El default como capital político

Pérsico. Hermano de Martín –secretario de. Derechos Humanos de la Nación y uno de los fundadores de la agrupación Hijos en. Córdoba–, Fresneda tiene un ...
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OPINIÓN | 33

| Sábado 16 de agoSto de 2014

La confusión quijotesca de Cristina Eduardo Fidanza —PARA LA NACION—

E

l líder está en una jaula, aislado, prisionero de la corte complaciente que controla los accesos a su importante persona. Con esta frase reveladora empieza el libro de Carlos Matus titulado El líder sin Estado Mayor, un texto ineludible para entender cómo funcionan hoy las oficinas presidenciales y cómo podrían mejorar si los líderes recurrieran a herramientas adecuadas de asesoramiento. En la cruda descripción del déficit de liderazgo que traza Matus, asoman cuestiones clásicas que la literatura relató mejor que la ciencia política: la soledad del poder, los caprichos y angustias de los gobernantes, la irracionalidad de sus decisiones, la ceguera ideológica que les impide ver la realidad. En esa escena, es probable que los líderes se equivoquen si no saben escuchar a sus colaboradores y discernir entre pareceres contrapuestos, ofrecidos algunos con honestidad y otros con ánimo intrigante. Si el presidente acepta sólo las opiniones que concuerdan con las suyas, si quiere que le hablen únicamente de éxitos y le eviten las

malas noticias; si, además, atribuye éstas a conspiraciones, entonces el gobierno empieza a perder el rumbo, extraviándose en la sinrazón y la mentira. El entorno, con realismo y actitud cortesana, lo sabe: no hay que traerle problemas al líder, no debe contradecírselo; conviene evitar que se enoje y se deprima. El trayecto del gobierno argentino en los últimos tiempos podría coincidir con esta descripción. Si fuera así, debería buscarse la explicación en la subjetividad de la Presidenta y en su círculo íntimo, político y familiar, más que en consideraciones estratégicas, propias de un proyecto político. El abanico de determinaciones, que va desde los holdouts hasta la aplicación de la ley antiterrorista a una empresa multinacional, ofrece evidencias para conjeturar que la clave reside en el modo en que el Gobierno toma las decisiones, no en la ideología que enarbola. Quizá sea útil señalar algunas confusiones que se derivan de la manera en que Cristina Kirchner interpreta y decide. El

primer extravío es cómo está descifrando los sondeos. Es cierto que la aprobación de su desempeño en el caso de los holdouts creció en el curso del conflicto, pero nunca fue mayoritaria y ahora decae. Además, ese dato debe ser leído junto a este otro: la población se inclina por negociar y pagar. Pero existen más evidencias, que la Presidenta desatiende: la sociedad exhibe apenas un nacionalismo tenue frente a los holdouts, sus verdaderas preocupaciones son la economía y la inseguridad. Cuando Cristina escenifica la polaridad “Patria o buitres”, ya no le habla al conjunto de los argentinos, sino a militantes que le aseguran aprobación ciega y vítores complacientes. Envuelta en esa mística equívoca, la Presidenta incurre en otra confusión. Parece no ver la diferencia entre los contratos que rigen las relaciones internacionales y los debates que, eventualmente, los modifiquen en el futuro. En este punto, los numerosos apoyos externos le juegan una mala pasada. Da la impresión que ella cree que esos avales, brindados formalmente y en

el marco de una crítica política al capital financiero internacional, habilitan, ipso facto, un nuevo derecho que librará a la Argentina de cumplir sus obligaciones. Sueña Cristina que la justicia formal se inclinará ante la justicia material. Pero así no funcionan las cosas, por una razón sociológica elemental: si la discusión sobre la equidad de los contratos cancelara los que están vigentes, la vida social y económica sería inviable. Firmaríamos sobre agua, no sobre papel. La tercera cuestión se vincula con la anterior. La controversia acerca de las inequidades y limitaciones del capitalismo, ventilada en diversos foros políticos e intelectuales en la actualidad, produce un efecto de excitación en la conciencia presidencial y en la de su pequeño círculo. Existe el riesgo de creerse en la vanguardia de la liberación, desestimando la falta de consistencia y los errores elementales de la política económica. Es cierto que teóricos como Thomas Piketty y Wolfgang Streeck, entre otros, es-

tán haciendo críticas duras y fundadas al capitalismo; es real que Paul Krugman y Joseph Stiglitz popularizan esa discusión en los medios y son seguidos con sumo interés en los países emergentes. También debe reconocerse que analistas, como Kenneth Rogoff, afirman que el caso de los holdouts argentinos es sintomático y se inscribe en una controversia mayor sobre el tratamiento de las deudas soberanas. Sin embargo, todos estos especialistas, además de participar de un debate, participan de un consenso implícito: países como la Argentina son débiles institucionalmente, tienen dirigencias corruptas y no resultan confiables. Acaso la confusión de la Presidenta sea la misma que la del Quijote: creer que podía ser un valiente caballero sin reparar en sus limitaciones. Lee los apoyos como novelas de caballería, interpreta los debates como verdades, quiere encabezar la emancipación disimulando el óxido de su armamento. La gloria de Cervantes fue la ficción. Para Cristina puede significar el fracaso. © LA NACION

empresarios & cÍa

El default como capital político Francisco Olivera —LA NACION—

“Y

o nunca dije eso”, se defendió Héctor Méndez, líder de la Unión Industrial Argentina (UIA). Incómodo, aguantó con la mirada la presentación luminosa de un collage que exhibía, sobre un panel, recortes de diarios con declaraciones de empresarios sobre el tema que había ido a discutir con el anfitrión, Augusto Costa: el proyecto de una nueva ley de abastecimiento, manifiestamente resistido por los dirigentes fabriles. Fue el jueves por la tarde en la Secretaría de Comercio. Estaban también Daniel Funes de Rioja y Martín Etchegoyen, directivos de la UIA. Costa suele ser con sus interlocutores infinitamente más amable que su antecesor, Guillermo Moreno, pero ese recibimiento gráfico incomodó de entrada a los visitantes. “Ésta es la muerte de la empresa privada”, le atribuía el collage a Méndez, que lo negó apelando a una broma, aunque el día no estuviera para jocosidades. “No dije eso. Pero la verdad es que es una buena frase. Por ahí salgo y se lo digo a los periodistas.” Costa no creyó la desmentida y volvió a su obsesión. “Quedamos en que no íbamos a ir a los medios”, reprochó. “Yo no fui a los medios”, contestó el industrial. “Pero ¿cómo que no?”, recibió por respuesta, y buscó entonces cambiar el eje de esa discusión irrisoria e interminable: “¿A vos te parece que yo puedo controlar todo lo que se diga y trascienda de una reunión de junta directiva multitudinaria?”. Costa llevó entonces a ese fabricante de contenedores plásticos al terreno de lo particular. Le explicó que, como empresario pyme, el nuevo contexto regulatorio podría protegerlo de aumentos desmedidos en materia prima y abusos monopólicos. Méndez contestó que no era el modo, que otros funcionarios habían logrado remediar esas asimetrías a través de convocatorias a todos los sectores. Una conversación amable, pero imposible. Después del default, el renovado combate a las corporaciones viene a ser para el kirchnerismo la sublimación de un despecho. Como si toda la energía malgastada durante el primer semestre en un amago ortodoxo que le permitiera al Gobierno or-

denar el frente externo, endeudarse y gastar, estuviera puesta ahora exactamente en lo contrario: una batalla cultural que, si no con holgura financiera, le permitirá despedirse del poder con capital político. Esa última reunión con la UIA fue entonces un fracaso. Al Palacio de Hacienda le había molestado que Méndez fuera acompañado por Funes de Rioja y Etchegoyen cuando, en realidad, tres días antes se había acordado que sólo irían equipos técnicos para discutir punto por punto. “Si ya mandaron el proyecto al Congreso, ¿qué es lo que vamos a discutir?”, provocó Méndez, y se adentró en el mundo de las metáforas hot: “Me la pusiste y ahora venís a negociar”. Los industriales habían entrado ya sin

esperanzas. Por la mañana, la reunión de Costa con sindicalistas para explicarles los alcances del proyecto había confirmado las sospechas: el tema estaba cerrado. Bastó con una llamada.“Fue como ir a una reunión del centro de estudiantes”, los alertó un dirigente gremial. Los antiguos gritos de Moreno permitían al menos ahorrar tiempo. Entre confidentes, ya sin la obligación de la cortesía, Costa suele ser bastante más franco de lo que fue. El lunes, apenas terminada la primera de las reuniones con la UIA, había tenido allí a la Cgera y la CGE, dos cámaras afines al Gobierno, a las que recibió con un halago. “Los que están acá no son formadores de precios, sino tomadores de precios”, empezó. “La situación

económica de hoy es consecuencia directa del verano pasado. Somos víctimas de los formadores de precios”, concluyó. Su interpretación era política: “Son tácticas que utiliza el establishment. El año pasado no lo hicieron porque no tenían un candidato claro. Desde las legislativas, ya lo tienen, así que empezaron a operar”. La UIA se habría evitado horas de discusión interna sólo meditando estos ideologemas. Pero Costa se había mostrado abierto a todas las críticas. Por eso el martes, todavía con un hilo de optimismo y después de una encendida reunión de junta directiva, ningún industrial quiso entorpecer las conversaciones: frenaron un duro comunicado que tenían redactado. Méndez se comunicó entonces con

el secretario de Comercio, le habló de ese malestar y de la existencia del texto. Apostaban sólo a que le transmitiera las objeciones a Axel Kicillof, el único capaz de influir en Cristina Kirchner. “Denme 48 horas, no lo manden, déjenme plantearlo”, entusiasmó Costa. Dos días después, la reunión entre los mismos protagonistas terminó mal. “Voy a salir muy duro, no es contra vos”, anticipó el secretario. Por la noche, ahí sí, la UIA difundió el comunicado. Es entendible que, abocados a problemas económicos y faltos de interlocutores fiables, los hombres de negocios terminen siempre corriendo detrás de los hechos. O que interpreten como episódicas medidas que en rigor obedecen a una concepción militante más abarcadora, opuesta a la lógica de la eficiencia. Quienes participan en cenáculos del proyecto nacional y popular no se sorprenden ante estos avances sobre empresas. El kirchnerismo se ve a sí mismo como un movimiento fundacional encomendado a remediar lo que juzga desvíos de la década neoliberal. Para estos restauradores, el default y la recesión son más oportunidades que problemas. El cierre de la imprenta Donnelley, por ejemplo, servirá para saldar un viejo anhelo: que la ley antiterrorista sancione comportamientos contra la patria y supla, así, el vacío que dejó la ley de subversión económica, derogada en 2002 por pedido del Fondo Monetario Internacional. Eso explica el entusiasmo con los 7500 empleados estatales pasados días atrás a planta permanente, universo que tiene entre 2500 y 3000 que manifiestan afinidad con la agrupación La Cámpora, y el resto, con los gremios. Una siembra paulatina y persistente sobre la administración pública. Ayer, le tocó a Pablo Ramiro Fresneda, designado oficialmente en la Secretaría de Agricultura Familiar, que conduce Emilio Pérsico. Hermano de Martín –secretario de Derechos Humanos de la Nación y uno de los fundadores de la agrupación Hijos en Córdoba–, Fresneda tiene un cargo sintomático de estos tiempos: subsecretario de Fortalecimiento Institucional. Algo así como otro intento de resguardar lo que la militancia cree un nuevo orden que emerge en medio de enemigos internos y externos, y cuya discusión por fuera de esos parámetros resultará siempre un diálogo de sordos. © LA NACION

Cristóbal Colón, víctima de la batalla cultural Gabriel Levinas —PARA LA NACION—

L

os colosos que vieron pasar miles de caravanas con mercaderías desde Oriente sobrevivieron al conquistador Gengis Khan, guerras tribales e invasiones, incluida la de la Unión Soviética. En marzo de 2001, como parte de su campaña para destruir cualquier símbolo o artefacto preislámico, los talibanes las dinamitaron. No sólo querían imponer a sangre y fuego sus creencias, querían desaparecer el pasado. La historia está llena de ejemplos en los que los símbolos fueron utilizados para fogonear la épica de los bandos en pugna. Hemos visto derribar monumentos de Sadam Hussein a la misma gente que antes lo veneró. Vimos a Hitler persiguiendo el arte degenerado de la Bauhaus, vimos subir y bajar de sus pedestales los bronces de Stalin. Esa lógica de los fundamentalismos más recalcitrantes nos parece de otras culturas, de épocas lejanas. Innumerables obras de arte y monumentos fueron víctimas mudas de la certeza, de la arrogancia de quienes creyeron que no hay posibilidad de error en sus actos. Que el tiempo y la perspectiva que dan los años no los iban a desmentir.

Durante la Revolución Francesa, el pueblo salió enardecido a las calles y del mismo modo que decapitó a reyes y nobles, destruyó esculturas de distintos soberanos que adornaban la Ciudad Luz, incluso aquellos que llevaban muertos cientos de años. No quedó un solo monarca en pie en las calles de París. En la volada cayeron los 28 reyes de Judea e Israel que formaban parte del frente de la catedral de Notre Dame. Las figuras que habían reinado en Jerusalén hacía más de 2500 años, Saúl, David y Salomón y varios de sus descendientes observaban a los feligreses desde las alturas del edificio. No había forma de relacionarlos con la opresión al pueblo francés, pero la ignorancia, como siempre, fue condimento necesario para su destrucción. No creo que exista algún parisino hoy día que no hubiera preferido poder ver a todos esos históricos personajes del pasado montando sus corceles en los jardines de Luxemburgo o las Tullerías, pero ya no están, desaparecieron para siempre. Hace poco volví a pasar por el desvío de la avenida Paseo Colón. Vi los pedazos de mármol blanco de lo que fue el monumento a Colón, puse la baliza y me detuve

a observarlos de cerca. Esas blancas figuras hoy esparcidas por el pasto de la plaza antes conformaban la obra del escultor italiano Arnaldo Zocchi, donada por el inmigrante Antonio Devoto, en nombre de la colectividad italiana a la República Argentina en el Centenario de la Revolución de Mayo. Se puso la piedra fundamental en mayo de 1910 y se inauguró en 1921. El conjunto pesaba 623 toneladas y medía 26 metros de altura y fue esculpido en mármol de Carrara de una bellísima calidad que hoy no existe en Italia y transportado hasta Buenos Aires donde el propio Zocchi dirigió el montaje. Además del Cristóbal Colón de 6,25 metros, había varios grupos escultóricos inspirados en los versos de Medea, de Eurípides, que representaban a “El Océano”, “El Genio”, “La Civilización”, “La Ciencia”, e imágenes de la vida de Colón. Cristina Fernández de Kirchner, después de una conversación con el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez, dio la orden de sacar el monumento. A pesar de todas las consideraciones hechas al respecto, de lo que implicaba sacarla, de las restricciones jurisdiccionales y de las órdenes de la Justicia, el deseo de Cristina

(o de Chávez) se cumplió. Sin mediar concurso de antecedente alguno se contrató a Omar Estela, un escultor poco conocido que estudió en la escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, donde los programas de estudio no incluyen nada que sirva para convertir a Estela en la persona idónea para dirigir semejante operativo. El monumento tuvo una compleja forma de ser emplazado y no fue diseñado para ser desarmado, por lo tanto, incluso un experto iba a provocar deterioros inevitables. Los bloques de mármol que conforman los grupos escultóricos de la base se trababan entre sí de manera definitiva y se los cementó para que queden allí para siempre. El escultor italiano no previó la conversación entre Chávez y Cristina. Por su complejidad, esta tarea debió ser realizada previo concurso internacional, ya que no existe nadie en la Argentina que tenga experiencia para ella. Por otra parte, como miembro de la Unesco, la Argentina ha firmado varios tratados respecto de los monumentos históricos y obras de arte, como la Carta de Venecia que en su artículo 1 define como monumento histórico de significación

cultural a obras como la de Zocchi .Y en el artículo 7 prohíbe expresamente su desplazamiento del lugar en el que está ubicado, salvo razones que pongan en peligro su existencia. Éste, claramente, no era el caso. La talibanización de este monumento histórico nos permite comprender muchas de las políticas que hoy nos resultan incomprensibles. Dicho de otro modo, la suerte del Monumento a Cristóbal Colón es un ejemplo de cómo el terso y majestuoso mármol de nuestro acervo cultural puede ser convertido, por los caprichos del poder, en un rompecabezas de destino incierto. En un reportaje reciente, el “descultor” Omar Estela sostenía que Colón le dio la espalda a América tal como ahora le daba la espalda a la ciudad. Sus prejuicios casi infantiles respecto del navegante nos permiten dudar de si Estela abriga sinceras intenciones en este encargo. Aunque al final del reportaje nos despeja las dudas: “De acuerdo con los cambios históricos, a los monumentos se los traslada, se los resignifica o se los destruye”. © LA NACION