Hay que leer la historia sin ira

países no totalitarios del siglo XX y entre los políticos .... mártires. Ensayo contra los mitos, y, si uno se quiere internar en testimonios de la vida militante entre ...
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NOTAS

Jueves 12 de febrero de 2009

I

CIRCO CRIOLLO

EL MUNDO SESGADO DE LOS “PROGRESISTAS”

Un cambio sorpresivo

Hay que leer la historia sin ira

DANIEL DELLA COSTA

F

PARA LA NACION

EBRERO arrancó fantásticamente: Carnaval a toda murga, Cristina retratada, de gran gala, con la familia real española y Hugo Moyano como invitado estrella de la delegación que visitó la Península. Que ha sido, hay que señalarlo, lo que ha dado lugar a los mayores comentarios. Porque en España algunos la vieron como una provocación, dada la actitud beligerante que sostuvo el maxisindicalista durante el conflicto de Aerolíneas. Otros, en cambio, entendieron que se trataba de una fina maniobra: al dársele un lugar en el avión, se le estaba otorgando el estatus de pieza maestra del Gobierno. Si no alcanzaba con todas las ventajas que ya había recibido para que no alterara la paz de los índices, esta inclusión acaso sirviera para que perfeccionara su asociación con el kirchnerismo y que se olvidara de volver a agitar las aguas del salariazo. Esta participación, unida a una circunstancia muy particular que se dio en esta gira, estimula la fantasía. Porque si la visita a Cuba y la entrevista con Fidel le devolvieron a Cristina la salud y la sonrisa, ¿por qué no pensar que la presencia de Moyano a su lado pueda haber tenido sus efectos? ¿De qué otra manera puede entenderse el hecho de que mientras aquí huye de la prensa como de las grasas saturadas y del sol del mediodía, que apergamina el cutis, allí se atrevió a dar cuatro entrevistas y una conferencia de prensa? Lo que sería desconcertante, si no se piensa en el valor que pueda haberle dado la presencia de Moyano. Que puede haber ido desde lo moral hasta lo disuasorio. Porque, sin desmerecer el coraje de los colegas hispanos, hay que ser muy, pero muy guapo, para ponerse cargoso y urticante al entrevistar a la señora cuando existe la sospecha de que, detrás de un cortinado u oculto en las sombras de un placard, puede emerger la sombría figura del camionero. Desde ya que lo anterior tal vez no sea cierto y que la atención que en España la Presidenta prestó al periodismo se reproducirá ahora en el medio local. Por ello, con su regreso al país renacen las esperanzas para los medios nacionales de ser tratados como los españoles. Ya que acaso aquella positiva experiencia recogida en la Madre Patria le haya servido para revisar los argumentos que la hacían reacia a las entrevistas y las conferencias de prensa. Aunque, también es cierto, esta posibilidad puede sonar aun como excesivamente optimista y algo prematura. Y que la primera mandataria espere, para inaugurar esta nueva actitud, a que el efecto captación de medios, mediante compra, manejo de la pauta oficial, exclusión de opinadores adversos, amenazas, escraches y demás, alcance la suficiente extensión y profundización como para que las entrevistas que conceda comiencen de esta manera: “Señora Presidenta, ¿qué sugiere usted que le pregunte?”. Como un tipo, en el Margot, despotricó contra la señora porque había comparado a Obama con Perón y con su marido, el reo de la cortada de San Ignacio lo interrumpió para decirle, muy serio: “A mí no me extraña para nada, maestro. ¿O usted no sabe que Lincoln tomaba mate con toronjil y que Elvis Presley se dedicó al canto después de escuchar una grabación de Carlitos Gardel interpretando «Rubias de New York»?” © LA NACION

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CARLOS FLORIA PARA LA NACION

S

E atribuyen a la Presidenta, según leo, ejercicios comparativos por lo menos arriesgados. Comparó la carrera política del presidente Obama (para serlo “tuvieron que pasar muchas cosas en el mundo”, dijo) con la de Kirchner, un “joven desgarbado” que llegó a la Presidencia después de haber pasado (¿en el mundo, en nuestro país?) otras tantas. Ese tipo de afirmaciones, como las que en el pasado reiteró respecto de “dos siglos de fracasos” de una Argentina alterada, es una lectura de la historia un tanto sesgada, para decir lo menos. Revela que la Presidenta no es una intelectual preocupada por lo que significan los análisis propios del método comparativo. Comparar implica un ejercicio intelectual aplicado al mejor conocimiento: comparar es conocer y afinar la lectura del pasado y del presente. La lectura de la historia es el primer paso en la secuencia de una sustantiva explicación política, así como la lectura de la sociedad, las instituciones y la ética pública son pasos fundamentales para una adecuada educación y cultura políticas. Un “joven desgarbado” fue, por ejemplo, Charles de Gaulle, según descripción de sus superiores en su carrera militar. Cuando los franceses reconocieron en él sus condiciones de líder de crisis, no por eso dejaron de observar excesos verbales que eran puestos en cuestión. La “autoridad heroica”, el “líder de crisis” o el “líder carismático” es un rol polivalente, en cuanto supone riesgos para cualquier sociedad. En el caso de los intelectuales –“ganadería”, en expresión de Ortega y Gasset, que integro–, su relación con la política ha sido siempre, y en todos lados, complicada. Suelen enrolarse en la “contestación” permanente. Forman parte del entramado de “sectas ideológicas” que se hacen escuchar a derecha e izquierda, más allá de su número, por la tendencia a la rigidez y la pureza que lleva desde un extremismo a otro. Pagan con frecuencia el precio del aislamiento. Caen en una suerte de totalismo crítico respecto del orden político y social. Pasó en los años 30, en los 40 y en décadas siguientes. También ocurrió, si se extiende el análisis, en todos los países no totalitarios del siglo XX y entre los políticos intelectuales del siglo XIX, mucho tiempo antes del proletariado moderno. Una segunda característica es la tendencia al “moralismo”, que lleva a la polarización entre derechas e izquierdas, convertidas en derechismo e izquierdismo. Ambas están dispuestas a sustituir la investigación por el profetismo y a buscar chivos emisarios en las inequidades del capitalismo, y con escasa frecuencia en el significado siniestro de los totalitarismos del siglo XX. Por fin, está la convicción de que los intelectuales son la conciencia de la sociedad. ¿Para qué tipo de sociedad? ¿Qué tipo de Estado defienden, para qué sociedad? Si los intelectuales no atienden a esos interrogantes, ¿cómo interpelan a la clase política? Silvia Sigal y Beatriz Sarlo han escrito propuestas y críticas importantes en esas claves, y no en solitario. Pilar Calveiro –militante y víctima en los años 70 y hoy académica distinguida en la Universidad de México– ha testimoniado su crítica a la estrategia montonera en un ensayo relevante: Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70. Título provocativo, aporte sugerente. Me interno, por fin, en la cuestión del progresismo, apelación que cada

protagonista interpreta a su modo. En mi caso, como una suerte de católico liberal chapado a la antigua, haré una breve referencia a lo que significó en los años 50 el debate entre progresistas e integristas en el mundo ideológico religioso. Otro debate, pero no diferente de lo que circula en las calificaciones y descalificaciones actuales. En los años 50, progresista era, para los católicos, todo aquel que, impedido por razones personales de dar adhesión oficial y total al Partido Comunista, estaba persuadido de la excelencia intrínseca de esa ideología, habida cuenta de que no se difundía o era negado el totalitarismo en la URSS. El progresista era lo que se llamaba el “compañero de ruta” ideal y

Algunas afirmaciones de la Presidenta revelan una interpretación un tanto parcial de la historia, por decir lo menos... definitivo. Como escribía por entonces Joseph Folliet –aplicado al caso francés, pero extendible a otros ámbitos–, ese progresismo tenía un carácter pasional y apasionado, sin ser sentimental. Hay que recrear aquella parte de la historia. Explicaba rasgos comunes: una voluntad de estar presente en la historia, un deseo de justicia social, un optimismo fundamental acerca de la Iglesia en el mundo... Muchos intelectuales burgueses se sentían fascinados por el comunismo. La URSS era un lugar de peregrinaje político, que llevó a Simone de Beauvoir a considerar a Stalin, después de un par de entrevistas, “un abuelito patriota” (¡!). Enfrente estaba el integrismo, como tendencia menos asible que el progresismo. Pero había rasgos comunes: también era pasional y apasionado, y no reconocía el valor del diálogo: cultivaba,

naturalmente, el monólogo. No discutía: condenaba. Los integristas católicos se consideraban “el juicio de la Iglesia”. Eran, en rigor, sectarios, sin disposición para persuadir, sino para intimidar. Sobrevaloraban la ortodoxia tal como la interpretaban, y tenían la verdad. Tendían –tienden– al autoritarismo. Y terminan siendo clericales, rasgo no ausente en el progresista en la medida en que sitúa a la Iglesia como poder o contrapoder político... No es tradicional, sino tradicionalista. Ambos, progresistas e integristas, apenas perfilados en estas notas, son riesgosos por la lógica interna autoritaria que los envuelve, aunque no lo acepten. Tensos, dramáticos, apocalípticos, expresan una lógica abstracta: el espíritu de sistema, la negación de la autocrítica y, al cabo, la ausencia de humor. No saben manejar la ironía y el sarcasmo, no saben de la broma franca y libre... Dicho esto, queda una cuestión actual: ¿cuán progresista es el progresismo que ahora se cultiva y se invoca? ¿Existe el progresista reaccionario? Pregunta incómoda, pero realista. Una anécdota de la vida académica: en un seminario dictado en la Facultad de Derecho de la UBA, y en vísperas del último retorno de Perón, tenía como cursante (es un decir, por cuanto eran frecuentes sus ausencias) a Rodolfo Galimberti.. Con un colega, habíamos publicado una Historia de los argentinos, todavía circulante, que no recomendábamos en la bibliografía por reservas éticas. Finalizada una sesión del seminario, se presentó Galimberti, cordial y respetuoso, para transmitir una preocupación de los estudiantes. La queja partía –según él– de un capítulo que aplicaba una suerte de tipología de los liderazgos, procedente de la ciencia política, al estilo y a la historia de Juan Domingo Perón. Inteligente, pragmático, con dosis de cinismo, realista... Galimberti me observó: “Eso ya lo sabemos, pero usted lo califica como inspirado por el conservadurismo

popular, cuando se trata de un socialista nacional... Y además usted sostiene que la vida pública de Perón comenzó y terminará en su papel militar...” Galimberti no era un intelectual: era un militante. Fue indiferente que le sugiriera una recorrida por la crisis del 30, por los años del GOU, por las banderas del muy conservador gobernador Fresco, que Perón empleó sin citarlo, y por el hecho entonces reciente de que el general había designado a un antiguo conservador, Héctor Cámpora, y al dirigente principal del Partido Conservador Popular, Vicente Solano Lima, como sus hombres de confianza en una tempestuosa sucesión... Por eso es aconsejable una relectura de El mito de Hitler, de Ian Kershaw (edición

Progresistas e integristas son riesgosos por la lógica interna autoritaria que los envuelve, aunque ellos jamás lo acepten inglesa de 1987, edición en español de 2004), de Operación Traviata, de Ceferino Ratto (allí consta que en un encuentro de Perón, en Madrid, con líderes montoneros, ellos se presentaron según sus “grados” y Perón los saludó “como general del ejercito argentino”), del reciente libro de Juan José Sebreli Comediantes y mártires. Ensayo contra los mitos, y, si uno se quiere internar en testimonios de la vida militante entre nosotros, de Lucha armada en la Argentina, revista con título provocativo y contenido sugerente y serio. Aquella recomendación clásica de que la lectura de la historia debe hacerse sin ira y con estudio tiene la oportunidad de lo necesario. © LA NACION El autor es profesor emérito en Ciencia Política en la Universidad de San Andrés y consulto en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

Nacionalismo, pecado o virtud L

OS argentinos padecemos de un adelgazado orgullo nacional, un frágil sentimiento patriótico. Lejos de ser banal, ésta es una de las razones de nuestra postergación. Los motivos son muchos; uno, es que siempre imperó la idea de que nuestro progreso residía en mimetizarnos con los países poderosos. El nacionalismo es hoy una convicción y un sentimiento a contrapelo de la tendencia a subrogar el amor a la patria por el espejismo de ser “ciudadanos del mundo”, sobornados por la transmisión en tiempo real de la informática y la TV. De eso trata la globalización que nos ha tomado sin puntos fijos donde afirmarnos, a diferencia de lo que sucede en Brasil o en México, donde el compromiso de los ciudadanos con sus tradiciones protegió de ser arrasados. Debe hablarse entonces de “glocalización”, lo global interrelacionado con lo local. En nuestra Argentina, confesarse nacionalista suele requerir aclaraciones: “nacionalista pero sin zeta”, “nacionalista pero no de derechas”. Es previsible que, ante la mención de esa palabra en nuestro interlocutor, se dispare un mecanismo de cuestionamiento, porque ha quedado asociada a gobiernos autoritarios, que han utilizado una supuesta “defensa de lo nacional” para justificar su barbarie. Y lo del “ser nacional” ha servido para censurar, torturar, matar. Tampoco tiene prestigio la palabra “patria”, caída en desuso por parte de nuestros políticos y funcionarios. Otra razón es que las ideologías dominantes en nuestro planeta, el capitalismo y el

marxismo, son internacionalistas, es decir, suponen ser aplicables en cualquier país del mundo con algunos ajustes. El nacionalismo es un obstáculo a eliminar, como lo demuestra el que un movimiento de esencia nacional como el peronismo ha impedido que nuestros sindicatos respondan, como en la mayoría de las naciones, a alguna de las derivaciones del marxismo. ¿Qué es ser nacionalista? Amar a su patria. En sentimiento, en pensamiento pero sobre todo en acción. Amar sus paisajes, su gente, su cultura, sus posibilidades.

El buen nacionalismo no supone ser mejor que otros, creer que su verdad deba ser impuesta a otros o despreciar lo exterior Empeñarse en hacerla mejor, en comprometerse en aportar el granito de arena que le corresponde y hacerlo con alegría. Ello no implica despreciar lo exterior, eso sería chauvinismo, una patología del nacionalismo que ha desencadenado guerras y genocidios, aunque debajo de esos pretextos siempre se esconden motivos económicos. El buen nacionalismo no presupone ser mejor que otros, tampoco cree que su verdad deba ser impuesta a otros. Sabe que en lo ajeno hay aspectos positivos que deben ser incorporados para mezclarlos con lo propio y mejorarlo.

PACHO O’DONNELL PARA LA NACION

El nacionalista sabe que tiene responsabilidades hacia su patria. Es un patriota, es decir, etimológicamente, pertenece “a la tierra del padre”. Y los compatriotas son “hijos de un mismo padre”, es decir, hermanos. Por ello, un buen espíritu nacional compele a la intolerancia hacia la precariedad en el acceso a la salud, la educación, la cultura de tantos hermanos sumergidos en la pobreza, de la que es principal culpable la devastadora corrupción que desde hace mucho tiempo corroe nuestras posibilidades como país, como sociedad y como individuos, potenciada por la grave falta de compromiso de algunos “hijos” con su patria. ¿Es imaginable una deuda externa como la que nos estrangula de no ser porque quienes la contrajeron estaban más atentos a sus intereses que a los patrióticos? Es una prueba del desamor hacia lo que debería ser amado. La desatención hacia nuestros símbolos, banderas ausentes en las ventanas en días patrios e himnos cantados con desgano y pudor, han hecho que la camiseta del seleccionado nacional de fútbol se constituyera en el mayor referente de un sentimiento colectivo ligado a lo nacional. A esto hay que agregar la ligereza con que, con la justificable intención de potenciar el turismo, se cambian las fechas de los feriados que celebran hechos históricos sin que haya empeño en explicar su significado. Tenemos en nuestra historia perso-

nalidades y circunstancias admirables cuyo conocimiento y exaltación deberían servir como modelos de identificación para vigorizar el orgullo nacional, que nos haría sentir partícipes de un proyecto con tradiciones, valores, cultura y afectos compartidos. Se es nacionalista cuando cotidianamente se cuida ese hogar simbólico que es la patria comenzando por uno mismo, esforzándose en ser honesto y solidario, implacable en la denuncia de la corrupción y de la ineficiencia; infundiendo en nuestros hijos con la prédica

Patriota es quien pertenece a “la tierra del padre”. Y los compatriotas son “hijos de un mismo padre”, es decir, hermanos y, sobre todo con el ejemplo, el valor del estudio y del esfuerzo. Ser nacionalista y patriota es valorizar a U2 y a Madonna, pero también a Astor y a Atahualpa; apreciar el cine de Scorsese y los hermanos Taviani, pero también el de Lucrecia Martel y Leonardo Favio; imaginar un destino más patriótico para el dinero que una cuenta en Suiza; no apreciar el tango porque gusta en Europa sino por sus valores superlativos; estudiar a los sociólogos franceses, pero también a Jauretche y a Scalabrini; no admirar a Borges porque eligió ser enterrado en

Ginebra sino por su genialidad impregnada de porteñismo; enorgullecerse de llevar adelante una empresa nacional; rescatar a grandes escritores como Marechal, Gálvez y Castellani, que por nacionalistas y católicos fueron expulsados del Parnaso literario argentino; preocuparse en poner los conocimientos adquiridos en alguna forzada emigración al servicio de nuestro país; insistir en que Buenos Aires poco o nada se parece a París sino a sí misma. En última instancia, ser nacionalista y patriota es enfurecerse porque nuestra Argentina no es lo que debería ser, hacernos cargo de nuestra propia culpa en ello y no autoindultarse echándosela a los demás, comprometernos en la política, en la acción gremial, en la acción solidaria para desalojar aquello que nos enferma como sociedad; hacer un buen uso de los recursos de la democracia pasando de la pasividad quejosa a la acción positiva y, cuando sea necesario, echar mano a nuestro coraje. Es un buen ejercicio en cada situación que agreda nuestro orgullo patriótico, desde la más nimia a la más flagrante, imaginar qué es lo que pensaría y haría el prócer que más admiremos, sea San Martín, Belgrano, Dorrego, Rosas, Mitre o Roca, y actuemos como él. Porque ellos fueron seres humanos comunes, como todos nosotros, a quienes su pasión nacionalista, el amor por su patria, los llevó a acometer acciones extraordinarias. © LA NACION

El último libro del autor es Los héroes malditos.