Esfuerzo y mérito, motores de la calidad educativa

23 sept. 2014 - gar su fortuna a sus hijos, me dijo Friedman. De hecho, cuando se compara con otras partes del mundo, hay menos creación de nueva riqueza ...
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OPINIÓN | 23

| Martes 23 de septieMbre de 2014

educacion transformadora. La escuela hoy está llamada a contener

el impacto de la exclusión, pero al bajar la exigencia termina reproduciendo las condiciones de pobreza que busca revertir

Esfuerzo y mérito, motores de la calidad educativa Luis Alberto Romero —PARA LA NACION—

E

n la provincia de Buenos Aires la función primordial asignada a las escuelas estatales es la inclusión social; la calidad educativa es un objetivo secundario y eventualmente prescindible. Así lo ha declarado el gobierno provincial, cuyos anuncios en materia de política educativa ponen por escrito, negro sobre blanco, lo que hasta ahora había transitado bajo la forma de directivas y presiones de oficio: todos los alumnos deben quedar dentro de la escuela. No es una decisión arbitraria; tiene sus razones. Una buena parte de los establecimientos educativos funcionan en los ámbitos de la pobreza, de donde desde hace años el Estado ha desertado. Las escuelas y sus docentes son casi el único bastión estatal y se convirtieron en los responsables de atender todos los flancos: un chico en la escuela tiene asegurada una alimentación mínima, un cuidado médico mínimo, una contención mínima. Pero no una educación adecuada. Por cierto son problemas urgentes, de los que alguien debe hacerse cargo. Pero, a la vez, el camino elegido sacrifica la calidad educativa y sobre todo el estímulo al mérito, que es uno de sus motores. Bajo la equívoca denominación de inclusión, simplemente garantiza la reproducción de las condiciones de la pobreza, pues es difícil que niños que pasen por estas escuelas desarrollen las fuerzas para construirse una vida diferente. Inclusión o calidad constituyen hoy una disyuntiva y no es fácil elegir el camino. Esa disyuntiva no se planteaba en la vieja Argentina, antes de su actual ciclo decadente, que ya lleva cuatro décadas. Por el contrario, eran dos aspectos de una misma política, lanzada a fines del siglo XIX por un Estado potente, capaz de desarrollar proyectos de largo plazo. Aquélla fue la educación de una sociedad nueva, abierta y democrática, que satisfacía las demandas de integración, ciudadanización y nacionalización de los nuevos habitantes del

país moderno. La escuela pública, gratuita y excelente ofreció a todos iguales oportunidades para el desarrollo personal. Fue exigente y demandó trabajo y dedicación: muchos pueden recordar lo que significaba el “sexto grado completo” y luego el “secundario completo”. Cotidianamente, la institución reconoció y premió el mérito, planteó metas difíciles, aspiró a que todos las superaran y reconoció a quienes lo lograban, por ejemplo, designándolos abanderados. Los maestros y directores fueron, ellos mismos, un ejemplo del mérito, sobre el que fundaban una autoridad reconocida por alumnos y padres. Desde los años cincuenta del siglo pasado comenzó a flaquear el impulso del Estado, justamente cuando las demandas educativas se hacían más fuertes. Creció el ingreso, pero hubo menos presupuesto y menos rigor en la formación de los maestros, sobre todo desde el cierre de las escuelas normales, uno de los mayores logros de aquel proyecto, pero denigradas primero por la derecha clerical y luego por la izquierda populista. La modalidad de la acción gremial docente contribuyó al deterioro de la calidad de la escuela. No es casual que, en ese contexto, creciera la educación de gestión privada, sostenida en buena medida por un Estado cada vez menos capaz de gestionar sus propias escuelas. Desde mediados de los años setenta el país se transformó y entró en un ciclo de declinación. Hoy ya no hay ni Estado potente ni sociedad democrática. El Estado soportó problemas propios, como su desfinanciamiento y el endeudamiento, pero además fue objeto de políticas sistemáticas de jibarización. Por obra de diferentes gobiernos, se redujeron los servicios públicos básicos, se desarmaron sus agencias y reparticiones, se descalificó a su funcionariado y se achicaron los mecanismos de control. Desde hace mucho el Estado no puede sostener políticas universales y se limita a apagar los focos de incendio. La sociedad integrada, móvil y democrática en la que floreció la escuela pública quedó en el recuerdo. La actual está cada vez más segmentada, con una clase media que se desgrana y resiste con dificultades, y un mundo de la pobreza voluminoso, se-

gregado y que ha construido su propia organicidad, al borde o al margen de la ley. En él, la prolongada desocupación corroyó el valor del trabajo; el empleo ocasional puede alternar con la delincuencia y la cerveza va dejando lugar a la droga. La crisis golpea a la escuela por todos lados. La crisis estatal significa problemas presupuestarios, desmejora de la formación docente, agudización de la conflictivi-

dad sindical, debilitamiento de la gestión, cuestionamiento de la autoridad. En suma, la réplica microinstitucional de los fenómenos generales. Muchos padres se vuelcan hacia las escuelas de gestión privada, básicamente mejor dirigidas. Esto profundiza la segregación social de las estatales. Sus alumnos arrastran todos los males del mundo de la pobreza, desde la desnutrición o el ínfimo capital cultural hasta la

indiferencia por el estudio o una borrosa idea de la norma y la ley. Sobre los docentes caen tanto los problemas institucionales como los de sus alumnos. Trazar políticas para hoy y para dentro de diez años exige atacar simultáneamente los problemas del Estado y de la pobreza. Ambas cuestiones se cruzan en un punto: un Estado reconstituido debe tener agencias locales que actúen directamente sobre un mundo hoy abandonado: un policía, un fiscal, un hospital y una escuela en cada barrio. De ellas, la que hoy está mejor es la escuela, donde pese a todo sobrevive el núcleo de mayor institucionalidad. Por eso, se les viene delegando la atención de los chicos y los adolescentes. En medio del pandemonio social y cultural, la primera reacción es sacarlos de la calle y ponerlos en la escuela. Alimentarlos, vacunarlos, contenerlos, desintoxicarlos. Todo lo que se haga en ese sentido es urgente e imprescindible. Pero va en detrimento de la función específica de la escuela: enseñar y enseñar a aprender. La inclusión tiene su centro en la retención de los escolares. Es sobre todo una operación de salvataje. Si es necesario, para evitar que los chicos se vayan, hay que bajar requisitos o exigencias, pasar por alto las transgresiones, asimilar la violencia, relajar la institución para que sea inclusiva. Finalmente, la escuela va camino de reproducir en su interior los modos de ser de la sociedad en la que se inserta, hasta que termine perdiendo su capacidad para operar sobre ella y se limite a reproducirla. A la hora de pensar en políticas no limitadas al presente existe otra alternativa: recuperar la dimensión educativa de la institución. Volver a la escuela y reconstruirla. Hay que reponer la normatividad, reivindicar la función del director y volver a tener docentes convencidos de la importancia de la instrucción, el trabajo y el empeño. Sobre todo, hay que motivar el trabajo de los alumnos. “La cola en la silla”, se decía antes. Hay que reconocer el esfuerzo de cada uno, premiar el mérito y poner en evidencia la falta de trabajo y dedicación. No se trata de estigmatizar, pero tampoco de ignorar la diferencia en el empeño. En la escuela, y en cualquier otro ámbito de la sociedad, la institución sólo puede hacer una parte del trabajo: ayudar a ayudarse. La otra la debe hacer cada uno, como en los grupos de autoayuda. El premio al esfuerzo, una idea clásica sobre la que se construyó la escuela, hoy no está muy de moda. Pero en mi opinión es lo único que puede invertir el sentido en el que gira hoy la rueda de la fatalidad social. Son dos opciones. El camino de lo que hoy se entiende por inclusión, adecuado a lo que ha dado en llamarse “pobrismo”, quizá tranquilice las conciencias, pero sin duda se limita a reproducir las condiciones sociales y culturales. El camino del mérito es una apuesta muy costosa de la que puede surgir una transformación. Combinarlas es difícil, pero ésa es la tarea de los dirigentes políticos. © LA NACION

El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino www.luisalbertoromero.com.ar

Lo que pasaría si Israel fuera derrotado Julio María Sanguinetti —PARA LA NACION—

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odo el mundo da por supuesto que el eficaz ejército israelí nunca será derrotado. Que podrá vencer o igualar, pero nunca caer frente a los enemigos que enfrenta desde hace 66 años. Incluso en otros momentos hubo de hacerlo con las fuerzas de cinco Estados, de los que hoy casi ninguno estaría en actitud beligerante, por lo menos abiertamente. En la actualidad los riesgos no provienen tanto de los Estados en forma oficial como de las organizaciones terroristas del fundamentalismo islámico, que se bendicen en las mezquitas, se proveen de soldados en las escuelas y se financian con las actitudes duales de esos mismos Estados. Como se da por supuesta su superioridad, nadie se ubica en la hipótesis de que ese poderoso ejército pudiera ser derrotado. No estamos hablando de que Israel fuera borrado de la faz de la tierra, tal cual

proclaman los jihadistas, pero imaginémonos que pudiera perder el Golán o parte de Jerusalén, por ejemplo. El supuesto, nada deseable, debe proponerse para que se medite sobre la eventual repercusión de una situación de esa naturaleza. ¿Qué pasaría en Francia, o aun en Inglaterra, donde el fundamentalismo islámico tiene fuertes organizaciones y numerosos partidarios? ¿Se imaginan la euforia de esos extremistas, que no son simplemente enemigos de Israel y el pueblo judío, sino de los valores de Occidente y aun de los Estados europeos en que viven, pero a los que inexplicablemente odian? Algunas falacias muy a la moda intentan justificar el extremismo como un hijo de la pobreza. Los atentados en Europa mostraron que esto no es así, porque fueron protagonizados por jóvenes educados en

Inglaterra o Francia, en las escuelas de esos países y protegidos por sus sistemas de seguridad social. Se sofistica el argumento y se dice entonces: hay inmigrantes que no han tenido éxito en la vida occidental y de su resentimiento se nutre el extremismo. En parte podrá ser así, pero cuando vemos al siniestro “degollador” del Estado Islámico (Jihadi John) y nos enteramos de que era un músico de éxito, que vivía en una confortable vivienda londinense, tocamos la realidad del fanatismo inducido en escuelas y templos. Lo sobrecogedor es que el caso de los paquistaníes en Gran Bretaña se consideraba el mejor ejemplo de integración, pero ya está visto que debajo de una superficie lisa se escondían inesperadas cuevas de resentimiento. Se sabe que en la fuerza militar de la organización terrorista hay un porcentaje importante de jóvenes nacidos y educados

en Europa, especialmente Francia e Inglaterra, y aun en los Estados Unidos. Todos esos muchachos que se están fogueando en la violencia, ¿no son un núcleo importantísimo para una acción de retorno a los países que hoy odian, pese a que ayer los vieron nacer (o los acogieron)? La conclusión de esta molesta hipótesis que planteamos es que la lucha de Israel para defender su sobrevivencia, tantas veces cuestionada, debiera mirarse como un conflicto que largamente excede el marco del Medio Oriente y representa el interés de todo el mundo occidental. Del mismo modo que los procesos de integración inmigratoria en las potencias de Occidente requieren una política compleja e inteligente, que no puede ser simplemente represiva ni tampoco ingenua. Es un equilibrio difícil, porque a diferencia de las inmigraciones históricas, que luchaban

por integrarse, la fundamentalista es a la inversa: pretende imponer sus valores, aun en contra de los de aquellos que las reciben. Hay allí un complejo escenario que se desarrolla en entidades religiosas, educativas y sociales, donde construir puentes no es sencillo, pero resulta cada día más imprescindible. La tregua entre Israel y Hamas no ha cancelado el conflicto sirio, el egipcio ni el iraquí, donde los cristianos están pagando un tributo de sangre, ni ha desarmado la bomba de tiempo que encierra Europa. El desafío está en encontrar el esquivo camino para desarmar el detonador. Es claro que no es un tema sólo militar ni exclusivamente de Estados Unidos e Israel. Es de todo Occidente y se encara así, global y comprometidamente, o el incendio continuará propagando sus llamas. © la nacion

claves americanas

El récord de multimillonarios latinoamericanos Andrés Oppenheimer —PARA LA NACION—

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MIAMI

uando leí un nuevo estudio según el cual el porcentaje de multimillonarios en América latina está creciendo más rápidamente que en otras partes del mundo, mi primera reacción fue de escepticismo: resulta difícil creer que el número de megarricos esté creciendo cuando la economía de la región se está desacelerando. Pero allí estaba, en blanco y negro. El informe de 87 páginas, titulado “Wealth-X and UBS Billionaire Census 2014”, dice que la población de multimillonarios –definidos como personas con una fortuna personal de más de mil millones de dólares– creció este año un asombroso 38% en América latina y el Caribe, comparado con un 18% en Asia, 10% en Estados Unidos y 1% en Europa. El informe dice que hay actualmente 153 multimillonarios en América latina y el Caribe, mientras que el año pasado había 111. Es interesante señalar que Venezuela,

a pesar de su crisis económica, registra el mayor aumento de multimillonarios de la región, con un incremento del 200% respecto del año pasado. La mayoría de los multimillonarios latinoamericanos se concentra en las ciudades de San Pablo (36), México (21), Santiago de Chile (18), Río de Janeiro (12), Lima (9), Buenos Aires (7), Caracas (6) y Bogotá (3), dice el informe. Intrigado por este súbito aumento, llamé a los autores del estudio para pedirles una explicación. David Friedman, presidente de Wealth-X, una empresa con sede en Singapur que fue coautora del informe, me dijo que el motivodelincrementodelosmultimillonarios latinoamericanos es que los megarricos están dividiendo su fortuna entre sus herederos. Los multimillonarios latinoamericanos son los más viejos del mundo –su edad promedio es de 67 años, cuatro años más que el promedio mundial– y han empezado a entregar su fortuna a sus hijos, me dijo Friedman.

De hecho, cuando se compara con otras partes del mundo, hay menos creación de nueva riqueza en América latina. Mientras la fortuna de los multimillonarios latinoamericanos creció tan sólo un 3% este año, la fortuna de los multimillonarios de Estados Unidos aumentó un 10 por ciento, y la de los multimillonarios europeos, un 8%, según el informe. “Gran parte de las fortunas de América latina son en realidad vestigios de viejas fortunas, concentradas en unas pocas familias, y no son una fuente nueva de riqueza –me dijo Friedman–. El desafío de las próximas generaciones de estas familias será pasar de la transferencia de riqueza a la creación de riqueza.” El informe revela que una parte considerable de los multimillonarios latinoamericanos ha heredado su riqueza, en lugar de crearla mediante la innovación o la diversificación de sus empresas. Mientras el 92% de los multimillonarios

de Los Ángeles ha hecho total o parcialmente su propia fortuna, sólo el 57% de los multimillonarios de Ciudad de México puede afirmar lo mismo, dice el informe. Otro estudio, realizado por el Banco Mundial y titulado “Empresarios latinoamericanos: muchas empresas, pero poca innovación”, indica que las empresas latinoamericanas presentan nuevos productos con menor frecuencia e invierten menos en investigación y desarrollo que sus pares en otras regiones. Mientras el 90% de las empresas de Polonia o de la República Checa han sacado al mercado un nuevo producto el año pasado, menos del 40% de las empresas mexicanas hicieron lo mismo, señala el estudio. Mi opinión: sería fácil culpar a los multimillonarios latinoamericanos de ser poco audaces para emprender nuevos proyectos, cuando muchos de sus gobiernos tienen leyes que parecen hechas a propósito para desalentar la inversión. Y también se-

ría injusto decir que no crean más riqueza porque hacen sus fortunas gracias a la corrupción gubernamental. Algunos lo hacen –no me sorprendería que eso explicara el 200% de aumento de los multimillonarios en Venezuela–, pero otros no. Sin embargo, América latina necesita crear nueva riqueza por medio de la innovación y la diversificación. Este crecimiento récord de los multimillonarios latinoamericanos no debería ser motivo de celebración, porque no se traduce en un alza similar de nuevos emprendimientos. Más bien, debería ser interpretado como una advertencia de que América latina necesita con urgencia una oleada de innovación del sector privado –alentada por un mejor clima de negocios– para salir de su crecimiento mediocre y poder reducir más la pobreza. © LA NACION

Twitter: @oppenheimera