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virilización, liberador de las antiguas cadenas del pasado/mujer. ...... GASQUE, Margarita, 1990, “Freud y la homosexualidad”, en Debate Feminista, núm.1 ...
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Papeles de Población ISSN: 1405-7425 [email protected] Universidad Autónoma del Estado de México México

Lamas, Marta Usos, dificultades y posibilidades de la categoría género Papeles de Población, vol. 5, núm. 21, julio-septiembre, 1999, pp. 147-178 Universidad Autónoma del Estado de México Toluca, México

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=11202105

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Usos, dificultades y posibilidades de la categoría género Marta Lamas Programa Universitario de Estudios de Género Universidad Nacional Autónoma de México Resumen Después de su creación —en la década de los años setenta— por las feministas de origen anglosajón, la categoría género se ha popularizado, pero en el presente su utilización equipara sexo y género, con lo que se eluden las diferencias entre ambos, pues mientras el primero se refiere exclusivamente a la diferencia biológica, el segundo integra todos los procesos sociales y culturales de la distinción entre lo femenino y lo masculino. En este artículo se hace un repaso del desarrollo que la categoría de género ha tenido desde su creación, los usos que se han dado desde las diversas disciplinas sociales, las dificultades que su aplicación ha tenido y, sobre todo, las posibilidades que esta categoría tiene para analizar la diferenciación sexual, a fin de que ésta no se traduzca en desigualdad.

Abstract After their creation in the decade of the seventies for the feminists of anglo-saxon origin, the category gender has been popularized, but in the present is used equips sex and gender, with what the differences are avoided between both, because while the first refers exclusively to the biological difference, the second to make up all the social and cultural processes of the distinction between the feminine and the masculine. In this article a review of the development is made that the category of gender has had from its creation, the uses that have been given from the diverse social disciplines, the difficulties that its application has had and, mainly, the possibilities that this category has to analyze the sexual differentiation so that this is not translated in inequality.

Diferencias de idioma, analogías y confusiones conceptuales

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n los años setenta el feminismo académico anglosajón impulsó el uso de la categoría gender (género) con la pretensión de diferenciar las construcciones sociales y culturales de la biología (Lamas, 1986: 173-198). Además del objetivo científico de comprender mejor la realidad social, estas académicas tenían un objetivo político: distinguir que las características humanas consideradas “femeninas” eran adquiridas por las mujeres mediante un complejo proceso individual y social, en vez de derivarse “naturalmente” de su sexo. Suponían que con la diferenciación entre sexo y género se podía enfrentar mejor el determinismo biológico y se ampliaba la base teórica argumentativa a favor de la igualdad de las mujeres.

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Posteriormente, el uso de la categoría género llevó al reconocimiento de una variedad de formas de interpretación, simbolización y organización de las diferencias sexuales en las relaciones sociales y perfiló una crítica a la existencia de una esencia femenina. Sin embargo, ahora que en los años noventa se ha popularizado este término, la manera en que con frecuencia se utiliza esa distinción elude a equiparar género y sexo. Son varias —y de diferente índole— las dificultades para utilizar esta categoría. La primera es que el término anglosajón gender no se corresponde totalmente con el español género: en inglés tiene una acepción que apunta directamente a los sexos (sea como accidente gramatical, sea como engendrar), mientras que en español se refiere a la clase, especie o tipo a la que pertenecen las cosas,1 a un grupo taxonómico, a los artículos o mercancías que son objeto de comercio y a la tela. Decir en inglés “vamos a estudiar el género” lleva implícito que se trata de una cuestión relativa a los sexos; plantear lo mismo en español resulta críptico para los no iniciados: ¿se trata de estudiar qué género: un estilo literario, un género musical o una tela? En español la connotación de género como cuestión relativa a la construcción de lo masculino y lo femenino sólo se comprende en función del género gramatical, pero únicamente las personas que ya están en antecedentes del debate teórico al respecto lo comprenden como relación entre los sexos, o como simbolización o construcción cultural. Cada vez se habla más de la perspectiva de género; sin embargo, al analizar dicha perspectiva se constata que género se usa básicamente como sinónimo de sexo: la variable de género, el factor género, son nada menos que las mujeres. Aunque esta sustitución de mujeres por género se da en todas partes, entre las personas hispanoparlantes tiene una justificación de peso: en español se habla de las mujeres como “el género femenino”, por lo que es fácil deducir que hablar de género o de perspectiva de género es referirse a las mujeres o a la perspectiva del sexo femenino. En un ensayo clave, Joan W. Scott apunta varios usos del concepto género y explica cómo “la búsqueda de legitimidad académica” llevó a las estudiosas feministas en los años ochenta a sustituir mujeres por género: En los últimos años cierto número de libros y artículos cuya materia es la historia de las mujeres, sustituyeron en sus títulos “mujeres” por “género”. En algunos casos 1 El Diccionario del uso del español, de María Moliner, consigna cinco acepciones de género; la última es la relativa al género gramatical.

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Usos, dificultades y posibilidades ... M. Lamas esta acepción, aunque se refiera vagamente a ciertos conceptos analíticos, se relaciona realmente con la acogida política del tema. En esas ocasiones, el empleo de “género” trata de subrayar la seriedad académica de una obra, porque “género” suena más neutral y objetivo que “mujeres”. “Género” parece ajustarse a la terminología científica de las ciencias sociales y se desmarca así de la (supuestamente estridente) política del feminismo. En esta acepción, “género” no comporta una declaración necesaria de desigualdad o de poder, ni nombra al bando (hasta entonces invisible) oprimido ... “género” incluye a las mujeres sin nombrarlas y así parece no plantear amenazas criticas (Scott, 1986).

Para Scott, este uso descriptivo del término, que es el más común, reduce el género a “... un concepto asociado con el estudio de las cosas relativas a las mujeres”. Empleado con frecuencia por los historiadores para “... trazar las coordenadas de un nuevo campo de estudio” (las mujeres, los niños, las familias y las ideologías de género), referido “... solamente a aquellas áreas —tanto estructurales como ideológicas— que comprenden relaciones entre los sexos ...”, este uso respalda un “... enfoque funcionalista enraizado en último extremo en la biología”. Pero la cuestión no queda ahí. Scott señala, además, que “género” se emplea también para designar las relaciones sociales entre los sexos. ... para sugerir que la información sobre las mujeres es necesariamente información sobre los hombres, que un estudio implica al otro. Este uso insiste en que el mundo de las mujeres es parte del mundo de los hombres, creado en él y por él. Este uso rechaza la utilidad interpretativa de la idea de las esferas separadas, manteniendo que el estudio de las mujeres por separado perpetúa la ficción de que una esfera, la experiencia de un sexo, tiene poco o nada que ver con la otra.

Finalmente, para Scott la utilización de la categoría género aparece no sólo como forma de hablar de los sistemas de relaciones sociales o sexuales, sino también como forma de situarse en el debate teórico. Los lenguajes conceptuales emplean la diferenciación para establecer significados, y la diferencia de sexos es una forma primaria de diferenciación significativa. El género facilita un modo de decodificar el significado que las culturas otorgan a la diferencia de sexos y una manera de comprender las complejas conexiones entre varias formas de interacción humana. Scott propone una definición de género que tiene dos partes analíticamente interrelacionadas, aunque distintas, y cuatro elementos. Lo central de la definición es la “conexión integral” entre dos ideas: el género es un elemento

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constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos y el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder. Scott distingue los elementos del género y señala cuatro principales: 1.

Los símbolos y los mitos culturalmente disponibles que evocan representaciones múltiples.

2.

Los conceptos normativos que manifiestan las interpretaciones de los significados de los símbolos. Estos conceptos se expresan en doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales y políticas que afirman categórica y unívocamente el significado de varón y mujer, masculino y femenino.

3.

Las instituciones y organizaciones sociales de las relaciones de género: el sistema de parentesco, la familia, el mercado de trabajo segregado por sexos, las instituciones educativas, la política.

4.

La identidad. Scott señala que, aunque aquí destacan los análisis individuales —las biografías—, también hay posibilidad de tratamientos colectivos que estudian la construcción de la identidad genérica en grupos. Esta es una parte débil de su exposición, pues mezcla identidad subjetiva con identidad genérica. Scott cita a Bourdieu, para quien: ... la ‘división del mundo’, basada en referencias a ‘las diferencias biológicas y sobre todo a las que se refieren a la división del trabajo de procreación y reproducción’ actúa como la ‘mejor fundada de las ilusiones colectivas’. Establecidos como conjunto objetivo de referencias, los conceptos de género estructuran la percepción y la organización concreta y simbólica de toda la vida social.2

Ya que estas referencias establecen un control diferencial sobre los recursos materiales y simbólicos, el género se implica en la concepción y construcción del poder. Por ello, Scott señala que el género es el campo primario dentro del cual o por medio del cual se articula el poder. El ensayo de Scott tiene varios méritos. Uno fundamental es su cuestionamiento al esencialismo y la ahistoricidad. Ella aboga por la utilización no esencialista de género en los estudios históricos feministas: “... necesitamos rechazar la calidad fija y 2

La obra citada de Pierre Bourdieu es Le Sens Pratique, París, 1980.

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permanente de la oposición binaria, lograr una historicidad y una desconstrucción genuinas de los términos de la diferencia sexual” (Scott, 1996). Además, su ensayo ordena y clarifica el debate, y propone una vinculación con el poder. Otro acierto es señalar, muy en la línea de decir que el emperador no tiene ropa, la obviedad de la sustitución académica de mujeres por género. Esta medida de política “académica” ignora el esfuerzo metodológico por distinguir construcción social de biología que alentó mucho el trabajo pionero de género.

La simbolización cultural de la diferencia sexual A lo largo de los últimos 20 años, investigadores y pensadores de diversas disciplinas han utilizado la categoría género de diferentes maneras. Aunque muchas cuestiones dificultan una unificación total en el uso de esta categoría, podemos distinguir dos usos básicos: el que habla de género refiriéndose a las mujeres y el que se refiere a la construcción cultural de la diferencia sexual, aludiendo a las relaciones sociales de los sexos. Scott plantea una ventaja de usar género para designar las relaciones sociales entre los sexos: mostrar que no hay un mundo de las mujeres aparte del mundo de los hombres, que la información sobre las mujeres es necesariamente información sobre los hombres. Usar esta concepción de género lleva a rechazar la idea de las esferas separadas. Scott señala que los “estudios de la mujer” perpetúan la ficción de que la experiencia de un sexo tiene poco o nada que ver con la experiencia del otro. Aunque existe ese riesgo, es menor, ya que muchos trabajos ubicados en los “estudios de la mujer” integran la perspectiva de relaciones sociales entre los sexos. El uso de la categoría género implica otra índole de problemas: dependiendo de la disciplina de que se trate es que se formulará la interrogante sobre ciertos aspectos de las relaciones entre los sexos o de la simbolización cultural de la diferencia sexual. Desde la antropología, la definición de género o de perspectiva de género alude al orden simbólico con que una cultura dada elabora la diferencia sexual. Un ejemplo de una investigación antropológica que explora este ámbito desde una perspectiva de género es la realizada por el antropólogo español Manuel Delgado (1993). Puede ser ilustrativo observar el análisis de un fenómeno social desde esta perspectiva de género. Delgado se propuso analizar la violencia popular anticlerical en España, fenómeno que ha sido explicado con elementos que proceden del campo

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estrictamente político institucional y económico; es decir, la complicidad de la Iglesia con los latifundistas, los carlistas, el absolutismo, la monarquía y el Estado, la insurrección militar, etc. Sin negar que puedan tener un lugar estratégico en cualquier clarificación, Delgado insiste en que estos aspectos no bastan para dar cuenta del aspecto irracional del fenómeno y sostiene que los elementos explicativos tradicionales muchas veces han actuado como lo que Levi-Strauss llama “racionalizaciones secundarias”, o Althusser “sobredeterminaciones de causa”. Delgado relata que, en España, como reacción al levantamiento militar de Franco en 1936, los anticlericales incendiaron y arrasaron miles de iglesias y destruyeron sus objetos rituales, incluso las imágenes que poco antes habían llevado en procesión; además, asesinaron a sacerdotes, monjes y monjas. Esto ya había ocurrido en 1835, 1909 y 1931, pero nunca con tanta saña como entonces. Gran parte de los historiadores de ese fenómeno no ve sino “explosiones en que se manifestaban los instintos sádicos de turbas enloquecidas y sedientas de sangre”. Otros historiadores políticos plantean que esa fue la manera como se canalizó una enemistad violenta contra los poderosos económica o políticamente, cuya hegemonía era sancionada por la institución eclesial y la religión católica. La interpretación de Delgado va por otra parte; penetra en el entramado de la simbolización cultural y localiza los factores ocultos o tácitos, no explicitados. Delgado se propone prestar atención al contenido simbólico de “... los motines iconoclastas y las actitudes sacrílegas”. Si la gente quemaba iglesias, pateaba confesionarios, defecaba en las pilas bautismales, sacaba los ojos a los santos y colgaba de los testículos a los sacerdotes, los historiadores no se han preguntado qué significaban una iglesia, un confesionario, una pila bautismal, un santo o un sacerdote. Delgado tiene una clara conciencia de que “... un acontecimiento es una relación entre algo que pasa y una pauta de significación que subyace”. Por eso él plantea que esos hechos ... pertenecen a una misma trama de significaciones, a una red de interrelaciones e interacciones cuya gramática oculta se intenta reconstruir y cuya lógica he tratado de desentrañar haciendo intervenir categorías relativas al desglose sexual, es decir, a la construcción cultural de los géneros.

Al elegir una perspectiva de género, Delgado no se plantea “... discutir el papel supuestamente real y objetivo de la mujer en el marco doctrinal del

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catolicismo ...” ni la “... culpabilización de lo femenino que se desprende del texto bíblico ...”; él pretende dar cuenta de la simbolización de la diferencia sexual, reconstruyendo “... la manera como la oposición hombre/mujer se producía en el imaginario de las movilizaciones que habían asumido la misión de destruir lo sagrado ...”. Eso lo lleva a sugerir que “ ...los ataques a la Iglesia y sus cultos podrían haber funcionado psicológicamente como agresiones contra una suerte de poder, si no femenino, cuando menos feminizante”. Lo notable de la propuesta de Delgado es que plantea la “... consideración del sistema religioso de la cultura en tanto que objeto de identificación genérica, como parte del orden representacional encargado de operar la distinción sexual”. Así, la Iglesia, como “hipóstasis de la autoridad social”, pasaría a ser leída ... contribuyendo tanto repertorial como ideológicamente a la esencialización de la femineidad y sus ‘misterios’ y encarnando presuntos peligros para la hegemonía del mundo-hombre. Los disturbios iconoclastas pasarían así a incorporarse significativamente a la realidad social concebida en clave de género, esto es a las articulaciones metafóricas e institucionales a través de las cuales la cultura procede al marcaje de los sexos.

Delgado coloca en primer plano “... la calidad determinante de las diferencias simbólicas entre los sexos ...”; para él, la distribución de funciones sociosexuales tuvo que ocupar un papel ... social y psicológicamente fundamental y no marginable en la producción de una ideología obsesivamente centrada en la necesidad de abatir el poder sacramental en España, como requisito ineludible de un fantasioso proceso de modernización/ virilización, liberador de las antiguas cadenas del pasado/mujer.

El investigador reconstruye la manera como el género intervenía en la percepción de lo social, lo político o lo cotidiano de los actores históricos. Su interpretación va más allá de, simplemente, reconocer la existencia de dos ámbitos sociales, con sus espacios delimitados y los rituales que los acompañan. De entrada, el hecho de que el clero sea masculino no facilita una interpretación como la suya, que analiza lo relativo a la Iglesia como un territorio feminizante, que amenaza simbólicamente la virilidad. Si Delgado logra ir más allá de lo aparente es porque reconoce el estatuto simbólico de la cultura y distingue entre el orden de lo imaginario y el de lo real. Esto es que analiza cómo los varones perciben a la religión como la maquinaria de integración y control de la sociedad

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y a las mujeres como madres controladoras. Al relacionar lo femenino con lo religioso, el anticlericalismo se perfila como un proceso de masculinización frente a lo que se percibe como una hegemonía matriarcal. Aunque desde el plano de los significados culturales, Delgado interpreta el odio contra la Iglesia y el clero como un desplazamiento del desacuerdo hacia las coacciones y fracasos que el imaginario masculino atribuía a figuras intercambiables (la Iglesia y la comunidad social: las esposas y las madres); también insiste en que hay otras cosas en juego y deja abierta su explicación del fenómeno a otros factores. Lo importante es cómo el uso de esta perspectiva le permite analizar una de las tantas formas simbólicas de que se vale la cultura para institucionalizar la diferencia entre hombres y mujeres y para poner en escena sus confrontaciones.

Principios y mecanismos de oposición binaria del proceso de simbolización Hemos vislumbrado que el género, como simbolización de la diferencia sexual, se construye culturalmente diferenciado en un conjunto de prácticas, ideas y discursos entre los que se encuentran los de la religión. También hemos visto, aunque sea someramente, cómo los procesos de significación tejidos en el entramado de la simbolización cultural producen efectos en el imaginario de las personas. La antropología ha investigado cómo se instituyen las pautas culturales a partir de la simbolización y cómo opera ésta. La humanización del primate en homo sapiens es resultado de su progresiva emergencia del orden biológico hacia el orden simbólico. Su socialización e individuación están ligadas a la constitución de la simbolización. El núcleo inicial y fundador del aparato psíquico, esa parte del individuo que no está determinada por la historia, es la raíz de la cultura, es decir, el punto de emergencia del pensamiento simbólico que se integra en el lenguaje. Con una estructura psíquica universal y mediante el lenguaje, los seres humanos simbolizamos y hacemos cultura. Para Claude Levi-Strauss, la sorprendente variedad de los fenómenos culturales se comprende a partir de códigos e intercambios (Castaingts, 1986). Las unidades del discurso cultural son creadas por el principio de oposición binaria y unos cuantos principios subyacen en las reglas de acuerdo con las cuales se combinan esas unidades para dar lugar a los productos culturales

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existentes: mitos, reglas de matrimonio, arreglos totémicos, etc. Es decir, para este antropólogo, las culturas son básicamente sistemas de clasificación, y las producciones institucionales e intelectuales se construyen sobre estos sistemas clasificatorios. El análisis estructural consiste en distinguir los conjuntos básicos de oposiciones que subyacen en un fenómeno cultural complejo y en mostrar las formas de ese fenómeno que es, al mismo tiempo, una expresión de esas oposiciones y una reelaboración de ellas. El conocimiento de los conjuntos importantes de oposiciones en una cultura revela los ejes del pensamiento y los límites de lo pensable en una cultura dada. La cultura es un resultado, pero también es una mediación; es el conjunto de mecanismos de defensa del yo ante la entrada violenta al mundo por el nacimiento y a la paulatina estructuración psíquica, con la adquisición del lenguaje. Según Freud, nos constituimos en “seres de cultura” cuanto ésta ejerce una represión y nos obliga a renunciar a la felicidad absoluta y a la reconciliación total, a la completud. Los seres humanos jamás nos reponemos de sabernos incompletos, castrados, ni tampoco de las heridas narcisistas que nos infligen las renuncias impuestas por la cultura. No aceptamos la realidad —que somos seres escindidos y nos vamos a morir— y deseamos lo imposible —la completud y la inmortalidad—. Laplantine señala que la existencia humana sólo es soportable a través de esa “pantalla deformadora” de la realidad que es la cultura (Laplantine, 1979). El lenguaje es un medio fundamental para estructurarnos culturalmente y para volvernos seres sociales. Pero el lenguaje no es sólo un instrumento que utilizamos a voluntad, también lo introyectamos inconscientemente. Desde la perspectiva psicoanalítica de Lacan, el acceso del sujeto al uso de una estructura de lenguaje que lo precede coincide con la organización y establecimiento de su inconsciente. De ahí que para Lacan el inconsciente y el lenguaje están inextricablemente ligados: “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”; “el inconsciente es el discurso del Otro”; “el lenguaje es el requisito del inconsciente”. Por un proceso de simbolización, que utiliza la metáfora y la metonimia, muchos de nuestros deseos quedan en el inconsciente y sólo mediante el trabajo psicoanalítico podemos reconstruir los caminos metafóricos y metonímicos que adoptaron cuando perdimos su sentido.

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Cualquier comprensión del inconsciente requiere la comprensión del lenguaje y de su ciencia particular, la lingüística, de la cual Lacan seleccionó y adaptó ciertos aspectos a sus fines. Desde la lingüística moderna (en este caso, desde Saussure) se puede ver que el lenguaje posee una estructura que está fuera de control y la conciencia de los hablantes individuales, quienes, sin embargo, hacen uso de esta estructura que está presente en cada una de sus mentes. Unas unidades de sentido, los signos,3 dividen, clasifican al mundo y lo hacen comprensible. Para Saussure, cada lengua, “mapea” conceptualmente, divide o clasifica el mundo de maneras diferentes a partir de las relaciones específicas de los significados y significantes de sus signos: cada lengua articula y organiza el mundo en diferente forma. Por lo tanto, tampoco hay una relación natural entre los signos y el mundo. Se supone que las primeras lenguas se caracterizaron por un principio económico: el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo, y que tuvieron una estructura similar a la de las computadoras, o sea, un lenguaje binario donde se produce información con base en la afirmación y/o negación de elementos mínimos, de la contraposición de opuestos. Pero los lenguajes, incluso los más “primitivos”, no se limitan a nombrar lo útil o inmediato: son un vehículo para nombrar lo subjetivo, lo mágico o lo misterioso. Esto se consigue por medio de la simbolización y la metaforización. Al nombrar se abre una brecha entre el nombre y aquello que es nombrado: el nombre no es la cosa. Con la poesía (y el arte en general) se intenta cerrar esa brecha y suscitar una aproximación a esa experiencia indescriptible. Los seres humanos simbolizamos un material básico, que es idéntico en todas las sociedades: la diferencia corporal, específicamente el sexo. Aunque aparentemente la biología muestra que los seres humanos vienen en dos sexos, son más las combinaciones que resultan de las cinco áreas fisiológicas de las cuales depende lo que, en términos generales y muy simples, se ha dado en llamar el “sexo biológico” de una persona: genes, hormonas, gónadas, órganos reproductivos internos y órganos reproductivos externos (genitales). Estas áreas controlan cinco tipos de procesos biológicos en un continuum —y no una dicotomía de unidades discretas— cuyos extremos son lo masculino y lo femenino. Por eso las investigaciones más recientes en el tema 3

El signo es la unidad fundamental, y es una entidad doble que se une al significante (imagen acústica) y al significado (concepto), cuya relación interna es arbitraria; es decir: no existe ninguna razón “natural” o “lógica” para que cierta imagen acústica (o significante) esté unida a cierto concepto (o significado); se trata de una convención social.

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señalan que para entender la realidad biológica de la sexualidad, es necesario introducir la noción de intersexos (Fausto, 1993). Como dentro del continuum podemos encontrar una sorprendente variedad de posibilidades combinatorias de caracteres, cuyo punto medio es el hermafroditismo,4 los intersexos serían, precisamente, aquellos conjuntos de características fisiológicas en que se combina lo femenino con lo masculino. Una clasificación rápida e insuficiente de estas combinaciones nos obliga a reconocer, por lo menos, cinco “sexos” biológicos: 1.

Varones (es decir, personas que tienen dos testículos).

2.

Mujeres (personas que tienen dos ovarios).

3.

Hermafroditas o herms (personas que tienen al mismo tiempo un testículo y un ovario).

4.

Hermafroditas masculinos o merms (personas que tienen testículos pero que presentan otros caracteres sexuales femeninos).

5.

Hermafroditas femeninos o ferms (personas con ovarios pero con caracteres sexuales masculinos).

Esta clasificación funciona sólo si se toman en cuenta los órganos sexuales internos y los caracteres sexuales “secundarios” como una unidad. Pero si nos ponemos a imaginar la multitud de posibilidades a que pueden dar lugar las combinaciones de las cinco áreas fisiológicas ya señaladas, veremos que la dicotomía hombre/mujer es, más que una realidad biológica, una realidad simbólica o cultural. Esta dicotomía se refuerza por el hecho de que casi todas las sociedades hablan y piensan binariamente y así elaboran sus representaciones. Las representaciones sociales son construcciones simbólicas que dan atribuciones a la conducta objetiva y subjetiva de las personas. El ámbito social es, más que un territorio, un espacio simbólico definido por la imaginación y determinante en la construcción de la autoimagen de cada persona; la conciencia está habitada por el discurso social. Aunque la multitud de representaciones culturales de los hechos biológicos es muy grande y tiene diferentes grados de complejidad, la diferencia sexual tiene cierta persistencia fundante: trata de la 4

Se calcula que 4 por ciento de la población mundial está compuesta por hermafroditas desde el punto de vista biológico, es decir, por personas que presentan características fisiológicas de los dos sexos.

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fuente de nuestra imagen del mundo, en contraposición con un otro. El cuerpo es la primera evidencia incontrolable de la diferencia humana.

Diferencia sexual: fundamento y entramado de la subordinación femenina Lo que define al género es la acción simbólica colectiva. Mediante el proceso de constitución del orden simbólico en una sociedad se fabrican las ideas de lo que deben ser los hombres y las mujeres. Una investigación especialmente fecunda y esclarecedora es la del antropólogo francés Maurice Godelier sobre los baruya, una pequeña sociedad de Nueva Guinea (Godelier, 1986). La situación anómala de esta sociedad, que hasta 1951 desconocía la existencia de los hombres blancos occidentales, permitió un estudio privilegiado. En 1960, cuando el gobierno australiano decidió gobernarlos y emprendió un proceso de “pacificación”, los baruya estaban organizados como una tribu acéfala compuesta de 15 clanes y carecía de clases sociales y Estado. Godelier inició su investigación en 1967, y la visión de conjunto que da de las relaciones entre los hombres y las mujeres, tal y como debieron ser antes de la llegada de los blancos, es que en esa sociedad los hombres disfrutaban de “... toda una serie de monopolios o de funciones clave que les aseguraban permanentemente, de modo colectivo e individual, una superioridad práctica y teórica sobre las mujeres, superioridad material, política, cultural, ideal y simbólica”. Godelier resume la situación de las mujeres como de subordinación: separadas del principal factor de producción (la tierra) y de los principales medios de destrucción y represión (las armas), excluidas del conocimiento de los más sagrados saberes, mantenidas al margen o en un lugar secundario durante las discusiones y toma de decisiones concernientes al interés general de la tribu o a su propio destino individual; valoradas cuando no se quejan y cuando son fieles, dóciles y cooperadoras; intercambiadas entre los grupos, con el agravante de que sus hijos no les pertenecen. Hemos visto que el proceso de entrada a la cultura es también el proceso de entrada al lenguaje y al género. En el caso de los baruya, la adquisición del género se confirma, además, con los ritos de iniciación. Para Godelier, el dispositivo central de la dominación masculina es la maquinaria de las iniciaciones. Estos ritos implican un proceso de afirmación de la identidad de género que vuelve evidentes todos los códigos y la información que de manera

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inconsciente han recibido los jóvenes a lo largo de sus vidas y que los confirman como “hombres” o “mujeres” capaces de vivir en sociedad. A partir de su iniciación se reafirmará la segregación sexual presente en todos los aspectos materiales y simbólicos. La vida se divide en masculino y femenino: el trabajo (caza, recolección, agricultura, ganadería, producción de sal, fabricación de útiles, armas, vestidos y adornos, construcción de casas) y el espacio, desde el exterior (caminos para hombres y para mujeres) hasta el interior (diferentes áreas dentro de las casas). Godelier cuestiona la explicación tradicional de que la segregación sexual y su consecuente división del trabajo, explican el predominio social de los hombres y plantea que el predominio masculino presupone esa división del trabajo. Así, Godelier se introduce de lleno en la problemática de lo simbólico. Esta separación de las mujeres de los principales medios de producción, de destrucción y gobierno se interpreta, en el pensamiento baruya, como “la consecuencia de una expropiación básica por parte de los hombres de los poderes creadores que antaño habían pertenecido a las mujeres”. Para los baruya, la superioridad masculina nace del hecho “incontrovertible”, ubicado en el terreno de lo simbólico, de que en épocas remotas sus antepasados varones habían expropiado a las mujeres de sus poderes. Por ello, habían acumulado dos poderes: el que poseen los hombres como tales (simbolizado en el poder fecundante y nutricio de su esperma) y el de las mujeres, poseedoras de poderes femeninos que emanan de una creatividad originaria superior a la de ellos. En esta interpretación simbólica, Godelier constata el papel relevante desempeñado por la diferencia de sexo. Ésta aparece como “una especie de fundamento cósmico de la subordinación, incluso, de la opresión de las mujeres”. El entramado de la simbolización se hace a partir de lo anatómico y lo reproductivo. Godelier señala que para los baruya todos los aspectos (económicos, sociales y políticos) de la dominación masculina se explican por el diferente lugar que ocupa cada sexo en el proceso de reproducción sexual. Resulta interesante comprobar la actualidad de esa creencia. ¡Esa es también la idea rectora del pensamiento judeocristiano occidental y compartida hasta la fecha por la mayoría de las sociedades (orientales, musulmanas)! Ambos sexos comparten esas creencias y en eso radica su eficacia. Todos los gestos, ritos y prácticas simbólicas que los baruya producen para mostrar y demostrar la primacía de los hombres en el proceso de reproducción de la vida se nutren del imaginario, pero tienen un vigor social avasallador. La convencida

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participación de las mujeres constituye la fuerza principal, silenciosa e invisible de la dominación masculina.5 Los baruya piensan que los hombres han sabido apropiarse de los poderes de las mujeres, añadiéndolos a los suyos. Obviamente estos poderes sólo existen en el discurso y en las prácticas simbólicas que confirman su existencia. La preocupación por la diferencia sexual y el interés por la reproducción marcan la forma en que la sociedad contempla a los sexos y los ordena en correspondencia con sus supuestos papeles “naturales”. Reconocer la diferencia de papeles implica una jerarquización. En el caso de los baruya, hay un verdadero salto mortal simbólico: se disminuye la importancia del papel de la mujer en la reproducción, cuando justamente es del cuerpo de la mujer de donde salen los hijos y es con su leche como sobreviven los primeros meses. Contra los datos de la realidad, prevalece la fuerza de la simbolización. En su estudio sobre los baruya, Godelier sigue de cerca la operación mediante la cual la diferencia sexual se simboliza y, al ser asumida por el sujeto, produce un imaginario con una eficacia política contundente: las concepciones sociales y culturales sobre la masculinidad y feminidad. El sujeto social es producido por las representaciones simbólicas. Los hombres y las mujeres (baruyas, occidentales, orientales, etc.) no son reflejo de una realidad “natural”, sino resultado de una producción histórica y cultural.6 Si, como Delgado proponía, “... un acontecimiento es una relación entre algo que pasa y una pauta de significación que subyace ...”, para comprender más cabalmente las pautas de significación cultural, es necesaria una perspectiva que utilice tanto la antropología como la teoría psicoanalítica. En cada cultura la oposición hombre/mujer pertenece a una trama de significaciones determinadas, que puede expresarse en alguno de los tres registros de la experiencia humana propuestos por Lacan: simbólico, imaginario y real. En su investigación, Godelier reconstruye los mecanismos, la lógica interna de las prácticas sociales y de las ideas que articulan esta configuración de relaciones, y aclara cómo el proceso de simbolización de la diferencia sexual se ha traducido en la desigualdad de poder. Por eso Godelier declara que su investigación “... trata acerca del poder, y ante todo, acerca del poder que un sexo ejerce sobre el otro”. La lógica oculta que la antropología que investiga el 5 Una explicación de por qué las mujeres no se rebelan contra la dominación que retoma la fórmula de Gramsci de que la hegemonía consiste en dominación más consenso está en Rosas (1990). 6 Se ha puesto en evidencia el trasfondo ideológico del término “natural”, que evoca nociones de inmutabilidad, de corrección, de normalidad.

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género intenta reconstruir, desentrañando la red de interrelaciones e interacciones sociales que se construyen a partir de la división simbólica de los sexos, es la lógica del género. Esta lógica parte de una oposición binaria: lo propio del hombre y lo propio de la mujer. Esta distinción, recreada en el orden representacional, contribuye ideológicamente a establecer lo esencial de la feminidad y de la masculinidad.

La lógica del género y la ley social La cultura marca a los seres humanos con el género y éste marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano. La lógica del género es una lógica de poder, de dominación y es, según Bourdieu, la forma paradigmática de violencia simbólica, definida por este sociólogo francés como aquella violencia que se ejerce sobre un agente social con su complicidad o consentimiento (Bourdieu, 1988). Para Bourdieu existe gran dificultad para analizar la lógica del género, ya que se trata de ... una institución que ha estado inscrita por milenios en la objetividad de las estructuras sociales y en la subjetividad de las estructuras mentales, por lo que el analista tiene toda la posibilidad de usar como instrumentos del conocimiento categorías de la percepción y del pensamiento que debería tratar como objetos del conocimiento (Bourdieu, 1992).

Bourdieu comenta que el orden social masculino está tan profundamente arraigado que no requiere justificación; se impone a sí mismo como autoevidente y es tomado como “natural” gracias al acuerdo “casi perfecto e inmediato” que obtiene, por un lado, de estructuras sociales como la organización social de espacio y tiempo y la división sexual del trabajo, y por otro, de estructuras cognitivas inscritas en los cuerpos y las mentes. Estas estructuras cognitivas se inscriben mediante el mecanismo básico y universal de la oposición binaria. Así, ... las personas dominadas, o sea las mujeres, aplican a cada objeto del mundo (natural y social) y en particular a la relación de dominación en la que se encuentran atrapadas, así como a las personas a través de las cuales esta relación se realiza, esquemas no pensados de pensamiento que son el producto de la encarnación de esta relación de poder en la forma de pares (alto/bajo, grande/pequeño, afuera/adentro, recto/torcido, etc.) y que por lo tanto las llevan a construir esta relación desde el punto de vista del dominante como natural.

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Bourdieu señala que la eficacia masculina radica en que legitima una relación de dominación al inscribirla en lo biológico, que en sí mismo es una construcción social biologizada. La dominación de género muestra mejor que ningún otro ejemplo que la violencia simbólica se lleva a cabo a través de “un acto de cognición y de falso reconocimiento que está más allá de, o por debajo de, los controles de la conciencia y la voluntad”. Según Bourdieu, este acto se encuentra en las oscuridades de los esquemas de habitus, mismos que, a su vez, son de género y engendran género.7 Bourdieu señala que no se puede comprender la violencia simbólica a menos que se abandone totalmente la oposición escolástica entre coerción y consentimiento, imposición externa e impulso interno. En ese sentido, señala que la dominación de género consiste en lo que se llama en francés contrainte par corps, o sea, un encarcelamiento efectuado mediante el cuerpo. El trabajo de la socialización tiende a efectuar una somatización progresiva de las relaciones de dominación de género a través de una operación doble: primero, mediante la construcción social de la visión del sexo biológico, que sirve como la fundación de todas las visiones míticas del mundo; segundo, a través de la inculcación de una hexis corporal que constituye una verdadera política encarnada. Este doble trabajo de inculcación, sexualmente diferenciado y sexualmente diferenciador, impone a mujeres y hombres el género, o sea ... conjuntos diferentes de disposiciones respecto a los juegos sociales que son cruciales en su sociedad, tales como juegos de honor y guerra (adecuados para el despliegue de la masculinidad o la virilidad) o, en sociedades avanzadas, los juegos más valorados, tales como la política, los negocios, la ciencia, etcétera.

La masculinización de los cuerpos de los machos humanos y la feminización de los cuerpos de las hembras humanas efectúa una somatización del arbitrario cultural que también se vuelve una construcción durable del inconsciente. Bourdieu, al igual que Godelier, ubica en lo simbólico el origen del estatuto inferior que casi universalmente es asignado a las mujeres. Para explicar el hecho de que las mujeres, en la mayoría de las sociedades conocidas, están consignadas a posiciones sociales inferiores, es necesario tomar en cuenta la asimetría de posiciones adscritas a cada género en la 7

El término habitus es un concepto clave de Bourdieu, el cual refiere el conjunto de relaciones históricas “depositadas” en los cuerpos individuales en la forma de esquemas mentales y corporales de percepción, apreciación y acción.

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economía de los intercambios simbólicos. Mientras que los varones son los sujetos de las estrategias matrimoniales, a través de las cuales trabajan para mantener o aumentar su capital simbólico, las mujeres son siempre tratadas como objetos de dichos intercambios, en los que circulan como símbolos adecuados para establecer alianzas. Así, investidas de una función simbólica, las mujeres son forzadas continuamente a trabajar para preservar su valor simbólico, ajustándose al ideal masculino de virtud femenina, definida como castidad y candor, y dotándose de todos los atributos corporales y cosméticos capaces de aumentar sus valores atractivo y físico. Bourdieu afirma que la dominación masculina está fundada sobre la lógica de la economía de los intercambios simbólicos, o sea, sobre ... la asimetría fundamental entre hombres y mujeres instituida en la construcción social del parentesco y el matrimonio: esa entre sujeto y objeto, agente e instrumento. Y es la relativa autonomía de la economía del capital simbólico la que explica cómo la dominación masculina se puede perpetuar a sí misma a pesar de transformaciones en el modo de producción. De aquí se desprende que la liberación de las mujeres sólo se podrá realizar mediante una acción colectiva dirigida a una lucha simbólica capaz de desafiar prácticamente el acuerdo inmediato de las estructuras encarnadas y objetivas, o sea, de una revolución simbólica que cuestione los propios fundamentos de la producción y reproducción del capital simbólico y, en particular, la dialéctica de pretensión y distinción que es la base de la producción y el consumo de los bienes culturales como signos de distinción.

La ley social refleja la lógica del género y construye los valores e ideas a partir de esa oposición binaria que tipifica arbitrariamente, excluyendo o incluyendo en su lógica simbólica ciertas conductas y sentimientos. Mediante el género se ha “naturalizado” la heterosexualidad, excluyendo a la homosexualidad de una valoración simbólica en equivalencia aceptable. Aunque en nuestra cultura de facto se acepta la homosexualidad, el deseo homosexual queda fuera de la lógica del género y tiene los estatutos simbólico, moral y jurídico diferentes al de la heterosexualidad: está fuera de la ley. De ahí que exista un buen número de personas cuyas vidas están en conflicto abierto con su sociedad. La comprensión del fenómeno de la estructuración psíquica ha dado lugar, en ciertos círculos de especialistas, a una aceptación de la homosexualidad como una identidad sexual tan contingente o tan condicionada como la heterosexualidad (Godelier, 1990 y Torres, 1992), En consecuencia, existe el paulatino reconocimiento de asociaciones psicoanalíticas y psiquiátricas de que la homosexualidad no es una patología ni una enfermedad mental. Pero

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la comprensión teórica sobre la calidad indiferenciada de la libido sexual y el proceso inconsciente que estructura al sujeto hacia la heterosexualidad o la homosexualidad no tiene todavía correspondencia en la lógica simbólica de nuestra cultura, tan marcada por el género. Por eso, aunque cada sexo contiene la posibilidad de una estructuración psíquica homosexual o heterosexual, lo cual genera cuatro posicionamientos de sujeto mujer: homosexual, mujer heterosexual, hombre homosexual y hombre heterosexual, sólo están simbolizados dos: mujer y hombre heterosexuales. La supuesta “tolerancia” hacia las personas homosexuales sólo es lo que Bourdieu denomina una “estrategia de condescendencia”, que lleva a la violencia simbólica a un grado más alto de negación y disimulación. La estructuración psíquica que determina la identidad sexual se lleva a cabo a partir de la dialéctica edípica8 y el resultado de este proceso puede ser la heterosexualidad o la homosexualidad.9 Hasta donde la clínica y las investigaciones del psicoanálisis permiten comprender, los niños y las niñas incorporan su identidad de género (por la forma en que son nombrados y por la ubicación que familiarmente se les ha dado) antes de reconocer la diferencia sexual. Esto ocurre antes de los dos años, con total desconocimiento de la correspondencia entre sexo y género. Después de los tres años suele darse la confrontación con la diferencia de sexos. La primera vez que las criaturas miran el cuerpo de otro u otra y lo comparan con el propio, la niña interpreta la presencia del pene masculino como que a ella le falta algo; por su parte, el niño, que también interpreta que a la niña le falta algo, tiene miedo de perder lo que él sí tiene. Esto, de manera brutalmente simplificada, nos introduce —como seres humanos— a la problemática imaginaria de la castración. Scott dice que “... si la identidad genérica se basa sólo y universalmente en el miedo a la castración, se niega lo esencial de la investigación histórica”. Scott tiene razón al señalar que conceptualizar la identidad genérica sólo con base en el factor psíquico es negar la historicidad. Pero, ¿quién sostiene eso? Ni los psicoanalistas ni las feministas que trabajan con perspectiva psicoanalítica.

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Se ha puesto de moda hablar de “preferencia sexual”, pero tiene tal connotación voluntarista, al igual que “opción sexual”, que desdibuja el papel del inconsciente. Identidad u orientación sexual me parecen términos que reflejan más adecuadamente lo que ocurre. 9 Desde el psicoanálisis no se considera como una tercera estructuración la bisexualidad. Se piensa que las personas con prácticas bisexuales están estructuradas hetero u homosexualmente y que aunque su deseo está definido básicamente en una dirección, razones de otra índole las llevan ,a vivir su sexualidad en ambos campos.

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La identidad genérica de las personas varía, de cultura en cultura, en cada momento histórico. Cambia la manera como se simboliza e interpreta la diferencia sexual, pero permanece la diferencia sexual como referencia universal que da pie tanto a la simbolización del género como a la estructuración psíquica. Muchas personas comparten el error de Scott de confundir construcción cultural de la identidad genérica y estructuración psíquica de la identidad sexual. La identidad genérica se construye mediante los procesos simbólicos que en una cultura dan forma al género. La identidad genérica, por poner un ejemplo simple, se manifiesta en el rechazo de un niñito a que le pongan un vestido o en la manera con que las criaturas se ubican en las sillitas rosas o azules de un jardín de infantes. Esta identidad es históricamente construida de acuerdo con lo que la cultura considera “femenino” o “masculino”; evidentemente estos criterios se han ido transformando. Hace 30 años pocos hombres se hubieran atrevido a usar un suéter rosa por las connotaciones femeninas de ese color; hoy eso ha cambiado, al menos en ciertos sectores. En cambio, la identidad sexual (la estructuración psíquica de una persona como heterosexual u homosexual) no cambia: históricamente siempre ha habido personas homo y heterosexuales, pues dicha identidad es resultado del posicionamiento imaginario ante la castración simbólica y de la resolución personal del drama edípico.10 La identidad sexual se conforma mediante la reacción individual ante la diferencia sexual, mientras que la identidad genérica está condicionada tanto históricamente como por la ubicación que la familia y el entorno le dan a una persona a partir de la simbolización cultural de la diferencia sexual: el género.

No son lo mismo género y diferencia sexual Un requerimiento para avanzar dentro de ciertas perspectivas teóricas en ciencias sociales es ponernos de acuerdo sobre qué términos corresponden a qué conceptos. Por ejemplo, diferencia sexual, desde el psicoanálisis, es una categoría que implica la existencia del inconsciente; desde las ciencias sociales se usa como referencia a la diferencia entre los sexos y desde la biología incluye otra serie de diferencias no visibles (hormonales, genéticas, etc.). Tal vez se 10

No entro en ello por razones de espacio, pero sí menciono que además de la identidad genérica y la sexual está la identidad subjetiva, que posiciona a las personas en la feminidad o masculinidad, no desde el punto de vista cultural, sino psíquico (Brennan, 1992).

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podrá llegar a definir la diferencia sexual como una realidad corpórea y psíquica, presente en todas las razas, etnias, clases, culturas y épocas históricas, que nos afecta subjetiva, biológica y culturalmente, pero, por el momento, yo me ciño a la definición psicoanalítica. Así como se usa género en vez de sexo, existe una tendencia a sustituir la categoría analítica diferencia sexual por género, eludiendo el papel del inconsciente en la forma de la subjetividad y la sexualidad. Constance Penley señala que el término género se ve como más útil y menos cargado que diferencia sexual, particularmente en la medida que el género es visto como ... una forma de referirse a los orígenes exclusivamente sociales de las identidades subjetivas de hombres y mujeres y de enfatizar un sistema total de relaciones que pueden incluir al sexo, pero que no está directamente determinado por el sexo o determinando la sexualidad (Penley, 1990).11

Penley es parte del colectivo de la revista m/f, que asumió de manera notable el psicoanálisis como su perspectiva analítica principal.Las integrantes de m/f se propusieron realizar un escrutinio de los discursos feminista y socialista con el objetivo de mostrar cómo el discurso da forma a la acción y cómo hace posibles ciertas estrategias. Negándole una especificidad fundante a la idea de mujer, m/f desarrolló un proyecto desconstructivista en el sentido más amplio del término. Aunque su adhesión al psicoanálisis le ganó acusaciones de elitista, indiferente a las urgencias políticas y apelativos peores, m/f se sostuvo en su proyecto a reelaborar y difundir las ideas psicoanalíticas para la teoría feminista. Penley critica a las teóricas feministas que reconocen la importancia de la explicación psicológica, pero que tratan de encontrar una perspectiva para dar cuenta de la construcción de la psique femenina que se pueda “articular” con los recuentos sociales e históricos sobre las mujeres mejor que el psicoanálisis. Al sociologizar la psique se rebajan los mecanismos de la adquisición inconsciente de la identidad sexual al mismo nivel que otras formas más sociales de adquisición de identidad.12 Así se ve la diferencia sexual como una de tantas diferencias sociales. Esta confusión está presente en el planteamiento que hace Teresa de Lauretis (1987), 11

Este libro reune una selección de los artículos más importantes de la revista m/f, que se publicó en Inglaterra durante nueve años, de 1978 a 1986. 12 Las teorías feministas de gran éxito, que son una especie de psicoanálisis sociologizado, son las expresadas por Chodorow (1986) y Gilligan (1986).

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que la lleva a teorizar un sujeto “múltiple” en vez del sujeto escindido del psicoanálisis. Freud plantea que el sujeto está dividido y que la clave del nudo humano es la falta, la carencia, la castración simbólica. Esto es lo que nos constituye como sujetos en un mundo de deseos inconscientes ligados a signos. De ahí que la noción de satisfacción sea tan problemática. Parveen Adams, también de m/f, en un ensayo donde critica posiciones teóricas que se forman supuestamente dentro del psicoanálisis, pero que se alejan de la teoría de Freud, señala la importancia de distinguir dos cuestiones fundamentales: “... el concepto de realidad psíquica y la naturaleza de la relación entre lo psíquico y lo social”. (Adams, 1992). Sobre esta compleja relación, Adams recuerda la concepción de cultura de Freud: “... cultura significa que cualquier conjunto de preceptos sociales requiere represión primaria, deseo e inconsciente”. La problematicidad de la relación entre lo psíquico y lo social, o sea, entre constitución mental y exigencias culturales, se desprende de esa concepción de cultura: “... los mandatos culturales nunca satisfarán las demandas psíquicas y la vida psíquica nunca encajará fácilmente en las exigencias culturales”. Con la sustitución del concepto diferencia sexual por género se evitan conceptos como deseo e inconsciente y se simplifica el problema de la relación de lo social con lo psíquico. Esta incapacidad (¿resistencia?) para comprender el ámbito psíquico lleva a mucha gente a pensar que lo que está en juego primordialmente son los factores sociales. Aunque las personas están configuradas por la historia de su propia infancia, por las relaciones pasadas y presentes dentro de la familia y en la sociedad, las diferencias entre masculinidad y feminidad no provienen sólo del género, sino también de la diferencia sexual, o sea, del inconsciente, de lo psíquico. Adams plantea que, aunque no se puede hacer de lo social un factor determinante de lo psíquico, no hay que renunciar a transformar lo social. La posibilidad de incidir políticamente se reafirma justamente cuando se subraya la diferencia entre lo psíquico y lo social. Adams concluye su ensayo señalando que sería una lástima que se rechazara prematuramente el ... concepto psicoanalítico de diferencia sexual, que tanto ha contribuido a socavar las nociones tradicionales de qué son las mujeres y los hombres y que ha servido para desarrollar el debate feminista y rebasar los límites de la mera interrogación de los papeles sociales.

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En esta distinción de lo psíquico y lo social, y en la aceptación de ciertas interpretaciones se establece una toma de posición definida, que divide grosso modo a las feministas en dos campos explicativos sobre los procesos por los que se crea la identidad del sujeto: el del psicoanálisis de las relaciones de objeto y el del psicoanálisis lacaniano. Feministas como Chodorow y Gilligan están en el primero, mientras que el grupo de psicoanalistas inglesas (Adams, Penley, Mitchell y la revista m/f) se ubican en el segundo campo. Scott señala que: “... cada vez más, los historiadores que trabajan con el concepto “cultura de mujeres” citan las obras de Chodorow y Gilligan como prueba y explicación de sus interpretaciones; quienes desarrollan teoría feminista, miran a Lacan”. A Scott ninguna de esas dos posturas le parece completamente operativa para los historiadores: “... mis reservas acerca de la teoría de las relaciones de objeto proceden de su literalidad, de su confianza en que estructuras relativamente pequeñas de interacción produzcan la identidad del género y generen el cambio”. Para ella esta interpretación “... limita el concepto de género a la familia y a la experiencia doméstica, por lo que no deja vía para que el historiador relacione el concepto (o el individuo) con otros sistemas sociales de economía, política o poder”. En relación con el psicoanálisis lacaniano, Scott coincide en muchas cuestiones: valora que el lenguaje sea “el centro de la teoría lacaniana”, que las ideas de masculino y femenino no sean fijas, lo que hace problemáticas las categorías de hombre y mujer, al sugerir que no son características inherentes sino construcciones subjetivas. Esta interpretación implica, también, que el sujeto está en un proceso constante de construcción y ofrece una forma sistemática de interpretar el deseo consciente e inconsciente, al señalar el lenguaje como el lugar adecuado para el análisis. Scott reconoce que “encuentra instructiva esta interpretación”, aunque señala su preocupación por la “... fijación exclusiva sobre cuestiones del sujeto y porque la teoría tiende a universalizar las categorías y la relación entre el varón y la mujer”. Aquí Scott parece olvidar que la pretensión del psicoanálisis es “fijarse exclusivamente sobre cuestiones del sujeto”. Por eso, desde su posición de historiadora, a Scott no le resulta “completamente operativa” la teoría psicoanalítica, no le convence la supuesta “universalización” que hace el psicoanálisis, porque no distingue entre el ámbito psíquico (con la indudable

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condición universal de la diferencia sexual como estructurante psíquico) y el ámbito social (con el género como simbolización cultural de la diferencia sexual). La propia Scott retoma la idea de Teresa de Lauretis de que “... si necesitamos pensar en términos de construcción de la subjetividad en contextos sociales e históricos, no hay forma de especificar esos contextos dentro de los términos propuestos por Lacan”. ¡Pero si justamente ése es el punto del psicoanálisis! ¿Qué sentido tiene — para el psicoanálisis— pensar la construcción de la subjetividad en contextos sociales e históricos? Otra vez aparece, ahora en Scott, la dificultad para distinguir entre lo psíquico y lo social. ¿Por qué no aceptar que en la construcción de la subjetividad participan elementos de ámbito psíquico y social, que tienen un peso específico y diferente en ese proceso y deben ser analizados y explorados diferencialmente? Desde posiciones como la de Scott o la de Lauretis, no se comprende que es absolutamente válida la insistencia del psicoanálisis en explorar el papel del inconsciente en la formación de la identidad sexual, así como descifrar la “compleja e intrincada negociación del sujeto ante fuerzas culturales y psíquicas” (Penley, 1990). Al analizar “... la inestabilidad de tal identidad, impuesta en un sujeto que es fundamentalmente bisexual”, Penley señala cómo destacan los mecanismos con los que las personas resisten las posiciones de sujeto impuestas desde afuera. Al mostrar que los hombres y las mujeres no están precondicionados, sino que ocurre algo diferente, el psicoanálisis plantea algo distinto a una esencia biológica o a la marca implacable de la socialización: la existencia de una realidad psíquica. Así, el psicoanálisis muestra los límites de las dos perspectivas —biológica y sociológica— con las que se pretendía explicar las diferencias entre hombres y mujeres. No es posible comparar o igualar el carácter estructurante de la diferencia sexual para la vida psíquica y la identidad del sujeto con las demás diferencias biológicas: —hormonales, anatómicas— y sociales —de clase, de etnia, de edad—. Las diferencias de índole cultural y social varían, pero la diferencia sexual es una constante universal. Se trata de cuestiones de otro orden.

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Reconocer las diferencias, desconstruir el género Una discusión rigurosa sobre género implica abordar la complejidad y variedad de las articulaciones entre diferencia sexual y cultura. Las prácticas sociales con que el sujeto expresará su deseo están marcadas por el género, pero también por su inconsciente. El psicoanálisis muestra cómo la estructuración psíquica se realiza fuera de la conciencia y de la racionalidad de los sujetos. Desde la perspectiva freudiana, el sujeto es una persona escindida, con deseos y procesos inconscientes. El reconocimiento de que nunca vamos a estar completos, que siempre nos va a faltar algo, es lo que se formula como la falta, la carencia, la castración, y que condiciona la estructuración de la identidad psíquica. Lo que hace justamente el psicoanálisis es ofrecer el recuento más complejo y detallado hasta el momento de la constitución de la subjetividad y la sexualidad, así como el proceso mediante el cual el sujeto resiste la imposición de la cultura. El trabajo crítico y desconstructivista feminista ha aceptado que los seres humanos estamos sometidos a la cultura y al inconsciente, reconociendo las formas insidosas y sutiles del poder social y psíquico. Así, desechando las formas esencialistas de pensamiento, una nueva historia del cuerpo y de la sexualidad ha ido emergiendo (Caplan, 1987; Fener et al., 1990; Laqueur, 1990; Stanton, 1992 y Evans, 1993). Pensar que algo es natural es creer que es inmutable. Justamente de la crítica feminista sobre el sexo como algo dado e inamovible surgió el uso de la categoría género como lo construido socialmente. Sin embargo, a lo largo de estos años la perspectiva de género ha conformando un punto de vista diferente sobre el sexo. Muchos de los nuevos trabajos histórico-desconstructivistas siguen los pasos de Foucault: desesencializar la sexualidad, mostrando que el sexo también está sujeto a una construcción social. A partir de múltiples narrativas sobre la vida sexual se comprueba que justamente la sexualidad es de lo más sensible a los cambios culturales, las modas y las transformaciones sociales. Foucault inició un análisis histórico para mostrar que en el pasado el sexo existía como una actividad o una dimensión de la vida humana, mientras que en la actualidad se establece como una identidad (Foucault). Esto, como él señala, invierte las jerarquías: por primera vez el sexo deja de ser una parte arbitraria o contingente de la identidad para inaugurar una situación inédita: ya no hay identidad sin definición sexual. Para Foucault, el sexo no tuvo siempre la posibilidad de caracterizar y constituir tan poderosamente la identidad de los sujetos.

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Hoy se acepta que la sexualidad no es natural sino que ha sido y es construida: la simbolización cultural inviste de valor, o denigra, al cuerpo y al acto sexual. Bajo el término sexo se caracterizan y unifican no sólo funciones biológicas y rasgos anatómicos, sino también la actividad sexual. No sólo se pertenece a un sexo, se tiene un sexo y se hace sexo. Gran parte del pensamiento feminista contemporáneo trata la sexualidad como derivada del género. Gayle Rubin se autocriticó en relación con su término sexo/género: “En contraste con mi perspectiva en Tráfico de mujeres, ahora estoy argumentando que es esencial separar analíticamente sexo y género para reflejar más precisamente su existencia social separada” (Gayle, 1984). La confusión sexo/género aumenta en la medida en que el uso en boga de género en relación con las mujeres. Se habla de perspectiva de género para hacer referencia al sexo femenino. Creo que he abundado bastante sobre lo que considero la perspectiva de género como para volverla a repetir. Sin embargo, con este uso surge un dilema de otro orden. Aunque usar género o perspectiva de género como mujeres o perspectiva que toma en cuenta la existencia de mujeres es cuestionable desde un punto de vista conceptual, desde una política es útil, pues conduce al rechazo de términos como el neutro “derechohabiente” o “paciente”, o del masculino neutro englobador “ciudadano”. Este uso puede impulsar a realizar algunos avances en el terreno concreto de las instituciones y prácticas sociales, sobre todo en los espacios y los discursos que no registran la existencia de problemáticas diferenciadas entre hombres y mujeres. La interrogación feminista sobre las consecuencias de la diferencia sexual ha tratado de conocer las redes de significados del sexo y el género para así comprender cuáles son las estructuras de poder que dan forma al modelo dominante de sexualidad: la heterosexualidad. Aquí hay varias cuestiones entrelazadas: pautas culturales de dominación, subordinación, control y resistencia que moldean lo sexual; discursos sociales que organizan los significados; procesos psíquicos que estructuran las identidades sexuales. La forma dominante de sexualidad, la heterosexualidad, estrechamente vinculada con la regulación social de la sexualidad, está condicionada por el género. En el feminismo ha habido varias reflexiones pioneras sobre lo que significaría la eliminación del marco binario con el que se construye el género y, por ende, con el que piensa y sanciona la orientación sexual.13 Estos planteamientos 13

Especialmente las de Adrienne Rich, Donna Haraway y Teresa de Lauretis.

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radicales y utópicos tienden a elaborar lo que ya Freud señaló a principios de siglo: la calidad indiferenciada de la libido sexual. La concepción de Freud es que el ser humano es básicamente un ser sexual, cuya pulsión lo llevaría a una actividad sexual indiferenciada o “perversa polimorfa” si no fuera porque la cultura orienta artificialmente la conducta hacia la heterosexualidad. Comprender por qué ciertos significados tienen hegemonía nos lleva a investigar cómo pueden ser cambiados. En el caso concreto de la heterosexualidad, dicha comprensión conduce a una lucha que intenta redefinir una nueva legitimidad sexual, ya que es evidente que la normatividad heterosexual impuesta a la humanidad es limitante y opresiva, pues no da cuenta de la multiplicidad de posiciones de sujeto y de identidades de personas que habitan el mundo. Por eso desconstruir la simbolización cultural de la diferencia sexual se convierte en una tarea del feminismo. ¿Para qué sirve la reflexión feminista si no es para leer, en términos nuevos, el significado del género y de los conflictos alrededor de éste? En una novedosa desconstrucción del género como un proceso de subversión cultural. Al respecto, Judith Butler (1987) se pregunta hasta dónde el género puede ser elegido. Partiendo de la idea de que las personas no sólo somos construidas socialmente sino que en cierta medida nos construimos a nosotras mismas, para Butler el género aparecía como “... el resultado de un proceso mediante el cual las personas recibimos significados culturales, pero también los innovamos”. De ahí que, para ella, elegir el género significa que una persona interprete “... las normas de género recibidas de tal forma que las reproduzca y las organiza de nuevo”. En ese ensayo Butler rescata la idea de Simone de Beauvoir del género como “proyecto” y plantea la provocadora idea de que el género es un proyecto tácito para renovar la historia cultural. ¿Cómo interpretar esto? ¿Como la escenificación de los mitos culturales en nuestro ámbito personal? ¿Como la posibilidad de construir nuestras propias versiones del género? Para responder a esas interrogantes, Butler escribe un libro donde propone desarrollar “... una estrategia para desnaturalizar los cuerpos y resignificar categorías corporales” con una serie de “prácticas paradójicas... ” que ocasionan “... su resignificación subversiva y su proliferación más allá de un marco binario... ” (Butler, 1990). Las nuevas preguntas que ella se formula son estimulantes: ... ser femenina es un hecho “natural” o una performance cultural, ¿se constituye la “naturalidad” a través de actos culturales que producen reacciones en el cuerpo?,

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Usos, dificultades y posibilidades ... M. Lamas ¿cuáles son las categorías fundantes de la identidad: el sexo, el género, el deseo?, ¿es el deseo una formación específica del poder?

Muy acertado es su cuestionamiento a la búsqueda de “lo genuino”. La crítica a esa forma de esencialismo lleva a Butler a replantear lo que está en juego políticamente. Distingue el ámbito psíquico del social y señala que no hay que frenar la tarea política para explorar las cuestiones de identidad. Al contrario, Butler abre una vía fecunda para el feminismo al plantearse que una nueva forma de política emerge cuando la identidad, como terreno común, ya no restringe el discurso de la política feminista.

Un objetivo ético-político del feminismo Si el cuerpo es el lugar donde la cultura aterriza los significados que le da a la diferencia sexual, ¿cómo distinguir qué aspectos de ese cuerpo están libres de imprint cultural, o sea, de género? No hay forma de responder a esta interrogante porque no hay cuerpo que no haya sido marcado por la cultura. El rechazo a la perspectiva que habla de lo “natural” o de una “esencia” (masculina o femenina) se fundamenta en ese reconocimiento. En cambio, si aceptamos, siguiendo a Foucault, que el cuerpo es un territorio sobre el que se construye una red de placeres e intercambios corporales, a los que los discursos dotan de significados, podemos pensar que las prohibiciones y sanciones que le dan forma y direccionalidad a la sexualidad, que la regulan y reglamentan, pueden ser transformados. El uso riguroso de la categoría género conduce ineluctablemente a la desencialización de la idea de mujer y de hombre. Comprender los procesos psíquicos y sociales mediante los cuales las personas nos convertimos en hombres y mujeres dentro de un esquema cultural de género, que postula la complementareidad de los sexos y la normatividad de la heterosexualidad, facilita la aceptación de la igualdad —psíquica y social— de los seres humanos y la reconceptualización de la homosexualidad. En la actualidad está en aumento la búsqueda de una explicación genética de la homosexualidad. La verdadera interrogante no radica ahí, sino en cómo, por la lógica del género, diferentes culturas valoran negativamente la homosexualidad. De ahí que comprender la simbolización cultural de la diferencia sexual y el establecimiento del género ofrezcan una llave imprescindible para tal elucidación.

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Investigar la genealogía de nuestros arreglos sexuales vigentes conduce a denunciar cómo un conjunto de supuestos sobre la “naturalidad” engendran ciertas prácticas opresivas y discriminatorias. Cualesquiera sean los orígenes genéticos o psíquicos de la homosexualidad, lo que podemos transformar son los efectos sociales. Los significados negativos sobre la forma en que millones de personas organizan su vida sexual deben ser puestos en tela de juicio. No se trata de defender el derecho de las “minorías sexuales”, sino de cuestionar la heterosexualidad como la “forma natural” alrededor de la cual surgen desviaciones “antinaturales”. El camino es comprender que las identidades sexuales de las personas responden a una estructuración psíquica donde la heterosexualidad o la homosexualidad son el resultado posible. La lógica del género valoriza una y devalúa otra. Por otra parte, las identidades de género son inventos culturales, ficciones necesarias que sirven para construir un sentimiento compartido de pertenencia y de identificación. Para establecer una nueva orientación ética que no traduzca las diferencias en desigualdades se requiere, antes que nada, “... forzar el reconocimiento del carácter diverso e inesperado de la organización de las diferencias sexuales” (Adams, 1990). Esto conduce a cuestionar la forma en que es pensada la existencia social. Aunque las reflexiones y teorizaciones no sustituyen a la lucha política en la transformación de las relaciones de poder, son imprescindibles para hacer un trabajo de crítica cultural sobre nuestro malestar con la cultura. Las identidades políticas, sociales, nacionales, sexuales o religiosas sirven para construir una base de identificación social y para dar fuerza a la efectividad de alianzas. Por eso el feminismo se dirige a criticar ciertas prácticas, discursos y representaciones sociales que discriminan, oprimen y vulneran a las personas en función de la simbolización cultural de la diferencia sexual. De ahí que cobre tanta importancia el uso de las categorías que analizan al sujeto, la experiencia humana y la moralidad, ya que tienen implicaciones, más allá de la teoría, en las vidas concretas de las personas. Una aspiración indudable de la reflexión e investigación feministas es tener eficacia simbólica para la lucha política en el ámbito social. Un objetivo éticopolítico de intentar esclarecer las dificultades de utilización de la categoría que nombra este proceso de simbolización cultural (el género) es evidenciar supuestos teóricos que no se articulan explícitamente, porque implican ciertas expectativas ético-políticas: unas muy evidentes son las relativas a lugares y los papeles de hombres y mujeres en la sociedad, así como a formas aceptadas de la sexualidad.

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Reducir la complejidad de la problemática que viven los seres humanos a una interpretación parcial que habla sólo de “la opresión de las mujeres” no es únicamente reduccionista, sino que también conduce al “victimismo” y al “mujerismo” que con frecuencia tiñen muchos análisis y discursos feministas. Requerimos utilizar la perspectiva de género para describir cómo opera la simbolización de la diferencia sexual en las prácticas, discursos y representaciones culturales sexistas y homófobas. Esto amplía nuestra comprensión sobre el destino infausto que compartimos mujeres y hombres como seres humanos incompletos y escindidos, encasillados en dos modelos supuestamente complementarios. Tal concepción no sólo limita las potencialidades humanas, sino que discrimina y estigmatiza a quienes no se ajustan al modelo hegemónico. La riqueza y la complejidad de la investigación, reflexión y debate alrededor del género son de una dimensión amplísima. La urgencia, en términos de sufrimiento humano, nos ubica prioritariamente en dos consecuencias nefastas del género: el sexismo (la discriminación con base en el sexo) y la homofobia (el rechazo irracional a la homosexualidad). Aunque ambas prácticas han tomado formas e intensidades diferentes dependiendo del momento histórico y la cultura, esto ha sido, como bien dice Blumenfeld (1992), a un costo para todas las personas. Tratar de eliminar ese costo mediante una acción simbólica colectiva es una de las tareas que se propone el feminismo. Para ello es imprescindible comprender cómo se fue articula y funciona la lógica del género. A pesar de los variados usos de la categoría género, el hilo conductor sigue siendo la “desnaturalización” de lo humano: mostrar que no es “natural” la subordinación femenina, como tampoco lo son la heterosexualidad y otras prácticas. El feminismo, al interrogarse sobre la desigualdad social de mujeres y hombres, ha desembocado en la simbolización de la diferencia sexual y las estructuras que dan forma al poder genérico hegemónico: masculino y heterosexual. Tal vez es utópico fantasear sobre lo que significaría la eliminación del género. Kate Soper (1992) plantea unas proyecciones “utópicas” muy representativas de la perspectiva “in-diferente” al género que se manifiesta en mucho del trabajo teórico del feminismo occidental. Las reflexiones de esta índole hablan sobre un futuro más “polisexual”, una sociedad de “diferencia proliferante”, una sociedad donde sólo habrá “cuerpos y placeres”. Soper reconoce que es muy difícil conceptualizar plenamente estas sociedades, pero señala que esas imágenes representan algo atractivo para muchas mujeres y

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cada vez más hombres, cuyas experiencias de vida no se ajustan a los esquemas tradicionales de género, y que se sienten violentados en su identidad y subjetividad por los códigos culturales y los estereotipos de género existentes. Ante los múltiples traslapes de género en la vida cotidiana de las personas, mucho del esquema tradicional de género aparece “cruelmente anacrónico”. Soper considera importante una diferenciación mayor de los varios papeles y actividades humanas, pues ya que ... sólo así nuestra cultura se irá haciendo más indiferente a relaciones sexuales que no son heterosexuales. En otras palabras, creo que aspiramos a lograr una situación en la que la llamada sexualidad desviada no sea solamente tolerada, sino que deje de ser marcada como diferente.

Una postura voluntarista y racional que busque la rápida desgenerización de la cultura conlleva el riesgo de negar la diferencia sexual. El quid del asunto no está en plantear un modelo andrógino, sino en que la diferencia no se traduzca en desigualdad. Si bien toda nuestra experiencia de vida está marcada por el género, también tenemos, como seres humanos, una comunalidad de aspiraciones y compromisos que con frecuencia nos une más que sólo las cuestiones de género. Así, habría que tener presente la acepción castellana de género en el sentido de que mujeres y hombres pertenecemos al género humano.

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