El libro de las buenas cosas

una reclusa. El diario de Ana Frank. La fiesta. Ella estuvo allá y ahora está acá, en. Buenos Aires, para celebrar el segundo aniversario del Centro Ana Frank en.
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ENFOQUES

Domingo 12 de junio de 2011

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Memoria

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Voces que derriban muros Nanette Blitz fue compañera de liceo de Ana Frank y, más tarde, también compañera de cautiverio en Bergen Belsen. Desde la muerte de su amiga, tomó como propia su causa y hoy está en Buenos Aires para celebrar el segundo aniversario del Centro Ana Frank en Argentina, justo cuando se cumplen 82 años del nacimiento de Ana FERNANDA SANDEZ PARA LA NACION

E

lla estuvo ahí –en blanco y negro, niña– y ahora está acá. Toda huesitos, setenta años más vieja, hablando en portugués. Se llama igual, Nanette Blitz, y tiene los ojos líquidos de entonces. Ella estuvo –aquel día, aquella vez– pisando ese suelo, en ese salón de clases. Las coordenadas eran las mismas. Casi las mismas. Y ahí están las fotos para probarlo. En una, Nanette posa toda sonrisa, con las manos sobre un libro y un cuello blanco almidón; en la otra, es Ana la que mira a cámara y queda detenida en ese gesto que estipulaba la época como “pose del estudiante”: el pupitre, el libro, las manos. Pero Nanette está iluminada con otra luz, sonríe entera. Ana no. Mira sin mirar, sonríe sin sonreír del todo. Como si supiera. Aunque en realidad no es ella sino uno el que sabe, y el que se atormenta con eso. Ellas, dice Nanette, no sabían nada. Nada de nada. En sus cabezas no había más que lecciones, paseos en bicicleta y peinados preciosos. Ah, y cine. Mucho cine. Ana, sobre todo, se la pasaba leyendo Théâtre & Cinéma, una suerte de Radiolandia de la época, y era cholula antes de la invención de esa palabra. Tanto es así que el día de su cumpleaños número trece, el 12 de junio de 1942, le regalaron un libro de autógrafos. Un cuadernito forrado en tela escocesa donde guardar su inminente colección de firmas “de artistas”, como les decía a las actrices cuyos mohínes y peinados copiaba a la perfección. Pero hubo un giro –siempre hay un giro– y el cuaderno de autógrafos terminó en diario íntimo. Y después otro giro más, y lo que comenzó como un recuento de minucias (“hoy estudié”, “hoy me peleé con X”, “hoy”), mutó en algo mucho más denso. El monólogo de una reclusa. El diario de Ana Frank. La fiesta Ella estuvo allá y ahora está acá, en Buenos Aires, para celebrar el segundo aniversario del Centro Ana Frank en Argentina, justo cuando se cumplen 82 años del nacimiento de Ana. Y dice que eso (“una fiesta” ) eran los primeros días. Y dice que eso (“una fiesta”) eran los primeros días. Los del liceo. Porque si bien las dos habían coincidido allí sólo por el hecho de ser judías (las otras escuelas les estaban vedadas), el clima seguía siendo de total despreocupación. Mejor dicho: de otras preocupaciones. Las de Ana, además de los chicos y las amigas, incluían una pelea a muerte con el álgebra y la más irremediable vocación por hablar. “La señorita Cuacuá”, le decían todos, y Nannete la reconoce enteramente en ese apodo de pato parlanchín. “Con Ana no éramos íntimas, porque ella se destacaba y yo no. Hablaba muchísimo, sí. Quería ser bonita, tener pretendientes, esa clase de cosas. Ella estaba interesada en tener amigas y llamar la atención de los muchachos, pero yo pensaba nada más que en estudiar. Y en la música. Pero las dos llevábamos una buena vida”, dice. Hasta que, de a poco, el mundo que habían conocido comenzó a encoger. Primero fue el transporte: de un día para el otro, los judíos ya no pudieron tomar el tranvía. Después les confiscaron las bicicletas. Hubo que caminar entonces, pero rápido, porque el próximo tijeretazo fue al horario y ya nadie pudo estar en la calle después de las ocho de la noche. “Los judíos holandeses fueron ingenuos, muy ingenuos”, cuenta. “Pensaron que Holanda se mantendría neutral y por eso obedecieron una norma que no deberían haber obedecido: la de registrarse con nombre y dirección. Esa fue nuestra condena a muerte, porque con esos datos vinieron después a buscarnos a todos”. Algunos lograron huir antes y otros, como Ana, se volvieron sombras. La familia Frank en pleno se mudó al “ anexo” o “la casa de atrás”, como le decían a la parte posterior de la propiedad que Otto, el padre de Ana, tenía en la calle Prinsengratch 263, ésa por la que hoy pasan 3000 personas por día. El sitio donde él había estado preparando un refugio, por si acaso eso que había previsto pudiera pasar, pasaba. Y pasó. Fue entonces cuando la familia se esfumó. Mejor dicho, se ocultó por casi dos años en una casa como ésta de Belgrano, en Superí 2647, clon de aquella otra, en Amsterdam. El cuarto de Ana es casi tan frío como aquel y crece, en el jardín, un retoño del castaño original que Ana solía mirar por una ventanita. Como Nanette, la casa también estuvo allá y ahora está acá. Y, como ella, también se han convertido en otra cosa. Puertas adentro Quitarse los zapatos, que los pisos crujen. Hablar en susurros, que las paredes oyen. No usar, de nueve a cinco, ni la descarga de baño ni una sola canilla. Nada de aire, muy poca luz, ningún ruido. Prohibido toser. Prohibido correr. Prohibido enfermarse. Prohibido. Cuesta imaginar cómo fue que ocho personas –los cuatro Frank, los tres miembros de la familia Van Daan y hasta un dentista amigo, Albert Dussel– lograron mantener ya

Una reproducción del verdadero diario de Ana Frank, en el museo de la calle Superí

Los jóvenes me dicen que ellos no se quieren meter en política. Pero yo les explico que la política siempre se mete con uno. No olvidemos que Hitler llegó al poder por el voto popular, entonces sí hay que meterse

Blitz recuerda a su amiga: “Ella quería vivir, como todos. Tenía planes, pero no estaba en condiciones”

Ana Frank sonríe en una de sus jornadas de estudio FOTOS DE ARCHIVO

Lo que comenzó como un recuento de minucias (“hoy estudié”, “hoy me peleé con X”, “hoy”), mutó en algo mucho más denso. El monólogo de una reclusa. El diario de Ana Frank

no la esperanza sino la cordura en semejante estrechez. Sin bañera ni salida. Sin poder evitarse. Tal vez por eso al diario de Ana –al que ella llama “Kitty” y considera su “mejor amiga”– va a parar cada elemento de ese universo monstruoso que, en vez de expandirse, se contrae hasta la asfixia. Se hace gimnasia para estirar brazos agarrotados de tanta quietud, se tose bajo las sábanas, se anda más que nada por la noche, cuando los “vecinos” del otro lado (los empleados del almacén) se van. Y sobre todo se vive a la espera de las únicas cuatro personas que saben del secreto, y a las que Ana llama “los protectores”. Ellas consiguen comida y ropa en el mercado negro, a veces frutas. Libros, incluso. “Esos fueron los únicos, los verdaderos valientes. Los que de verdad se arriesgaron”, recuerda Nanette. “La gente denunciaba a los judíos ocultos, tal vez porque no imaginaban qué sucedería si los delataban”, se apiada. “Pero los holandeses nunca pidieron perdón por eso. Muy pocos ayudaron a los judíos escondidos. ¡Y ni siquiera hoy sabemos quiénes fueron!” A medida que el espacio se abrevia, el diario se vuelve ventana y es ahí donde Ana se permite lo que en ningún otro lado: el humor, la diatriba contra su madre, la tristeza y los sueños. Todo circula por las páginas de Kitty, y el miedo no es la excepción. “Vivíamos con miedo porque no sabíamos qué pasaba después. Qué les esperaba a todos los arrestados y deportados. El miedo era todo, y a todo”. Para Ana, en cambio, el miedo tenía tres modos distintos de dejarla sin aire: la caminata, la soledad, el fuego. Y al menos dos de sus temores se cumplieron al pie de la letra el 4 agosto de 1944. Sobre un dato seguro (vender judíos a la Gestapo era un negocio infame pero rendidor: 40 florines por cabeza, y en el escondite había ocho judíos) los lobos llegaron a “la casa de atrás”. Y aquel mundo secreto voló en pedazos. El diario de Ana quedó por ahí. Miep Gies, una de las protectoras, lo recogió y lo guardó, “para cuando la guerra termine”. Pero para Ana la verdadera batalla acababa de comenzar. Primero fue a Westerbork, en Drenthe, el campo de concentración donde se reunía a los judíos holandeses antes de enviarlos a los campos de exterminio en el

Los becarios argentinos del Centro Ana Frank: en una semana viajarán a Holanda a conocer la casa original FOTOS DE PATRICIO PIDAL/AFV

El libro de las buenas cosas Tienen las caras frescas de cuando la vida todavía no llegó, y todo está por hacerse. Son ocho chicos argentinos de muy distinta procedencia y de distintas edades que ganaron un concurso organizado por el Centro Ana Frank Argentina. Primero escribieron un texto literario sobre una realidad discriminatoria y luego propusieron soluciones. Douglas, un morocho pelilargo de la Villa 31, cuenta que “en mi barrio tenemos muchos problemas. Uno es que cuando necesitás trabajar y decís que sos de la 31, no te toman. Entonces yo propuse armar una cooperativa de chicos que además trabajara en el tema del reciclado”, explica. Karen también vive en el barrio y también ganó,

este. Fueron deportados cerca de 100.000 holandeses; 95.000 no regresaron más. Ana estuvo en Auschwitz y en Bergen Belsen. Y allí volvería a ver a Nanette. “Eramos dos esqueletos. Esqueletos”, dice, haciendo de cada sonido un hueso. Roto. Eso es lo peor: el recuerdo constante. Cada palabra con una cosa horrible pegada a la espalda, el espanto untando cada letra. Y lo que pasa ahora por sus ojos transparentes es una silueta. Un esbozo. Ana. “Venía de Auschwitz, y estaba muy debilitada. No tenía casi carne en las caderas, y cuando me abrazó le sentí los huesos”, dice, y se toca los costados. “Ella quería vivir, como todos. Tenía planes, pero no estaba en condiciones. Sobrevivimos los más fuertes, pero no sé bien por qué”, admite. ¿Dios, quizá? “No, definitivamente no. Es muy difícil reconciliarse con un Dios que permite todo. Y Dios, si existe, permitió que pasara todo lo que pasó. Creer en él es muy

pero con un proyecto que propone combatir la discriminación entre los más chiquitos a través del juego. Y así, todos: Dafne, que es hipoacúsica, con su original propuesta para comenzar a escuchar a los demás; Lara y su trabajo sobre la identidad; Macarena y su idea de integrar desde la primaria; Anush y su Proyecto Caleidoscopio, de una agudísima mirada sobre los mecanismos detrás de la discriminación; Rocío y su aporte a la educación intercultural; Sonia y su sueño de darle voz y hasta un museo a la gente de la isla, en el Delta. Los ocho viajan dentro de una semana a conocer la casa de Ana en Holanda. Los ocho son ella, aunque no lo sepan.

difícil después de haber estado donde yo estuve”, dice, sin odio. Ni inocencia. Ana murió tres semanas antes de que el campo fuera liberado. ¿Nanette tuvo más suerte? Ella dice que sí. Que suerte. Que haber perdido a toda su familia, pesar 30 kilos y terminar en coma puede, con todo, llamarse suerte. Le tomó tres años recuperarse. ¿Qué siniestra cosa determinó que Ana sobreviviera dos años emparedada, para morir un año más tarde, y con las tropas aliadas ya en Europa? ¿Por qué Ana, y no Nanette? Los grandes ojos claros –si existiera un color capaz de contarlos sería sin dudas un clarísimo azul Blitz– tampoco saben. Sucedió. Punto. Sin muertes justas o injustas; sólo muertes (y vidas) porque sí. Sin embargo, desde todo aquello, Nanette ha tomado la causa de Ana como propia. “Si yo sobreviví, no me puedo quedar en mi casa, callada. Tengo una misión: hablar, divulgar”, dice. A veces pasa: los muertos

se alzan en los vivos, y los vivos comienzan a ser también la voz de los que no están. De los otros silenciados. Médiums. Y hoy aquí, en esta casa que replica a la otra (la de Amsterdam, la de Ana), Nanette es un poco su amiga a los 83, y en Buenos Aires. En vísperas de su cumpleaños y hablando con los más jóvenes de todo lo que ella no pudo disfrutar: libertad, tolerancia. Respeto. “Los jóvenes me dicen que ellos no se quieren meter en política. Pero yo les explico que la política siempre se mete con uno. No olvidemos que Hitler llegó al poder por el voto popular, entonces sí hay que meterse. Eso de ‘nunca más’ no existe. Hay que ser vigilantes de lo que sucede, saber lo que está sucediendo a nuestro alrededor. No sólo con los judíos sino con todas las minorías”. Nanette habla sin cansarse –con su voz que es también azul Blitz– y con una energía que no va con su edad. Como si la experiencia en los campos hubiera fundido a la estudiante de la carcajada y sacado del fuego a alguien forjado en otra aleación. Con el diario de Ana Frank ha pasado otro tanto: medio siglo después, las palabras de Ana cambiaron su timbre. Resuenan de otra manera, les hablan a otros distintos. A Erin Gruwell, por caso, una maestra estadounidense que estrenó su título de maestra en un escenario casi bélico (el secundario de uno de esos barrios bravos en donde es más fácil morir de sobredosis que pasar de año), y supo ver lo parecidos que eran Ana y sus alumnos. Un encierro idéntico, sólo que en otra clase de cárcel. Por eso decidió llevarles el diario y hasta les propuso hacer un registro cotidiano (y anónimo) de sus experiencias. El resultado fue una colección de diarios personales en donde cada uno dijo lo que nadie quería escuchar. El otro resultado fue una clase entera (la del aula 203, la de los candidatos seguros a todo lo peor) dándose una segunda oportunidad. Hubo un cambio impensado. Hubo también (¿cómo no, en EE.UU.?) presentaciones de televisión, una película (El diario de los escritores de la libertad), un par de libros. Y otras cosas más nacidas de las palabras-espejo de Ana. Allí en donde lo que ayer se llamaba judío hoy se llama negro, armenio, pobre, palestino, sudaca. El libro donde caben todos, porque la máquina de fabricar otros jamás se detuvo. Que el texto haya sido traducido a más de cincuenta idiomas y sea el más leído luego de la Biblia no es casual: el diario de Ana habla de temores, realidades y sueños que no se modifican. Sólo cambian de nombre, y de escenario. “Deseo contarte lo que cada uno de nosotros quiere hacer cuando salgamos de aquí”, se ilusiona Ana en su cuaderno. “La señora Van Daan ansía comer golosinas. Peter, ir al cine. Por mi parte, yo me sentiría tan feliz y alegre que no sabría por dónde empezar.” Lo cierto es que, a pesar de todo, empezó por cambiar corazones y sigue cambiando historias. Antes lejos; ahora, aquí. Ochenta años después, y más viva que nunca. © LA NACION