...“en el mundo moderno la injusticia social no ha desaparecido, y la distribución de la riqueza que el trabajo produce no se reparte equitativamente. En circunstancias así es difícil que muchos puedan llegar a sentirse realizados con su trabajo”... Gilberto Colósimo Los antiguos incas tenían tal regocijo en el trabajo que cantaban mientras lo hacían. El saludo habitual entre ellos consistía en una triple exhortación, decía: “No seas ladrón, no seas mentiroso, no seas ocioso”. Tal valoración del trabajo manual dista mucho de la que tiene nuestra sociedad “occidental y cristiana”. Precisamente estas dos fuentes tiñeron de una apreciación incorrecta del trabajo. Entre los griegos, por ejemplo, el trabajo estaba reservado para los esclavos. Era “natural” la esclavitud. ¿Quién si no, se ocuparía de sostener económicamente la producción? Los ciudadanos, los hombres libres se ocupaban de las “cosas importantes”, los asuntos de la polis y la metafísica. Aún sus ciudades reflejaban este orden. En la acrópolis, en la cumbre, estaban los espacios públicos para la reflexión y el debate. Los oficios y el mercado, estaban abajo. Quizás sea Aristóteles el que más abunda en esta concepción. Esta filosofía no acabó con la hegemonía de su imperio sino que prosiguió, por ejemplo, en el gnosticismo, que separaba la materia como algo malo, como una cárcel degradante para el espíritu. Por supuesto, entonces, el trabajo material es inferior, en contraposición a las actividades intelectuales y del espíritu. Esto influyó notablemente en el judaísmo ulterior, y en el cristianismo primitivo. Y por supuesto al unirse el cristianismo al estado, a toda la edad media. El feudalismo pues, pasó a ser el sistema económico que permitía a los señores feudales liberarse de trabajar, y reservar estas tareas a los siervos de la gleba, y ocuparse en menesteres elevados como la caballería, la guerra, la aristocracia, las artes, o la vida mística. Samuel Escobar cita a un tal Chastellain, que afirmaba “Dios creó a las personas vulgares para labrar la tierra y procurar, gracias al comercio, las comodidades necesarias a la vida, creó al clero para los trabajos de religión, los nobles para cultivar la virtud de mantener la justicia y la moral, siendo así ejemplo para los otros”. Hoy se puede afirmar que fuertes resabios de esta filosofía perviven en el inconsciente colectivo. Sin embargo, ¿qué hay detrás de expresiones tales como “trabajar como un negro”? o el deseo legítimo de tantos padres que anhelan para sus hijos un futuro “académico” para librarlos, en definitiva, de ocupaciones “viles”. Con la reforma nace una revalorización del trabajo. Lutero llega a afirmar, contradiciendo a Tomás de Aquino “que la sirvienta que limpia el piso cumple una labor tan pía como el monje que musita oraciones”, y “que la vocación es un don de Dios, sea cual fuere, si es honesta”.
Pero esta filosofía, si bien tiene sus bases bíblicas, al desarrollarse el capitalismo se pervirtió por completo. Lejos de iniciar un proceso hacia una sociedad más justa, libre y equitativa, terminó alienando al trabajador, del trabajo, de sus compañeros y de sí mismos. Llega entonces la crítica cabal de Marx. Él denunció que el trabajo asalariado era inmoral, pues el salario nunca representa la retribución del beneficio que el obrero reporta al capital, sino muchísimo menos. Esta diferencia la llamó plusvalía y es lo que hace que el capital se acreciente, en perjuicio del trabajador. Como el capital cuenta además con los medios de producción y lo que él llamó superestructura, o sea el estado, y los medios de propaganda, sólo queda una salida: la revolución para tomar el poder. Estas teorías fueron desarrolladas posteriormente por los llamados neomarxistas. Teóricos como Hebert Marcusse, Teodoro Adorno, entre otros, han profundizado estos conceptos constituyendo sus escritos un contundente alegato de lo injusto de la distribución de las riquezas, de lo insatisfactorio del trabajo en el sistema y de las faltas de libertades que esto conlleva. Muchísimas personas al analizar sus afirmaciones se embarcaron en procesos revolucionarios sangrientos, con la convicción de instaurar un nuevo orden, más justo, poner fin a las calamidades propias del sistema, un paraíso, pero sin Dios. El error fue creer que la transformación sería social, sin que medie una transformación individual, interior y espiritual. Así llegamos a estos días, en que ninguna ideología puede dar respuesta a la insatisfacción propia de trabajar con salarios injustos, y lo que es peor, la desocupación deja sin recursos a un porcentaje cada vez mayor de personas aumentando la angustia. Entonces... ¿qué hacer? Una vez más, la salida bíblica se opone a los criterios humanos. La solución está en aceptar el plan de Dios, recibir la visión que Dios tiene de las cosas. Un hijo de Dios, entonces ve el trabajo con otros ojos. En vez de enredarse en apreciaciones humanas, descubre que el trabajo puede ser una maldición, sólo si no se tiene a Cristo en la vida. La Biblia no distingue entre lo “secular” y lo “religioso”, así la persona salvada es una unidad y al trabajar adquiere una nueva dimensión. El creyente descubre que no trabaja para “ganarse la vida”, sino porque es un mandato de Dios, que no es una oposición al ocio, sino que Dios tiene un propósito con su trabajo. Y lo más importante que lo que valemos como personas no depende del trabajo que realicemos. Para él somos importantes, por eso Cristo murió y al salvarnos nos ha hecho sus ministros. No precisamos de la actividad o profesión para conseguir status. Pablo tenía todo el status que un hombre podía desear y sin embargo lo considera basura comparado con conocer a Cristo (Fil. 3:8) Por otra parte el Señor Jesús nos enseñó que el más importante es el que sirve (Mt. 20:24-28). Llegamos a la conclusión que todo es una cuestión de óptica. Tal vez no podamos cambiar las circunstancias que nos han tocado vivir, pero sí podemos verlas con otros ojos. Esto no es una sugestión optimista para dar aliento a los que se sienten oprimidos. Cuando hablamos de cambiar de óptica nos referimos a ver las cosas como Dios las ve. Es caer en la cuenta de lo que verdaderamente somos y vivir en consecuencia.
Una historia medieval, que he escuchado varias veces con algunas variantes, cuenta que en una ciudad estaban tres hombres picando piedras en una plaza. “Les preguntaron un día: Tú, ¿qué haces? –Estoy picando piedras – contestó el primer hombre sin levantar la vista. –¿Y tú? – preguntaron al segundo. –Me gano el pan para mis hijos – fue su respuesta. –¿Y tú? –interrogaron finalmente al tercero. –¿Yo? – dijo sonriendo, con su rostro iluminado y las piedras entre sus manos – ¿yo?, estoy construyendo una catedral.” Aquí está el secreto más profundo para saber si nuestro trabajo resulta en gozo o en amargura. Hay cristianos que sólo “pican piedras”, reniegan, se quejan, maldicen. Hay otros que se fatigan consiguiendo el pan para su familia. Esto es todo, centran su trabajo en tener más confort y comodidades para los suyos. Aunque a primera vista parece loable tal motivación, la mediocridad signará nuestros días. La sabiduría de la vida está precisamente en la visión de lo que hacemos, en “construir catedrales”, saberse parte de un proyecto amplio, tener sueños fecundos, albergar planes de alcance mundial, sabernos obreros, pero del reino de Dios y abocar todas nuestras fuerzas a este propósito. Siendo un testigo fiel en todas partes, caer en la cuenta que soy un embajador del reino de los cielos en tierra extraña y que mi trabajo es mi púlpito, que mi ocupación no es un fin en sí mismo, sino un medio para expresar la vida de Dios. Recordemos que todos somos obreros “a tiempo completo”. La diferencia es cómo sustentamos nuestra diaconía. Están los que se sostienen con las ofrendas que el Señor les provee a través de los hermanos. Otros, tenemos un trabajo, por el que el mismo Dios nos proporciona el sustento para poder servirle. Todos vivimos “por fe”. No vivimos de nuestro sueldo. Por eso damos gracias a Dios por su provisión, la cual es prometida a sus hijos. Suelo contar que en mi vida tuve dos conversiones. Me explico. La primera fue cuando acepté a Jesucristo, cansado de intentar pilotear mi vida por el resbaloso fango buscando mi felicidad, doblegué mi voluntad al Salvador, poniéndole como el Señor de mi vida. Pronto me bauticé y comencé a trabajar en su obra. Pero yo era un obrero de una fábrica, que en sus ratos libres servía a Dios, se ocupaba del ministerio. Un día comprendí que era un sacerdote del Dios Altísimo (1 P. 2:9; Ap. 1:6), un ministro competente del nuevo pacto (2 Co. 3:6), un colaborador en la obra, un colaborador de Dios, digo, y administrador de sus cosas (1 Co. 3:9; 1 Co. 4:1), un siervo, no del capital, sino de aquel que me compró para darme libertad y al que sirvo por amor (Ro 6:17-22) y que esté donde esté, eso es lo que soy. Entonces, si trabajo, lo hago para sostener el ministerio, para ofrendar a la obra y devolver al dueño de la obra lo que es de él y para compartir con otros (Ef. 4:28). Me anima saber que mi patrón es el gran Rey, que estoy abocado a la empresa grande. Esto me da trascendencia y me hace ver las cosas con otros lentes, los de él. Tomado de la revista “Momento de Decisión”, www.mdedecision.com.ar Usado con permiso
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