IMPOTENCIA Por Yoandys A. López Pérez Usado con permiso ¿Has tenido una de esas pesadillas en la que te persiguen y aunque te esfuerzas sobremanera, no puedes avanzar? Creo este es uno de los sueños más desagradables y que con más frecuencia marca a las personas; quizás por esto es de los que más recordamos y compartimos con otros. El hecho es que no sólo nos hace sentir mal, que en estos nos acosen o intenten hacernos daño, sino también que nos abruma la idea de nuestra propia impotencia (al no poder casi adelantar). Y es que para los humanos ser o sentirnos incapaces no es una opción. Lo que más preocupa del tema no es la realidad de estos sueños, pues de alguna manera, en nuestra vida cotidiana carecen de trascendencia. Pero como cristiano, más que estos, me inquieta la realidad de que en muchas ocasiones en mis relaciones, situaciones, o sobre todo en mi dependencia de Cristo soy impotente. Al parecer, somos débiles, cuando de hacer lo bueno se trata. La ley de Murphy en ese sentido nos retrata al afirmar: “Cuando algo te gusta, seguro es ilegal, inmoral o malo para tu salud.” Creo saben a qué me refiero; lo malo se hace casi de forma innata, pero hacer lo bueno nos obliga a gastar energía, poner mucha dedicación y nos remite a la difícil lucha de negarnos más a nosotros mismos, tomar la cruz cada día y seguir a Cristo. El apóstol Pablo sabe de qué hablo, pues él lo experimentó mucho antes cuando en Romanos 7 escribió: “De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. 20si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí.21Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. 22Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; 23pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. 24¡Soy un pobre miserable!” (NVI) Como Pablo, si somos sinceros, tenemos que concluir en el hecho que en nosotros mismos, en nuestra carne, somos débiles e incapaces. Más aun, somos miserables. ¿Quién nos librará de nuestra incapacidad? El apóstol tuvo que aprender, por experiencia propia, que Jesús es quien termina con nuestra miseria, pues cuando reconocemos que somos faltos, en esto radica nuestra verdadera fortaleza. Y cuando somos débiles es que somos fuertes por las fuerzas del Señor. El siervo de Tarso lo llevó en su vida y nombre, pues el mismo Cristo hizo de aquel Saulo fariseo, que aventajaba a muchos de sus contemporáneos en la
nación y educado bajo los pies de Gamaliel, en Pablo (pequeño), humillado, la escoria y desecho del mundo. No sólo instruido, sino también sostenido por el mismo Jesús. En Cristo se encontraba la verdadera fuerza de Pablo, uno de los más grandes apóstoles para nosotros, pero el más pequeño para él mismo. ¿Te sientes realmente insignificante? Posiblemente estés muy cerca entonces de la verdadera grandeza, la que es por Dios y para Dios. ¿Que somos débiles?, es la verdad. ¿Que flaqueamos?, no tienes que convencerme de ello, pues es también mi experiencia. Pero nuestro reto, al igual que el del apóstol, está en no conformarnos a nuestra propia incapacidad, sino hacer nuestra parte en la lucha de la fe, de no desmayar, pelear sin pensar en lo cruda de la batalla y confiados en la capacidad de Dios, haciendo nuestras las palabras: “Así que yo no corro como quien no tiene meta; no lucho como quien da golpes al aire. Más bien, golpeo mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo quede descalificado.” ¿Corres tú? ¿Golpeas tu cuerpo? ¿Reconoces que eres impotente?, ya sea en las situaciones personales, comunión con Cristo o ministerio. Si lo haces, no te conformas y luchas, de seguro mantendrás el derecho y privilegio de, con tus palabras, hechos y vida anunciar a Cristo. Este escrito es una contribución de la agrupación para eclesiástica cubana: Ministerio CRISTIANOS UNIDOS. ObreroFiel.com – Se permite reproducir este material siempre y cuando no se venda.