El Barón de Pernambuco

18 abr. 2008 - pinturas que John Cage, músico, estrenó en. 1952 una desconcertante obra titulada 4'33”, pieza que recibe su nombre de los cuatro mi-.
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Notas

Viernes 18 de abril de 2008

Un artista de vanguardia

LA NACION/Página 23

El Barón de Pernambuco Por Silvia B. García Para LA NACION

Por Asher Benatar Para LA NACION

A

LGUIEN dijo que provocar un escándalo en estos tiempos es una cosa muy difícil. Es probable: basta con mirar la TV para darse cuenta de que el escándalo vive entre nosotros. En realidad, podemos decir que vive en nosotros. Debe de ser por eso que parecer (hablo de parecer, no de ser) vanguardista en el siglo XXI requiere pacientes esfuerzos, ingenio y audacia. Algunos agregan otros requisitos de más incómoda aceptación. Siempre las vanguardias han sido provocadoras, a veces para ganar espacio en los comentarios de la gente y otras en respuesta a convicciones genuinas. A menudo es difícil discernir a cuál de estos motivos responden los presuntos líderes. Y hay que reconocer que en ocasiones ambas características confluyen. En 1951, durante el auge del action painting, tendencia de la que Jackson Pollock fue uno de los fundadores, Robert Rauschenberg expuso los que luego se convertirían en cuadros famosos: lienzos carentes del más ínfimo trazo o de la mínima expresión de color. Y no vaya a creerse que Rauschenberg era un aventurero. Por el contrario: a este artista se lo considera una importante figura del neodadaísmo que mucho tuvo que ver con el desarrollo del pop art. Debe de ser por emular a esas pinturas-no pinturas que John Cage, músico, estrenó en 1952 una desconcertante obra titulada 4’33”, pieza que recibe su nombre de los cuatro minutos y treinta y tres segundos durante los que el ejecutante, por lo general un pianista, tiene a su cargo interpretar una composición que nadie oye y en la que el intérprete no tiene mucho que ver, porque permanece totalmente inmóvil. En ocasión del estreno, terminado el lapso de los cuatro minutos y fracción, el presunto pianista cerró la tapa del teclado, se enfrentó al público, hizo una reverencia y luego se retiró, ante el estupor general. Si lo que Cage quería era escándalo, realmente lo logró. La gente lo sintió como una burla. Hubo gritos e indignación. Después, cuando las pasiones amainaron, el autor pudo exponer sus convicciones: una de ellas es que la obra musical no tiene que provenir sólo del escenario, sino también del público: toses, el siseo de algún abanico, el silbido de los oídos, el sonido de nuestro torrente sanguíneo. Argumentos de Cage, no míos. Tampoco en este caso nos enfrentamos a un aventurero sin antecedentes ni escrúpulos. Cage no parece ser tal: es autor de más de 250 obras musicales pertenecientes a numerosos géneros, y se lo estima como un talento poco común. Algo más de una década después, surgió Andy Warhol, quien utilizó chisporroteantes medios para obtener obras que provocaron revuelo y gran cantidad de dólares. Warhol pintó cuadros de las sopas Campbell, sobre fotografías de Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor, filmó películas de ocho o nueve horas de duración en las que una cámara que parece clavada en el piso muestra, sin que nada modifique la imagen, a un hombre durmiendo, una canilla que gotea o la bella y estática cúpula del Empire State Building de Nueva York. Con estos elementos, y algunos otros, Warhol, a quien se atribuye la famosa frase acerca de los “quince minutos de fama”, logró celebridad medida en décadas y en riqueza personal. Podemos mencionar una película que muestra durante ocho horas la pantalla completamente blanca. ¿Divertido, no? Hay más ejemplos, pero entendemos que es suficiente. Si un día de éstos ven una columna totalmente en blanco y firmada por mí, es señal de que convencí al jefe de esta sección. © LA NACION El autor es escritor y fotógrafo. Su dirección electrónica es [email protected]

“El hombre salió de un pequeño hogar africano; se repartió lentamente en Africa y después en el mundo entero...” Hubert Reeves, Joël de Rosnay, Yves Coppens, Dominique Sominnt, La más bella historia del mundo EBIA de tener 4 o 5 años. Era una niña rubia, hija única, criada en un pueblo de 3000 habitantes, a la que le gustaba perderse y hablar con sus amigos imaginarios acerca de los temas que no podía tratar con los adultos. Esa noche habíamos ido a un baile, algo habitual en los pueblos del interior en aquella época. Se hacía en la pista del Juventud Unida Rosquín Club. Mi pueblo se llama Cañada Rosquín (provincia de Santa Fe). Actualmente tiene unos 5000 habitantes. Está en medio de esa inmensa planicie fértil a la que llamamos “la pampa gringa”, es decir, la pampa húmeda que fue trabajada por nuestros abuelos y bisabuelos, todos inmigrantes, y que actualmente produce, básicamente, soja, pero también trigo, maíz y leche. Era verano y tocaba una orquesta “de afuera”. Las mesas estaban ubicadas, como era habitual, alrededor de la cancha de básquet, lo cual dejaba todo el centro para que las parejas se explayaran bailando recatadamente. Era una noche de verano

Tampoco se sabe cuántos son los afrodescendientes que pueblan América latina. Las cifras van de 93 millones a más de 120 millones de personas, según distintos organismos; es decir, aproximadamente el 20% de la población total de nuestra región es afrodescendiente. Las consecuencias de este desconocimiento son variadas, complejas y graves. Si no se sabe si un país tiene población negra, será fácil, entonces, ocultarla, no tener políticas específicas para sus eventuales problemas específicos y, llegado el caso, minimizar los actos de discriminación, racismo y xenofobia sufridos por esa comunidad. Si no existen, ¿cómo serían capaces de ser sujetos de discriminación? Según lo poco que se sabe, los afroargentinos viven en la ciudad de Buenos Aires, el Gran Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes y, en menor cantidad, en otras provincias. Están agrupados en organizaciones de base que tienen como objetivos el rescate de sus raíces culturales y de su autoestima, la ayuda mutua y la defensa ante actos de discriminación y barbarie. No se sabe mucho tampoco acerca de las condiciones de vida de la población afroargentina. El estudio de la Universidad de Tres de Febrero es esclarecedor, pero se

De pronto, estaba en brazos del cantante de la orquesta: el primer negro que conocí en mi vida, el primero que llegaba al pueblo...

Al no saber cuántos habitantes negros tiene el país, es más fácil ocultar sus realidades e ignorar sus problemas específicos

y yo estaba vestida con una solerita clara y había sido peinada pacientemente por mi madre con un gran rodete. No recuerdo bien cómo fue que llegué a la escalera lateral del escenario. Subí, y de pronto me encontré con un señor muy alto, negro, vestido elegantemente y que se me apareció, desde mi altura, como un gigante rodeado por una especie de aura celestial. No recuerdo qué me dijo. Lo que sí sé es que me inspiró confianza y que, de pronto, yo estaba en sus brazos, en el escenario y jugando con las teclas del piano. ¡Era el Barón de Pernambuco, el cantante de la orquesta de esa noche! El primer negro que conocí en mi vida y, casi con seguridad, el primero que llegaba a mi pueblo. Mi madre cuenta todavía hoy que, de pronto, advirtió que yo había desaparecido. Dado que estaba acostumbrada a que yo tomara mis propias decisiones, no se asustó, ya que pensó que estaría conversando con algún conocido. De pronto, ella y mi padre, casi simultáneamente, me vieron en el escenario en brazos del Barón de Pernambuco. Intercambiaron sonrisas cómplices y decidieron que mi madre iría a buscarme y pediría disculpas por mi intromisión. El Barón de Pernambuco me despidió amorosamente; me regaló una foto suya autografiada y me entregó a los brazos de mi madre. Durante mucho tiempo y con una paciencia que sólo se puede ofrecer a alguien muy querido, mis padres, abuelos y conocidos tuvieron que escuchar de mi boca una y otra vez esta historia llena de magia, que aún hoy me enternece y conmueve. Ese fue mi primer encuentro con el otro distinto. Tuvieron que pasar décadas para que pudiera empezar a conceptualizar la idea del otro, de alguien distinto y que es mi igual, que nos exige que no lo veamos con falsa benevolencia o abnegación autoimpuesta por la mala conciencia, sino simplemente como iguales en humanidad y derechos. En esta tarea, ¡cuánto

debe tener en cuenta que la población censada es poca y está concentrada en dos barrios: Monserrat, de la ciudad de Buenos Aires, con un 4,3% de población afro sobre su población total, y Santa Rosa de Lima, en Santa Fe, con un 3,5%. Sin embargo, es revelador en cuanto al nivel de escolaridad primaria y secundaria incompletas (sólo el 21,2% tiene primaria completa, y no llegan a terminar la secundaria en mayor proporción que el resto de la población de sus zonas), cobertura médica (65,7% no tiene plan privado o público de salud), calidad de empleo (en su mayoría son operarios, y hay muchos empleados públicos de baja calificación), y nivel de desempleo, que es mayor que en el resto de la población. En estos aspectos, la Argentina tampoco es original. La población afrodescendiente de América latina sufre las peores condiciones de acceso a la educación, a la salud, al empleo digno y al reconocimiento social y cultural. Esto alimenta una mayor discriminación racial y xenófoba, y el círculo de pobreza, inequidad, injusticia y marginalidad se alimenta y retroalimenta. Los argentinos nos merecemos un país integrado, un país que reconozca las capacidades y las necesidades de los distintos grupos de la población. Para ello, es necesario saber no sólo quiénes somos, cuántos somos, dónde vivimos y qué hacemos, sino también qué etnicidades nos componen. Aspiramos, entonces, a que el próximo censo nacional, que tendrá lugar en 2010, contemple estas necesidades nacionales, grupales, distintas y similares. Quizá los descendientes del Barón de Pernambuco puedan reaparecer y permitir que aquella niña les cuente que todavía hoy lo recuerda con ilusión y nostalgia. © LA NACION

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Los afrodescendientes de América latina sufren las peores condiciones de acceso a la educación, a la salud, al empleo digno y al reconocimiento social. La Argentina no es una excepción a la regla

me ayudó el Barón de Pernambuco! Muchos de nosotros hemos escuchado y leído acerca de las raíces negras de la payada y del tango, del origen negro de muchas palabras usuales en el español del Río de la Plata, de las comidas que fueron elaboradas por primera vez en Africa y que comemos diariamente sin conocer su origen. Dado que la Argentina todavía no ha incluido una pregunta específica de relevamiento de población afrodescendiente en sus censos, no sabemos exactamente cuántos afroargentinos hay. Sin embargo, según la Fundación Gaviria, la población afrodescendiente de la Argentina asciende

a por lo menos el cuatro por ciento de la población total. Hubo, como sabemos, una política de inmigración que privilegió a los inmigrantes europeos, por la cual se fue “blanqueando” la población argentina. Los niños en nuestras escuelas saben de la existencia de zambos y mulatos hasta cierto momento de nuestra historia; a partir de fines del siglo XIX parecería que hubieran desaparecido completamente de nuestra realidad demográfica. Cada vez que vemos a un negro en la calle, suponemos que es extranjero. Esta invisibilidad estadística no es un fenómeno exclusivo de la Argentina.

La autora es argentina, reside en Chile, se doctoró en Alemania y trabaja como consultora de organismos internacionales.

Expiación y sueño americano A

principios de 1992 pocos pensaban que George H. Bush podía no ser reelegido. Compartía méritos por la caída del imperio soviético y acababa de derrotar a Saddam Hussein en una guerra rápida y con pocas bajas. Una resolución de las Naciones Unidas había facilitado la acción multilateral, con respaldo de países árabes. Sin embargo, el demócrata Bill Clinton triunfó. “Es la economía, estúpido” y “primero el pueblo” sintetizaron propuesta y liderazgo. Ocho años después, el vicepresidente Al Gore aspiraba a suceder a Clinton, un presidente tan carismático como Kennedy o Reagan, y con un éxito socioeconómico tal que hay que remontarse hasta los 30, con F. D. Roosevelt, para encontrar un parangón. Lo derrotó en electores, no en voto popular, el campechano gobernador de Texas, George W. Bush. Asumió como presidente en un clima de prosperidad económica y superávit fiscal. El país parecía volver a encarnar la superpotencia mundial y el liderazgo moral de la democracia. El ataque a las Torres Gemelas profundizó ese paradigma. La guerra de Irak, la tensión con Irán, la teoría de la acción preventiva, el unilateralismo y el avance de los intereses de la seguridad sobre libertades y valores democráticos fueron algunas de las consecuencias. La caída de la imagen de los EE.UU. en el exterior, otra. Más allá de las dudas sobre la guerra en Irak y otros temas domésticos e internacionales, Bush

logró su reelección en 2004. John Kerry había cerrado la convención demócrata con un excelente análisis de los errores de la gestión republicana y una propuesta para superarlos. Pocos días después –y no casualmente en septiembre y en Nueva York–, el presidente fijaba, en millones de ciudadanos que seguían por TV la convención republicana, una frase contundente: “Cuando me preguntan por qué estamos luchando en Irak, les contesto que es porque no queremos volver a verlos aquí adentro”. La idea de que era el comandante en jefe necesario para

Un héroe de Vietnam, una senadora brillante y un joven afroamericano se disputan el poder con chances parejas derrotar el terrorismo y garantizar la seguridad fue más convincente que la propuesta de Kerry. Sin embargo, algo estaba madurando en EE.UU. En cierto momento de la convención demócrata, un joven había llamado la atención con su discurso. Al finalizar había provocado una larga ovación. Era el candidato a senador por Illinois, Barack Obama. Dos años después, en 2006, los demócratas recuperaban la mayoría en ambas cámaras. El cansancio por la burocracia de Washington, la sensación de que la nación más poderosa del mundo tenía pies de barro, al no ser capaz

Por José Octavio Bordón Para LA NACION de afrontar el impacto del huracán Katrina, y la percepción de que la guerra de Irak era un callejón sin salida hizo desaparecer la mayoría republicana. También creció la idea de que la economía ya no ofrecía confianza para construir el futuro personal sobre la base del esfuerzo. En este contexto se desató el más extenso y costoso proceso electoral. En el campo republicano, una amplia gama de candidatos expresaba la desorientación del partido frente al desgaste de la administración. Giuliani, el ex intendente de Nueva York, era el favorito. Entre los demócratas, Hillary Rodham Clinton parecía imbatible por capacidad, equipos, organización y recursos. Barack Obama sorprendió al lanzar su candidatura, que muchos consideraron prematura: no tenía experiencia ejecutiva ni trayectoria en el Senado. Las versiones indicaban que el ex vicepresidente Al Gore podría sumarse a la competencia, revitalizado por su prestigio como militante ambientalista. Me decía un zorro viejo de las elecciones norteamericanas: “Hoy todo parece conducir al triunfo de Hillary, pero en un proceso electoral tan largo hay que estar preparados para sorpresas”. Veinte meses después, en el Hotel Williard, a metros de la Casa Blanca,

el senador John McCain compartía una cena en un clima de respeto. El mantenía en pie su candidatura en la primaria republicana a pesar de la falta de recursos y la disminución en las preferencias del electorado. Ratificó su convicción de flexibilizar las políticas inmigratorias por respeto a gente que en algunos estados “hablaba en español antes de que llegaran las familias anglosajonas”. Reiteró sus ideas para fortalecer la posibilidad de un triunfo en Irak. A la pregunta del periodista Bob Woodward sobre sus primeras medidas como presidente, respondió: “Cerrar la cárcel de Guantánamo. Para derrotar el terrorismo hay que fortalecer el respeto por los derechos humanos”. Su fortaleza espiritual y los errores en la campaña de Giuliani generaron la sorpresa. Ganó con amplitud las primarias republicanas. Una reciente encuesta de Gallup indica que hoy derrotaría a sus eventuales adversarios. Pero, como diría el zorro viejo, aún falta mucho tiempo. Con pocos días de diferencia, en el hotel Mandarin, Hillary compartía un desayuno. Impactó su capacidad para encarar temas y contestar preguntas, desde las relaciones con China hasta la influencia de la cultura digital en el proceso educativo. Le daban tratamiento de presidenta. Hoy está tratando de revitalizar su campaña para

descontar la ventaja que le lleva el “novato” Obama. ¿Cual será el resultado final de las elecciones? Se pueden tener intuiciones, simpatías o deseos, pero difícilmente certezas. La agenda es mucho más amplia que en el pasado y las personalidades de los candidatos, particularmente diversas. No se trata sólo de quién puede ser el mejor comandante en jefe: se suma la importancia de las políticas de inmigración y salud, y la evidencia de que el déficit fiscal y comercial, más la explosión de la burbuja inmobiliaria y finan-

Paradójicamente, la propia fuerza del Partido Demócrata parece generar debilidades frente al republicano McCain ciera, pueden llevar la economía norteamericana a su mayor crisis desde 1928. Dos partidos políticos, un veterano héroe de Vietnam, una brillante senadora y un joven e innovador afroamericano debaten, en forma inédita, cómo superar desafíos y ejercer la presidencia de los EE.UU., todavía la nación más poderosa del mundo. Paradójicamente, la fortaleza de los dos candidatos demócratas les dificulta a ambos la mayoría de los electores de la Convención en primera instancia. Que puedan ser la primera mujer o el primer afroamericano en la presidencia genera

la oportunidad de un cambio importante y necesario, pero, al mismo tiempo, crea incertidumbres en sectores del electorado independiente y demócrata. Es como si la propia fuerza del partido y sus candidatos estuvieran generando debilidades frente al republicano. McCain tiene sus propios desafíos: suceder a una administración fuertemente desgastada y estar contra la corriente de retirarse de Irak. Adicionalmente, sus convicciones e independencia no parecen confiables a los más conservadores. Lo que está claro es que una vez más los EE.UU. tratan de renovarse a través de la expiación de sus errores y de un debate público sin concesiones. Ejercitan un sistema de balances y controles de poderes. Entre el Ejecutivo, la Justicia y el Congreso; entre el gobierno federal, los estados y los gobiernos locales; entre el sistema político y la comunidad. No son sólo las virtudes y los errores los que marcan la marcha de esta nación, sino también su despiadada capacidad de revisarse y recrearse a sí misma una y otra vez. En este sentido se podría decir que más allá de cuál sea el resultado electoral, hay un antes y un después de Barack Obama, el primer hijo de un africano negro que puede ser presidente, encarnando el siempre nuevo y repetido sueño americano de construir el futuro sobre la base del esfuerzo. © LA NACION El autor fue embajador argentino en los Estados Unidos.