Fracturas en la aldea intelectual Tenebrosas

el republicanismo insustancial en el que estamos atrapados. Ellos y nadie, sino ellos, son quienes impulsan el adveni- miento de una sociedad por fin liberada.
114KB Größe 7 Downloads 60 vistas
OPINION

Viernes 20 de agosto de 2010

La sombra inquietante del Estado policial JULIO CESAR MORENO

A

PARA LA NACION

propósito del “caso Macri” –y de otros similares– pareció volver en estos últimos tiempos una categoría que parecía desterrada: el “Estado policial”. El ex presidente Eduardo Duhalde lo dijo con todas las letras: “Las escuchas telefónicas son una obra maestra de la SIDE; es insólito que se quiera sacar del medio a un futuro candidato; estamos en un Estado policíaco, estamos todos escuchados”. Otros políticos, aun los defensores de Macri, fueron más suaves en sus apreciaciones, pero aquella frase de Duhalde quedó sonando como un garrotazo. Hacía mucho que no se la escuchaba. Después de más de un cuarto de siglo de democracia, todos creían que ésas eran cosas del pasado, de las dictaduras o de los gobiernos civiles autoritarios. A lo sumo se denunciaba la represión policial, a esa “maldita policía” que golpeaba a jóvenes, manifestantes callejeros, piqueteros o militantes políticos. Pero la idea del “Estado policial” como la de un Estado que vigilaba rigurosamente a los ciudadanos, no sólo a través de las intervenciones telefónicas sino también con filmaciones clandestinas y otros métodos, era en todo caso considerada una nota de archivo. Figuras como la del “informante de la SIDE” o el “delator policial” hoy parecen novelescas. Sin embargo, todo indicaría que aún existen, aunque fuere en una dimensión menor que durante los regímenes dictatoriales o autoritarios. En este aspecto, la Argentina, con el retorno a la democracia en 1983, tuvo su “caída del muro de Berlín”. Un buen film alemán, La vida de los otros, muestra el sistema de espionaje interno en la ex República Democrática Alemana, a cargo de la policía secreta, denominada Stasi, que tenía 100.000 agentes y 200.000 informantes. Aquél era un Estado policial en serio, que duró 40 años, hasta la caída del Muro (1949-1989). No estamos en la Argentina en un extremo semejante, aunque haya agentes, batidores, soplones, informantes, alcahuetes y asociaciones ilícitas en algunas estructuras del Estado, a veces en connubio con empresas privadas, como quedó demostrado con “la mafia de los medicamentos” o “el caso de la valija”. Y es precisamente en este entramado de corrupción, mafias y tráfico de drogas –a lo que hay que añadir el terrorismo– por donde se cuelan las figuras de los batidores y los informantes. Más todavía: los servicios de inteligencia occidentales le dan tanta o más importancia a la infiltración en las redes terroristas que a la acción militar pura. Los argentinos no están sometidos a un Estado policial ni se sienten espiados o escuchados como en la época de la Stasi alemana. Incluso, hay muchos ciudadanos que piden más policía en la calle para que los cuiden y los protejan de los delincuentes. No quieren una “maldita policía”, sino en todo caso una bendita, es decir una fuerza eficaz y preparada para combatir la inseguridad, ese gran mal de nuestro tiempo. Un tiempo contradictorio, en el que conceptos como el bien y el mal se mezclan a la hora de analizar la realidad. © LA NACION

I

19

EL CONTROVERTIDO FERVOR OFICIALISTA DE MUCHOS ARTISTAS Y PENSADORES

Fracturas en la aldea intelectual Continuación de la Pág. 1, Col. 2 ideales de justicia social. Lo viejo, admiten algunos, subsiste todavía. Hay corrupción, reconocen. Hay delito. Hay prepotencia. Se trata, explican, de una vertiente anacrónica y enancada en lo novedoso, que busca, como puede, recuperar el protagonismo que perdió. No obstante, ninguno de estos rasgos definen, según tales comentaristas, la dirección que la pareja presidencial logró infundir a la política argentina. Corrupción hubo siempre, enfatizan. Y el hecho de que aún persista no significa que su espesor real, en el oficialismo, sea el que la oposición se empeña en atribuirle. Una oposición ensañada, dicen, en obstruir las iniciativas valiosas del Gobierno y desconocer por todos los medios sus aciertos. Estos amigos y conocidos no dudan de que el progresismo debe asegurarse como sea el curso fluido de su marcha ascendente. Las contradicciones que puedan irrumpir en esa marcha lejos están de afectar su coherencia. Por el contrario: ellas sólo pueden pasar por esenciales e intolerables donde no se aprecia el empuje transformador que las genera. Donde no se quiere ver el sitio periférico que, en verdad, ocupan dentro del proceso de cambio que se está llevando a cabo en la Argentina. Al confundir lo sustantivo con lo superfluo y convencional, quienes piensan como yo lo hago terminan por obstaculizar, me dicen, el desarrollo de lo necesario y por convertirse, queriéndolo o no, en reaccionarios. Tal es el diagnóstico con que estos amigos y conocidos caracterizan a los adversarios del régimen de turno, al que pronostican, dicho sea de paso, una larga vida en el poder mediante el legítimo mecanismo de las elecciones sucesivas. ¿Cómo no oír en estas voces de hoy las desgastadas consignas redencionales de ayer, reacias a aprender las lecciones que deberían impartirles sus fracasos reiterados y su constante impopularidad? ¿Dónde arraiga la resistencia al cambio? ¿Dónde se denuncia lo ciego y senil o dónde se aspira a presentar como eternamente remozado lo irremediablemente envejecido? Es cierto: esto vale también para los opositores. Ninguno de ellos llegará a ser lo que debe si no deja de parecerse a lo que fue. Pero, para muchos de nosotros, vale

Estos amigos no dudan de que el progresismo debe asegurarse como sea el curso fluido de su marcha ascendente ante todo para el oficialismo. Un oficialismo que no logra enmascarar su vocación autoritaria por más que se empecine en simular que no la tiene. La indiscutible evidencia de que la crisis del año 2001 desnudó las fragilidades del capitalismo local y contribuyó a profundizar el descrédito de la endeble democracia en que vivimos volvió a cebar los viejos sueños apocalípticos. Son esos mismos sueños los que hoy reflotan, impermeables a las pruebas que arroja la década pasada y, en especial, a las que sembró la trayectoria acomodaticia del peronismo después de que Menem lo liquidó como expresión de una ideología nacional y popular. En su reflorecimiento, esos sueños se empecinan en concebir a

los Kirchner como líderes de una tendencia en la que se reconcilian ética social y eficacia política. Son ellos, auguran sus adherentes, quienes han comenzado a desplegar el proceso que sabrá superar el republicanismo insustancial en el que estamos atrapados. Ellos y nadie, sino ellos, son quienes impulsan el advenimiento de una sociedad por fin liberada de sus oligarquías y corporaciones ultra conservadoras, así como de la incidencia de los partidos agusanados que tanto hicieron para que el país no prosperara, desde que se puso fin al último régimen militar. De sus ruinas, se profetiza, nacerá una sociedad más justa y promotora de un intenso protagonismo de los sectores hoy marginados del trabajo y de la educación. Hay, en suma, un fin supremo y el logro de ese fin valida todos los medios: matonismos a lo D’Elía y Moreno. Oscuridades a lo De Vido. Presiones a lo Moyano. Subestimación implacable del federalismo. Valijas, tragamonedas y diplomacia paralela. Abierta y desenfrenada multiplicación de bienes privados durante el ejercicio de la función pública. Caja y compra de voluntades. Negación de la inseguridad. Desprecio de la política. Autoritarismo o nada. Corrupción hubo siempre, prosigue adoctrinando la letanía, esta vez en la voz enfática de un profesor de historia con el que llevo años desencontrándome con afecto. Lo que no siempre tuvimos,

insiste, fueron dirigentes tan volcados, como ahora lo están los Kirchner, a la causa del pueblo. No logro disimular mi desconcierto ante esta entusiasta subestimación del delito, la magnitud de la pobreza y la prepotencia. Pero la intransigencia despertada por mi lectura de los hechos recrudece cuando

A mi juicio, los Kirchner nada tienen de auténticos peronistas y sí mucho, por no decir todo, de empresarios del poder digo que Néstor Kirchner odia la política democráticamente entendida. Que aspira a destruir todos los matices ideológicos que se atrevan a relativizar el alcance de sus propios planteos. Que quiere un parlamento sumiso. Que el pluralismo lo angustia y no sólo lo preocupa. Que únicamente la uniformidad encolumnada detrás suyo lo serena. Que la nueva y próspera aurora con la que sueña exige un dilatado escenario de silencio. La discrepancia y el hartazgo que solemos provocar los que pensamos de este modo se transforman, por último, en franco rechazo, por parte de mi historiador, cuando le manifiesto que, a mi juicio, los Kirchner nada tienen de auténticos peronistas y sí mucho, por no decir todo,

de empresarios del poder. Buscan administrar una estructura vacía de conceptos en la que sólo en minoría subsisten las ideas. Allí se agolpan, en cambio, los gerentes, los subgerentes, los jefes de despacho y una diligente burocracia. Donde ayer importaban ante todo los planes quinquenales y se leía con pasión La comunidad organizada, hoy no se aspira más que a una jugosa rentabilidad personal y a lo sumo corporativa. Lejos de avergonzarlos, el negocio del peronismo entusiasma a los Kirchner y no están dispuestos a dejar que nadie se los arrebate. Lo fatigo, es evidente. La sensibilidad de mi buen amigo se ahoga en estos planteos, a los que sólo por educación se limita a llamar formalistas. Se incorpora, sin dejar de mirarme severamente. Quiere que advierta tanto su fuerte desacuerdo como su cansancio irremontable. Se niega a que yo pague la cuenta. Mientras lo hace, le digo, abusando ya de su paciencia agotada, que Néstor Kirchner ha sido, en mucho tiempo, el más hábil constructor del hiperpresidencialismo que hoy traba el desarrollo de la República. Cuando me escucha, sonríe. Apoya ambas manos sobre la mesa y repite lentamente, inclinándose hacia mí, la frase que acabo de decir. Pero, al hacerlo, la limpia del pesar con que yo la formulo, y la enuncia con un fervor incontenible. El fervor de quienes estiman como un bien lo que yo, entre tantos otros, considero una tragedia. © LA NACION

Tenebrosas sospechas sobre la reencarnación CARLOS M. REYMUNDO ROBERTS

A

CABO de leer Maldito karma, una novela alemana sobre la reencarnación que me ha dejado reflexivo e inquieto. La protagonista, una exitosa presentadora de televisión, muere joven y se reencarna una y otra vez hasta llegar donde quería llegar, aunque, por supuesto, con otra identidad y otro cuerpo. Desde que terminé el libro empecé a plantearme si esto de la reencarnación no sería cierto; si no es posible que alguien pueda volver a este mundo para completar lo que en la primera vida no pudo, no quiso o no supo hacer. Y, finalmente, la duda más dramática: si algunas o muchas de las personas que hoy nos rodean no son en realidad nuevas versiones de gente que ya fue. Inquietante. Ya no pude parar la dinámica en la que me había metido, y sospeché de todos. Guillermo Moreno… ¿es realmente Guillermo Moreno o resulta que es la segunda vida de algún oscuro funcionario fascista de los tiempos del Duce? Julio Cleto Cobos, ¿no será un emperador romano, ahora sin imperio y sin Roma? Aníbal Fernández. De Aníbal, tan polifacético él, se me ocurrieron entre 38 y 40 reencarnaciones, y todas me resultan verosímiles. Un payador cordobés, un humorista, un cacique de la tribu de

LA NACION

los quilmes, un todoservicio del viejo Kremlin... En esa línea de pensamiento, o de sospecha, me seguí preguntando: ¿y si Hugo Chávez es Bolívar? Bueno, un Bolívar sin caballo pero con petróleo, renacido en Macondo, con un máster en La Habana y enfermo de subdesarrollo. ¿Y si Julio Grondona fuera Julio Grondona en todas sus vidas, y entonces resulta que está asegurado su dominio en la AFA por otros 327 años? A Pepe Mujica, presidente de Uruguay, le contaron que en un estadio anterior fue

Una duda dramática: si muchas de las personas que nos rodean no son en realidad nuevas versiones de gente que ya fue tupamaro. El no se lo cree. Al canciller Héctor Timerman le preguntaron cómo le gustaría llamarse en su próxima reencarnación, y contestó: “Cualquier cosa menos Alfredo”. La misma pregunta le hicieron a Amado Boudou. “No me importa el nombre. Me encantaría cumplir el sueño de ser minis-

tro de Economía”, dijo. De Francisco de Narváez se comenta que en su primera vida fue colombiano. El se enoja y lo niega. De Mauricio Macri, que fue espía. Lo considera una broma de mal gusto. De Daniel Scioli, que fue aplaudidor en actos oficiales, costumbre que conserva en esta nueva etapa, mejorada. Del juez Oyarbide se comentan muchísimas cosas, pero hay que tener coraje (o muchas vidas) para animarse a repetirlas. Del cardenal Bergoglio se asegura que una reencarnación atrás renunció a ser elegido Papa, y que ahora que le ha tocado lidiar con estos tiempos de la Argentina cree que en el Vaticano la hubiese tenido más fácil. De Ricardo Jaime, ex secretario de Transporte, distintas versiones hablan de que fue piloto de avión. Del que fue su jefe, Julio De Vido, hay una certeza: tiene más vidas que los gatos. Otra certeza: Susana Giménez no es una reencarnación. Es la misma. Y otra: en la reencarnación de Graciela Alfano trabajaron por lo menos 63 cirujanos. Eduardo Duhalde, como está a la vista, no se siente cómodo con el papel que le ha tocado en este nuevo turno, y quisiera volver atrás. Imposible. Los repartidores

de vidas tienen miedo de que le vuelva a ofrecer la presidencia a Kirchner. Ricardo Alfonsín hace lo imposible para que creamos que es la reencarnación de su padre. Franco Macri ya no sabe qué hacer para convencernos de que él es él y Mauricio es Mauricio. Felipe Solá no nos engaña: en su vida anterior se llamaba Sólo Felipe. Daniel Filmus y Miguel Bonasso probablemente han sido mineros. Lilita Carrió fue Amaterasu, la bellísima diosa del sol de la mitología japonesa.

¿Es en verdad Guillermo Moreno o es la segunda vida de algún oscuro funcionario fascista de los tiempos del Duce? Cierra por todos lados: por la belleza, por el sol y por el mito. En su primera vida, Carlos Reutemann ha de haber sido un veloz piloto de Fórmula 1, que hoy, para confundirnos, le imprime una extraordinaria parsimonia a todos sus movimientos. ¿Qué fue Luis D’Elía? Piquetero, muchos

siglos atrás. ¿Ricky Fort? Un caramelo. Acido. ¿Ricardo Echegaray, el jefe de la AFIP? Un millonario ganadero inglés: Richard Feed Lot. ¿Y Carlos Menem? Menemista. Dice que no lo recuerda. ¿Qué fue Borocotó? “Depende”, responde. ¿Diana Conti? Comunista. ¿Y Maradona? Menemista, delarruista, duhaldista, kirchnerista... El de Maradona es un caso singular. Un día, en una reencarnación, se dio cuenta de que era el DT del seleccionado argentino de fútbol. Pensó que era una broma o un error, pero al enterarse de que ganaba 100.000 dólares por mes decidió no protestar. Más lineal es la historia de los secretarios privados de la Presidenta. En sus vidas anteriores eran pobres: ahora están tratando de compensarlos. ¿Y Néstor? Las sospechas, en su caso, son públicas y notorias: antes que ahora fue Nestorius I, rey de Santa Cruz y de todo lo que pasara cerca. ¿Y Cristina? Evita no fue, seguro. Cristina I de Calafate, tampoco. ¿Una predicadora? ¿Una docente? ¿Una filósofa? Es difícil saberlo. Cuanto uno más la mira y escucha, más despistado queda. © LA NACION