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Jan Švankmajer, coleccionista de sombras POR MARÍA NEGRONI

28 ene. 2011 - me saltaran las lágrimas, y no por pri- mera vez ... Baloncesto después de clase en el ins- .... Lunacyy una versión de Alicia en el País de.
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Cine Un mundo en miniatura

Adelanto La nueva novela

Dos escenas de El pequeño Otik (2000)

Ave del

paraíso (Fragmento)

POR JOYCE CAROL OATES

L

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Viernes 28 de enero de 2011

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o siento, nena. Siento mucho, cariño, que te hayas tropezado conmigo. Les hacía mucha gracia que me hubiera caído de culo –un culo con poca carne– en la pista de baloncesto y que se me saltaran las lágrimas, y no por primera vez durante la tarde, en unos ojos muy abiertos (como los de una película de dibujos). Y la nariz que me sangraba como consecuencia del codo veloz aplicado por una chica con mala idea antes de que la árbitra pudiera tocar su silbato de ruido ensordecedor. –Pobre chiquitina. Pobre blanquita. ¡Lo siento, carajo! Baloncesto después de clase en el instituto de Sparta. Para jugar con aquellas chicas había que ser alta, fuerte, dura, de pies ágiles. O temeraria. Había otras chicas con las que podría haber jugado si hubiera querido. Chicas de mi edad, de mi tamaño y menos atléticas que yo, de manera que habría sido la estrella en el equipo, como cuando estudiaba octavo y noveno. Pero quería jugar con aquellas otras chicas: Billie, Swansea, Kiki, Dolores. Eran de más edad y más grandes que yo. Tenían dieciséis y diecisiete años. Dolores puede que dieciocho. Kiki y ella vivían en la reserva de los indios seneca, a unos pocos kilómetros al norte de Sparta; tenían cabellos negros, lacios y brillantes, que les azotaban los hombros y se balanceaban como cimitarras, al tiempo que sus ojos negros brilla-

ban con mala intención y ganas de juerga. Si ibas en coche por las zonas rurales al norte de la ciudad –las estribaciones de los montes Adirondack–, veías los restos de antiguos glaciares en su lenta violencia, lo que hacía que el paisaje rocoso se retorciera como algo obligado a pasar por una trituradora de carne. Acababas por entender –después de que el gobierno de los Estados Unidos les hubiera dado una tierra imposible de cultivar y casi inhabitable gracias a tratados que no tuvieron más remedio que firmar hacía ya muchas generaciones– que los descendientes de las seis tribus originarias del norte de Nueva York desearan tomarse algún tipo de venganza contra sus benefactores de raza blanca siempre que la oportunidad se presentara. A mis compañeras de clase les parecía una locura que jugase con aquellas chicas de más edad. Era la más joven, estudiaba décimo grado, era de huesos delicados y escurridiza como una serpiente y me retorcía y me lanzaba de manera inesperada y mi cola de caballo, sedosa y rubia, flotaba detrás de mí como una provocación; más de una vez al saltar para meter el balón en la canasta, había sentido un brusco tironcito en mi cola de caballo para hacerme perder el equilibrio. No pesaba más de cuarenta y ocho kilos y si una de las chicas de más tamaño me golpeaba –cosa que sucedía, que no le quepa a nadie la menor duda, con mucha frecuencia–, me derrumbaba sobre

el suelo brillante de madera, tan aturdida a veces que tardaba varios segundos en levantarme. –Krista, cariño, ¿estás bien? Vamos, ¡arriba! En general les caía bien. Las cosas que me decían –groseras, divertidas, obscenas– también se las decían entre ellas. Eran expertas en decir palabrotas con intención afectuosa: “Quítate de en medio, zorra”, “Zorra blanca del carajo”, “Hija de puta”. (La mayoría de nosotras éramos de hecho “blancas”, pero había gradaciones de “blancura”. Como había gradaciones en otra cosa a la que nunca se le daba el nombre: clase social, orígenes. En el instituto de Sparta había alumnos, Dolores y Kiki entre ellos, y varias chicas más que practicaban deportes, que tenían parientes, vecinos, amigos y novios en las cárceles y centros penitenciarios para jóvenes o que habían salido hacía poco en libertad condicional; su habla entretejida de palabrotas era jerga carcelaria, una especie de poesía patibularia.) Entre ellas yo era “Krissie”, a quien no había que tomar en serio, algo así como la mascota del equipo. Aunque a veces las sorprendiera logrando una canasta inesperada, apoderándome de una pelota perdida, para correr a mi manera reptilesca por detrás de sus codos y llegar como una flecha bajo el aro antes de que nadie pudiera pararme, no estaba siquiera en condiciones de competir con las jugadoras de segunda fila: me faltaba la verdadera agresividad del atleta, la voluntad de hacerle la puñeta al contrario. Cuando el juego en la pista se endurecía –lo que de manera inevitable sucedía al menos una vez en todos los partidos– yo me encogía, nunca seguía con el balón si corría el peligro de que me hicieran daño. Y si te tiraban al suelo y te hacían una falta, tal vez te acariciaran a continuación; si una chica de setenta kilos chocaba contigo como un camión de la basura arrollando a un cochecito de niño, y te derribaba haciéndote resbalar por el suelo sobre tu culito con poca carne, la misma chica podía agacharse para ayudarte a que te levantaras: con una sonrisa traviesa sin apenas abrir la boca quizá te frotara el cráneo con sus nudillos y le diera un suave tirón a tu cola de caballo, o un pellizco en la nuca al tiempo que murmuraba: “Lo siento, joder. Te has cruzado en mi camino”. No estaba demasiado mal, después de todo. Incluso aunque me sangrara la nariz. Traducción: José Luis López Muñoz

Jan Švankmajer, coleccionista de sombras

Con sus películas de animación, nunca exhibidas comercialmente en la Argentina, este director checo influyó en muchos colegas más jóvenes que él, entre ellos Tim Burton y Terry Gilliam POR MARÍA NEGRONI Para La Nacion

NEWSCOM

adn Oates Lockport, NY, 1938

Empezó a crear historias alentada por su abuela materna. Ella le regaló a su nieta, de 14 años, su primera máquina de escribir, que la joven utilizó para sus artículos en el periódico escolar. Estudió en la Universidad de Syracuse y Wisconsin-Madison. Hoy enseña escritura creativa en Princeton y ha firmado más de cien libros, con su propio nombre y con dos seudónimos: Rosamond Smith y Lauren Kelly. Desde su primera novela, With suddering fall (1964), ha abordado todos los géneros: novela, ensayo, poesía, teatro, crítica literaria. Es, desde hace años, firme postulante al Premio Nobel y eterna finalista del Pulitzer, galardón que aún se le resiste, pese a haber sido tres veces candidata a obtenerlo.

riundo de Praga (1934), incansable guionista, dramaturgo, artista y director de cine, Jan Švankmajer es, sobre todo, el inventor de las “marionetas táctiles”, es decir, de esos seres propensos a exhibir lo tragicómico de la sumisión, que se mueven y metamorfosean sin pausa en sus stop-motion films. Es también el artífice de un inmenso mundo en miniatura cuya realidad no es ni profana ni sagrada sino mágica, y por eso, hay que seguirlo como a un chamán, entrar en sus visiones por las rendijas (como podría entrarse en un cuento de hadas o en un relato de horror) renunciando a cualquier sostén. Algo de enciclopedia barroca o de ménagerie surrealista contamina siempre sus planos. Hay folletos, mapas anatómicos, probetas, textos de física, catálogos, fórmulas herméticas y listas de precios (y sus respectivas parodias): una suerte de fantasmagoría concreta que es, a la vez, un atlas del mundo de sus visiones y un Orbis Pictus personal con su fauna, su flora, su arquitectura, sus ciencias naturales, su etnología y sus máquinas misteriosas. Su estética, como se ve, es hondamente díscola y antirrealista: empieza, como Lichtenberg, recomendando los sueños y acaba postulando el arte como escudo contra lo maléfico del mundo. “Cada vez que me siento amenazado –escribió– construyo mis propios golems contra los pogromos de la realidad.” También: “Me declaro en contra de la división del trabajo en materia de arte. Busco la universalidad

O

de la expresión. Para mí, lo que cuenta es el grado de imaginación de una obra (su poesía), no el instrumento que el artista elija para expresarse”. De este modo y no de otro, Švankmajer se alinea con los artistas totales, es decir, los inclasificables, los virulentos o insumisos, los que, a los rótulos, oponen la intemperie, convencidos, sin duda, de que los textos desarraigados, las incertezas de la razón y los tropiezos de la ceguera son preferibles a la comodidad de los nichos. Los hermanos Quay han captado, en un brevísimo film-homenaje a su maestro –The Cabinet of Jan Švankmajer– algo doblemente sutil: que la aliada más fiel (y menos inocente) del “animador de Praga” es siempre la infancia; y que ésta es el hilo de Ariadna para navegar su Enciclopedia, tan nítida como sobresaltada. No es otra la operación de este artista: en un cuarto saturado de estantes con doble fondo, bibliotecas, instrumentos de medición y cajones mágicos, un chico ejercita, en medio del aparente caos, el placer riesgoso de aprender. ¿Hace falta agregar que el impulso que subyace a la actividad del niño es el mismo que nos llevará de adultos, a menudo en vano, a buscar en el arte un posible sentido de la existencia? El mundo de Švankmajer, por lo demás, es concentrado y un poco claustrofóbico. Todo ocurre dentro de la cultura; mejor dicho, de las ruinas de la cultura. No hay aquí lugar para el lirismo. Más bien, preva-

lecen el glamour y cierta ironía morbosa, mezclados a un desacato pensado como mecha para encender la subversión. “Si no empezamos otra vez a jugar y a contar cuentos de hadas e historias de fantasmas –advirtió en una entrevista– no habrá nada que hacer. Me he pasado la vida desarrollando mi infancia.” Esta última frase, que calca con sorpresivo candor, el dictum paradójico de Bruno Schulz “madurar hacia la infancia”, lo resume todo. Postula, sin modestia y sin arrogancia, que sólo en la renuncia a todo parecido con el mundo, es posible prescindir de lo circunstancial y concentrarse en la verdad astillada, ambigua y marginal que constituye, tal vez, nuestro destino más lúcido. Entre sus films más famosos, cuyas fuentes ostensibles incluyen a Arcimboldo, Lewis Carroll, Edgar Allan Poe, el marqués de Sade y la novela gótica, cabe mencionar: La casa-tumba, Historia Naturae, El osario, Don Juan, El coleccionista de sombras, El castillo de Otranto, La caída de la casa Usher, La lección Fausto, Jabberwock, Lunacy y una versión de Alicia en el País de las Maravillas que no tiene parangón y que se inicia con una advertencia cuyo tono, un poco severo, no habría disgustado al diácono de Oxford: “Ahora debes cerrar los ojos; de lo contrario, no verás nada”. La consigna rige también para aquellos films menos cautivos del cono de sombras. No hay distracción posible para esta estética. Tanto en J. S. Bach: Fantasía en G menor (1965) como en Dimensiones de un

diálogo (censurado, en su momento, por el régimen prosoviético) o en el film de agitación política La muerte del estalinismo en Bohemia, el puñado de obsesiones visuales y su vínculo con un lenguaje táctil siguen intactos. También intactas las orgías de continua destrucción y creación que invaden las escenas y amplifican, si cabe, con su clima febril de cataclismos, la condición efímera del mundo y la realidad degradada de la marioneta humana. Sucesiva e inversamente considerado un discípulo de Breton, un manierista fantástico-cortesano y hasta un artista francamente anacrónico, fascinado por los delirios de Rudolf II de Bohemia, lo cierto es que Švankmajer no tuvo acceso a las audiencias de Occidente hasta bien entrada la década del 80, y eso sólo porque empezaron a mencionarlo algunos de sus discípulos con más llegada comercial (Tim Burton y Terry Gilliam, por ejemplo). Su padre fue decorador de vidrieras y su madre, modista. En 1960 fundó el Teatro de Máscaras y poco después, el Teatro de la Linterna Mágica de Praga, incorporándose al grupo surrealista de la ex Checoslovaquia. Se lo ha comparado, quizá no injustamente, a Kafka y su último film, Surviving Life: Theory & Practice (2010), se estrenó en el Festival de Venezia. En una carta pública que su mujer, la pintora Eva Švankmajerova, le escribió hace años, puede leerse esta frase: “Tu deber como artista es quedarte como estás, asustado”.

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“A mis compañeras de clase les parecía una locura que jugase con aquellas chicas de más edad. Era la más joven, estudiaba décimo grado, era de huesos delicados...”