Una historia a partir del tema “el que busca la verdad, corre el riesgo de encontrarla”
VIDAS ROBADAS Lucía aún reflexionaba sobre cómo su vida había desembocado en aquel centro de atención social. Ni siquiera sabía qué camino coger al finalizar sus estudios de Sociología unos meses antes, por dónde empezar, en qué especializarse. Y todavía dudaba de si sería lo suficientemente fuerte para desenvolverse en este peliagudo ambiente hacia en el que el azar, y un par de buenos contactos, la habían lanzado. El grisáceo edificio estaba dividido en secciones que se correspondían con sus tres pisos. En el primero, se congregaban personas mayores sin apoyo familiar o directamente sin familia que les pudiera cuidar una vez no podían valerse por sí mismos; en el segundo, niños sin espacio en sus casas para poder estudiar o concentrarse en cualquier tipo de actividad individual, ya que sus viviendas consistían en chabolas donde el número de hijos acostumbraba a superar los cinco cuando no había más que un par de cubículos para toda la familia y unas condiciones alimenticias y de suministro eléctrico paupérrimos; y, finalmente, en el piso superior, mujeres. Mujeres maltratadas, mujeres aplastadas por el machismo en menor o mayor grado, mujeres con marcas visibles, psicológicas o ambas; mujeres drogadictas, alcohólicas y fumadoras en proceso de desintoxicación. Mujeres en busca de cualquier atisbo de esperanza que les hiciera despertar de los fantasmas de su pasado, que les liberara de la sombra de abatimiento que pesaba sobre sus hombros como el acero. En esta sección se encontraba Lucía, con sus 21 años recién cumplidos, su escaso metro sesenta de altura, su impecable cabello negro que siempre parecía de anuncio y sus manos, blancas y límpidas como las de un ángel, en contraposición al turbio aire del edificio. El cerebro repleto de teorías, estrategias, métodos y sistemas socio-culturales; las palmas, sudorosas y temblantes ante el inminente encuentro con la realidad y la puesta en práctica de tantos conocimientos y contenidos, pendiente de ver si saldría exitosa o no. Tras una semana acompañando a Carmen, compañera cuarentona, enérgica, sin pelos en la lengua y con gran habilidad para el trato humano, la joven se había cultivado rápidamente en las bases del funcionamiento del centro día a día: horarios, deberes, papeleo, reuniones, técnicas, juegos y demás formalidades varias, por lo que le había llegado el momento de comenzar a tratar sola con un grupo. A pesar de los nervios, sabía que no debía dejar traslucir su inseguridad o perdería toda influencia hacia aquellas mujeres que tanto habían sufrido y tanto más apoyo necesitaban consecuentemente. Carmen, con su pelo rojo más eléctrico que nunca a causa del reflejo del sol por la ventana, se había pronunciado con claridad en cuanto a esto mientras se paseaba de un lado al otro de su despacho delante de Lucía, que tomaba notas tan aceleradamente como podía en su bloc.
María González Amarillo
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Ve allí y gánatelas desde el principio o la mitad te perderán el respeto mientras la otra mitad te compadece por ello.
Por suerte, no le faltó serenidad mientras se sentaban a su alrededor mujeres de todas las razas y edades. El barrio era lo bastante cosmopolita como para ofrecer un variado panorama de nacionalidades. El aula se colmó entonces de un aura expectante, de profundas ojeras, miradas ansiosas y poses en alerta innatas. No obstante, tras una rápida ojeada, Lucía se sorprendió sintiendo una ola de calor y tranquilidad recorriéndole el cuerpo al darse cuenta de que la predisposición de todo aquel cuadro se encaminaba fundamental y voluntariosamente a ser ayudado y para nada hacia el ataque. Su lección de Comunicación No Verbal le había servido para algo. También pensó que Carmen debía de haber exagerado en su consejo, tal y como solía hacer, mas no permitió que la primera impresión le hiciera bajar la guardia. Lucía procedió con decisión a abrir la sesión invitando a cada una de ellas a poner sus experiencias en común. Tras unos pocos segundos de gestos titubeantes y tímidos por doquier, Manuela, abuela boliviana de armas tomar, se lanzó a relatar un matrimonio tortuoso, repleto de dolor y violencia física y verbal prolongado durante muchos años y, de hecho, ininterrumpido hasta la muerte del cónyuge en cuestión. El silencio acompañó al cierre del drama en una muestra de profundo respeto y pesar solidario. Sin embargo, la chispa había saltado y el resto de compañeras arrancaron a compartir seguidamente sus historias. Yulia, ex-prostituta de profesión, confesaría los abusos de su jefe; Karla, los excesos etílicos de sus padres; Georgina, el desprecio de sus tres hermanos varones; Micaela, las secuelas de un novio celoso, y así sucesivamente. La sesión transcurrió con orden y seriedad, a la vez que favoreciendo cierto tono desenfadado y unos minutos de adecuados comentarios tras cada testimonio para no convertir aquello en un cúmulo de crónicas depresivas sino en una urna de realidades a abarcar, afrontar y revocar. Todas mostraban una amplia consideración y entendimiento hacia las demás, y todas se sentían, por tanto, comprendidas y arropadas. No obstante, solo una integrante del grupo se mantuvo parca, tirando a nula, en palabras. Un opaco velo ocultaba su rostro por debajo de unos preciosos ojos verdes cuyas cuencas, sin embargo, se presentaban acentuadamente hundidas. Aquel cuerpo de formas inconclusas debido al largo manto musulmán daría a entender a través de lentos y armoniosos gestos que no se encontraba preparada para sincerarse, a pesar de la aparente agonía manifiesta en torno a unas arrugas tempranas en los extremos de los ojos. La sesión acabaría con un sentimiento positivo generalizado y Lucía, muy contenta con cómo había salido todo, aunque con gran curiosidad hacia las circunstancias de Naima. Las siguientes sesiones se centrarían en el progreso emocional de cada una, en buscar aquellas pequeñas cosas diarias que, aunque solo se tratara de pensamientos, las hubieran hecho sonreír. Y todas se alegraban y celebraban las dichas de las demás entre aplausos y felicitaciones. Incluso Naima, aún sin ceder a la respetuosa insistencia de Lucía por compartir su situación, dejaría traslucir unos surcos faciales diferentes en torno a sus ojos a través de su reducida puerta al universo exterior: unas arrugas que se anunciaban compañeras de sonrisas. María González Amarillo
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Un día, Naima dejó de asistir a las sesiones. Lucía preguntó, indagó, recorrió todo el edificio, pero nadie sabía nada de ella y le aconsejaron no darle mayor importancia, ya que de cualquier manera recurrir al centro era un acto voluntario y cada cual era libre de dejar de asistir cuando lo considerara necesario. Así pues, pasaron las semanas y las mejoras se hacían notables entre las compañeras, pero una espinita continuaba clavada en el corazón de Lucía hacia la historia desconocida de Naima. Justo se hallaba paseando por el casco antiguo del barrio cuando, de repente, advirtió a lo lejos una figura que le parecía la de Naima. La ropa no permitía un reconocimiento rápido pero los andares los tenía bien aprendidos. Sin pensarlo ni un segundo, Lucía salió a la carrera tras ella y se asomó cuidadosamente a la esquina que su objetivo acababa de girar, viéndola avanzar con pasos apresurados. En lugar de alzar la voz y sin saber muy bien por qué no manifestaba su furtiva presencia, la siguió a lo largo de una serie de estrechas calles, las típicas que caracterizan a las zonas céntricas y más viejas de los pueblos. Cuál sería su sorpresa que incluso se le escaparía un grito ahogado al encontrarse de sopetón con ella nada más torcer por una última esquina, la cual daba a un callejón. Los límites del vestuario no evitarían dejar traspasar una mirada dura y unos puños apretados en tensión hacia su perseguidora, aunque enseguida pasarían a relajarse para enunciar más alto y claro de lo que jamás Lucía la había escuchado anteriormente: - ¿Estás segura de que quieres conocer mi historia? - Sí – respondió Lucía al instante. Naima le dio la espalda y emitió un silbido dulce y melodioso hacia el fondo del callejón. Lucía divisó una pequeña silueta aproximándose hacia Naima proveniente de detrás de unos contenedores, único elemento decorativo de la lúgubre callejuela. Como si la hubieran masacrado nada más nacer, como si una pedrada no hubiera sido suficiente para hacer de aquellos diminutos pómulos, nariz y boca un terrible puzle, la criatura ofrecía un rostro absolutamente deformado… A excepción de los ojos, una versión reducida de los de Naima, brillantes, perfectos y, al contrario que los de Naima, despiertos y curiosos. Aquella cría corrió a abrazarse a las piernas de Naima, quien, muy lentamente y aún de espaldas, dejó caer su velo hasta los hombros, descubriendo una cabeza absolutamente fracturada, con mechones irregulares de cabello débil y medio arrancado. Se giró lentamente, como un muerto viviente, dejando traslucir un rostro igual de destrozado que el de, no cabía duda, su hija. Lucía no tenía palabras para responder ante aquella salvajada inhumana, aquel horror familiar de ojos celestiales rodeados de profanación, aquel sacrilegio físico y moral hacia el que a duras penas era capaz de sostener la mirada. -
¿Quieres saber más? – pronunciaron pausadamente unos labios mancillados.
Lucía no supo qué responder. María González Amarillo
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