Puerto de Santa María del Buen Ayre Noviembre de 1618.
Un enorme cascote de adobe se desprendió del fuerte y cayó al río. La oscuridad impedía seguir su recorrido, pero se escucharon los golpes al chocar repetidas veces contra la pared, y finalmente con el agua. —¡De prisa, sargento! ¡Llame a los hombres! ¡Que vengan más soldados! ¡Hay que sacar los cañones de ese sector! —el capitán del fuerte gritaba sus órdenes para hacerse oír debajo de la tormenta—. ¡Y que traigan más antorchas! Iluminado por la luz de un rayo, el hueco en la esquina de la torre reveló la debilidad de la construcción. La fortaleza, levantada para proteger al puerto del Buen Ayre de posibles ataques de naves piratas, ni siquiera soportaba los embates del agua y el viento. La lluvia aumentaba y pegaba con fuerza. El capitán Fabrizio Positano ignoró su golpeteo constante y, empapado, ayudó a los soldados a empujar el pesado cañón de bronce. Con botas o descalzos, todos los pies resbalaban en el barro. Los hombres caían y volvían a levantarse con esfuerzo. La tarea resultaba titánica. El capitán arengó a su tropa: —¡Todos juntos con fuerza! ¿Listos? ¡Ahora! Finalmente ocho pares de manos lograron levantar la pesada pieza de artillería y alejarla de los bordes del muro, pero todavía faltaban otros dos. Sin detenerse a descansar, se quitó los cabellos mojados de los ojos como pudo. Sus guantes de cuero pesaban por el agua, pero los ignoró. Había luchado batallas más difíciles que esa contra la naturaleza. No iba a permitir que una tormenta le robara sus armas. Como capitán del fuerte tenía la responsabilidad de proteger esa ciudad. Desde su llegada al Nuevo Mundo, cuatro años antes, el capitán Positano había luchado al servicio del rey. Había derramado sangre de unos cuantos corsarios enemigos frente a las costas de Portobelo, y la de muchos nativos en las selvas entre Cartagena de Indias y Lima. Su espada abrió camino en territorios hostiles para nuevas poblaciones, por lo que el virrey de Lima, don Francisco de Borja y Aragón, se vio obligado a darle un nombramiento. Cuando llegó a la lejana aldea de la Santísima Trinidad el capitán descubrió que el traslado, en vez de ser una recompensa, parecía un destierro: lo enviaron a defender el
puerto más alejado del virreinato. Un puerto cerrado, de tránsito vedado, un puerto prohibido. Habían pasado varios meses desde la llegada del capitán Positano a su nuevo destino, en el sur del mapa colonial español. Se acomodó a la situación gracias a su endurecido espíritu militar. Acostumbrado a luchas desiguales en la selva tropical, decidió que una planicie ventosa en la orilla de un ancho río no iba a amedrentarlo. Tampoco le preocupó la falta de comodidades en ese rústico poblado con calles de barro y húmedas viviendas. Las construcciones eran precarias, con paredes de adobe, techos de madera y juncos. Hasta las iglesias estaban hechas con pobres materiales y necesitaban arreglos frecuentes. Distaban mucho de las de Lima, Cartagena o Potosí que conocía. Y más lejos aún de las que llevaba el capitán en su memoria de Torino, su ciudad natal en el Piamonte italiano. La Trinidad ni siquiera podía aspirar a llamarse ciudad, pero Positano decidió enfrentar las dificultades y apostar al crecimiento de ese poblado. Se instaló como capitán del fuerte, a cargo de la seguridad de la aldea. Ignoraba entonces que también debería luchar contra la naturaleza. Descubrió los implacables vientos invernales que soplaban desde el sur, arrojando las aguas del río contra las precarias paredes. Después, con la primavera, llegaron las lluvias: inagotables tormentas lavaban el fortín casi a diario, debilitando la mezcla de barro con la que estaba construido. El capitán pidió a Lima dinero para reforzar la construcción, pero el virrey lo derivó al gobernador local, y don Hernandarias no soltó ni un maravedí. Las míseras arcas de la aldea no permitieron las mejoras tan necesarias. Apenas consiguió algunos ladrillos, que se utilizaron para apuntalar las paredes más débiles. A pesar del trabajo realizado por sus soldados, esa tormenta estaba a punto de hacerle perder tres cañones en las aguas del Río de la Plata. Un trueno retumbó en la noche y Positano maldijo en silencio a Hernandarias. Deseó que el próximo gobernador fuese menos avaro. No podrían luchar contra barcos piratas sin un muro protector, necesitaba una verdadera defensa en el flanco sur, sobre el río. El nuevo gobernador debería haber llegado ya, estimó el capitán. Los rumores decían que don Diego de Góngora se había demorado porque en su barco traía productos de contrabando para vender, y debido a una denuncia hecha en Sevilla al momento de su partida, tuvo que detenerse en Brasil para descargarlos. Si Góngora entraba al puerto con mercaderías ilegales podría ser arrestado, a pesar de su título al frente de la flamante Gobernación del Buen Ayre.
El capitán soltó un suspiro bajo la lluvia, esperaba que los rumores fueran falsos. Por su cargo debía responder a las órdenes del gobernador, pero él no había viajado hasta el Nuevo Mundo para involucrarse en actividades ilegales. Recordó porqué se había aventurado a esas tierras y una punzada de dolor atravesó su pecho. Instintivamente llevó la mano a la cicatriz en su abdomen y la recorrió con los dedos. Tenía muchas marcas en su cuerpo, algunas más profundas y desagradables, pero tocar aquella en particular llenó su boca de un sabor amargo. Mientras el agua desbordaba el ala de su casco de metal y resbalaba sobre su cabello, dejó que su mente viajara hacia el pasado hasta detenerse en la escena de siempre: la cara de su amada Giulia, llorando, pidiéndole que se fuera. Casi al mismo tiempo lo hirieron y ya no la vio más. Por eso el capitán había decidido cruzar el océano, para poner distancia entre él y una mujer. La mujer que amaba lo había engañado, casándose con otro hombre, heredero de una fortuna y de un título nobiliario. Él, en cambio, sólo tenía un futuro lleno de promesas inciertas para ofrecerle. Positano hinchó el pecho y retuvo el aire. El tiempo había suavizado parte del dolor. Pero ni las ocasionales visitas a los burdeles en las islas del Caribe ni sus encuentros con las cálidas nativas en el continente consiguieron hacerle olvidar el abandono y la traición. Todavía le dolía la espina clavada en su corazón. Seguía sufriendo por culpa de ese amor perdido. Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos y volver a su tarea. Sus hombres ya habían retirado el segundo cañón. Se acercó a ellos para ayudarlos con el tercero. Otro relámpago los iluminó, facilitándoles la tarea mientras arrastraban la pieza de metal en el barro.
Dos días después de la tormenta, el vigía del fuerte anunció que se aproximaban tres galeones. —¿Qué bandera traen? —preguntó el sargento Rivero. —No puedo ver aún. —No despegue el catalejo de ellos, soldado, y avíseme en cuanto distinga algún pabellón. El sargento corrió a avisar al capitán, quien vivía en el fuerte. Allí tenía una oficina propia junto a su habitación privada. Positano estaba en su despacho, frente a su escritorio, terminando de escribir una carta a su padre, a quien enviaba noticias una vez al año. Arrojó arena sobre la tinta para secarla y la dobló con cuidado. La enviaría al viejo continente con la nave que trajera al gobernador Góngora. Sería más rápido que utilizar el correo habitual a través de Lima y Portobelo.
El sargento Rivero entró corriendo y empujó la puerta con prisa. Su fuerza hizo que los goznes saltaran arrancando con ellos parte de la pared. —¡Sargento, por favor tenga cuidado! Ya es bastante malo que las lluvias derriben paredes. Este fuerte no es resistente y necesita arreglos, pero es el único que tenemos… ¡y no voy a tolerar que mis propios hombres lo destrocen! Sus palabras inmovilizaron al sargento. A pesar del tono ligeramente cantado que caracterizaba las frases del capitán, su gruesa voz podía asustar al soldado más duro. Rivero había escuchado anécdotas de las hazañas de Positano en sus primeros años en las Indias. Todos en las tropas reales conocían la fiereza con que el capitán había atacado a los salvajes en las selvas alrededor de Cartagena. Se decía que el hombre avanzaba entre los indígenas blandiendo la espada sobre la cabeza sin pensar en los riesgos para su vida. Sembraba cadáveres a su alrededor sin descanso, se aventuraba a las misiones más peligrosas. Lo habían visto matar a dos hombres con un mismo golpe de sable, y también liberarse de cuatro indígenas sólo con una daga. Unos decían que Positano tenía un ángel que lo custodiaba, otros mencionaban un pacto con el diablo. Los pocos que lo conocían de verdad, como su fiel amigo y asistente Bernabé de la Cueva, sabían que el capitán se animaba a desafiar a la muerte porque no temía que ésta se lo llevara. No tenía nada que perder. —Disculpe, capitán. Ya mismo la haré arreglar —dijo Rivero bajando la cabeza—. Traigo noticias importantes: ¡se aproximan tres galeones! Positano arqueó las cejas: —¿Qué bandera llevan? —Aún no sabemos, capitán. ¡Pero sin duda son piratas! Era la primera flota de ese porte que llegaba a su puerto. Las naves con contrabando de mercaderías o esclavos viajaban de a una y se dirigían a los embarcaderos un poco más hacia el sur, todos lo sabían. Tres galeones juntos sólo podían significar dos cosas: un ataque pirata, como temía el sargento Rivero, o un nuevo gobernador con más equipaje que el habitual, como suponía Positano. Con tranquilidad y voz firme el capitán ordenó: —Todos los hombres a las posiciones de defensa. Quiero tres en cada cañón. Ordene que se pongan sus armaduras, y que suban más barriles de pólvora a los puestos de combate, sargento. Es probable que sólo sea el gobernador, pero quiero estar preparado por si me equivoco. —Sí, capitán.
El sargento Rivero salió y a los pocos minutos Positano escuchó gritos y correrías en el patio central de la fortaleza. Se acercó a la ventana, que daba al sur, y miró hacia el río. Ese ancho espejo plateado que reflejaba el color de las nubes abarcaba hasta donde alcanzaba la vista, no se distinguía la orilla del otro lado. Dentro de esa inmensidad, las naves eran sólo tres puntos en el horizonte. Positano sintió que la sangre corría más deprisa en sus venas. Le provocaba un intenso cosquilleo la posibilidad de que fueran piratas. Había pasado mucho tiempo desde su último enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Extrañaba la emoción y la energía de las batallas. En el Buen Ayre había realizado tareas de constructor y de oficial de justicia. Sólo se ocupaba de reparar el fuerte, de detener a delincuentes por órdenes del gobernador o del Cabildo, y de enviar a perseguir esclavos fugitivos. La aldea no había sufrido ataques indígenas en los últimos tiempos y el virrey le había especificado que no saliera a combatir a los nativos en expediciones conquistadoras de territorios. Su misión era defender el lugar de corsarios británicos y flamencos que habían acechado las costas de Brasil y los españoles temían que continuaran hacia el sur. Pero Positano era un soldado, extrañaba pelear. Los combates le permitían liberar la furia interior que lo consumía. Durante el resto de la mañana su cuerpo se mantuvo tenso, expectante. Recién por la tarde le avisaron que las naves lucían el estandarte de la corona española. Positano se relajó. El Buen Ayre hubiera tenido pocas chances de defenderse ante tres naves piratas bien armadas. Se sintió aliviado por la seguridad de sus hombres, aunque también le quedó una ligera frustración: ansiaba algo de acción. Decidió ir hasta el Cabildo para comunicar en persona la inminente llegada del nuevo gobernador. Partió vestido con su atuendo habitual. Unas cómodas calzas ajustadas, las bombachas anchas acuchilladas, camisa de liencillo simple y jubón de cuero, y, encima, la infaltable capa. Llevaba la espada y el casco, como siempre, pero no le pareció necesario ponerse el uniforme completo. Lo reservaba para ocasiones especiales, como la recepción del nuevo gobernador, a la que debería asistir en breve. Positano salió del fuerte y rodeó el predio de los jesuitas, ubicado justo en frente, al lado de la Plaza de Armas. Llegó hasta la Plaza Mayor y caminó en el barro esquivando carros tirados por bueyes y los desechos que los animales dejaban por doquier. Se desplazó hacia un costado y chocó con el improvisado mercado de semillas que unos indios encomendados habían armado juntando las carretas de sus amos en el mismo sector. Las dejó atrás y aceleró su andar, hasta que se vio obligado a detenerse para ceder paso a una procesión. Dos sacerdotes franciscanos la encabezaban. Uno llevaba
sobre su cabeza una gran cruz de madera y el otro sostenía frente a sus hombros una imagen de San Martín de Tours, santo patrono de la ciudad. Los seguían alrededor de un centenar de personas. Los blancos al frente, indios y esclavos más atrás. Todos, niños y adultos, caminaban orando. Algunos lo hacían en voz baja, apenas moviendo sus labios, y otros a viva voz. Pedían al santo que los librase de la plaga de hormigas que había invadido la aldea. Los insectos instalaban sus hormigueros en las paredes de adobe y eso debilitaba las casas, haciendo que se cayeran con las tormentas. No tenían cómo combatirlas. Las hormigas sólo se podían eliminar con el fuego o con la oración, según predicaban los clérigos. Así, cada día se realizaban procesiones para rezar por el fin de la plaga. Positano se apartó para dejar pasar a la multitud pero no detuvo su paso ágil. Siguió caminando junto a los fieles, en sentido contrario. Debo conseguir el dinero para mejorar el fuerte, pensaba, mientras caminaba hacia el Cabildo. Si no reforzamos esas paredes… No pudo continuar con sus pensamientos. Una mujer con la cabeza cubierta con una mantilla negra de encaje se cruzó en su campo visual. La vio fugazmente, casi cuando había terminado de pasar a su lado, siguiendo la devota marcha detrás de la imagen de San Martín de Tours. Ese vistazo fue suficiente para distraerlo. No llegó a ver sus ojos, pero todo lo que distinguió de ella le recordó a la muchacha que había amado. La palidez de la piel, los pómulos bien marcados, el cabello castaño sobre la frente y la delicada boca. Una figura pequeña y frágil. La mujer que había visto era igual a su Giulia. Positano sacudió la cabeza para alejar de su mente los recuerdos del pasado que amenazaban con colarse trayendo con ello su dolorosa carga. Es imposible que sea ella. Giulia está en su castillo en el Piamonte, junto al traidor de su marido, el conde, se dijo. Y la idea reavivó el odio que sentía por su antiguo amigo. A pesar de que su mente le decía que esa mujer no podía ser Giulia di Leonardi, se dio vuelta y la siguió con la mirada. La pequeña figura ya se había alejado unos cuantos pasos de donde él estaba, cuando una brisa más fuerte que lo habitual para esa época arrancó la mantilla de encaje de la cabeza de la muchacha. Eso reveló su largo cabello castaño recogido en una trenza sobre la espalda. Enseguida se dio vuelta para pedirle a una esclava que iba más atrás que recuperara la toca caída en el lodo. El capitán estaba lejos y no logró escuchar su voz, pero al ver a la joven descubierta sintió como si le hubieran pegado. El suelo tembló bajo sus pies. ¡Era Giulia! Pero eso
era imposible… ¿Qué haría una condesa italiana en una procesión para rezar contra la plaga que asolaba las viviendas de esa aldea perdida? Su Giulia estaba del otro lado del océano. Entonces, ¿por qué lo acosaba esa molesta incertidumbre? No podía continuar con su camino. La imagen de la joven desconocida se le clavaba en el pecho como una puntiaguda daga. Tenía que acercarse a esa mujer y hablar con ella. Sólo así podría quitarse la duda. Estaba a punto de girarse para seguirla cuando un hombre alto, con la barba encanecida y una larga cicatriz en su arrugada mejilla derecha, se detuvo a su lado. —Buenos días, capitán. Las palabras de Hernandarias lo tomaron por sorpresa. —Buenos días, don Hernando —dijo mientras inclinaba la cabeza. Aunque él iba al Cabildo a avisar de la inminente llegada del nuevo gobernador, Hernando Arias de Saavedra todavía ocupaba ese cargo y estaba parado frente a él. —Supe que sus hombres pudieron rescatar varios cañones durante la última tormenta. Me alegro por ello. Hubiera sido difícil reponer ese armamento. El capitán inspiró y soltó el aire en silencio antes de responder: —Así es. Logramos evitar una grave pérdida. Y ahora si me disculpa, don Hernando, debo ir al Cabildo a anunciar la llegada del nuevo gobernador. Ya hemos divisado su flota, calculo que se acercarán a la costa al anochecer. Aunque es probable que esperen hasta mañana para desembarcar, el Cabildo querrá prepararse para recibirlo con los honores que merece el cargo. —Ahammm… ¿Se refiere a honores especiales? —gruñó Hernandarias, quien había tenido que entrar a la aldea por la fuerza, a pesar de llevar el nombramiento otorgado por el rey en la mano, y obligar a un corrupto Cabildo a reconocer su autoridad. —Es muy posible. Don Góngora no será un gobernador más: será el primero de la Gobernación del Buen Ayre. A partir de mañana, cuando entre en funciones, estaremos separados de Asunción. Hemos crecido en importancia para el rey. Eso merece un recibimiento especial, ¿no le parece? Hernandarias estaba algo encorvado debido a la edad, cercana a los sesenta, pero seguía siendo un hombre alto, casi tanto como el mismo capitán. Irguió los hombros lo más que pudo y con gran dignidad dijo: —Le aconsejo que no me desafíe, capitán. Vuesa merced lleva aquí menos de un año. Yo soy un indiano, hijo de esta tierra, y he gobernado el Río de la Plata tres veces.
Si es cierto lo que dicen, que el nuevo gobernador trae piezas ilegales de contrabando, tendrá en mí a su mayor enemigo. Y cuento con su poder para combatirlo, capitán. No me obligue a destituirlo y enviarlo esposado hasta el virrey, en Lima. ¡Soy muy capaz de hacerlo! La amenaza y la gruesa voz de mando de Hernandarias hubieran aterrorizado a un soldado inexperto, pero Positano ni se inmutó. Hacía falta más que un veterano conquistador con una mirada helada para intimidarlo. —No soy su enemigo, don Hernando. Buscaré que se haga justicia —repuso apurado. Quería ir tras la muchacha misteriosa, por lo que concluyó—: Pero mi tarea es defender a esta aldea de todos los enemigos, no sólo perseguir a los contrabandistas. Y ahora debo retirarme. Intercambió un respetuoso movimiento de cabeza con Hernandarias y dio varios pasos por los alrededores buscando a la mujer parecida a Giulia. Fue inútil, la procesión no estaba a la vista. Positano no se desanimó. Decidió recorrer las calles hasta encontrarla. Desde donde estaba echó un vistazo a la Iglesia Mayor, ubicada en un lateral de la Plaza Mayor, para confirmar que seguía cerrada. La caída del techo de madera podrida unos meses atrás había obligado a los clérigos a clausurar el lugar. Hasta que lo repararan con vigas nuevas los porteños debían repartirse entre las misas en San Francisco, en Santo Domingo y en la capilla de San Ignacio, de la Compañía de Jesús. Todas las iglesias estaban muy próximas entre sí, y hacia ellas se dirigió el capitán en busca de la procesión. Empezó por la de los jesuitas, que estaba apenas a unos pasos del fuerte. No había señales de los fieles, pero un monje vestido con simpleza le dijo que ya habían pasado por ahí. La iglesia de San Francisco estaba más cerca que la de Santo Domingo y fue su siguiente destino. Caminó con grandes zancadas por la zona paralela al río un par de cuadras y luego dobló en sentido opuesto al agua, sobre los pastizales aplastados que marcaban el sendero de tierra que llamaban calle. Al llegar al templo se santiguó y entró. La quietud del recinto le anunció que tampoco la encontraría allí. Sin perder las esperanzas, caminó apurado hacia el sur, entre más yuyos y arbustos, hacia la iglesia de los dominicos. Antes de llegar ya pudo divisar a la multitud que salía del lugar siguiendo a la imagen en alto. Se detuvo junto a un árbol y esperó a que la procesión pasara a su lado. A medida que la gente se acercaba el capitán buscaba entre las figuras femeninas, pero la mayoría llevaban mantillas de color negro. Sólo las niñas y las jovencitas lucían encajes blancos sobre sus cabezas.
Positano intentó observar con detenimiento a todas, pero la masa humana avanzaba sin que él pudiera completar su búsqueda. Cuando ya no hubo rostros claros entre la multitud, el capitán se unió a la procesión. Caminó en las últimas filas, entre los esclavos. A las pocas cuadras los franciscanos que llevaban la cruz y la imagen ingresaron a su propia iglesia y los fieles los siguieron. Positano también. Durante la misa que se realizó a continuación intentó revisar los rasgos de las mujeres. Todas rezaban arrodilladas en sus almohadones, llevados por sus esclavos con ese fin. Las cabezas inclinadas y las mantillas no le ayudaban. El capitán empezó a impacientarse, todavía tenía que ir al Cabildo y estaba allí perdiendo el tiempo por una ridícula suposición. Soltó un suspiro pero no se resignó. Continuó espiando entre las facciones semiocultas, aunque sin resultados. La misa estaba por terminar y no la había encontrado. Decidió esperar a la salida de los fieles en el exterior de la iglesia para ver los rostros de frente. Así pudo observar con cuidado a las primeras damas que salieron, pero casi enseguida una multitud lo rodeó. Corrió entre la gente, buscando aquella imagen familiar. Estaba ya en la esquina en diagonal a San Francisco cuando distinguió a la mujer que tanto había buscado. Su pequeña figura desaparecía oculta por la robusta esclava que la amparaba. La altura de Positano, superior a la media, le permitió seguirla con la mirada por encima de las demás cabezas. El exceso de mantillas negras lo confundía, pero la esclava gorda detrás de la dama seguía siendo la misma. Para su sorpresa ambas mujeres se detuvieron apenas un par de casas más allá de la iglesia. Mientras la esclava golpeaba la puerta, él logró acortar la distancia que lo separaba de ellas. Se detuvo a más de una docena de pasos. Quería llamarla pero su voz no le respondía. Su boca estaba seca. Escuchaba los latidos de su corazón acelerados. Se sentía un tonto. Era imposible que fuese Giulia. Pero ¿y si fuese ella? ¿Qué haría si la mujer a quien tanto había amado, y a quien tanto odiaba, estaba apenas a unos pasos? Su cabeza no le permitía decidir. Dejó que su corazón tomara el mando. Cuando las dos estaban a punto de desaparecer tras la puerta de la casa, el capitán abrió la boca y soltó toda la fuerza de su voz: —¡Giuliaaaa! Con los músculos de su cuerpo tensos, esperó. Contuvo la respiración. El instante que ella se quedó quieta, de espaldas a él, duró una eternidad. Cuando finalmente miró hacia los costados, Positano sintió como si una bocanada de aire llenara sus pulmones mientras se hundía en un mar embravecido, vapuleado por olas revueltas. Volvió a
respirar con fuerza. Lo había escuchado. ¿Había reconocido su nombre? ¿O la joven sólo se detuvo por curiosidad ante su grito? Un golpe de energía sacudió su cuerpo y lo obligó a moverse. Avanzó unos pasos y repitió el llamado en voz alta: —Giulia… La muchacha se dio vuelta con rapidez y la mantilla resbaló sobre sus hombros. El largo cabello con algunas ondas que escapaban a la trenza, los rasgos delicados, la mirada verde. Al capitán aún le costaba creer que fuera cierto. Era igual a Giulia. Pero ¿era ella? Los ojos de la muchacha le dieron la respuesta. Se llenaron de lágrimas primero y giraron hacia arriba para quedar en blanco apenas unos segundos después. Giulia cayó al suelo al perder la conciencia mientras de sus labios escapaba un nombre: —Fabrizio… La confirmación no fue tan placentera como al capitán Positano le hubiese gustado. Durante años había soñado con esa mujer. La había amado tanto que por ella había decidido embarcarse hacia el Nuevo Mundo. Pero mientras planeaba cómo construir un futuro para ellos, la muchacha se había casado con un amigo de él, Dante d’Arazzo. Sin siquiera avisarle, Giulia se convirtió en la esposa del noble. Cuando él se enteró marchó al castillo d’Arazzo a exigir explicaciones. Ella era su prometida y la amaba con locura. Pero sin siquiera acercarse, Giulia le pidió desde un balcón interno que se fuera. Todavía podía recordar sus gritos diciéndole que saliera de allí, y cómo los guardias de Dante lo sujetaban mientras, su hasta entonces amigo, le clavaba una espada en el pecho. Eso era todo lo que recordaba. Estuvo inconsciente muchos días. Su padre le contó después que hasta había recibido la extremaunción, pero su cuerpo joven y fuerte se recuperó. Tenía veinticinco años y continuó con sus planes de partir hacia las Indias, pero ya no para darle un futuro a su amada, sino para alejarse de ella. No quería volver a verla. Esa tarde su mundo se revolucionó: Giulia estaba allí, caída a apenas unos pasos de él. El capitán luchaba entre el rencor que lo inundaba y un poderoso impulso de abrazarla. Extendió sus brazos en el aire, como buscando acariciar aquellas formas grabadas a fuego en sus manos. Pero enseguida apretó los puños cerrándolos con lentitud. La herida de su corazón estaba abierta otra vez. Necesitaba calmar el dolor. No se había movido del lugar hasta que escuchó a la esclava de Giulia que gritaba:
—¡Gregorio! ¡Corre, muleque! ¡Corre a llamá al sinhó Tomás! ¡Que la sinhá Yulia se ha desmaya’o! Está tan débil, pobrecita… ¡Corre, Gregorio! ¡Dile que venga pa levantá a su esposa! Yo ya estoy vieja pa estas cosas. Las palabras reavivaron la ira dentro del capitán e hicieron intolerable el torbellino de emociones que lo invadían. Era su Giulia, sin duda. La que él amaba. La que él odiaba. Y estaba allí, apenas a unos pasos. Pero ¿casada con un sinhó Tomás? ¿Sería Dante con otro nombre? Sin quedarse a averiguar cómo o por qué Giulia estaba en el Buen Ayre, Positano se dio vuelta y se fue.