Un mundo de olímpicos y tanatoides

se entrega una vez más y sin reparos a la ambición literaria llana y pura. La novela transcurre en un solo ... de la literatura griega que identifica Aristóteles en su.
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Libros y autores Cuando los dioses pierden

LOS INFINITOS

Por John Banville Anagrama Trad.: Benito Gómez Ibáñez 300 páginas $ 135

Los infinitos, de John Banville, narra la agonía de un matemático revolucionario mientras a su alrededor su familia y algunas inesperadas deidades tejen una exuberante coreografía

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Viernes 4 de febrero de 2011

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Un mundo de olímpicos y tanatoides POR JAIME ARRAMBIDE Para La Nacion

un escritor no se le enseña a escribir. Aunque al parecer, eso es lo que pretenden hacer con John Banville los críticos en lengua inglesa, que han recibido su última novela, Los infinitos, con elogios de ceño fruncido y velados reclamos de mayor austeridad discursiva, diplomáticamente hablando. Quizás ellos conozcan voces más alentadoras de la narrativa actual que este irlandés de 65 años nacido en Wexford que ya nos encandiló con novelas como Eclipse, Imposturas y la ganadora del premio Man Booker 2005, El mar. De todos modos, mal pueden pesarle los remilgos de la crítica a quien ha recibido elogios incontestables de boca de George Steiner, Martin Amis y Claudio Magris. La exitosa incursión de Banville en el policial negro bajo el seudónimo de Benjamin Black, con títulos como El otro nombre de Laura y El lémur, parece haberlo liberado de cualquier impulso complaciente, y en Los infinitos el autor se entrega una vez más y sin reparos a la ambición literaria llana y pura. La novela transcurre en un solo día. Amanece lentamente en Arden, la casona de campo de los Godley. Desde una ventana del primer piso, el joven Adam ve despejarse la bruma con los primeros despuntes de luz; mucho más arriba, en el “Cuarto del Cielo”, yace el cuerpo inerme del patriarca, Adam el viejo, suspendido en esa versión pagana del limbo que los médicos llaman coma, aunque más parece mecerse en una barcaza vikinga rumbo al Valhalla. El gran Adam Godley, genio matemático universal que con sus descubrimientos ha dado nueva forma al mundo, está en trance de muerte, y su familia se ha reunido en la casa paterna para calentarse por última vez las manos en esa llama que se extingue. (Ya se sabe: el tótem da para todo. Y al fin y al cabo, como dice un verso de María Moreno, ¿cuándo vence hablar del padre y de la madre?) Hasta aquí, podría decirse que la trama es banal: la idea trajinada y efectiva de la muerte del padre como tracción dramática, el esperable orbitar de deudos con algo que decir alrededor del lecho del enfermo, la zozobra ante una ausencia que amenaza con dejar al mundo ingrávido. Y allí quedaría todo si no fuera porque la voz cantante del relato, quien cuenta todo esto, es el mismísimo dios Hermes, el pícaro, el ladrón, el mensajero, el que acompaña a los muertos a la morada de Hades. No está allí solamente para dar la bienvenida al espíritu de Adam Godley: también Hermes tiene que sanar su propio complejo de Edipo. Se dedica a espiar las escapadas sexuales de su padre Zeus que, metamorfoseado de lo que sea para satisfacer sus instintos divinos, ha hecho de la voluptuosa mujer del joven Adam, Helen, su víctima más reciente. Aprovechando la madrugada, mientras el marido deambulaba por la casa, Zeus se ha metido en la cama de su esposa para fornicar con ella a sus anchas. Al despertar, Helen no distingue realidad de sueño, y el rey de los dioses se aleja, hastiado una vez más de la inasible sensibilidad humana. Esa cohabitación anómala y delusoria de mortalidad e infinitud, como piezas que no engranan, es fruto de una grieta interdimensional que ha abierto el genio del viejo Godley con el descubrimiento de un puñado de ecuaciones incontestables, que entre otras cosas también han permitido concretar la utopía científica de la fusión en frío, despejando para siempre la sombra de la carestía energética mundial. Tal como lo resume Hermes en un momento del relato: “Para nosotros, su mundo es como para ustedes el mundo de los espejos”. De este lado del espejo, el elenco se completa con Petra, hija menor del prócer, una freak mentalmente inestable que se dedica a recopilar el vademécum exhaustivo de las enfermedades humanas, y Úrsula, madre de los hijos y segunda esposa del Gran Godley, pero que resiente no haber sido su primer amor, aquel que murió por mano propia. También están la cincuentona Ivy Blount, aristócrata en desgracia que les vendió Arden a los Godley y ahora los sirve como mucama; su indeciso pretendiente, Duffy, un campesino áspero y viril que se ocupa del mermado ganado de la finca, y finalmente el relamido Roddy Wagstaff, el festejante de Petra, un jovencito de sexualidad mistérica más interesado en acariciar la mortaja del sabio moribundo que las enaguas de su prometida. Uno

SOPHIE BASSOULS / SYGMA / CORBIS

a uno, los personajes tomarán prestada de Hermes la primera persona del relato para desgranar con sabiduría humana, claudicante, los pormenores de su vida en este mundo inestable que comparten olímpicos y tanatoides. Hasta el propio Adam Godley, desde su umbral de semidiós, recordará instantáneas de su vida, aquella tarde lluviosa en Venecia, el duelo de la primera viudez. Y hacia el final de ese día, con la llegada del enigmático Benny Grace –¿cómplice de tropelías juveniles del viejo Adam, su compañero de estudios o una manifestación visible del despreocupado dios Pan?–, hasta llegamos a creer que la muerte ha retrocedido, que finalmente no se llevará al hijo más descollante de la raza humana. Los infinitos tiene estilo sin ser una novela de estilo y enigma sin ser una novela de misterio; coquetea con los géneros sin casarse con ninguno, aunque quizá se acerque más que nada a la alegoría, tan poco transitada actualmente, salvo por la ciencia ficción. La traducción de Benito Gómez Ibáñez es francamente soberbia, traslúcida como la atmósfera que rezuma en la novela, con encabalgamientos comprensibles, cultismos deseables y hasta un entrañable y ajustadísimo uso de los diminutivos. Es evidente que el traductor ha trabajado a gusto y con gusto personal por el texto, que discurre sin contratiempos en un español sugerente, acertado, y a la vez irreal. Si algo hay de reprochable en el estilo de la novela, quizá se deba a la pluma de Banville, que por momentos se regodea en copiosas referencias a la cultura letrada, guiños encriptados con diverso grado de dificultad, como si el autor, diría Umberto Eco, estuviese eligiendo o construyendo a su lector. Y en cuanto a la mentada morosidad del relato y a su paradójica exuberancia, es difícil imaginar que pueda conjurarse ese tiempo suspendido al que obliga la agonía de otro modo que no sea haciendo tiempo. Una agonía es, por definición, lenta, y en literatura el tiempo se hace con palabras. Al fin y al cabo, la exuberante morosidad de un texto es poca cosa que enrostrarle a un autor que se propone tanto y se autoriza a tanto como Banville, que cuenta con recursos estilísticos e imaginativos como para extrañar la realidad sin volverla del todo irreconocible.

adnBanville Novelista y crítico, este irlandés, nacido en Wexford en 1945, supo cosechar a lo largo de su carrera admiradores y enemigos (esto último, sobre todo, gracias a sus artículos en The New York Review of Books). Dueño de un estilo que no esconde sus deudas, principalmente con Nabokov, publicó novelas como Mefisto (1986), El intocable (1997) y El mar (2005), obras a las que recientemente se sumaron los policiales que firma como Benjamin Black.

Uno de los méritos de Los infinitos es proponer una ingeniosa variante del deus ex machina, un recurso de la literatura griega que identifica Aristóteles en su Poética. El filósofo afirma que las tragedias cuyos desenlaces se derivan de la trama son superiores a las que recurren a una intervención divina de último momento, un dios “salido de la máquina”, en referencia a la grúa que hacía aparecer al personaje flotando sobre el escenario, pero también a su cualidad de intruso surgido de la maquinaria obscena de la ilusión teatral. De ese recurso terminal –que con mejores palabras Aristóteles tildó de facilista– Banville hace su punto de partida, su máquina de escribir. La voz de Hermes instala desde el vamos la lógica impune de las teogonías que, sumada al dislate algorítmico que pretende explicar el crucial aporte del gran Adam Godley a la transformación del mundo, termina de perturbar cualquier previsión de verosimilitud y obliga al lector a reparar en las palabras. A la postre, esos dioses fatigados y empujados a escena casi contra su voluntad, aparentan desleírse al contacto corrosivo de la experiencia humana, y ante la figura imponente del sabio agónico, Zeus se empequeñece hasta quedar reducido a la estatura de vejete libidinoso. Un sesgo humanista de Banville, quizá, que parece preferir este mundo, aun trastocado por la ciencia, que cualquier versión del más allá.

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