14 | ADN CULTURA | Viernes 13 de septiembre de 2013
Jorge Álvarez: “Me hubiera gustado ser un mafioso” Figura de culto. En los años sesenta, capitaneó la editorial que llevaba su nombre y que, con una pléyade de autores jóvenes, renovó el panorama de la literatura y el ensayo argentinos. A fines de esa década, se convirtió en el motor del rock local en español. A sus ochenta años, de regreso en la Argentina, mientras se apresta para volver al ruedo, acaba de publicar sus memorias Pedro B. Rey | la nacion
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ice la leyenda que Macedonio Fernández, cuando ya vivía de hotel en hotel, iba dejando abandonados sus escritos y papeles en los distintos cuartos por los que pasaba. Esa lógica olvidadiza, que guía a los distraídos pero también a los inquietos, parece ser el santo y seña de Jorge Álvarez (Buenos Aires, 1932) . “Trato de no llevar nada en la mano porque siempre me olvido de todo”, sostiene, a sus activos ochenta años. Álvarez fue uno de los editores esenciales de una década culturalmente renovadora y ajetreada –la de los años sesenta–, pero no conserva siquiera un ejemplar de los cerca de trescientos libros que publicó. Fue factor determinante de la industria discográfica, pero no guardó sus discos. Tampoco archiva fotografías propias: las imágenes que ilustran sus Memorias son gentileza de los que lo retrataron en su momento. Se lo podría caratular de mito, si no fuera porque el uso y abuso del término parece haberlo desprovisto de sus connotaciones maravillosas y legendarias. Tal vez, si la curiosidad, el desenfado y la capacidad de reconstruirse son una virtud vernácula, se lo debería considerar algo más: una categoría argentina. Instalado en el bar de un señorial hotel porteño, Álvarez parece una suerte de niño eterno que surca los tiempos como si la cronología no fuera más que parte de un juego. La jovialidad lo releva de cualquier edad: puede recordar cuando iba a ver jugar al River de sus amores en los años cuarenta (la famosa Máquina) con la frescura del que acaba de salir del estadio. Contar su pasión por Piazzolla, Troilo y las noches del Club 676 (lo único que parece despertarle algo de nostalgia), sus vínculos con escritores y rockeros, o la organización de su nuevo proyecto (una colección que, impulsada por Horacio González desde la Biblioteca Nacional, llevará el sello Biblioteca de Jorge Álvarez), como si se encontraran en el mismo plano. Un resumen parcial de su foja profesional diría que entre 1963 y 1968, antes de que la política del ministro de Economía de Onganía, Adalberto Krieger Vasena, ahogara su estrategia de ser “un capitalista sin capital”, comandó el sello Editorial Jorge Álvarez; que publicó, entre muchos otros, los cuentos de Rodolfo Walsh (Un kilo de oro, Los oficios terrestres), el primer libro de relatos de Ricardo Piglia (Invasión), la obra inaugural de Manuel Puig (La traición de Rita Hayworth), el debut novelístico de Juan José Saer (Responso). Que editó Nani-
na, la narración de un jovencísimo Germán García, libro que se transformó en cause célèbre. Fue también él quien convenció a Quino de reunir Mafalda entre las tapas de un volumen y quien publicó Los pollos no tienen sillas (1968), el único libro de Copi que salió en la Argentina en vida del autor. En aquellos días, su colección más famosa fue la serie de Crónicas (que dirigió Julia Constenla), antologías en que, siguiendo el hilo de un tema, coincidían autores disímiles: Truman Capote podía codearse con Ricardo Güiraldes y Antoni Gramsci o, como ocurrió en las Crónicas del sexo (1965), Eugenio Cambaceres compartir cartel, entre otros, con Manucho Mujica Lainez y Pirí Lugones. No fue todo. Álvarez despuntaría otros vicios (fue actor en Puntos suspensivos, de 1971, la película experimental de Edgardo Cozarinsky), pero sobre todo, a fines de los años sesenta, fundaría con otros socios Mandioca, primera editora independiente de rock argentino, que puso en circulación los primeros discos de Manal y Vox Dei. En Talent-Microfon (que sería el nombre de Mandioca al ser absorbido por una discográfica) produciría a La Cofradía del Sol Solar, Pescado Rabioso (ahí saldría el celebrado Artaud), Invisible, Color Humano y el dúo Sui Generis, del que Álvarez sería factótum directo. Y en Music Hall, a Billy Bond y la Pesada del Rock & Roll. Durante la dictadura, el antiguo editor, ya convertido en productor, se mudaría a España (“no me fui, me echaron con amenazas”, recuerda), donde aplicaría su talento de productor musical a una movida española que demoraba en despegar. Álvarez volvió a la Argentina en 2011, pero todavía no se decide. “Estoy viviendo en un hotel, pero, para quedarme, debería encontrarme un lugar, alguien que me cuide”, dice, mientras hojea un ejemplar de sus Memorias (Libros del Zorzal), ágil volumen que traza la parábola cartesiana de su carrera y, con el mismo gesto, el retrato oblicuo de más de una época y de un fenómeno. –Cabrera Infante decía que de chico nadie dice que quiere ser crítico de cine. ¿En su infancia se imaginaba editor? –Para nada. Más bien me veía jugando al póquer, al bridge, al fútbol, al rugby, yendo al hipódromo. En mi familia querían que fuera primero militar (para evitar mi rebeldía) y después contador, pero los números me aburrían. En el fondo era un niño bien. Mi padre tenía una sastrería de trajes a medida, pero, aunque
Memorias
La invasión
Jorge Álvarez
ricardo Piglia
Libros del Zorzal
Editorial Jorge Álvarez
Jorge Álvarez relata con una prosa curiosa, no exenta de humor, sus peripecias en el mundo de la cultura, de la industria musical y de la sociedad de los años 60 y 70, en este volumen ágil y abundante en datos y anécdotas.
La editorial de Álvarez publicó a varios de los nuevos narradores de la época. Entre otros, lanzó el primer libro de Ricardo Piglia, La invasión, colección de relatos que incluye “Las actas del juicio”, y cuya tapa original reproducimos aquí.
estaba acostumbrado a tener mucama, autos, chofer, chalets, ya me tocó la época en que empezábamos a planear hacia abajo . En aquella época, lo que me hubiera gustado era ser un mafioso, pero no había manera. En la Argentina sólo había rateros ilustrados. –Por lo que cuenta en sus Memorias la editorial surgió por una serie de hechos fortuitos. ¿Qué es lo que le dio un impulso tan acelerado? –Nació de pura casualidad. Yo trabajaba en una librería jurídica (había llegado ahí por algunos compañeros de rugby). De a poco empezamos a vender también otra clase de libros. David Viñas, que iba a la librería, se me acercó con la idea de hacer una biografía de Eva Perón. No interesó donde trabajaba y el libro al final no se hizo (o, mejor dicho, Sebreli se nos adelantó), pero eso me impulsó a abrirme. Empecé de hecho publicando textos económicos de la Monthly Review, la revista de la izquierda nor-
teamericana. Después seguimos con los libros de Crónicas. La idea surgió con el regalo de un texto que le hizo Ernesto Sabato a “Chiquita” Constenla. A partir de ahí se nos ocurrió encargar otros textos, y empezamos una colección: Crónicas del amor, Crónicas de la burguesía, Crónicas de Buenos Aires. Al terminar el primer volumen, me di cuenta de que habíamos creado un gran pelotazo. Se leía rápido, se leía bien. Eran libros cortos, que permitían que uno se zambullera rápido y saliera. Sacamos uno por mes, y empezamos a sumar ensayos, literatura, un poco de todo. Cuando me quise dar cuenta, sin tener la menor conciencia, descubrí que era el editor de moda… Curiosamente, porque no publicaba lo que estaba de moda, sino que hacía la moda. –Según dice, la editorial llevaba su nombre para señalar que su gusto guiaba las elecciones. Pero ¿en qué consistía ese toque personal? –Había leído mucho la Crítica del gusto, de Galvano Della Volpe. Yo entré un poco en esa variante, la de que no había cosas maravillosas, feas o regulares, que después retomó Umberto Eco. La verdad, era un pendejo pretencioso, pero al mismo tiempo bastante abierto. No tenía nada estudiado, era intuitivo. Respetaba el gusto de la gente, y supongo que por eso el público iba a pedir los libros por el nombre de la editorial, no del autor. Era algo que antes no pasaba. Lo que sí sabía que no iba a publicar era nada que fuera notoriamente de derecha. Yo no era muy político, pero desde el punto de vista intelectual la derecha me pareció siempre un poco aburrida. –Lo que la editorial parece haber introducido en los años 60 es también una serie de autores jóvenes, con un estilo influenciado por la prosa norteamericana… –No tenía autores viejos porque era joven. Creo que eso cambió un poco la óptica. Además, me gustaba mucho Hemingway, esa especie de escritura de corresponsal. Me encantaba el escritor, aunque no tanto el personaje. Empecé publicando a Germán Rozenmacher y después se fue dando naturalmente el acercamiento de otros escritores, de Rodolfo Walsh a Paco Urondo, de Oscar Masotta a Beatriz Guido. –Dice que le hubiera parecido una falta de respeto escribir en aquel entonces. ¿Por qué? –Como editor, en aquella época tenía la manija. Hubiera sido actuar con ventaja… Me hu-