EL MULTICULTURALISMO COMO IDEOLOGÍA SLAVOJ ZIZEK Y LA CRÍTICA DE LA DEMOCRACIA LIBERAL Santiago Castro-Gómez Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Ciencias Sociales En lo que va corrido de este año, los colombianos hemos sido testigos de una serie de escándalos políticos que dejan mal parada a la democracia. Un Alcalde elegido por votación popular es destituido por un funcionario no elegido en las urnas, alegando errores administrativos. El Presidente de la República, desatendiendo el llamado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, confirma la destitución del Alcalde, solo para tener que restituirlo algunos días más tarde debido a un fallo del Tribunal Superior de Bogotá. Fallo que, a su vez, ha sido impugnado por el Procurador General de la Nación, dejando en suspenso el final de un novelón que fue la comidilla de los medios de comunicación… por lo menos hasta el surgimiento de un nuevo escándalo que hace olvidar al anterior. Y es que dos de los candidatos a la presidencia, sin molestarse siquiera en dar un debate sobre sus propuestas de gobierno ante la opinión pública, se han acusado mutuamente durante las últimas semanas de ser criminales. Como vulgares pistoleros de la calle, se imprecan uno a otro por haber utilizado medios ilícitos para su propio beneficio político, al mismo tiempo que prometen llevar a término un complicado proceso de paz con la guerrilla. ¿Pistoleros encabezando un proceso de paz? ¿Candidatos que aspiran ganar el favor popular en base a la sucia descalificación del oponente? ¿Funcionarios no elegidos que destituyen a un Alcalde elegido por supuestos errores de procedimiento? Colombia se precia de ser una de las “democracias” más sólidas de América Latina. Pero todo lo que está pasando, ¿no demostraría, por el contrario, que la democracia es tan sólo la fachada jurídica que oculta la existencia de un régimen oligárquico y corrupto, vinculado directamente a los intereses encontrados del capital global? De ser esto así, como parece, filósofos de ultraizquierda como Slavoj Žižek gozarían de una inmensa coyuntura política. Pues una de la tesis centrales del esloveno es que la democracia es un sistema enteramente servil y dependiente de la economía global de mercado, incapaz por ello de resolver los graves problemas de desigualdad social, corrupción política, degradación del medio ambiente y explotación laboral que viven, sobre todo, los sectores más empobrecidos del tercer mundo. Habría entonces que desechar la democracia y abrirse camino, a través de la violencia revolucionaria, hacia nuevas formas de organización social y política, que Žižek insiste, de todas maneras, en identificar con el viejo nombre de “comunismo”.
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Pertenezco, en cambio, a aquellos que rechazan lo que ocurre actualmente con la democracia colombiana, pero que lo hace en nombre de la democracia. Por eso en esta ponencia quisiera entablar un diálogo crítico con Slavoj Žižek, tratando de mostrar cuáles son sus argumentos en contra de la democracia y discutir con ellos. Pues creo, junto con pensadores y pensadoras tan diferentes como Chantal Mouffe, Ernesto Laclau, Jacques Rancière y Enrique Dussel, que la democracia continúa siendo el horizonte político irrebasable de nuestro tiempo. No podré, sin embargo, ofrecer aquí mis argumentos y los de estos filósofos a favor de la democracia. Me limitaré tan sólo a presentar y debatir filosóficamente los argumentos de Žižek en contra de ella. Establecido esto, procederé de la siguiente forma: primero expondré brevemente la posición de Žižek en torno al problema de la ideología. Luego mostraré la relación que establece el esloveno entre ideología y política en tiempos de la posmodernidad, haciendo énfasis en la descalificación que hace de todas las iniciativas ciudadanas y democráticas. Finalmente analizaré su compleja crítica del multiculturalismo y su relación patológica con la democracia y el capitalismo. 1. Las trampas de la ideología En su formulación del problema de la ideología, Žižek parte de la tesis de Lacan según la cual, algo le “falta” siempre al hombre, una carencia fundamental lo acompaña y le impele a cubrir esa carencia mediante la “identificación” con lo que “otros” esperan de él (con el “deseo” de los otros), pues allí encuentra el “espejo” que le permite evitar confrontarse directamente con su “núcleo traumático”. Lo que Althusser no logró precisar en su famosa crítica de la ideología, nos dice Žižek, es que la “condición humana” conlleva una fisura que constituye al sujeto y que es independiente de su subjetivación social; de hecho, esta fisura, este desconocimiento primordial, es la condición de posibilidad de la función social del sujeto, incluso antes de eso que Michel Foucault llamase los “procesos de subjetivación”. Las tesis de Althusser sobre la ideología deben ser complementadas, entonces, con aquello que ya Hegel había visto mucho antes: que el hombre es un “animal enfermo de muerte”: “El hombre es – Hegel dixit – “un animal enfermo de muerte”, un animal extorsionado por un insaciable parásito (razón, logos, lenguaje). Según esta perspectiva, la “pulsión de muerte”, esta dimensión de radical negatividad no puede ser reducida a una expresión de las condiciones sociales enajenadas, sino que define la condición humaine en cuanto tal. No hay solución ni escape, lo que hay que hacer no es “superarla”, “abolirla”, sino llegar a un acuerdo con ello, aprender a reconocerla en su dimensión aterradora y después, con base en este reconocimiento fundamental, tratar de articular un modus vivendi con ello” (SOI, 27)
Para recuperar el concepto hegeliano de negatividad radical, Žižek introduce la noción lacaniana de “síntoma”. Lacan dice que fue Marx quien inventó el concepto de “síntoma” al mostrar que eventos tales como las crisis económicas y las guerras
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no son una “desviación” de la normalidad social, sino que forman parte integral de ésta, pues “muestran” el carácter radicalmente negativo de la misma (SOI, 47). Son el “síntoma” de una negatividad que está ahí todo el tiempo pero que usualmente no vemos o no queremos ver. Siempre está ahí, pero - como diría Freud - preferimos “reprimirla”. Ahora bien, esa negatividad que “no vemos” es justamente lo que permite que la vida social funcione, pues si la viéramos, todo el aparataje simbólico sobre el que se estructura la sociedad se desplomaría. Por eso es necesaria la ideología. Es necesario creer que la negatividad es tan sólo una especie de “anormalidad” que puede ser corregida a través de medidas económicas, sociales o políticas. Žižek sigue aquí al último Lacan, quien se distancia ya del modo en que Freud concebía el síntoma. Para Freud, el síntoma (es decir, eso reprimido permanentemente por la conciencia pero que aparece esporádicamente en los “actos fallidos”, en los “errores” repetidos que cometemos, etc.) deberá desaparecer una vez que el paciente haya tomado conciencia de los contenidos inconscientes. El último Lacan se dio cuenta, sin embargo, de que el síntoma no siempre desaparece a pesar de que el análisis haya sido correcto. Su explicación es que el síntoma no es tan sólo un signo de algo oculto, como en Freud, sino que es el modo en que el sujeto organiza su “goce” (Jouissance). De modo que el psicoanálisis lacaniano ya no busca eliminar el síntoma, sino hacer que el paciente se identifique con él. Lo que dice Žižek es que aunque los sujetos sean conscientes de que viven en la ideología, no estarán dispuestos a renunciar a ella (como proclamaba Marx), pues ello equivaldría a renunciar al goce. “El nivel fundamental de la ideología”, nos dice Žižek, “no es el de una ilusión que enmascare el estado real de las cosas, sino de una fantasía (inconsciente) que estructura nuestra propia realidad social” (SOI, 61). Y esa fantasía es la que nos permite “gozar”, tener un sentimiento de satisfacción por las cosas que cotidianamente hacemos. Podemos “gozar el síntoma” sólo en la medida en que la ilusión que estructura la vida social se mantenga intacta. Pero en el momento en que tal ilusión se desvanezca, en el momento en que el “fantasma” que soporta la ideología se vaya, entonces terminaría el goce y nos veríamos abocados a confrontarnos con lo Real, con ese “núcleo traumático” que desestructuraría por completo nuestras vidas. Por eso es que no estamos dispuestos a abandonar el “síntoma” aunque sepamos que el capitalismo es un sistema injusto, que la democracia sólo sirve para legitimar el poder de las oligarquías o que el colonialismo es la matriz del racismo moderno. Por eso es que preferimos la ignorancia al conocimiento, ya que éste nos arrebataría inmediatamente el goce. Es aquí donde Žižek se distancia del concepto tradicional de la ideología como “falsa conciencia”, pues este presupone un tipo de “conciencia ingenua”: la gente hace lo que está en contra de sus propios intereses porque en realidad no saben lo que hacen. Pero cuando lo sepan, cuando descubran las “causas verdaderas” de aquello que hacen, entonces “tomarán conciencia” y dejarán de hacerlo. Las gafas ideológicas caerán de los ojos y la gente podrá ver la “realidad real”, las cosas “tal
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como son”, pues la máscara habrá desaparecido. Lo que Žižek dice es que hoy día todo el mundo sabe que el sistema capitalista está generando la destrucción del planeta. Pero aún así, todos quieren seguir viviendo en el capitalismo, desean permanecer con las gafas ideológicas puestas. Se comportan cínicamente, como bien lo mostrara Sloterdijk. ¿Por qué? Porque si la máscara ideológica cayera, se perdería también el goce que viene aparejado con esa fantasía. Es por eso que la ideología no podrá ser combatida a través de la “ilustración”, a través de la crítica racional, como pensaban intelectuales marxistas como Sartre. Lo que debe hacerse, más bien, es una operación de transferencia que pueda confrontar a la gente con su propio “síntoma”, aunque esto suponga irremediablemente arrebatarle su goce. Éste es el verdadero papel de la filosofía: “aguar la fiesta”, mostrar lo cínicos que somos, develar los mecanismos de nuestro propio engaño. Más aún: demostrar la necesidad ontológica de ese engaño. ¿Pero qué se ganaría con el intento de confrontar a la gente con el núcleo traumático de su inconsistencia ontológica? Žižek reconoce que el precio que tiene que pagar el sujeto por el conocimiento que el analista (en este caso el filósofo) le ofrece, es el precio de su propio ser (SOI, 103). El acceso al saber se paga con la falta de goce, lo cual arrebata al sujeto, momentáneamente, el falso reconocimiento que le protege de su confrontación traumática con “lo Real”. Cuando el filósofo rompe el sueño ideológico y hace que el sujeto se identifique con lo Real de su propio deseo, ¿qué se obtiene con esto? Según Žižek, el efecto inmediato de la confrontación con lo Real sería el intento, por parte del sujeto, de romper abruptamente con el orden simbólico que estructura su realidad social e intentar crear un “nuevo orden” poscapitalista, que en todo caso sería un orden ideológico. Recordemos que Althusser decía que no es posible vivir sin ideologías, ya que el hombre es un “animal ideológico”. El sujeto, entonces, no podrá permanecer demasiado tiempo confrontado con su propia falta de sustancia, con su propia “hendidura” ontológica, sino que buscará organizar el goce de otro modo: tendrá que encontrar nuevas fantasías ideológicas y ocupar otras “posiciones de sujeto”. Žižek anuncia por tanto un nuevo orden que se define ex negativo (no capitalista, no liberal, no colonial, no democrático, etc.) pero que, en cualquier caso, seguirá siendo necesariamente un orden ideológico, donde se continuará reproduciendo, aunque de otro modo, el eterno juego del desconocimiento. Sea cual fuere el orden político y social en el que viva, el hombre no podrá saltar por encima de sí mismo, por encima de su propia enfermedad ontológica. Siempre tendremos que pagar por el “pecado original” de ser lo que somos. ¿Pero no es ésta, preguntamos, una visión peligrosa, capaz de legitimar regímenes autoritarios y paternalistas orientados hacia el “enderezamiento” de la “fragilidad natural” del hombre? Lo cierto es que la noción de síntoma permite al filósofo esloveno distanciarse de la tesis posestructuralista de que el sujeto está “socialmente construido” (y es efecto de relaciones sociales de poder), tal como lo afirmara Foucault. Para Žižek, el sujeto no
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es algo socialmente construido sino, todo lo contrario, los vínculos sociales presuponen ya el carácter ontológicamente escindido del sujeto. Ya Schelling y Hegel lo habían visto con claridad: es precisamente este vacío, esta alienación fundamental, la que hace posible el orden de lo simbólico, que es el que estructura todas las relaciones sociales. El sujeto no es producto de fuerzas sociales presubjetivas de carácter histórico, como dice Foucault, sino que la sociedad es producto de fuerzas ontológicas y presociales anteriores al poder mismo. Aquí encontramos uno de los mayores problemas que tiene la ontología žižekiana: los procesos históricos están condicionados por algo que, en sí mismo, no es histórico. En su afán de tomar distancia frente al posmodernismo y el posestructuralismo, Žižek recae en aquello que Foucault ya había criticado con firmeza: la tesis de que hay un elemento que posibilita la dinámica de la historia sin estar condicionado por ella. Una instancia condicionante pero no condicionada. Esta instancia, que opera como presupuesto incuestionado en toda la obra de Žižek, no es otra cosa que “lo Real” de Lacan. Pues lo Real no se deja tocar por ninguna determinación histórica en particular y retorna siempre “el mismo” a través de las diversas manifestaciones culturales y de las distintas “historias locales”. Es decir que, para Žižek, fenómenos de extrema violencia tales como el nazismo, el estalinismo, el colonialismo, las dictaduras militares en América Latina o las masacres en Colombia no pueden ser explicados acudiendo a una genealogía del modo en que tales fenómenos se inscriben diferencialmente en sus respectivas historias locales y son “enactuados” por agentes social, cultural y espacialmente determinables. Para el filósofo esloveno se trata, por el contrario, de un mismo fenómeno de carácter universal que reaparece en las diversas historias locales, pero que no se reduce a ninguna de ellas. ¿A qué se debe la irreductibilidad histórica de este fenómeno? A que se encuentra anclado justo en aquella figura abstracta que Michel Foucault rechazó durante toda su vida: la “naturaleza humana”. Žižek, como Lacan, está convencido de que el síntoma es algo que pertenece a la conditio humana y que se experimenta del mismo modo por todos los hombres de todas las culturas y en todas las épocas, aunque con diferentes acentos históricos. Toda la teoría de las ideologías en Žižek está construida sobre esta idea de un sujeto universal que adolece de sustancia ontológica y que, por tanto, “necesita” aferrarse al síntoma para no tener que encontrarse de forma traumática con “lo Real”. Si el síntoma desapareciera, esto es, si la fantasía que sostiene mi “posición de sujeto” se desvanece, esto traería consigo la locura, la pérdida de sentido de mi ser-en-elmundo. El punto de Žižek es que la ideología funciona porque hay una “fantasía” que la sostiene. En cuanto se pierde tal fantasía, la trama de nuestras vidas se desintegra y necesitaremos encontrar una nueva ficción, una nueva fantasía. Con otras palabras: lo que llamamos “realidad social” es sólo “real” porque funciona
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como una “red simbólica” de creencias en la cual están atrapados todos los individuos de todas las culturas y de todas las épocas. 2. El advenimiento de la pospolítica Para ilustrar el modo en que la humanidad entera gime entre las cadenas de la ideología liberal-capitalista, Žižek recurre a una curiosa interpretación de la película Matrix. Según el esloveno, la tesis central de la primera parte de la saga es que la realidad que experimentamos cotidianamente no es la “realidad real”, sino tan sólo un mundo simulado por una mega-computadora. Vivimos, pues, en una realidad virtual, artificial, generada por la Matrix, a la cual se hallan conectadas nuestras mentes. De hecho, la famosa escena en la que Morfeo le muestra a Neo las dos pastillas, propone justamente la disyuntiva entre la realidad y la ficción. Si escoge la pastilla azul, entonces habrá optado por continuar ocupando su “posición de sujeto” (como programador de computadoras) en el mundo ideológico creado por la Matrix. Si escoge, en cambio, la píldora roja, despertará de este mundo ilusorio y podrá ver la “realidad real”, que es la Matrix. De entrada, Žižek nos dice que esta tesis de la primera película es “la ideología en su máxima fuerza” (SPE, 151). ¿Por qué razón? Ya lo dijimos antes: la crítica de la ideología no radica en mostrar que hay una “realidad real” detrás de la ilusión. “Despertar” no significa ver el rostro verdadero detrás de la máscara y entrar a una situación post-ideológica donde podrá verse finalmente la “verdad”. Los hermanos Wachowski, afirma Žižek, modificaron por fortuna esta tesis inicial en las dos películas subsecuentes, pues en ellas se sugiere que el “desierto de lo Real” en el cual despierta Neo es una nueva creación de la Matrix. La liberación que anuncia Neo al final de la primera película resulta ser entonces una escenificación de la propia Matrix (de ahí su título: “Matrix recargada”). La máquina capitalista es “excesiva” en el sentido de que siempre va “más allá”, siempre genera plusvalía, siempre se auto-revoluciona, nunca puede terminar. El capitalismo, como la Matrix, está siempre “recargado”. Pero si rechazamos la tesis de que la Matrix sea una especie de “Gran Otro” lacaniano que maneja los hilos “detrás” de la realidad, es decir, si resulta ideológico entender el capitalismo como una máquina que se alimenta de nuestra fuerza de trabajo, de nuestra energía libidinal (como afirmaba Marcuse en su famoso libro Eros y civilización), reduciéndonos al estatuto de simples baterías, ¿cuál es entonces la lectura que propone Žižek? La alternativa que ofrece Morfeo a Neo no es entre la realidad y la ilusión (ya lo sabemos: las ficciones ideológicas estructuran nuestra realidad, de modo que si perdiésemos esas ficciones, perderíamos la realidad misma). Necesitamos entonces una nueva “píldora” que nos permita entender que somos nosotros quienes demandamos la ilusión fantasmática. Entonces la pregunta
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no es “¿por qué necesita la Matrix de nuestra energía?” (que es la pregunta que Neo encontrará respondida si toma la pastilla roja), sino “¿por qué nuestra energía necesita de la Matrix?” Pues bien: esa energía (la libido) necesita del capitalismo porque sin él perderíamos el goce, el exceso, la plusvalía deseante. Por eso, como lo decía Žižek en su primer libro, nos comportamos como “cínicos”: aunque sepamos que el capitalismo genera inequidad, destrucción de la naturaleza, explotación, etc., preferimos no hacer nada en su contra porque, si lo hiciéramos (es decir, si abolimos su fantasía), lo pagaríamos con la falta de goce. Y aunque tratemos de hacer algo, eso no sería sino una nueva forma de disfrazar el cinismo. ¿A qué se debe, se pregunta Žižek, toda esa incesante actividad “transformadora” que se ha apoderado de la juventud en muchos países occidentales? La gente quiere “hacer algo”, y hacerlo rápido, para evitar la destrucción del planeta, para detener la crisis ecológica, para favorecer una redistribución más justa de las riquezas. El esloveno dirá que iniciativas ciudadanas tales como el “consumo responsable”, los mercados y restaurantes de comida orgánica, el “Fair Trade”, los programas de reciclaje de basuras, el vegetarianismo, los foros académicos, etc., no son auténticas actividades transformadoras. Más bien, obedecen a una compleja economía psíquica a través de la cual, el sujeto necesita (como un neurótico) entrar en permanente actividad para asegurarse, precisamente, de que nada cambie, de que todo se mantenga igual. Recordemos: somos nosotros quienes necesitamos de la Matrix. Por eso es necesario asegurarnos de que las relaciones capitalistas de mercado se transformen, pero sin verse seriamente perturbadas. ¿Cómo? Realizando acciones “democráticas” que puedan hacer del capitalismo un sistema tal vez más ecológico, más sostenible, más humano y más social, pero que, al mismo tiempo, garanticen la reproducción permanente del sistema. Porque si éste desapareciera, entonces desaparecería también el goce que nos proporciona. Para Žižek, lo que se halla detrás de este activismo obsesivo de la sociedad civil en las sociedades democráticas no es otra cosa que la necesidad de mantener intacta la ilusión fantasmática que sostiene nuestro deseo. Todas esas acciones que proclaman la necesidad política y moral de una “resistencia” (al racismo, al sexismo, a la contaminación ambiental, etc.) son parásitas del capitalismo que supuestamente niegan, ya que en realidad no desean negarlo. No queremos salir de la Matrix, pues ella “llena” el vacío ontológico fundamental con el que no estamos dispuestos a confrontarnos. Una y otra vez, Žižek nos confronta con esta visión de un sujeto carente, débil, vacío, alienado y perverso. ¿Qué puede hacer un sujeto como éste frente a los desafíos políticos de nuestro tiempo? La cosa es previsible: Žižek sugiere que aunque este sujeto abyecto escoja la “píldora azul” y prefiera quedarse dentro del sistema (que es seguramente lo que hará), su mejor política debería ser “gozar el síntoma” con todas las fuerzas posibles. Pues como todo marxista que se respete, el esloveno piensa que el capitalismo, como la Matrix, generará su propia destrucción; llegará un momento en que la plusvalía del goce ya no podrá ser mantenida dentro
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de los parámetros de beneficio capitalista y entonces el último límite será rebasado. La Matrix ya no podrá ser “recargada”: “Así que pienso que debemos ser fieles a la intuición marxista según la cual, lo único que es capaz de destruir el capitalismo es el capital mismo. Debe explotar desde adentro” (AI, 145) En efecto, la esperanza de Žižek parece radicar en que la economía capitalista se autodestruirá debido a que opera sobre la base del exceso. Y esto ocurrirá sin que medie para nada la intervención política de los ciudadanos, únicamente a través de sus estúpidos actos consumistas. La sociedad neoliberal de consumo se funda sobre el principio de que “más es mejor”, de tal modo que hoy día estamos casi que obligados a gozar. Si la modernidad implementó una serie de normas para la “contención del goce” (la ética burguesa del trabajo), la posmodernidad ha normalizado la trasgresión. Todo el tiempo estamos siendo compelidos (por la publicidad y los medios de comunicación) a gozar todo lo que podamos: debemos tener una carrera exitosa, un cuerpo hermoso, una vida sexual fantástica, una espiritualidad firme, es decir, debemos ser personas más allá de lo común, capaces de marcar una diferencia frente a la norma. Hay que “ir más allá” y romper las normas, explotar los límites tradicionales, de tal modo que, paradójicamente, lo normal hoy día es la transgresión. Erosionado el orden simbólico de las sociedades modernas, el que goza ya no es quien vive conforme a las normas sino quien las destruye. De modo que no es un “límite externo” el que descompondrá la máquina del capitalismo (ya que éste puede convertir cualquier obstáculo exterior en una ventaja para su desarrollo), sino que será su propio “límite interno”, su propia economía del exceso. Con la globalización neoliberal de la economía (y la consecuente universalización del goce), el capitalismo parece haber entrado en su “fase final”. Ahora bien, la naturalización del goce significa que aunque hayan desaparecido las restricciones burguesas que buscaban contenerlo, éstas han sido reemplazadas por otras que lo normalizan. Lo que tenemos hoy son normas que nos “castigan” moralmente cuando nuestro “estilo de vida” impide la reproducción permanente del goce: es decir cuando no nos alimentamos de forma correcta, cuando tenemos problemas de impotencia sexual o depresión, cuando somos improductivos en el trabajo, cuando llevamos una vida poco sana (obesidad, cigarrillo, sedentarismo) o cuando no tenemos “hobbies” lo suficientemente divertidos. Como lo afirma Žižek en uno de sus apuntes más conocidos: en el mercado actual encontramos toda una serie de productos despojados de sus propiedades malignas: café sin cafeína, crema sin grasa, cerveza sin alcohol, pasteles sin grasa, coca cola light. No se trata ya ni siquiera de gozar “con moderación” sino de gozar sin restricciones (aunque, paradójicamente, sacrificando el goce), pues todos estos productos han sido despojados ya de su sustancia. No hay problema: usted puede tomar todo el café, la Coca-cola y los bizcochos que quiera, sin que ello represente un peligro para su salud y productividad. ¡No hay excusa para no gozar! El capitalismo global extiende
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permanentemente sus límites y genera las condiciones para la universalización del goce, de tal manera que si alguien no goza es en realidad por su propia culpa. Ya no es posible culpar a “otros” por la propia miseria libidinal, sean los capitalistas mismos, el imperialismo, el colonialismo, la corrupción de la clase política: nada ni nadie puede servir de chivo expiatorio por no poder participar del goce infinito que ofrece la economía libre de mercado. En el horizonte posmoderno, pareciera que no existe nada fuera del capitalismo, que éste ha llegado aquí para quedarse. Los sujetos posmodernos han “naturalizado” de tal modo el marco de posibilidades ofrecido por el capitalismo, que sus demandas políticas se mueven cómodamente al interior de ese marco pero sin cuestionar jamás el marco mismo. Éste es el problema que Žižek ve en las demandas de los grupos minoritarios contemporáneos: “Nuestras batallas electrónicas giran sobre los derechos de las minorías étnicas los gays y las lesbianas, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de este tipo, mientras el capitalismo continúa su marcha triunfal. Hoy la teoría crítica – bajo el atuendo de “crítica cultural” – está ofreciendo el último servicio al desarrollo irrestricto del capitalismo al participar activamente en el esfuerzo ideológico de hacer invisible la presencia de éste: en una típica “crítica cultural” posmoderna, la mínima mención del capitalismo en tanto sistema mundial tiende a despertar la acusación de “esencialismo, “fundamentalismo” y otros delitos” (MLCCT, 176)
El punto que Žižek señala es que las luchas políticas posmodernas no son ya por el control del Estado y de los medios de producción, sino que se concentran en el derecho de las minorías (étnicas, raciales y sexuales) a exhibir públicamente un “estilo de vida” sin ser reprimidos por ello. Abandono, pues, de las luchas económicas y desplazamiento de la política hacia las luchas culturales. En la posmodernidad se ha producido una “culturización de la política” que deja invisible el marco económico que posibilita las demandas de los grupos minoritarios. Recordémoslo: es la expansión global de la economía capitalista la que genera el colapso del Estado como institución simbólica central de la política moderna y el repliegue hacia formas de vida “para-estatales” ya coaptadas por el mercado. De tal modo que las luchas de las minorías suponen la aceptación del capitalismo como ultima ratio de la vida social. Pues, en últimas, es el mercado el que permite que todas estas minorías puedan “gozar” de su estilo de vida. Hay productos de todo tipo para la comunidad gay y para las lesbianas, hay tiendas especializadas en “música étnica”, hay ropa para los “hooligans” y mercados de artesanías indígenas, hay restaurantes de comida india, tailandesa, coreana, etc. Y como todos estos grupos pueden consumir su estilo de vida sin problemas, no es extraño que sus luchas políticas se dirijan hacia la inclusión en el sistema y no hacia la abolición del mismo. De otro lado, buena parte de los intelectuales de izquierda han caído en la trampa moral de las luchas identitarias. Pues sería “políticamente incorrecto” decir ser de izquierdas y no apoyar causas como la equidad de género, los derechos de
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poblaciones indígenas y afro-descendientes, la legalización de los inmigrantes (“papeles para todos”) y el matrimonio igualitario. Ocurre lo mismo: estos intelectuales han desviado su atención desde problemas económicos como la explotación laboral y la lucha de clases, hacia problemas culturales como la raza, el género, la orientación sexual y la ecología. En esto ha tenido mucho que ver el boom de corrientes teóricas emergentes como los estudios culturales, poscoloniales y de género, con su énfasis en las “políticas de identidad”. La transformación de la vieja kritische Theorie en la nueva Cultural Theory es una clara señal de la preocupante despolitización que Žižek observa en la posmodernidad. El esloveno insiste en que el problema radica en el relativismo historicista del posmodernismo, materializado en tendencias académicas de gran popularidad como los estudios de género y los estudios culturales. Tendencias que pasan por alto una serie de supuestos ontológicos y políticos que permanecen “silenciados” (CHU, 223). ¿Qué es lo que se “ignora” en todas las posiciones posmodernas y que nuestro filósofo, por el contrario, sí “sabe”? Primero, una teoría filosófica del ser que Žižek ha desarrollado en su interpretación del idealismo alemán; segundo, una teoría sociológica de la lucha de clases que ya Marx esbozó en el siglo XIX pero que ahora debe ser reinterpretada desde los presupuestos del psicoanálisis. Una teoría que en lugar de hacer énfasis en fenómenos “culturales”, muestre que las relaciones de producción (“base económica”) determinan en última instancia todos los demás aspectos de la vida, que son vividos por el sujeto como reflejos ideológicos (“superestructura cultural”), lo cual significa que todas las cosas que tienen que ver directamente con la reproducción de las condiciones materiales y económicas de la vida social en su conjunto, son percibidas como asuntos que pertenecen a un orden diferente de cosas, es decir que son vividos de forma distorsionada. Los temas “culturales”, por ejemplo la pregunta por el modo en que cada uno es subjetivado (en tanto que sujeto sexuado, racializado, generizado, etc.) dentro del marco de las relaciones de producción, no son importantes para Žižek a la hora de entender y articular las luchas políticas. Lo único importante es el marco económico mismo y no el modo en que ese marco es vivido ideológicamente. Este aspecto de la obra de Žižek arroja una gran cantidad de dudas sobre el potencial emancipatorio de su propuesta. De un lado, su insistencia en la necesidad apriorística de las luchas de clase y en la “determinación en última instancia” de la economía sobre todas las demás formaciones sociales, le conducen a descalificar por anticipado todas las articulaciones políticas de la sociedad civil en torno a la raza, el género y la sexualidad. Y las descalifica porque sospecha que se trata de reivindicaciones coaptadas ya por la ideología liberal-capitalista. Pero, preguntamos, ¿no estará confundiendo Žižek el liberalismo con la democracia? Pues aunque es cierto que el imaginario liberal de la libertad viene ligado a la expansión de las relaciones económicas de producción hacia cada vez más amplios sectores de la sociedad, también es cierto que el imaginario republicano de la igualdad (que surge
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con la revolución francesa) ha permitido impugnar las relaciones de subordinación engendradas por estos procesos. Por eso creemos que no es correcto establecer una equivalencia directa y taxativa entre liberalismo y democracia. Quien habla de democracia no solo habla de las libertades individuales sino también habla de la lucha contra las desigualdades sociales. Por eso no vale interpretar las luchas en torno al género, la raza, la sexualidad y la ecología como subproductos directos del capitalismo neoliberal, pues en realidad son extensiones del imaginario democrático de la igualdad. Al ignorar tal distinción, Žižek cae peligrosamente en una posición que, sin quererlo, legitima el discurso más conservador de la derecha según el cual, la proliferación de demandas en torno a la igualdad son un grave peligro para la sociedad, pues la hacen ingobernable. Personajes como Daniel Bell y Samuel Huntington han repetido muchas veces que el igualitarismo que reclaman los gays, las lesbianas, las mujeres y las minorías étnicas son “excesos de democracia” que deben ser controlados por el Estado liberal. Al afirmar entonces que las luchas por las formas de vida son asuntos “culturales” que carecen de relevancia en el marco de acción instaurado por el capitalismo global, Žižek ataca el corazón mismo de la política democrática. Pues ésta no se juega tanto en el nivel de las decisiones parlamentarias y en el poder administrativo del sistema político – como quieren los liberales - sino en el acto de negarse a permanecer en el “lugar” que le ha sido asignado a un sujeto por el orden establecido. O para utilizar el lenguaje althusseriano que nuestro filósofo tanto aprecia: el acto democrático se da justo en el momento en que un individuo o un colectivo se des-identifica frente a la “posición de sujeto” con la que ha sido interpelado y entabla un “litigio” frente a ella. Las luchas de los gays, lesbianas, bisexuales y transexuales no son entonces simples reivindicaciones por gozar de un “estilo de vida” que puede ser satisfecho por el mercado, como piensa Žižek, sino que ahí está en juego algo mucho más importante: la negativa a continuar siendo lo que se supone que un hombre o una mujer “deben ser”; el “reparto de lo sensible” que establece quién, cuándo y cómo un sujeto debe comportarse de cierto modo. En tanto que lo que se cuestiona es la legitimidad de los roles sociales tradicionales y se reclama la igualdad en dominios que son diferentes a la economía, se trata de luchas democráticas en el sentido que Rancière y Laclau le han dado a este término. Desde luego que cuando algunas de estas luchas por la igualdad se dirigen hacia el simple reconocimiento jurídico de la “identidad” y no hacia un cambio real de los modos de subjetivación, las críticas de Žižek podrían resultar válidas. Pero el punto aquí es que las luchas en torno a las formas de subjetivación sí son importantes, tal como lo vieron con mucha claridad Foucault y Deleuze. Para Foucault, por ejemplo, las formas de relacionamiento y amistad promovidas por la “cultura gay” no deben ser válidas únicamente para los gays sino para toda la sociedad (Foucault 1999: 417-429). No son, pues, “luchas por la identidad” sino por la universalización de un modo de vida. La lucha no termina en el hecho de ser
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aceptados o “tolerados” como minoría con derechos adquiridos, sino que su objetivo es aún más ambicioso: el cambio de los modos de vida de la sociedad en su conjunto. Es cierto que una lucha política que se limite a la adquisición de derechos no contribuye mucho a la transformación de los códigos morales vigentes en la sociedad, que a menudo son invocados para determinar cuál es el “lugar” que cada cual debe ocupar en esa sociedad. No es suficiente entonces con que las minorías étnicas, sociales y sexuales luchen por ejercer el derecho de vivir en la sociedad sin ser discriminadas (luchas por el reconocimiento), sino que, más allá de eso, su lucha política se dirige (en casos como el que señala Foucault) a la transformación de las posiciones hegemónicas de sujeto, partiendo de su propia experiencia de vida (lo que Žižek llama su “cultura”). A esto mismo se refiere Deleuze cuando afirma que el capitalismo no es únicamente un fenómeno “molar” (que funciona sólo en las grandes corporaciones, en las agendas geopolíticas de los Estados, en las bolsas de valores), sino que se “encarna” en la propia subjetividad. Lo cual significa que las luchas en torno a los procesos de subjetivación pueden funcionar como “máquinas de guerra” que combaten las dimensiones “moleculares” del capitalismo, interrumpiendo los micro-circuitos que favorecen la mercantilización de la vida. Pero Žižek no entiende nada de estas cosas. Para él, lo único que se juega en lo que llama “luchas particulares” es la reproducción ideológica del goce que ofrece la economía capitalista de mercado y acusa tanto a Foucault como a Deleuze de permanecer “ciegos” frente a esto. No es posible escapar del modo en que hemos sido interpelados como sujetos, a menos que se produzca una ruptura total del marco mismo que estructura las relaciones de producción. Si cambia la base, cambiará también la superestructura. Por eso, el modelo de la “lucha de clases” será para nuestro filósofo el único válido para la articulación de las luchas políticas, aún al costo de tener que rechazar (como “inválidas”) las luchas democráticas realmente existentes. Este juicio sobre las prácticas políticas reales, acusándoles de ser meras “apariencias ideológicas”, opera en realidad como una forma de despolitización. Se pasa juicio sobre lo que la gente realmente hace en nombre de algo que no hace pero que debería hacer. Reaparece así la figura clásica del intelectual que “sabe” lo que los otros “no saben”, porque dispone de una ciencia (el psicoanálisis) que le permite descubrir la “verdad de la ilusión”. Es desde esta posición arrogante que Žižek declara la época contemporánea como “el desierto de lo Real”, esto es, como una época en la que ha muerto la política. En el cuarto capítulo de su libro El espinoso sujeto dice que la característica central de la “pospolítica” es que el conflicto entre visiones ideológicas es reemplazado por el compadrazgo alegre entre tecnócratas ilustrados y multiculturalistas liberales (ES, 215). Lo cual tiene como consecuencia que los debates políticos contemporáneos se desplacen hacia el ámbito “cultural” con temas como el de las parejas gay, la inmigración, el racismo, la violencia de género y el calentamiento global, mientras que, simultáneamente, el debate sobre la economía se concentra en manos de
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expertos, es decir que se convierte en objeto de un saber técnico sustraído a la discusión política. Aquí Žižek coincide con el diagnóstico de Rancière según el cual, los gobiernos neoliberales contemporáneos aceptan tácitamente que la política ha llegado a su fin. La política ya no es entendida como la realización de una promesa, de una utopía emancipatoria, sino como “el arte de conducir el navío, de esquivar las olas” (Rancière 2007: 26). Es necesario ser “realistas” y abandonar las ilusiones vinculadas al programa ilustrado y marxista de la emancipación humana. De ahora en adelante, la política debe abandonar todo mesianismo; debe secularizarse, al igual que lo ha hecho la economía, para ponerse en sintonía con los ritmos de este mundo. La política debe “adecuarse” al estado de las relaciones sociales dominadas por las fuerzas calculadoras de la economía, de tal manera que todas las instituciones del Estado deben reflejar el “modo de ser” de la sociedad. Adecuación, pues, del Estado a las realidades económicas del mundo contemporáneo, lo cual, tanto para Rancière como para Žižek, significa la entrada a un mundo donde la política parece haber llegado a su fin: el idílico mundo de la “pospolítica”. Pero a partir de este diagnóstico, Žižek da un paso que Rancière no está dispuesto a dar. Pues mientras que el filósofo francés sabe que existen todavía intervenciones que cuestionan la distribución pospolítica de lo sensible, es decir que recuperan el momento litigioso y democrático de la política, el esloveno piensa en cambio que tales intervenciones forman parte del mismo orden pospolítico que cuestionan. No hay ningún tipo de acción democrática que pueda entablar líneas de fuga frente al “desierto de lo Real”, pues la democracia, en todas sus formas, se halla subsumida por completo a la hegemonía del capital. Žižek dirá que incluso prestigiosos intelectuales de izquierdas como el propio Rancière, Laclau, Mouffe, Butler y Negri, han sido seducidos por la idea de una “democracia radical”, amiga del pluralismo, que en realidad no es más sino la otra cara del multiculturalismo neoliberal. La izquierda filosófica ha sido hegemonizada por la pospolítica. 3. Multiculturalismo y capitalismo Žižek muestra cómo la mayor parte de las llamadas democracias occidentales, sobre todo en aquellos países que han recibido millones de inmigrantes procedentes de Asia, África y América Latina, se precian de ser tolerantes, es decir que reconocen la existencia de diferentes “modos de vida” que pueden convivir en una sola comunidad nacional. Los ciudadanos de un estado democrático reconocen el derecho que tienen todos los demás a la diferencia cultural, lo cual no significa que sea necesario entender la cultura del otro, sino simplemente “respetarla”. El reconocimiento político del multiculturalismo impide entonces que las minorías (étnicas, sociales, raciales y sexuales) sean discriminadas y que los individuos pertenecientes a estos grupos minoritarios sean tratados como ciudadanos de segunda clase. Pero a pesar de que todo esto pueda sonar como un gran progreso de
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la democracia, Žižek dirá que se trata de una nueva forma de discriminación y de racismo. En efecto, el gran problema del multiculturalismo, en opinión de Žižek, es que genera una serie de líneas divisorias entre los ciudadanos “normales” y los “otros”. Éstos quedan atrapados en la identidad cultural que les corresponde por ser miembros de un determinado grupo minoritario, con lo cual se crea una especie de apartheid al interior de la sociedad. La “otredad” del otro no es en realidad reconocida sino desconocida, pues todo se limita a decir: “te respetamos pero no te entendemos. Puedes convivir entre nosotros entre tanto mantengas tu religión, tus costumbres o tu orientación sexual para ti mismo”. Se trata, pues, de una tolerancia aséptica, que respeta al otro pero manteniendo distancia frente a él: “En otras palabras, el multiculturalismo es una forma de racismo negada, invertida, autorreferencial, un “racismo con distancia”: “respeta” la identidad del Otro, concibiendo a éste como una comunidad “auténtica” cerrada, hacia la cual él, el multiculturalista, mantiene una distancia que se hace posible gracias a su posición universal privilegiada. El multiculturalismo es un racismo que vacía su posición de todo contenido positivo (el multiculturalismo no es directamente racista, no opone al Otro los valores particulares de su propia cultura), pero igualmente mantiene esta posición como un privilegiado punto vacío de universalidad, desde el cual uno puede apreciar (y despreciar) adecuadamente las otras culturas particulares: el respecto multiculturalista por la especificidad del Otro es precisamente la forma de reafirmar la propia superioridad” (MLCCT, 172)
El multiculturalismo es una nueva forma de racismo porque quiere a un “otro” privado de su “otredad” (como el café sin cafeína, la cerveza sin alcohol y la Coca cola sin azúcar). Los gays, los árabes, los negros y las lesbianas pueden ciertamente vivir su “cultura”, pero manteniéndola en el marco de su existencia privada (para eso tienen su propia música, restaurantes, bares, ropa, clubes, etc.) sin pretender en ningún momento hacer de esa cultura un bien universalizable. Sólo la cultura del tolerante es universal porque desde allí emana el valor liberal de la tolerancia que se le pide a todos. Pero esta tolerancia “políticamente correcta” es en realidad intolerante y represiva, porque se pide al “otro” que continúe atado a su cultura particular, que no se mueva del lugar que le corresponde, que se contente, en últimas, con vivir en una sociedad que le da derechos para poder “ser lo que es”. Más allá de eso no puede ir. Cualquier cuestionamiento a fondo de la sociedad liberal que lo tolera, ya no será tolerado. Por esta razón, los problemas políticos en las democracias occidentales ya no son entendidos en términos de explotación, sino en términos de intolerancia. Žižek señala con acierto que las democracias occidentales no pueden ignorar por más tiempo el hecho de la multiculturalidad y han respondido a ello con una “ampliación” teórico-práctica de la doctrina liberal clásica: el multiculturalismo. Pero este intento por redefinir el liberalismo y hacerlo más abierto a la diversidad cultural es ideológico, en tanto presupone la superioridad de la concepción liberal
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del mundo. El multiculturalismo se reduce a un “respeto” por las culturas tradicionalmente excluidas, a las que se les garantiza su derecho a la existencia, bajo la condición de que se supediten a las reglas de juego formuladas desde la visión liberal (reglas basadas en la razón y, por lo tanto, universales). Desde este punto de vista, el multiculturalismo no es sino una versión “actualizada” del viejo modelo racista y asimilacionista, que busca integrar a los grupos culturalmente diferentes a la cultura del grupo dominante. Sólo que esta vez, tal asimilación no ocurre de forma abiertamente discriminatoria sino de forma velada. La participación en una “ciudadanía multicultural” sólo es posible si esos grupos renuncian a escenificar públicamente su diferencia (que será, eso sí, “tolerada” en el espacio privado), para adecuarse a los principios universales del liberalismo, que no pueden ser cuestionados por una “persona razonable”. No se le pide a los grupos dominantes que cuestionen su propia visión liberal del mundo (autonomía del individuo, justicia culturalmente neutra, economía de libre mercado, heterosexualidad normativa), es decir que ésta visión sea objeto de una discusión democrática, sino que se le pide esto únicamente a los “otros”. De este modo, las estructuras jerárquicas que tradicionalmente han subordinado a estos grupos quedan por fuera de cualquier discusión política. Pero a pesar de que Žižek diagnostica con claridad el problema, su visión del mismo continúa siendo eurocéntrica, en el sentido de que sólo considera las luchas políticas y las teorizaciones sobre las mismas que ocurren en Europa y los Estados Unidos, público al que se dirigen primordialmente sus libros. Para él, todos los intentos de criticar las instituciones liberales (sea por parte de la “izquierda posmoderna” o por las minorías tradicionalmente discriminadas), presuponen ya las reglas de juego de un liberalismo pospolítico. Nunca se detuvo a considerar que fuera de Europa y los estados Unidos han surgido propuestas teóricas y políticas que buscan dar cuenta de la coexistencia política entre diferentes culturas y que nada tienen que ver con el multiculturalismo y el liberalismo sino, al contrario, cuestionan precisamente el racismo que allí se encuentra implícito. Me refiero concretamente a los recientes procesos democráticos en países como Ecuador y Bolivia que han impulsado el debate en torno a la interculturalidad. A diferencia del multiculturalismo liberal, la interculturalidad no apunta hacia el “respeto” y la “tolerancia”, sino hacia la posibilidad del antagonismo democrático entre diversos juegos de lenguaje. No se trata simplemente de producir garantías jurídicas universales para no intervenir en la “cultura del otro”, sino de promover la mutua afectación (necesariamente conflictiva) entre diferentes formas de vida y distintas cosmovisiones, de tal manera que, a partir de este conflicto, puedan ser puestas en discusión las reglas mismas del juego democrático. Es decir que tales reglas de juego no se presuponen (como pretenden Rawls y Habermas, que buscan retrotraer la democracia a la normatividad a priori del consenso racional) sino que son efecto del propio antagonismo intercultural. Desde este punto de vista, la interculturalidad busca quebrantar la
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hegemonía colonial de una cultura (criollo-blanca-patriarcal-heterosexual) históricamente dominante en América Latina. Pero la terca negativa a mirar lo que ocurre más allá de las fronteras del norte global ha llevado a Žižek a rechazar las instituciones democráticas in toto por considerarlas un instrumento político en manos de la burguesía liberal. Es decir que al rechazar como ideológica la democracia liberal, nuestro filósofo se lleva por delante a la democracia en su conjunto. Dicho de otro modo: al considerar que toda lucha política que se plantea en términos democráticos no es más que una expresión (posmoderna y pospolítica) del liberalismo, Žižek ignora que las luchas por el empoderamiento de formas de vida y conocimiento tradicionalmente relegadas por el colonialismo, son una expresión legítima (y para nada liberal) de la democracia. Pero su fijación eurocéntrica y etapista le lleva a rechazar con desprecio cualquier tipo de demandas que se anclen en cosmovisiones “pre-modernas” o “precapitalistas”. Considérense, por ejemplo, sus duros comentarios a un documento redactado por el presidente de Bolivia Evo Morales respecto de la protección de la naturaleza: “El 28 de noviembre de 2008, Evo Morales, el presidente de Bolivia, presentó una carta pública sobre el “Cambio climático: Salvemos el planeta del capitalismo”. La carta se abre así: “Nuestra Madre Tierra, nuestra Pachamama, está enferma”. La política que el gobierno de Morales reivindica merece todo nuestro apoyo: sin embargo, la línea citada revela con dolorosa claridad una limitación ideológica […] “El capitalismo es la fuente de las asimetrías y desequilibrios el mundo”: o sea que nuestra meta debería ser restaurar el equilibrio y la simetría “naturales” mejor encarnadas en la tradicional cosmología sexuada de la Madre Tierra (y el padre cielo). Este tipo de ecología tiene todas las probabilidades de convertirse en la forma de ideología dominante del nuevo siglo, un campo de opio de las masas que reemplace la religión en decadencia” (BTI, 82-83)
La posibilidad de una reorganización ecológica del mundo en nombre del equilibrio de la madre tierra es vista por Žižek como una patética espiritualización posmoderna de corte New Age; como un nuevo oscurantismo que invoca sabidurías holísticas y orgánicas dejadas hace mucho tiempo “atrás” por el despliegue mundial del capitalismo. El presidente Morales puede tener muy buenas intenciones políticas como presidente de Bolivia; pero como “indígena”, es decir como sujeto que ha sido interpelado por arcaicas visiones pre-modernas, adolece de serias “limitaciones ideológicas”. Pues en realidad el capitalismo, el colonialismo y la ciencia moderna no son los factores que han perturbado el “equilibrio” de la naturaleza, sino que tal simetría jamás ha existido. La creencia indígena en la Pachamama, reciclada hoy día por la industria posmoderna de la New Age, no es más que una ficción ideológica cuya función es protegernos de la “terrible verdad” que nadie quiere escuchar. ¿Y cuál es esta verdad? Que el universo está ontológicamente fracturado y que no hay evolución ni progreso en la naturaleza, sino la recurrencia de un desequilibrio que no ha sido causado por el hombre porque se trata de una disfunción fundamental. Pero como aceptar esto sería demasiado traumático, preferimos creer que la “cosmovisión
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indígena” puede ayudarnos a restaurar el equilibrio perdido. Lo cierto es que los equilibrios de la tierra son siempre secundarios y parciales: son el intento de generar “orden” en medio de un caos fundamental que siempre retornará para devorarnos en forma de terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas y catástrofes de todo tipo. Por eso, dice Žižek, “si la Tierra es nuestra madre, es una pálida madre sedienta de sangre” (BTI, 87). Lo que Žižek ignora, o no quiere registrar, es que los procesos políticos observados durante los últimos años en países como Ecuador y Bolivia se anclan en luchas democráticas en las que tuvieron un papel importante sectores de la sociedad que siempre fueron dejados “sin parte” – como diría Rancière – en la repartición colonial de lo sensible. Los pueblos indígenas fueron actores en las Asambleas constituyentes que fueron convocadas para redefinir las reglas de juego del Estado. Aquellos asambleístas indígenas, vestidos con polleras, ponchos y sombreros, tenidos como “incapaces” de ocuparse de los asuntos públicos (por pertenecer a una cultura “premoderna”), levantaron una “presuposición de igualdad” frente a los sectores que tradicionalmente les discriminaron y consiguieron modificar positivamente la carta constitucional de Ecuador y Bolivia, incluyendo en ella temas mirados con gran sospecha por los liberales como la interculturalidad y la plurinacionalidad. Indígenas participando de igual a igual con otros actores de la sociedad civil en un proceso democrático que, por primera vez en la historia de América Latina, consiguió poner en jaque el racismo y el eurocentrismo endémico de las élites. Pero para Žižek todo esto parece carecer de importancia. Ni en Europa, ni en América Latina, ni en ninguna otra parte ve alternativas para transformar el mundo en una dirección progresista. Desde los “indignados” españoles, griegos y neoyorquinos, pasando por el Occupy Movement, hasta los grupos autonomistas en todo el mundo: todos ellos siguen atrapados en el mito de la “democracia radical”, por lo que son presa fácil de la ideología dominante. Para Žižek, la “izquierda posmoderna” ha perdido el rumbo de la política, pues en lugar de promover la lucha de clases, ha preferido centrarse en asuntos tales como la ecología, las reivindicaciones políticas de las minorías y la defensa de los derechos humanos. Asuntos que, a su juicio, se encuentran ya plenamente capturados por la ideología neoliberal. Incluso filósofos de la generación anterior como Foucault, Deleuze y Derrida contribuyeron, sin quererlo, al abandono de la lucha por una transformación social global, poniendo en su lugar la transfiguración de la propia subjetividad, tal como lo anunciara su maestro Nietzsche. Con ello abrieron el camino para la emergencia de teorías abiertamente contrarias a la lucha revolucionaria como los estudios culturales y la filosofía feminista, siendo Judith Butler –nos dice - “la versión más representativa y convincente de estas teorías, que se expresan prácticamente en la política de la identidad multiculturalista” (SE, 11). De esta complicidad inconfesada con el capitalismo neoliberal no se escapa tampoco su antiguo promotor Ernesto Laclau (con quien ha sostenido un amargo debate) y
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tampoco figuras señeras de la izquierda contemporánea como Noam Chomsky o Antonio Negri. Hasta su amigo y “camarada” (como él mismo lo llama) Alain Badiou ha sido objeto reciente de sus dardos venenosos. Semejante descalificación de toda alternativa política o de toda crítica de izquierdas diferente de la suya parecería un juego narcisista muy típico del filósofo esloveno, pero en realidad se trata de un topos que se ha vuelto común en algunos sectores vetero-izquierdistas, empeñados en defender antiguas y desacreditadas posiciones en contra de lo que ahora perciben como su principal enemigo: la “filosofía posmoderna”, a la que consideran el “brazo ideológico” del capitalismo global. El problema con este diagnóstico es la parálisis política que arrastra consigo. Žižek parece tener la mirada entrenada para ver ideología por todos lados, excepto en su propia “crítica de las ideologías”. Trátese del ecologismo, del feminismo, de las luchas anti-racistas y anti-sexistas, el filósofo esloveno sólo ve allí la encarnación de un “fantasma” que le da sentido a la propia vida, impidiendo el encuentro traumático con “lo Real”. La ideología supone la construcción de una fantasía que sirve de soporte al goce que me da la reproducción permanente (es decir, nunca alcanzable) de mis deseos. La fantasía, por ejemplo, de que con mis acciones cotidianas estoy contribuyendo de algún modo al “mejoramiento” del mundo, a la reducción de la pobreza, a la consolidación de la justicia social, a la descontaminación del medio ambiente, a la equidad de las relaciones de género, etc. Si alguna de estas metas alguna vez se cumpliera, entonces desaparecería el goce que nos proporciona estar deseando que se cumplan. Mis acciones por hacer de este mundo un lugar “mejor” ya no tendrían ningún sentido y quedaría irremediablemente confrontado con “lo Real” de mi deseo, con mi propio vacío ontológico. El activista democrático (el “indignado” por ejemplo) se entrega en un trabajo frenético por manifestar su descontento con las desigualdades globales que genera el capitalismo, pero en realidad su trabajo persigue el objetivo único de poder gozar con la reproducción permanente de aquellas desigualdades que combate, que para él funcionan como un “objeto-a”. De hecho, el “indignado” se comporta en realidad como un parásito de la crisis: “menos mal que hay injusticias en el mundo, pues si no las hubiera, mi vida carecería de sentido”. Es un modo de evadir el encuentro con lo Real. Igual ocurre con el ecologista (MS, 65-70). Se esfuerza por reciclar la basura, por no usar bolsas de plástico, por concientizar a la gente del peligro que corre nuestro planeta. Pero todas estas cosas las hace en realidad para sostener la fantasía que encubre lo Real de su propio deseo : “Cuando la izquierda actual bombardea al sistema capitalista con reivindicaciones que evidentemente éste no puede cumplir (pleno empleo, continuidad del Estado de bienestar, plenos derechos para los inmigrantes), está básicamente jugando a un juego de provocación histérica: se dirige al Amo con una exigencia que a éste le será imposible cumplir y que pondrá, por lo tanto, de manifiesto su impotencia. No obstante, el problema de esta estrategia no consiste únicamente en que el sistema no puede cumplir estas reivindicaciones, sino además en que aquellos que las reclaman no quieren realmente verlas realizadas […] Así que bombardeemos al sistema con demandas
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imposibles: todos sabemos que estas demandas no se cumplirán, así que podremos estar seguros de que nada cambiará realmente y podremos seguir manteniendo nuestra condición de privilegiados” (BDR, 52-53)
Para Žižek, todas las pequeñas acciones, todas las intervenciones moleculares que podamos hacer, no sirven absolutamente para nada. Son sólo ficciones fantasmáticas cuya función no es otra que encubrir un núcleo insoportable. Queremos eludir siempre el vacío que está en el fondo de la existencia humana y por ello necesitamos llenar de sentido ese vacío, ocultándolo. Si esa fantasía se rompiera, si el “objeto-a” fuera descubierto, entonces irrumpiría “lo Real” y nuestra existencia se haría insoportable. La única acción política que cuenta para Žižek es la ruptura completa y violenta con el actual orden democrático, en busca de un nuevo universo económico y político que, sin embargo, tampoco escapará de las trampas de la ideología. Final Rancière ha dicho que una vez consolidado el derrumbe de los regímenes socialistas en Europa del Este, el enemigo de la democracia se ha desplazado hacia adentro. Ya no son los regímenes “totalitarios” sino que es la democracia misma. En nombre de la gobernabilidad democrática se busca expulsar ese “desorden” de las pasiones que parece arrastrar consigo las nuevas demandas ciudadanas en torno a la igualdad. Esa peligrosa anarquía de la sociedad civil es entonces lo que debe ser “gobernado” por la democracia. Paradójicamente, la “vida democrática” emerge como el principal enemigo de la democracia, pues cuando las demandas ciudadanas no son controladas por el Estado, emerge entonces el reino del desorden, de la “inseguridad” que amenaza a la democracia misma. Creo que lo que hoy vemos en Colombia es algo parecido a esto. En nombre de la democracia se excluye la democracia y precisamente por ello me parece necesario que nos movamos en la dirección contraria: en nombre de la democracia debemos criticar la democracia. No podemos, como quiere Žižek, tirar el bebé junto con el agua sucia de la bañera. Si hay algo que necesitamos urgentemente en Colombia no es negar la democracia sino, al contrario, intensificar las luchas democráticas a nivel de la sociedad civil, buscando con ello poner en cintura a esos oligarcas que, amparados en la legalidad democrática, deslegitiman el momento litigante de la democracia y llenan de vergüenza la vida política de este país.