Cozarinsky, retratado en el viejo presidio, hoy convertido en museo, por el escritor mexicano Mario Bellatin
POSTALES
FOTOS: GZA. MARIO BELLATIN
Fantasmas de Ushuaia El autor de Lejos de dónde propone en esta crónica fueguina una singular mirada a tres figuras que siguen rondando los confines del mundo en forma de souvenir: el Petiso Orejudo, precoz asesino; el anarquista Simón Radowitzky y el controvertido aventurero
Para La Nacion - Buenos Aires, 2010
A
cabo de fijar a la heladera uno de esos imanes cuyo propósito suele ser publicitario, no decorativo. Representa en colores brillantes a un adolescente de mirada extraviada, mueca siniestra y grandes orejas despegadas, que sostiene en las manos una soga. Su modelo imaginario es Cayetano Santos Godino, el precoz asesino serial y pirómano conocido como el “Petiso Orejudo”. Incapaz de resistir a este insólito souvenir morboso, lo compré en la boutique del Museo del Presidio, en Ushuaia. En la misma boutique, el presidio abolido está generosamente evocado: por una suma poco superior a los cien euros puede adquirirse un uniforme de preso, el al-
DANTE COSENZA
Julius Popper
POR EDGARDO COZARINSKY
EL PETISO OREJUDO. Un muñeco recuerda en la penitenciaría al asesino serial
guna vez famoso “pijama a rayas” amarillo y negro, expuesto en una percha coronada por una cabeza de oso de peluche. En otro imán, un hombre de barba blanca y expresión adusta tiene la mirada perdida en un futuro que sin duda presume luminoso; en él reconozco a otro recluso del penal: Simón Radowitzky, el anarquista que mató al jefe de policía Ramón Falcón. Son ellos, el monstruo y el iluminado, quienes reciben al visitante del museo, más bien de la serie de museos que hoy ocupan el predio del antiguo “presidio y cárcel de reincidentes” de Ushuaia. Son dos esculturas de bronce ennegrecido, colocadas sobre un escueto rectángulo de césped, en el espacio central al que se llega apenas transpuesto el portón de entrada. En una de ellas, un hombre de edad indefinida y barba cuidada está sentado sobre un leño, con la mirada perdida a lo lejos y expresión noble aunque ausente; un perro, inevitablemente fiel, está echado a sus pies. En la otra un individuo pequeño, enjuto, de grandes orejas, lleva en la mano un balde que se adivina pesado –los hombros vencidos delatan el esfuerzo–; su contenido original puede ser desconocido pero hoy lo llenan, según las estaciones, la lluvia o la nieve. No ha habido modelos vivos para esas esculturas, acaso sólo alguna fotografía borrosa. Fueron, siguen siendo los presos más famosos que albergó el penal. *** Del Petiso Orejudo pudo decirse que era, en el más técnico de los sentidos, “un imbécil, un degenerado hereditario”, términos invocados por el dictamen que le negó en 1936 la liberación solicitada. Su carrera criminal se extendió de 1904 a 1912, es decir, entre sus ocho y dieciséis años, edad en que fue arrestado. Lucía en la cabeza veintisiete cicatrices dejadas por los golpes que le había propinado su padre alcohólico; la madre, por su parte, había intentado sin éxito encerrarlo en un reformatorio desde sus primeras correrías, cuando intentó matar a una criatura de veinte meses. Más tarde estranguló con la piola que usaba de cinturón a unos cuatro niños de entre tres y seis años de edad, intentó sin éxito matar a otros siete, quemó viva a una niña, provocó siete incendios. A menudo introducía
un clavo en el cráneo de la víctima. La policía presente en los velorios notó la visita reiterada de un adolescente que estudiaba con expresión absorta el ataúd abierto. En algún momento, un investigador decidió maquillar la cabeza del niño velado, retirar el clavo incrustado en el cráneo y esperar alguna reacción del visitante. Éste no faltó a la cita y después de contemplar con expresión de asombro el cadáver exclamó: “¿Y el clavo?” Como enfermo mental, el Petiso Orejudo fue internado en el Hospicio de la Merced, luego trasladado a la Penitenciaría Nacional, finalmente a Ushuaia en 1923. Cuatro años más tarde, los médicos del presidio lo sometieron a una cirujía para “normalizar” tamaño y forma de sus orejas, con la hipótesis de que en su deformidad residía el origen de su demencia; la intervención, previsiblemente, no tuvo el resultado buscado. En 1933, a falta de niños, arrojó al fuego de una estufa de leña, después de arrancarle los ojos, el gato que era mascota de los presos. Éstos le propinaron una golpiza brutal; según la leyenda, lo mataron, aunque en los registros consta su muerte once años más tarde, de una hemorragia interna, consecuencia de una úlcera gastroduodenal, acaso demorada consecuencia de aquella golpiza o de los incesantes vejámenes y violaciones que acompañaron sus últimos años. María Moreno ha estudiado su historia y su leyenda en clave arltiana: el personaje del idiota operaría como un negativo de la sociedad sólida, próspera, altiva que se pone en escena en ocasión del Centenario; sería el revelador de sus taras y miserias ocultas. Como en el San Genet, comediante y mártir, de Sartre, la luz negra del oprobio reivindica al personaje, por más alejado que el Petiso Orejudo nos parezca del francés, gran poeta y pequeño delincuente. Cuando el penal fue cerrado en 1947, se removió la tierra de su cementerio. Los restos del Petiso Orejudo no aparecieron. *** Radowitzky, en cambio, despertó entre sus guardianes la admiración que suelen suscitar los idealistas. A los dieciocho años de edad, en la esquina de Callao y Quintana, había arroSábado 19 de junio de 2010 | adn | 9