecía al pie del ícono, era una evidencia de la aceptación del pedido. El mismo “aire compartido” hacía que el trato nacido de la convivencia diaria con huéspedes ilustres permitiera a Fani, otra asistente de Victoria, referirse con familiaridad a Raissa y Jacques Maritain como “los esclavos de Dios”. El mundo de Victoria fue un universo completo, construido por ella misma sobre la base de afectos y admiraciones que, con un esfuerzo personal inagotable, quiso e hizo que todos los argentinos pudiéramos compartir. © LA NACION