TODOS TIENEN RAZÓN Por Paolo Sorrentino Anagrama Trad.: Xavier González Rovira 368 páginas $ 145
Vida de cantor pág.
Viernes 20 de julio de 2012
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Todos tienen razón, de Paolo Sorrentino, cuenta con un tono narrativo notable el itinerario tortuoso y sensiblero de un cantante melódico napolitano POR ALEJANDRO PATAT Para La Nacion
“L
os hombres se dividen en dos categorías: los que se ponen cómodos. Y se pudren. Y los otros. Yo formo parte de los otros.” Para Tony Pagoda, un cantante napolitano de los años setenta, protagonista de Todos tienen razón, de Paolo Sorrentino, el sentido de la vida se reduce a un puñado de sentencias. Pero no las del filósofo especulativo, sino las del hombre común, signado por la experiencia de la calle. Así, el amor, la amistad, el matrimonio, la vida de provincia, la muerte se definen, no sin ironía, por medio de contundentes formas breves. En los años de oro de la canción melódica, Tony conoció los escalofríos del éxito, dio recitales en los templos de la música italiana en el mundo, de Nápoles a Capri, de Nueva York a Sudamérica. En los años ochenta, cuando la canción melódica fue desplazada por la irrupción del rock nacional italiano, se ve obligado a frecuentar pequeños teatros de provincia y termina exhibiéndose ante un público distraído y frívolo. En ese momento decide abandonar todo: su familia, su trabajo y su lugar. Desinteresado, primero se ins-
tala en Río de Janeiro y luego en Manaos, donde transcurre dieciocho años de vida inactiva. Ya viejo, a los setenta, le proponen regresar a Italia, pero el reencuentro con su público lo desilusiona. A él, que había cantado junto a Sinatra y que se había acostumbrado a la ovación excitada, los aplausos cansinos de un auditorio indiferente a las emociones intensas del repertorio napolitano, le parecen sólo el fruto de un tímido respeto por la edad. Roma e Italia, a su regreso, se han convertido en un deprimente lugar ajeno. Más allá de la trama (centrada casi toda en el abismo de un interminable domingo), hay tres elementos interesantes en la novela: la “banda sonora”, el tono de la voz narrativa y la construcción del personaje. Los epígrafes que enmarcan cada capítulo son, efectivamente, citas de los grandes intérpretes de la canción melódica italiana de los años setenta: Luigi Tenco, Loredana Berté, Ornella Vanoni, Mia Martini, Riccardo Cocciante y Mina, entre otros. Sus textos y sus voces evocan la atmósfera de una Italia popular, sensual y sentimental. Esas voces coinci-
den con la del narrador: simple y profunda, intensa y melodiosa. Pero es el tono de la voz del narrador lo que más emociona y lo que devela la conmoción verdadera del “alma” (la palabra predilecta de Tony) en su última y nostálgica confesión. Hace unos años, Alan Pauls escribió que, si bien en el seno de su familia anglófila la canción italiana representaba lo “mersa”, esa sonoridad resultaba igualmente emocionante, pues tocaba las fibras más íntimas del sentimiento. Tony Pagoda es la más acabada expresión de esa vibrante sensiblería que, a través de un lenguaje llano, de un razonamiento monológico y de un punzante cinismo, alcanza la inmediatez comunicativa, propia de toda locución auténtica. Por último, el personaje tiene un antecedente y una proyección. El primero es Tony Pisapia, protagonista del film L’uomo in più, escrito y dirigido por Sorrentino en 2001. Los tics, las frases y el estilo del cantante, interpretado por un increíble Toni Servillo, su actor-fetiche, son evocados explícitamente por el autor al final del libro. Después de la novela, publicada en Italia en 2010, apareció Cheyenne, el rockero que protagoniza This must be the place, la última película de Sorrentino, con la deslumbrante actuación de Sean Penn. Tony Pisapia, Tony Pagoda y Cheyenne componen un único perfil: el del artista disconforme y frágil, cocainómano e irascible, sensible y narcisista. El que desprecia el mundo circundante, pero al mismo tiempo necesita de sus bajezas y ofrendas. La cocaína –un factor dominante en la obra de Sorrentino– es, en primer lugar, un instrumento alucinatorio de la vida del artista; luego, un enemigo a combatir, en fin, un puerto seguro, un rostro familiar al que se vuelve como a un refugio lejano de la infancia. Si no fuera por cierta desprolijidad narrativa (la apresurada parodia de La vida nueva de Dante, en que la modernización de la fenomenología del amor se reduce a una risible pauperización de sus códigos medievales), quizá Todos tienen razón sería una de las más grandes novelas italianas de los últimos años. Sus aciertos son enormes y signan el nacimiento de un gran escritor. Sorrentino es sin duda uno de los jóvenes artistas más prolíficos e interesantes de Italia. Además de los films mencionados, hay que agregar Las consecuencias del amor (2004), interpretada por Nanni Moretti, y la celebérrima El divo (2008), premio del jurado en Cannes. Pero no es justo medir la prosa de Sorrentino en función de su escritura cinematográfica porque, precisamente, de la permanente incursión en la conmistión de lenguajes se deduce la poliédrica ductilidad transversal del artista.
La poesía de Jorge Aulicino dialoga con su época y muestra el arduo camino que el poeta se impone para encontrar su voz
Épica de la caída C
ESTACIÓN FINLANDIA. POEMAS REUNIDOS (1974-2011) Por Jorge Aulicino Bajo la luna 489 páginas $ 130
omenzar por el final, tal parece ser la elección de Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) al dar el título a sus poemas reunidos: Estación Finlandia. En la última sección del libro, un poema inédito lleva el mismo título, y si bien no es cifra, ya que baladí es cifrar una clave de lectura al cabo de cuarenta años de trabajo con la lengua, implica sí una dirección. Se impone, en todo caso, señalar ciertas condiciones que ubican la poesía de Aulicino en un territorio donde la política, la moral y la estética conforman un cuadro de dimensiones épicas, una cartografía donde transcurre la comedia humana. Pero no hay conclusión ni moraleja. El dedo de Lenin desde el camión blindado señala, como escribe el poeta, no el futuro “sino su hueco”. Así la poesía de Aulicino –sobre todo a partir de La caída de los cuerpos (1983) y, en mayor medida, de Paisaje con autor (1988)– encuentra el suyo, un espacio en el que el lenguaje y sus reglas se someten a la violencia del puro existir, de la naturaleza, de lo que se acostumbra llamar la historia. Como puede leerse en la Advertencia al comienzo del libro, se han excluido una plaqueta y un libro iniciales, de modo que Vuelo bajo (1974) es el inicio propiamente dicho del volumen. Este primer libro muestra algunos síntomas del poeta por venir: el desapego hacia la retórica sentimental, el laconismo en la resolución de los finales, la preocupación por no cristalizar el poema bajo la presión del significado. Otro tanto ocurre con Poeta antiguo (1980), del que cabe agregar un rasgo que iría a acentuarse en su obra posterior: la conversación que entabla el mundo objetivo como cosa dada y la percepción de él. El lugar que el poeta da a la luz es central. En muchos pasajes de su obra, la luz como elemento que narra las desavenencias entre lo aparente y lo real, o entre lo que se presenta como real y termina en engaño, conforma una fenomenología poética de la materia en movimiento. Los objetos,
modificados y vueltos del revés por efecto del ojo que existe en relación con una mente, traducen a su vez la compleja red que el pensamiento establece con el lenguaje. En cierto modo esto se afirma en La caída de los cuerpos. Véase por ejemplo el poema “Sudores diurnos”: “La fantasía propone jinetes blancos sobre una ladera seca./ La realidad propone una pared azulejada./ El cuadro propone un ganso degollado./ Todo es cierto./ Los argonautas mueren de neumonía/ en una sala de terapia intensiva/ pero hay serpientes marinas en sus sueños/ y ciruelas impresionistas sobre sus mesas de luz.” En adelante, emerge el poeta que, habiendo comenzado a publicar a mediados de los años setenta, sin dejarse arrastrar por la corriente dominante que en la poesía argentina representó la generación anterior, atravesó la marea neobarroca y su reflujo objetivista, aunque comparta elementos del objetivismo. En todo caso la poesía de Aulicino, si se quiere pensar no en términos de evolución sino de arduos caminos que un poeta se impone para encontrar la voz para un decir, fue cobrando espesor, densidad conceptual, y su prosodia se hizo eco; los versos acusan la torsión que les fue impuesta. Hombres en un restaurante (1994) y Almas en movimiento (1995), funcionan casi como un libro único. Llegado a este punto, el poeta ha reafirmado una visión del mundo. Lo que se evidenciará en libros como La línea del coyote (1999), La nada (2003), o de manera extrema en Cierta dureza en la sintaxis (2008), es aquello que forma el núcleo de su obra. Aulicino ha entablado un diálogo con el tiempo desde la más cruda –y lúcida– conciencia de su época. Como un viajero en el tiempo, el poeta conversa con las ruinas de antiguas civilizaciones, las mismas que acusan la ruina del presente. Poemas como “Termópilas” (La luz checoslovaca, 2003) funcionan como esbozos condensados de esa visión del mundo. Lo mismo que el inédito “El capital”, donde se lee: “no debe dedicarse a la poesía/ si no está dispuesto a recibir en su centro mental/ el peso de la inflación de mercado/ y el repliegue táctico que imbrica/ guerras, la soledad de un hombre, las conjuras”. El paisaje industrial, la acumulación constante de desechos, basura, escombros, una civilización devenida puro detritus, son parte de un apocalipsis que Aulicino postula y que sucede de continuo. No son la escenografía de un drama burgués, como no es música de fondo el ruido del motor de un auto en una ruta. El poeta, metafísico como un stalker, atraviesa las capas de la cultura, derriba la pretendida erudición de las citas y guiños al lector, para ponerlo de frente a lo que ha visto en su viaje: “Y ahora nos excluyen las galerías de Occidente/ que el capital construye como deidad sin deus/ y más allá de él”. Sandro Barrella
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