Hace un tiempo en una reunión de gente judía en San Francisco, durante un período de discusión abierta, un anciano judío que estaba visitando procedente del Medio Oriente, pidió que le dejaran compartir algo que estaba en lo profundo de su corazón. El grupo aceptó su participación con agrado, y él comenzó explicando de que había nacido en una familia ortodoxa en Palestina, unos 70 años antes; y que desde su más temprana niñez le habían enseñado a observar estrictamente la ley y todas las prácticas judías. Sin embargo, a medida que maduraba, su manera de observar la pascua se volvió una gran preocupación para él. Cada año para esta observación, explicó, mi familia ortodoxa solía sacar toda la levadura de la casa, observando cuidadosamente cada detalle de la comida de Pascua, asistiendo a la sinagoga, y estrictamente realizando cada ritual y dirección del Talmud. Me enseñaron a observar cada detalle excepto el único que Jehová requería más que todos. Sus oyentes lo miraron intrigados. Mis hermanos, el anciano judío continuó con gran formalidad, el Señor no dijo, cuándo yo vea que han sacado la levadura, pasaré de sobre vosotros, ni tampoco dijo, cuándo coman el pan sin levadura o asistan a la sinagoga, pasaré de sobre vosotros. No, él dijo, cuándo vea la sangre, pasaré de sobre vosotros. Y nada puede sustituir a la sangre. Sus hermanos judíos empezaron a sentirse incómodos, pero él continuó. Yo nací en Palestina, explicó, y como niño me enseñaron a leer la ley, los Salmos, y los profetas. Asistí a la sinagoga y aprendí hebreo de los rabinos. Yo creía lo que se me decía; incluyendo que la nuestra era la única religión verdadera. Pero a medida que fui creciendo y estudiando las Escrituras con más ahínco, me sentí abrumado por el lugar que la sangre ocupaba en todas las ceremonias allí e igualmente consternado por la ausencia total de la misma en el ritual de las ceremonias en que me criaron. Leí en las Escrituras de la sangre que se requería del cordero de la pascua; y de la sangre que se requería para rociar el propiciatorio. Temblaba mientras pensaba del gran día de expiación, y del lugar que la sangre tenía allí. Día y noche la verdad de Dios solía sonar como un timbre en mis oídos: es la SANGRE la que hace expiación por el alma. Yo sabía que había quebrantado la ley. Yo necesitaba expiación; pero la palabra de Dios decía claramente que la expiación debe ser hecha por sangre, ¡y no había sangre de ninguna clase en nuestra observancia de la ley! En mi angustia, el anciano judío continuó, finalmente le conté lo que sentía, y de mi preocupación, a un erudito y respetado rabino. Me dijo que Dios estaba enojado con su pueblo, y había permitido que el templo en Jerusalén cayera en manos de gentiles incrédulos, y había dispersado a su pueblo. El templo luego fue destruido y una mesquita mahometana fue puesta en su lugar; y la razón por la que nosotros ya no ofrecemos sacrificios de sangre es porque el templo de nuestros antepasados era el único lugar en la tierra donde nuestro pueblo se atrevía a derramar la sangre de expiación. Y ahora, puesto que el templo ha sido destruido, un sacrificio de sangre ya no puede realizarse. El rabino me dijo que Dios mismo había cerrado el camino para llevar a cabo el solemne servicio del gran día de expiación; por lo tanto ahora debemos depender, en cambio, de los méritos de nuestros antepasados, y de nuestra propia inteligencia en seguir las instrucciones del Talmud y debemos confiar en la misericordia de Dios en lugar de ofrecer la sangre que él requería. Traté de quedarme satisfecho con esta explicación, continuó él anciano, pero la explicación no ofrecía paz. Algo dentro de mí parecía decir que la ley no se había alterado, que todavía requería sangre para nuestra expiación aun cuando nuestro templo había sido destruido. En mi mente continué repitiendo lo que Dios mismo había dicho: Es la sangre la que hace expiación por el alma. Si nosotros no podíamos ofrecer sangre en otra parte excepto en nuestro templo que ahora estaba destruido ¡entonces nos quedábamos sin ninguna expiación en absoluto! Este pensamiento me llenó
de horror. Acudí a otro rabino, y a otro, y a otro con mi única pregunta crítica: ¿Dónde puedo encontrar la sangre que expiará por mis pecados? Tenía 30 años de edad cuando salí de Palestina y me fui a Constantinopla, con esa pregunta aún sin contestar, y mi alma todavía desesperadamente atribulada por mis pecados. Pero una noche en Constantinopla, cuando estaba caminando por una calle, vi un letrero en una puerta que anunciaba que allí estaban celebrando una reunión para judíos. Con gran curiosidad abrí la puerta y cuidadosamente me senté en un asiento que estaba cerca. Y justo cuando me había sentado, el hombre que hablaba al grupo declaró con autoridad y con triunfo: ¡La sangre de JESUCRISTO, SU HIJO, nos limpia de TODO pecado! ¡Por fin la había encontrado! ¡La sangre expiatoria! Este fue mi primer encuentro con el cristianismo. Escuché jadeante a medida que el predicador contaba como Dios Mismo había declarado que sin derramamiento de sangre no hay remisión; y luego él mismo entregó a su Hijo unigénito para que derramara esa sangre ¡como el Cordero de sacrificio! Me quedé estupefacto de asombro: la sangre del sacrificio fue derramada por el PROPIO HIJO DE DIOS. Ahora esto era tan lógico: Él tuvo que volverse hombre, un hombre sin pecado a fin de proveer la sangre que se exigía, a fin de volverse el perfecto Cordero de sacrificio sin mancha ni arruga para ocupar nuestro lugar. Repentinamente vi claramente a Cristo como el Mesías de Isaías 53, y como el portador del pecado del Salmo 22. ¡Por fin había encontrado la sangre de expiación! Pero más allá de sólo encontrarla, esa noche puse mi confianza en el Único que la había derramado por mí. Como me encanta leer el Nuevo Testamento ahora, y ver que en Jesucristo todos los requisitos de la ley están asombrosamente cumplidos, y todas las prefiguraciones de su sacrificio fundamental mediante algunos menores, se hacen claros y comprensibles. Su sangre fue derramada por mí. No puedo convencerme de la maravilla de ese hecho, y nunca podré. Su sacrificio a mi favor, ha satisfecho a Dios, y es el único medio de salvación para los judíos y gentiles por igual. ¡Ese fue el testimonio de un anciano judío, que nació en Palestina, que encontró en Constantinopla la verdad de la sangre expiatoria de Cristo, y testificó en San Francisco de su fe en el Hijo de Dios! pero sus primeras experiencias con el ritualismo sin la sangre de Cristo no se limitan a Palestina o a la enseñanza judía.
Un ritualismo similar, que no menciona la sangre expiatoria caracteriza a muchas de las llamadas iglesias cristianas también donde los líderes religiosos, tan parecidos a los rabinos en Palestina, enseñan que los sacramentos y la afiliación a la iglesia aseguran, sin duda, la aceptación de Dios. El enfoque está en el cumplimiento religioso, más bien que en la limpieza del pecado que fue hecha posible por el sacrificio del Cordero de Dios. Es verdad que algunas iglesias hacen referencia a la muerte de Cristo, pero nuevamente, esto no es equivalente a hablar de su sangre derramada. El significado básico de su muerte fue el derramamiento voluntario de su sangre. Sin derramamiento de sangre no se hace remisión (Hebreos 9:22).
La naturaleza de la muerte del Salvador fue específicamente planeada por Dios. Él no murió de un golpe en la cabeza ni murió en la cama. Yo no fui criada en una sinagoga sino en una iglesia ritualista, y me enseñaron a confiar en mi iglesia para asegurarme de que sería aceptada por Dios, así como a ese anciano judío le enseñaron a depender de su sinagoga para dicha seguridad. No, a mí no me enseñaron a celebrar las fiestas de pascua para estar bien con Dios, pero me enseñaron a observar los sacramentos para lograr el mismo propósito. Pero a pesar de mi cuidadosa moralidad y observancias conscientes de cada requisito de mi iglesia, Dios mismo en respuesta clemente a mis clamores me trajo para que viera que ellas no me habían hecho aceptable a él. Así es, él me trajo en amor a una aterrorizante comprensión de que yo estaba perdida. En un diluvio de lágrimas clamé a Dios, O Dios mío, necesito tan desesperadamente estar bien contigo, pero no sé cómo.
Desesperada, comencé a investigar, muy parecido a aquel anciano judío, yendo de un líder religioso a otro, tratando de descubrir cómo yo, también, podía con absoluta certidumbre lograr una relación correcta con Dios. Pero ninguno de esos líderes religiosos me dijo jamás que pusiera mi confianza solamente en la sangre preciosa de Cristo, como un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, cuya sangre derramada solamente podía expiar por mi pecado, hacerme aceptable a Dios, y asegurarme de una eternidad con él.
Ni uno solo de esos líderes religiosos me dirigió a mí de ese modo sino Dios mismo en medio de cierta noche, en medio de mis lágrimas, se hizo cargo donde ellos habían fracasado. Él mismo me trajo a mirar simplemente en fe como de un niño a Cristo y su sangre derramada por mí. No a rituales, no a Cristo más sacramentos, no a Cristo más mi cumplimiento religioso, sino a Cristo solamente para el perdón de todos mis pecados, y para su aceptación segura. En ese preciso momento yo intercambié mi pecado por su justicia ¡Piense en ello! Justicia PERFECTA de la clase propia de Cristo. Fue colocada a mi cuenta y la suya es la única clase que siempre ganará entrada al cielo para cualquiera judío o gentil. Esa noche, como resultado de esa simple mirada de fe al Cordero de Dios, recibí la misma seguridad, y experimenté el mismo triunfo, que aquel anciano judío recibió cuando él puso su fe en Cristo. IESHÚA JAMASHIAJ Y ahora él y yo somos dos ramas de la Vid ¡una es una rama judía, la otra una rama gentil injertada! Y me siento obligada a parafrasear la palabra de Dios en advertir a otros de que Dios no dijo, cuándo vea tu certificado bautismal, pasaré de sobre ti, o cuándo vea tu nombre en la lista de la iglesia, o vea cuan religioso eres, pasaré de sobre ti. No, el Señor les dice a judíos y gentiles por igual: Cuándo vea la sangre, pasaré de sobre ustedes. El propio Hijo de Dios derramó esa sangre; y con profunda preocupación y en su amor y urgencia yo pregunto, ¿Ha aplicado usted por la fe ese pago por el pecado a su corazón, de modo que el juicio de Dios pase sobre USTED? ************* Escrito y Presentado en inglés por Allegr McBirney Traducción cortesía de (Dante N. Rosso) Tomado de la revista “Momento de Decisión”, www.mdedecision.com.ar Usado con permiso ObreroFiel.com – Se permite reproducir este material siempre y cuando no se venda.