EL SUEñO DE LA ALDEA - Revista Crítica

místicos y geógrafos de la corte de Co penhague, de explorar el interior de la isla de Groenlandia, seiscientos años después de que Erik el Rojo la des cubriera ...
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el sueño de la aldea

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Salto a la universalidad J osé L orenzo F uentes

Los dioses que presiden todas las ha­ giografías posibles no tuvieron necesi­ dad de aprender: sabían de antemano. Por eso cuando escribieron los primeros libros, para deleite de dioses menores, ángeles caídos y ovejas descarriadas que, mediante la lectura, volverían al re­ dil, la Biblia, el Mahabharata y el Corán se convirtieron de inmediato en obras clásicas de la literatura universal por derecho divino. Pero cuando la literatura alcanzó su condición humana, quienes se consideraban con vocación para las letras tuvieron que entregarse al largo y penoso aprendizaje del oficio y sus libros, todavía imperfectos, semejaban los tímidos balbuceos del recién na­ cido que abre sus ojos a una realidad indescifrable. Así ocurrió en todas las literaturas conocidas. Y la nuestra, la hispanoamericana, la que se escribe del Río Bravo a la Patagonia, no podía escapar a ese designio. En l88l, antes de publicar sus Versos sencillos, José Martí, siempre tan pe­ netrante, al reflexionar sobre el carácter de la literatura continental, se queja­ ba de esos alardes y vagidos que no eran todavía expresión de un quehacer lite­ rario propio. Y sentenciaba: “No hay ø josé

lezama lima

letras, que son expresión, hasta que no haya esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana, hasta que no haya Hispanoamérica”. Por supuesto, el tiempo no ha pasa­ do en balde. Ya hay Hispanoamérica y, en consecuencia, una literatura hispa­ noamericana. Lo primero fue suprimir el miedo: el miedo, sobre todo, a no re­ flejar debidamente la realidad de nues­ tro continente. Miedo que, como decía Julio Cortázar, tenía dos vertientes: la modestia del subdesarrollo cultural que acepta sus límites o la desmesura del matón de feria que dispara al aire todas sus cargas. Cogidos como estábamos en la trampa de ese doble miedo, los grandes libros latinoamericanos no po­ dían ser sino una excepción. Pero ya el escritor latinoamericano sabe que no es mejor ni peor que los demás escri­ tores del mundo. Lo han demostrado García Márquez y Roa Bastos, Borges y Rulfo, Sabato y Carpentier. Nuestra literatura ha llegado, felizmente, a su edad adulta. Ahora es un conjunto ho­ mogéneo de libros que han ingresado al mundo de las letras con un vigor suficiente como para que el hecho se considere –desde la óptica europea, digamos– como un verdadero aconte­ cimiento. ¿Y qué ocurrió desde aquella época de tanteos hasta hoy? Bien vale la pena 5

de hacer una breve historia, una his­ toria hecha de luces frenéticas que van agrietando las zonas de más densa oscuridad, como si fueran fogonazos de magnesio, como si se tratara de imágenes fotográficas desperdigadas en el fondo de una gaveta que fuéramos sacando poco a poco para iluminar momentos capitales. Como hablamos de fotos, la primera correspondería al Inca Garcilaso de la Vega, el mejor prosista de Hispanoamé­ rica colonial. Hijo de un conquistador español y de una princesa indígena de arrasadora belleza, al Inca Garci­ lazo de la Vega le cupo el privilegio de poder mezclar también en su alma, sabiamente dosificadas, las esencias de aquellos dos mundos –el hispánico y el indígena– que se enfrentaban histó­ ricamente pero cuyas contradicciones más profundas desaparecían en el ho­ gar de Sebastián e Isabel, cada noche, en el lecho de amor. No obstante, la unión de sus padres duró muy poco, porque el flamante capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, como otros mu­ chos conquistadores que habían tra­ bado relación amorosa con mujeres indígenas, abandonó a la ñusta Isabel, sin duda mirando más su interés que su corazón, para contraer matrimonio con una dama española, doña Luisa Martel de los Ríos. Es de esperar que 6

a partir de ese momento el joven Gar­ cilaso observara con mayor lucidez –y también con no escaso resentimiento– el abismal contraste entre conquista­ dores y conquistados, pero aún así su fantasía y su sensibilidad siguieron alimentándose por igual de las dos vertientes. En el hogar paterno asistía a los fastuosos banquetes ofrecidos por el capitán a sus amigos y compañeros de armas, y escuchaba –presumiblemente con ardiente orgullo infantil– el relato de la célebre batalla de Huarina donde su padre contribuyera de modo tan decisi­ vo al triunfo de las huestes de Gonzalo de Pizarro. Pero de regreso a casa, ya en el hogar de la ñusta Isabel, de la madre preterida, eran otras las fábulas que escuchaba en boca de sus tíos Juan Pachuto y Chuauca Rimachi, quienes aprovechaban la melancólica caden­ cia del quechua para revivir la gran­ deza de un pasado a cuyo recuerdo no podían renunciar, una grandeza de la cual le hablaban al Inca Garcilaso no sólo sus más cercanos familiares del Cuz­ co sino otros muchos parientes llegados de Puquinos, de Coracora, de Huancayo o de Huaytará, primos y tíos que tran­ sitaron distancias y se sentaron, exte­ nuados, a la sombra de un arrayán, de un capulí entre cuyas ramas cantaba el chihuaco, y que al fin llegaron a casa de la ñusta Isabel para evocar, en un

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rito, con creciente nostalgia, los días glo­ riosos del imperio perdido para siempre hacía apenas dos lustros. Y mientras el pequeño Inca Garcilaso los observaba también con presumible admiración, sus parientes maternos volvían a de­ cir que de aquel pasado los separaba ahora un yawar mayu, es decir, un río de sangre, agua enrojecida por los in­ terminables crepúsculos peruanos, te­ ñida por el sufrimiento de un pueblo sometido a vasallaje… No es de extra­ ñar que en la afiebrada imaginación del Inca, ya convertido años después en escritor, aparezcan mezclados esos dos sentimientos al parecer irreconci­ liables: la admiración al conquistador como hombre de fuerte raza aventurera y el amor al indígena, cuyas queren­ cias más íntimas interpretara Garcila­ so con profundo conocimiento de las costumbres e historia de su raza. Si continuáramos buscando fotos en el fondo de la gaveta para señalar mo­ mentos capitales, la siguiente sería la de Joaquín Fernández de Lizardi, el au­ tor de Periquillo Sarmiento, la primera novela latinoamericana tal como hoy concebimos el género, obra escrita en México, en l8l6, siguiendo los moldes de la picaresca española pero novela auténticamente latinoamericana que le abre el camino a José Mármol, a Este­ ban Echevarría, a Jorge Isaacs, a Manuel

Gálvez, a Cirilo Villaverde, a Manuel de Carrión y también, por supuesto, a los más importantes novelistas de la Re­ volución Mexicana: a Mariano Azuela, a Martín Luis Guzmán y a José Rubén Romero, cuya novela, La vida inútil de Pito Pérez, ha sido considerada por la crítica como una continuación de la no­ vela picaresca de Lizardi. Afirmar que sin Periquillo Sarmien­ to no hubieran podido escribirse Doña Bárbara, Don Segundo Sombra y La vorágine sería una obvia exageración. Sin embargo, a la sombra tutelar de José Joaquín Fernández de Lizardi escribie­ ron también Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes y José Eustasio Rivera: de él recibieron generosas lecciones que se tradujeron en apego al color local y en ansias de bucear en el alma criolla, pero buscando siempre costados de tras­ cendencia universal, dirigiendo los pasos hacia esa “universalidad enraizada” que propugnaba Alfonso Reyes cuando, en l932, afirmó: “La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal”. Ese mis­ mo criterio lo expresó más tarde José Lezama Lima: “Ahora la novela –es­ cribió– se vuelve americana porque todo concurre a dos líneas cruzadas en un esclarecimiento universal”. Es preciso detenerse en esas tres novelas, las más importantes escritas 7

en Hispanoamérica hasta 1930, novelas donde los personajes se mueven en un desmesurado escenario: la inabarcable llanura venezolana, iluminada de gar­ zas y corocoras, donde galopan las ye­ guadas cerriles y dialogan monteros y brujeadores como en Doña Bárbara; la pampa que se extiende como un es­ pejismo más allá de todos los horizon­ tes posibles, poblada de gauchos con botas, chambergos y pañuelo al cuello como en Don Segundo Sombra; las sel­ vas has­ta entonces vírgenes, infestadas de venenosas avispas sin alas, de zan­ cudos y serpientes que, entre las ra­ mas de los grandes árboles, acechan a los trabajadores del caucho, como en La vorágine. He aquí lo asociativo en esas tres novelas: el escenario gigan­ tesco, circundado de montañas impo­ nentes, escoltado de volcanes como el Chimborazo; un escenario surcado de ríos caudalosos, temibles cuando se salen de sus cauces, con nenúfares que tienen hojas subacuáticas hasta de seis pies de largo, y con caimanes que flotan en el agua como troncos a la deriva, en cuyas márgenes –las del Orinoco, las del Amazonas, las del Cuchivero– crecen ár­ boles increíbles como el yanamuco, que endurece las encías y evita las caries; paisaje de un continente apenas des­ crito hasta entonces, si hacemos excep­ ción de los fuertes relatos de Horacio 8

Quiroga, tierra de enmarañada vegeta­ ción, con torrenciales aguaceros, con mortíferas tarántulas y generosos pája­ ros cuyos cantos anestesia la crueldad vegetal del fícer y la saprofita, pájaros para el encantamiento de boas y pito­ nes: pájaros verdes, amarillos, rojos, rojigualdas, reunidos en la inmensa jau­ la sudamericana, donde sueñan, viven y padecen, entre caobos, higuerones y su­ maumerias, entre los árboles del alcan­ for y la canela, los habitantes rudos y leales que pueblan el mismo escenario por donde más tarde transitarían los personajes de Alejo Carpentier en Los pasos perdidos, en un viaje a la semilla, contra el reloj, en un alucinante regre­ so hasta las raíces de nuestros prime­ ros tiempos. Tenemos que detenemos otra vez para buscar en la gaveta. En la siguien­ te foto aparece un hombre con el rostro devorado por una espesa barba enma­ rañada, de ojos soñadores, afilada nariz y pómulos altos. Se llamaba Horacio Quiroga y acababa de dejar Buenos Ai­ res para internarse en Misiones, la re­ gión argentina de la selva. Ese viaje no sería como el realizado al Chaco poco antes, con ínfulas de plantador de al­ godón. Sus planes en esta oportunidad resultaban menos ambiciosos, aunque mucho más ajustados a su tempera­ mento: cosecharía, sencillamente, una

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amistad de agua con los peces del río Yabebirí y una amistad de soledad y brisa con tortugas, serpientes y yaca­ rés. Desde su encuentro con el am­ biente misionero, recién casado, hasta que lo abandona “vencido por la súbi­ ta muerte de su mujer y regresa a Bue­ nos Aires para dar educación escolar a sus criaturas”, se produce en la vida de Quiroga un paréntesis de alegría –casi excepcional en su vida– que le inspiró las únicas páginas festivas que aparecen en su obra: los cuen­ tos que escribió para deleite de los ni­ ños y también para el niño que todo adulto lleva dentro. Son los Cuentos de la selva, donde Horacio Quiroga narra sus aventuras con los prodigio­ sos animales de Misiones: la guerra de los yacarés contra los buques que surcaban el río, y el baile que dieron las víboras, al que invitaron a las ra­ nas, a los sapos, a los flamencos y a los yacarés. Y la historia de la tortuga gigante, y la de los cachorros de coatí. Y el incidente, tan aleccionador, de la abeja haragana. De la región de Misiones extrae Qui­ roga los recios personajes de sus mejo­ res cuentos, todo el color y la angustia de ese mundo poderoso que él descri­ be con frase desnuda, directa, sin la deuda de un verbo ni el despilfarro de un adjetivo. Pero antes de esa etapa,

Quiroga vivió obsedido por la psicolo­ gía anormal. Según confesó, Poe era el único autor que entonces leía. “Ese maldito loco –escribió– había llegado a dominarme por completo; no había so­ bre la mesa un solo libro que no fuera de él”. Pero entre todos los cuentos de Poe, lo había seducido “El tonel del amontillado”. “Envidiaba tanto a Poe –agregó– que me hubiera dejado cor­ tar la mano derecha por escribir esa maravillosa intriga”. Precisamente en esos cuentos que escribe Quiroga, si­ guiendo los moldes de Poe, se encuen­ tra –como lo apuntó Angel Rama– la versión más fuerte y más intensa de lo fantástico en nuestra literatura; lo fantástico mediante el horror, median­ te la perturbación de la atmósfera que respira el lector, atmósfera que repen­ tinamente se puebla de posibilidades amenazadoras como en “La gallina degollada”, ese increíble cuento don­ de cuatro niños idiotas asesinan a su hermanita normal, única esperanza de la familia, o como en “La miel silvestre”, donde un hombre asiste, imposibilitado de todo movimiento, al espectáculo de las hormigas que van cubriendo su cuer­ po y que, finalmente, se lo comen vivo. Después de la experiencia de Qui­ roga, lo fantástico adquiere carta de ciudadanía en nuestro continente res­ pondiendo al impacto del surrealismo, 9

que no por gusto ha sido considerado el movimiento artístico más importante del siglo xx. Del surrealismo se apro­ pia enseguida Miguel Ángel Asturias, quien incorpora a su novelística un sistema de investigación metafórica donde la escritura automática que tanto entusiasmó a André Breton se somete, sin embargo, a la más consciente vigi­ lancia, y más tarde lo hace Jorge Luis Borges –deudor en igual medida del expresionismo alemán–, en cuya obra el exotismo y la erudición le sirven para asumir lo fantástico como un fascinante juego intelectual, juego que años des­ pués aparece en la obra de Julio Cortá­ zar, donde lo lúdico parece ser –sobre todo en Bestiario y en Final de jue­ go– la columna rostral de su quehacer narrativo. A la misma generación de Cortázar, aparecida alrededor de los años cuarenta, pertenece Juan Rulfo, autor de una obra en la que, gracias también a las lecciones del surrealis­ mo, los personajes pasan del mundo de los fantasmas al de la realidad, sin mayores consecuencias, como en las pesadillas y en los sueños; es decir, creando todo un sistema de vasos co­ municantes entre las dos zonas. Ése es el mismo recurso empleado por Felisberto Hernández para escribir con engañosa facilidad sus cuentos inolvidables, y que otro narrador de 10

la generación más próxima, Gabriel Gracía Márquez, ha utilizado con no­ table eficacia, pero para dinamitar los puentes que facilitaban el tránsito entre las dos vertientes, entre lo real y lo fantástico, a fin de ofrecernos, en un mismo nivel metafórico, una sola realidad: la realidad de lo fantástico, de lo “imposible creíble” que dijera Juan Bautista Vico. Tan eficaz ha resultado el procedi­ miento empleado por García Márquez que, al leer Cien años de soledad, nadie puede dudar que Remedios la bella aca­ ba de ascender al cielo entre las flamí­ geras sábanas puestas a orear durante un mediodía apacible en la tendedera de Ursula Iguarán. Ni el propio Gar­ cía Marquez lo dudaba. Por eso un día me confesó: “No hay una sola línea de ninguno de mis libros que no tenga su origen en la realidad”, afirmación que aceptamos en la misma medida que cree­ mos verosímil la presencia en Macon­ do del gitano Melquíades años después de haber ocurrido su muerte. Con Gabriel García Márquez entra­ mos en el debatido tema del boom de la novela latinoamericana, expresión onomatopéyica destinada a calificar un fenómeno editorial que, para muchos, tenía que ver más con la propaganda y comercialización del libro que con la calidad literaria, pero gracias al

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cual empezaron muy pronto a darle la vuelta al mundo numerosas obras de deslumbrante originalidad calzadas con los nombres de Juan Carlos Onetti, Ernesto Sabato, Juan Rulfo, José Do­ noso, Augusto Roa Bastos, Mario Var­ gas Llosa, Carlos Fuentes, y de tantos otros escritores que, como los cubanos José Lezama Lima y Alejo Carpentier, sin estar incluidos exactamente en el boom, accedieron desde entonces a los más altos niveles de difusión y traduc­ ción, y empezaron incluso a ejercer una influencia determinante en Europa. En la gaveta hay otra foto: la de José Lezama Lima. Intentemos una vertigi­ nosa aproximación a su figura, como si pretendiéramos atrapar a un águila en pleno vuelo. Fecha de nacimiento: 19 de diciembre de 1910. Su padre, un co­ ronel de artillería, José María Lezama y Rodda; la madre, una criolla, hija de emigrados revolucionarios, Rosa Lima y Rosado. Lezama abre lo ojos al mundo en una fortaleza militar, el Campamen­ to de Columbia, aunque su nacimiento coincide con el traslado de la familia a la Fortaleza de La Cabaña y el nom­ bramiento de su padre como director de la Academia Militar de El Morro. En consecuencia, el mundo de sus re­ cuerdos estará ligado ya para siempre a las imágenes de los uniformes de gala, de las maniobras que realizan las tro­

pas bajo las órdenes de su padre, de los caballos, las cornetas y las banderas que observa durante los desfiles mi­ litares: todo un cuadro familiar que le resulta risueño al futuro escritor pero que se deshace, de pronto, con moti­ vo de la Primera Guerra Mundial: su padre se ofrece como voluntario para servir a las tropas aliadas y se dirige a Pensacola, donde encuentra la muerte, en enero de 1919. Un giro inesperado, porque entonces la muerte no está en los cálculos del joven Lezama y no acier­ 11

ta a explicarse la ausencia innombrable. Esa ausencia del padre hace que la en­ fermedad que Lezama padece desde los seis meses de nacido, el asma, lo obligue, a partir de aquel momento, a permanecer en la cama largas tempora­ das, encerrado en su habitación, don­ de comienza su variada y voluptuosa lectura, y donde se encierra también en sí mismo, con el entrecejo frunci­ do por la meditación, hasta dar con la idea de que la muerte de su padre determina su entrada necesaria en el mundo de la imagen, que tiene, según su opinión, una poderosa fuerza regre­ siva, y que le permite no sólo cumplir el anhelo subrayado por Pascal de “conocer que ha perdido” sino de res­ catar la realidad, de lograr la fusión de lo real y lo irreal, y de negarse ter­ camente a la aceptación de la finitud. La imagen –ya lo sabemos– está en el centro de la concepción literaria de Lezama desde sus primeros poemas hasta la portentosa hazaña narrativa de sus dos novelas: Paradiso y Opiano Li­ cario. Para Lezama, la imagen no era sólo la realidad del mundo invisible o, dicho de otro modo, una defensa ante la avasalladora realidad que obliga a crear la fuerza resistente del poema ese “espacio hechizado” donde las cosas al­ canzan su permanencia y acceden a la resurrección. La imagen era para él, so­ 12

bre todo, un vehículo de conocimiento, una conquista del instrumento adecua­ do para penetrar a fondo la realidad, para interpretar la vida y rescatarla en el tiempo. “En los términos de mi sis­ tema poético del mundo –dijo Leza­ ma–, la metáfora y la imagen tienen tanto de carnalidad, pulpa dentro del propio poema, como eficacia filosófi­ ca, mundo exterior o razón en sí”. Con esa concepción poética abor­ da también su narrativa. Paradiso, su primera novela, publicada inicialmen­ te en 1966, cuyos capítulos, desarrolla­ dos como unidades independientes, se vinculan sólo gracias a elementos autobiográficos, nos permite asistir a la resurrección del mundo familiar de Lezama. Pero Paradiso, debemos acla­ rarlo, no es una obra autobiográfica al modo proustiano, porque nada es­ taba más lejos de la intencionalidad de un autor que confesó recordar tan sólo “lo poetizable” de la familia. Lo poetizable, por supuesto, es lo que él ha llamado también las “eras imagi­ nables”, una zona “donde se vive en imagen, por anticipado en el espejo, la sustancia de la resurrección”. Y porque se vive en imagen, los personajes de la novela alcanzan una coincidencia casi absoluta con Lezama y su familia. José Cemí es algo más que un trasunto de la personalidad del autor, es el propio

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Lezama viviendo en el espejo por an­ ticipado, asistiendo a su resurrección, porque toda la novela está encamina­ da a contar el aprendizaje artístico y la formación del protagonista, en un gra­ dual ascenso del que vamos teniendo noticias a través de las discusiones que Cemí entabla con dos amigos: Fronesis, que representa la sabiduría, y Foción, la maldad. Los dos amigos desaparecen a partir del capítulo XI, cuando Cemí, que ya ha conquistado la imagen, y, en consecuencia, su don de poeta, se en­ cuentra con Opiano Licario en la casa tibetana. El final lo llena la muerte de Licario, quien trasmite a Cemí su don superior del tiempo y el espacio. Tras la aparición de Paradiso, Le­ zama Lima empezó la continuación de su novela, que en más de una entre­ vista periodística dijo que se podía lla­ mar indistintamente Inferno, La muerte de Opiano Licario o El reino de la ima­ gen. Es evidente que Opiano Licario no había muerto, es decir, muerto para desaparecer. Como el padre de Leza­ ma, como el coronel, Opiano Licario se “había convertido en una fuerza tan latidora y creciente como la más in­ maculada presencia”. Ese dominio de la ausencia, que era el más fuerte signo de Cemí y, por tanto, del propio Le­ zama, le permitió recuperar a Opiano Licario desde la carnalidad necesaria

para transitar en una nueva novela, donde al fin aparece en toda su des­ lumbrante potencia; novela inconclu­ sa, encontrada en 1976, al ocurrir la muerte de Lezama, en su casa haba­ nera de Trocadero número 162, pero novela que en su estado inacabado es la apoyatura práctica de su sistema poético del mundo, que él consideraba “algo bello en sí” aunque nunca tuvo la “soberbia de pensar” que era “algo único”. “Sobre él –dijo Lezama– sitúo la poesía. La poesía como misterio clarísimo o, si usted quiere, como cla­ ridad misteriosa”. La aparición del realismo mágico coincidió con el extraordinario flore­ cimiento alcanzado por nuestra narra­ tiva justo cuando los fundadores de la nueva novela latinoamericana –Astu­ rias, Carpentier, Roa Bastos– comen­ zaron a apropiarse del mito como me­ moria histórica, como vía de regreso a la fuente de las tradiciones culturales, y como método para comprender me­ jor los problemas nacionales no sólo a nivel continental sino en el contexto de los conflictos generales de la huma­ nidad, convirtiendo lo “local” en “uni­ versal”, tal como lo reclamaba William Faulkner. Sin embargo, contra toda lógica, te­ niendo en cuenta las riquezas folclo­ ricas y mitológicas de nuestros países, 13

el realismo mágico es fruto tardío en las letras latinoamericanas, por razo­ nes que aún no han sido analizadas con detenimiento. Vale la pena apun­ tar, ahora, algunas consideraciones al respecto. Los primeros que, desde Cristóbal Colón, escribieron sobre nuestro con­ tinente lo observaron todo con ojos de asombro: asombro que empezó con los vientos que favorecían o no a las naves que se aventuraban hasta las nuevas tierras y, sobre todo, cuando empren­ dían el viaje de regreso, vientos que hubieran provocado un mayor número de fracasos de no haber mediado la genial intuición del piloto Antón de Alaminos; asombro que continuó con la fauna: las vacas marinas que fueron consideradas como sirenas y los coco­ drilos que fueron tenidos como drago­ nes de agua; asombro que se prolongó con la flora: el esplendor de los bosques tropicales, donde encontraron árboles de proporciones tan gigantescas que, como señaló fray Bartolomé de las Ca­ sas, no podían abarcarlos entre dieci­ séis hombres con los brazos extendidos; asombro que continuó con los volcanes, los cuales era posible que se convir­ tieran en encarnizados enemigos, como cuando Pedro Alvarado atacó Quito y sus tropas se vieron cubiertas de una lluvia de ceniza proveniente de una erup­ 14

ción del Cotopaxi o del Pichincha; asombro provocado por las violentas tempestades en los mares del trópi­ co, que tan vívidamente relata Alvar Núñez Cabeza de Vaca, alguacil ma­ yor de la expedición de Pánfilo Nar­ váez para la conquista de la Florida; asombro, en fin, de los hombres en­ contrados en el Nuevo Mundo, que los recibieron con grandes muestras de hospitalidad y empezaron enseguida a adorarlos como a dioses, al extremo de ejecutar ante ellos la solemne ce­ remonia de comer tierra o de solicitar­ les la curación de los enfermos. Pero apenas los indígenas dejaron de creer en la condición divina de los recién llegados se cerraron los ojos de asombro que les sirvieron a los cro­ nistas de Indias para observar nuestro continente. Esos ojos no los usaron nuestros primeros narradores, que en líneas generales nos entregaron una novelística regional y pintoresca, in­ capacitada para satisfacer las expec­ tativas de un público internacional. Fue necesario esperar mucho tiempo para que nuestros escritores comenzaran a mirar su continente con ojos de asom­ bro, guiados por el propósito de ex­ presar las verdaderas peculiaridades del mundo americano, en pos de una imagen que perdure. Aunque Alejo Carpentier se adelan­

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tó a subrayar la diferencia entre el realis­ mo mágico y lo real-maravilloso que él profesó, sin duda Carpentier es un sobresaliente ejemplo de lo que yo he llamado mirar con ojos de asombro la originalidad del cosmos latinoamericano para apropiarse de lo inédito y maravillo­ so que en él habita. En 1928, Carpentier, que ya había empezado a escribir su primera novela, se vio obligado a salir de Cuba e instalarse en París, donde muy pronto se incorpora al movimien­ to surrealista, seducido por los expe­ rimentos de la escritura automática, la liberación del subconsciente y la ex­ ploración de lo secretos de la magia. Se da entonces Carpentier, como él mismo confesó, a buscar “una verdad más real que la misma realidad”, be­ lla por lo mismo que era maravillosa, que le permitiera alcanzar lo latinoa­ mericano universal. Pero aunque en contacto con los surrealistas alcanzó, también según su propia confesión, cierta “capacidad de entendimiento”, cuando en 1933 termina Écue-Yamba-Ó, su primera novela, se da cuenta de que su esfuerzo no ha bastado para rebasar los marcos del pintoresquismo, como la mayoría de las novelas que en esos momentos se escribían en América La­ tina. Decide entonces el regreso a Amé­ rica. En 1939 pone de nuevo sus pies en La Habana. Ahora, gracias a la ex­

periencia surrealista y a las enseñan­ zas del cubismo, que ha aguzado su cosmovisión estética, comienza a mi­ rar las cosas propias “con ojos nue­ vos y un espíritu libre de prejuicios”, tal como pudiera mirarlas un turista, logrando a la manera brechtiana un distanciamiento de los hábitos que an­ tes le impedían apreciar la realidad y que, once años después, le entrega, bajo una luz poderosa, las cosas que “no había visto o no había sabido ver”. Se percata de que su regreso a América ha sido providencial y que las “rutinas imaginativas” de la cul­ tura occidental “son inadmisibles, por limitadas, en este riñón de la América virgen, un continente que alimenta y conserva los mitos con el prestigio de la virginidad”. Esa confesión equivale a un descu­ brimiento: América es la tierra de lo real-maravilloso. Y también equivale a un desafío: la necesidad de “aprender, investigar y representar las especifi­ dades de las civilizaciones latinoame­ ricanas, con la inclusión del mito o de la visión mítica de las cosas en la novela”. Sólo cuando Carpentier se sintió capaz de enfrentar ese desafío, cuan­ do se apropió del potencial mítico del mundo latinoamericano, cuando tuvo fuerzas para mostrar lo que de uni­ 15

versal hay en nosotros relacionándolo con el amplio mundo, cuando pudo descifrar el verdadero rostro histórico de Latinoamérica, cuando pudo ver –en fin– con ojos de asombro lo que la no­ vela criollista no vio, sólo entonces, ganado por la nueva praxis literaria, se entregó a la fascinante aventura de escribir sus grandes novelas. Otra es la explicación que ha da­ do Octavio Paz. Hablando de Carlos Fuentes ha dicho Octavio Paz: “Otros novelistas latinoamericanos de su ge­ neración prefieren no arriesgarse y permanecen fieles a los valores segu­ ros del ‘realismo mágico’ –en la ver­ sión rural hispanoamericana de esa tendencia europea, hoy casi extingui­ da en su continente de origen–. En nuestra lengua es una tradición que remonta a Valle-Inclán y que tiene dos vertientes: una telúrica que viene de Güiraldes y otra metafórica y hu­ morística que procede de Gómez de la Serna”. En las denominaciones no está la profunda originalidad de los escritores convocados al asombro por la magia del continente. En realidad, ni Octa­ vio Paz ni nadie sabe por qué secretas razones todavía hoy estamos asombra­ dos, como si nos hubiéramos encon­ trado frente a un espejo por primera vez. 16

La tropicalísima Dinamarca A ntonio M oreno

No hay viaje que no detone prejuicios, tampoco estereotipos que no se desco­ loquen, porque suele suceder que el trayecto –producto de la química y la física, que nunca mienten– se deja se­ ducir por el azar y los caprichos. Eso de que las mujeres, en un continente que después erróneamente llamarían América, tenían tres tetas, los hombres colas de cochino y los testículos les llegaba hasta el piso, se dijo no hace mucho. Antes de viajar a Dinamarca, un país de postales, con una prosperi­ dad envidiable, lo visité primero en los libros y a través del cine. En Londres, en una casa de huéspedes del barrio de Bloomsbury, conocí a un nórdico negro. Me dijo que era danés y me resistí a creerle, exigiéndole que se sincerara. Quería escuchar la palabra inmigran­ te, África, el Congo o Nigeria. Las percepciones culturales suelen ser a menudo erróneas. Pero necesarias. Incluso irritantes, si se quiere, porque poseen una levadura freudiana que a mí, en lo personal, me atrae por su consistencia sine qua non. De un lado, es la consolidación de una caricatura, y, conveniente tomarla como viene, con un poco de humor; del otro, puede ser

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vista como el delineado de un rostro visto de perfil que, en muchas ocasio­ nes, capta la verruga que siempre, por vanidad, se desea ocultar. El doctor Freud sostenía con exactitud clínica que la personalidad era una cuestión de terceros. Hordas de hombres nómadas, sal­ vajes, con sus cascos con cuernos, espadas en ristre, dispuestos a exter­ minar todo lo que se les atravesara a su paso, el look perfecto para el cine de aventuras, los vikingos eran gigan­ tes, llenos de vitalidad, indómitos y toscos, que en la alta edad media ha­ blaban una lengua común (la dönsk tunga, vox danica); y los buenos histo­ riadores explican que estaban unidos por lazos más fuertes que la política y las relaciones comerciales frecuentes, empezando por los mismos dioses, ri­ tuales, hasta un sistema jurídico se­ mejante: Odín era el dios de los ricos, sosteniendo una lanza; Thor, el dios del trueno de los campesinos; Freya, la diosa de la fertilidad, curiosamen­ te, con una verga erguida. En el viaje, el aspecto cognitivo es relevante pero no decisivo; es lo que el viajero puede saber, incluso sospechar, mucho o poco, en especial ahora que se vive a golpes de Google, sobre el lugar al que se desea llegar: que vikingo significa pueblos de los fiordos, que

eran iletrados, paganos, que desem­ barcaron en América antes que nadie, que navegaron por el Guadalquivir y atacaron Sevilla. Pero está la Dina­ marca moderna, un estado benefactor que, junto al papel desempeñado por una monarquía efectiva y discreta, ha logrado que esta pequeña nación con una densidad poblacional equivalente a la que registran las cinco delega­ ciones más habitadas de la gran Ciu­ dad de México tenga la capacidad de otorgar altos niveles de bienestar y calidad de vida a sus habitantes, con instituciones funcionales y un trabajo admirable de parte de los recaudado­ res de impuestos. Primero fue Shakespeare. Después, T. S. Eliot resumió rotundamente la idea: la primera condición para comprender un país extranjero es olerlo. Cómo ca­ rajos va a oler algo mal en Dinamarca –sin caer en las groseras comparacio­ nes a las que todo viajero puede estar expuesto, y no por falta de pudor sino por la curiosa necesidad de yuxtapo­ ner paisajes de variada impresión–, si en mi país el cadáver de la Revolución Mexicana, desde hace más de un si­ glo, sigue pudriéndose en el armario de nuestro imaginario político: nadie cree en nada, en una época en la que el narcotráfico, como si fuera una bestia apocalíptica, cabalga mostrándonos sus 17

dientes de bala por todo el territorio. Luego de llegar a Copenhague, pro­ cedente de Londres, admito que es la primera vez en la que no cuento con un itinerario a la mano, ni siquiera una idea clara adónde ir o vagabundear después de atender un par de compro­ misos en la universidad más impor­ tante de este país. A sabiendas de que podía visitar la sirenita de Andersen, las tumbas del teólogo Kierkegaard y de la narradora Isak Dinesen (ésta, 18

en el cementerio de Rungsted, don­ de también cuenta con un atractivo museo que lleva su nombre, un lugar que va de acuerdo con la personalidad de una mujer “espectral, elegante y teñida de enigma”, según palabras de Javier Marías); o más al norte, donde está el espejeante castillo de Hamlet, que a uno se le mete por los ojos en un acto de magia negra. Sólo había memorizado el sitio en el que me alo­ jaría toda una semana, en una casa de huéspedes gigantesca, con setenta y cinco habitaciones, en la calle Van­ dkunsten, que después se convierte en la Løngangstræde y, vaya sorpre­ sa, a pocos metros de allí se ubica el Mojo Blues Bar, un auténtico templo de la música en vivo que reivindica el Mississippi y a sus cuatro grandes profetas: B.B. King, John Lee Hooker, Muddy Waters y Chester Burnett, alías Howlin’ Wolf. Encuentro en estas tierras nórdicas la misma fascinación que me provoca la Patagonia, porque entre la cresta y el culo del mundo podemos descu­ brir rasgos afines, donde el clima, la fauna y la geografía se superponen para atraer, en esos silencios átonos que proyectan, espíritus excéntricos en busca de refugio, un afrodisiaco más para seguir viviendo en los confines del planeta. La primavera y la luz del

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sol valen oro aquí; en la Patagonia, el silencio y la inmensidad. Son zonas equivalentes, y recurro a la definición que da Guillermo Enrique Hudson de la Patagonia, malversándola, para es­ tablecer imbricaciones, en tanto que los dos lugares son propensos a una suerte de animismo, un amor intenso por el mundo visible, la búsqueda de la perfecta comunión entre la naturale­ za y el espíritu, ideal para poner la men­ te en blanco, porque sólo así, sostengo yo, podemos imaginar utopías. Desde la ventana del avión, próximo al aterrizaje, contemplo el azul cobalto del mar, un cielo invertido, como ima­ ginaba la bóveda celeste nuestro gran Virgilio; asimismo, confirmo, siguiendo la luz del sol al chocar en las costas a lo lejos, que en las zonas límite de este mundo (las últimas fronteras de los po­ los, con sus auroras boreales y rayos verdes, esplendores únicos donde los haya) la naturaleza no sólo tutela ca­ prichos, también sedimenta el terreno para las supersticiones y los prejuicios de otro calado, porque Dinamarca es aún una sociedad política y cultural­ mente homogénea. Y aunque se diga que es el país más feliz del mundo, viva su bella época, lo cual festejo, el maravilloso delirio danés arquitec­ tónico, gastronómico, educativo, ha­ cendario y cinematográfico, también

exhibe sus dilemas respecto del Otro, del inmigrante, pero éstos retroceden, así me lo parece, aunque yo sepa que no es lo mismo leer un folleto del Mi­ nisterio de Inmigración, Integración y Vivienda, que saber captar la densa realidad de un país que conozco poco. No obstante, advierto en ello la fuerza de una sensibilidad política que tra­ ta de fortalecer el tejido social. Del vientre de las sociedades hete­ rogéneas surgen instintos de conservación, micro-grupos que exigen representación para gestar un principio de realidad y, de esa manera, amortiguar cualquier adversidad política. Después de pasar todo un día en el universo hasta cierto punto maravilloso de Christiania, una ciudad dentro de la ciudad hecha de libertades intersticiales, anarco-jipis, descendientes de Charles Fourier por su cooperativismo comunitario, donde se permite la venta y el consumo de drogas blandas, conversé con tres lati­ noamericanos que trabajan allí: Daniel Acuña, de Chile; Fernando Verástegui, de Ecuador; y, de República Domi­ nicana, Alex Kelly. A menudo, des­ empeñan labores como electricistas, carpinteros y cocineros. Me ponen al día sobre sus vidas escandinavas. Da­ niel tiene casi treinta años residien­ do en esta parte del mundo y asegura que siempre pone en práctica el lema 19

“trabajar para vivir”. No quiere a los suecos porque, según él, son “care­ tas”. Verástegui vive aquí desde hace doce años; por su melena leonina, tie­ ne un aire parecido al del legendario jugador de futbol, Alberto Tarantini, campeón del mundo en Argentina 78. Kelly llegó hace cinco. Ninguno piensa en volver a la pa­ tria algún día. Daniel lo intentó pero no pudo. La historia de Kelly está hecha de puro amor de filigrana: una danesa fue de vacaciones a Santo Domingo y, pum, se enamoró a primera vista de un hombre que soñó con ser beisbolista profesional. Dicen que son felices aquí, sin importarles que de vez en cuando sufran antipatías. En el momento me­ nos pensado, les digo a los paisanos que hay un cuento donde la protago­ nista se llama Ulrica, es noruega y tiene la pinta de las mujeres que le gustan a Acuña, alta, de movimientos suaves y calculados, ojos grises, ras­ gos afilados y el pelo amarillo como los girasoles de Kansas. Todo para lle­ gar a la pregunta retórica que Ulrica le formula a Javier Otálora, narrador de la historia: ¿qué es ser colombia­ no? Un acto de fe fue su respuesta. Tratamos de jugar con esa idea. ¿Qué es lo que más extraña un latinoamerica­ no en lugares como éste? Desechamos muchas opciones, como la montaña, el 20

desierto, una larga lista de platillos. Nos quedamos con el trópico. Por su música, clima, el ron, la comida, frutas, el sol y la forma de matar el tiempo. En­ tonces, ¿qué es ser latinoamericano? Un estado de ánimo, dice Acuña. Me parece que su dicho es más expansi­ vo que el del Otálora ficticio. Leo en el folleto del Ministerio que Dinamar­ ca ocupa la tasa de inmigración más alta de la Unión Europea, poniendo en juego la necesidad de compartir los intereses comunes valiosos para la comunidad. Mientras tanto, vuelvo al instante previo del aterrizaje para destacar la sensación de quedar ató­ nito con esos chorros de luz espesa que se deshilachan en el aire, con una brillantez hormigueante que, momen­ tos después, me invade antes de en­ señar, como mexicano, mi pasaporte estadunidense ante la oficial de mi­ gración danesa. Mi perceptivo centro nervioso en­ tra en acción una vez que, mediante el pago de 36 coronas, adquiero el boleto del tren para trasladarme a la casa de huéspedes. A medida que avanza la má­ quina, veo desde la ventanilla el sereno paisaje campestre: lo que se dice una estampa encantadora, palabras del no­ velista nórdico Arto Paasilinna, cuando describe una de las postales septen­ trionales que él se ha tatuado en la

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retina, aplicable a este país; al tiempo que le digo a una viajera israelí –me ha sacado plática– que es la primera vez que vengo a Dinamarca, y no como quiere la novela latinoamericana, no a buscar a mi padre, un tal Pedro Pára­ mo, menos el hecho de recordar fren­ te al pelotón de fusilamiento, cuando mi padre me llevó a conocer el hielo, sino a indagar posibles vetas tropica­ les que puedan conectar Escandinavia con Latinoamérica. Hago el intento por preguntar algo y una danesa ama­ ble se anticipa, con rostro parecido al de la actriz Paprika Steen. Tras escuchar la palabra México, da la impresión de someterse a una máquina del tiempo. Cancún, Mazatlán, Puerto Vallarta, Ca­ bo San Lucas, me suenan desde ahí como si fuesen expresiones propias de un conjuro, o como lo que son, pero dichos por Paprika resultan ser lugares tan lejanos como Criciúma o Tauran­ ga. Paprika recomienda que me baje en la estación Nørreport. Recuerdo a un par de amigos mexi­ canos, dado a la necesidad de estar al día, al anticipo editorial y musical; le da placer expresar los nombres de autores y compositores inimaginables –entre más raros, mejor–, como el del músico alemán Karlheinz Stockhausen. Ante tales epifanías, uno se resigna y agradece los hallazgos. Pongo atención

en los nombres de las estaciones y se me ocurre darles una sopa de su pro­ pio chocolate. Ya instalado en la casa, les escribo por correo electrónico que he descubierto en una mesa de no­ vedades a varios escritores de una prosa inflamable y que bien valdría la pena echarles un ojo, al igual que dos poetisas puntillosas e inteligen­ tes. De la mezcla de los nombres de las estaciones de tren nacen así los novelistas daneses contemporáneos con sus respectivos pares latinoamericanos: Ørestad Ferømen es el Roberto Bolaño de Frederiksberg; Amager Strand, el Juan Villoro de Sorø; Øresund Ler­ gravsparken, el Élmer Mendoza de la novela policiaca ilustrada de Copen­ hague; y dos poetisas más nacidas en los sesenta: Sundby Verstamager es la Alejandra Pizarnik de Odense; y Bryg­ ge Amagerbro, la Coral Bracho de Aar­ hus. Uno de estos amigos me aseguró, y yo lo imaginé jurando ante la Biblia con la mano en alto, que el novelista Amager Strand era pariente cercano del poeta canadiense Mark Strand. Justo a tiempo. Es bueno tener suerte en domingo. La administradora de la casa me re­ cuerda que tengo derecho a una cena gratis, unas albóndigas fritas llamadas Frikadeller, acompañadas de col roja, papa hervida y, se me revuelve el es­ 21

tómago, una suerte de puré de betabel que a mi madre le obsesiona en su casa de la lejanísima Chiapas. Abo­ rrezco, hasta la fecha, en sus múltiples presentaciones, esa raíz que produce un zumo sangriento, pese a que ella me per­ suadía de sus poderes curativos y la única manera de incrementar mis gló­ bulos rojos, razón de mis quebrantos de salud, era consumirla a como diera lugar. A mi lado, sentados en la barra, a punto de arremeter, están Khaled, un danés de origen árabe, y Simon Andry, un joven parisino, conductor de un programa de televisión sobre viajes. Hablamos en inglés porque todo mun­ do dice que habla inglés, y yo también, aunque lo hable de manera rústica. En ese título aforístico y letal, Viajar es conocer idiotas que hablan otros idio­ mas, Rubem Fonseca pone sobre la mesa la oportunidad de diferenciar lo exótico de lo tropical. Exótico es un término que tiene varios sentidos: es relativo al origen, a lo forastero, a lo no nativo, lo que viene de fuera y no termina por aclimatarse o naturalizarse aún, también puede ser algo inusual. Lo tropical es más subjetivo porque pasa del adjetivo geoespacial y astronómi­ co al sentido metafórico o metonímico del término, es decir, hay algo que se desea porque no está, o está lo que se desea pero sólo en sentido figura­ 22

do. Khaled se ofende porque dice que hablo con acento estadunidense: tiene antipatía por ese país y sus ciudada­ nos, por extensión; tampoco entiende que un mexicano como yo se atreva a vivir allí. Para hacer las paces, no sólo pido que dejemos de hacernos los sue­ cos, sino también ordeno tres vasos de tequila, que es una líquida y precio­ sa metonimia. Surte, sin embargo, un efecto contrario: la cólera de Khaled es exótica y tropical, un combinado potente que nadie a su alrededor pue­ de soportar. Simon, el francés, sugiere que nos hagamos los daneses de hoy en adelante, brindando antes de la in­ mediata despedida. Al día siguiente alquilo una bicicleta. Por azares del destino, conozco la comuna de Christiania, llamada así porque se ubica en el barrio de Chris­ tianshaven, y el palacio real de Rosen­ borg, impactante por su arquitectura pero que no seduce tanto como sus jar­ dines, flores exóticas y hortalizas. Chris­ tiania es un falansterio que cuenta con una historia digna de ser recordada, un impulso con sabiduría comunita­ ria, planta cara con sus símbolos que enfatizan la libérrima condición del sujeto, ondea su bandera a toda asta en señal de autonomía, tiene su pro­ pia moneda, un hospital, estación de bomberos, escuelas y, en la entrada a

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ese pequeño Estado de apenas 35 hec­ táreas, con un poco más de mil habi­ tantes, puede leerse “ahora usted está dejando la Unión Europea”. Desde el punto de vista práctico, más que teórico, los fundadores pusieron en marcha una ruda lucidez porque con­ frontaron el Estado hasta inhibirlo, con una buena dosis de cinismo para instau­ rar un sentimiento y una posición políti­ ca contracultural, donde la anarquía genera el expresivo doble rostro de Jano, sin pasar por alto la moda y un semblan­ te estético de corte atrevido. De un lado, por lo que veo y escucho siguien­ do las explicaciones del chileno Da­ niel Acuña, que es el que más sabe de este lugar, sigue en pie la premisa del experimento social. Por otro, la comu­ na está dominada por mini-cárteles de la droga, descubre Acuña. Ha habido ejecuciones en los últimos tiempos, y es notorio el cacicazgo que ejercen los líderes. Tuve la oportunidad de residir en Cuba algunos meses en 1997 y, bajo esa experiencia, soy incapaz de defi­ nir socialismo utópico, comunismo, co­ lectivismo o marxismo-leninismo. De lo que sí estoy seguro, luego de ver las casas de diseñador junto al lago y otras casi escondidas en unos bosquecillos que me hacen recordar a Caperucita Roja, es que los dueños terminaron aburguesándose, como las sabandijas

que nos han gobernado y tiranizado en Latinoamérica. Toda ideología es justi­ ficable en la medida que sea reditua­ ble y promueva un negocio redondo para unos cuantos. Dizque la mota sabe más rica que en Ámsterdam. Dizque vale la pena darle una pitada al cigarro de hachís por­ que el de aquí sí te hace caminar en el aire. Nos lo confirma otro colombiano, éste sí de carne y hueso, hace ronda con nosotros y de inmediato empieza a hablar desde una puritita nostalgia exótica y tropical, contagiándonos a todos; como si, con lo que dice, ad­ mitiéramos que a todos nos hace fal­ ta una pierna, un brazo o un pedazo de lengua. El colombiano reside en Hamburgo y está harto de las prohi­ biciones en Alemania; viene cada dos meses a flotar por el universo infini­ to del señorío de Christiania, todo un súper héroe de Cartagena de Indias, y en el pecho, estampado el nombre que le da identidad: Ajiaco. Nos gusta que el Estado libre y soberano de Chris­ tiania sea autosuficiente, anticonven­ cional y anti-todo, pero leemos una pinta que prohíbe a los visitantes tomar fotos y videos; después observamos que un hombre, de estatura imponente, cuya malacara le duplica el tamaño, amenaza y ofende a un turista japonés porque se atrevió a tomar una foto. Saltan las 23

contradicciones, en un mundo forjado sin jerarquías de ninguna clase. El acto de prohibir tiene que estar pro­ hibido. De vuelta a la casa de huéspedes, me detengo en el jardín del majestuo­ so palacio de Rosenborg. Me bajo de la bicicleta para fisgonear en el área parcelada de las hortalizas, donde hay lechugas, rábanos, acelgas y, para mi sorpresa mexicana, unas matas carga­ dísimas de chile. Con la decisión pe­ dagógica de un maestro de biología de la Universidad de Copenhague, saco una bolsa de plástico y meto en ella tantos chiles como puedo, soltando fra­ ses en castellano que nadie compren­ de, como las que no comprendió el rey Gustavo V de Suecia cuando don Renato Leduc, en la playa, le dijo al saludarlo un chingue usted a su ma­ dre tan eufónico que su majestad cre­ yó que era el depositario de los deseos más nobles de un escritor mexicano que sabía comer vidrio y hablar con los fan­ tasmas. Con los chilitos picosos, estoy seguro, las albóndigas Frikadeller, y toda la pitanza escandinava, me sabrán a gloria tropical. Viajo en autobús hacia Malmö, una de las ciudades portuarias más impor­ tantes de Suecia, bajo un cielo des­ pejado, a un precio razonable de 100 coronas el billete de ida y vuelta. Sin 24

embargo, yo quería viajar en barco. La dinámica entre estas ciudades cerca­ nas, Copenhague y Malmö, me remite a la cuenca del Mar del Plata. Ese ir y venir de Buenos Aires a Montevideo, o a Colonia del Sacramento, en Buquebús, de pie en la proa, viendo el horizonte, puedes hacer malabares con los sor­ tilegios, entretenerte con los mitos y la historia nacional. A mí, para decir con mapa en mano, como para exhumar traumas tropicales, que Dinamarca es el México de Escandinavia. Y me río mor­ diéndome la lengua. Perdió batallas y territorios: Noruega, parte de Suecia, las Islas Feroe e Islandia. Desconozco si un danés puede sentirse en Oslo como en su patria, pero un mexicano en Texas o en Los Ángeles, California, no me cabe la menor duda. En ese orden de sensaciones, puede ser que Khaled, el amigo árabe-danés, encuentre en la península ibérica la suficiente comodi­ dad para un espíritu tan belicoso como el suyo. Una sensación similar vivió, a me­ diados del siglo xvii, el rey Federico III de Dinamarca y Suecia, relacionada con el sentimiento de no estar satisfe­ cho con lo que se posee, me entero con mucha curiosidad leyendo esta histo­ ria de las plumas de Lars Bang Larsen e Ignacio Vidal-Folch. Entre delirios, tuvo el afanoso presentimiento, reforzado

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por nigromantes, astrólogos, geólogos, místicos y geógrafos de la corte de Co­ penhague, de explorar el interior de la isla de Groenlandia, seiscientos años después de que Erik el Rojo la des­ cubriera. Eligieron a Jens Paars para la expedición, un explorador experi­ mentado y valiente ex mercenario. Sin embargo tenía una debilidad que lo hacía más humano: su adicción al al­ cohol. Propongo a Paars como el santo laico de los borrachos de Dinamarca, mas no como el descubridor del paraíso tropical que el monarca soñaba encon­ trar en el corazón de la isla de Groen­ landia, con palmeras, cocos, mujeres desnudas, piedras preciosas y un sol espléndido todo el año. No dejo de pensar en los castillos de Dinamarca: recintos que revelan ri­ queza, comodidad, magnificencia y es­ píritu de aventura, como el que albergó la corte de Federico III. Están hechos para la eternidad. Me gusta de ellos su aspecto museístico y me desagra­ da lo imprácticos que pueden resultar para los tiempos que corren. ¿Quién querrá vivir ahora en uno? Ni Drácula. Como en México está el castillo de Cha­ pultepec, quiero proponerle a la distin­ guida y admirada reina de Dinamarca un proyecto recíproco entre ambos países. Un museo temático con la in­ tención de orillar al público a vivir de

manera radical un distanciamiento bre­ chtiano, como si asistiera al teatro o al cine de cierta época, y todo lo que ello implica: no tiene una misión es­ tética sino un propósito político. La aportación de Dinamarca al castillo de Chapultepec es muy fácil. Barcos a escala, mapas, armamentos, imágenes sobre los usos y costumbres del mun­ do vikingo antiguo; evidencias de las tradiciones relativas al largo invierno, 25

si es que las hay, al igual que el cono­ cimiento de un pueblo que nace de la estrecha convivencia con la nieve y el frío extremo. Tampoco es difícil organizar el ma­ terial para el museo mexicano en Dina­ marca: el público danés comprenderá los complejos vínculos que existen en­ tre el modo de hacer la política e impartir la justicia, y los efectos en el pueblo. Llevará por nombre “Museo de la co­ rrupción y la impunidad”. Conocerán el modo en que se enriquecen los po­ líticos, sus biografías; detalles de la inteligencia de los que más riquezas poseen para evadir el fisco; ejemplos de la ceguera de los jueces al momen­ to de impartir justicia, y la sordera que manifiestan al no escuchar el clamor de un pueblo: la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzi­ napa, las matanzas en Aguas Blancas y Acteal, el Fobaproa, el moreirazo, la Casa Blanca, los casos escandalosos de gobernadores con cargos judiciales en contra, como los Duarte, Padrés, Montiel –en los apellidos llevan la pe­ nitencia–, que han recurrido a la magia infalible para desaparecer los dineros públicos, volverse millonarios de la no­ che a la mañana y salirse con la suya sin que les toquen un pelo. El museo no es para tropicalizar a un país como Dina­ marca, que ya está tropicalizado des­ 26

de el siglo xvii; es para que el público tome distancia emocional, imagine, pro­ ponga soluciones. Y también, la ver­ dad, nomás pa’ ver qué se siente.

La literatura como invocación de espíritus y apariciones S ònia H ernández

La reflexión alrededor de la escritura (las estrategias, mecanismos, andamia­ jes o trampas que se utilizan a la hora de crear una composición narrativa) ocupa una parte muy relevante en la obra de Bárbara Jacobs (Ciudad de México, 1947). No se trata únicamente de metaliteratura porque la mera lite­ ratura sea el tema principal de cuanto escribe, tampoco de autoficción por­ que de su propia biografía construya personajes, sino que muestra al posi­ ble lector –directamente y en un ejer­ cicio casi impúdico– sus instrumentos y su oficio para erigir su construcción. Su hasta ahora última novela, La dueña del Hotel Poe, es quizás el ejem­ plo más obvio y más audaz, pero ha dejado muestras de esta inquietud a lo largo de su prolífica obra, ya sea desde la narrativa o desde el ensayo. Tornero

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Ruiseñor y Nadia Karam, los protago­ nistas de la novela que publicó en 2006, Florencia y Ruiseñor, pueden testificar más que ejemplificar lo que aquí se trata de afirmar. Testifican porque su talante imprevisible e insatisfecho los imposibilita para ser un objeto de es­ tudio inmóvil y estable: construir una novela requiere una actitud siempre alerta. Ambos se encuentran en un sa­ natorio que a veces se llama Casa de Reposo, otras la Casa del Cerro e in­ cluso la Casa de la Risa, en todo caso es un lugar en el que todo el mundo busca ser desposeído y donde están prohibidos los espejos. Tornero Ruiseñor ingresó allí porque quiso denunciar al asesino del loro de su nana Julia y “porque el mundo no sabe qué hacer con alguien que, sin ser todavía un Einstein ni por gracia ningún Mick Jagger, le saca la lengua y no se arrepiente”. Se siente ya un anciano aunque no sabe si tiene 70, 80 o más de 100 años. Cuando Nadia in­ gresa en la Casa, por un absurdo per­ cance con una falda y un sastre que, ante un espejo, la hacen ver que ya no es tan joven, Ruiseñor se autoprocla­ ma su maestro y le propone darle lec­ ciones de literatura que han de acabar en la escritura de una novela. Este tipo de relación es habitual en las obras de Jacobs, baste como ejemplo Vida con

mi amigo, donde recrea su relación con su primer esposo, Augusto Mon­ terroso, quien también fue su profesor en el taller literario que impartía. La propia biografía, como la reflexión so­ bre la creación literaria, es uno de los fundamentos sobre los que se alzan muchas de sus obras, por lo que no es difícil reconocer a Monterroso en el personaje del profesor Lunas, a quien Jacobs dedicó una novela en 2010, y que ya aparece citado en varias ocasiones en Florencia y Ruiseñor. En la Casa del Cerro, la atracción que Tornero siente por Nadia se ma­ nifiesta desde su llegada, aunque él mismo acepte que únicamente podría conseguir “un idilio más maternal que otra cosa”. Sin embargo, esa certeza no le impide mostrarle “a la niñamu­ jer recién llegada lo que es el cuerpo de un hombre debajo del ombligo”, por­ que “¿Hay algo más franco, honesto y director en el amor?” Siendo, como es, una irreverente y alocada reflexión sobre la escritura y la lectura, en esta novela es, tanto o más importante que los atributos fí­ sicos, la pulsión creativa que empu­ ja a los dos personajes a escribir una novela. De la misma manera que no sabemos cuántos años tiene Tornero, que se describe a sí mismo desdenta­ do, legañoso, encorvado, mal nutrido 27

bárbara jacobs

y casi calvo, tampoco llegamos a tener la certeza de si, como nos dice, real­ mente fue escritor antes de estar en­ cerrado en el sanatorio. La literatura es, de eso no queda duda, una experien­ cia tan adherida a la existencia que resulta difícil separarlas. Los dos in­ ternos se entregan a la escritura como si de ello dependiera el diagnóstico que les va a permitir salir a la realidad de los cuerdos o, por el contrario, hundir­ 28

se, fatalmente, en el abismo. Ruiseñor y Nadia se cuestionan sobre el propio deseo de escribir: “¿Sientes que tu no­ vela hace falta en el universo; en cuál universo; piensas que por eso, en cumplimiento, en satisfacción de esa carencia, vas a sentarte a escribirla?” En la cita, algunas palabras reclaman una atención especial: la necesidad. ¿Es realmente necesaria una novela? ¿Para quién? Más adelante se nos dirá que “La casa donde se lava la ropa su­ cia de un escritor es su obra”. Y esa ropa sucia que hiede y molesta es la carencia de la cita anterior. Necesidad y carencia: la escritura como un reme­ dio al que se acude en casos de pa­ tología, o el refugio –“la casa”– para dos internos de un sanatorio mental. Pero para que esta experiencia se desprenda de cualquier dramatismo o tremendismo, Tornero se convierte en un Brujo no exento de patetismo que va a obrar el milagro o el truco de la creación. Y ante él, el contrapunto de la alumna empeñada en señalar lo ridículo de su disfraz. Lo único que puede iluminar a dos personajes en­ cerrados cuya vida depende de lo que sean capaces de escribir es el humor y la imaginación. Ambos ingredientes, tratándose de dos locos, se desbordan en ocasiones, por lo que la novela se sitúa en el terreno de lo grotesco,

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un suelo no siempre cómodo para el tránsito del lector. También eso forma parte del ejercicio de creación. De la creación de la autora y del ejercicio no menos creativo que ha de hacer el lector. En la literatura como en el arte, parafraseando a Vicente Rojo –actual pareja de la autora–, hay que saber mirar. Bárbara Jacobs nos está retan­ do a reflexionar sobre lo que supone escribir y leer una novela. De alguna manera, se están revisando las cláu­ sulas del pacto de la ficción: qué esta­ mos dispuestos a aceptar y hasta qué punto soportamos que nos incomoden; y qué obtenemos de tal experiencia. Tornero y Nadia muestran sus papeles en blanco, que a veces son apenas re­ tales sucios que han sido de utilidad en menesteres menos nobles que el de acoger los delirios de quien escribe. Por ese desbordamiento de la imagi­ nación, el sueño y la libertad creativa, se ha comparado esta novela con el Manifiesto surrealista de André Bre­ ton. Y de estas apuestas arriesgadas no siempre salen indemnes los personajes. Tampoco la autora, que se ha entregado, audazmente, a una prueba de esfuerzo y de imaginación en la que arrastra al posible lector hasta un terreno panta­ noso en el que no son muchos los que quieren estar. Gonzalo Celorio ha di­ cho que la obra de Bárbara Jacobs tie­

ne aristas. Es necesario, añado, caminar con tiento para reconocer y superar esas aristas y, de esa manera, obtener una visión general de la riqueza y la diver­ sidad de experiencias excitantes que ofrecen sus libros. Son la imaginación y el deseo de los protagonistas los que llevan la historia a las situaciones y las reflexiones que pueden acabar convertidas en aristas. Afirmaciones del Maestro como que “Es más fácil dejar volar la imagina­ ción tras la realidad que arrodillarse encima de ésta con lupa y microsco­ pio en mano” o que “Quiero que las palabras, el lenguaje, el uso, el ma­ nejo que les des, sean lo que despier­ te la imaginación del lector como la mejor de las imágenes”, sirven tam­ bién como una obvia declaración de principios de la narradora, que sigue aclarando ante nuestra mirada los mo­ vimientos con los que se propone ha­ cer el truco de magia que dará como resultado una novela. Los personajes están ensayando tru­ cos y probando fórmulas alquímicas que consigan transformar sus experiencias de internos en un sanatorio en una nove­ la, lo que para Ruiseñor es tanto como “convertir la mierda en oro”. Como si fuese una traición, llegamos a saber que Nadia ya había intentado escribir fuera de la Casa del Cerro; es más, po­ 29

dría afirmarse que ha ingresado en la Casa de la Risa porque así lo había escrito. Sin embargo, el maestro se empeñará en descubrirle que la suya es una novela fallida porque lo úni­ co que ha pretendido ha sido recrear la vida de Florencia Tolosa, su nana: “Me estorbaba resentir la abundancia que desbordaba a Nadia. Resentía que quisiera dedicarle una novela a su nana cuando podía dedicársela a su mamá. (…) ¿Qué podía representar para Nadia una nana que la hiciera disponerse a fundirse en ella para poder retratarla? ¿Sabía Nadia que, sin la fusión del au­ tor en sus personajes, no había obra?” Mientras elabora su encendido ejer­ cicio para desacreditar el trabajo de Nadia, el Maestro-Brujo introduce un abundante número de preguntas sobre las funciones que ha de cumplir una novela. En principio, la finalidad más denostada es la que pretende construir una cadena de acontecimientos o de acciones que sólo den como resultado una trama abigarrada o una realidad que sólo demuestre hechos incapaces de emocionar. Especialmente esclarecedor resul­ ta el comentario que en una de sus excéntricas clases de literatura hace a Nadia: “Tu nana se llamaba Floren­ cia y era un refugio”. Más adelante: “Desde hace días quiero decirte que 30

hay atmósferas de México que me re­ cuerdan a México, y tu nana, ya que hablas de ella, es una de estas atmós­ feras a las que me refiero”. De nuevo la idea del refugio, o la atmósfera: esa parte del espacio que rodea a la Tierra en la que la vida es posible y se pue­ de respirar, aunque sea con dificultad por aspectos nocivos como la conta­ minación. La escritura es un refugio, como también lo es la nana. Tornero quiere que Nadia escriba con él sobre Florencia porque él también querría escribir sobre su nana Julia: “La no­ vela que yo hubiera escrito sobre mi nana Julia habría sido un canto de nostalgia a mi mamá, que nunca me tuvo en sus brazos. No le dio tiempo. (…) Murió en vez de mí”. Se produce, por tanto, una cadena de suplantacio­ nes en la que Tornero quiere suplan­ tar a Nadia en la escritura de su novela en la que una nana ocupa el lugar de la otra mientras cada una de ellas está sustituyendo a las madres de los dos protagonistas que, a su vez, quieren que la literatura suplante a la vida mientras viven en una casa que no es la suya aunque no tengan ningún otro lugar don­ de esconderse. En medio de tanto truco de magia y de tanto intercambio de lugares, de­ seosa de ser ella misma quien relate su historia y se retrate, se aparece ante

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los dos internos, en el umbral de la sala en la que se encuentran, “una mujer de estatura más bien baja, de torso cuadra­ do y senos abultados (…) aun de de­ lantal sobre la falda y, ésta, encima de un pantalón rabón; zapatos tenis ama­ rillos y calcetines verdes; las mangas de un suéter azul marino arremangadas, el cuello tan gastado que dejaba ver, de­ bajo, una camiseta roja también raída por el uso…” Se trata de Florencia Tolosa, quien ha regresado del mundo de los muertos. Su estrambótica vesti­ menta quiere recordar lo dura que fue su vida. Después de una escena de lágrimas provocadas por la emoción del reencuentro con su niña Nadia, la nana relata su historia, que es para lo que ha venido. Incontables años de entrega a la familia en la que trabajó, después de una vida llena de adversi­ dades: padres muertos en la infancia, orfanato, abusos, alcohol, malos tratos y miseria de la que sale gracias a las palabras, los idiomas y la cultura. Tor­ nero y Nadia nos avisan que no deben pasar inadvertidas las similitudes con “Un coeur simple”, de Flaubert, y las calamidades que vivió su protagonis­ ta, Félicité. Son muchos los rasgos que unen a la criada de la Sra. Aubain y a Florencia, desde la mala suerte que conduce a la entrega incondicional a una familia, que en realidad no es la

suya, hasta la devoción por el loro di­ secado en el que la francesa cree ver al Espíritu Santo y que, en el caso de la mexicana, se dirige al gallo también disecado. Las dos criadas dialogan para el lector de Florencia y Ruiseñor, de la misma manera que su autora quiere dialogar con las abundantes referen­ cias culturales que engrosan sus escri­ tos, los cuales van desde Shakespeare a los Beatles. El ejercicio de Bárbara Jacobs se dirige a entender de qué y cómo está hecha la literatura. Por eso, cualquier ejemplo resulta de utilidad para indagar en las manifestaciones que consiguen emocionarnos. Además de relatar su penosa vida, Florencia ha regresado del mundo de los muertos para avisarnos de otras co­ sas. Una frase parece pasar casi inad­ vertida: “No hay como la intemperie”. Tal vez debería servir de aviso para to­ dos los que han estado y están buscando refugio. Quizá, después de todo y antes de nada, la intemperie es el estado na­ tural del ser humano, por lo que no se debería tener demasiado apego hacia nadie ni hacia nada, ni siquiera hacia los animales, porque nada se conser­ va: “le adelanto que, muertos, la gen­ te y los animales no vamos a dar al mismo sitio, y lo lamento. Y otro dato que puede ser de su interés es que, una vez muertos, no necesariamente 31

nos encontramos con o buscamos a la gente con la que nos llevábamos, para bien o para mal, cuando vivos”. O sea, la expulsión del paraíso original con­ dena a la intemperie, una condición que sólo parece soportable para per­ sonas como la nana o como Félicité. Por eso son dignas de ser convertidas en mito y de aparecerse después de la muerte. Sobre ese más allá, Florencia revela otros secretos como que “cuan­ do uno resucita, regresa de la edad en la que murió”, “ni muerto recuperas la juventud”. La resurrección, por lo que se ve, no deja de perder su atractivo. Todavía recibimos otro mensaje a través de la nana cuando, una vez que ha regresado al mundo de los muer­ tos, Nadia recuerda el día en que la enterraron: “Fue el golpe que oímos cuando, al inclinar el féretro los en­ terradores para empezar a deslizarlo hacia el fondo de la fosa, la coronilla de la nana pegó contra el interior de la cabecera de la caja. Fue un golpe que sonó con volumen alto, pero de corta duración. Un toque a la puerta y pun­ to. Un memento mori. Único. Último, de su parte”. Florencia fue maltratada hasta el final, en una escena que de nuevo vuelve a desacralizar un mo­ mento dramático. En su conjunto, la visita de Floren­ cia ofrece material suficiente para que 32

los dos internos sean capaces, por fin, de escribir la novela que anhelan. Pero tampoco parecen ponerse de acuerdo sobre si lo importante es relatar los acontecimientos que marcaron su vida o, al contrario, encerrarse en el refugio que es la nana y analizar las tormentas subjetivas que los empujaron en busca de un techo. La literatura puede ser tan útil para construir un relato como para dar forma al cobertizo que nos proteja de la intemperie. Nadia insta a Tornero a que narre todo lo que dijo la aparecida; pero el Maestro, que por algo ostenta ese cargo, se resiste. No le interesan tanto las desventuras de Florencia como el significado de la nana. De repente, todo el mundo quiere ser y se esfuerza por ser el consentido de la nana, sobre todo, como explica Bárbara Jacobs –que lo sabe bien porque es psicóloga de for­ mación–, cuando se alcanza “esa edad en que se suele resentir cómo lo quiso a uno su mamá o su papá, o cómo no lo quiso a uno su mamá o su papá, y en cambio sí a un hermano”. Christopher Domínguez Michael es­ cribió en su Antología de la narrativa mexicana del siglo xx que una parte de la literatura escrita por mujeres en México –grupo en el que incluye a Bár­ bara Jacobs, especialmente por Las hojas muertas– se encuentra en una “edulcorada cárcel retórica” impuesta

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por la “infantilización prefabricada” de Elena Poniatowska. Esta afirma­ ción, sumada a las aristas de las que ha hablado Gonzalo Celorio, evidencia de nuevo la existencia en la obra de Ja­ cobs de situaciones incómodas para un determinado grupo de lectores. Como en un espejo deformante, se exageran los atributos y los sentimientos para conseguir personajes casi grotescos, arquetipos que sirvan para explicar y clarificar patrones. En este caso, freu­ dianos. Tanto Florencia como Julia, la na­ na de Tornero, trascienden su testimonio de criadas y niñeras para convertirse en arquetipo. Han sobrevivido a la in­ temperie. El maestro brujo que un día fue escritor –o así lo pretende– en la figura de la nana encuentra a su madre, su refugio, su atmósfera o su paraíso ori­ ginal. Así, él mismo le dice a su alumna: “Creamos, como el doctor Frankens­ tein, un monstruo constituido de miem­ bros, características, ideas, lenguaje, temores y deseos de personas diferentes, irreconocible, inencontrable; a ver si más bien es él quien acaba con nosotros. Lo ideal sería que la mezcla convirtiera a FlorenciaJulia en La Nana, y que el lector que leyera tu libro, lector que recordara a su propia nana”. La año­ ranza por la nana y por la infancia es esa melancolía o saudade inherente al

ser humano. Pero, en un nuevo giro, con la voluntad de desdramatizar la situación, Bárbara Jacobs une la nos­ talgia y el humor en una escena que recuerda al personaje de la felliniana Amarcord, el cual aprovecha una sa­ lida del sanatorio para encaramarse a un árbol y gritar “Voglio una donna!”: Tornero se sube a un pino a gritar: “¡Nana! –grito que dirigí a las nubes para que desde su aposento en el cielo mi nana Julia se acordara de mí”. Hacia el final, cuando Tornero ha sido ya desposeído de la posibilidad de escribir ninguna novela, e incluso de la compañía de Nadia, se da una nue­ va invocación a la nana: “Nadia no pue­ de abandonarme. ¿Por qué sí pueden las nanas, substitutas transitorias o per­ manentes de mamá, su brazo derecho, su mano izquierda, su dama de com­ pañía, su paño de lágrimas, la nodriza universal, la confidente, el calor de la leche color hueso, la nata, espesa, dulce como la miel?” Todo el ejercicio ciertamente freu­ diano de escritura que supone la novela que hay dentro de Florencia y Ruise­ ñor, así como de la novela que esta­ mos leyendo nosotros, no es sino una invocación del arquetipo de la nana. Los desposeídos de la Casa del Cerro escriben, y se preguntan incansable­ mente cómo, para qué y para quién. Al 33

final descubrimos que la literatura sir­ ve para hacer regresar a la gente desde el mundo de los muertos, porque las novelas están pobladas de fantasmas. Los dos internos convierten a sus na­ nas en mitos que tienen que soportar la vulgaridad de la parte más salvaje de la naturaleza humana. Por eso no es fácil seguirlas en el proceso de su cons­ trucción. Por lo mismo sus historias es­ tán llenas de aristas. Tal vez a un mito clásico, en el que buscamos la gran­ deza de las cualidades humanas, no le permitiríamos ser escatológico, ni que haga juegos de palabras, ni vestuarios grotescos que demuestren lo absurdo que a veces rodea al ser humano. ¿Qué

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tipo de lectores busca el ejemplo de la grandeza en un loco que se sube a un árbol a llamar a su niñera? Con Nadia y Tornero nos preguntamos si acaso la muerte recubre de leyenda a los mi­ tos: el hecho de dejar de ser para ser sólo en los demás, al fin y al cabo una definición cercana a la literatura que no es nada hasta que alguien se de­ cide a leer. La literatura en sí misma se convierte en una aparición, en una visión que, como la nana, puede ser un buen refugio donde se nos restitu­ yan los cuidados que no se nos procu­ raron en el momento preciso y cuya carencia se ha transformado en humor negro, macabro y extraño.

Tres poemas R odolfo M ata pax linguae

Para tratar los problemas filosóficos –sean los que fueren o sean, no interesa el tiempo verbal– hay que usar un lenguaje llano claro y simple hay que evitar la metáfora altamente especializada y generalmente incomprensible por muchos considerada indispensable (a la cacofonía) para hacer poesía Grandes pensadores han abogado por esto e incluso han predicado con el ejemplo Los problemas poéticos 35

sin excepción son pseudoproblemas Se originan en abusos cometidos en directo detrimento del lenguaje ordinario natural cuando se pretende un uso fuera de contextos donde se cumple cabalmente su función La única tarea útil que puede llevar a cabo un poeta es curar a sus colegas de la enfermedad profesional que los aqueja Por ello con método debe persuadirlos de que se abstengan de sustraer al lenguaje ordinario de sus trabajos habituales Los problemas poéticos son problemas artificiales Brotan cuando 36

impulsado por poetas el lenguaje “sale de vacaciones” y empieza a operar localmente como una turbina que girase fuera de sus engranes Un lenguaje es una forma de vida No podemos considerarlo aisladamente y en sí mismo sin ritmo con independencia y tropiezo de las múltiples funciones que cumple en el cuadro de la vida de quienes lo emplean La tarea poética consiste básicamente en la elucidación de conceptos ordinarios incorporados al lenguaje común como la ironía inocente involuntaria envolvente 37

como la parodia pura petulante y pretenciosa como la metáfora medular mística matérica como el mentido viento que te ha dejado aquí a respirar falsamente por vez primera la pax linguae del que roba invicto sin remordimiento y se recuesta en el puro derivar*

pure data

I Algorithmic functions are represented by objects, placed on a screen called canvas. Objects are connected together with cords, Glosa de una fracción del prólogo de Genaro R. Carrió y Eduardo A. Rabossi a Cómo hacer cosas con palabras (1962), glosa de J. O. Urmson de las conferencias, artículos y notas de las reflexiones filosóficas de John Langshaw Austin, mejor conocido como John L. Austin. *

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and data flows from one object to another through these cords. Each object performs a specific task from very low level mathematic operations to complex audio or video functions such as reverberation, fft transform, or video decoding. Objects can be: Full genome or main codons nucleotides containing phosphate, deoxyribose sugar baby sugar and one single nucleobase Pure adenine and guanine Whatsoever hydrogen bonds to amino acids, polypeptides, from all sixty four codons assigned to either an amino acid 39

or a stop signal Dreams are unique (and unaware of their rating) II Language doesn’t need an explanation Only you can make these words seem right*

aproximaciones a la lírica

Analgésica anticonvulsivante ansiolítica Pregabalina era toda una terapia coadyuvante, secundaria, periférica Sicalíptica pero 90% independiente de la dosis después de ingerida Transcripción errónea del manual de uso del programa Pure Data, con algunos ecos despertados por el genio de la incomprensión, la interferencia de la Wikipedia y la radio mental. *

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en 24 a 48 horas estaba fuera sin riesgo de sus fuentes lactantes Farmacocinéticos caminos entenebrecidos por ratones, ratas y hasta monos penetraban la hematoencefálica barrera semihumana de su metabolismo Ahí confinada a la preceptiva tras dolores neuropáticos vivía con inclinaciones a la fibromialgia sufría la tag o la gad con parsimonia y se le entrechocaban las palabras castañeteando sus limados dientes en un tartamudeo Paciente del Dr. Placebo era la doble ceguera su sino y metabolito su destino de hiperacusia 41

y disgrafía sílabas agudas y graves de un nosequé que se queja balbuciendo un ay muy metronómico Todo un tanto esdrújulo y lineal este romántico romance que radiomarcado por plasmáticos agüeros si conducía al suicidio era por no dejar títere sin cabeza bailando en algún lugar común*

*

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Versión novelada del instructivo del medicamento homónimo realizada bajo sus efectos.

El mono que escribió el Quijote A lejandro V ázquez O rtiz Aquestos testos un estrato sintético son –que izen que más valen dos boca­ dos de vaca que siete de patata– de el esperimeto iniciado en los laboratorios de el csic 3 en el año 2104 del edad Christiana. Materia pública es que el investigación terminó durante la Semana Roxa de la Guerra de los 40 lustros. Un bombardeo interrumpiólo cuando lleuaba trabaxando –salvo paralización por la muerte de el suxeto hacia el año 2343– más de 5500 rondhelios. Vosotros veredes que falta no fará esplicallo impoſible e inútil que re­ sultaría entregar en este formato los datos enteros que arroxó el investiga­ ción. El ingente cantidad de información –la que sobrevivió a la bomba y el poſterior saqueo– está almacenada en servidores en un baluarte para ser organizada y eualuada con sosiego. El interesado hallarade cuatro centenas de terabites con más noticias fundametales, así como el índice de diretores xefes de signatura, libres para deſcarga en los seruidores de el Ministerio. Inclúyense además testimonios elocuentes de tiempos de guerra y cómo el esperimeto se vio inuolucrado en los auatares políticos. Hemos de recono­ cer, con satisfacción, el heroíſmo de todos los que se afanaron en él. Manque usías crean que a buen servicio, mal galardón. Façemos cons­ tar, en este felix aniversario número 6000 de la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha, que a pesar del súbito final de un trabaxo de casi una quinteta de melenios, el apetito de sus ejecutantes puede verse colmada de buen grado. Su socorro en el destronamiento de los golpiſtas de Raunario 2° fue tan inestimable como silenciosa. Los presupueſtos teóricos 43

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que se desvelaban y circulaban entre la Resiſtencia siempre fueron aliento para la pendenzia contra el Comité. Rememorar bueno es a quien son realizado la gran fazaña de ser artífi­ ces de su ventura manque la rueda de la fortuna esté más lista que la de un molino, manque ándame yo caliente y ríase la gente. No queda más que avertir a el letor de el uso florido de vetuſto casti­ zo que face difícil letura, pero que en­ tendidos sabrán catar de buen grado. [6 de diciembre del año 2104. 500° ani­ versario de la publicación del Ingenioso Hidalgo, Don Quijote de la Mancha. Es­ tablecimiento de marco teórico y metodo­ logía. Publicado en formato analógico en el iv volumen del csk, Confederación Hispánica, 2115, pp. 387ss. Anexo, carta del Dr. J. Avellaneda Signatario en jefe a s.h.m. Rogelio Castelfels, Director del Centro Superior de Investigaciones Confederadas] (…) Estamos convencidos que este sencillo experimento vendrá a su­ plir todas las incógnitas que no consiguió esclarecer el cern en el siglo pa­ sado. Como es bien sabido, s.h.m., el acelerador de partículas no responde a cuestiones que atañen a la biología en su forma más pura. Aunque debemos aplaudir el ímpetu de nuestros físicos para seguir deduciendo las protopartí­ culas –después de que se demostrara un par de años atrás que ni los bosones ni los fermiones son las únicas partículas mediadoras en las interacciones físicas fundamentales–. Me temo que el dilema es zenoniano. La partición del átomo es infinita. La física puede atrapar al mundo en sus fórmulas, pero no llega a problematizar lo que más debe importar al hombre: ¿Cómo se ha formado la vida? ¿Hay orden en el universo? ¿Hay belleza en el azar? 44

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Las conclusiones que arrojará nuestra empresa ayudarán a dar respuesta a estas interrogantes. No para reducir la existencia del universo a una ecua­ ción matemática, sino para que la humanidad entera se atisbe en el espejo de sus fines. Condensar en una sola hipótesis, no ya en el funcionamiento del universo, sino la pregunta por su sentido. (...) 1. 2.

Objetivos. ¿Puede un mono aporreando el teclado de un computador, al azar de sus movimientos animales, escribir El Quijote? Seguro a algunos de los concejales la pregunta les resultará estúpida. Pero si nos atenemos a los datos que la ciencia nos proporciona, sólo vemos las cosas moverse de un lado a otro. Ya sea el girar de las estrellas entre las supernovas y los quásares, la sangre bombeando a través de nuestras venas, la caída de la hoja de un árbol o el delicado soplo del viento que alza las briznas de polen que distribuyen nuestras flores. Todo parece moverse con una cierta cadencia, cierto ritmo y orden. El enfoque que pretendemos iluminar con esta pregunta no es si podemos des­ cifrar o predecir los comportamientos de estos movimientos. No nos interesa la regularidad de las leyes en un universo infinito, tanto en tiempo como en espacio. Al contrario. Lo que pretendemos es sorprender a la regularidad como un evento particular de la infinitud. Acaso las leyes de la naturaleza no son sino un evento azaroso. Esto es, si se arrojase estos papeles lo más probable es que cayeran al suelo; sin embargo, en un universo en que las posibilidades son sin fin, cualquier otra cosa podría pasar. Otra tecla del universo podría accionarse y sobrevenir lo inesperado. Los movimientos parecen producirse de la manera más económica po­ sible. Y aunque la mayoría de nuestros colegas atribuyen tal orden, en lo que a biología atañe, a la teoría de la evolución natural a través de la selección de las especies, intentamos ir más allá de la hipótesis funcionalista que ex­ plique a la naturaleza. ¿Qué es la vida? Las exploraciones de sondas espaciales en las lunas saturnales nos han demostrado, desde hace ya treinta años, lo estúpido de supo­ ner que la única clase de vida que podemos esperar tendría que estar basada en el carbono. Por tanto, ¿cómo es que siquiera se ha podido seleccionar los 45

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elementos que componen La Realidad y que, por estar así como están –pu­ diendo estar de cualquier otra manera–, han permitido esto que hay? Reformulando la pregunta: ¿Puede el azar generar esto que contempla­ mos y no de alguna otra forma? O lo que es lo mismo, ¿puede un mono, apo­ rreando al azar un tablero, escribir sin querer la obra cumbre de la literatura castellana? (…) 2.3.1.2

Metodología propuesta, plan preliminar. Habiendo seleccionado a nuestro sujeto de estudio, un chimpancé re­ cién nacido en el Zoológico de la iii República Confederada, llamado cari­ ñosamente Fierabrás, se dispondrán de todos los medios adecuados para su respetuosa estadía en la sala de experimentación. Entre los fondos públicos que necesitamos está una matriz generadora de memoria genética. Sabemos que el dispendio en horas procesador de la matriz equivale a 4% de la capacidad anual de los recursos ghz que la Confe­ deración pone al servicio del Ministerio. Confiamos en que el talante ilustra­ do del experimento nos ayude a obtener el beneplácito de la mayoría de los concejales. Si a ello aunamos los recientes éxitos en las investigaciones del ramo de los ordenadores cuánticos, no nos queda más que vencer las pocas voces de los concejales dogmáticos que (…) De igual manera nos declaramos partidarios de la Ley Confederada a la protección del Derecho a la Evolución sin Interferencia de los Primates Superiores y por tanto cumpliremos con celo la protección y dignidad de Fierabrás a cuya supervisión encomendamos a quien el Ministerio nombre y juzgue conveniente. Nuestro experimento será transparente: habrá cámaras transmitiendo y la posibilidad de seguir su desarrollo en módulos de des­ carga. En una página de Internet se mostrará el flujo caracterial que genere Fierabrás en tiempo real. La nemoclonación es para preservar, no únicamente al sujeto, sino una cadencia lineal en la secuencia experimental. Las clonaciones tendrán un riguroso periodo de observación y se harán bajo la supervisión de alguna asociación protectora de primates superiores. A pesar de los problemas que esto pueda suponer a la Confederación, creemos firmemente imperativo con­ tar con que el mono siempre sea el mismo para garantizar la linealidad de 46

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los ejercicios del azar. Si en algo cuentan las probabilidades en el mundo, el tiempo jugará a nuestro favor.  [#relevante. Carta del Dr. Cristóbal Suárez de Figueroa] Recibimos con apaciguada alegría la liberación de los fondos públicos. La Confederación ha hecho un esfuerzo y no defraudaremos sus esperanzas. Me temo, sin embargo, que las horas procesador asignadas en el Tabulador Herciano son insuficientes. Soy consciente que el atentado de los fundamentalistas a los servidores del oriente ha mermado la capacidad del Ministerio de tiempo procesal. Pero la determinación de los concejales de limitar nuestra asignación herciana exhibe la miopía del Ministerio. Han señalado los escasos resultados que hemos obtenido en esta década. Los concejales debieron ser los más prepa­ rados para no encontrar ningún resultado. Este experimento no durará un par de décadas, sino mucho tiempo más. La reconstrucción del sistema del oriente está demorando demasiado tiempo, demandamos que (…) [#importante 13 de enero de 2212] (…) demostrado en los últimos análisis de espectro óptico. Los compu­ tadores cuánticos tienen ciertas limitaciones a la hora del escaneo. Lo difícil que se vuelve a los qubits poder analizar la linealidad de los caracteres nos está demorando en el proceso de los datos. Cuando un bit deja la binaridad y se lanza a la incertidumbre de no ser ni 1 ni 0, o ser 1 y 0 a la vez, los cir­ cuitos necesitan la más alta calidad en superconductores o acaba fundiendo el procesador. Sin embargo, como signatario, confío que con la implementación de la lógica cuántica a partir de las funciones y algoritmos del profesor Braf po­ dremos desarrollar un método más eficaz de lectura del flujo caracterial de Fierabrás. He seguido con pasión el desarrollo de la lógica sin valencia ni modos de verdad que ha construido Braf y su equipo. Con la potencia del hardware se podrá desvincular el valor real de las teclas y readaptar su asignación, programación mediante, a los distintos tipos de tablero que han existido a 47

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parte del homologado confederado. Esto significa que si en el teclado estu­ viese apretando una tecla a, en un tablero qwerty sería una y; en un qwertz, una z; en un Dvorak, una f y en el hcesar, una a. De esta manera tendremos hasta cinco flujos caracteriales paralelos y autónomos que multiplicarán las vías experimentales sin tener que (…) Hay que imaginar el Quijote como una secuencia de lanzamientos de dados. Ese dado tiene un límite de 51 caras. Ya que son 51 los diferentes tipos de caracteres que encontramos en la novela: alfabeto, signos de puntuación, acentos y por supuesto espacios y saltos de párrafo. Si tenemos en cuenta que en la edición de 1605 impresa por Juan Cuesta que se conserva en la Bi­ blioteca Central contiene, ni más ni menos que 2,069,375 caracteres contando los espacios; luego, la secuencia que buscamos tiene 1/512.069.375 probabilida­ des de aparecer en los dedos de Fierabrás (…) [Carta al primer ministro. Signatario Pedro Alonso] El apoyo insufla ánimos a todos. Si los fundamentalistas presionan más que nunca, la pantalla es el signo inequívoco del talante liberal de vuesa mer­ ced y gobierno. ¡Colocar un registro en tiempo real del flujo caracterial a la cabeza de la tribuna de la Cámara de Consejales es un gesto provocador! De conocimiento público es que ciertos concejales, los mismos que cada lustro someten el experimento a auditorías y revisiones, se han tomado el he­ cho como un insulto. No es para menos. Estimo que cuando se discute desde la tribuna las reformas de la Confederación, todos ustedes contemplan los aporreos de Fierabrás en el tablero como un espejo de sus esfuerzos. Hay noticias que hablan de exclamaciones de asombro y risa nerviosa cuando aciertan a ver un atisbo de sentido en el flujo. El interés en los medios nos ha colocado en el ojo del huracán. No debe, sin embargo, vuesa merced, confiarse en que (…) [#importante. 31 de diciembre de 2224] 2.1 Resultado de la implementación del lector qbt (…) ha sido increíble. Hemos hecho que la velocidad del proceso de lectura del flujo caracterial sea 30 veces más rápida. Los computadores cuán­ 48

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ticos vienen a solventar de golpe las necesida­ des de procesador que teníamos. Todo tramo es seleccionado una infinidad de veces al mis­ mo tiempo, de tal manera que es comparado con el Quijote. (…) asumiendo que la posibilidad de ge­ nerar una matriz racional a partir de los flujos caracteriales, no tiene por qué restringirse a la novela del Ingenioso Hidalgo. La totalidad de la literatura pre-republicana, ha sido in­ gresada a las bases de datos del experimento. [22 de febrero de 2232 #remarcable] “4uybrpenfrentalalenguasadlytœoconsi­ derayrumia73&54laspalabras220mtodosmear­ sneriaxcrantesdeahgx!porelerudn+sbsgcque­ salgandelabocaleicyur3okr”. (…) fragmento inteligible que reza: “… Enfrenta la lengua; considera y rumia las pa­ labras antes de que salgan de la boca”. Refrán de Sancho que aparece en la segunda parte del Ingenioso, capítulo xxxi. [Bitácora personal del Dr. Francisco de Robles, signatario] No sé cómo he de tomar el dictamen de la Confederación. Fíome del hecho de que el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha sea proclama­ do como autoridad y su lectura obligatoria, en la mayoría de edad, atraerá un interés redimensionado a nuestro proyecto, témome que tanta atención resulte lesiva. He sido testaferro del número de citas descontextualizadas en tribuna. El Refranero digital de Sancho es una presencia ineludible en cada hogar de la Confederación. Las traducciones comentadas abundan y las reediciones de antiguos comentarios como el Ortega y Gasset se distribuyen gratuita­ mente en la Nube. 49

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Quiero creer que detrás de aqueste impulso se halla un talante liberal y progresista. Temo que sea todo lo contrario. A veces cuando me entrevisto con estudiantes me sorprendo por su entusiasmo de ir a buscar el sepulcro de don Quijote y recitar de memoria a Unamuno, de la antigua Salamanca: Y ¿no será –me dices en tus horas de desaliento, cuando te vas de ti mismo–, no será que creyendo al ponernos en marcha caminar por campos y tierras, estemos dando vueltas en torno al mismo sitio? Entonces la estrella estará fija, quieta so­ bre nuestras cabezas y el sepulcro en nosotros. Y entonces la estrella caerá, pero caerá para venir a enterrarse en nuestras almas. Y nuestras almas se convertirán en luz, y fundidas todas en la estrella refulgente y sonora subirá ésta, más reful­ gente aún, convertida en un sol, en un sol de eterna mediodía, a alumbrar el cielo de la patria redimida.

Es como si la novela dejase de ser una obra de arte para convertirse en un símbolo de la humanidad misma. Como si el símbolo estuviera vacío y la locura de don Quijote se pudiera interpretar de cualquier manera: i) un hombre que sabe encontrar en los signos del mundo una Realidad indudable a los millonarios de espíritu o ii) un mentecato ridículo al albur de sus actos estúpidos. [#importante. Extracto de una carta abierta del Signatario Dr. Morale al Co­ mité de Regulación Teocientífico. 4 de octubre de 2397] (…) no han satisfecho la inquisición del Comité. Los resultados, a pesar de que han producido valiosa encuesta, no son tratados como es debido, y usted, Ilustrísimo pontífice, sabe que el Comité de Regulación no es lo ob­ jetivo que debe ser. Estamos en la terna para la condonación de medios líquidos y procesales. Nuestro sujeto experimental está siendo sometido a estrés enorme por nuestra incapacidad para clonarlo con más frecuencia. Los testimonios de crueldad a especies superiores resultan fundados, pero inocuos. El continúo traqueteo del tablero reveló que más de siete años de trabajo sin la reproducción gené­ tica del espécimen genera distorsión dactilar y artritis reumatoide palmaria. Debido a la firme cacería del Comité, nuestro chimpancé ha sido clo­ nado cada once años durante los últimos cincuenta. Promedio funesto. (…) Hemos identificado fragmentos de hasta 124 obras distintas de la lite­ 50

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ratura pre-republicana en todas las lenguas. Todos aparecen en los aporreos de Fierabrás como rostros súbitos en la arena. Sin embargo, sabemos que al albur del tecleo de ese mono están sumisos todos los presupuestos sobre los que se basa el dogma de fe de cierta ala del Comité que no ha dejado de hostigar el líbero examen (…) Hasta donde llega nuestra comprensión, no debemos infravalorar los modelos de militancia fundamentalista. Cuando algunos miembros de mi equi­ po recibieron amenazas, me llamaron escandaloso por denunciar el acecho. Hace unas jornadas que se desataron las campañas de asalto físico sobre servidores públicos del Ministerio. ¿Denunciar semejante follón también se­ ría un escándalo? No podemos desconocer la intervención que están ejerciendo. Sea por esta política cuasi-terrorista o por medios legales. El golpe de Estado es un secreto a voces. La Confederación disminuye mientras (…) [#importante r213 Rondhelio i] (…) no hay pujanzas ni reales. No es la expectación la que nos salvaguarda. Es otra suerte: la rabia. La ojeriza a la mentira es la forma que conocemos para galantear con la verdad. Sin embargo, no veo cómo superar aqueste infortunio. Fierabrás ha muerto. A pesar de que lo tengo en mis manos y juguetea con una mandarina, está condenado a morir. Aqueste mono será el último Fierabrás. La requisa de la memoria genética por los Golpistas de Raunario 2° ha destruido la inicia­ tiva del experimento. Aquesta es la última entrada de una hazaña que duró más de 600 años. Sin habernos rendido nunca, parece que los esfuerzos han sido en vano. Queden en la memoria de quienes resistieron el símbolo de nuestra lucha (…) [#importante r327 Rondhelio xviii, tercer año de la Resistencia] (…) han resultado harto perseverados para los resultados obtenidos. Los servidores apenas cuentan con 200 mil tb, una bagatela si se quiere man­ tener la llama viva. Declinamos la linealidad nemogenética de Fierabrás –de defunción natural en las reservas subterráneas. Se comenzará de nuevo con un orangután albino al que el signatario ha bautizado como Blanca Luna. 51

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El arreglo que la Resistencia ha puesto en el experimento incitó a que un miembro del Gobierno de Excepción, de forma despectiva, llame al mo­ vimiento La Mano de Mono. No han tardado en aparecer grafitis y folios en la Red con una gran mano blanca de mono. En palabras del cabecilla de la Resistencia Frestón, el sabio: “Un dedo de mono desató el golpe de Estado. Un dedo de mono le dará pro­ vecho y su fin”. Todo el equipo que aprovechamos ha sido saqueado del Buró. Maqui­ naria anticuadas robada en escaramuzas: los primeros computadores cuánti­ cos, pero nos valen para inflamar la mecha. Hay profuso material de desecho en los despojos de la Confederación. La categoría de nuestra empresa conquista, con aquesta dimensión sim­ bólica, máxima prioridad. La Resistencia ve en nosotros la posibilidad de lo inadvertido. Cuando Blanca Luna inicie el tecleo, emprenderá la ofensiva contra el futuro. [Anónimo. La rienda de Rocinante. Manifiesto político distribuido por un ata­ que informático masivo a la Nube. De atribución dudosa, se ha culpado a La Mano de Mono en el aniversario del Golpe de Raunario] Fiaros no ya en mis informes, sino en aquesta imagen adjunta de la primera edición del Quijote de la caja tipográfica de Francisco de Robles, li­ brero del Rey Nuestro Señor que no ha sido trucada por folloneros ni malan­ drines. Veréis en ella, en las postrimerías del capítulo III de la primera parte, un pasaje, breve más sucinto, que ha sido purgado en el fichero que se dis­ tribuye entre bachilleres y escolares: En aquesto llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas do caballeros andantes poníanse a pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de faberlo muy bien pensado soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza, y habiendo andado como dos millas, descubrió Don Quijote un gran tropel de gente que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos, que iban a comprar a Murcia. 52

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Y que se descubre suplantado por el siguiente testo: En aquesto llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas do caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien sopesado decidió con el empoderío de su voluntad y buenpen­ sar, tomar el rumbo de la derecha y habiendo andado como dos millas, descubrió Don Quijote un gran tropel de gente que, como después se supo, eran unos mer­ caderes toledanos, que iban a comprar a Murcia.

El sentido tuerce con tres líneas. El cambio, albricias, no es honesto. Tratan los folloncicos del Comité de trocar aqueste vivo juego del Hidalgo con la Fortuna, por un decreto madurado y positivo. ¿Por ventura se trata de una treta más del Comité para inflamar en crías y mentes menguadas un coraje en el pecho que los lleva a enrolarse en la lucha contra La Mano de Mono? A fe mía que aquesto tiene más de Iglesia oscura que de calvero de bosque y no puede sino querer engañar con censura la eximia calidad de la Autoridad del Quijote. Y desde las tinieblas dirigen la Bartaria. Que ya se sabe que a buen salvo está el que repica. Soltad las riendas del caballo desbocado de la juventud y vierades con todos que se entregarán a los caprichos azarosos e inofensivos que en áureo tiempo fue llamado libertad. [#curioso #sinfecha] Por razón oscura, las palabras inteligibles vense con más frecuencia en la configuración de tablero hcesar, antiguo artefacto nacional de Portugal en los tiempos pre-republicanos. Hoy el sector ibérico entero es sede de los motínes más entusiastas de la Mano de Mono (…) [Lista canónica de Autoridades Cervantinas publicada por el Comité en el marco del Concilio Manchego Rondhelio mccxvi] Aquesta lista de probos y doctos comentadores que hubiéronse nutrido de la lectura y razones, esotéricas y exotéricas, del Hidalgo Ingenioso se usará bajo censura y cuidando que quienes, en estudio legítimo, las leyeran, ob­ servarán que: 53

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Cualquiera afirmación que · encontrase respecto del padeci­ miento y patología será en el senti­ do de que la verdadera enfermedad háyase en el mundo y no en el In­ genioso. Que no hay tragedia en el espíritu del Ingenioso ni patetismo o tristeza. Quién viera burla y chanza en los quehaceres del Ingenioso, dice falacias y merece él mismo escarnio y vituperio. Que la misión del Ingenio­ so, aunque circunscríbase a los te­ rritorios y los dominios del así lla­ mado, en vetusta política, Reino de Castilla la Mancha, su vocación es universal y dirígese la totalidad de los hombres de la tierra y seres racionales cuyos primordios se basen en hidrocarburos. Que es fundada la búsqueda del Sepulcro del Ingenioso y que aqueste se encuentra, fuera de toda dubda, en las proximidades del Sector m30 antes Nuevo Madroño. Que Cid Hamete Bengalí es verdadero. Aquesto es, que si hubiése­ mos vivido en su época podríamos haber chocado con él. Que no hay multiplicidad de interpretaciones correctas. Que en dos interpretaciones que discrepen al menos una, necesaria­ mente, deberá ser censurada.

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1. Forner y Segarra, Juan Pablo. Oración apologética por España y su mérito literario. 2. De los Ríos, Vicente. Análisis del Quijote. 3. Clemencín y Viñas, Diego. Glosa del Quijote. 4. Hartzenbusch Martínez, José Eugenio. Glosa del Quijote.

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Unamuno, Miguel de. Vida de Quixote y Sancho. 6. Ortega y Gasset, José. Meditaciones sobre el Quixote. 7. Anónimo. Quixote perpetuo o el Pseudo Bolaño. 5.

En cambio, quedan anatemizados y condenados los subsiguientes títulos. 1. Mayans y Sicar, Gregorio. Vida de Miguel de Cervantes. 2. Rodríguez de Lista y Aragón, Alberto. Juicio crítico del comentario que puso al “Quixote” Diego Clemencín. 3. Fernández de Navarrete, Martín. Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra. 4. Meléndez Valdés, Juan. Obras de teatro. 5. Vega y Cárdenas, Buenaventura José María de la. Don Quixote en Sierra Morena. 6. Mor Fuentes, José. Elogio de Miguel de Cervantes. 7. Valera, Juan. Sobre el Quixote y sobre las diversas maneras de enten­ derlo e interpretarlo. 8. Martínez Ruiz, José Augusto Trinidad, “Azorín”. La ruta de Don Qui­ jote. Que por ignominiosos, falaces y burlescos serán borrados de la Nube para siempre. Se invita a todas las feligresías a su deleción pública el próxi­ mo r112 Rondhelio vigente. Cualesquiera otro testo que (…) [#imp. r322 del Rondhelio mmii] (…) inopinado y exitoso. Blanca Luna ha desarrollado pericia y arte para facer tecleos más depurados. Es de creer que la nemós genética acopia­ da y reimplantada en cada sujeto es prática. Durante el postrero año ha sabido duplicar un fragmento del Ingenioso Hidalgo y afinado una harmonía tipográfica pariente a la de un testo escrito, como se puede observar en los testos abajo compendiados: “[…] ntue Ho ecee, noralivugyvivocomoun pricnipeenn hesipes eunon ide lel lcosma a Tayu pora tud qur ys ys Es yelratoqenestopiensooen d uélosal dal aimo d hvcorero erlan er ¿a,ca Pa alahvisengacebfasukecyllee s mere asudust do, ipcuantostrabajospadezcorí alie a a Aques.dias, ei Aquconeste­ 55

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mentecatodormomi ve ie mdemiamoasidequiensé ven ven, niosequetienemas­ de locoque decaballeiro a tenól ate (…)” Atañe sin dubda a un parlamento de Sancho Panza en el capítulo xiii de la Segunda Parte del Quixote y que reza: “…y vivo como un príncipe; y el rato que en aquesto pienso se me ha­ cen fáciles y llevaderos cuantos trabajos padezco con aqueste mentecato de mi amo, de quien sé que tiene más de loco que de caballero”. Y tan sólo quince días después, copió, en traza conforme a la anterior, otro pasaje del capítulo xviii, de la Parte Primera, que ya refinado reza: “–El miedo que tienes –dijo Don Quixote– te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas porque uno de los efetos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son…” Mientras los dotrinarios discuten si el amor cortés sufrido por el Inge­ nioso hacia la hermoseada Dulcinea era o no un signo más de la Voluntad del Caballero; acá en el soterrado la moneda sigue girando con cada tecleo de Blanca Luna. [Bitácora personal del signatario Diego Salgado] Mala fe aquesta que nos incita unos a otros como estandartes en busca de una muerte teñida de espanto. Estas centurias de paz no han sido más que la mordaza a la Gran Guerra que se aviene. Hoy ha muerto R. Murió cuando se le encontró entre sus pertenencias un ejemplar del Quixote de Avellaneda. Buen servicio, mal galardón. ¡Ay! Que las culebras se traguen los mis ojos. ¿Cuántos mártires serán precisos para que la Mano de Mono se impon­ ga como alterativa política? El peso ganado hasta ahora es exiguo. El Comité atrasa el Plebiscito a la par que confecciona atentados terroristas para desdoro de la Resistencia. De vez en vez, conseguimos desplegar pantallas en la ciudad con el flujo caracterial sin que la Nube lo detete. El proceso cuesta sendos reales, pero insufla de fe el corazón de los nuestros. Fortuna es que tarden hasta seis horas en darse cuenta que nos hemos desplegado. La masa se reúne alrededor de la pantalla y rumorean maravillados cuando aparece un atisbo de lenguaje. 56

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[#InformePreliminar] El fragmento no debe ligarse en causa-efeto con los motines del Setor m80. Los manifestantes son un hecho separado y no podemos facernos sub­ sidiarios del estallido popular. Sin embargo, la sincronizidad es indiscreta: cuando el testo se ha fecho público, el motín ha saltado. “Magadero dijo a esta sazón Don Quixxote, los caballeros a3dantes no les toca ni atane aberiguar si los afligidos, encadenados presos ecuentran por mal vhn de aquelsa manera, o estn en auella ajustia, por suss culpas o por s gracias. Sólo le toca aiudarles como a menesterosos, ponyendo los ohjos en sus penas y no en su s bellaquerìas”. Hay quien cree que más gente que obedece y sigue a Blanca Luna en el tablero que a los caciques de la Mano de Mono. De ser así, el Comité re­ doblará los bríos por (…) [#relevante Anotación, 3.421 b12] (…) atraiga a la memoria vuesa merced que la clandestinidad en que estamos hundidos ha fecho que los sujetos de esperimentación tengan un contato con nosotros fuera de toda normalidad. Manque el Comité exhorta a usar el título de terrorista, la Mano de Mono, el brazo armado del partido, se articula y acerca cada vez más a las masas. Pronto serán una cuartelada en toda regla. En las redadas han caído captivos dos miembros del equipo. Su esta­ tuto es ignoto. Los prendieron con tecnología prohibida: una usb encriptada. Hemos traspuesto el laboratorio al corazón de los arrabales más refratarios al Comité, en el m-50. Andamos al mínimo. Con 1/3 de los servidores y aún menos porte pro­ cesal. Cuando Blanca Luna me mira me desmonta. En términos duros aqueste orangután goza más de 3500 años, su tipología se ha templado hasta el punto en que padece una melancolía imperecedera. Sus ojos deslumbran con harta más pujanza que los míos. ¡Intento tener fe que en aquesta conflagración sólo hay dos contricantes y yo estoy del lado a quien asiste la razón! Pero cuando Blanca Luna me mira sé que no es así. Es ligero el tiempo y no hay barranca que lo detenga. No 57

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hay dos sin tres. Que en el centelleo estelar de sus ojos, el orangután ve girar dos caras de una misma moneda. Durante el sueño, imagino tomar la resolución de matar a Blanca Luna por la mañana. Apretaré suprimir en el archivo de su memoria. Abriré la por­ tilla de su jaula, le diré que me abrace y saldré del setor, de la Federación, de todos lados y dejaré que muera como debemos irnos todos. Con el día me doy cuenta que no seré capaz. Que hay algo de aditivo en ir repasando los algoritmos a ver si una insignificancia de sentido aflora del caos. Hay algo más que resistencia y reaccionarios; y Blanca Luna lo sabe. [Misiva urgente a Q., líder de la Mano de Mono] Se trata del fragmento más coherente hasta ahora: “No debe nada a naiden que todo lo paga, y más, cuando la mooneda es locura. Bien lo ve yo, y bien se lo digo a él; pero ¿qué aprovecha? Y más ago­ ra, que va rem-atado, porque1 va vencido del Caballero de la Blaaca Luna”. Parte final del capítulo lxvi de la Parte Primera. ¡No somos más que una minucia súbita de sentido temporal en medio de un caos infinito! [#importante r031, Rondhelio mmmciii] El trozo es absoluto. Trascribe con primor:  “no muera vuesra merced, seyor mío, sino tome conxejo, y viva muchos años; porque la maior locura que puede hacer un ombre en aquesta vida es dexarse moryr, sin más ni mais, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancoíua”. Al darme cuenta de lo acaecido mis viandas se ficieron añicos en el suelo. Blanca Luna ha escrito un fragmento xusto del último capítulo del Ingenioso, en la que Sancho implora a su amo que riña contra la muerte. Apenas puedo teclear. Lo que nos está esponiendo es que el albur pue­ de llegar a hilvanar el sentido. Lucho por salvaguardarme obxetivo. No es ni la diezmilésima parte de lo que esperamos pero es el atisbo de tierra para un barco a la deriva. ¡Ah, si acaso un par de letras no hubiesen estado ahí donde están! ¡Hemos estado esperando aqueste memento tantos Rondhelios! 58

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¡No hay más alta locura que dexarse morir! Y Blanca Luna, des­ de su jaula me escruta, recelando de lo que acaba de conquistar: el gemido de paciencia con que el firmamen­ to a texido los ojos en mis cuencas, los astros de la bóveda, las células del ala de una mariquita. La nueva ha caído como un rayo sobre la yesca. La Mano de Mono se ha comisionado de darlo a saber: “Lo largamente inesperado ha ve­ nido”. En las inminencias del re­ feréndum, aquesto pone contra las cuerdas al Comité. Si no se sanciona el Plebisci­ to 17 la Mano se levantará y pegará con más pujanza que nunca. Y no estarán solos. Pero bien dizen que la codicia rompe el saco. ¡Da lo mismo! ¡En aquestas palabras la humanidad entera ha sido confinada por el orangután más viexo del mundo! ¡Blanca Luna! ¡Por fin has ganado! ¡Acaso tengamos todos que despertar del desencanto de Dios y comprender que no hay mayor cordura que la de saberse condenados a un bello albur en el que gira una moneda! [Última entrada. Formato analógico, escrito y archivado en papel en los re­ gistros del Ministerio de Ciencia de la Novísima República. Sin firma. Archivo qx-12, apartado a3, folio único] Discutir acerca del efectivo desencadenante de la guerra es baladí. El debate ético sobre la anunciación del último resultado es demagogia. Acha­ car a la Mano de Mono el detonante es excluir los milenios de represión po­ lítica que el Comité ha ejercido contra cualquier forma de oposición. Cuándo menos se piensa se levanta la liebre. 59

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Aquesta es la última entrada. El esperimento ha sido finiquitado. Afli­ gido estoy de que el signatario Hamete se halle ausente para firmar el final. Fue apresado en el parlamento mientras se discutía el Plebiscito 17. Ejecu­ tado con garrote vil 40 minutos después del inicio de las hostilidades. La Resistencia dará guerra feroz. ¡Voto a tal! No sólo han iniciado los sabotaxe, sino bombardeos y tomas de infraestruturas. Con el poder que de­ tenta el Comité el firmamento entero está amenazado. Tanto monta, que si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro. ¿Será ironía que, así como el universo fue creado por la recombincación azarosa de unos elementos, son los dedos de un mono los que amenacen con destruirllo? Un bombardeo en el m-50 acabó el esperimento de raíz. Un racimo de 25 kilotones atravesó el casco del soterrado y estalló a tres metros sobre nuestras cabezas. El 75% de los servidores han quedado inservibles. Tres miembros del equipo han sido espuestos a cantidades mortales de radiación. La pérdida de encuesta aún no se ha justipreciado. Blanca Luna se dirige, baxo custodia de guerrilleros andantes, a las reservas del sur en donde esperamos se pierda entre los suyos. Después to­ dos desapareceremos. Los materiales que se puedan conservar en servidores portátiles nos los llevaremos. El resto se quedará en el soterrado a esperar su suerte. ¿Cómo hablar de los resultados del esperimento más largo y ambicioso de la humanidad en un trozo de papel? ¿Cómo hablar de resultados en un universo infinito? Podría sentirme urgido a vitorear a los mártires, al espíritu indoblega­ ble de quien nutrimos el fuelle de esperanza de la Resistencia, pero no quie­ ro sonar como el Comité arengando a sus tropas ni honrando a las vítimas del terrorismo oficial. Lo que hecho hemos aquí es un despilfarro largo e inútil. El descubrimiento de Pero Grullo que tenemos ante nosotros no vale nada: ¡que el mundo sigue abierto! Eso lo puede adescubrir un adolecente al ver el cielo vacío de orden y lleno de estrellas. Quien no destaja no baraja. No se ha falseado ningún postulado cientí­ fico ni teológico. No hemos logrado más que curiosidades. Nada incontrover­ tible. Acaso sólo podemos hacer nuestra la certidumbre de contemplarnos a 60

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nosotros mismos como el remanso magnético del ir y venir de los primordios. ¿Podemos sentirnos orgullosos de poner esa conclusión en negro sobre blan­ co? ¡Que no sabemos nada! Y a pesar del azar aquí estoy, poniendo punto final al trabajo de mi­ les de personas, como si la cúspide de aqueste tiempo fuese mi destino, mi deber. Aunque las cosas siempre pudieron ser de otra manera y el paso siguiente del mundo, en su periplo zodiacal, puede ser una sorpresa. Eso si sigue habiendo mundo después de aquesta guerra, después de aqueste lanzamiento de dados. No decaigan los elogios a lo que siempre pudo ser de otra manera. “¡Tate, Tate, folloncicos!, de ninguno sea tocada; porque ésta impresa, buen Rey, para mí estaba guardada”.

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Los volcanes de Puebla K enneth G angemi Traducción de Armando Pinto alarma !

Durante el tiempo que viví en México, la principal revista de nota roja era Alarma! Era muy popular y vi que la leían por todas partes. En los Estados Unidos nunca presté atención a ese tipo de revistas, pero por alguna razón lo hice en México. En parte se debió a que era prominentemente desplegada y las espeluznantes fotos atrapaban mi mirada. Mirar el Alarma! era también una breve lección de español. Rara vez tuve una en mis manos o pasé más allá de la primera página. Pero siempre me detenía en los kioscos, muy a me­ nudo en las agitadas esquinas de la ciudad de México, a mirar las llamativas fotos y leer los encabezados y los pies de fotos. Alarma! y su imitador Alerta publicaban fotos de la morgue de las víc­ timas de asesinatos, yuxtapuestas con las fotos de sus asesinos. También yuxtaponían fotos de las personas cuando estaban vivas con el rostro de sus cadáveres. El suicidio de jóvenes era un tema favorito, especialmente de los que se habían ahorcado. Aún recuerdo una impactante foto de una jovencita que antes se había sacado los zapatos. Un típico encabezado del Alarma! era “Catorce asesinatos en la Huas­ teca”. Una vez vi la foto de un hombre que parecía triste; el pie de foto decía que había matado a cinco de sus seis hijos con un machete. Otro encabezado decía “Mató a la vieja para quedarse con la joven”, con fotografías de los tres. Una violación tumultuaria fue encabezada “La noche terminó en trage­ dia para la romántica señorita”. 62

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Me interesaban los comentarios, condenas y juicios morales que con frecuencia seguían a los encabezados de Alarma!, como: ¡Canallas!... ¡De­ pravado!... ¡Demente!.. ¡La bestia!... ¡Espantoso!... ¡Una atrocidad!... ¡Los zopilotes!... ¡Monstruo!... ¡Increíble! Recuerdo una historia de solda­ dos que estuvieron registrando a los pasajeros de un autobús en busca de armas de contrabando para las gue­ rrillas. El agraviado encabezado de­ cía: “¡Soldados tocan a mujeres en sus partes íntimas!” Para mí, leer eso en español (Partes íntimas)* en una fre­ cuentada esquina de la ciudad de Mé­ xico, resultaba irreal. El encabezado más memorable de Alarma! fue este: “Violó el cadáver de su hija y luego se lo prestó a un amigo!” azotea

En las ciudades de los Estados Unidos la parte superior de los edificios de departamentos normalmente no se usa. Pero en la Ciudad de México los tejados son considerados espacios valiosos y se usan para múltiples propó­ sitos. Miles de personas, por lo general estudiantes y ancianos, viven en los tejados en pequeños cubículos llamados azoteas. Supe de ellas por primera vez cuando estaba buscando un lugar para vivir. Un cuarto amueblado o un pequeño departamento. Cada mañana leía los anuncios de los diarios de la ciudad de México. Recortaba los más probables, organizaba los recortes en orden geográfico y luego los pegaba en tarjetas. *

Las palabras en cursivas están en español en el original. 63

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Era una búsqueda difícil. Estaba compitiendo con mexicanos que co­ nocían la ciudad de México, que tenían amigos y parientes, que hablaban español con soltura. Entonces, una mañana, vi este anuncio: Magnífica, amueblada, azotea, señor solo, honorable. Me gustaba el lugar, la renta era razonable, y corrí a buscarlo. Para mi fortuna, encontré que el pequeño cuarto era ideal para mí. Era espartano como celda de monje, pero con dos ventanas y mucha luz. Estaba completamente amueblado, con una cama, una mesa y un librero. Le pagué un mes de renta a la señora, recibí mi llave y el recibo, y luego me quedé las siguientes dos horas admirando mi nueva azotea. Estaba feliz. En dos direcciones había hermosos panoramas de la ciudad de México. El tejado también tenía un gato, un jardincito, una jaula de conejos, algunas gallinas y muchas macetas con flores. Viví ahí durante tres meses. casa

En un pueblo mexicano, una casa a menudo aparece como un muro mirando a la calle con una puerta en él. El visitante extranjero pronto aprende que todo está detrás de esas paredes. Vista desde afuera, la casa es pura defensa: muros ásperos de mampostería, barrotes de acero en las ventanas, una pesa­ da puerta mirando a la calle. Pero adentro un hombre puede estar leyendo tranquilamente un periódico en un hermoso patio, lleno de plantas y flores, expuesto al sol y al cielo. Mi tipo favorito de casas, y también de ciudades, ha sido aquel cuyo origen está en la vecindad del Mediterráneo. Las palabras clima mediterrá­ neo siempre me han atraído. Con respecto al diseño de las casas, este clima es una gran ventaja. Pues, en primer lugar, hace los patios posibles. Creo que el patio español o mediterráneo es uno de los más nobles logros del hombre. La arquitectura española estaba ya bien desarrollada cuando fue trans­ portada a México. Era ideal para el clima y los materiales de construcción disponibles. Esta elegante y eficiente manera de construcción ha sobrevivido a la Revolución Industrial y toda la subsecuente tecnología. Siempre admiré la arquitectura española o mexicana cuando viví en México. Es simple, ele­ 64

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mental y funcional. Las galerías y portales, por ejemplo, que están protegidas del sol: ningún país con clima caliente ha mejorado eso. Cuando viví en el pueblo llegué a identificarme con la casa amueblada al estilo colonial. Era mínima y se adecuaba a mi temperamento ascético. No había calefacción; siempre era frío el interior, y por lo general usaba un sué­ ter. Recuerdo las paredes blancas, el metal pintado de negro, los materiales baratos, las vigas de madera contra el techo blanco, los pisos de piedra sin alfombra, los pesados muebles de madera. Me sentía en casa en esos cuartos silenciosos y escasamente amueblados. Había una agradable sensación de simplicidad, reclusión y permanencia. abanicos de techo

En mis recorridos por México llegué a apreciar el abanico de techo o venti­ lador. Era uno de mis requerimientos irrevocables de un cuarto de hotel en las zonas húmedas y calientes, en especial a lo largo de la costa del Golfo. Los ventiladores de techo usualmente tienen cinco o más velocidades. Son eficientes instrumentos enfriadores y usan relativamente poca electrici­ dad. También contribuyen a alejar los mosquitos. Por varias razones pre­ fiero los ventiladores de techo al aire acondicionado. Todas las ventanas de un cuarto con ventilador de techo pueden abrirse, mientras que en un cuarto con aire acondicionado tienen que estar cerradas. Los ventiladores de techo son instalados a menudo en nuevos hoteles, de modo que cierta­ mente no son cosa del pasado. fiesta

Los mexicanos están enloquecidos con los fuegos artificiales y probablemen­ te piensan que las medidas de seguridad son para mariquitas. Recuerdo una celebración del 16 de septiembre en la ciudad de San Miguel de Allende. Me vi atrapado por una muchedumbre a tres metros de un gigantesco des­ pliegue de fuegos artificiales; unos niños pequeños pateaban un carrito por la calle; y el rebozo de una mujer junto a mí se prendió. La mujer sólo reía y su acompañante daba palmaditas para apagar las chispas en su pelo como 65

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si todo fuera muy divertido. Recuerdo que los globos de helio eran utiliza­ dos como blancos para los cuetes, en realidad una ingeniosa idea. Un cuete accidentalmente estalló en la estación de policía y luego en el chapitel de la catedral. chicas

Para un norteamericano con un español limitado, tal vez sea más fácil subir el Monte Everest que tener éxito con la típica chica mexicana. Puede lograr­ se, pues las actitudes están cambiando lentamente, pero tienes que estar dispuesto a emplear mucho tiempo y esfuerzo. Muchos hombres piensan que no vale la pena. Hay muchas mujeres norteamericanas, canadienses y euro­ peas viajando por México. El trato con las chicas mexicanas es, con frecuencia, exasperante, pues son muy atractivas. Me gustaba tener breves conversaciones con ellas y ha­ cerlas sonreír. La mayoría son pulcras y ordenadas, encantadoras y amables. Hay suavidad y feminidad en ellas, y algo en la cualidad de su voz que resul­ ta muy atractivo. Guanajuato es tal vez el lugar más penoso en este aspecto, pues el lugar está lleno de lindas estudiantes de la universidad. Cuando viví en México comprendí por qué los hombres querrían casarse con esas agradables jovencitas. Muchas veces me pregunté lo que sería ca­ sarse con la hija de un doctor de ciudades como Morelia o Querétaro. Pienso que una chica mexicana inteligente sería una magnífica esposa, sobre todo si habla inglés y ha ido a la universidad y hecho algunos viajes al extranjero. agravios , enojos , desaveniencias

El desarrollo sin planificación y la especulación con las tierras en las mejo­ res zonas de la costa del Pacífico… La influencia reaccionaria de la Iglesia Católica, que todavía es muy fuerte en México… Las corridas de toros… Todas las cosas que están descompuestas y sin reparar, que están estropea­ das y no funcionan… El embotamiento de muchas mujeres mexicanas… La sexualidad reprimida… La frecuente falta de señales en las carreteras… Los integrantes de la nouveau clase media, esclavos de la moda y consumidores frenéticos… Los autobuses de segunda clase, en especial en ciudades húme­ 66

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das y calientes como Mérida y Ve­ racruz, repletos de gente de pie… El fastidioso desfile de vendedores, boleros y mendigos en algunos res­ taurantes… Los hijos de perra que pasan junto a ti en las carreteras a sólo unos centímetros de distancia… La forma en que están destruyen­ do el bosque de Chapultepec para construir edificios… El smog de la ciudad de México… Las elecciones fingidas sin real oposición al can­ didato del pri… Las carreteras con mínima inversión y construidas sin acotamiento… La forma grosera en que algunos niños y adolescentes se ríen de los extraños en su presencia… La burda carencia de imaginación para nombrar las cosas: Parque Mo­ relos, Avenida Juárez, etc. El hecho de que muchos mexicanos no se deten­ gan para ayudar a la gente que resulta herida en accidentes… Algunos de los individuos que trabajan en las gasolineras de Pemex… Los mexicanos que insensiblemente explotan a otros mexicanos… La forma en que algu­ nos mexicanos, supuestamente amables y corteses, chocan con alguna chica en la calle sin siquiera disculparse… La crueldad hacia los animales… La poca altura de los dinteles en los que alguna vez me golpee la cabeza… El delgado papel de las servilletas de los restaurantes… Los clichés sobre México empleados en los anuncios turísticos… Los pueblos fronterizos… El obsceno contraste entre ricos y pobres… La frecuente carencia y poca confiabilidad de los mapas urbanos… El servicio de tortuga en algunos res­ taurantes… Los vehículos de motor con mofles oxidados sin silenciador… El ineficiente cierre de oficinas y comercios a media jornada… El hecho de que los automovilistas escapen después de provocar un accidente sea el modelo nacional… La gran desigualdad entre los sexos… La forma en que muchos 67

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mexicanos son incapaces de hacer cola y esperar su turno, y se meten como si nada delante de ti... La forma en que manejan… La forma en que cambia el nombre de las calles cada pocas manzanas… La confusa numeración de las calles en algunas ciudades… El hecho de que alguien que se colapse en la acera permanezca tirado ahí por mucho tiempo sin que nadie lo ayude… El poco respeto de los automovilistas a los peatones… invisible

Cuando viví en el pueblo me gustaba caminar alrededor del mercado por las noches. En la oscuridad no podían ver que yo era norteamericano y podía observar sin ser visto. A menudo compraba un taco de carnita en algún pues­ to de la acera y me sentaba a comerlo en algún umbral. Mi ropa era oscura y discreta. Me difuminaba en las sombras. Después de terminar mi taco me quedaba a observar a la gente que pasaba. Por lo general había mucha acti­ vidad, pues estaba preparándose para el día siguiente. Nadie se percataba de mí. Nadie imaginaba ver a un norteamericano sentado en el umbral de una puerta. manga

Muchas veces me agarró la lluvia durante mis viajes en motocicleta, con frecuencia en medio de la nada. Desafortunadamente no contaba con los aparejos para mal tiempo y que, diseñados especialmente para motociclis­ tas, protegen totalmente de la lluvia. Los mejores eran hechos en Inglaterra, según supe. Una tormenta en los trópicos tiene que experimentarse para creerse. Cuando era atrapado por un aguacero semejante, y no había un re­ fugio a mano, quedaba completamente empapado. El único consuelo era que usualmente se trataba de una lluvia cálida. Si era una llovizna o lluvia ligera, sin embargo, yo estaba bien, pues tenía una manga de hule que había comprado en el mercado de Puebla. Una manga es un poncho mexicano ahulado, sin capucha. Es usado por campesinos, ci­ clistas y hombres a caballo por todo el país. Si un conductor me miraba, debía creer que yo era desdichado, pero estaba relativamente contento. La manga rom­ pía el viento y me mantenía seco, y estaba caliente bajo mi chamarra y suéter. 68

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Cuando no llovía, enrollaba la manga y la ponía en la parte trasera de la motocicleta. También era útil para pasear por la ciudad bajo la lluvia. A diferencia del paraguas, mis manos estaban libres. La manga era holgada y confortable. No tenía una capucha que me fastidiara cada vez que volteaba y limitara mi visión y mi oído. Caminar bajo la lluvia en alguna ciudad mexi­ cana era muy divertido. Sólo mi cabeza se mojaba, lo cual no es realmente un problema en un clima cálido. mexicanos

Pronto supe que la palabra mexicanos es en muchos sentidos una palabra sin significado. El país es en realidad una federación de diversos pueblos, y es mejor llamarlos oaxacaños, chiapanecos, yucatecos, capitaleños, etc. En ge­ neral, me gustaba más la gente de los pueblos altos que la de la costa. Tiende a ser más abierta y amistosa. De todas las regiones de México, la gente que más me gustaba era la de Oaxaca, y supe que tenía buena reputación en todo el país. También me gustaban los norteños, que están más familiarizados con las costumbres de los Estados Unidos. Y los capitaleños, porque los ha­ bitantes de las grandes ciudades son iguales en muchos sentidos en todo el mundo. Toma algún tiempo para un norteamericano recién llegado aprender sobre México y los mexicanos. Para mí fue un periodo de confusión y choque cultural antes de ajustarme a la forma mexicana de hacer las cosas. Pronto aprendí sobre los elaborados rituales, sobre su supuesta incapacidad de de­ cir “No” o “No sé”. Descubrí que el subgerente de un banco mexicano podía asegurarte que un cheque tomaba dos semanas para ser compensado cuando en realidad tomaba seis. Aprendí a aceptar todo lo que se me ofrecía, incluso cuando realmente no lo quería. Contrario a las leyendas, nunca tuve que sobornar a algún funcionario mexicano. Fueron consistentemente serviciales y corteses. Recuerdo un en­ cuentro en una oficina gubernamental en la que me encontraba sin remedio en medio de una increíble burocracia. Finalmente encontré a un funcionario mexicano interesado en ayudarme. El hombre escuchó pacientemente mi español mientras le explicaba. Luego movió la cabeza, tomó el teléfono y con 69

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unas cuantas palabras abrió el paso a través de la burocracia. Cuando hacía mis recorri­ dos en motocicleta por el país, los mexicanos que encontraba eran casi siempre serviciales y amistosos. A menudo me sen­ tía conmovido por sus peque­ ños favores. Muchas veces, en ciudades extrañas, personas que me habían dado direcciones ve­ nían detrás de mí, algunas veces caminando media calle o más, para enmendar o corregir lo que habían dicho. Muchas se apartaban de su camino para mostrar su simpatía. Los ran­ cheros me invitaban una cerve­ za, los vendedores de helado me daban helados gratis, las depen­ dientas me compraban cocas. La gente de México es muy amable, pero encontré una ventaja, e incluso un arma, en ser más amable que ellos. Por ejemplo, decía por favor o gracias en cualquier oportunidad, algunas veces demasiado seguido. Y frecuentemente empleaba un introductorio buenos días o buenas tardes antes de preguntar por algo. Esas y otras expresiones de cortesía, en especial cuando son utilizadas por norteamericanos, son muy apreciadas por los mexicanos. Marcan una gran diferencia en la forma en que uno es tratado. Aprendí a ser casi indiferente a las respuestas cuando hacía pregun­ tas en México. Parecía no haber algo como el puro hecho, verdad absoluta o lógica irrefutable. A menudo hacía la misma pregunta a tres diferentes personas y recibía tres respuestas diferentes. Tal vez todas tenían razón a su manera. El encogimiento de hombros, la expresión de impotencia, el ¿Quién sabe? Fue en lo que llegué a creer. 70

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Los hombres mexicanos miran y parecen fieros con sus grandes bigotes, pero por dentro la mayoría son como conejitos. Descubrí que la mejor actitud era ser franco y amigable, cortés y muy amable, pero lo más importante de todo, no ser amenazador en ninguna forma. Es una de las varias actitudes defensivas del mexicano que pueden provocar mala voluntad. Si no les das ningún motivo para ponerse a la defensiva, esas actitudes desaparecen y encuentras a una fina persona. La mayoría de las muchachas y mujeres jóvenes son desafortunada­ mente demasiado tímidas para hablar lo que saben de inglés. Pero muchos de los hombres tienen más valor y están ansiosos de practicar. Con frecuen­ cia tuve divertidas conversaciones en las que cada uno se aferraba a hablar el idioma del otro. Al contrario de lo que podía esperarse, jamás tuve problemas con los policías. A menudo les pedí direcciones o información y sin excepción fueron corteses y serviciales. Una vez un tendero fue grosero y desagradable con­ migo sin razón aparente. Luego, pocos minutos después, un policía me pro­ porcionó direcciones y fue tan amable que me acompañó parte del camino. Otra vez hablé con un policía en un crucero, un hombre gentil y cortés, que me orientó. Luego detuvo el tránsito para que yo cruzara. Algunas veces estacioné la motocicleta a la vera del camino en alguna zona rural para hacer pequeños arreglos. Siempre que lo hice algún campesi­ no aparecía de la nada. Pasaba a un lado, siempre a cierta distancia y nunca demasiado cerca. Nada nos decíamos, pero resultaba claro que si necesitase ayuda sólo tendría que pedirla. En la ciudad, cada vez que tenía que subir la motocicleta por los escalones del hotel, los hombres que pasaban siempre estaban dispuestos a ayudarme. Incluso algunos vestidos con trajes. En cierta ocasión, el maestro de un taller mecánico batalló durante veinte minutos para aflojar tres tornillos de mi motocicleta, los tornillos que soste­ nían la tapa del generador. Habían sido apretados demasiado por otro mecáni­ co. El maestro fue ayudado por dos muchachos asistentes que eran mandados sobre todo a traer alguna herramienta. Cuando hubo terminado y aflojado los tornillos, rechazó cualquier clase de pago. Todo lo que hice fue invitarle una cerveza. Con mucha frecuencia me sorprendió la honradez de muchos mexica­ 71

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nos. Ningún objeto me fue robado durante el año que viví en México. Varias veces dejé a propósito varios objetos en el cuarto del hotel cuando pagaba la cuenta, objetos que ya no necesitaba. Me sentía conmovido cuando la criada corría a alcanzarme, por lo general fuera del hotel cuando estaba cargando la motocicleta, con los objetos en la mano. Los mexicanos deben estar entre los más considerados y generosos anfi­ triones de la tierra. Es una atención y un privilegio ser invitado a entrar en la casa de un mexicano. No me sucedió a menudo. Noté lo mucho que les gusta tener pájaros, cómo llenan sus casas de plantas y flores. Tal vez hay un tér­ mino psicológico para describir el amor por los pájaros, pero no lo conozco. Cualquiera que sea, los mexicanos lo tienen en abundancia. molly

Recuerdo la noche en la ciudad de México en que conocí a una chica cana­ diense en un restaurante de mariscos. Por alguna razón, era un restaurante más caro de los que por lo general yo frecuentaba. La chica y yo estábamos sentados en mesas opuestas del largo salón. Éramos los únicos angloparlan­ tes, todos los demás eran mexicanos. Había varias familias y cierto número de parejas, todo muy tranquilo. No había música y el restaurante estaba muy silencioso. Primero la chica y yo intercambiamos miradas y sonrisas. Vi que era muy bonita. Después de unos minutos me armé de valor, qué demonios, y me levanté y caminé hacia su mesa. Había unas treinta personas en el salón, incluidos los meseros, y para ese momento todos los ojos estaban puestos en mí. Si me desairaba sería muy vergonzoso. Las mujeres en realidad aprecian mucho las cosas que los hombres hacen para conocerlas. Pero todo salió bien. Ella fue amigable y estuvo contenta de conocer al­ guien que hablara inglés. Le pregunté si quería que compartiéramos la mesa y estuvo de acuerdo. La mía estaba en un mejor lugar, así que comenzamos a mover sus cosas a la mía. Mientras tanto, me di cuenta de que todos los mexicanos en el restaurante nos estaban observando, evidentemente con cierta fascinación. Seguramente habían dejado de comer para escuchar cada palabra. ¡Qué espectáculo está­ 72

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bamos representando para ellos! Después me pregunté qué pensarían y qué comen­ tarios se harían entre ellos. Los mexicanos de clase media son por lo general comedi­ dos y muy propios cuando están en res­ taurantes. Me enteré enseguida de que mi nue­ va amiga se llamaba Molly y que era tra­ bajadora social en Toronto. Era alegre e inteligente. Me gustaba mucho y, esa no­ che, pasamos buenos momentos. Unos días después tuvo que volar de regreso a To­ ronto y la fui a despedir al aeropuerto de la Ciudad de México. prostitutas

En la ciudad de México trabé amistad con un periodista inglés que hablaba español con fluidez y conocía bien la ciudad. Le gustaba beber y algunas ve­ ces fui con él a bares del centro. Le gustaban los bares after-hours en la calle Bolívar, un lugar en el que tenías que tocar e identificarte para ser admitido. Había un colorido surtido de mexicanos y españoles exiliados, algunos de los cuales parecían operar al margen de la ley. Las prostitutas y otros clientes comenzaban a llegar alrededor de las nueve o diez de la noche. Las tres o cuatro de la mañana era la hora pico y el lugar es­ taba a reventar. Ya para entonces sabía que las prostitutas eran comunes en los bares mexicanos, y me gustaba mirarlas pues le agregaban algo a la atmósfera. Definitivamente me interesaban. Me gustaba ver su rostro, su cuerpo y ropas, y observar la forma en que operaban en el bar. Mi amigo periodista conocía a un par de ellas, y ocasionalmente se sentaban a nuestra mesa a beber una copa. pulmonías

Únicamente en Mazatlán vi taxis motocicletas de tres ruedas, aunque debe 73

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haber en otras partes del país. Estos taxis son pequeños vehículos con un aspecto gracioso. Su ¡tut-tut¡ se escucha en todos lados y es parte del am­ biente de Mazatlán. Como estos taxis son abiertos, los mexicanos los llaman pulmonías, que literalmente significa neumonías. Las pulmonías son muy divertidas, en especial si tú y tu acompañante se han echado un par de tragos. Siempre me encantó ver los pequeños vehículos ladearse al dar la vuelta en las esquinas en Mazatlán. Muchos de los conductores son diestros e imprudentes al mismo tiempo. Tal vez es mi imaginación, pero parecían tener un espíritu especial del que carecían los conductores de los taxis ordinarios. Muchas de las pulmonías eran llamadas con nombre de mujer. Pintados en ellas había nombres como Rosalina, Alicia, Antonia, Ana, María Eugenia, Rosa­ rio, Alma y Susana. Si sólo funcionaran con baterías, tales vehículos resultarían buenos taxis durante las épocas de buen clima en las ciudades norteamericanas. seguridad

Vi un buen número de mexicanos, la mayoría hombres, que cojeaba o estaba desfigurado de algún modo. Tal vez se considera macho al desdeñar las pre­ cauciones de seguridad. Los ventiladores de techo, por ejemplo, eran insta­ lados a menudo en cuartos de hotel cuyo techo era muy bajo. Muchas veces casi pierdo una mano mientras trataba de sacarme una playera. Es común ver a hombres jóvenes colgados de la puertas abiertas de los autobuses cuando viajan en el intenso tráfico; en la ciudad de México vi una vez un coche estacionado que había sido aplastado por una viga de acero que había caído de un gran edificio en construcción; es común ver grandes hoyos en las abarrotadas aceras sin ninguna señal de precaución; el ganado co­ múnmente pace a unos cuantos metros de las autopistas; se ven mujeres con niños en los brazos viajando a mujeriegas en la parte trasera de pequeñas motocicletas; y los hombres que manejan los fuegos artificiales en las ferias algunas veces trabajan con un cigarro en los labios. susie

Pronto descubrí que los niños de los norteamericanos que viven en México a 74

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menudo hablan español con fluidez. Muchos de ellos están en la edad perfecta para aprender una lengua extranjera. Cuando viví en el pueblo, recuerdo haberle preguntado a di­ chos niños cómo decir algo. Eran muy buenos maestros, según recuerdo, y estaban ansiosos por ayudar. Ade­ más yo disfrutaba mucho el espectá­ culo de ser instruido por un niño de ocho años. También me gustaba charlar con los niños norteamericanos sobre Mé­ xico y hacerles varias preguntas. Con frecuencia oía observaciones agudas y expresiones poéticas que no oía de ningún adulto. Escuché muchas his­ torias de la escuela, inapreciables descripciones de maestros, sensibles informes sobre sus compañeritos me­ xicanos. En el pueblo había una niñita norteamericana llamada Susie, quien realmente me buscaba para darme lec­ ciones de español. Tenía ocho años, una pequeña sargento de cabello rubio, deprimentemente fluida en español, que explotaba su superioridad sobre mí en el idioma. Susie me sentaba en la plaza y me daba lecciones, a menudo sobre verbos irregulares. Algunas veces no estaba de humor para esas exi­ gencias de esfuerzo mental, las cuales usualmente se combinaban con sarcásticos cometarios sobre mi español. Cuando la divisaba en el pueblo, a menudo ca­ minaba en sentido contrario o me colaba en una tienda antes de que me viera. tacos

Olvidé muchos de los edificios importantes de la Ciudad de México, pero 75

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recuerdo dónde hacían los mejores tacos. Hay una zona en la que unas doce taquerías se extienden a lo largo de dos o tres calles. Era la típica situación de libre empresa, una vigorosa competencia provocaba bajos precios y alta calidad. Los tacos vendidos en esa área son por lo general mejores y más variados que los que se encuentran en otras partes. La gente llegaba de toda la ciudad de México, y las taquerías estaban a reventar, sobre todo a la hora de la comida y temprano en la noche. Los tacos se hacían bajo orden. Cuando llegabas al frente de la multitud y era tu turno, pedías el tipo que querías y luego veías al taquero hacerlo a gran velocidad. Las tortillas son suaves, no duras como en los Estados Uni­ dos. La mayoría de los norteamericanos nunca ha probado un taco auténtico. El taquero pone salsa en él, lo enrolla, lo envuelve en papel y te lo en­ trega. Todo es hecho con destreza y el precio es muy bajo. Mi favorito era el taco de puerco, que es puerco asado, y el taco de barbacoa, que por lo general es de cordero a la parrilla. Recuerdo que en uno de los puestos era espe­ cialmente delicioso. Si volara mañana a la Ciudad de México, consideraría ir directamente del aeropuerto al puesto de tacos. autobuses urbanos

Un viaje en un autobús urbano en México puede ser estimulante, pues es conducido a relativamente gran velocidad. Los conductores no parecen pre­ ocuparse por eso. Me imagino que algunos de ellos piensan que toda la cha­ tarra religiosa que han desplegado los protegerá. Los autobuses van como rayos. Si son viejos, hacen un gran alboroto. La velocidad parece ser mayor por los adoquines, el pavimento sin reparar o las calles estrechas. Puede ser una experiencia para poner los pelos de punta; con frecuencia viajaba aga­ rrado de la barra del asiento delante de mí. Los choferes algunas veces no hacen alto total. Para ahorrar tiempo y el cambio a una velocidad más baja, quieren que bajes mientras el autobús aún está en movimiento. Se requiere cierta habilidad, y pensaba que era diver­ tido. Cuando me bajaba de un autobús en la ciudad de México, aterrizando en la acera con una ligera carrerita, tenía la sensación de bajarme de una montaña rusa. 76

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volcanes

La primera vez que tomé el tren de Oaxaca a la ciudad de México, llegué a Puebla justo antes de la salida del sol. El conductor me dijo que el tren estaría en la estación quince minutos, así que tenía tiempo para salir a la platafor­ ma por un café. Era invierno en México y era más bien frío a 2100 metros de altura. Mientras temblaba bajo el aire frío de la plataforma y entibiaba mis manos con el café caliente, levanté los ojos y vi de pronto los dos volcanes, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl. Eran claramente visibles hacia el poniente. Era una vista grandiosa que nunca olvidaré. El cielo era azul oscuro en el aire frío, con unas pequeñas nubes teñidas de rosa por el sol naciente. La estación de Puebla estaba aún en las sombras, pero la línea de la aurora es­ taba ahora bajo los volcanes. Los dos picos nevados lucían claros y brillantes con los primeros rayos del sol.

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Tres poemas A na L uísa A maral Versiones y nota de Blanca Luz Pulido Ana Luísa Amaral (Lisboa, 1956) se sumerge, en los poemas de su libro Oscu­ ro (Assírio & Alvim, 2014), en un viaje íntimo pero con matices de leyenda. Se atisban allí realidades míticas y literarias de Portugal (los poemas “Ada­ mastor” y “El promontorio”, incluidos aquí) estrechamente relacionadas con una visión personal de la historia, vivida y vuelta a contar con una voz sui generis dentro de los poetas portugueses contemporáneos. En Oscuro se realiza también, de manera expresa y en ocasiones sutil, un homenaje a la figura y el legado de autores como Camões y Fernando Pessoa: varios poemas entablan un diálogo con los de Mensagem (Mensaje), único libro completo de poesía en portugués que Pessoa publicó en vida, en 1934. Ana Luísa Amaral cultiva varias disciplinas literarias: novela, teatro y ensayo, y hasta la fecha ha escrito trece títulos de poesía, el más reciente de los cuales, E todavía, fue publicado en 2015 por la editorial Assírio & Alvim. Entre sus libros de poemas, varios han recibido premios: A génese do amor recibió el Premio Correntes D’Escritas (2007); Entre dois rios e outras noites, el Gran Premio de la Asociación Portuguesa de Escritores (2009); y Vozes, el premio Rómulo de Carvalho/António Gedeão (2012). Títulos de sus obras se han publicado en Brasil, Francia, Holanda, Venezuela y Co­ lombia, y próximamente en Reino Unido, España y México. Ha realizado traducciones notables de autores como William Shakespeare y Emily Dic­ kinson. La traducción de Oscuro será publicada en México próximamente, en la colección “El Oro de los Tigres”, dirigida por Minerva Margarita Villarreal, en la Universidad Autónoma de Nuevo León. 78

el promontorio

Estoy ahora de pie, frente al promontorio, dicen, porque se acostumbraron a verme ahí No tengo la certeza de que eso sea verdad, porque el tiempo llegó aquí con ausencia de luz y no sé adónde me llevó, ni dónde anduve, en qué parajes Supe de las arenas blancas por lo que otros decían, mis escuderos, mis amigos, marineros que encontré y me trajeron noticias de lugares con flores de colores tan grandes como manos y árboles inmensos Dicen que dormí con algunos de esos amigos, junto a sus cuerpos, en el frío de la noche. o promontório // Estou agora de pé, / em frente ao promontório, dizem, / porque se ha­ bituaram a ver-me lá // Não tenho bem a certeza de que isso é verdade, / porque o tempo aqui chegou em elipse de luz / e eu não sei para onde me levou, / por onde andei, por que paragens // As areias brancas / chegaram-me pelas vozes dos outros, / meus escudeiros, meus amigos, / marinheiros que encontrei / e me trouxeram novas de lugares / com flores coloridas do tamanho de mãos / e árvores imensas // Há quem diga que dormi / com alguns desses amigos, / encostado aos seus corpos, no frio da noite. /

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Pero no tengo la certeza de nada, aquí donde estoy. Miro a lo lejos los barcos, pero no me dicen nada Algunos hablaban de mí como de un hombre encadenado a una insoportable soledad, consagrado a las revelaciones de la espuma, pero ése me parece distante de lo que de mí recuerdo Mis hermanos me llevaron al combate, y luché, marcado por el fervor de los tiempos que viví. Pero ya no sé si era la lucha o el fervor lo más importante Fui pasto para la historia contada por libros, pero sólo yo podía saber mi historia. Y debería contarla aquí, si me librara de esta ausencia de luz Mas não tenho a certeza de nada, / aqui onde me encontro. / Olho ao longe os navios, / mas não me dizem nada // Houve quem sobre mim falasse / como de um homem encostado / a uma insuportável solidão, / sagrado no desvendar de espumas, / mas esse parece-me distante / do que de mim recordo // Os meus irmãos levaram-me a lutar, / e eu lutei, singrado pelo fervor dos tempos que vivi. / Mas já não sei se era a luta / ou o fervor o que mais contava // Fui pasto longo para história de livros, / mas a minha história só eu a devia saber. / E havia de contá-la aqui, / se me livrasse desta elipse de luz / 80

y lograra alcanzarme otra vez en mi tiempo, conmigo. A solas conmigo Alimenté muchos sueños, mayores de los que soñé en noches que mi memoria vislumbra. Los siglos que sobre mí pasaron me mostraron después junto al mundo. Pero el mundo era pequeño en mi tiempo, así lo imagino ¿Entonces, cómo pueden los que llegaron después de mí juzgarme así, y a mi mundo? Sólo sé de mí aquello que los demás soñaron. Y que este promontorio sólo existe conmigo porque me colocaron ahí, frente a él Mientras yo más bien querría darle la espalda, poder dormir, sumergirme en lo oscuro e conseguisse alcançar-me outra vez no meu tempo, comigo. / A sós comigo // Alimentei mui­ tos sonhos, / maiores do que aqueles que sonhei / nas noites que a minha memória vislumbra. / Séculos que passaram sobre mim / disseram-me depois junto do mundo. / Mas o mundo era pequeno no meu tempo, / assim o imagino // Como podem, pois, / os que depois de mim vieram / julgar-me assim, e ao meu mundo? // Com toda a certeza, / sei somente de mim aquilo que me sonharam. / E que este promontório só existe comigo / porque ali me puseram, de frente para ele // E eu queria tanto estar-lhe de costas, / poder dormir e mergulhar / no escuro 81

el drama en gente

Fingieron todos, todos me fingieron y por tradición me dieron fingimiento Es verdad que ésos eran otros tiempos, en que ser muchos era algo desconocido Pero todos me fingieron y me enseñaron que el tren de juguete puede ser de juguete en serio, no de corazón También yo tuve, aunque en otro mundo, otras noches de verano o drama em gente // Fingiram todos, / todos me fingiram / e em tradição me deram / fingi­ mento // É certo que eram outros / tempos outros, / em que ser muitos / era coisa ausente // Mas todos me fingiram / e ensinaram / que o comboio de corda / pode ser / de corda a sério, // não de coração // Também eu tive, / embora em outra esfera, / outras noites de verão //

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Nada les debo y, sin embargo, estoy en deuda con ellas Que los siglos ahora les den la paz o no les den nada– O les den al menos el dolor del universo, como el dolor de cabeza infinito, silencioso, que sufro ya por siempre y desde que ellos vinieron a visitarme en sueños

Nada lhes devo / e em tudo, embora, / devedor lhes sou // Que os séculos agora / lhes dêem o sossego // ou dêem nada– // Ou nem que seja / a dor do universo, / como a dor de cabeça // infi­ nita, silente, / de que padeço para sempre / e desde // que eles vieram / visitar-me os sonhos 83

adamastor

Había en ese tiempo una especie de sol, Y estaba en la superficie del agua, y yo en el fondo del mar Y yo veía ese brillo sin saber que era el sol, sólo una línea difusa que iluminaba lugares del nunca Yo habitaba la más profunda hondura, en ella resplandecía mi oscuridad Concebido entre limos, piedra y pesadilla, yo era la pesadilla, y aún no sabía que podía ser alimento de versos y de sueños, de nuevas lenguas que hablan de abismos Me inventaron ahí, adamastor // Havia nesse tempo uma espécie de sol, / E era ao cimo da água, / e eu no fundo do mar // E eu via aquele brilho sem saber que era sol, / só uma linha difusa a clarear / lugares do nunca // Eu habitava a mais funda fundura, / nela resplandecia / a minha escuridão // Feito entre limos, pedra e pesadelo, / eu era o pesadelo, / e não sabia ainda poder ser // o sustento de versos e de sonhos, / de línguas novas / a falar abismos // Inventaram-me ali, /

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en ese tiempo, en esa especie de sol La caricia no alcanza para decir un cuerpo, y el mío era de piedra en transformación Y me llamaron carne, y me hice carne, y me llamaron lodo, y la piedra en mi cuerpo se hizo lodo, y me dieron cabellos, boca, mirada Y miré desde el fondo, desde lo más hondo del fondo en que vivía, y grité, expuesto, y desnudo, y fuerte, y me escuchó el mar naquele tempo, / nessa espécie de sol // Não chega o toque para dizer corpo, / e o meu era de pedra / a transformar-se // E disseram-me carne, / e eu fiz-me carne, / e disseram-me lama, // e a pedra no meu corpo fez-se lama, / e deram-me cabelos, / boca, olhar // E eu olhei lá do fundo, / da fundura mais funda onde vivia, / e gritei, descoberto, // e nu, e forte, / e ouviu-me / o mar // 85

Pero lo que de él surgió, profundo, fue la parte de mí que no era nada La otra, que no conozco, pues no tiene voz, quedó en tinieblas aún por inventarse–

Mas o que dele rebentou, profundo, / foi a parte de mim / que nada era // A outra, que eu não sei, / por não ter voz, / ficou na escuridão // por inventar– 86

La brevedad de la ficción J uan C arlos R eyes hoja de contactos

Disparaste muy rápido. No me sentí enojado, más bien regañado. Lo consi­ deraba mi maestro y tenía razón. No me digas maestro, ya te dije que aquí vienes a trabajar, no a tomar clases. Parecía sostener en las manos una cinta métrica estirada. Una mano tomándola por encima de su cabeza, lo más alto que su brazo permitía, y el otro extremo entre el índice y el pulgar a la altura del cinturón. Deberían haber enviado a alguien con más experiencia. No sé si lo dijo él o yo. Tendría que ver todo ampliado, y con mejor luz, pero así veo una o dos buenas, tres. Ya ni la chingas, en casi todas se está moviendo. Si no es la boca es la mano, pero sale movida. Ve qué le puedes sacar, yo me iría por las últimas, pero no te pases de cuatro o cinco, si son más se vuelve un desmadre en la mesa. Leoncio se fue y me quedé solo en el cuarto. Tomé unas tijeras pero recordé otra lección: las puse de nuevo en su lugar y fui a la guillotina. Del uno al veinte me parecieron inservibles y los deseché de tajo. Separé des­ pués el veintidós, veintitrés y veinticuatro. De ahí al treinta eran una serie de cuadros rápidos y distraídos. Su presencia me había pasmado y seguro hasta me tembló la mano. Separé el treinta, treinta y uno y treinta y dos. Ya en la ampliadora el veintidós se descartó solo: el comandante estaba moviendo la mano con un cerillo encendido entre los dedos y se veía barrida. Veintitrés y veinticuatro no estaban mal, pero el puro encendido en la boca hacía que sus labios adoptaran una mueca simiesca. Decidí enviar a la redacción impre­ siones sólo del treinta y treinta y dos. En la primera se podía leer su nombre 87

juan carlos reyes

en el doblez de una pequeña bolsa en el pecho de la camisola, el puro hu­ meaba y él se tocaba la barba con la palma de la mano. Días después, vi que seleccionaron la treinta y dos, cuatro disparos antes de que se me acabara el rollo. Mirando a la cámara, el comandante sonreía con desánimo, como si mi disparo le hubiera anticipado una emboscada en la selva.

años rata

O aplauden o les rompo el futuro Carlos A. Aguilera

Escuchó una sirena ulular a los lejos por varios segundos. La insistente ad­ vertencia ante lo inevitable. Como el hermoso graznar de un pato en vuelo después de escuchar el primer disparo. Sería mejor no moverse, petrificarse sobre el lodo y el agua, pero el terror hace que instintivamente levanten el vuelo sólo para convertirse en blancos ideales. El techo de su departamento se había colapsado sobre él mientras aún sonaba la alarma. Todo el edificio se derrumbó junto con otros cientos en toda la ciudad. Desapareció en su desmayo algunas horas con los escombros como resguardo, y soñó con la muerte de su padre de la que nunca fue testigo en un campo de trabajos forzados. Cuando despertó, el olor pútrido de vecinos en descomposición penetró en su olfato como una patada en el estómago. El edificio sobre él emitía sonidos indescifrables. Se supo muerto, nadie buscaba ya sobrevi­ vientes después de los bombardeos. A lo lejos, escuchó el chillido de varias ratas cada vez más cerca. La distancia nunca nos ha detenido. Tal vez el hambre, pero pocas ve­ ces, y en ese caso es más bien el cansancio, la falta de alimento. Nuestro obstáculo más poderoso es nuestra falta de voluntad, porque incapaces nun­ ca hemos sido. Y lo primero que somos es lo que cabe entre los escombros. Para muchos, somos los escombros mismos, porque les cuesta mucho acep­ tar que somos sólo el resultado de sus vidas, de sus deseos, de su desperdicio y hedor. Y peor aún, detestan aceptar que somos los escombros de su pro­ 88

la brevedad de la ficción

pia civilización, aquellas que con placer comemos lo que desechan, vivimos de donde huyen, sonreímos ante lo que de­ testan. Y al final, todo vuelve a nosotras. Somos el alfa y el omega, redentoras in­ negables de una raza que se consume a sí misma. Antes de nuestra primera mordida, entenderá que esto no es un juego de da­ dos. Será por primera vez consiente de su idiotez y se dará cuenta de que existe una serie de eventos con determinada causalidad para que él esté hoy, ahí, bajo esos escombros. Y otros tantos para que escuchemos sus lamentos como si fueran los quejidos de un barco que se hunde en un mar tan oscuro como profundo. Escuchen cómo nos está llamando, entiende lo inevitable. La vida lo ha pues­ to en la hermosa posición de saberse muerto antes de estarlo. Pocos hombres tienen el privilegio de conocer el mo­ mento de su muerte. Muchos menos el de llamarla a gritos. Y cuando termine­ mos de andar este camino que nos lleva a él, ya no tendrá fuerza ni voluntad. Es­ cuchen sus lastimeros quejidos. Pero no hay de qué preocuparse, ahora que nos vea entenderá por qué somos imágenes de salvación y pureza. No dudará en entregar su cuerpo en sacrificio a sus hermanas. Y habrá que devorarlo vivo. Si esperamos a que muera, le estaremos negando la posibilidad de ver la salvación a los ojos. Mínimos, rojos, centelleantes ojos de sus redentoras las ratas. Nosotras comeremos su cuerpo y su sangre, y nunca olvidaremos su sacrificio, pero es sólo justo que él no olvide nuestras afiladas garras, nuestros precisos dientes, nuestros brillantes ojos. 89

juan carlos reyes

Pasarán años antes de que al­ guien descubra su cadáver, y si alguien lo hace, tendrá el placer de presen­ ciar una revelación casi divina. Verá los despojos del sacrificio, el cadáver masticado de un hombre que se con­ virtió en alimento. Y estará profunda­ mente orgulloso de él, de la imaginaria visión de sus gritos de histeria lla­ mándonos. El futuro que le espera es mucho mejor que su pasado y pre­ sente. Lo que de él quede será un efí­ mero recuerdo de las ficciones que construyó sobre sí mismo, mentiras que los demás decidieron creer ver­ daderas con tal de no tener que evi­ denciar las propias. La vida nunca es intolerable, que nos lo pregunten a nosotras. To­ dos ellos han sobrevivido a su pro­ pia peste, a su propio afán caníbal, así que nuestro festín sólo se suma al carnaval. Él mismo debe creer que este colapso es único, que los hombres y mujeres de su tiempo lo merecen, porque desde su pedestre moral, sus actos y pensamientos son reprobables. Por eso somos tan importantes, inmortales, imprescindibles, porque sólo nosotras hemos de presenciar la última de las hecatombes sin pena ni explicaciones que dar a nadie. Sólo nosotras hemos sido testigos suficientes para que el mundo termine y comience cientos de veces. Sólo nosotras entendemos la verdad inmutable de la podredumbre. La realidad es un cadáver carcomido

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la brevedad de la ficción

simios respondiendo crucigramas

1

Su acción era una metáfora de los infinitos contrastes del posfordismo refor­ mista y la fenomenología tradicional. Permanecería en la galería siete días, durante los cuales, a las siete de la mañana y a las siete de la tarde él mismo extraería siete mililitros de sangre que iría vertiendo en un tubo de ensayo. El re­ cipiente se subastaría siete días después en Nueva York. La subasta iniciaría con una precio mínimo de siete mil dólares. Aplausos múltiples. 2

Ahora necesita tres cuartos para su nueva instalación. Los tres estarán en completa oscuridad. “Quedarse ciego por unos segundos es la gran metáfora de la posmodernidad”, dice el artista. En el primer cuarto hay cuatro bocinas Cerwin Vega Cva-28x con una respuesta de frecuencia de 70 Hz-20 KHz (+3dB), que emiten intermitentemente los rugidos de un tigre de Bengala. En el segundo cuarto, hay un tigre de Bengala de 150 kg enjaulado. En el tercero, un tigre de Bengala de 210 kg en libertad y con el hocico manchado de sangre. Antes de experimentar la instalación, se debe firmar una carta de consentimiento. Aplausos. 3

Nuestro artista dice que el lenguaje lo es todo: “Si le das a un chimpancé una máquina de escribir, golpeará las teclas al azar. Si le das el suficiente tiempo, irá formando palabras. Con más tiempo, oraciones. Con mucho más tiempo, novelas”. Sala central del museo. Gran apertura con champagne, café Kopi Lukak, y canapés: hongos Matsusake, brioche de queso de leche de alce, tos­ tas de caviar Almas, choux relleno de trufas blancas de Alba, rodajas de melón Yubari sobre una cama de papas Bonnotte. Un bonobo de 27 años sentado en una silla frente a un escritorio con una máquina de escribir encima. El artista introduce una hoja en blanco a la máquina. El bonobo escribe de inmediato: Prólogo. Silencio 91

juan carlos reyes

todos los venados

Así oscuro absoluto brillante vacío ensordecedor. Sin queja sin remordimiento. Rogelio Saunders

No hay estuche. Si la definición no corresponde con el objeto, ¿es este inexis­ tente? Existe, sí, pero no bajo ese nombre. Es entonces en el mundo, pero no en el lenguaje. ¿Y si el lenguaje es el único mundo posible de existencia? Está el estuche: es. Peor aún, por no corresponder con la definición: no es un estuche, es más bien una muy grande bolsa de piel con cierre: definición sobre concepto. Todo comienza porque el rifle para el que está confeccionada la bolsa de piel con cierre no corresponde con el arma en su interior. La diferencia entre un rifle de asalto y uno de cacería es amplia. El de la bolsa es para cacería. Para cazar venados exactamente. ¿Dice su nombre todas sus posibilidades de uso? ¿Podría usarse para cazar a otro animal? ¿Para otra cosa que no fue­ ra cazar? Tal vez, al usar un rifle para cazar venados, cualquier cosa que se haga con él adopta el concepto, la definición de uso: cazar venados. ¿Cual­ quier cosa a la que se le dispara con ese rifle es entonces un venado? En la bolsa de piel hay un rifle calibre 270 para cazar venados. Moss­ berg, modelo 4x4 de cerrojo: cañón porteado acanalado de 24” con freno de boca: giro del rayado 1 vuelta en 10”: pavonado en mate: gatillo de sistema ajustable. Dentro de la bolsa de piel está el rifle, y fuera de ella está un cajón muy largo en donde cabe holgadamente. No es sino obvio preguntarse ahora si todo objeto, aunque no tenga adentro, tiene afuera. La bolsa los tiene: afuera y adentro. El cajón, con la bolsa de piel, con un rifle calibre 270 para cazar vena­ dos es de un altísimo ropero. El ropero es lo menos importante del cajón. El cajón es lo importante del ropero. En el ropero hay ropa que nadie usa desde hace más de diez años. Alguien la ha cubierto con bolsas de plástico negras: bolsas de basura. Nos enfrentamos al mismo dilema que sobre el rifle para cazar venados. El ropero está cerrado con llave y no podemos saber si las bolsas de plástico negro siguen ahí, mucho menos la ropa dentro de ellas. 92

la brevedad de la ficción

Tampoco podemos saber si el espejo ovalado en una de las puertas sigue inmune al tiempo y a la oscuridad. El cuarto parece dividido en dos de manera horizontal. Hasta no más de un metro con cincuenta centímetros es de un color durazno ya deslavado por el tiempo. A partir de ahí, y hasta el techo, un papel tapiz amarillento con líneas rojas sólo es interrumpido en un muro por una ventana que da a la pequeña azotea en la que se cuelga la ropa recién lavada. En el cuarto hay una cama matrimonial con ropa amontonada encima, un viejo taburete gris, un banquito de madera con un cojín forrado de plástico, y una mecedora inmóvil. Julián entra en el cuarto y se sienta en la mecedora, dispuesto a matar un venado.

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La novela J ulien G racq Traducción de Arnulfo Valerdi Con frecuencia observamos una aparente contradicción en el uso que el au­ tor de novelas hace de la primera o la tercera persona. El yo es empleado algunas veces con parcialidad allí donde el relato mantiene un carácter ob­ jetivo más pronunciado, el él en narraciones cuyo enfoque es decididamente subjetivo. No tiene nada de deliberado; es sólo el ejercicio de ese instinto que, desde las primeras páginas de un libro, cercena perentoriamente, sin concederles incluso un pensamiento definido, los problemas más complejos y más embrollados (elección del tono, del “distanciamiento” o de la partici­ pación estrecha, del sfumato o de la nitidez del contorno, etc.). La verdad es que la suma de decisiones inapelables, brutales o sutiles, que implica toda primera página, es para dar vértigo. La posibilidad de intervención dejada después al autor no sobrepasa sensiblemente aquella que la educación pue­ de ejercer a posteriori a lo largo de los años sobre un “carácter”, y sin duda es bueno y sano que el disparador inicial, el acto de engendramiento, sea dejado tanto en un caso como en otro, físico o espiritual, al impulso ciego, al aventurerismo del puro deseo. En el fondo, el inicio de una obra de ficción no tiene posiblemente otro objetivo verdadero que el de creerlo irremedia­ ble, un punto de anclaje fijo, una situación resistente que el espíritu no pue­ de en adelante quebrantar. Pues de los problemas de la ficción hay uno que se plantea previamente a los demás, que se deja entre paréntesis, y que no es otro que el punto de apoyo de Arquímedes: ¿en que basarse para salirse del círculo cerrado de lo evasivo, de lo sustituible y de lo fluctuante? A partir de qué permitir al espíritu que trabaja en la ficción escapar a la suerte del ø julien

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Nautilus, de Julio Verne: ¿Mobilis in mobile? Lo que sólo puede merecer, en la creación novelesca su nombre, es que el novelista haga caso omiso, como en la creación verdadera, del misterio que consiste en suscitar, fabricar, sin ningún auxilio de sus manos, algo que pueda volverse para él opaco a su propio espíritu. *

Yo siento vivamente, por poco sensible que sea a la observación de las “uni­ dades” de toda clase en una obra de arte, lo que persiste en su unidad ele­ mental. Todas las inconexiones en la naturaleza del material de una obra de arte me contrarían, y eso llega al punto de que, dentro de una obra de ficción, no me es posible dejar pasar un solo nombre de lugar real. Me permito por lo menos una preocupación análoga a la de La chartreuse, en la que el pueblo auténtico de Parma se encuentra irrealizado sutilmente por la implantación de la torre Farnèse. No se trata de un jueguito, apuntado a despistar o a con­ fundir al lector: es una cuestión novelesca de honor, incluso de la naturaleza íntima de la novela, el dar al lector a medida todo lo que es dicho, pero den­ tro de la aniquilación concomitante de toda realidad de referencia. *

¿Quién negará que la multiplicidad de relaciones –parcialmente clandestinasestablecidas entre los diversos elementos de una obra constituye su riqueza? Todo se haya en la corriente que pasa a través de los innumerables conducto­ res, finamente anastomosados, de un texto: suponiendo que uno llegue a de­ tectarlos a todos –recuento objetivo que no es, en última instancia, impensa­ ble– faltará determinar cómo esos contactos “intra-textuales” se jerarquizan y dominan los unos a los otros. Determinación de suma importancia, pues la corriente de la lectura no se divide, y todas las cosas, en materia de lectura novelesca, plantean una cuestión menos de existencia que de intensidad. La corriente de la lectura sigue ciegamente los hilos, entre todas las ramificacio­ nes que le presenta un libro, a una sección más grande, y ciertos exégetas mo­ dernos del texto comparan la mente, al reaccionar, a esos mapas electrificados que encuentra uno en las estaciones del Metro: miles de caminos se encuen­ 96

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tras ahí interconectados, en apariencia intercambiables, pero, si uno presiona el botón, sólo el trayecto más corto entre el punto de salida y la estación termi­ nal se ilumina. Ciertamente, hay tantas lecturas de un texto como lectores, pe­ro para cada lector –mientras no se ins­ tituya como promotor artificial de lec­ turas marginales– hay un trayecto a través del libro y de hecho no más que uno. El hilo de la lectura no se ramifica jamás; si, por un momento, perdemos de vista a un personaje conservamos el presentimiento de que va a reaparecer en ciertas eventualidades, ese presenti­ miento no es puesto en reserva en un lugar apartado de nuestra memoria: se incorpora en seguida al sentimiento global que impulsa a cada instante nuestra lectura y lo matiza sin distinguir­ lo. Esta memoria de los elementos ya absorbidos y consumados –memoria completamente integrada, completamente activa en todo momento– que crea la ficción a medida que avanza, y que es una de sus prerrogativas capitales, contradice, no la existencia, sino la segregación de los “niveles de sentido” escalonados de un texto. Estos niveles no atañen a la presencia real pues jamás son seguidos separadamente por la atención, sino más bien percibidos sintéticamente a la manera de un acorde musical: de tal manera la riqueza de un libro tiene menos que ver con la multiplicidad conscientemente re­ gistrada de esos “niveles de sentido” que con la amplitud de la resonancia indivisa que ellos organizan alrededor de un texto a medida que progresa la lectura. El rechazo de cualquier separación, el imperialismo de la sen­ sación global que hace de la lectura verdadera de una novela una totalidad indistinta, la lleva a prevalecer en general sobre el placer intelectual de la comprensión que disyunta el placer fundamentalmente unitario que nace de la audición de una sinfonía. 97

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Las reflexiones de Valéry sobre la literatura son las de un escritor cuyo pla­ cer por la lectura alcanza un mínimo, la preocupación de verificación profe­ sional un máximo. Su frigidez natural en la materia hace que, cada vez que toma una novela, lo haga a la manera del gimnasiarca que critica la falta de economía de los movimientos del coito: se molesta de un despilfarro de ener­ gía del que no quiere saber lo que pone en juego. Podemos preguntarnos, cuando él condena la novela, si el dejar pasar, expresamente invocado por él, del enfoque novelesco es la causa y no el efecto de la novela sobre el lector, que es –en relación a todos los otros géneros literarios– una conmoción afec­ tiva a la vez más masiva y menos definida: de todas las formas que reviste la literatura, la novela, incluso de calidad, es aquella que toca más de cerca el arte de la satisfacción. Valéry habla admirablemente de la literatura si no se ocupa uno más que de sus medios y de su ejecución, y si uno quiere poner entre paréntesis las modestas requisiciones del lector: nada de lo que atañe a la ingestión de la cosa escrita es jamás abordada por él, y se diría que nunca se ha encontrado a sí mismo en situación de consumidor, sino solamente de verificador de los productos y supervisor de pesos y medidas. *

Michel Butor hace, a propósito de las novelas de Hugo, un señalamiento in­ teresante sobre las interrupciones de la narración, que dan lugar muy segui­ do y muy largamente ya a un monólogo interior, ya a una larga amplificación descriptiva, filosófica o histórica. Él las compara a las arias en las que se inmoviliza más o menos largamente la acción de una ópera. La comparación es seductora; yo no la creo del todo justa. El aria de la ópera tradicional corresponde de hecho a una transición de la cantidad a la cualidad: el exceso de una acumulación emotiva intensa trasmuta brusca­ mente el diálogo, o el movimiento recitativo, en eyaculación lírica inmóvil. Las pausas narrativas de la novela a las cuales Butor hace alusión me pare­ cen desempeñar muy a menudo otra función: la de una postergación organi­ zada, de un frenazo de la acción, cuyo objetivo es el de permitir afluir hacia 98

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el ápex dramático ya a la vista todas las reservas capaces de orquestarla y de amplificarla. Así, en Balzac, en Les chouans, la larga descripción del pano­ rama de La Pèlerine, apunta claramente a enriquecer la simple escaramuza de la guerrilla que se anuncia con toda la resonancia histórica y geográfica ejemplar que ella es capaz de despertar. Uno de los problemas ocultos del novelista, problema que el autor re­ suelve, o intenta resolver, gracias a su solo instinto, es el de asegurar, como un general de ejército, la progresión coordinada de las masas heterogéneas que su relato pone en movimiento, y cuyos personajes individualizados no constituyen más que el punto de avanzada, la vanguardia rastreadora más alerta y móvil. Toda novela arrastra con ella (la palabra aquí no tiene nada de peyorativo) su logística propia, más o menos voluminosa, más o menos camuflada, más o menos apremiante, jamás ausente del todo, detrás de la columna itinerante del monotipo psicológico a la manera de La princesse de Clèves o de Adolphe, que avanza sin respaldo ni equipaje, hasta las falanges pesadas, reguladas en su marcha por el acarreo de sus impedimenta, de las novelas sociales de Zola. Una de las singularidades de La chartreuse, muy diferente a la de Le rouge et le noir, es la despreocupación completa y feliz, de principio a fin de Stendhal frente a los recursos de su obra, los cuales se arreglan como pueden para hacerse recordar por el lector –y lo que es extraordinario, hacerlo mejor no se puede–: el relato no deja de entregar el correo sin detenerse un instan­ te; se trata de un magnífico logro novelesco de sugestión casi inmaterial. La Italia de la Santa Alianza está siempre presente, más bien en su paisaje y su sociedad que en su clima político estancado, fragmentada en cargas indivi­ duales que los personajes transportan con ellos por todas partes sin parecer embrollados ni entorpecidos: su patria novelesca permanece adherida a la suela de sus zapatos. *

Y, en definitiva, ¿por qué no “La marquesa salió a las cinco”? De hecho, dos líneas de operación distintas vienen a converger en la ofensiva contra la novela y aseguran su eficacia. Una se dirige contra “el estilo puro y simple de informa­ ción” que se supone tiene ahí lugar. La otra contra la arbitrariedad de la ficción. 99

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La maniobra de intimidación, comple­ tamente tradicional, consiste en primer lugar en la tentativa de hacer tomar la parte por el todo, la ínfima parte por el todo. Pues, desde la segunda frase, lo arbitrario de la marquesa cede ya terreno a la preocupa­ ción de coordinación y de coherencia de la novela –una vida de relaciones, en el inte­ rior del relato, comienza a llamar la aten­ ción y a sustituir la aserción perentoria que, como un puñetazo sobre la mesa, cayó con la primera frase. De hecho, si se trata­ ra de un novelista verdadero, lo arbitrario, en la novela conjeturada por el autor de la Jeune parque, no rebasaría jamás verdade­ ramente la primera frase que cita de ella: no hay ningún caso más ejemplar de cita­ ción abusiva por la supresión del contexto que la célebre marquesa. Lo que aparece con mayor claridad, en la posición demasiado instintiva que aquí adopta Valéry, es la retracción fundamen­ tal del espíritu frente al vicio originario de todo comienzo absoluto, de toda Génesis. Ningún artista, por supuesto, puede permanecer completamente insensible, incluso si hace caso omiso a ese vicio del íncipit, que marca a todas las ar­ tes, de la organización de la duración: literatura, música, a la inversa de las obras plásticas cuya ejecución, ciertamente, se inserta también en el desen­ volvimiento del tiempo, pero que, para su realización, disuelve toda referen­ cia temporal y se presentan, más puramente, como un circuito cerrado sobre sí mismo, sin principio ni fin. No se excluye que haya humor en la frase de Valéry, dado que la ser­ vidumbre novelesca no hace más que amplificar ejemplarmente una servi­ dumbre inherente también a los versificadores. La novela, menos pura, sirve 100

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aquí de chivo expiatorio para aquello de lo que la poesía misma no estaría completamente expurgada: la gratuidad inicial. ¿Qué escritor no ha soñado con romper su dependencia del mundo, con borrar su comienzo? *

Novela cruel. Hay un tema de la novela que, a mi mediocre entender, jamás ha sido tratado, o por lo menos no en toda su amplitud. El héroe es un amoro­ so de gran estilo, no un Don Juan, sino, más que un seductor, uno de esos verda­ deros amorosos de vocación, en sucesivas llamaradas, cuyo ámbito musical –compositores, cantantes y directores de orquesta– parece proporcionar más especímenes que otros. De año en año cambia de ídolo, siempre ardiente, siempre exclusivo, siempre extasiado. Pero sus amantes no mueren (ellas mueren sólo en los libros). Y como él es sociable y cordial por naturaleza, y también es un hombre de trabajo y de costumbres, profundamente com­ petente, y poco le gusta el placer de romper, todas sus amantes abandonan la resplandeciente escena de la pasión sin por ello desaparecer de su vida: ellas regresan al círculo familiar y delicadamente indiferente de colegas y colaboradores cotidianos. Hacia el fin de su vida, él no se mueve más que entre ex Dilettas y Unicas, como un sacristán en el crepúsculo entre el aro­ ma de los pabilos dulzones de los cirios que él ha soplado uno tras otro. Un mundo mucho peor que el mundo de objetos inertes: un mundo de baterías descargadas. *

Análisis químico: operación auténtica, puesto que la síntesis de los elemen­ tos desagregados restituye el cuerpo analizado a su integridad y su peso. “Ciencia” de la literatura o del texto: la suma de medios detectados y de operaciones descifradas es, siempre, no solamente inferior al total de la obra, sino absolutamente distinta a ella. La obra de arte no es, nunca es, una com­ binatoria de elementos que van, por ejemplo, de lo simple a lo complejo. Para el escritor es más bien como un espacio presentido desde el comienzo en toda su amplitud y que se deja colonizar libre, desigualmente, y, por lo tanto, deformar también progresivamente por la escritura. La distribución mecáni­ 101

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ca del trabajo del escritor, la longitud del vector temporal que él discurre, es una fuente de imágenes falsas, en la que todas se parecen de cerca o de lejos a la del río más o menos engrosado por sus confluencias: del mismo modo, el trabajo de cada página va aparentemente hacia la totalidad para construir­ la poco a poco, por ello la totalidad presentida viene secretamente a cada instante en sentido contrario al encuentro de la página a punto de escribirse para orientarla y comunicarla. Modificada en cada página, a medida que las páginas se escriben, pero presente a cada instante en toda su masa, elástica, deformable, pero indivisible. Y de una presencia cada vez más abrumadora a medida que la obra (hablo aquí sólo de la novela) se desarrolla y aproxima a su culminación, a su fin; me parece que las críticas no prestan casi atención, incluso si la suponen, a esta fuerza de atracción constantemente creciente, y finalmente todo poderosa, del todo sobre la parte, que hace de la composición de una novela algo menos próximo a un libre viaje de descubrimiento, que al comportamiento delicadamente guiado de un vehículo lunar que se presta a alunizar. El clima de trabajo del novelista cambia progresivamente a todo lo largo de su ruta: nada más diferente de la libertad casi descarada de los pri­ meros capítulos que la navegación ansiosa, vigilada nerviosamente, de la fase terminal en la que la sensación de riesgo máximo se mezcla a la impresión embriagante de ser atraída, aspirada, como si la masa a la cual el libro poco a poco ha corporizado se dispusiera a su vez a capturarte en su campo (tal vez sea esta impresión que traducen a su manera –tan mal– los novelistas que sostienen que sus personajes “se les escapan”). El hecho, que a menudo me parece intrigante, que en cada una de mis novelas yo haya observado cerca de los dos tercios de la redacción, una larga interrupción –una interrupción de varios meses acompañada de desconcierto y desazón– antes de retomarla y acabarla, no puede ser extraño a ese sentimiento que más de una vez he proba­ do al acabar un libro, de “aterrizar” –peligrosamente– más que de terminar. *

Todo lo que introducimos en una la novela se vuelve símbolo: imposible hacer entrar ahí un elemento que más o menos la cambie, no más que, en una ecuación, un número, un signo algebraico o un superíndice superfluo. 102

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En ocasiones –raras, pues una de las virtudes cardinales del novelista es una bella e intrépida inconsciencia–, en un día de propensión crítica, he sentido que una frase que acababa de escribir levan­ taba, como dice Rimbaud, espantos fren­ te a mí: integrados enseguida al relato, asimilados por él, atrapados sin retor­ no por una continuidad implacable, he presentido la imposibilidad radical de discernir el efecto último de lo que me­ tía en un organismo delicado en pleno crecimiento: ¿alimento o veneno? Una enorme atenuación figura felizmente entre las características novelescas; es necesario avanzar sin reflexionar dema­ siado, con por lo menos el optimismo de creer que se sacará provecho de las equivocaciones. Entre las millones de posibilidades que se presentan cada día en el curso de una vida, apenas algunas hacen eclosión, escapan a la masacre, como sucede con los huevos de los peces o de los insectos, es decir, tendrán consecuencias: si vago por las calles de mi pueblo, las cien casas familiares delante de las cuales paso cada día –no advertidas, anuladas a modo– son como si no hubieran existido jamás. En una novela, por el contrario, ninguna posibilidad es anulada, ninguna quedará sin consecuencias, puesto que ha recibido la vida obstinada y desconcertante de la escritura: si escribo en un relato “pasa frente a una casa pequeña cuyos postigos verdes están bajados”, nada hará que se borre ese menudo rasguño sobre el espíritu del lector, araña­ zo que entra de inmediato en relación con todo el resto; un timbre de alarma tintinea: algo que ha pasado en esta casa, o va a pasar, alguien la habita o la ha habitado, tendrá que ser abordado más tarde. Todo lo que es dicho dispa­ ra la expectativa o el recuerdo, todo es tomado en cuenta, positivo o negativo, 103

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aunque la totalidad novelesca proceda más por aglutinación que por adición. Aquí surge la debilidad del ataque de Valéry contra la novela: la verdad es que el novelista no puede decir: “La marquesa salió a las cinco”: una frase tal, en esa fase de la lectura, no es si­ quiera advertida: él deposita solamente, en una noche no alumbrada todavía, un accesorio de escena destinado a ad­ quirir significado más tarde, cuando verdaderamente el telón se levante. El todo que vendrá se reserva retomar en­ teramente la parte en su ejecución, de reintegrar esta adaraja suspendida en el aire, y ningún juicio de gratuidad puede adjudicarse a dicha frase, pues­ to que la sentencia sobre la novela sólo es la última sentencia. El mecanismo paul valéry novelesco es tan preciso y sutil como el mecanismo de un poema, sólo que, a causa de la dimensión de la obra, des­ alienta el trabajo crítico exhaustivo que a veces el análisis de un soneto no rehúye. La crítica de la novela, porque la complejidad de un análisis real excede los medios del espíritu, no trabaja más que sobre los conjuntos inter­ medios y arbitrarios, los agrupamientos simplificadores más amplios y toma­ dos en bloque: las “escenas” o capítulos por ejemplo, ahí donde un crítico de poesía sopesaría cada palabra. Pero si la novela vale la pena, es línea a línea que su aventura se recorre, es línea a línea que debe discutirse, si se le discute. No hay más “detalles” en la novela que en cualquier obra de arte, aunque su masa lo sugiera (puesto que uno se persuade con razón de que el artista, en efecto, no ha podido controlar todo) y toda crítica reducida a resumir, a reagrupar y a simplificar, pierde su derecho y su crédito, aquí como en otras partes. Dicho eso, así o de otro modo, a repetirlo. 104

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*

Ese vaivén de dimensiones y prioridades que Wagner introduce en la eje­ cución; las palabras de los personajes en escena, y el comentario coral to­ dopoderoso de la orquesta como un murmullo del bosque, ¿por qué le sería prohibido operar en la novela? ¿Y hacer retroceder el amor y las pendencias, las razones y las escaramuzas de los protagonistas en beneficio de la pulsión madre de la gran orquesta del mundo? Desde que comencé a frecuentar el teatro lírico, he estado fascinado por esas brechas tan amplias y elocuen­ tes, realizadas en la continuidad del canto, brechas en las que parece que tenores, bajos y sopranos sobre la escena, y no solamente el público sumi­ do en la oscuridad, se callan para dejar latir a su alrededor el flujo de una marea sonora, como si hicieran silencio, desconcertados, alrededor de la revelación confusa, que retrae, de todo eso que madura para ellos y por tanto fuera de ellos. Mallarmé quería que la poesía retomara la música, ¿por qué le estaría prohibido a la novela disputarlo a la ópera? Esos momentos úni­ cos de escucha profunda y resurgente, verdadera y realmente inspirados, que me parecían siempre y me parecen aún reventar la pared del fondo del teatro y abrirlo grandemente para dejar entrar el rumor directriz del mundo convertido en Sibila, convertido en Pitia, no quiere decir que sólo la música tenga el privilegio de hacerles aprovechar el espacio, de darle salida a los trances proféticos de sus vapores. *

Ciertamente, la novela ha decaído como creadora de personajes a partir del siglo xx: en eso hay que darle la razón a Mme Nathalie Sarraute. Pero dudo que la causa verdadera sea la que ella defiende, a saber, la desconfianza creciente tanto del lector como del escritor en los personajes de ficción que adquieren vida. Yo veo ahí más bien el efecto de una confianza desmedida­ mente acrecentada del escritor en su capacidad de dar vida una tras otra a obras novelescas mediante la sola reproducción, apenas disimulada, de su yo ínti­ mo. En las novelas de Malraux, de Colette, de Montherlant (de quienes soy incapaz de pensar mal) no hay más que, eso es muy claro, Malraux, Colette, 105

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Montherlant. El solo y único tipo viviente que lanzan al mundo, al mundo de la ficción, es su yo distribuido en diferentes especies, y que sobrevive bajo innumerables hipóstasis; que el perpetuo diálogo consigo mismo pueda sustituir sin vergüenza a la tentativa más humilde de la novela que era, hasta ese momento, la de imitar los accidentes, los reencuentros y la variedad de la creación, es el efecto no de una incredulidad creciente del lector frente a la personificación novelesca, sino, sobre todo, de una fe casi insolente del autor en la capacidad inmanente de la ficción de hacer aceptar todo, com­ prendido no solamente el misterio de la transustanciación reeditada, sino incluso el misterio de las bodas de Caná. *

Los libros fallidos de los escritores que, en su vejez, tratan de dar, sin lo­ grarlo, la imagen de una época nueva que ya no es hecha por ellos, acentúan a menudo mejor que otros, porque en ellos una adaptación que se diría fi­ siológica fracasa patéticamente, la brutalidad del detonante que separa del siguiente un momento de la civilización y de la sociedad. Así, uno de los últimos libros de Julio Verne, Maître du monde, libro fallido, publicado la víspera de su muerte, en la que el viejo mago vislumbra, pero como Moisés la Tie­ rra Prometida, el advenimiento literario del gran detective acechador de los secretos del Estado, que va a florecer con Lupin y Rouletabillle (el Great Eyry, guarida del Maître du Monde, abre el camino a la L’aiguille creuse), con la carrera Prairie du Chien-Milwaukee y su bólido tragador de polvo, intenta aclimatarse a la fiebre del cien por hora del primer París-Madrid. Así como una muy pobre novela de Paul Bourget que leí en mi juventud –reco­ nocimiento pasmado y vacilante empujado por él a la terra incognita de la posguerra– y que se llamaba Le danseur mondain. *

“Yo soy demasiado impetuoso, demasiado preciso para contar, yo tengo jus­ tamente la función contraria, desecho la narración. La suite dorada me pesa. No destaco en perder el tiempo”. (Valéry) 106

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¿Cómo, en efecto, con esas exigencias innatas, atarse a la novela, uno de cuyos recursos secretos es el de poder suministrar comprimidos de lentitud? Puesta a un lado esta alergia, después de todo legítima, las objeciones de Valéry a la novela se reducen a dos. Lo arbitrario (“La marquesa salió a las cinco”). La multiplicidad de variantes posibles “en lo impreciso” (sic) casi vir­ gen de consecuencias (“La condesa salió a las seis”). Examinémoslas. “La marquesa” es de hecho infinitamente menos variante de lo que pa­ rece. “La duquesa” haría retumbar la gruesa artillería nobiliaria balzaciana, introduciría de entrada otro registro social: grandes intrigas de salón, mez­ cladas de iglesia y de política. “La condesa” es un título demasiado incoloro para emplearse, aislado del nombre, de otro modo que con una intención particular, caricaturesca por ejemplo. “Marquesa”, por lo demás, permanece rigurosamente connotada por el adjetivo exquisito, siempre presente musi­ calmente en filigrana: finura, belleza, sugestión de una intriga galante sin amenaza de drama acuden a su llamado. Mucho más cosas –de hecho todo un cambio tonal del relato– son comprometidas por esta elección y en la pri­ mera frase de un libro como para que el novelista se dejara llevar por el azar. “A las cinco”, además de una cierta cualidad de la luz y el aire, que pue­ de tener su importancia, aprovechar el tiempo libre, y anunciar por la misma la probabilidad, y sin duda el proyecto, de un encuentro importante antes de la comida. “A las seis” cortaría poco afortunadamente la tarde muy cerca de su fin, no anunciaría más que la coacción mecánica del horario de un dentista o de una estación del ferrocarril. Las cinco, hora hábil, es la hora de lujo del ocio novelesco, así como el segundo piso es el mejor piso de un inmueble: otra connotación que se inscribe de golpe en la previsión del lector. Etc… Un tacto suficientemente afilado del sentido y de la precisión de las conjeturas que cada una de sus frases despertará en el espíritu forma parte del equipamiento del novelista: es lo que le permitirá “conservar el contacto” exigencia tan imperiosa en la escritura de una novela como en la conducción de la guerra. La mitad de su talento es de proyección: apenas terminada la primera página –e incluso la primera frase– le sigue la mirada de entrecru­ zamiento de trayectorias ya en ruta, unas de corto, las otras de largo o de muy 107

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largo alcance. Persistencia de imágenes que pueden imbricarse –surgimiento de colores complementarios, imágenes en halo– una singular química retinia­ na entra en juego también en el lector, al cual el autor no tiene derecho a ser insensible: a cada instante, en efecto, la lectura proyecta en el avenir del lector una fosforescencia semiluminosa, que depende menos de las imágenes inme­ diatas que el texto hace surgir que de ciertos valores propiamente novelescos de los cuales está o no cargado, y que están vinculados a la temporalidad. Uno podría decir que toda la atención que el poeta lleva a la capacidad de deflagración inmediata de las palabras que emplea, el novelista la traslada, con una precisión sin duda menor que se debe a la diferencia de escala, a la posibilidad de efecto retardado de sus frases. En Dostoievski, por ejemplo, el poder novelesco de los diálogos –reticentes, alusivos, indirectos, jamás explícitos– consiste casi enteramente en la enorme energía cinética con la cual recargan el espíritu del lector, mientras que la novela panorámica y so­ segada de Tolstoi, cuyos méritos están en otra parte, y casi todos de carácter inmediato a la naturaleza, no manejan ni acumulan casi ninguna (el placer, excepcional en la novela, que proporciona la lectura de La guerra y la paz, se acerca tal vez a la de una manducación atracante y nutritiva, que se satisface a sí misma minuto a minuto casi sin anticipación). De hecho, si en toda lectura el espíritu del lector se anticipa al texto, si el punto focal de su atención se lleva siempre un poco, y a menudo mucho, más allá de las palabras que el ojo registra, no hay duda que ese desfase hacia el futuro alcanza su mínimo durante la lectura de un poema –y de un poema de Mallarmé más que de un poema de Hugo o de Musset–, su máximo en la lectura de una novela, no solamente de una novela de capa y espada, sino de Kafka o de Dostoievski. La ingenuidad de la creencia en una asi­ milación posible de la vida novelesca a la vida corriente puede medirse en esta simple observación: si en una sección de la vida vivida los signos que el mundo exterior emite en dirección de la conciencia conciernen en su in­ mensa mayoría a lo que dura y persiste, los signos menos numerosos, pero filtrados que el texto de una novela dispensa, llevan deliberadamente hacia aquello que cambia o va a cambiar. Y los más significativos lo llevan a lo que va a cambiar a largo plazo, el tiempo verbal de elección de lo novelesco no está sin duda en el futuro sino (si el tiempo no existe en la conjugación, 108

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es sin embargo su modo de proyección hacia adelante lo que anima la ficción) en el futuro ulterior. Lo que en realidad irrita, en la no­ vela, a los espíritus fanáticos de la preci­ sión –el de Valéry, por ejemplo– no es lo que dicen que es (y que no es), es la gran posposición que persiste en rela­ ción a la poesía, diseccionada más fina­ mente en la elección de sus medios. No es la ingenuidad, o la tosquedad de sus procedimientos y de sus pretensiones, es la complejidad sin igual de las in­ terferencias y de las interacciones, de los retrasos premeditados y de sus an­ ticipaciones moduladas que concurren a su eficacia final, complejidad y entra­ mado tales que parecen añadir una di­ mensión al espacio literario, y que, en el estado actual de la “ciencia de las le­ tras”, no permite más que el pilotaje instintivo y los azares de la navegación sin visibilidad. Todo cuenta en una novela, todo como en un poema: Flau­ bert, que lo sabía (aunque Valéry lo consideraba tonto), no tacha menos, ni menos minuciosamente que Mallarmé. Pero el campo de fuerzas mezcladas que ella representa es demasiado vasto y demasiado complejo incluso hoy para un principio de recuperación intelectual precisa, y el modo de cálculo que ella exigiría no ha nacido aún. *

El dinamismo, espontáneo e inmediato, como característica de la novela. Lo cual, en la duda, lleva al novelista a escoger como gran prioridad el pedaleo suave. Si una novela pudiera reproducir, por imposible que sea, el tempo mismo de la realidad, un fragmento vivido, poblado de todos sus objetos, de 109

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todos sus movimientos, de todos sus personajes, el lector reviviría el acele­ ramiento, seguido de un derroche de energía inexplicable, de los filmes de actualidad de los años 1910. Es la lentitud del movimiento mecánico de la lectura lo que restablece un equilibrio relativo, sin la que, incluso una des­ cripción de Chateaubriand, el Meschacebé por ejemplo, parecería el castillo de fuegos artificiales del 14 de julio. *

La dificultad de volver verosímiles, en una novela, a los personajes en los que un encanto exterior universalmente advertido va acompañado de una villanía innata: el seductor, el embaucador, el estafador, etc. El crédito in­ mediato que obtiene del lector el relato de las negras acciones no encuentra una contrapartida convincente en la seducción física con la que el novelista gratifica a su autor. Prueba –entre otras, si hubiera necesidad– de que, en el lector de novelas, el físico de los personajes es casi enteramente reconstrui­ do a partir del sentimiento global que se forma de ellos, y donde los rasgos materiales que el autor les atribuye son en caso necesario rechazados caba­ llerosamente para ser reemplazados por otros. En los héroes de la novela, el cuerpo, para el lector, está en el alma, como en Spinoza (es por ello que, cuando leemos, admitimos mal que la ingenua heroína sucumba a los atracti­ vos de su tenebroso seductor). Me pregunto algunas veces si Balzac, cuando se detiene larga, pesadamente, en la descripción material de sus personajes, no cede sencillamente a la necesidad instintiva de equilibrar los escenarios: la nitidez de la apariencia física de un héroe novelesco es, para el público, infinitamente menor que la de un personaje real, pero su “presencia” está muy lejos de serle inferior. Una vez más, los comentarios de ese género vienen a poner el acento sobre el poco valor directamente informativo que, dentro de la novela, tiene la descripción, sobre su aptitud por el contrario, y por toda una variedad de medios, a la evocación. Lo que las palabras, en la novela, llaman a la vida, no es casi nunca una imagen precisa, sino más bien un sistema dinámico en movimiento. Lo que los personajes dejan presentir, lo que imaginamos que son en funcionamiento, cuenta infinitamente más que lo que son (y que el cine es 110

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tanto más apto para mostrarnos que la novela) de hecho, no existen verdadera­ mente más que por su impulso. *

De un poema no existe otra forma de recuerdo que su rememoración exacta, verso tras verso. No hay posibilidad de retomar el contacto con él más que por su resurrección literal en el espíritu. Pero el recuerdo que uno conserva de una obra de ficción de largo aliento, de una novela, leída o releída por última vez hace años, después de todo el trabajo de simplificación, de re­ composición, de fusión, de reequilibrio que entraña la elisión de la memoria, suministra sobre la estructura, sobre los resortes secretos de las obras de ficción, informaciones inéditas. Se tendrían que comparar los recuerdos que a la distancia guardan de una misma obra los lectores ejercitados y de buena fe, hacerles contar qué les parece el libro –o más bien lo que queda de él, omitida toda referencia al texto–, notar la recurrencia más o menos regular del naufragio de sectores enteros que se han hundido en el recuerdo, de puntos de ignición por el con­ trario que continúan irradiando, y a la luz de los cuales la obra se reorganiza de otro modo. Otro libro aparecería bajo el primero –como otro cuadro apare­ ce bajo el cuadro radiografiado– que sería un poco lo que al mapa económico de un país sus fuentes de energía. Y al cabo de esta reducción a los materiales radiactivos efectuado por la selección de la memoria, obtendríamos desvíos sorprendentes. A ciertas obras maestras la memoria les restituiría poco más o menos su esqueleto, con la graduación de sus episodios, la curva del conjunto, el equilibrio de sus proporciones, lo que tiene lugar para mí, por ejemplo, en Le rouge et le noir (pero no en La chartreuse) y Madame Bovary. En otros casos, consumida la carcasa, no subsistiría más que una especie de fosforescencia incorpórea: de Dominique, sólo cierta tonalidad tímida y otoñal; de las Liaisons dange­ reuses, sólo su frenesí abstracto y seco como la yesca. Y lo que permanece en mi recuerdo de la relectura que he hecho hace poco de La chartreuse es incluso otra cosa: el batiburrillo de derrelictos en la playa arenosa de un galeón portatesoros. La incursión de la armada sobre Milán. Waterloo. La página divina sobre la ribera del lago Como. La torre Farnèse. Los pájaros de 111

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Clélia. La evasión. El príncipe de Parma (con la ayuda del filme). El invernadero del palacio Crescenzi. Todo descaradamente entremez­ clado como un juego de cartas, pero bañado uniformemente por el ozono alegre, hilarante, de la alta montaña. Y cómo sería interesante aplicar –al se­ gundo grado por decirlo así– el filtro de la me­ moria a una obra como Recherche du temps perdu, ¡ya enteramente seleccionada por el recuerdo! *

La dificultad que experimenta el novelista para evaluar sus inversiones a medida que las dis­ tribuye en su obra. Todo lo que él introduce cuenta, cada indicación del texto levantará en el espíritu del lector recuerdos, expectativas, presentimientos. Pero él no sabe exactamente cuáles: ¿cómo saber si las satisfará? Mientras que el poeta, al considerar a los lectores de su poema (tenidos en tutela de principio a fin, palabra tras palabra), no encontrará en ellos, del mejor al más mediocre, mayor diferencia que la de un intérprete bueno o mediocre en un concierto. Pero el lector de la novela no es un ejecutante que sigue paso a paso la nota y el tempo: es un director. Y todo conduce a creer que, de un cerebro a otro, los decorados, la distribución, la iluminación, el funcionamiento de la representación, se hacen irreconocibles. Cualquiera que sea la precisión explícita del texto –e incluso, si es preciso, contra ella si adopta la fantasía–, es el lector el que decidirá (por ejemplo) el movimiento de los personajes y su apariencia física. Y la mejor prueba de ello es que la interpretación de un filme sacado de una novela conocida nos choca casi siempre, no por su arbitrariedad, sino más a menudo a causa de su fidelidad a las indicciones formales del texto, con las cuales nos habíamos tomado al leerlo todas las libertades. 112

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Me gusta que la novela mantenga, como una corona de espuma dejada en la playa por la marea, algún rastro de la muletilla del día, del “estribillo” a la moda, del argot del año en que fue escrita, como las desinencias en rama, la tarta a la crema de las conversaciones en la pensión Vauquer, en Père Goriot, como ese “Outil!” (por “Oui”) que data todavía con precisión de los primeros años veinte, de la Nuit du Vél´d’Hiv’, en Ouvert la nuit, de Paul Morand. Proust está lleno de esas especies volátiles del lenguaje-del-día, particularmente en el vocabulario de Saint-Loup, verdadero atrapa moscas de la jerga de los pequeños círculos seudosimbolistas de 1900, y en el de Bloch. Esas baratijas de época, que se mantienen prendidas a las páginas de un libro antiguo y célebre, para mí le hacen decir: “No he nacido para convertirme en clásico. He tenido mis tiempos, y no los olvido, huelo aún el Acaba de aparecer y el papel nuevo, o interrumpía mis páginas con el diario de la mañana y el general después de la comida, y no sentía nada desigual –y yo respiraba ahí, y no es­ taba hecho más que respirar ahí–”. El clasicismo intentado, cuya esencia es la de cercenar todo vínculo de la obra con los hechos de su tiempo, comete el gran error de suprimir en ella las mismas señales por las que el lector puede medir la extensión de la transmutación que denota el verdadero clasicismo: el clasicismo involuntario; así, un libro como Adolphe (y lo admiro más que cualquier otro) nació con las arrugas de un anciano muy joven. Es significativo también que esta espuma del tiempo que perdura, cuan­ do ha sobrevivido, en lo que nos encanta de un libro, nos congele en una obra de teatro. Nada ha ayudado más, por ejemplo, a envejecer los éxitos teatrales de principios de siglo, de Porto-Riche y de Bataille. El teatro está siempre liga­ do por naturaleza a la actualidad y las exigencias de la moda para que quiera exagerar: cuando cede a las formas de hablar de una época, para nosotros es como si el llevara consigo, soldada a él, a su público original, con sus miriña­ ques, sus abanicos, sus plumas, sus volantes, sus sombreros plegables. *

El asunto. Me desconcierta, cuando leo sus declaraciones, sus diarios, sus 113

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cuadernos, su correspondencia, no encontrar en casi ningún escritor la pre­ ocupación por este problema. Se diría que los temas de sus libros les llegan sin pausa –uno desechando al otro tan pronto ha sido realizado–, sin que pa­ rezca darles más preocupación que a los pintores el motivo de sus cuadros. Mientras que para mí el enganchamiento brusco de una idea –o, más bien, de un sentimiento– en la perspectiva de un libro ha sido cada vez tan impro­ bable, tan impredecible, como el de un flechazo amoroso. Es como si existiera, acumulada periódicamente en el escritor, una ri­ queza novelesca no monetaria, a la que nada le permitirá tener curso, nada le prestará forma y ley, nada le dará salida, sino el milagro surgido del azar –cuando surge– de una suerte de modelo reducido, a la vez simple y eminen­ temente expresivo, capaz de caber en la cuenca de la mano, y por lo tanto prometedor de una infinita capacidad de expansión, parecido a un cristal tenue que, por el simple contacto, haría cristalizar a su imagen una solución sobresaturada. No sé si existen recetas para echarle mano a un sésamo pa­ recido –que, por supuesto, sólo puede abrir una vez la cueva de tus propios tesoros–, en lo que a mí concierne, yo no lo poseo, y es una de las razones por la que escribo tan pocos libros. La crítica moderna tiene buenas razones para rechazar tal cuestión. Yo me topo con ella, y me parece un sueño, cada vez que reflexiono sobre la literatura: todos esos libros que existen en potencia en los escritores y que no salen a la luz porque un azar malicioso rehusó la llave que los habría libera­ do y que estaba al alcance de la mano. La llave, es decir el asunto, a la vez revelador y cristalizador que, con un sólo golpe de batuta, traza en el aflujo novelesco efervescente e informe líneas de operación eficaces, lo concentra en los puntos donde va a realizar en su favor efectos de palanca, lo pone en marcha bajo estandartes expresivos y toques de llamada. El asunto, con el que se tiene el sentimiento de que casi todo te es dado de un golpe, pues en el caos conmovedor y ciego que te habita las grandes masas de sombras y de luces se disponen bruscamente, los caminos confluyen, las fuerzas se concentran y sacuden, los movimientos se coordinan, una dirección, a la vez unificadora y multiplicadora, anima en lo sucesivo la diversidad disponible –pues uno tiene a la vez el lugar y la formula. Uno de los signos más seguros del vigor interno de un asunto a la vez 114

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que de su afinidad con tus propias apti­ tudes es que, en su simplicidad inicial, son inscritas potencialmente, tras una observación más cercana, redes de de­ terminaciones más precisas que van a constelarlo en todos lados, y sobre el cual, para tu sorpresa, no se cierne de hecho casi ninguna ambigüedad. Un au­ téntico asunto tiene una inclinación se­ creta: si buscas explicarlo, incluso en un detalle secundario, no te deja en el apuro como en un relieve vigoroso no deja en la duda la gota de agua de llu­ via que cae sobre él y lo interroga sobre la dirección a tomar. Se tiene en pocas líneas, se deja abarcar de una ojeada y tiene respuesta para todo. A un asunto auténtico no le es ajeno ningún reino y ningún orden, ni humano ni terrestre. A este respecto he pensado a menudo que una de las superiorida­ des más ciertas de Goethe residía en el sentido, de una amplitud casi infalible, que tenía del asunto cuando deja­ ba de escribir para relajarse. Adivinamos que Hugo percibía perfectamente toda la importancia del problema, pero se deja engañar por falsificaciones a veces groseras: le bastaba que, ventajosamente, el asunto adoptara la pose. Puede ser, después de todo, que la idea que me hago de un verdadero asunto sea estrictamente personal. No tiene nada que ver con los resúmenes que pueblan los insértese por favor; tiene más en común con la línea de una frase musical, tan cargada de energía como imposible de descomponer. *

Es mucho muy sorprendente que el tema, muy limitado, de la pareja mas­ 115

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culina complementaria en estado de diálogo permanente (amo y sirviente, maestro y discípulo, amo y “esclavo”), lanzado a través del mundo real o ficticio donde tiende a atravesar sucesivamente los estratos en todo su espe­ sor, haya él solo proporcionado una parte tan grande de obras maestras de la literatura mundial: La divina comedia-Don Quijote-Fausto (por no hablar de Don Juan, Cándido o Esplendor y miseria de las cortesanas). Es decir, las obras clave de tres de las grandes literaturas europeas y varias de las obras capitales de la francesa. *

Casi desde que comencé a escribir he sido sensible a esa peculiaridad de la novela, entre todos los géneros que se practican hoy, de ser insaciablemente consumidora de energía. Hay en el libro de Clausewitz un capítulo –remarcable entre todos– que se intitula “La fricción en la guerra”. En la novela, la estructura sin nervio, de ruedas poco más o menos ajustadas, el rozamiento destructor, el desperdicio de energía acecha en cada página. ¿Cómo no preguntarse cuál es la fuerza que conduce hasta su realización una tarea tan agobiante? Contrariamente a lo que pasa en un poema, si la lengua guía y desvía la aventura novelesca en proceso de realización, permanece el hecho de que no estuvo jamás en sus orígenes. Es preciso cierto estado de ausencia, una insa­ tisfacción urgente y radical. Una impresión, o un complejo de impresiones, en la que todo falta para hacerla realidad, y que sin embargo te obsesiona a la manera de un recuerdo real –algo tan preciso y exigente como un nombre olvidado que hay que recordar, pero que no habría existido jamás, y que se­ rá el libro–: sin duda el combustible que alimenta el motor novelesco. Los vientos y las corrientes, es decir los azares que acarrea el lenguaje, deciden a menudo el itinerario; pero nadie se ha lanzado jamás a través de un mar desconocido sin que un fantasma imperioso, imposible de licenciar, le haya hecho señales desde la otra orilla. La dificultad particular de la ficción es la de un compromiso azaroso, con rumbos cambiantes sin cesar, a realizar en cada página entre un contenido sin proyecto que es la producción espontá­ nea de la escritura y un proyecto sin contenido que es el llamado insistente de un timbre presentido y sin soporte material todavía, aquel al que se trata de encontrar y proporcionar un instrumento, que será el libro. 116

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Se deben sostener sólidamente las dos puntas de la cuerda floja sobre la cual avanza la novela en un equilibrio inestable. Si todo es comandado por un proyecto demasiado preciso, demasiado articulado, la obra se esclerosa y escapa a la invención; si todo se deja a la eventualidad de la “textualidad” pura, se disuelve en palabrería sin resonancia y sin armonía. La narración rechaza el azar puro, la poesía es negación de todo querer-escribir definido y premeditado. Es necesario aceptar moverse en ese claroscuro engañoso, saber pasar sin cesar de caminos transitados a caminos por abrir. Lo que no se puede hacer sin un sentido imprescindible de la orientación –a través de todas las coyunturas de paso– que es uno de los dones novelescos mayores. A través de los paisajes, de movimientos inimaginables, que su sola puesta en marcha hace afluir hacia él, el novelista no tiene nunca el derecho de perder de vista el Norte orientador que le es específico. ¿Ese magnetismo conductor también actúa imperiosamente de una no­ vela a la otra? No dudo ni un segundo que, para dos novelistas tan diferentes como Stendhal, en La chartreuse, y Alain Fournier en Le grand Meaulnes, la materialización de una música interior imposible de capturar más que en el despliegue de una amplia narración haya sido su fuente única. Para Flaubert, cuando menos en Madame Bovary (“Dar la impresión del color amarillo”), me inclino todavía a creerlo absolutamente. En Balzac, dejando de lado novelas como Les chouans o Le lys dans la Vallée, entran en acción mecanismos que me resultan misteriosos. Las dos partes de Béatrix no se guían visiblemente por la misma estrella; incluso cuando el novelista me entusiasma sin resistencia no comprendo, no siento lo que impulsa tan im­ periosamente su relato. En Huysmans, que he releído ahora, esa caza del meteoro interior alcanza su papel mínimo: las fuerzas centrífugas actúan libremente con total exuberancia; la gula sin límites del lenguaje, la cacería de éxitos de expresión invaden y conducen todo: yuxtaposición pura y sin progresión, muestrario de sabores separados que estallan uno después de otro aisladamente contra el paladar, es la sustancia de À Rebours, este suelo continuo de mosaico es tal vez más marcado en los libros religiosos como En route, que debía ordenar de cabo a rabo un sentimiento todopoderoso y que se desmigaja –sabrosamente– en enumeraciones, recapitulaciones, inventa­ rios recortados sin reflexión de sainetes deshilvanados. 117

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En la novela que comenzamos a escribir ninguna libertad extrema de trata­ miento que nos propongamos introducir actúa como el tema del poema, el cual no existe más que provisionalmente a la espera de metamorfosis sucesi­ vas, y cuya ductilidad, docilidad al trabajo del lenguaje, a la aventura verbal, no tiene límites. En el argumento de la novela existe un mínimo de estructura interna resistente –bloqueos ocultos, complejos ecos internos que un golpe for­ tuito avivará, automatismos, situaciones de rechazo y, por el contrario, afinidades reveladas bruscamente. La paradoja característica del novelista es que sólo el lenguaje utilizado con arreglo a sus propios poderes despertará las posibilida­ des de su tema, pero al mismo tiempo las palabras en él no disponen del poder que tienen las palabras del poema, puesto que la pasión del novelista por su novela no se despertará frente a un ectoplasma, sino a una figura no deformable a voluntad que posee simultáneamente, y el flujo de sueños, y de líneas, un ritmo, ciertos movimientos de una nitidez perfectamente concreta y para él cautivadora, figura a la que, de cierta manera no cesa, por medio de su novela, de aspirar a unirse. La novela no vive sino para el género de libertad que le da el lenguaje, utilizado según sus verdaderos poderes, pero no es saca­ do de la nada sino por la coerción que impone de principio a fin al novelista una imagen exigente, una obsesión no enteramente literaria en su naturale­ za. “¡Adorable fantasma que me has seducido, levanta el vuelo!”, suplica el hacedor de novelas –pero la muda aparición le pone en la mano una pluma. En realidad, no hemos buscado observar de cerca las relaciones del novelista y su asunto antes: antes del momento en que va a comenzar a es­ cribir, es decir, a probar su suerte. El acto de escribir borra poco después todo recuerdo de este periodo de incubación a veces muy largo, a veces muy corto: uno retira los andamios. Parece que el tema actúa un poco, frente a las propuestas imprevistas de la escritura, como una sustancia de propiedades quí­ micas mal conocidas, ávida de entrar en composición con ciertos cuerpos, insensible a los otros. Lo que hace que la ordenanza formal de una novela resulte muy poca cosa y, por el contrario, una sensibilidad más próxima al sentido in­ tuitivo que se despierta en el amor tan importante: “componer” una novela –en lugar de acechar y seguir a cada instante de su progreso las resonancias y ar­ 118

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monías que se avivan– es someter a la geometría lo que se recoge de la química. Pero esas armonías por un lado, esas resistencias inesperadas por el otro, no se despertarán en otra parte sino en el work in progress, nunca de otro modo que conforme avanza. *

Salomé-Herodías: tema tan vigoroso en sí mismo que, de Flaubert a Strauss, pasando por Wilde y Mallarmé, no ha engendrado más que éxitos. (Y recuerdo todavía la deslumbrante Salomé que, en el estilo pictórico de Gustave Moreau, Koralnik dio hace algunos años a la televisión.) Pensaba en él al escuchar la Salomé de Richard Strauss, superior por mucho a lo que yo esperaba. Todo concurre en un asunto tal a la fascinación: la doble iluminación crepuscular de un fin y de un comienzo del mundo que da a los personajes, sobre los abigarramientos de los recursos barrocos, la nitidez de silueta de los objetos iluminados a contraluz, la doble resonancia de las palabras que van a pro­ pagarse simultáneamente en los dos espacios mentales e históricos, como si la prisión subterránea del Bautista dotara de pronto al lenguaje de resonan­ cias de una cripta de la mayor sonoridad –la posibilidad que tiene la acción también de desarrollarse a voluntad y de enriquecerse con escenas anexas como de contraerse a un solo cuadro expresivo (la danza de Salomé como la Apparition de Gustave Moreau)–. Del mismo modo, la Salomé de Wilde y Strauss puede realizar lo que ninguna tragedia clásica ha podido lograr del todo: la unidad dramática absoluta en el tiempo como en el espacio: nada menos que, en un lugar único, una escena continua de una hora tres cuartos, sin reducción, sin fractura, sin corte alguno, sin un minuto hueco. El hechizo que yo sufrí al escucharla me ayudó a comprender lo que se ocultaba de ver­ dadera exigencia detrás, la regla tan absurda por lo torpemente formulada de las tres unidades: la exigencia de la clausura absoluta del espacio dramático, el rechazo a cualquier fisura, a toda grieta por la que pudiera penetrar el aire exterior, como a todo tiempo de reposo que diera lugar a un retroceso. *

Cuando Malraux escribe que el genio del novelista “se encuentra en la parte de 119

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la novela que no puede incluirse en la narración”, todo amante de la literatura lo aprueba sin reflexionar. La dificultad comienza cuando uno pretende aislar real­ mente esta parte: trabajo prometedor no de una clara cirugía intelectual, sino más bien de ese estropicio sanguinolento y confuso que vemos sobre el mostrador de las carni­ cerías, pues el paso del hueso a la carne, como el de la “historia” al texto escrito, se hace mediante una red, de una resis­ tencia inextricable, de adherencias, de vasos, de ligamentos y de aponeurosis. No es verdad que la historia que cuenta La chartreuse, o la que cuenta Splendeur et misère des courtisanes no se deba íntima­ mente al genio de Stendhal o de Balzac, puesto que la integración de estos relatos al sistema combinatorio de la ima­ ginación ha sido total, y no le queda nada de existencia distinta que a un injerto, él también aparentemente exógeno, en el que la savia ha circulado. Sin duda, en cuanto a la elección del asunto, ningún novelista es infali­ ble: Flaubert se entusiasmó con una túnica, en Salammbó, o con la pourana de la Tentation de St Antoine; Stendhal, de ese Leuwen invertebado al que suponemos que no ha sido abandonado sin motivo en la ruta. Sólo Balzac se es­ capa en cada ocasión porque su modo de composición, siempre ampliamente abierto a lo eventual, le deja siempre el tiempo, después de una batalla perdi­ da, de comprometerse y ganar otra, como en Marengo, antes de que aparezca la palabra Fin (a la verdad, así sea contraria, llega algunas veces, como en Béatrix). ¿Cómo, en la trama, distinguir de antemano un implante inerte, donde ningún tejido vivo se agarrará de un injerto óseo que se desarrollará en simbiosis con el metabolismo del escritor, a la vez nutrido de todo eso que se articulará en él, y en reciprocidad lo sostendrá, lo organizará y ordenará? Problema al que nadie ga­ rantiza su solución más que la obra misma en su último estado, y en el cual sólo el olfato aguzado de un salvaje puede ayudar a orientarse buscando a tientas. 120

Seis poemas Gerard Fieret Versiones y nota de Nanne Timmer

Gerard Fieret (La Haya, 1924-2009) tuvo que esperar hasta los últimos años de su vida para convertirse en un fotógrafo de re­ nombre internacional. Actualmente se encuentran obras suyas en el moma, el Rijksmuseum, y en las más distinguidas galerías internacionales. En este último año, una exposición dedicada a toda su obra se ha dado a conocer en París, Turín y La Haya. No sólo las composiciones originales, el juego con los desenfo­ ques y la mirada “propia” con respecto a la intimidad, lo frí­ volo y la sexualidad son lo que hacen interesante a su obra. Es también una reflexión sobre el medio artístico en sí. Cada im­ presión de Fieret es singular: imágenes a veces en papel medio arrugado, con manchas o excrementos de palomas, y a menudo con la firma o estampa de Fieret en grande. Más que fotos, son ya objetos artísticos, y así es como él entró en la historia de la fotografía, transgrediendo las convenciones (la de los sesenta) de una sociedad en tumultuosa transformación. Él se hacía lla­ mar “fotográficus” porque concebía su obra como un entrelugar de dibujo, diseño y escritura con el arte como fin y la técnica fotográfica sólo como uno de los medios a su disposición: “Se podría decir que en mi caso la poesía es un poderoso río del que nacen dos fuertes ramificaciones, el dibujo y la fotografía. Al final los tres medios se unifican... Se funden, la fotografía se vuelve poesía, la poesía se vuelve fotografía, el dibujo se convierte en una forma de escritura, y el dibujo y la poesía se convierten en 121

una forma de ver y la fotografía se convierte en un puente en los corredores de un laberinto”. Sus fotos han viajado por el mundo, pero de su poesía se sabe poco internacionalmente, mientras que Fieret publicó más de diez libros. La inmensa producción fotográfica que dejó en realidad sólo abarca diez años de su vida. El resto de sus 85 años lo dedicó más bien al dibujo y a la poesía, cuando no andaba ocupado con sus palomas. Muchos de sus poemas los escribió en posavasos de cerveza, al igual que sus dibujos, cuan­ do frecuentaba el bar De Posthoorn, en La Haya. (Cuando lo dejaban entrar.) Por ser no sólo un hombre extravagante y con un gran encanto particular, sino también por ser una persona difícil que podía ser agresiva y paranoica fue excluido de muchos lugares. Su enfermedad psíquica hizo que sus últimos años los pasara solo y marginado. Mientras que una foto suya se vendía por 10 000 dólares en Nueva York, el artista vivía en extrema po­ breza entre ratones y palomas, durmiendo sobre una silla. Las fotos en esos catálogos hace rato que habían dejado de ser de su propiedad, aunque en su paranoia sobre la expropiación se había asegurado de firmarlas y estamparlas. Su preocupación más bien era la alimentación de las palomas. A menudo podía verse con una bici en una mano, mientras del volante colgaban dos cubos de comida para “sus” pájaros. Así iba haciendo su recorrido por los lugares fijos donde les daba de comer. En su poesía aparece la ciudad, la estepa y la lluvia como motivos recurrentes, al igual que el “hombrepájaro”, que era tal y como se le conocía en La Haya. El desdoblamiento psíquico, la experiencia humana y el viaje existencial son ingredientes en su obra. Su lenguaje es fresco y el humor y la ironía marcan su autenticidad y estilo vital, al igual que en su fotografía. Los poemas provienen de El lazo del amante (1980) y Filosofía de una mariposa (1976).

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en mí yo a, yo b, yo etc. me disuelvo en la lluvia yo a, yo b, yo etc. me desenrollo

En el país de las cuatro corrientes continúo yo a, yo b, yo etc. Allí arribo en aluviones a las imágenes extremas del pasado yo a, yo b, yo etc. Me nombro zeus júpiter u odiseo ruido  yo a, yo b, yo etc.

* come mi pensar en el abrigo mil veces envuelto monto mi caballo por estepas eternas el óxido

a veces soy una montaña 123

o pájaro y veo mi caballo con el ojo de miniaturas

* paisaje

veo el paisaje debajo de mí cómo cambia de abajo para arriba giro para verlo, el paisaje la gente ellos hablan a sus sombras que saludan por caminos agitados y pueblos sin rumor

* yo - el otro

yo-no el otro abre la puerta 124

veo el paisaje al revés los pájaros vuelan boca arriba no yo-el otro lo atraviesa el cielo debajo de sí, él ve su ego sin gravedad un último aletazo

* presente

si no tú soy yo llamo a la puerta y dejo que entre siéntese, quiere tomar algo no, no quiero nada entonces está usted ausente quiero algo llamo a la puerta 125

alguien que no está me deja entrar se sienta a mi lado un alguien que no está

* viene lluvia lógico, dice uno pero la lluvia hace crecer, dice uno viene usted de arriba es lógico, di, es la lluvia, dice uno.

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Insomnios E dgardo C ozarinsky para Rafael Ferro El mundo y la ciudad donde todo ocurrió estaban saturados de historias. Fogwill, La experiencia sensible

Hay noches de verano en que poco antes de amanecer una brisa fresca alivia el calor de Buenos Aires. Los árboles parecen despertar y el follaje se mece perezoso. Todavía no ha aclarado pero ya se siente en el aire una levedad, una promesa, algo indefinido. Poco más tarde el cielo irá iluminándose sin prisa; una vez más, la mañana confirmará que aquella promesa había sido ilusoria, y poco a poco el calor se insinuará hasta imponerse. Pero antes de que el día se afirme, durante esa hora en que la noche parece frágil pero no claudica, el hombre que no ha querido volver a su casa porque sabe que el sueño no lo espera, que las siluetas fugaces que cruza en su errancia son menos temibles que los fantasmas instalados en su dormitorio, ese hombre busca un bar aun abierto. No va al azar, sabe cuáles pueden ser, pero no siempre los que cono­ ce y frecuenta han resistido hasta el momento en que los busca. El último cliente puede haberse despedido minutos antes y el bar no tiene por qué es­ perar un ave nocturna tan tardía. A veces el desvelado sólo encuentra luces amortiguadas, sillas sobre las mesas, y entrevé una silueta que lava el piso de la cocina. Pero si encuentra uno abierto, encontrará también un barman amigo y podrá hablar mientras bebe, o más bien escucharlo, porque el bar­ 127

edgardo cozarinsky

man ya ha oído demasiadas confidencias, a veces meros soliloquios, y ahora tiene ganas de hablar él, de contar algo, de ser escuchado. El hombre que allí ha buscado refugio se siente contento de no tener que hablar; de él sólo se espera que intercale algún comentario breve sin interrumpir el relato, acaso un simple movimiento de ca­ beza, un tácito asentimiento, una mirada solidaria. Y como es escritor, se le ocurre que lo que escucha puede guardar el germen de un cuento, algo que valdría la pena de­ sarrollar. A veces lo asalta el impulso de tomar notas en la delgada libreta que siem­ pre lleva en el bolsillo, pero siente que ese gesto podría cortar sin remedio el lazo de confianza que hace posible la conversa­ ción. Una vez en su casa, a la luz tempra­ na que se filtra por los intersticios de la persiana calada, tomará notas en un cuaderno, que por superstición prefiere a la pantalla luminosa adonde más tarde llevará, con muchos cambios, esa primera redacción. Intentará recobrar la entonación, el vocabulario, aun las pausas de lo que oyó pocas horas atrás. del cuaderno de notas del escritor

–Mi tío Mauricio se especializó en el transporte de muertos de la provincia a la capital. Nunca entendí por qué hay que recurrir a una empresa de pompas fúnebres, tanto papeleo que llenar, impuestos que pagar, para traer a Buenos Aires, y enterrarlo aquí, a alguien que murió, digamos, a pocos kilómetros de la pomposamente llamada Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que hasta no hace mucho era la Capital Federal. Pero sabemos que toda excusa es buena para que el Estado esquilme a los ciudadanos. Pero esto es otra historia. 128

insomnios

Mi tío Mauricio, decía, tenía una agencia de remises en Quilmes. De paso: me pregunto cómo llegó esa palabra de origen francés, y que en su ori­ ginal significa sencillamente depósito, a designar en la Argentina a los auto­ móviles alquilados con chofer para un trayecto determinado y por un precio fijo. Algo distinto de los taxis que cobran según un reloj más o menos fide­ digno, ese taxímetro cuya abreviatura pasó a designar al vehículo. Pero no vamos a internarnos en este tema. Mi tío Mauricio entendió que había un filón por explotar la noche en que lo llamaron de un locutorio, en cuyo cuarto trasero, lo que entonces aun no llamaban backroom, operaban varios travestis después de medianoche. Parece que un cliente sufrió un paro cardiaco mientras tenía en la boca los generosos dones que la naturaleza había otorgado a una de esas criaturas. Usted sabe, exhiben signos exteriores de femineidad para mejor satisfacer la femineidad escondida de tantos que cultivan signos exteriores de virilidad. Apenas comprobado el deceso, las travestis huyeron espantadas como cuervos de campanario cuando suenan las doce. El encargado del locutorio llamó al dueño, que dormía en su irreprochable lecho conyugal, y fue éste quien llamó a mi tío Mauricio. Cuando llegó, ya el encargado y el dueño habían revisado los bolsillos del difunto, y si se habían quedado con algún efectivo u otro valor nunca lo sabremos, aunque mi tío Mauricio observó que en la muñeca izquierda del cadáver faltaba el reloj pulsera cuya marca dela­ tora estaba visible, blanca en la piel. Lo que le mostraron fue un documento de identidad donde aparecía un domicilio en la capital. Al encargado le ordenaron que acompañara a mi tío Mauricio. El due­ ño ofreció la botella de whisky, nacional por supuesto, con que empapar al difunto: en caso de un control, estaban acompañando a su casa a un amigo pasado de copas. Así fue como partieron, mi tío Mauricio al volante, el en­ cargado del locutorio en el asiento trasero con la cabeza del cuerpo inerte apoyada en su hombro y el olor penetrante del whisky impregnando todo el vehículo. Pasaron por Avellaneda, ingresaron en la capital sin que ningún control policial los detuviera. Una vez a salvo, no se preocuparon por bus­ car la calle y el número leído en el documento de identidad. Al pasar de la avenida Vélez Sarsfield a la silenciosa y desierta avenida Amancio Alcorta, sin detener la marcha del vehículo, el encargado abrió la puerta trasera y 129

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descargó a su involuntario acompañante en la vereda del hospital Muñiz. Nunca sabré cuánto cobró mi tío Mauricio por ese transporte, mucho más, supongo, de lo que cobraba por uno de sus viajes habituales. Años más tarde, cuando contó la historia, nadie se escandalizó en la familia ni demos­ tró curiosidad por conocer la suma pagada: nada significarían aquellos pesos después de años de convertibilidad y devaluaciones. Lo cierto es que aquella noche le vino la idea de ofrecer ese servicio a las familias que dudaban entre pagar las costosas tarifas de cualquier empresa de pompas fúnebres, por algo aún se llamaban cocherías, o enterrar al difunto en el cementerio más cerca­ no al lugar de su muerte. ¿Cómo proponerlo discretamente? Creo que fue, también, el principio de su buena relación con los patrulleros de la bonaerense y las guardias de los hospitales, gente toda sin interés en favorecer a las cocherías y agradeci­ da por cualquier suplemento a sus flacos ingresos. Y, a pesar de su cuidado en ventilar el coche después de cada transporte, un penetrante olor a alcohol barato se fue haciendo difícil de disipar y provocó más de una queja de los pasajeros vivos. Una consecuencia imprevista de este renovado horizonte laboral fue la separación de su esposa, mi tía Paulina. Pero ésta es otra historia. Es difícil entender cómo funciona la intuición, sin duda alimentada por la ex­ periencia, que permite al escritor reconocer en una historia escuchada la po­ sibilidad de un cuento. Es probable que no haya certeza alguna, que al llegar a su casa tome notas sin saberles destino. Acaso escriba sólo para creer que la noche no estuvo perdida y confía al papel un residuo, que sabe pobre, de su vagabundeo y de tantos vasos de vodka. En algún momento empezarán a pesarle los párpados, o sentirá que la luz del día creciente le hiere la mirada. Será el momento en que ceda al sueño. Avanza, semidormido, hacia un lecho que ya no siente amenazante, porque del descenso a los infiernos de lo soñado emergerá a principios de la tarde sin recuerdo alguno de las peripecias que lo asediaron. El día pasará insensiblemente. No necesita preocuparse por cuestio­ nes prácticas: tiene dinero suficiente para ocho meses aún y ha decidido no inquietarse por lo que ocurrirá después. Se había prometido un año que le 130

insomnios

divertía llamar “sabático” aunque ningún vínculo lo ataba a una institución. Un premio literario reciente, pensaba, le permitiría viajar y ese ocio que di­ cen creativo; en realidad, le trajo un tiempo libre, el que resucita preguntas archivadas y hace angustioso el paso de los días. Se prepara unos mates y, mientras los toma, revisa sus notas; más tarde las reescribirá en la pantalla luminosa y agregará algún comentario. Una amiga lo llama para recordarle que está invitado a un estreno de teatro y él improvisa una excusa verosímil para su ausencia. El calor no amaina con la caída, aún tardía, del sol. Comerá algo en el bar de la esquina y retomará su deambular nocturno.

del cuaderno de notas del escritor

–Usted no se acuerda de mí. No esperaba que se acordase. ¿Por qué se acor­ daría? Yo lo reconocí por la foto en la solapa de uno de sus libros y me atreví a hablarle. Era una noche en Pastroudis, el restaurant tradicional que aún existe, o por lo menos existía hace quince años, en Alejandría. Estábamos sentados en mesas vecinas y a mí me hizo gracia que usted pidiera pescado a la Kavafis. Sí, le pusieron al plato el nombre del poeta, vaya uno a saber si era su plato preferido, salmón con almendras... Fue por culpa del poeta, entonces, que nos pusimos a hablar. Creo que usted pensó que yo estaba loca cuando le dije que iba a buscar un cine secreto, abandonado, que un francés había hecho construir en el desierto de Sinaí. Y sin embargo era cierto, todo era cierto, que el cine existía y que yo iba a buscarlo. Cuando oí hablar del cine “secreto”, “perdido”, tomé nota de que el punto más cercano era Sha­ rm-El-Sheik, y allí fui, la punta sur de Sinaí, donde la península termina en el Mar Rojo. Lo que no me esperaba era encontrarme con un Sheraton, ya que hu­ biese un aeropuerto cercano me dio mala espina, después me enteré que allí habían hecho varias reuniones diplomáticas, de esas que dicen que buscan la paz en el Medio Oriente, a otro con esos cuentos, pero no me esperaba una playa con sombrillas y oír hablar alemán, francés, en fin todo ese turismo que siempre anda buscando un destino fuera de lo común, como si pudieran 131

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encontrarlo, gente berreta de la Unión Europea. En todo caso, Sharm-ElSheik estuvo ocupado por los israelíes varios años antes de que una de esas reuniones por lo menos obtuviera que le devolvieran la península a Egipto. Pero me estoy yendo del tema. Allí contraté a un guía y nos internamos en el desierto en una 4x4, no piense en caminos, pronto se acaban y pasamos a sendas marcadas por beduinos. A las pocas horas lo vi. Me habían hablado de la pantalla gigante, de las filas de sillas de made­ ra pintada que habían comprado a algún viejo cine de El Cairo... El francés loco que lo hizo construir, se me ocurre que alucinado, nuevo rico, sin duda mucha droga, su idea era proyectar películas de ciencia ficción a la luz de las estrellas. ¿Se da cuenta? Son horas a través del desierto desde la población más cercana... Bueno, abrevio. De la pantalla no queda nada, de la cabina de proyección menos, pero el cine existió, la madera de las sillas, con motivos pintados como si fueran incrustaciones, está abandonada en la arena, se robaron todo lo que era metal, sin duda para revenderlo, y esos asientos y respaldos hermosos quedaron tirados allí. El guía me contó que nunca llega­ ron a proyectar una película. La noche de la inauguración, con el gobernador de la provincia y muchos invitados oficiales, alguien hizo saltar el generador eléctrico, intrigas políticas, odio a los extranjeros, vaya uno a saber. Pero hubo un cine, yo vi las ruinas. Yo las vi. Él nunca estuvo en Alejandría. Se pregunta si esa mujer estuvo realmente en el desierto de Sinaí, si vio las ruinas de ese proyecto demente o si sólo las soñó como lo soñó a él en Alejandría. No le pareció más mitómana que cualquier mujer madura después de varias copas, después de medianoche, después de haber abor­ dado, sin duda, a más de un desconocido. Se pregunta si ésa era su historia, la única, la busca de un cine abandonado en medio del desierto, a gran dis­ tancia de cualquier camino y poblado, o si tenía otras, un repertorio del que iba eligiendo historias, variándolas, adaptándolas según la impresión que le producía cada nuevo interlocutor. En castellano, cuento puede ser sinónimo de mentira, y la mujer que cuenta mentiras es una cuentera. No todas las noches prodigan encuentros interesantes. Ha aprendido a huir al primer indicio de patetismo: el sobreviviente del mundo del tango, 132

insomnios

personaje que hubiese creído extinto, mirada nublada, mujer que se fue con otro; también el viudo inconsolable, y el abrumado por un diagnóstico temido, anunciado pocas horas atrás. A veces prefiere fingir que no oye, clava la mi­ rada en el vaso donde un cubo de hielo se va deshaciendo, o en el espejo don­ de, para su tranquilidad, no puede ver­ se porque una hilera de botellas cubren el reflejo. Y siempre el refugio de la calle, desierta o cruzada por sombras que no le parecen más reales que él. Una de ellas, anoche, sin decirle una palabra, casi sin detenerse, le puso en la mano una hoja de papel. Iba a dejarla caer cuando se dio cuenta de que no era una publicidad, ni el anuncio de un sau­ na atendido por jovencitas dóciles ni el de algún servicio más especializado. La guardó en un bolsillo. Más tarde la leería. Sentía una vaga curiosidad, y ninguna urgencia, por enterarse de su contenido.

hoja pegada al cuaderno de notas del escritor

Usted es mi doble. No se asuste. Hace tiempo que lo cruzo por las mismas calles que yo recorro en mi insomnio. No nos conocemos y es mejor que sea así. Me pregunto, simplemente, si nos trabaja una misma angustia. Si usted no puede o no quiere enfrentar la noche en una habitación donde los objetos, un cuadro, un libro, le hablan del que usted fue, de algo que deseó y no obtu­ vo, de ese yo muerto pero que ronda tenaz como los de las personas ausentes que quisimos, o nos quisieron y no quisimos, o a las que hicimos mal. Es du­ rante la noche que nos resulta imposible ignorar el paso del tiempo. Durante el día cualquier ocupación nos distrae. A la noche sabemos que amanecerá, no un día más, sino uno menos de nuestra vida. Escribo estas líneas porque 133

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sé que en algún momento de la noche, esta noche o cualquier otra, volveré a cruzarme con usted. Y aunque prefiero no hablarle, ni que nos veamos las caras, quisiera que sepa ¿qué? Acaso, solamente, que usted no es único. Esta lectura le produce una sorda irritación. Se siente invadido, no porque aspirase a que su condición fuese excepcional, única, simplemente porque alguien ha pretendido ser su doble, su sombra, y se lo dice, a él, que sólo buscaba llenar con historias ajenas su propio vacío. Mientras la lee, ya entrada la mañana siguiente, ya desvanecido el fres­ co de la noche pasada, resiste a la tentación de romperla y la pega en su cuaderno. Como un desafío. Si la intención de quien la escribió, se dice, era anunciarle un memento mori, él va a recurrir al único exorcismo que conoce, al que le sirvió para conjurar tantas otras cosas: convertir ese mensaje en literatura. Le viene a la mente una palabra japonesa: kintsugi, el arte de llenar las rajaduras de una porcelana con laca, con una resina donde se ha disuelto oro. En vez de disimular la falla, esa operación la resalta con un color vivo, con una sustancia preciosa. El objeto, lejos de ser desechado, se vuelve más valioso: luce las cicatrices del tiempo.

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Lista de delirios de los dementes: a qué le tienen miedo D avid A ntin Versión de Román Luján

a la policía a ser envenenados a que los maten a estar solos a ser atacados de noche a ser pobres a que los sigan de noche a perderse en una multitud a estar muertos a no tener estómago a no tener entrañas a tener un hueso en la garganta a list of the delusions of the insane: what they are afraid of // the police / being poi­ soned / being killed / being alone / being attacked at night / being poor / being followed at night / being lost in a crowd / being dead / having no stomach / having no insides / having a bone in the throat /

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a perder dinero a no ser aptos para vivir a estar enfermos de un mal misterioso a no ser capaces de apagar la luz a no ser capaces de cerrar la puerta a que se meta un animal de la calle a que no van a recuperarse a que los van a asesinar a que los van a asesinar mientras duermen a que los van a asesinar cuando despierten a que haya asesinatos a su alrededor a que haya asesinos a su alrededor a que van a ver al asesino a que no lo van a ver a que los van a hervir vivos a que los van a matar de hambre a que les van a hacer comer cosas asquerosas a que le echen cosas asquerosas a su comida y su bebida a que su carne esté hirviendo a que les van a cortar la cabeza losing money / being unfit to live / being ill with a mysterious disease / being unable to turn out the light / being unable to close the door / that an animal will come in from the street / that they will not recover / that they will be murdered / that they will be murdered when they sleep / that they will be murdered when they wake / that murders are going on all around them / that there are murderers all around them / that they will see the murderer / that they will not / that they will be boiled alive / that they will be starved / that they will be fed dis­ gusting things / that disgusting things are being put into their food and drink / that their flesh is boiling / that their head will be cut off / 136

a que se estén quemando niños a estar muriendo de hambre a que le hayan quitado todos los nutrientes a la comida a que hayan puesto químicos malignos en la tierra a que haya químicos malignos en el aire a que comer sea inmoral a estar en el infierno a escuchar gente gritando a oler carne quemada a haber cometido un pecado imperdonable a que haya entidades desconocidas haciendo el mal en el mundo a no tener identidad a estar en llamas a no tener cerebro a estar cubiertos de alimañas a que les estén robado sus propiedades a que les estén matando a sus hijos a haber robado algo a tener demasiado que comer a que les hayan dado cloroformo that children are burning / that they are starving / that all of the nutriment has been removed from food / that evil chemicals have been placed in the earth / that evil chemicals have ente­ red the air / that it is immoral to eat / that they are in hell / that they hear people screaming / that they smell burnt flesh / that they have committed an unpardonable sin / that there are unknown agencies working evil in the world / that they have no identity / that they are on fire / that they have no brain / that they are covered with vermin / that their property is being stolen / that their children are being killed / that they have stolen something / that they have too much to eat / that they have been chloroformed / 137

a que los hayan cegado a haberse quedado sordos a haber sido hipnotizados a ser instrumentos de otro poder a que los hayan obligado a asesinar a que los van a condenar a la silla eléctrica a que gente los haya estado insultando a merecer esos insultos a estar cambiando de sexo a que su sangre se haya convertido en agua a que su cuerpo se esté transformando en vidrio a que les estén saliendo insectos del cuerpo a despedir mal olor a que se estén quemando casas a su alrededor a que se esté quemando gente a su alrededor a que se estén quemando niños a su alrededor a que se estén quemando casas a haber cometido suicidio del alma

that they have been blinded / that they have gone deaf / that they have been hypnotized / that they are the tools of another power / that they have been forced to commit murder / that they will get the electric chair / that people have been calling them names / that they deserve these names / that they are changing their sex / that their blood has turned to water / that their body is being transformed into glass / that insects are coming out of their body / that they give off a bad smell / that houses are burning around them / that people are burning around them / that children are burning around them / that houses are burning / that they have committed suicide of the soul 138

El encuentro T om L ee Traducción de Víctor Roberto Carrancá La última vez que vi a mi hijo fue en la Estación de Waterloo. Había pasado como un año desde nuestro encuentro anterior, una situación que, ordina­ riamente, no terminaba bien. En aquella ocasión me envió una postal, una fotografía arrugada de un vulgar resort de playa español, timbrada en Bath, con un breve mensaje en el que anunciaba que pasaría por Londres y me preguntaba si podíamos vernos ahí. Esto era algo común para él –ni una llamada, correo electrónico o dirección para responder–. Su presunción me irritaba. Reconocí todo aquello que solía molestarme sobre su persona: esa mezcla de mansedumbre y arrogancia, la perversidad y la probable petición de dinero prestado que vendría después. Consideré llamar a su madre para obtener más información al respecto; pero estas situaciones no solían ameri­ tar tal agravio y decidí acudir al encuentro. Semanas atrás había visto un meteoro. Aprendí a llamarlo así un poco después. En realidad, se trataba de un meteorito más grande, brillante y espectacular de lo habitual. Comúnmente, no hubiera estado en posición de verlo –esto es algo que me sorprendió de sobremanera en ese momento y aún lo hace–; pero era sábado. Había estado durmiendo mal y por eso me mantuve recostado hasta tarde, mirando por la ventana mientras escuchaba a mi esposa e hijas en el piso de abajo. Nuestra habitación daba a los bos­ ques y, detrás de éstos, por encima de las ramas, estaba el cielo: cristalino, sin nubes, con esa palidez azulada que sólo puede verse a finales de otoño. El meteoro cruzó por mi campo de visión a gran velocidad, de este a oeste, irradiando azul y naranja, hermoso. No pudo haber durado más de dos o tres 139

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segundos antes de apagarse. Para el momento en el que me percaté de éste, ya había desaparecido. Durante el día se lo describí a varias personas –a mi familia y compañeros de trabajo– y, aunque algunos expresaban un poco de envidia o sorpresa, me pareció imposi­ ble hacerles comprender adecuadamen­ te lo que representaba. Algunos sitios en la web contenían historias que parecían concordar con este suceso; sin embargo, aludían a otros lugares del país y a mo­ mentos previos de la semana. Leí que era muy difícil observar uno en plena luz del día y la posibilidad de que yo pudiera ser el único en haberlo visto me provocó una sensación de extrañe­ za casi mística: la percepción de que esta visión (como mi esposa lo llama­ ba) consistía en una especie de obsequio. Me encontraba pensando en el meteoro y, posiblemente, mirando el techo de la Estación, cuando mi hijo me dio una palmada en el hombro. –Hola, papá. –Hola, Daniel –le dije–. Aquí estoy. Él pareció ignorar o desconocer lo que implicaba mi declaración: el he­ cho de que no podía saber con certeza que yo acudiría a nuestro encuentro. –Te ves bien. –Le dije. No era forzar las cosas demasiado. En verdad se veía mejor. Había ganado algo de peso y se había dejado crecer el cabello de manera que comenzaba a rizarse. Aquella mirada de monje a la que casi me había acostumbrado resultaba más templada. Aun así, podían verse unas manchas negras bajo sus ojos y un aire adolorido: la mirada de alguien que no ha comido o dormido lo suficiente. A pesar de que no vestía pulcramente y tampoco estaba harapiento –camisa, pantalones oscuros sin agujeros, el rostro rasurado al ras–, supe que se había arreglado para la ocasión. 140

el encuentro

–Tú también, papá. Ésta es Ruth. No la había notado. Con el ajetreo habitual de la Estación, no me había percatado de que estaba con él, con nosotros. Ella sonrío discretamente, sin mirarme. Su lenguaje corporal daba la impresión de que prefería estar en cualquier otro lado, aunque en realidad parecía que ella siempre daba esa impresión. Siendo honestos, no había mucho para emocionarse: cabello ligeramente rojizo, algo bonito, aunque enterrado en un bonche de bufandas, sudaderas y otras prendas sin forma, completamente asexuales. Inmediata­ mente, capté ese aire nostálgico que me resultaba tan familiar en mi hijo. Aun así, ella era algo nuevo. Jamás la había visto. De hecho, no había visto a nadie con él. Esto podía ser algo bueno, algún tipo de progreso. Decidí tratar el asunto como si lo fuera. –Hola, Ruth –le dije–. ¿Están listos para ir a comer? –No tenemos tiempo, papá. Debemos viajar en el tren de la una. Mejor tomemos un té en la Estación. –El restaurante está a solo cinco minutos y son bastante rápidos. Les gustará. Regresarán a tiempo. Daniel alzó la vista hacia la tabla de itinerarios y después miró a Ruth. –No estoy seguro, papá. Es justo decir que, bajo cualquier perspectiva, mi hijo siempre tuvo di­ ficultades. Inexorable y serio desde pequeño, se convirtió en un adolescente aislado y depresivo. A los catorce años intentó suicidarse en dos ocasiones, dejó de asistir a la escuela con regularidad y empezó a acudir con un terapeuta. Le recetaron varios medicamentos que hacían poco por él, salvo convencer­ lo de la particularidad de su miseria. Entonces, un poco después, llegó la hierba y desconozco qué otra clase de drogas. “Automedicadas”, aseguraba su madre, en el mismo sentido en el que ella se automedicaba. Ella y yo nos habíamos separado cuando Daniel tenía dos años, aunque, en realidad, había sido un milagro que duráramos tanto. Un año después, ella vivía con un hombre llamado Mike Corelli, quien se decía pagano y tenía una tienda cerca de Brighton en donde vendía hierbas chinas que él mismo cultivaba. Con el pasar de los años, pude imaginar la desorganizada relación que lleva­ ban, la clase de amigos que frecuentaban, así como la aparición esporádica de aquel hijo delincuente que Mike tuvo en una relación anterior. Durante 141

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la infancia de Daniel, su madre continuó su inmersión monótona y ordinaria en lo alternativo y lo new age. Aunque estresada a causa de sus problemas, también parecía percatarse de la infelicidad de nuestro hijo y esa extrañeza que parecía responder a un sentido de inteligencia o sensibilidad que debía ser respetada o consentida. El restaurante, un sitio de noodles que conocía bien, era simple e in­ formal. Era la hora de la comida y estaba tan lleno que servía para perderse entre el murmullo de la gente. Tanto Daniel como Ruth llevaban unas mo­ chilas viejas que él acomodó en una esquina. La mesera nos llevó los menús. –¿De dónde eres, Ruth? –le pregunté, aunque dudé de inmediato si éste era el tipo de preguntas que debía evitar. Ella no contestó, sonrío una vez más sin mirarme mientras volteaba el menú entre sus manos. Se me ocurrió que podía estar condicionada a no hablar, ya fuera de modo autoimpuesto o por cualquier otra razón. –No podemos comer nada de esto, papá. –Está bien –le dije–. No hay problema. Yo sí comeré algo. Pidan algo de tomar, entonces. Ordené una sopa y una cerveza. Daniel pidió un vaso de agua para ellos. Cuando la mesera le llevó una botella, le solicitó cambiarla por una taza de agua de la llave. Al llegar ésta, Ruth miró a su alrededor y se levantó de la mesa para dirigirse al sanitario. –¿Cuánto tiempo llevan siendo…? –cavilé, buscando la palabra correcta. –Un buen rato –respondió Daniel–. Es algo serio. –Me doy cuenta –comenté. Una imagen llegó a mi mente: sus cuerpos pálidos y esbeltos frotándose entre ellos. Me sentí culpable y alejé ese pensamiento de mi cabeza. Ruth volvió a la mesa en el momento en que llegaba mi comida. Daniel miró hacia el reloj de pared. –¿A dónde viajan? –pregunté. –Venimos de ver a mamá. Ahora regresaremos a La Granja. Mirando hacia atrás, su fase religiosa parecía algo inevitable. La prime­ ra vez que supe acerca de ello fue el año anterior, cuando me encontré con su madre en el funeral de un amigo mutuo. Esperaba ver a Daniel ahí también; pero ella me dijo que estaba en La Granja. Éste resultó ser el nombre de un 142

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pequeño grupo de estilo cristiano con­ formado por refuseniks modernos y, a su vez, la alusión a una vieja granja con varias hectáreas de tierra ubicadas en Somerset. Cultivaban frutas y vegetales para su subsistencia aunque, sospecho, también se mantenían a flote debido a las contribuciones de algunos parientes con dinero. Tan pronto escuché acerca de este sitio, tuve una imagen bastante clara de la clase de lugar que debía ser: un grupo de puritanos, infelices y regi­ dos por extrañas estructuras. Un imán para inadaptados, adictos en recupera­ ción y explotadores. A pesar de lo ante­ rior, consideré que tal vez no debía ser tan malo para Daniel. Él necesitaba algo así. Probablemente, Ruth también formaba parte del mismo panorama. –Papá, tenemos que irnos. Deseé que dejara de llamarme papá, así, tan deliberadamente. –Daniel –le dije–, apenas va media hora. Tienen bastante tiempo. –No es cierto, papá. Tenemos que irnos. Tiraba de una pulserita de piel que tenía enredada en su muñeca, tal vez un distintivo de La Granja. Noté que sus manos, con esos dedos largos y delgados, se parecían muchísimo a las mías. –Estoy comiendo. Tomé una cucharada de sopa para demostrar mi punto. –Pero vamos a perderlo. Empezaron a colocarse sus abrigos, como siguiendo un apunte. –Pues tomen uno más tarde. Yo lo pago, si eso es lo que se requiere. –Nos veremos con alguien al llegar allá. –Llámenlo. Se alzó de hombros, intransigente. –Por supuesto –le dije. No había número para llamarle. –Espera –agregué, dejando mi cuchara–. Hay algo de lo que quería hablarte. Te interesará. Sucedió hace algunas semanas. Vi una cosa espectacular que… 143

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Me detuve. Daniel había alzado la mano para silenciarme. –Papá, ya no volveremos a vernos. Ésa es la razón por la que vine. –¿Viniste a verme para avisarme que ya no volverás a verme? –me reí. Ambos se levantaron. Daniel alzó la mochila de Ruth con el fin de que ella pudiera deslizar sus brazos por los tirantes. Su manga se atoró con una de las hebillas y tardó, pareciera, demasiado tiempo en liberarse. Acto se­ guido, Daniel se colocó la suya y me dio la espalda. –Adiós –me dijo. Puse una cantidad exagerada de dinero en la mesa y me levanté. –Los acompaño –declaré. En Waterloo, observé sus mochilas desaparecer entre la multitud. Cerca de cien millones de personas pasan por la Estación cada año. Lo leí en algu­ na parte. Compré un periódico aunque ni siquiera quise mirarlo. Pensé en el meteoro una vez más y lo que quise decirle a mi hijo. Era imposible describir lo que había visto; pero aquella gloriosa sensación seguía fresca en mi men­ te. Me vi a mí mismo bañado en su brillo, azul y anaranjado, y pensé que si existiera tal cosa como la gracia, así es como debería de sentirse.

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El cine-límite de Miñuca Villaverde C arlos A. A guilera Ignorada por la mayoría de los conocedores del mundo cubano, la obra cine­ matográfica de Miñuca Villaverde es uno de los altos momentos de un cine que no se prodiga exactamente en altitud. Esto es que, más allá del documento o disección histórica, busque reflexionar sobre el cine-límite y sus diferencias. Con películas como A girl in love (1973), To my father (1974), Love will never come (1977), Poor Cinderella, still ironing her husband shirt (1978),1 o sobre la que se articula toda esta entrevista, Tent city (La ciudad de las carpas) (1980),2 sin duda lo mejor que se ha hecho sobre ese trauma o fractura que se llamó Ma­ riel, su obra representa junto a la de Nicolasito Guillén, Sabá Cabrera Infante, Orlando Jiménez Leal, Sara Gómez y algunas películas muy poco conocidas de Fernando Villaverde, lo más agudo de lo que podría definirse como mo­ mento “implosivo” del cine cubano, el momento donde tradición y panfleto se borran y el realizador sólo mira hacia dentro, hacia eso que Winnicott llama­ ba el self. Miñuca, quien también es autora de un excelente libro de relatos y realizó en su momento un cómic sobre la experiencia-cárcel que se adelanta en varios años a otras cosas en su género, tiene aún mucho que decir... –¿Cómo surgió la idea de Tent city (La ciudad de las carpas)? –Fue más el deseo, pienso ahora más de treinta años después, de co­ municarme con esos refugiados del Mariel, de saber de ellos, que de hacer 1 2

Se puede ver bajo esta dirección: https://vimeo.com/182752276 Para ver: https://www.youtube.com/watch?v=-f9mkjea3ru 145

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un documento para la posteridad. No tenía los medios tampoco para hacerlo ni los busqué. Fui a las Carpas, pienso, en busca de nue­ vos amigos. Aquellos de los que no sabía nada, de los que nadie me había contado. La relación con Cuba era prácticamente nula. Más para mí, recién llegada de Nueva York, pues allí me movía más entre nor­ teamericanos. Un día fui y los vi, desde afue­ ra de las rejas que rodeaban el lu­ gar. Otro día volví con un amigo llegado del Mariel pero con fami­ lia en Miami que lo acogió. Ya al tercer día regresé con mi cámara de 16 milímetros. Pedí permiso a uno de ellos para retratarlo y luego a otro y a otro. Y luego surgió una grabadora manual prestada por un amigo y les pedí permiso para grabarlos cuando cantaban algunas viejas canciones que yo ni siquiera había oído, y los grabé y sus risas y sus anécdotas sobre la llegada a ese país nuevo del que poco sabían. Así comenzó mi home made movie de las Carpas.... –Una de las cosas que asombra de la película es la heterogeneidad de los personajes, todos diferentes y a la vez mezclados en aquel lugar… ¿Qué fue lo que más te impresionó de todas estas personas y de la “ciudad” misma? –Yo no pude distinguir tanta heterogeneidad entonces. Era como si to­ dos pertenecieran a una misma clase. La de los descartados. ¿No dijo Vis­ conti que más se parecía un obrero italiano a otro, digamos de Rusia, que un aristócrata italiano a sus propios obreros? Pues eso era. Todos eran iguales ante nuestros ojos. No hubo tiempo tampoco de clasificarlos, como se haría ahora. Todos esperaban, esperaban. 146

el cine-límite de miñuca villaverde

Ellos no sabían qué. Aquello duró bien poco. Pero dio tiempo a ver que Cuba no era lo que propagaba al mundo. Más de uno, nacido en la Revolución, no sabía firmar su nombre cuando lo llevamos a alguna oficina gubernamental a llenar papeles, pues lo hacía con una X. Pero lo más impactante es que ellos no querían hablar mucho del país que dejaron. Una nueva vida se abría para ellos aunque no supieran cuál. Y el pasado pasado era. La cortesía y el cariño con que nos trataron a mi esposo y a mí fue tremendo. Y nada pedían a cambio. Al contrario, lo poco que conseguían aquí o allá, lo compartían con nosotros. Nos cuidaban los equipos que llevábamos para filmar y grabar. Casi todas las noches íbamos a visitarlos y a veces los llevábamos en nuestro auto a lugares de Miami o Hialeah en donde ya tenían amigos. Y nos los presentaban. Luego de exhibir la película en Miami, más de uno me preguntó por qué aparecen en el filme tantos hombres que parecen homosexuales y travestis. Respondo ahora lo mismo que dije en aquel momento: quizás ellos, por ser los más discriminados dentro de los desamparados, tocaron más que otros mi sensibilidad, y a ellos dediqué gran parte del filme. ¿O habrán sido ellos lo que se apoderaron del filme? El lugar no era más que eso, muchas carpas, mucha gente, pero tenían también sus secretos, de los cuales nos enterábamos por nuestros confiden­ tes. Que si a alguien le dieron un tiro la noche anterior en alguna otra carpa, que si los señorones de la ciudad venían a llevarlos a hacer esta maldad u otra. Pero nada del otro mundo. Nada diferente a la vida corriente. –¿Y cómo era esa vida corriente dentro de la zona de las carpas? ¿Qué recuerdas? –Parecida a la vida de cualquier otro ser, pero con una carpa por techo y sin ser vagabundo. Lavaban en lavaderos que allí tenían, colgaban las pocas ropas en las rejas que rodeaban las carpas. Trajeron no sé de dónde cocinitas, quizás eléctricas, en donde hacían algunos hasta arroz y pescados y calentaban comida de lata. Lo demás era descansar en los catres o camas que tenían, tomar café que hacían ellos mismos. Si sonaba alguna música en un radio, echar su bailecito en pareja o solo, observar lo que pasaba alrededor, a los que venían a limpiar los servi­ cios sanitarios, a no hablar mucho entre sí. A preparar algún que otro altar 147

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para la virgen si se la celebraba. Arreglar la carpa, adornándola con cortinas por aquí, ventiladores por allá, adornitos que encontraban...Y salir a visitar a algún amigo o a alguna oficina estatal. Una vida tranquila, resuelta por el momento pero esperando, siempre esperando, a ver qué les deparaba el futuro. Por lo general no sentí, entre los que conocí, mucha preocupación. Se sentían libres. –¿Podían entrar y salir siempre? –Siempre. –¿El gobierno norteamericano, aparte del lugar, les daba otras cosas? ¿Quiénes ayudaban a los cubanos ubicados en Tent city? ––Las autoridades municipales trabajaban en conjunto con agencias estatales y federales tratando de resolver los problemas de los refugiados. Durante varios meses de 1980, cuando la ciudad de Miami se vio inundada por el Mariel, la mayoría de los que allí vivíamos ayudamos de una manera u otra: donando ropas, comidas, dinero, etc. La ciudad de las carpas fue creada para solucionar momentáneamente los problemas de albergue y alimentación de los refugiados que se encontra­ ban en situación de mayor desamparo. Después fueron reubicados en otras ciudades… –¿Por ejemplo…? –A dos, que yo sepa, los mandaron a Hollywood, pero no al que ellos querían, sino al de la Florida. Una broma. No sé. Muchos se quedaron por Miami. Nunca los volví a ver. –¿Las carpas estaban numeradas o tenían nombres? –Creo que estaban numeradas. Las había en las que sus huéspedes se exponían más a la vista pública, como en la que concentré la película. Pero había otras más tapaditas, más casitas privadas. –Uno de los logros de la película es ese juego entre las fotos fijas y la voz en off…, algo que, si te pones a pensar, da muy bien esa privacidad de la que hablas. ¿Cómo llegaste a esa solución? –Circunstancias obligan… La cámara no grababa sonido y el que yo grababa con la Nagra (grabadora manual) jamás se sincronizaba con la ima­ gen. Así que usé fotos fijas de los que hablaban para superponer el sonido. Cuando filmaba y grababa sonido ambiente no había problemas de sincroni­ 148

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zación. Otras veces superponía la narra­ ción sobre la imagen… Ahora todo hubie­ ra sido distinto. O entonces, con dinero, para tener una cámara de sonido. Además, a la cámara había que darle cuerda cada poco tiempo y entrevistas y conversacio­ nes largas eran imposibles. –¿Qué marca de cámara era exacta­ mente? –Una Bolex de 16 milímetros, de cuer­ da, sin sonido directo y con visor adaptado. No se veía directo por el lente. La compra­ mos en Nueva York recién llegados, diez años antes del Mariel, creo. –Antes de Tent city ya tú habías hecho algunas películas, ¿fueron hechas también con esta cámara o contaron con mejores re­ cursos y ayudas? –La misma cámara siempre. Poca ayu­ da y pocos recursos, siempre. Excepto que en Nueva York, donde vivíamos mi marido y yo con nuestras dos hijas, había más facilidades para los que hacían filmes independientes y experimentales. Y se podía ir a centros don­ de poder usar moviolas para editar cuando era necesario. Pero como yo era también ama de casa y seguía “planchándole las ca­ misas a mi marido”, como la Cinderella de mi pequeño filme, además de “institutriz” de mis hijas, había habilitado para este otro trabajo casero un saloncito en el apartamento pequeño y lindo que se convertía en cuarto os­ curo gracias a una cortina. Allí revelaba también fotos y las solarizaba como las que se ven en Cinderella, el que salió de un loop con los descartes de A girl in love. –Pero A girl in love gana un premio en algún lugar, ¿no? –A girl in love ganó el premio otorgado por el Individual Independent Fellowship, del Creative Artists’ Program Service (caps), de Nueva York en 1973. Bastante apreciado además, pues ese año se lo llevaron, entre otros 149

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artistas, Mark Rappaport, Maria Lassnig y Nancy Graves. También fue pre­ miada en el Festival de Cine sobre Sexualidad Humana de Baltimore. –¿Algún otro premio con alguna de tus películas? –El Festival de Cine Independiente de la Florida, en Tampa, me dio un premio, en 1980, por Poor Cinderella. Y la División de Asuntos Culturales del Departamento de Estado de la Florida me otorgó una beca al Artista Indivi­ dual con Tent city como parte del proyecto en el mismo año. –¿En qué consistió esta beca a Tent city? Si mal no recuerdo, me dieron 2000 dólares. Lo demás vino de manos de profesionales del cine que colaboraron conmigo sin casi cobrar, o de nues­ tro peculio personal. Fernando en aquel momento trabajaba para El Miami Herald. –¿Entonces no trabajaste nunca en Nueva York u otra ciudad en algo relacionado con el cine? Trabajé como coordinadora en un proyecto en el Womens Interart Cen­ ter, de Nueva York, a raíz del premio de A girl in love. EL proyecto consistió en poner varias cámaras en manos de las estudiantes del grupo y que desde la azotea del edificio, junto al río Hudson, cada una con diferentes negativos, a diferentes horas, a diferentes velocidades y con diferentes lentes filmara lo que veía. Después comparaban sus trabajos y aprendían. Todas estas películas constituyeron el Roof Project y al final se pro­ yectaron simultáneamente en dos pantallas, una junta a otra, rodeadas de espejos que mandé a colocar a ambos lados y encima, como si fuera un ca­ leidoscopio. También tomaban fotos una vez a la semana de la puesta del sol desde el mismo punto de la azotea, para ver cómo se movía éste a lo largo del río en el año. Estas diapositivas se proyectaron sobre telas transparentes que colgábamos en un túnel antes de entrar al salón de proyección del trabajo. Ése fue mi trabajo. A veces también hacía presentaciones de algún filme y me ganaba una paga pequeñita. –¿Cómo era la vida cotidiana de ustedes en Nueva York? –La vida cotidiana nuestra en Nueva York se dividió en dos etapas. La primera fue de 1968 a 1969, viviendo en el Lower East Side, en pleno periodo hippie. Allí hicimos un filme con material ya pasado de fecha, filmando y grabando en las calles justo cuando el hombre llegaba a la Luna: Apollo, man 150

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to the Moon se llama. A la vez hacíamos fotos para un libro en ciernes, que luego terminamos en París a finales de los sesenta. Fue una gran fiesta, es el título de esta novela gráfica. Entonces decidimos irnos a París para ver si el sueño frustrado de vivir allí se daba. Pero no se dio. La segunda etapa fue de 1970 hasta 1979, al regresar de nuevo a Nueva York. Vivíamos en un apartamento, en Chelsea. Teníamos dos hijas (la más pequeña había nacido en París), y mientras Fernando trabajaba para la Pren­ sa Asociada como editor y traductor,3 yo hacía mis películas y cuidaba de ellas. Nuestra diversión más apreciada, además de reunirnos con la familia de él, era asistir a sitios donde se exhibían filmes experimentales, como el Anthology Film Archives. No íbamos a los teatros comerciales. Asistíamos a conciertos de música experimental con artistas como La Monte Young, Sun Ra, Charlotte Moorman o Yoko Ono y John Lennon, a quienes vimos en un festival de avant-garde que se hacía anualmente. Casi todo de gratis, en lugares públicos o dando una simple donación, como en el Museo de Arte Moderno, que tenía un día para esto. Y allí llevaba yo a las niñas al jardín, junto a una estatua de Rodin, a esperar a que Fernando saliera de su trabajo. Siempre que íbamos veíamos obligatoriamente tres cuadros, La jungla, de Wifredo Lam, a la entrada del museo; La gitana dormida, de Rousseau, y el Guernica. Y como colofón de aquella vida en Nueva York, pudimos ver una de las únicas cuatro representaciones que se hicieron en el Metropolitan del Einstein on the beach, de Philip Glass y Robert Wilson. En Nueva York también conocimos a una de las más grandes, a la Lupe. Trabajaba en un cabaret de unos amigos cubanos, Juan & Juan, de Juan Cañas, actor emigrado. Me tomó cariño, me llamaba Miñusca. Me dedicó un póster que con el tiempo se hizo trizas. Luego escribí sobre ella cuando se murió, para el Herald, en Miami. Y a otra cubana, amiga íntima, Ivette Her­ nández, pianista que de niña llegó a tocar bajo la dirección de Erich Kleiber, y que nos hizo conocer a Ninón Sevilla, la famosa rumbera del cine. –¿Ésta es la etapa en la que –me contaste– habías vivido sola y aburrida en Nueva York? 3

Se refiere al escritor y cineasta Fernando Villaverde, su esposo. 151

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–No. Viví sola pero no aburrida. En Nueva York nadie se puede aburrir. Eso fue dos años antes de 1968. Te cuento: habíamos salido de Cuba, en marzo de 1965, con la niña mayor en un barco de la Alemania del Este, el Karl Marx Stadt, con permiso de tres meses y un dólar en la solapa de un abrigo que me prestó Titón (Gutiérrez Alea) para el frío europeo. Luego de diecisiete días de navegación lle­ gamos a Rostock, luego a Berlín Este, y fi­ nalmente, en un recorrido en tren por toda Europa sin permiso de pisar tierra, termi­ namos en París. De allí partimos a España en busca de unos familiares de mi esposo. Pero la estancia no se hizo nada fácil. Nos separamos y cada uno tomó su camino. Fer­ nando a París y yo con la niña a Nueva York. En esos dos años que duró la separa­ ción, impartí en el rca Institute clases bási­ cas de matemáticas a empleados que venían de Latinoamérica a estudiar electrónica. rca ofrecía a sus empleados estudiar produc­ ción, etc., de televisión en la cadena nbc, de su propiedad. Pero lo rechacé, porque siempre detesté la televisión como medio de expresión. Prefería el cine. Hubiera ganado dinero, lo sé. Tenía la vida por delante, pues ni los 30 años había cumplido. No hacía cine, pero además de trabajar y estudiar Electrónica en dicho centro, disfrutaba de irme a las tabernas que siempre tenían victrolas con la música de esa época, los Bee Gees, los Beatles, etc., que creo que no ha sido superada aún. Con eso sólo ya una se divertía, e hice muchos amigos además. Finalmente, me conformé con trabajar con una cámara de 16 milímetros de uso que compramos cuando Fernando llegó de Europa dos años después. 152

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Dejé de ser asalariada pero nunca dejé de “trabajar”, de crear lo mío. Creo que he sido más feliz con la selección que hice. –¿Cuál fue la razón que alegaron ante las autoridades cubanas para abandonar el país? –La razón que alegamos para pedir permiso para viajar a Europa fue que queríamos hacer un viaje de ampliación cultural, como otros lo habían hecho antes (Humberto Solás, por ejemplo), usando esos barcos alemanes comunistas que se pagaban en pesos cubanos. A otros los habían enviado a festivales de cine a donde nunca habían enviado a Fernando. No importa que su documental, El parque, hubiera sido elegido para participar en el Festival de Leipzig. Guevara nunca lo “premió”. Algo estaba cambiando en el icaic que nos hizo prever que todo iría a peor. De ahí nuestra decisión de marcharnos ya. Sus películas se habían prohibido (Elena, un cuento de Un poco más de azul), y otra en proceso, sin explicaciones aceptables. Y mentimos diciendo que nuestra hija de dos años se quedaría con mi hermana ese tiempo, para asegurarles el regreso nuestro, pero a sabiendas de que ella no lo iba a acep­ tar. Fernando hasta pidió que le hicieran contrato para su regreso y estar seguro de que no perdería el trabajo. Todo era mentira. Ya sabíamos que no volveríamos. No nos llevamos ningún papel con nosotros que delatara que nos íba­ mos para siempre, como certificados de nacimiento o matrimonio. Dejamos todas nuestras pinturas en Villa Miseria, al cuidado de mi hermana. Nadie, salvo un amigo íntimo nuestro, supo que no regresaríamos. Hasta nos fue a recoger a casa un carro del icaic para llevarnos al barco. Fernando era “confiable”. Y cuando a la noche el barco partió, subimos a la proa para ver cómo las luces de La Habana iban desapareciendo. No fue hasta que la última lucecita se apagó que regresamos al camarote. De la Isla no quedó nada. Después a Fer­ nando, estando en París, alguien le propuso, de parte de Alfredo Guevara, volver a Cuba, pero lo rechazó. –Volviendo a Nueva York, ¿se reunían allá con otros cineastas, pintores o artistas cubanos? –Conocíamos el grupo de teatro de Max Ferrá, el de Manuel Martín. Nos reuníamos con ellos, así como con algunos que hacían cine, pero no tra­ 153

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bajé nunca en nada de ellos. Éramos amigos o conocidos. De hecho, cuando dije a uno de ellos que mandaría A girl in love, que ni él la había visto, a la competencia del caps, me dijo que desperdiciaba mi tiempo, que eso era demasiado importante para que me dieran nada. No hice caso y la mandé. Sólo perdería los sellos de Correo, pensé. Al final no sólo me premiaron sino hasta me invitaron a ser jurado en una próxima competencia. –Si tuvieras que señalar alguna influencia en tu cine (o en tu manera de pensar el cine), ¿qué dirías? –Yo adoro a Pasolini y su desprecio por la sociedad de consumo. A Ma­ nuel de Oliveira, por su recato en el hacer; a Bela Tarr, pues, con tan poca imagen y tan poco gasto superfluo, ¿qué más se puede decir luego de El ca­ ballo de Turín? ¿O después de Shoah, de Claude Lanzmann? No hay sangre, no hay nada; es el vacío de la imagen y la presencia de los que quedaron vi­ vos de ese horror de la historia lo que nos hace pensar en lo que aquello fue. Hubiera podido ser novela pero es cine, con todas sus letras. Mientras menos ostentosos en sus imágenes y más claros en lo que nos quieren comunicar, más me gustan. Pero hay cineastas experimentales norteamericanos que me impresionaron mucho en Nueva York. Ojalá yo hubiera podido hacer cosas tan bellas como las que hizo Bruce Baillie u otros tantos como él. Más me in­ fluyen ellos en mi vida personal que en otra cosa. Jamás he pensado que soy cineasta. Mis películas no tienen ni títulos como debe ser. Leí hace poco un comentario, creo que de una mujer, sobre la película Cinderella. Ella tenía razón, en parte, al preguntarse del porqué del título de “Pobre Cenicienta, todavía planchando la camisa de su marido...” Le respondo: efectivamente, estaba yo planchando una camisa de mi marido cuando me llamaron al telé­ fono para pedirme usar partes de ese filme como fondo escenográfico en una obra de teatro que se iba a estrenar en Nueva York. Claro que yo no tenía título para eso que había hecho sin otro fin que experimentar, pero algo tenía que inventar. Y así salió el título de la mujer que la hacen caer una y otra vez en la cama, que era yo y que en ese momento estaba planchando la camisa de mi marido. Poor Cinderella still ironing her husband shirt, les dije que era el título. Yo me siento como una grafitera: voy y pinto y que el que venga detrás que pinte sobre lo mío. El placer está, más que en consumir, en ser consumi­ 154

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do, por uno mismo, por decir lo que uno lleva adentro –pienso. –Es decir, ¿el cineasta o artista en ge­ neral debe retornar sobre lo ya hecho para replantearse sus límites? –Me da que el artista de verdad (se es artista o no se es, sobra el de verdad) no se replantea nada. Sigue hacia adelante buscando más caminos. Lo he visto en el pintor cubano Arturo Rodríguez, al que nunca he visto mirar atrás. Mira hacia donde no hay nada escrito para seguir es­ cribiendo lo suyo con su propio idioma. Lo que va haciendo es transformar ese idioma. –Una de las cosas que siempre me ha interesado es qué sabían los que estaban fuera de la isla (en los tiempos del Mariel, por ejemplo) de todo lo que se hacía aden­ tro a nivel de cine, literatura, pintura… Cuando empiezas a rodar Tent city, ¿tenías alguna noticia, estéticamente hablando, de la Cuba de ese momento? –No tenía idea de lo que pasaba en Cuba. Si alguien iba a Cuba a ver a sus familiares, cuando regresaba venía deprimido. Se pasaba una semana sin hablar de aquello. Todo parecía muy triste. Sí vi algo de pintura. Eran cosas que giraban alrededor del tema de la religión afrocubana. Y de cine prácti­ camente nada de nada. Ni en Miami ni en Nueva York. Cuba no estaba en el mapa, como la borraron de los anuncios de ciertas líneas aéreas. Tampoco se nombraba a Castro en algunos periódicos. Del único que sí supe fue de Leo Brouwer, porque lo fuimos a oír a un concierto. Pero nada más. –Y del cine pos-65 de Nicolasito Guillén, Gutiérrez Alea, Sara Gómez y otros… ¿Nada? –De Nicolasito, vimos en Cuba En un barrio viejo, que nos encantó, y trabajó haciendo alguna nota breve para la Enciclopedia Popular cuando Fernando la dirigía. A Sarita le narré un documental, Plaza vieja. Pero de 155

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ahí en adelante no supimos más de ellos hasta que llegó el Mariel. –Aparte de ese trabajo con Sarita Gómez, ¿hiciste otra cosa en el mundo del cine en Cuba? –Escribí la narración de El parque, de Fernando Villaverde; de la que dijo Alberto Cavalcanti, el cineasta brasileño, en su visita a Cuba, que le recordaba mucho a los intentos de los surrealistas, cuando empezó el cine so­ noro, por conjugar una imagen y una narración dispares. También escribí y dije la narración de Diez minutos de Santiago, para Enciclopedia Popular. Y fui la protagonista del cuento de Villaverde, Elena, con Eduardo Moure como actor. –Cuando llega el Mariel, ¿hacía cuánto que ustedes vivían ya en Miami? –Recién habíamos llegado de Nueva York. Uno o dos años antes. –Una de las cosas que se reseñó de Tent city es el “fuerte acento latino” de la narrado­ ra de la película (la cual transcurre en inglés). ¿Fue hecho esto con alguna intención? Te pregunto pensando que no hubiera sido difícil encontrar en Estados Unidos a alguna persona sin acento que na­ rrase el filme, ¿no? –Lo del acento hispano no fue a propósito. Yo era la dueña de los ca­ ballitos, la que hizo el filme y escribió la narración con Fernando. Así que nadie me iba a quitar el placer de decirlo. Y segundo, no había dinero para pagarle a nadie. Y nadie lo iba a decir con el amor que lo dije. Esas personas que dicen eso en sus artículos, ¿lo dirán un poco como colonizados que se sienten? Son cubanos y me querían mucho, pero va y no soportan el acento aunque al final quizás ellos lo tengan. ¿O les pareció más verídica la película y es un halago? No sé si dijeron eso como una gracia más del documental. Yo 156

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me acuerdo de las películas de Esther Williams con aquel galán que le servía de enamorado, Fernando Lamas, argentino, ¡que tenía un acento! Y a todos gustaba, era exótico. Y la Dolores del Río, igual. Pues yo también, ¿qué te parece? –Una de las “diferencias” de Tent city es su música, toda a capella, como un personaje más de ese cuban camp… ¿Puedes decirme algo sobre esto? –Los oí cantar y me gustó cómo lo hacían. Eran canciones, muchas desconocidas para mí. Las cantaban con tanta pasión y amor. Y tenían vo­ ces para hacerlo. Saqué de ellos lo mejor. Lo bello que llevaban por dentro. Otras eran más conocidas, como aquella española de “en una casita muy linda…” Recuerdo que Néstor Almendros me preguntó por qué le había dejado la canción a ese hombre (era negro). Pienso que, como era española, pues pensaría que no le pegaba. Me quedé atónita. –¿Y no te inquietaba que, como escribe Raúl Molina en el prólogo a Dos filmes de Mariel. El éxodo cubano de 1980, donde se recoge el guión de tu pe­ lícula, esas personas que te estaban ayudando eran el “hombre nuevo cubano (…), un manco mental de triple proyección: ladrón, policía y delator”? –Todo lo contrario, súper confiada en ellos. Molina se refería a la socie­ dad nueva de Cuba. Ellos estaban, además, en un medio que les era ajeno, desconocido, y se controlaban… –Sin embargo, en el mismo filme, dices (hablando de estas personas): “Muchos conceptos morales han desaparecido y su lugar lo ocupa una amoral indiferencia”. –Simplemente me llamaba la atención el cambio. Aunque lo esperaba, porque ya desde que nosotros partimos de Cuba se estaba viendo venir. Yo creo que Cuba, con su revolución, fue puntera en esa forma de pensar que cada vez, creo, se mete más en la vida de la gente. –Y después de esta película y todo lo que gira alrededor de ella, ¿qué viene? –Me retiro de eso agotada de no contar con medios ni con ambiente al­ guno en Miami para seguir haciendo cine, a pesar de que incluso se estrenó en el Cosford Cinema de la Universidad de Miami, gracias a Natalio Che­ diak. Me dediqué entonces a buscar un trabajo asalariado. Y encontré un lu­ 157

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garcito en un canal de televisión haciendo notas para programas especiales. Era libre de hacer lo que quería, así que me sentí bien. Pero, por mi cuenta y riesgo, nunca más hice cine. Y luego terminé de reportera y fotógrafa en El Miami Herald. Y escribía relatos para mi consumo personal que he impreso en un libro con dinero propio, como siempre. –¿No queda siquiera algún corto incompleto, algo que no hayas termi­ nado, escondido por ahí? –Nada, nada, nada de cine. Sólo cuentos que escribo, y sin darme cuen­ ta, como si fueran pequeños filmes. –À propos, y antes de terminar, ¿dónde estaban ubicadas exactamente las carpas de los cubanos en Miami? –Debajo de la carretera i 95, que corre de norte a sur de Estados Unidos, justo donde termina La Pequeña Habana. –Uff…, mucho calor, ¿no? –No. Shorts, ventiladores y refrescos.

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Sultán y Kash* E duardo C erdán para Magali Velasco Vargas y a la memoria de Guadalupe Dueñas

Volví a habitar la casa de mi infancia cuando mamá murió. La herencia in­ cluía dos recámaras con baño, una cocina integral, sala, comedor y un par de perros mestizos que, seguramente, pertenecían a la misma camada. Tenían ambos el pelo esponjado como poodle, morros de cocker y cuerpos de beagle. Sultán y Kash fueron los últimos compañeros de mi madre, que siempre amó los perros. La recuerdo haciéndoles gestos amables a las mascotas propias y ajenas, metiéndose en líos vehiculares por salvar callejeros, preparando cenas para amigas con las que nada tenía en común más que el amor pe­ rruno. Con cualquier can que cruzara su camino establecía una especie de lazo de complicidad que llegó a parecerme tierno; pero con Sultán y Kash era distinto. Mamá, que quedó viuda desde muy joven, desarrolló con sus últimas mascotas una dinámica mórbida. Un par de años antes de morir hizo su último viaje: se fue con mi novia y conmigo a Los Cabos por una semana y contrató a una dogsitter carísima para que se quedara en su casa durante ese lapso. Al volver, mamá me dijo que leía un reclamo hondo en los ojos caninos y que les había causado a Sultán y Kash un trauma tal, que soltaban quejidos lastimeros cada vez que ella se iba de casa. Por eso se recluyó, * Cuento para la antología sobre perros, compilada por Anamari Gomís, que editará Ne­ xos a través de Ediciones Cal y Arena.

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comenzó a declinar las invitaciones que le hacían para salir y, cuando tenía que dejar la casa para, por ejemplo, ir a la tienda, se llevaba a sus “niños”. –¿Para qué salgo, mi’jo? –me decía cuando yo le recriminaba su encie­ rro–. Con mis nenes tengo lo que quiero, lo que me hace feliz. A ver, dime, ¿tú me lo vas a dar? ¿Verdad que no? Para ellos soy su mundo, su todo. Para el resto de la gente, amigos y familia, yo soy una más. Me sentía culpable, pero no había nada que hacer. Mudar a mamá con­ migo era imposible no porque yo no quisiera, sino porque ella no se resigna­ ba a dejar su espacio ni estaba dispuesta a dar sus perros en adopción. En mi edificio de departamentos no se admitían mascotas, afortunadamente para mí, pues gracias al cariño excesivo de mi madre hacia los chuchos, yo quedé vacunado contra ellos. Además, Sultán y Kash me caían especialmente mal: eran demasiado irritantes y latosos. Visitaba a mamá el último domingo de cada mes. Acostumbrábamos comer juntos y platicar durante largo rato sobre “nuestro mes”, en lugar de “nuestro día” como lo hacíamos mientras crecí, y antes de las diez volvía a mi departamento. No hablábamos por teléfono porque a ella no le gustaba. –Si quieres decirme algo –dijo el último día que la vi–, me vienes a ver. Ya me choqué de relaciones a distancia, Fernandito. Quieren estar pendien­ tes de uno a control remoto, nada más con puro mensaje de celular. No, no. A mí visítenme, les digo a tus tías. ¿Puedes creer que la Chofa ya no viene, la muy floja? Y está insiste e insiste con que me saque el güats para platicar, el feis para las fotos y no sé qué tanto. La última vez que me enojo, mi’jo, y que le digo: ¡ni madres! Así le dije. Que ya había estado bueno, que era yo su hermana, no su chacha para que estuviera ordenándome. Y que se va, ¿tú crees?, muy digna ella. Y ni adiós me dijo la cabrona. Sí, mamá se había vuelto una ermitaña. Quién sabe cuántos días de muerta llevaba cuando la encontré, pero ya hedía. Los hambrientos Sultán y Kash seguramente estaban adentro, con ella, cuando yo llegué. Con gruñidos me dirigieron a la cama de mi madre. Ahí yacía ella, azulosa, con el pelo enmarañado y la mano izquierda sobre el pecho. La derecha tuvo que estar a merced de sus adorados perros por lo menos un par de días porque, igual que sus mejillas, se veía lacerada de tantos lengüetazos, al rojo vivo. Sentí asco y algo de terror. Saqué a Sultán y Kash del cuarto y di un portazo. Me 160

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solté a llorar sin más. Debieron oler mi tristeza porque me acompañaron con un aullido largo, penetrante, que cesó hasta el anochecer. La orfandad me nubló la existencia. La muerte de mamá me pesaba en los hombros, me producía un dolor casi físico. Tuve, sin embargo, que mudarme a su casa inmediatamente, pues el dinero cada vez me alcanzaba menos y la renta de mi departamento no era nada barata. Le pedí a Sandra, mi novia, que se mudara conmigo. De pronto me vi aterrado por culpa de Sultán y Kash e incapaz de vivir solo con ellos. A Sandra le gustaban los perros, así que podía hacerse cargo de los hermanos hasta que murieran de viejos. Corrían los meses y la compañía de mi novia me aliviaba. Gracias a ella pude habitar la casa de mi infancia sin que el temible Horla, es decir, la ausencia de mamá, acabara conmigo. Quedaban, no obstante, Sultán y Kash. En las tardes rodeaban el sillón donde mamá solía sentarse a ver la televisión. La imagen era siniestra. Nunca se subían al asiento; se quedaban en el piso, ora acostados, ora sentados, y a veces, viendo hacia el respaldo, sacaban la lengua, agitaban la cola y emitían un chillido mimoso. –¿Ya viste? –decía Sandra, enternecida, al tiempo que los señalaba–. Han de estar hablando con el espíritu de tu mami. El asunto me daba escalofríos. Se volvió insoportable la presencia de esos dos que todo el tiempo me recordaban a mamá, que cada noche aulla­ ban afuera de su cuarto y a veces rascaban la puerta mientras, en el otro, Sandra y yo cogíamos. Todo era por mucho anticlimático. Decidí echarlos de la casa. Abrí la puerta de la entrada, la misma que en otro tiempo había que cerrar de prisa para que ellos no huyeran, pero en esta ocasión ni siquiera se inmutaron. Tengo que llevarlos lejos, pensé, o buscarán el modo de volver. Ayer fui con ellos a Banderilla, el pueblo que queda a la salida de Xalapa, y los obligué a salir de la parte trasera de mi carro. Volví a entrar, metí la primera velocidad y, antes de que pudiera levantar el pie del clutch, oí sus gruñidos. Se habían puesto frente a mi coche y no querían moverse de ahí. Toqué el claxon. Dos veces aceleré para que el movimiento los asustara. Nada: Sultán y Kash seguían en sus puestos. Metí reversa para destantear­ los y, en lo que ellos reaccionaban, arrancar. Pero eran demasiado listos y 161

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rápidos; no pude burlarlos. Había perdido quince minutos en mi intento. Me sentí ridículo. Comenzamos, ellos a ladrar, y yo a desesperarme. Me estremecí al oír sus últimos gañidos y el crujir de sus huesos. Ace­ leré con la mirada al frente. No quise ver el retrovisor. Le dije a Sandra, al llegar a casa, que los perros escaparon en un descuido mío. –Se va a enojar tu mamá, ¿eh? –me respondió y llevó la vista de mi cara al sillón. Solté una risotada nerviosa y sentí miedo. No por mamá, sino por ellos. Más tarde, los perros de toda la cuadra empezaron a aullar. El concierto duró, como cuando murió mi madre, hasta el anochecer. No pude dormir. La idea de que el acecho continuara me provocó insomnio. Sería mucha mi mala suerte si esos pinches perros siguieran agobiándome después de la muerte. Ahora es de noche otra vez. El viento silba afuera y yo, acostado sin más ropa que la interior, sudo frío mientras Sandra duerme a mi lado. A mi desvelo y a mi sugestión les achaco los rasguños que me parece oír en la casa y que vienen, creo, desde el cuarto de mamá.

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La vigilia de la aldea

Vicios privados, virtudes públicas J osé H omero Luis Vicente de Aguinaga, De la intimidad. Emociones privadas y experiencias públicas en la poesía mexicana, fce, México, 2016, 131 p.

“No existe otro poeta mexicano alrede­ dor del cual se haya tejido mayor nú­ mero de mitologías”, sentenció Vicente Quirarte en referencia a Ramón López Velarde, por entonces en su centenario natal. Por su parte, José Luis Martínez observó que en México, de un modo u otro, siempre terminamos celebrando la poesía y la prosa velardeanas. Si comienzo esta recensión con alu­ siones es porque De la intimidad. Emo­ ciones privadas y experiencias públicas en la poesía mexicana es una forma de diálogo con López Velarde a través de la cavilación de sus conceptos e intuiciones, pero también de homenaje al recuperar la voz del poeta y ubicarla en el concierto de sus ancestros y sucesores. De este modo, Luis Vicente de Aguinaga cumple con una de las más loables encomiendas críticas: cuestionar al sujeto del análi­ sis, debatir con él, reconocer sus con­ tribuciones, apreciar las diferencias.

Al modo de antiguas rutas medieva­ les, un emblema preside el itinerario textual: encontrar, en poemas escritos desde la profunda subjetividad, un pro­ yecto público, una política. Para conse­ guirlo, toma uno de los oxímoros más conocidos de López Velarde, la patria íntima, y lo literaliza convirtiéndolo en motivo. En tanto la propuesta es encon­ trar en la poesía un fundamento políti­ co y avizorar el poema como una plaza pública, lo que se escenifica no es sólo la voz –alzar la voz a la mitad del foro– sino también una subjetividad indecli­ nable que por radical termina legando idearios políticos, así sea que éstos se traten de utopías. Preside el ensayo un aforismo de re­ sonante elegancia clasicista: “Si bien a toda política le resulta indispensable una plaza pública para existir, la política de la poesía tiene lugar en una plaza ínti­ ma”. Y aunque esta máxima determina 163

el derrotero, no implica delimitación. Pese a los hallazgos de diversos tipos, tanto acotaciones e iluminaciones en torno al álbum velardeano –así la reve­ lación intratextual pero también el haz de reverberaciones simbólicas de una de las más arduas metáforas de esta poesía: “los sexos, sañudos cual escorpiones”– como en la fecunda tarea de acercar poetas, poemas y tradiciones para en­ contrar raíces o territorios comunes o develar fuentes prohijando secuencias de lecturas, reconocimientos estilísticos o temáticos, el volumen no se limita a cumplir un cansino trayecto crítico. Tampoco es, por supuesto, un volumen de teoría o anhelante de tan amargo destilado, aun cuando podamos encon­ trar en esa tesis –el poema es también un espacio público– todo un lema para emprender movimientos disidentes. En cambio, lo que sí se reconoce, es en primer término un homenaje a López Velarde pero también a una idea de la poesía. De la subjetividad, dirá De Agui­ naga; de las emociones, corregiría. En este sentido el volumen, al tiempo que es diálogo, conversación, defensa de la tradición en el mejor sentido de T. S. Eliot, se reconoce también como un viaje, un paseo –de ahí la división que alude o cifra esta condición andante: ingreso, estancias (en número de cinco), egre­ so–. De ahí su condición alada, de ahí su naturaleza de ensayo. Si en la danza discursiva terminan enlazadas las parejas de términos en apariencia contrarios (poesía y política, 164

intimidad y vida pública, subjetividad y conciencia cívica), sucede porque el diálogo sustenta una articulación que es al mismo tiempo una circulación. Diálogo del autor con la estética y la tradición velardeana, diálogo de los poe­ tas elegidos con la tradición, diálogo de la tradición mexicana con otras tradi­ ciones, diálogo de la literatura con otros discursos. El ensayo se convierte así en una suerte de eje o cruz en movimiento a través del cual se abren caminos a diversos territorios. Desde situar poe­ mas específicos dentro de un tema co­ mún, como sucede con Miro la tierra, de José Emilio Pacheco, en contexto con las profecías bíblicas y la tradición renacentista, hasta unir y encontrar ele­ mentos, pasadizos, galerías comunican­ tes, entre poemas que lucubran sobre el regreso del poeta a su solar natal y con­ cluyen que tal empresa es imposible –López Velarde, Placencia, González Martínez, Rosas Moreno–; o bien abor­ dan el dolor a partir de una experiencia personal –César Vallejo, Luigi Amara, Ángel Ortuño, Jorge Ortega. Cabe decir que si bien la tarea críti­ ca de Luis Vicente es menos conocida que su poesía, ésta posee un método, huelga decir, pomposamente, un camino. Y camino y ejercicio, recorridos, paseos, circulación son acciones a las que nos compele el atlético De Aguinaga, no sólo aquí sino en otros de sus ensayos de origen académico pero de ambición hete­ róclita. Recuerdo así uno de sus muchos ensayos dedicados a Juan Goytisolo,

cuyo asedio suma ya tres tomos, donde aborda la presencia de Barcelona en la obra del escritor exiliado. En ese ensa­ yo, erudito y a la vez ligero, De Aguina­ ga deambula por los monumentos y las ruinas del escritor catalán para encon­ trar en la nostalgia, en el recuerdo de la ciudad perdida, una declaración políti­ ca. En rigor, diríase que esa concien­ cia, ese vaivén entre el texto recóndito y secreto, único, y las consecuencias colectivas, alimentan esta obra. Ejercicio de literatura comparada, puesta en situación de diversos discur­ sos en celebración a ratos intertextual, en otros intratextual, De la intimidad debe leerse como uno de los ensayos más vivos, en el sentido de que propi­ cia tanto acuerdos como disensos, de la presente literatura mexicana. Nos com­ pele a visitar de nuevo ciertas zonas de la poesía mexicana hoy no necesaria­ mente las más visitadas, a reconocer en todo poema su punto de inflexión con respecto a un conjunto más vasto –De Aguinaga no teme invocar a la tradición ni ejercer de cartógrafo y hablar de li­ teratura nacional, literatura occidental o literatura universal, términos hoy tan temidos como si fueran nombres de si­ carios– y por ello cumple con creces su misión de situar el poema como un es­ pacio cuya subjetividad termina siendo pública. El ensayo de egreso, “Elogio de la obstinación”, al tiempo que reflexiona en torno a la apropiación de Elías Nan­ dino de un tema de José Juan Tablada

(“La luna”), De Aguinaga razona sobre la presencia de la crítica dentro de la poesía o, mejor dicho, de cómo un poema entraña también labor crítica. Estamos dentro de esta zona de intermitencia tan cara al ensayista y de la deriva en torno a la validez del poema de Nandi­ no, así se antoje un ejercicio derivativo con respecto al de Tablada, pasa a dis­ cernir sobre la pertinencia del ensayo en contraste con el análisis académico y finalmente a encontrar que poesía y crítica, al construirse sobre la analogía son, más que recipientes aislados, va­ sos comunicantes por donde circula el río profundo de la experiencia estética. “No veo por qué la poesía y la crítica deban recorrer separadamente sus dis­ tintos caminos”, concluye De Aguina­ ga y el lector asiente.

Crímenes en miniatura A lejandro B adillo Fernando Sánchez Clelo, Un reflejo en la penumbra, Ficticia, México, 2016, 86 p.

La ficción breve ha tenido un resurgi­ miento en los últimos años. Hay mu­ chas teorías para explicar la creciente práctica de este género. Quizá la más mencionada sea el auge de las redes sociales no sólo como espacio de infor­ mación sino como laboratorio de escri­ 165

tura. Internet, sobre todo plataformas como Twitter, permite la exploración de lo breve. Así tenemos ficciones de apenas unas cuantas palabras y juegos verbales, oraciones ambiguas, chistes encubiertos, aforismos y ejercicios lingüísticos de di­ versa índole. Este género, además, está ligado de forma indisoluble a lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman lla­ ma “tiempo líquido”, es decir, velo­cidad en la información, contextos cambian­ tes, conceptos que flotan en el horizon­ te para cambiar de forma después de un pestañeo. La escritura maleable, escu­ rridiza y digerida en una sola ojeada se ha popularizado a grado tal que muchos me­ dios están abriendo sus puertas para su difusión, hay premios y el contingente de practicantes aumenta año con año. En este contexto han florecido peque­ ñas historias que, a menudo, son es­ critas con igual pasión por autores con trayectoria y diletantes que aprovechan la brevedad para retomar recetas, con­ sejos o imitar a sus autores preferidos. El problema es apreciar cuando un tex­ to volátil, que ofrece un contexto muy limitado, tiene condiciones suficientes para ser considerado literatura. La meta de toda obra debería ser el logro de una ex­ presión que tenga forma y fondo; una estratagema no sólo ideada para diver­ tir sino para dejar una honda huella en el lector. Si aplicamos este filtro a la gran cantidad de ficción breve que inunda la red u otros medios, podemos comprobar que hay mucha materia dese­ chable. ¿Las razones? Hay varias. Quizá 166

la principal sea que el autor, a veces carente de lecturas sólidas, caiga en la trampa de la mera intención juguetona o aparentemente experimental para hacer algo que pueda considerarse literario. Por esta razón esos intentos de ficción breve se justifican más por el discurso –como lo hace el arte contemporáneo– que por la hechura de la obra, su au­ tonomía y solvencia. ¿Cómo lograr que un puñado de palabras se transforme en un pulso que perdure en el tiempo y ofrezca diversas interpretaciones? Tam­ bién abundan las paradojas en este nuevo mundo: escritores que proclaman el imperio de lo breve, la libertad del territorio virtual, pero que se aferran al libro impreso y rehuyen (sabedores de que el prestigio sigue siendo propiedad de una editorial establecida, con sus filtros y dictámenes) la publicación en internet, en donde compartirían sitio con millones de ejecutantes. La nostal­ gia por ver su nombre impreso en papel no ha desaparecido y parece que la mi­ nificción es un nuevo territorio para le­ gitimarse ante la falta de nuevas ideas o propuestas de calidad. Fernando Sánchez Clelo (Puebla, 1974) es un autor que ha cultivado desde hace varios años la minificción. Desde su pri­ mera obra, No es nada vivir, publicada en el 2005 por la Universidad Autónoma de Puebla, hasta Un reflejo en la penum­ bra, el autor ha explorado diversos re­ gistros en sus textos. La escritura inicial de Sánchez Clelo se aproxima a la ver­ sión más practicada en la narrativa bre­

ve: un planteamiento ejecutado en un acto fugaz que, en un corto trayecto, de­ para una conclusión inesperada. En este nivel se puede afirmar que la minificción abarca, de manera muy resumida, los elementos de un cuento tradicional: presentación, desarrollo, clímax y re­ solución. Sólo que en este tipo de ejer­ cicios las líneas divisoras entre cada una de las partes son muy tenues y con frecuencia se confunden. En mu­ chos casos el clímax suele ser la con­ clusión, ya que cualquier información adicional desbarataría el impacto del texto. En esta variante, practicada con desigual fortuna por el ejército de mi­ nificcionistas que pueblan internet, la sorpresa es el plato fuerte. Con media­ na pericia, imaginación y, sobre todo, mucha práctica, se puede dominar este tipo de textos. El riesgo, como se pue­ de suponer, es la repetición y acostum­ brar al lector a que siempre habrá una trampa al acecho, que el mundo que se presenta en las primeras palabras es una fabulación que tendrá, al final, una vuelta de tuerca. Hay que aclarar que, en su primera publicación, Sánchez Clelo aborda otro tipo de narraciones breves, aunque sólo generalizo para pre­ sentar una división práctica de su obra. Después de No es nada vivir, el autor volvió al género con Jauría (Universi­ dad Veracruzana, 2007) y Cuentoman­ cia aparecido, de nueva cuenta, en la Universidad Autónoma de Puebla en 2008. En estas obras decantó su escri­ tura y llevó sus intuiciones a una zona

más reflexiva que experimental. Sin abandonar la precisión en el lenguaje, elemento vital que debe cumplir una buena minificción, se aventuró a se­ guir la amplia línea de la viñeta. Por esta razón, muchos textos no se ciñen a lo sorpresivo y la apuesta es fabricar instantáneas, imágenes que sueltan su carga de deslumbres muy poco a poco. El peso de las historias se concentra no tanto en lo que se muestra sino en lo que se sugiere. Esto no quiere decir que se apueste por completo a finales abiertos, sino que la narración se es­ fuerza en crear momentos, pedazos de realidad –muchas veces contaminados de fantasía– que van de lo violento a lo erótico, de la búsqueda de lo divino a los avatares de la vida diaria. Quizás el factor en común de esta reunión de canes (Jauría) y cartas del Tarot (Cuen­ tomancia), además de los temas que se agrupan en razas caninas o en los adagios interpretados por una gitana, es cumplir con la sentencia que Julio To­ rri –otro cultivador de lo mínimo– apli­ caba a una variante de lo breve: “Dos peligros del poema en prosa: ser una simpleza o un chascarrillo de almana­ que. Elabóralo pacientemente con un trabajo concienzudo y ponle un feliz remate, a modo de aguijón”. En las pri­ meras exploraciones de Sánchez Clelo el aguijón es una punzada que se clava para inyectar saludables dosis de pre­ guntas, ironías, humor, poesía. Si en No es nada vivir el autor muestra diver­ sos intereses y temas –cuyo hilo común 167

quizás sea una visión desesperanzada del mundo–, en Jauría y Cuentoman­ cia trata de unificar ideas y hacer una especie de taxonomía que añada inter­ pretaciones y lleve la lectura más allá de la superficie. Con estos antecedentes, llegué a Un reflejo en la penumbra. Como si el au­ tor tratara de llevar la unión temática hasta sus últimas consecuencias, esta nueva obra no sólo se sumerge en una atmósfera encerrada en una clasificación lúdica, sino que utiliza un mismo perso­ naje para las historias: Buck Spencer, detective privado. De esta manera, fic­ ción tras ficción o, mejor dicho, capítulo tras capítulo, seguimos las aventuras del investigador. Cada engranaje de este li­ bro, compuesto por dos o tres párrafos, tiene como apariencia superficial la con­ sabida trama del crímen, la búsqueda del culpable y los dilemas que surgen en el camino. Aquí Sánchez Clelo no va más allá de lo que nos ofrece el cine o el molde de la novela negra; no aborda una creación más compleja del perso­ naje que correspondería, por ejemplo, a un texto de mayor aliento como una novela en la que se pueden explorar aristas psicológicas del protagonista e hilvanar historias con secuencias más largas. El autor mantiene a Buck Spen­ cer en los límites del detective de no­ vela negra –hard boiled– muy cercano a los creados por Dashiell Hammett, Ross Macdonald o Raymond Chandler. Rea­ firmándose en cada uno de los pasajes, el detective es un síntoma de una so­ 168

ciedad en decadencia y no un salvador incorruptible. El escenario –vago, casi etéreo– podría ser Nueva York, Chica­ go o la Ciudad de México. Refugiado en la música y en la nostalgia, espera en su despacho un nuevo cliente o se aventura en una escena de acción deci­ siva. Sin embargo esta descripción, que podría exhibir una falta de creatividad del autor para escapar del estereotipo cinematográfico y literario, podría ser engañosa: la intención no es derrumbar mitos o hacer reinterpretaciones; se tra­ ta de jugar con la forma y la estructura. La idea general de Un reflejo en la pe­ numbra es cautivar con una mirada leja­ na, un vistazo que contemple el conjunto de fragmentos a larga distancia. Por esta razón, el lector poco avezado puede sentir cierta desazón al tratar de vincular los ca­ pítulos del volumen como si juntara con impaciencia las piezas de un rompecabe­ zas. Fernando Sánchez Clelo deja algu­ nas piezas redondas, es decir, remates contundentes, pero muchas otras son sal­ tos al vacío, posibilidades huérfanas en un universo alterno. Esta característica, poco frecuente en la minificción que he leído, vuelve el ejercicio original y un reto para la lectura. Un referente cer­ cano en lugar y tiempo es el libro Motel Bates, de Yussel Dardón, autor también originario de Puebla. En esta obra, que reseñé aquí mismo en un número ante­ rior, se vuelve el motel en donde se de­ sarrolla la acción de Psicosis, película fundamental de Alfred Hitchcock. Los cuentos son cuartos en donde ocurren

fenómenos dignos de un circo paranor­ mal o un espectáculo de horrores. Cada fragmento se sostiene por el entramado fílmico y la atmósfera que, casi incons­ cientemente, asumimos cuando pensa­ mos en el cine de suspenso o de terror. El libro de Sánchez Clelo no sólo tiene como ancla la novela negra sino que posee un muestrario de posibilidades que, páginas más adelante, plantean destinos posibles, realidades que se des­ doblan frente al detective y que lo su­ mergen en un déjà vu casi perpetuo. Un reflejo en la penumbra pertenece, en cuanto al discurso, a una narrativa posmoderna: las certezas abandonan el protagonismo para dejar espacio a un puñado de dudas. La fragmentación de la narración hace contraste con la ima­ gen clásica del detective y los supuestos remarcados una y otra vez por la cultura popular. En algunas situaciones el de­ tective se enfrenta a mundos impregna­ dos de fantasía como, por ejemplo, la visita del fantasma de alguna víctima asesinada. En otros capítulos la narra­ ción es totalmente realista y sondea la soledad, las múltiples derrotas de un hom­ bre cuyos actos, alejados del heroísmo, parecen una broma macabra. Me gustaría terminar estas líneas vol­ viendo a una idea que he ido compro­ bando tras seguir las publicaciones de Fernando Sánchez Clelo a las que, por cierto, se suma su interés permanente por la difusión de la narrativa breve pro­ moviendo antologías, concursos y ani­ mando a otros autores a internarse en

los exigentes límites de lo mínimo: en estos tiempos tumultuosos, en los que la moneda de cambio es la velocidad, donde nos movemos en una perenne virtualidad y tenemos la sensación de estar siempre bordeando la superficie de la vida, Un reflejo en la penumbra y el camino que llevó al autor a su tenaz escritura nos recuerdan que lo breve no siempre lleva implícita la fugacidad, que a veces decir menos es abarcar ámbitos más ricos, quizá desconocidos u olvi­ dados por los que piensan que la litera­ tura nada más tiene cabida en muchas páginas.

El jardín oculto de Javier Vásconez F ernando M ontenegro Javier Vásconez, Novelas a la sombra, fce, México, 2016, 328 p. Un jardín es una remota isla de añoranza, una réplica del paraíso (…). Pero también es un intento de compensar el caos en el que vivimos –pensaba Sorella–, de ordenarlo to­ do trazando senderos llenos de flo­ res, plantando árboles, levantando laberintos hechos de setos de boj. Jardín Capelo

Con la compilación de cuatro de sus no­ velas, Novelas a la sombra, el Fondo de 169

Cultura Económica ha querido celebrar en este 2016 los setenta años de vida del escritor ecuatoriano Javier Vásconez. Sin duda una buena forma de abrirse paso o revitalizar el desolado, con frecuen­ cia, panorama de la literatura ecuato­ riana, que ya necesita publicaciones como ésta aunque sea para confirmar que Vásconez es, sin vacilación algu­ na, su narrador vivo más importante. Esta afirmación no sólo se corresponde con el hecho concreto de que Vásco­ nez sea el escritor ecuatoriano más leí­ do fuera de su país, sino porque ha sido el más persistente de todos ellos. Es, como lo afirma Pedro Ángel Palou, el creador de una literatura entera o, por lo menos, de su postulación. Vásconez no ha escrito la esperada “gran novela nacional” –ésa nunca ha sido, por otra parte, su ambición–, pues cree enten­ der, como Borges, que una literatura nacional es una estrategia de lectura más que un contenido. Las ambiciones literarias de Vásconez son, en este sen­ tido, más borgianas. Por ello debe en­ tenderse la construcción de un siste­ma de textos que dialogan, se superponen y responden a un programa que parece tener el objetivo de enfrentarse a los di­ lemas propios de un escritor de princi­ pios de siglo. Por otra parte, Vásconez, contrario a muchos escritores de su ge­ neración (dentro y fuera del Ecuador) que se han dedicado a perseguir pues­ tos en embajadas o en altas esferas del Estado, se ha dedicado a hacer lo que mejor sabe: escribir novelas cortas de 170

muy recomendable lectura y cuyo con­ sumo es aún más gratificante en un solo volumen como el presente. Probablemente no exagere al decir que Novelas a la sombra se asemeja, y acaso sea legítima heredera, de 2666, de Roberto Bolaño (alguna de ellas fue publicada antes). Al fin y al cabo, las “cinco partes” son en realidad cinco no­ velas que no superan jamás las 350 o 400 páginas, es decir, novelas de mediana extensión o, en todo caso, novelas que no se parecen en nada a “la gran no­ vela latinoamericana”, de la que tanto le gustaba hablar a Carlos Fuentes. Se suele pasar por alto que Bolaño, como Vásconez, jamás escribió un texto de dimensiones bíblicas, que más bien se concentró en novelas de corta o media­ na duración y que 2666 (y el conjunto de su obra narrativa) es, en el fondo, un efecto de lectura o una forma de plegar y yuxtaponer diferentes textos comple­ tamente autónomos aunque íntimamen­ te relacionados (perversamente). De allí que Novelas a la sombra produzca la sensación de que estamos frente a un mundo con sus propias reglas, lleno de ecos, de espejos y de laberintos. Por lo general, Vázconez erige este mundo mediante una serie de mecanismos que exceden la simple interconexión a tra­ vés de personajes o lugares comunes. Ese sistema de contigüidades y oposicio­ nes, de líneas narrativas paralelas como perpendiculares, responde a un trabajo no exento de rigurosidad con los proble­ mas fundamentales de la globalización

como fundamento estético. Con esto no quiero decir la obviedad de que Vásco­ nez, como cualquier otro autor de nuestro tiempo, reflexione sobre las posibilida­ des y aporías de la globalización, sino que incorpora críticamente los modos de representación con que ésta se po­ sibilita. La lectura de este cuidado vo­ lumen nos recuerda que el trabajo del novelista consiste en habitar narrativa­ mente el mundo. La primera novela, Jardín Capelo, ori­ ginalmente publicada en 2007, retorna a un escenario, las afueras de Quito, que Vásconez había retratado con vehemen­ cia en El viajero de Praga, siempre como el contrapunto de la lluviosa y ajustada capital andina. Capelo es una localidad primaveral y de veraneo que, sin em­ bargo, esconde un secreto terrible so­ bre la naturaleza contradictoria de sus habitantes. Una de las protagonistas, Manuela, lectora de Marguerite Duras, de educación parisiense, cosmopolita, visita la casa donde en otros tiempos había tenido lugar la historia de sus ancestros. En una segunda mirada, esa apacibilidad aparente de la hacienda se revela en forma de ruinas. Las ruinas dejan ver los intersticios de un crimen fundacional: “¿Qué tenía en común aquel ambiente desamparado con sus amigas? ¿Cómo podía combinarse el sufrimiento de quienes vivieron entre esas paredes con la voz quebrada por la sensualidad de su amiga Isadora? ¿Debía reconstruir piedra por piedra la historia de esa hacienda? ¿Había ido a registrar

el melancólico estremecimiento de las palmeras delante de la galería o quizá debía conservar en su mente el rostro ensimismado del indio rondando por algún rincón en la oscuridad?” En lo sucesivo Manuela escuchará, de una voz que bien podría ser fantas­ mal, como la Eduviges de Rulfo, la his­ toria no de un crimen familiar –sujeta a su vez a la historia nacional– aunque de manera oblicua. En la mencionada historia, Jordi Sorella, un jardinero ca­ talán que había sido contratado para embellecer la hacienda de un juez, se ve envuelto en un entramado de aconte­ cimientos que van desde el crimen pa­ sional hasta el incesto y el espionaje. A través de Jordi, que establece un roman­ ce con la hija del patrón, se observa la violencia latente en la economía sexual y simbólica que articula la hacienda como institución clave de la vida nacional. Esto es, claro, la voluptuosa relación entre el indio, el mestizo y el blanco. La Hacien­ da es el lugar en el que intiman las clases sociales diversas de los Andes –una intimidad, por cierto, enferma de violencia y que sólo puede terminar en un crimen–. La lógica de la hacienda (no en vano se suele decir hasta hoy que el Ecuador es una hacienda que devino país) invade cada ámbito de las relacio­ nes humanas, sobre todo las más ínti­ mas, como si Vásconez nos propusiera la siguiente fórmula: mientras mayor sea la intimidad, mayor será la violencia. Esta fórmula quizá también esté refle­ jada de manera muy clara en la segunda 171

novela (la más breve de todas), El secre­ to, de 1996. Allí se cuenta la historia de “El monstruo de los Andes”, aquel céle­ bre violador y asesino de niñas, especial­ mente indígenas, a quien se le atribuyen más de trescientos asesinatos en Ecua­ dor, Colombia y Perú. Un anticipo, a su modo, de lo que luego Bolaño relataría en “La parte de los crímenes”. Salvo que el enfoque de Vásconez está en el criminal, aunque lejos de buscar un primer plano, un plano realista o de crónica roja –digá­ moslo así–, se concentra en entender los rasgos eminentemente humanos detrás del monstruo. Este texto puede leerse junto a aquellos memorables de su com­ patriota Pablo Palacio, “Hombre muerto a puntapiés” y “El antropófago”, escritos asimismo con cierta distancia irónica, tomando una posición crítica frente al problema de la verdad policial o perio­ dística. Ciertamente, la construcción del personaje de Vásconez nos permite observar lo cerca que está el humano del monstruo y cómo las motivaciones de un criminal laten desde siempre en las más simples y planas vicisitudes de la vida cotidiana. Así empieza el relato: “Al principio sólo fue un pañuelo y ha­ bía ocurrido dos años atrás, cuando una fría tarde de noviembre, y como si se tratara de un acto inocente y sin impor­ tancia, extrajo subrepticiamente aquel pañuelo de la cartera de una adolescen­ te”. Como Palacio, Vásconez entiende que el problema del mal jamás puede ser reducido a la psicología desviada de un sujeto o a una historia personal 172

patológica. La forma de mirar este fe­ nómeno exige considerar relatos más poderosos, aunque también más sutiles, como el sigiloso monstruo de Vásconez. Uno de los problemas que Vásconez se permite postular es el tema del extranje­ ro. Quito es una ciudad extremadamen­ te xenofóbica (poblada por migrantes, paradójicamente), de modo que el fo­ ráneo (el monstruo era colombiano) es también una oportunidad para trastor­ nar y explicitar las voracidades que, de otro modo, permanecerán ocultas en la ciudad. Cuando el monstruo toma la pa­ labra, su retórica nos recuerda algo que nosotros mismo somos: carne de su carne. El retorno de las moscas, de 2005, es una pieza de género que busca instalar a George Smiley, un personaje de John Le Carré (a quien también hace personaje del relato), en la Quito contemporánea. La narración comienza planteándonos un crimen, respetando las normas más conocidas de una novela negra. Smiley debe resolver el asesinato de un tal Gre­ gorivus Ostrakov, un supuesto espía so­ viético que había dejado con su muerte una serie de interrogantes que lindan con un problema político internacional de cierta repercusión. Evidentemente, los personajes están alimentados por el entramado de la Guerra Fría, aquella partida de ajedrez que, como en toda la región, se jugaba a veces en localidades tan marginales como la propia Quito. Lo interesante de este relato no es tanto la novela en sí misma sino la tensión for­ mulada entre lo local y lo global. El en­

tramado de la Guerra Fría es el discur­ so sobre lo global y la ciudad andina, que nunca se dice que es Quito (aun­ que lo sea), poblada por personajes marginales y abyectos que representan lo local. Disiento aquí con Christopher Domínguez Michael, quien en el prólo­ go de este libro afirma que El retorno de las moscas es un capricho del autor ecuatoriano que responde a su afición y conocimiento del género policial. En el centro de esta novela, desde mi pers­ pectiva, se encuentran las mismas pre­ guntas que posibilitan toda la obra de Vásconez. No es que el novelista haya querido “adaptar” el género policial a su ciudad natal, sino observar qué le sucede a ese género cuando se enfren­ ta a las contradicciones locales de los Andes. Quizá por eso la novela no se juega en la resolución del crimen. No se reestablece ningún orden o equilibrio vulnerado, sino por el contrario: se acep­ ta la violencia inherente de la ciudad andina como sinécdoque de la expe­ riencia colonial. Así concluye Smiley: “todo es un asunto estrictamente local”. La última novela, La otra muerte del doctor, publicada en 2012, nos devuelve al doctor Kronz, aquel memorable per­ sonaje que conocimos en El viajero de Praga hace exactamente veinte años. El doctor Kronz, como es sabido, es un ho­ menaje inequívoco a Josef K, no sólo por su nacionalidad sino porque a través suyo vemos el transcurrir de un siglo, el xx, que fue más kafkiano que cual­ quier otra cosa (y acaso también sígalo

siendo el presente). En esta ocasión lo vemos convertido en víctima de un ase­ sinato que posibilita, a medida que nos adentramos en la narración, un viaje hacia su pasado, particularmente a sus años de medicina rural, los cuales habían transcurrido en algún pueblo perdido de los Andes, envuelto siempre entre la melancolía y la neblina. De aquellos tiempos, Kronz recuerda a Cecilia, una joven maestra de escuela con quien mantuvo un amorío, tan intenso como fugaz, y que tenía la particularidad de escribir poemas que resultarán claves para comprender el atentado contra Kronz mientras asistía a una conferencia en Nueva York. Este misterioso crimen yuxtapone algunos elementos y a veces los cambia de sitio. En primer lugar, la paranoica Manhattan con el silencioso y remoto páramo andino, pero también la relación entre escritura y memoria o, si se prefiere otra fórmula, civilización y barbarie. Sin saberlo, o quizá justamen­ te por ello, Kronz se encuentra atrapado en una pugna milenaria que, nueva­ mente, no sólo discute el lugar del es­ critor ecuatoriano (un escritor menor) en la cultura universal, sino que pro­ blematiza ambas categorías, así como el asunto de la modernidad en un país tercermundista. No en vano una de las imágenes que recorre toda la novela, y que tiene un peso fundamental en su resolución, es la de un accidente aé­ reo acaecido en la mitad del páramo, como si en ese colapso las fuerzas que dominan la narrativa de Vásconez se 173

colapsaran, en efecto, aunque aquel co­ lapso no carezca de elegancia. Para el autor ecuatoriano, el avión representa sin duda su trayectoria como escritor, mientras que el paraje frío de las mon­ tañas andinas es el paisaje de una lite­ ratura (la ecuatoriana) que ha persistido en su folclorismo. Kronz es el ejemplo del hombre mo­ derno; pero, como Josef K, es incrédulo frente a lo que no puede ver, y una de las formas de ese escepticismo se ob­ serva precisamente en la relación que tiene con Cecilia. Cecilia, no obstante, es también una sinécdoque del proyec­ to modernizador ecuatoriano: es maes­ tra, es de rasgos ligeramente indígenas (como las niñas de El secreto) y, sobre todo, cree en el amor como sintaxis de la nación o de su promesa: “El doctor había experimentado un sentimiento de extrañeza, de distanciamiento, cuando una mañana salieron a caminar juntos por el páramo, él sabiendo que iba a perderla y ella muy seria mirándolo con desconfianza. ¿Acaso se estaba enamo­ rando? (...) Día tras día se reprochaba que estuviera enamorándose de una maestra de escuela. En esos tiempos tan lejanos como insensatos, el doctor sentía aversión por el amor. Le parecía un acertijo, o lo que hay antes de hun­ dirse para siempre”. El producto de este desencuentro es Lionel, hijo de Cecilia y responsable del atentado contra el doctor Kronz, presun­ tamente su padre. El crimen tiene lugar en Nueva York porque es allí donde Ce­ 174

cilia se encuentra viviendo desde hace casi dos décadas como migrante eco­ nómica, víctima de un fenómeno muy propio del Ecuador de finales del siglo xx. Lionel, en consecuencia, se ha con­ vertido en delincuente. Este personaje es quizás análogo a aquel de la novela de Chico Buarque, Budapest, que se ha convertido en un skinhead beligerante, producto del abandono de su padre, un eterno extranjero, como el propio doc­ tor Kronz. El atentado al protagonista de La otra muerte del doctor podría ser la forma en que Vásconez nos muestra los dos extremos de un mundo globalizado. En un estudio publicado el año pa­ sado, Beyond Bolaño: The global Lati­ na American novel, el crítico Héctor Hoyos detectaba las razones por las cuales, especialmente en la década de los no­ venta, ciertos autores hispanos se habían dedicado a escribir novelas sobre la Se­ gunda Guerra Mundial. Allí se respon­ día que éste era el modo en que, autores como Ignacio Padilla o Jorge Volpi, bus­ caban inscribirse en una cultura global que los atropellaba (valía poco, enton­ ces ya, resistirse). Anquilosada y toda­ vía bajo la sombra del boom, América Latina había quedado al margen de “la gran historia del siglo xx”, que es la Segunda Guerra Mundial (y la otra, la Guerra Fría). El propio Hoyos se la­ mentaba, sin embargo, de que algunas de estas novelas fallaran al hacer una crítica narrativa de la globalización, tal como lo había conseguido hacer Bola­ ño en La literatura nazi en América, o

el propio Chico Buarque en Budapest. Esa crítica que quiere Hoyos radica en hacer el ejercicio anverso al de Volpi en En busca de Klingsor, para dar el ejemplo más célebre posible. Esto es: notar cómo esas grandes narraciones globales trastornan y son trastornadas cuando se enfrentan a las historias lo­ cales del suroriente del mundo. En mi opinión, Novelas a la sombra prueba que Vásconez ha conseguido instaurar un universo narrativo que lidia con esta realidad. Es por eso que se le puede leer, más que de obras, como un autor dueño de una literatura o de un mundo novelesco que permite publicaciones como ésta. La importancia de Vásco­ nez no es, otra vez, la asimilación de la cultura global (en realidad europea) a la cultura local (la de la región andina del Ecuador), sino la forma en que ocurre este diálogo abarrotado de desencuen­ tros y fracturas. Por eso en sus novelas nos da la sensación de estar leyendo un texto que pertenece a otro más abar­ cador, como aquel texto de Borges: “El jardín de senderos que se bifurca”. No es gratuito que la idea de jardín sea tan im­ portante en Vásconez (Jardín Capelo y La otra muerte del doctor son dos ejem­ plos de ello), al punto de que una de las últimas imágenes del doctor Kronz sea precisamente en su jardín, rodeado de bonsáis, acaso una representación más de su biblioteca. Novelas a la som­ bra, más que una compilación de esos textos, explícitos y secretos, es una pro­ puesta de lectura.

Una lectura personal G erardo L ino Miguel Aguilar Carrillo, Lejos de juzgar a los espejos. Antología temporal (1973-2013), Calygramma, Querétaro, 2016, 319 p.

Leer la propia obra suele prestarse a confusión. Esto ocurre si no se tiene la práctica afinada de la distancia críti­ ca: poder percibir el texto como si fue­ se ajeno. Todavía más: ha de volverse complicada la tarea de dirimir qué pá­ ginas escoger cuando se ha decidido armar una antología personal. Cada una de las que se han publi­ cado refleja la poética de su autor. Esa poética conlleva no sólo la estética del texto literario, la visión de la literatu­ ra, sino mutaciones de juicio, dudas acerca del valor de cada línea o bien refrendos de lo ya hecho como cuando el poema se vuelve inamovible a riesgo de transformarlo para mal. Entonces el poeta se arriesga al elegir, pues la an­ tología, además de ser una muestra, es otro libro: otra unidad. El modo en que se componen las an­ tologías personales depende del tempe­ ramento del autor junto con su poética. Zaid –con su reconocido filo crítico– tiende a eliminar palabras, versos, poe­ mas en cada reedición de sus libros, sean antológicos o no; para él, quitar mejora. En su Antología impersonal (Lecturas Mexicanas, 1986), Lizalde consigna que “(una personal hubiera sido acaso más 175

amplia o más breve, pero distinta)” y añade: “no resulta fácil para el autor comprimir libros de poemas concebi­ dos como unidades”. En su momento, Deniz anota en la edición de Adrede y Gatuperio (Conaculta, 1998): “Un autor tiene el derecho de retocar, recortar o suprimir sus textos. Por mi parte, no siento ese apremio”. Por su parte, Aguilar Carrillo prologa comenzando con estas palabras: “Este libro, como muchos otros, nació de la vanidad de buscar un lector y de mos­ trarle mi trabajo en el oficio de la poe­ sía, una selección de lo escrito durante más de cuatro décadas. No pretendo que sea precisamente una antología porque, si así fuera, tendría apenas unos cuantos poemas. Más bien es una lectura per­ sonal –y ajena– de los textos propios, para descubrir las obsesiones que ri­ gen mi ejercicio”. Así estamos frente a un volumen de más de 300 páginas en que no se esca­ timó para incluir –en una edición bien cuidada–, además del prólogo, un en­ sayo de Tadeus Argüello, “El poema como laberinto del deseo”, sobre la trayecto­ ria poética de Miguel Aguilar Carrillo y una significativa “Semblanza personal”. Lejos de juzgar a los espejos compren­ de ocho partes o libros: Imágenes ante un espejo (1973-2004); Ocupación de la nada (1997-1999); Laberinto del cuerpo (19982005); Muchacha en la playa (2004-2005); Vida completa (2005-2009); Elegía por la sangre derramada (2011); La cosa en sí (2008-2013) y Poemas dispersos (2008-2013). 176

¿Por qué se adjetiva de temporal esta antología? Quizá no tanto para señalar lo transitorio de toda obra humana ni lo efímera que la escritura en cuanto acto es en esencia; tampoco ha de ser porque se proyecte una edición ulterior; pro­ bablemente sea –y esto se deriva de las mismas observaciones del autor– para dar cuenta de la temporalidad de lo he­ cho, el dato inconcuso de la existencia de unas formas verbales en el tiempo. A la hora de discernir las caracterís­ ticas de una obra de tales dimensiones, viene en nuestra ayuda el mismo Agui­ lar Carrillo cuando refiere cuáles fueron sus primeras publicaciones –algunas ex­ cluidas del volumen– desde 1996 hasta 2006: “En estos libros soy solemne, algo cansado y no se me entiende nada, se­ gún opinión de algunos bardos de la región”. Hablar acaso sin la voz con una gota de silencio resbalada de lo inaudible y referir las cosas sin nombrarlas. Hacer que la mirada toque a contra luz la caricia apenas del murmullo. (…) Oler, palpar, sentir el habla en los objetos y no saber ni a quién y cuándo, en qué lugar ni cuál mirada dará la voz la sílaba constate.

Este fragmento es de Ocupación de la nada. Veamos otro de Laberinto del cuerpo:

Devanar el texto. Cobijarlo con la lluvia restante, con el sol apenas entre nubes, como a esa brisa retrazada, suspendida en la borrosa superficie donde el tiempo sin raíces brota lastimero. Cocer el texto en la llama carente de direcciones, al punto exacto, a la razón temperada del íntimo vagido. Dejarlo re­ posar sobre la almohada, igual que un sueño, una nota repetida, insistente. Pro­ fanarlo. Sacudirle sus entrañas hasta vol­ verlo sepia puro, humo aletargado, tigre encarcelado. Mirar absorto sus palabras, altas sílabas cayendo.

Continúa el poeta describiendo su obra posterior: “En 2008 publiqué Mu­ chacha en la playa y dos años después La cosa en sí. En estos libros y en lo que escribo ahora soy más ligero y lú­ dico, aunque tampoco se me entienda nada”. ¿Qué es eso de que surjas así sin triangulitos, de piel vestida y sin escamas como mamífero cetáceo varado en los restos del aire de la playa? ¿No te dijeron las casi transparentes e inmaculadas que es pecado pervertir la luz entera y el aire con tu aroma a cada paso a cada vuelo de tu muslo y ondulante cadera y cintura y pechos y clavículas profundas? Pero allí vas siniestra, vaporosa vendiéndote a los ojos que no debieran verte. Vístete con mi saliva oh prodigiosa y elevada muchacha

Ya se ve que de lo “solemne” pasó a

la irreverencia –y como pudo notarse en sus palabras, “aunque tampoco se me entienda nada”, destaca un rasgo que trasmina a lo largo de su transcurso de búsquedas y de escrituras: la ironía, ese aspecto del humor en que uno mira la bajeza del mundo y la propia, pero levantadas de su yacer inerte por me­ dio de la forma poética, como han he­ cho los poetas que lo anteceden, entre los citados antes, mirando la irrealidad de lo grave, aceptando la condición hu­ mana o lanzándole piropos burlones o venenos–. He aquí otra muestra, ahora de La cosa en sí, en una sección llama­ da Teologías: En la cama tengo al despertar a Monica Bellucci Qué espanto (la belleza terrible de Rilke) Monica Bellucci con el dedo índice llamándome (¿qué hago Rainer Maria, mi Rainer, con este ángel?) Mis amigos no me creerán Monica Bellucci en mi cama al despertar y al despertar mi ciática y no poder moverme, mi Franz | Carajo | Monica Bellucci Mis amigos no me creerán | No es sueño (tampoco Samsa soñó) Simplemente es despertar atolondrado a las siete y cuarto y en lugar de la mujer de siempre (o el oso de peluche) Monica Bellucci sonriéndome y llamándome

Sin duda, para el curioso lector Lejos de juzgar a los espejos. Antología temporal (1973-2013) se convertirá en una oportuni­ dad de asomarse al trayecto escritural 177

de un poeta nutrido en los escritores eminentes de nuestro tiempo y en los clásicos, no solamente para ver qué re­ flejan los espejos sobre Miguel Aguilar Carrillo, sino sobre todo para encon­ trar una imagen o muchas de sí mismo al inquirir su sentido a estas páginas, como si fueran las propias. Y sin embargo hay más. Versos so­ bre la filosofía con los poderes de lo poético bien entendido: refutación a kant

De lo que no se puede hablar, mejor es callarse Wittgenstein

La cosa está sobre la esa | en el ese | Aquello que es otra cosa | no la cosa sobre el ese sino fuera del ese | es otro eso El eso es la cosa y la esa que sostiene la cosa La cosa en sí es el eso | y el ese en sí que busca una esa | La cosa está sobre la esa y el ese es | a su vez otra cosa por lo que la cosa está sobre la cosa y el eso se aquella Cosa sobre cosa en otra cosa y un eso sin eso ni lo otro con la cosa en sí sobre otra cosa en sí sobre otra cosa adentro de sí | en sí con ese en sí | que se ese en cosa y ahora sí es un esto porque la cosa sobre la cosa dentro de la cosa que es esto por una cosa con cosas en sí que son esas que al fin son cosas cosas en sí que eso con cosas sobre la esa dentro del ese que éste no logra cosificar aunque le rece a Aquél que está sobre el eso y en esos todos que hay sobre los esos con una esa como una cosa que el eso no manda 178

sobre eso hacia Aquél con la cosa en sí sobre la cosa deje de estar sobre la esa y el eso nada más que en sí sobre la cosa pero sin eso ni aquello.

Devorados J udith C astañeda S uarí Gunter Silva, Pasos pesados, Myrdle Court Press, Inglaterra, 2016, 156 p.

Con Pasos pesados, su primera novela, el escritor peruano Gunter Silva Passu­ ni pone ante nosotros una obra inscrita en la narrativa de formación y centrada en la figura de Tiago E. Molina, estudiante universitario con una biografía que, si bien es difícil a causa de su orfandad, de unos estudios y un empleo simul­ táneos, también se parece a la vida de muchos jóvenes no sólo en Perú. Dos son los aspectos a resaltar de este libro, publicado bajo el sello de Myrdle Court Press: su estructura y el entorno que contiene a los personajes. En el caso de la estructura, está construida por una voz en tercera persona. El lenguaje que vierte en ella el también autor de Cró­ nicas de Londres tiende hacia lo colo­ quial y, aunque posee construcciones logradas y chispazos de humor en varios de sus diálogos, podemos encontrarnos asimismo con frases que se aproximan

al lugar común. Entre estos altibajos está, por ejemplo, un espejo que devuelve la imagen de un hombre joven, feliz y asus­ tado a la vez, contraponiéndose a las montañas arrugadas por el arado del tiempo o a un universo que de pronto parece rectangular en cuanto se aborda el transporte público. Sin embargo, creo que es el segundo aspecto, el del entorno, el que resalta más en Pasos pesados. El autor, nacido en Lima en 1977, lo describe así en el segundo capítulo: “A media mañana del día siguiente, el bus interprovincial de la empresa Tepsa prendía los moto­ res con destino a Cuzco. A la salida de la capital, los graffitis colonizaban las paredes polvorientas de la ciudad: unas veces era arte ambulante y peri­ férico, otras veces frases inconclusas o siglas que solo podían tener significa­ do para un buen descodificador”. Y al entregárnoslo en tales términos, Gun­ ter hace de su escenario algo cercano a nosotros, un paisaje que no obedece ni a una época ni a un país, pese a es­ tar enclavado en el Perú de finales de los ochenta y principios de los noventa, como podemos advertirlo en la palabra “combi”, en los casetes que comparten territorio con los primeros discos com­ pactos, o en la música de Soda Stereo, con la que Tiago celebra su entrada a la universidad, luego de contener la res­ piración escuchando al locutor de radio que da los resultados para los estudian­ tes de nuevo ingreso. Es familiar pero no idílico el entorno

de Pasos pesados. No estamos frente a la imagen de una tarjeta postal ni hojeamos guías turísticas. En cambio, asistimos a un lugar duro, a un sitio que moldea de distintas formas a quienes buscan la supervivencia en su interior. Así, están las personas que visten uni­ formes de comando y portan emblemas de S. L., como las describe Gunter Sil­ va, y en quienes el lector descubre a Sendero Luminoso, el grupo terrorista fundado y lidereado por Abimael Guz­ mán. Estos desconocidos interrumpirán el viaje del reciente alumno, quien se había prometido ir a Cuzco si lograba su en­ trada a la universidad. El autor presenta su accionar contradictorio y su discurso vacío, vago en su pretendida univer­ salidad, pues se trata de palabras que cualquiera puede esgrimir como propias sin que alguna vez llegue a cumplirlas. Ello a través de una mujer con el rostro semicubierto por un pañuelo rojo. Su discurso, el mismo que el chofer del autobús ya escuchó antes, se refiere a la intención que tiene su movimiento de arrebatarle el poder a los gobernan­ tes, lacayos del imperialismo yanqui, y de aplicar políticas anticorrupción. Mientras ella habla, uno de los hom­ bres le roba a Tiago el reloj y la cartera y el resto del grupo hace lo propio con los demás pasajeros, tomando billete­ ras y cualquier objeto de valor. Este grupo, al modificar lo planeado por el personaje de Gunter Silva, hace hincapié en la dureza del ambiente, con­ 179

virtiéndose al mismo tiempo en parte de él. Y Tiago se amolda lo mejor que puede; luego de un interrogatorio por parte de un suboficial del ejército, completa su via­ je con dinero oculto en el zapato izquier­ do, abordando un camión de carga. Pese a lo anterior, el personaje con­ serva, por lo menos al principio, esa cier­ ta esperanza que otorgan la juventud y un panorama en apariencia sin fronteras. Entonces vemos a un Tiago que trabaja y al mismo tiempo trata de cumplir con los deberes de la universidad, sin im­ portar si los entrega a última hora o si recibe una prórroga. El joven mantiene estos ánimos aun después del inciden­ te con el grupo de Sendero Luminoso, en Cuzco, hospedado en un albergue donde comparte habitación con dos israelitas y un norteamericano, donde alguien le ro­ ba el dinero que logró conservar al es­ condérselo en el zapato. Pero esto cambiará: el joven que no se atreve a devolverle el favor al posi­ ble ladrón del albergue en el barrio de San Blas, al que le tiemblan las manos y el corazón cuando va a revisar la casa­ ca de uno de sus compañeros de cuarto, no será el mismo que acepte participar en el robo a alguien que nunca ha su­ frido uno, pues “nadie en el país se metería con el Chayahuita”, el jefe del Servicio de Inteligencia. Junto a él, como algo cercano a una figura paterna, está El Gato, uno de los profesores de la universidad. El autor, avecindado en Londres, lo presenta como una especie de rockstar. De frente amplia 180

y ojos verdes detrás de una montura de carey, El Gato expone ante sus alum­ nos con rigurosidad, como si se tratara no de estudiantes sino de un grupo de eruditos en lingüística, y no afirma nada sin haberlo corroborado al menos tres veces. Además, posee el ingenio que puede volver amena una clase o hacerlo demoledor frente a personas con cono­ cimientos menores a los suyos. El lec­ tor advierte en él a alguien que trata de conservar sus posturas, pese a las con­ secuencias que esto pueda acarrearle. El hecho de atribuir tantas cualida­ des a un personaje podría parecer exa­ gerado; sin embargo, creo que el narrador en tercera persona, ese que conoce inclu­ so los pensamientos, podría estar des­ cribiéndolo a través de los ojos de sus alumnos, engrandecido bajo el prisma de su admiración. De cualquier modo, dichas cualida­ des traen consecuencias muy lejanas al afecto, no con personajes humildes, como el joven de la limpieza que trata de “Doctor” al Gato, le invita un mate de vainilla y le dice que tiene el derecho de reclamar porque su despido es in­ justificado, sino ante las autoridades del campus. Estas últimas son la forma que adopta el ambiente para mostrarse ante el profesor. Así, no importa si El Gato se en­ cuentra en el sitio apropiado para pen­ sar con libertad, el profesor no podrá ejercer tal derecho. Y el precio a pa­ gar por intentarlo irá mucho más allá de un simple despido, de los insultos y

las risas burlonas que escucha antes de salir del campus de manera definitiva. El “rojo de mierda” que le grita uno de sus colegas, José de la Torre, ha de con­ vertirse en un Chevrolet blanco de lunas negras que lo persigue, en un disparo que llena la noche de una ciudad que parece derretirse. Otros personajes conviven con Tia­ go: Neyra, quien sin más se acerca a él en la universidad; Cazafortuna y sus amigos; los hermanos Chasqui y Chus­ co, de los que recibe ayuda durante su viaje a Cuzco; Waikicha, prima de Ca­ zafortuna; Ana, compañera de curso, a quien Tiago conoce gracias a un mojito que él prepara con exceso de azúcar y a la soledad del Mamá África, bar donde el muchacho trabaja para reunir dinero y así regresar a Lima. Cada uno de ellos se amolda al en­ torno como mejor puede a fin de sobrevi­ vir; Cazafortuna es el tipo que te puede vender desde un alfiler hasta un jet pri­ vado, sale con turistas, los dos herma­ nos leen, van a bares, fuman yerba, se mudan a Lima, conduciéndose siempre con ligereza porque, después de todo, el final de cualquier ser viviente es el mismo. Aquí la diferencia radica en Ana, una joven de elevada posición social. Ana no necesita buscar un medio de subsistencia; gracias a la fortuna del empresario José Mauricio del Valle, su padre, ella habita en una casa amplia y llena de antigüedades de la que Tia­ go se enamora desde su primera visita, sale de vacaciones y a bares; tiene la

vida resuelta. Pero lo cierto es que hay una gota de inseguridad en todo y la rueda de la fortuna gira siempre, sin importar ni clases sociales ni razas. Por lo menos así ocurre en el libro. Veremos cómo el escenario que Gun­ ter Silva teje en Pasos pesados le mues­ tra a la joven lo inútil del dinero y de un nombre elevado, pues podrían desapa­ recer en cualquier momento debido a unas cuentas bancarias congeladas y a bienes confiscados luego de un problema de corrupción. Entonces seremos testi­ gos de cómo Ana debe someterse a la as­ pereza del mundo, la que por lo regular elige a sus víctimas entre los humildes, aunque ello no sea una constante. La forma de actuar cuando se está a merced del entorno o, mejor dicho, del destino, me parece que es lo que llama la atención. Los personajes salidos de su pluma, de los recuerdos que tiene del Perú de aquella época, deben adaptarse a su destino. Algunos moldean sus ac­ tos, aprovechan cualquier oportunidad, otros quizá consideren la muerte o la huida, dependiendo de las fuerzas con que se opongan al rostro desagradable que muchas veces nos muestra la exis­ tencia. Llegados a este punto, más allá del papel, los posibles lectores pensa­ rán en qué más se puede hacer. Quizás enfrentar al escenario o dejarse devorar por él; tal vez lo mejor sea tomar la pro­ pia vida como si de un manto liviano se tratara, igual que Cazafortuna, Chasqui y Chusco, y adaptarnos a ella para no he­ rirnos las manos mientras la sostenemos. 181

El fiordo, el cielo, el presidio D aniel B encomo Rocío Cerón, Borealis, fce, México, 2016, 96 p.

Borealis, de Rocío Cerón, sugiere des­ de el título una escritura que se vincula a un fenómeno natural cuya percepción implica, como condición, la distancia: un acto contemplativo en el que se usa la vista como sentido primordial y que sólo es accesible en los extremos del mundo, común a los habitantes de las zonas nórdicas y evento extraordinario para los observadores privilegiados que, por alguna circunstancia favorable, pue­ dan presenciarlo. Así, este libro imprime dos distancias: la primera, propia de la aurora boreal en tanto eyección de partículas solares so­ bre la magnetósfera del planeta –de acuerdo con Wikipedia en español–, pu­ ro efecto o pureza de lo inasible, mo­ saico móvil de destellos y tonalidades; la segunda, una distancia que media entre la zona de percepción de dicho fe­ nómeno y el espacio geográfico en que vive la lengua con que se ha escrito este libro. Se trata de una experiencia regida por lo extraordinario y lo distante inasible. Más allá del título, aquí se pro­ pone una travesía hacia tal experiencia contemplativa, personalísima, modulada en ocho estancias y pasajes que comien­ zan con una fase de despegue, continúan con una excursión por zonas geográ­ fico-anímicas y culminan en una coda. 182

El registro que se despliega en las páginas de Borealis se ofrece a la pri­ mera lectura como uno complejo, de re­ lación no inmediata con lo evocado, en el que se exploran posibilidades matéricas de la palabra, en versos de variados ex­ tensión y aliento que recorren lo largo y lo ancho de la página. En el plano formal, este compás de tensiones se ha desplega­ do paulatinamente en el trabajo de Cerón desde Basalto y encuentra en Diorama, su libro previo, un pico de realización. Quizá la analogía con ese principio fí­ sico que da pie a las auroras boreales sirva muy bien para preguntarse cuál es la condición, cuál la energía de la pala­ bra que se proyecta y despliega en tonos mutantes sobre la magnetósfera-página cargada de signos. ¿Cuál es el carácter de tal energía en este libro? La primera sección de Borealis, “Borealis. Airship II, 2012, 3:24”, evoca el ascenso de un globo aerostático. Hay un alejamiento de la tierra, del carácter terreno –vital, político– de lo escrito, para pasar a una perspectiva que se libera de la cercanía –probablemente abrumadora– de los fe­ nómenos que se muestran y acontecen en el lenguaje. La escritura se eleva hasta donde un pasaje vital puede asumirse como un punto a la distancia. En senti­ do contrario a Altazor –donde el vértigo del descenso convierte la percepción de la caída libre en un caleidoscopio de la vida moderna–, la partida de este globo aeros­ tático sirve como traslado, preludio a las estancias intermedias del libro que evocan parajes y motivos de la región

nórdica. Un gesto formal, constante du­ rante todo el libro, aparece ya en las primeras páginas: hay una renuncia, en apariencia calculada, al uso de los artículos en buena parte de sus versos: “Raya vuela sobre opacidad (...) Objeto asido a punto cósmico”; “Estación galác­ tica al interior de reloj inglés”; “Inmersión en nube repentina (...) Lluvia: voces gira­ torias bajo veneno”; tan solo por citar la primera página. Este gesto, aunado a la declarada renuncia a ocuparse de los fenómenos de este aquí y este aho­ ra, para hacerse a distancia, otorgan a estos poemas un gesto que se apuntala más en la abstracción que en la singu­ laridad de la presencia, como si fueran eso precisamente: poemas-mosaico de reflejos, construidos en la asepsia de la altura, muy distantes de los poemas sép­ ticos –pienso en Antígona González, de Sara Uribe– que tanto parecen urgir en nuestro espacio lingüístico. La segunda estancia de este libro, brevísima, se llama “Un punto de esta distancia”, que viene a esclarecer lo que se intuía en la primera sección (“Voca­ ción estelar: con los pies en el légamo, la mujer descubre que él no es quien dice ser”): a saber, que hay una especie de lamento elegiaco que se despliega en clave compleja, una pérdida o decep­ ción personal que habrá de redimirse en esta escritura del lejos. La tercera sección consiste en imágenes que, en código visual, terminan por ubicar el si­ tio que evoca el volumen: un glaciar, alrededor de un fiordo islandés, como

escenario: el parque nacional Vatna­ jökull. Las imágenes, descritas en el cintillo del libro como poesía visual, ubi­ can –sobre mapas apócrifos– figuras de personas y animales en armonía con puntos de colores. Estos collages trazan, en su procedimiento, un paralelismo con aquellos que llevó a cabo en Ca­ tábasis ex-voto (2010) Carla Faesler, es decir, recortar figuras humanas y dis­ ponerlas sobre imágenes de forma tal que ambas se disloquen al tiempo que se resignifican. Sin embargo, no consi­ dero en mi lectura que esas imágenes alcancen el carácter de poesía visual, ya que en ningún momento acusan un gesto o maniobra que disloque o ponga en entredicho el vínculo entre lenguaje visual y lenguaje escrito o la sintaxis de alguno de los dos. El gesto global de este libro parece ser también una catábasis, un descen­ so a lo inhóspito con fines de expiación. Así, tras la estancia visual que se pro­ pone en “Cinco partes de una prosecu­ ción”, se abre el núcleo del libro con una sección de talante contemplativo, “Efnistöku (canto a mitad de ruta con un rostro cubierto de tizne y légamo)”. Efnistöku, vocablo de lengua islandesa, que puede interpretarse como “Extrac­ ción de la piedra”, da paso a “De cómo adentrarse en el glaciar de Vatnajoküll y sobrevivir con el soplo de un cometa en la boca”. El motivo principal, desde este punto hasta el final del volumen, es un verso que se repite en diversos textos: “Debajo de la lengua hay un 183

presidio”. Verso grave, mas sugerente y lleno de posibilidades: ¿cómo es el presidio de la lengua?, ¿qué es lo que somete?, ¿cómo lo hace? Aquí se re­ laciona, al menos en la asociación en apariencia pretendida, con la imposi­ bilidad del canto. Pareciera que este descenso de temperaturas, ascenso en la altitud del mundo, buscara una re­ dención que permita a la voz volver a la poesía: “El hielo y su altura que devora. // De pronto, enunciación de la palabra aguanieve. // Sugestivamente, los primeros alisos vocales llegaron”. Las secciones “Trances” y “Repre­ sentación de la luz por el lodo” intensi­ fican la sensación de catábasis, de rito de expiación. En ellas, el registro ad­ quiere mayor densidad y lo evocativo de las secciones previas adquiere un tono más refractario, de exploración de dimensiones interiores: “No es. No. La gravedad que mata. La intención que aca­ lla (...) No es el proverbio. La entonación del canto. El gallo. La insólita gota que perdura en capelo. No. Brilla la boca, rojo de Garanza, Carmen de cármenes. El rayo que sale entre sí exige la pie­ dra”. Por otro lado, se da paso a una ceremonia verbal de redención que aparece como deshielo ya anunciado, como una especie de canto primaveral. “Sudor entre las páginas. Agua. Al azar el vocabulario familiar, la palabra alza­ da en tiranía. Tantos soles girando en­ tre las sienes. Universo. Florecimiento de aguanieve y frutos vocales”. He ahí la voz que sale del congelamiento. 184

En este momento del libro, la palabra poética parece apelar a la redención y asumirse libre, lejos del presidio del hielo, para proyectarse como un golpe de reflejos que se torna memoria osci­ lante compuesta de destellos, fuerzas magnéticas jugando con(tra) la luz des­ de “un punto de esa distancia”. En un giro compuesto por tres movimientos, en Borealis la palabra se eleva para alejarse de lo vivido; desciende hacia la muerte del lenguaje en el hielo de la ausencia y vuelve a elevarse no para contemplar a la distancia una serie de hechos y sucesos “terrenos”, sino para disponerlos en un lenguaje-superficie de éter, instantáneo y poco aprehen­ sible. De ahí que no resulte raro que aparezca citado Hiperión, el titán hijo de Gea y de Urano, que pareciera ser la figura rectora de este libro: “Observa los tropiezos de Hiperión, su movimiento íntimo, en eje”. “Coda”, la última sección, completa el rito de expiación y reconocimiento del canto. La voz adquiere conciencia de sí en tanto exploración de la luz desde el vuelo o la ausencia; pero tam­ bién en tanto reflejo fugaz sobre la pá­ gina –y sobre toda la página, pues en Borealis se exhibe un abanico de posi­ bilidades extensivas del verso: ya en aliento breve, ya en versículo o en pro­ sa; ya con altas prosodia y cadencia, ya con puntuación y aliento entrecortados o imágenes aparatosas. Borealis se ofrece al lector como una superficie. Textos dinámicos, proteicos,

alternan dos registros: uno que lleva el significante hasta cierta tensión y lo vuelve su prioridad; y otro que recula hacia líneas más precisas, versos más sentenciosos, que apelan al prestigio de lo escrito en décadas anteriores “Pres­ cindible es la muerte cuando se escu­ cha el tiempo”. No en vano aparecen como figuras rectoras de este libro dos poetas franceses de la gran tradición, René Char y Francis Ponge, mentados en epígrafes. En buena parte del libro su tejido alcanza el logro; sin embargo, en algunos momentos, el verso tiende a ponerse pesado y acusa cierta preten­ sión, reflejada en líneas aparatosas: “Bajo los efectos de la hidrocodeína con acetaminofén un hombre masculla su vida entera” o “Cuerpos reflejados en gramática nodal”. Si bien en la cintilla del libro los editores atribuyen a éste “cierta trans­ gresión de los géneros literarios” y ubi­ can a Cerón como “una de las voces esenciales de la poesía experimental mexicana”, Borealis aparece en mi lec­ tura en otras coordenadas. El lector se encontrará con un libro de buena poe­ sía con buenos poemas. No obstante, se trata ante todo de un libro de consoli­ dación de un registro, el de una autora que conoce un repertorio de variantes y lo ejecuta de manera precisa y brillan­ te. La transgresión de géneros no resul­ ta evidente, pues el libro trabaja desde fórmulas muy frecuentadas por la poe­ sía occidental de la segunda mitad del siglo xx. Hay una cercanía con los re­

gistros neo- y posbarrocos –desde Ma­ rosa di Giorgio hasta Coral Bracho– que se asimilan con destreza y se llevan ha­ cia una zona de neutralización: aquella que refleja una voz-primera persona lo suficientemente estable para no cuestio­ narse a sí misma. Por otra parte y, para salvar las manidas discusiones sobre la forma –que muchas veces se reducen a un “eso ya lo hicieron hace un siglo los que sí fueron vanguardistas”–, me interesa pensar aquí el concepto de experimentación a partir de una idea que postula Henri Meschonnic en el ensayo “Manifiesto por un partido del ritmo”, aparecido en el número 168 de la revista Crítica. Meschonnic sostiene “que hay un poema solamente si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una for­ ma de lenguaje transforma una forma de vida. (...) el poema hace de nosotros una forma-sujeto específica. Nos prac­ tica un sujeto que no seríamos sin él”. Si el poema plantea formas-sujeto y las practica, entonces el poema experimen­ tal ha de proponer, a su vez, nociones experimentales de sujeto puestas en cuestionamiento a través del lenguaje (poético). Aquí, sin embargo, el gesto formal de lograda hechura y más que interesantes momentos no alcanza esta condición, puesto que no pone en en­ tredicho, no altera sintaxis culturales o lingüísticas, no hace devenir ni revisa condiciones subjetivas como la interco­ nectividad, la multimedialidad, la vio­ lencia y la saturación de los individuos 185

en una atmósfera de tensas condiciones políticas; la inmediatez y la evanescen­ cia de la presencia y la palabra o la experiencia de ser y devenir lenguaje en un espacio y en un momento tan con­ vulso como el de México y Latinoaméri­ ca. Por el contrario: creo que este libro apunta, en sus procedimientos forma­ les, a establecerse muy en el centro de una tradición de poesía pulcra, bien ejecutada; pero se encuentra muy lejos de las lindes, las fronteras de lengua­ je(s) en las que se explora y se ponen en cuestión, en este momento, muchas intuiciones y preocupaciones en la(s) lengua(s) de Latinoamérica. Realizado en el anhelo de coordenadas nórdicas y con la vista puesta en una aurora boreal, en las alturas, este libro está hecho a la distancia y ése es, en todo caso, su bien escrito presidio.

No hemos nacido en Arcadia J ulieta L omelí B alver Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo, Taurus, España, 2016, 248 p.

La erudición en la ensayística puede ser una herramienta que adorna el texto y da la sensación de que en él subyace un mensaje complejo, volviéndolo “profun­ do” y académico, aunque también es un modo de atacar todas las posibles inter­ 186

pretaciones sobre un tema. He notado que la práctica de la erudición ensayís­ tica esboza una serie de pretensiones que resumiría en tres. En primer lugar, dar un mayor rigor al asunto expuesto, comparando la tesis propia con la de otros autores que se han ocupado de lo mismo; en segundo lugar, agotar cualquier inter­ pretación ajena y posicionar la propia como la única válida. (Frases como “pa­ rece que otros filósofos han abandona­ do el tema y les explicaré quiénes tan sólo se han acercado”, o “nunca antes se ha escrito sobre el tópico que ahora trato” y “les voy a demostrar que soy el pionero de dicho tema”, generalmen­te esconden intenciones ambiciosas que nos preparan para un ensayo que na­ dará en el mar de la erudición y las ci­ tas.) En tercer lugar, como ya lo dije, el ejercicio de la erudición puede ser un mero recurso apantalla lectores, sobre todo para quienes no están tan familia­ rizados con el tema tratado. El último libro del inglés Terry Ea­ gleton, Esperanza sin optimismo, recu­ rre a las bondades de la erudición pero también se excede en su uso. En su in­ tento por mostrarnos los posibles cami­ nos que han tomado los estudios sobre la esperanza y cómo ésta ha sido mal com­ prendida al asemejarla al optimismo, el autor satura al lector con un sinfín de referencias, remontándose a fragmen­ tos que van desde los griegos, pasando por Agustín y Tomas de Aquino, hasta llegar a la época moderna, que cruza por Karl Marx, William Shakespeare,

Arthur Schopenhauer, T. S. Eliot, D. H. Lawrence, Walter Benjamin, Teodor Adorno, Hegel, Thomas Mann, Nietz­ sche, Kierkegaard, Heidegger, Raymond Williams, William Blake, Albert Camus, Ernst Bloch (a quien le dedica todo un capítulo y con quien constantemente dialoga). Y si hasta aquí ya se cansó de leer la lista, Eagleton continúa con otros tantos autores sin un orden crono­ lógico y en poco menos de doscientas páginas. Esta condición convierte su obra en un ensayo muy denso sobre un tema que, por momentos, se pierde entre retazos de citas y mensajes ajenos, y al final le de­ dica muy poco espacio, un poco menos de veinte páginas, al desarrollo de su tesis. No obstante, su filosofía sobre la espe­ ranza pareciera quedar sólo implícita, como escondida entre las citas ajenas. En Optimismo sin esperanza, Eagle­ ton parece el típico estudiante de docto­ rado al cual su asesor constantemente le señala falta de originalidad, condenan­ do ese ejercicio de repetición, el copy paste de ideas ajenas que le dan a su obra un tono expositivo o historiográfi­ co, pero sin que alcance a despegarse ni fraguar una defensa explícita, una postura que vaya más allá de la mera recopilación de un montón de palabras que otros han dicho sobre determinado tema. Quizás el inglés abuse de este recurso tan utilizado por estudiantes y académicos que nos remite a la imposi­ bilidad de encontrar, en una tesis o en un ensayo, la propia voz del autor. Sin embargo, Esperanza sin optimis­

mo también tiene méritos. La tesis de la obra podría resumirse en la siguien­ te frase: el optimismo es algo muy dis­ tinto a la esperanza. Mientras que el primero tiende a ser una actitud “rosa” frente a las circunstancias de la vida, característica de individuos que confían en que siempre vendrá lo mejor aunque la lógica de los acontecimientos apunte a lo contrario, la esperanza es un asun­ to más complejo que involucra una re­ flexión racional sobre las posibilidades reales de alcanzar un futuro mejor. Y sí, la esperanza también remite a una ópti­ ca progresista y de atención a las formas en que la propia historia y la historia general, la historia de los pueblos, se desenvuelve. Para Eagleton, los optimistas son eu­ nucos encerrados en su zona de confort, inmutables al pesimismo –ese que lo considera el otro lado de la moneda del optimismo–, una concepción irreflexiva que juzga las circunstancias de la vida como indeseables; pero también el op­ timista, aunque suene paradójico, es im­ permeable a la esperanza. ¿Cómo es esto? Para Eagleton la esperanza “está basada en razones, debe ser falible, mientras que la alegría temperamental no lo es”. Por tanto, el hombre o la mujer de “es­ peranza auténtica” –hay varias formas intermedias de aparente esperanza que más bien son derivados del optimismo y la alegría irracional, las cuales Eagle­ ton clasifica a lo largo del libro– es cons­ ciente de que su futuro pende invaria­ blemente de las acciones que ejerce en 187

el presente y, desde luego, del cúmulo de esfuerzos del pasado. Todo lanzado a un devenir venturoso. Esta “esperanza auténtica” deberá ser, para Eagleton, inmanente y no tras­ cendente. Esto significa que tendrá que superar la comprensión providencial de la historia, y sugiere que a pesar de la catástrofe, la guerra, la podredumbre hu­ mana, el advenimiento del mesías será seguro y que, por lo tanto, ninguna tra­ gedia anulará la esperanza de redención. Por otro lado, también tendrá que re­ basar teorías teleológicas, como la de Ernst Bloch, en las cuales la esperanza no carga estrictamente con un sentido teísta, como en el cristianismo, aunque sí goza de un sentido metafísico desde el cual “en el mundo existe un impulso ha­ cia la autorrealización, pero sólo se hará realidad mediante la actividad humana libre” donde la responsabilidad más im­ portante de hombres y mujeres es llevar a buen puerto el timón de la civiliza­ ción. Considerando que para Bloch, el “filósofo de la esperanza”, lo que obs­ taculiza el progreso de la historia no es la humanidad sino asuntos externos, dicha interpretación está más regida por el optimismo desmesurado que por una esperanza racional, porque creer que cualquier designio humano tiende siempre a la bondad es tener dema­ siada fe y no demasiadas razones para sustentar la confianza en dicha especie. Eagleton reconoce una miopía co­ mún tanto en la visión providencial de la historia como en la mirada progre­ 188

sista postulada por Bloch: ambas pos­ turas son de índole teleológico, fijan su esperanza en la pretensión de que la historia siempre corre hacia su propia autorrealización, pero obvian que mu­ chos de los obstáculos que construye tal historia parecen a veces apuntar a lo contrario. Esta esperanza utópica se asemeja más al optimismo irreflexivo de muchos hombres que terminan ca­ yendo en el dogmatismo y anulando cualquier posibilidad de debate. Para Eagleton, una esperanza más “auténtica” tendrá que estar encami­ nada, en primera instancia, a desarro­ llar las aspiraciones individuales desde una comprensión real de las posibili­ dades propias, pero el hecho de que no deba de ser trascendente y que no esté obligada a “alcanzar hasta lo más fun­ damental” –porque seguir hablando de fundamentos es continuar con esta tra­ dición totalitaria que anula los matices y está en constante riesgo de reincidir en una violencia– no significa que no podamos tener esperanza en concebir algún cambio radical, en ver que la so­ ciedad puede mutar hacia otras formas políticas y democráticas y hacia otra economía que no sea ese capitalismo extremo que Eagleton y muchos de no­ sotros empezamos a padecer. Una cosa es importante: aunque en nuestra cotidianidad todo fuera de lo mejor y viviéramos en el país más desa­ rrollado, civilizado y pacífico, siempre hay que tener conciencia de la fatali­ dad. Esto no significa que nos volvamos

unos pesimistas dogmáticos, sino la consideración en todo momento –recor­ dando las palabras de Schopenhauer– de que “entramos en el mundo llenos de aspiraciones a la felicidad y al goce y conservamos la insensata esperanza de realizarlas, hasta que el destino nos atra­ pa rudamente y nos muestra que nada es nuestro, sino que todo es suyo (…) Luego viene la experiencia y nos enseña que la felicidad y el goce son puras quimeras (...) ¿Por qué habría de ser necio pro­ curar en todo momento que se disfrute en lo posible del presente como lo úni­ co seguro?” Esta felicidad que condena Schopen­ hauer como pura quimera, desde las pala­ bras de Eagleton es optimismo irracional inmutable a la tragedia, pero finalmente ridículo y utópico desde el momento en que se verá negado por cualquier rea­ lidad adversa. ¿Por qué no mejor dis­ frutar del instante, del presente seguro que tan sólo conserve hacia el futuro una esperanza sin optimismo?

Escritura lapidaria E duardo S abugal Hiram Barrios, Lapidario. Antología del aforismo mexicano (1869-2014), Fondo Edi­ torial Mexiquense, México, 2015, 399 p.

Desde Hipócrates en el lejano siglo v a. C. hasta la era de la información, donde impera la falsa sentencia tuite­ ra, la práctica del aforismo, cultivada con esmero por unos cuantos produc­ tores y receptores, ha permanecido con muy variados tonos e intenciones. No en balde la lingüística ha desarrolla­ do una disciplina conocida como pa­ remiología, que pretende estudiar la versión culta y popular de la escritura y el habla lapidaria, esa forma de la brevedad que adquiere el pensamiento o bien esa forma de pensamiento que adquiere la brevedad, cuando se habla o se escribe, y que ha desembocado en formas como las del proverbio, el re­ frán o la máxima. Privilegiando el lema que hizo popular a Mies van der Rohe en la arquitectura y el diseño, “menos es más”, el aforismo parece tener el mismo principio creador. Hiram Barrios, traductor, escritor y catedrático, egre­ sado de la unam y especializado en la uam como mexicanista, recuerda en el prólogo de su Lapidario que la teleo­ logía del aforismo es aquel antiguo precepto que rezaba Maximum in mí­ nimo contineri divinum est (Lo divino es que lo mínimo dé cabida a lo máxi­ 189

mo). Así, el arte de la aforística pare­ ciera un arte peligroso que desdeña la argumentación, los desarrollos narra­ tivos, las acumulaciones y los efectos hipnotizadores producidos por la ex­ tensión y los barroquismos de largo aliento. Quizá por eso Francisco Tario maldecía, en su Equinoccio, la supe­ rabundancia de las palabras. Lapida­ rio, además de poseer una variopinta selección de estilos aforísticos a partir de diferentes horizontes intencionales de producción, también es una manera de seguir la evolución histórica del aforismo. En casi veinticinco siglos, el aforismo ha saltado de la intención mé­ dico-doctrinal a la político-moralista, desterritorializándose poco a poco de su campo originario y constituyéndose en una forma no auxiliar sino per se, al mismo tiempo que ha ganado cierta autonomía genérica y estética. Es inte­ resante seguir el rastro de la práctica aforística que propone Barrios: des­ de aquella que intentaba exponer una idea (Séneca, Cicerón y Marco Aure­ lio) hasta la que vuelve el aforismo un soporte filosófico contemporáneo lleno de humor, pesimismo, ironía y espíritu saboteador (Nietzsche o Cioran) y que ha terminado por refrendar el aforismo como escritura subterránea o perifé­ rica. En las letras universales, según Barrios, el aforismo adquirió fuerte presencia con Karl Kraus, Giovanni Papini, Ramón Gómez de la Serna, Stanislaw Jerzy Lec, Antonio Porchia y Alain Bosquet. Lapidario reúne los 190

aforismos de cien autores mexicanos (o extranjeros que escribieron en México) desde 1869 hasta 2014, es decir, desde Ignacio Manuel Altamirano hasta Piolo Juvera, y pretende mostrar un panora­ ma representativo del género aforístico escasamente atendido por la crítica, según lo comenta el propio Barrios en el prólogo. Además de acercar al lector a la es­ critura lapidaria de esos cien autores, el libro obliga a reinterpretar los al­ cances, la vigencia y la circulación del aforismo. Uno de los aciertos de Lapi­ dario es la de mostrar que el género no es un género menor y que el aforismo ha mantenido históricamente una fuer­ za latente no siempre visible capaz de oponerse a la quietud del lenguaje y al establecimiento de un orden social y lingüístico, repleto de lugares comu­ nes. En ese sentido, Barrios apunta que el aforismo ha optado por una línea de investigación y elaboración discur­ siva emparentada con lo que él llama antiproverbio. El aforismo, una especie de anticuerpo del statu quo, sabotea la moraleja, pues “la enseñanza del afo­ rismo es subversiva, disidente, algunas veces linda con la irreverencia o el ab­ surdo”. Erige una visión particular que critica, precisamente, los valores, con­ ductas y costumbres que la sociedad considera virtuosos y que se propagan de boca en boca a manera de consejos vitales”. No es casual que la filosofía y el logos aforístico hayan utilizado la ironía y el humor para provocar un

pensamiento emancipatorio. Después de todo, detrás de toda escritura lapi­ daria hay una declaración y defensa de principios, ya sea de forma afirmativa o bien a través de la vía negativa o la perversión. En ese sentido, se puede rastrear en el aforismo, más que una postura estética, una ética. Después de todo, escribir lapidariamente es una actitud hacia el lenguaje que revela un horizonte de intencionalidad más pro­ fundo, pues si le hacemos caso a Octa­ vio Paz “la moral del escritor no está en sus temas ni en sus propósitos, sino en su conducta frente al lenguaje”. El recorrido de Barrios por el afo­ rismo mexicano incluye los momentos que él ha considerado fundamentales y que le sirven como periodizaciones historiográficas o etapas hasta cierto punto evolutivas: “el nacimiento de su práctica, en el siglo xix; su forta­ lecimiento, durante la primera mitad del siglo xx; su proceso de normaliza­ ción, durante las últimas décadas del siglo pasado, y las primeras de este milenio”. Particularmente interesantes resultan los apartados dedicados a las generaciones que irrumpieron en el me­ dio siglo, de 1940 a finales de 1960, y el denominado Diáspora y exilio, donde se reúnen aforismos de extranjeros que escribieron desde México, sobre todo exiliados españoles. En la década de los cuarenta, Barrios localiza cuatro libros claves que, según él, lograron rescatar y fortalecer el género, aparen­ temente en desuso: Aforismos inmora­

les (1942), de Luis S. Orlaineta; Lampos (1945), de Arturo R. Pueblita; Equinoc­ cio (1946), de Francisco Tario, y Límite (1949), de José Jayme. Respecto a Diás­ pora y exilio, destacan los españoles José Gaos (quien escribió al menos unos mil doscientos aforismos), José de la Colina, José Bergamín y Max Aub; y los guatemaltecos Augusto Monterroso y Luis Cardoza y Aragón. Aunque se advierte que no se hará una caracterización que permita una distinción genérica exacta, no parece claro porqué esta antología deja de lado (por no considerarse aforismos) cier­ tas formas textuales lapidarias perte­ necientes a los géneros vecinos de la minificción, el haikú, el poemínimo, el epigrama, la greguería, el proverbio, el refrán, la adivinanza y el adagio. En el caso de la minificción, por ejemplo, no parece suficiente considerar, como lo hace Barrios, el número que supere las veinte palabras y la presencia de una historia elíptica para dejar zanja­ da la distinción, pues tanto el aforismo como la minificción son cosas fingidas, productos de la inventio, y ambos ha­ cen, como reconoce el autor, uso de la brevedad, la concisión y cierto efecto sorpresivo en el desenlace. La ficcionali­ dad del aforismo contemporáneo tendría que haber hecho mucho más amplia e interesante la selección presentada en Lapidario, pues como lo ha señalado Violeta Rojo en Breve manual para re­ conocer minicuentos, el aforismo suele ser una de las formas que puede adqui­ 191

rir el minicuento gracias a su carácter proteico. Por otro lado, parece una debilidad de la antología incluir el fenómeno del tuit, pues además de no estar justifica­ da su inclusión (es dudoso que pueda entrar dentro del género) tampoco hay una selección rigurosa o una profun­ dización al respecto. Incluso Barrios parece ir en contra de sí mismo al no privilegiar, además de la economía ver­ bal, el cambio de paradigmas, el mora­ lismo rebelde, la mirada trasgresora y hasta disidente, que sí lo guiaron como criterios de selección en los apartados previos del libro. El último apartado, Propuestas para un nuevo milenio, no parece estar bien equilibrado, y aunque sabemos que en una antología siempre hay criterios subjetivos que irremedia­ blemente tienden a dejar fuera ciertas cosas e incluir otras, en este apartado parece imperar una suerte de ocurren­ cia o capricho en la elección de los escritores incluidos, pues no todos son escritores que hayan cultivado el aforis­ mo con recurrencia ni todos han usado exclusivamente las redes sociales con esa finalidad, ya que han terminado por darle una salida en papel a dicha escri­ tura lapidaria. Se echa de menos algu­ na referencia al libro de Cristina Rivera Garza, Los muertos indóciles, quien en el capítulo titulado “Breves mensajes desde Pompeya: producir presente en 140 caracteres”, se revisa el fenóme­ no de la escritura en twitter y se dan nombres de autores que, a juicio de la 192

escritora, la han explorado, de forma relevante y/o problemática. El último apartado de Lapidario es una arena movediza riesgosa que contrasta con el resto del libro, pues no hay criterios claros de selección. ¿Se tomó en cuen­ ta el número de seguidores en twitter?, ¿la publicación en papel de lo escrito previamente en la red?, ¿la relevancia de los autores en otros géneros ajenos al aforismo?, ¿la renovación del género o aportaciones estilísticas que hay en esas formas de escritura? No se precisa cuál fue la criba de esa selección. Se excluyeron poemínimos, neuronerías, alburemas, periquetes, gra­cejadas poé­ ticas o greguerísticas, y a ciertos auto­ res como Jaime Sabines, Juan García Ponce, Carlos Monsiváis y Alejandro Rossi, pero se incluyeron autores como Piolo Juvera, cuya calidad literaria dis­ ta mucho del resto de los antologados. También hubiera sido necesario incluir una selección de la sección Rayuela, publicada por el diario La Jornada, que aunque no aparece firmada con el nombre de un autor, de alguna manera representa el uso eficaz, político y pe­ riodístico de la escritura lapidaria con­ temporánea en la sociedad mexicana. En su defensa, Barrios advierte en el prólogo que la antología fue incluyente y permisiva, y que se concibió “como un trabajo preliminar, exploratorio y en construcción”. En todo caso, este Lapidario recuer­ da lo fresco, maleable e insistente que es y ha sido el aforismo en nuestra

geografía. El diccionario Larousse in­ forma que una Lápida es una piedra que suele llevar una inscripción, y que lapidar es matar a pedradas. En cier­ to pasaje bíblico (Juan 8:1-7), Jesús, ante la inminente lapidación de una mujer adúltera, advierte a quienes la condenan que sólo aquel que esté li­ bre de culpa puede arrojar la primera piedra. Haciendo un símil, se puede pensar la figura del escritor lapidario como alguien que se asume exento de culpa, que arroja sus frases y construc­ ciones sintácticas como piedras a los otros, construyéndose él mismo como una suerte de cínico o crítico que lo­ gra invertir tramposamente la condena platónica mediante la cual los poetas miméticos fueron expulsados de la Re­

pública, transformándose ahora, me­ diante el lenguaje, en el artífice de la condena. La escritura lapidaria convier­ te al condenado en juez, gracias a los malabares aforísticos. Aunque, como decía Salvador Elizondo, los aforismos más ciertos son siempre los aforismos menos brillantes, hay cierto aire de audacia heroica o de triunfo lingüísti­ co en el arte de elaborar expresiones lapidarias que recuerdan el ejercicio del poeta. No sin incluir una amarga y paradojal dosis de humor negro, puesto que en el ejercicio del escribir y hablar lapidario hay siempre cierta predilec­ ción pesimista, un dejo de desazón, pues “nada endulza tanto la boca como decirle al prójimo una verdad amarga”, tal y como escribe Nikito Nipongo.

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