PROTOCOLO ES PODER! Por Isabel Amaral Guillermo, el hijo mayor del Príncipe de Gales, entra en la sala donde yo estoy sentada conversando con un grupo de personas. Todas se callan y se levantan. El príncipe (que tiene edad para ser mi hijo) se aproxima. Me extiende la mano, que yo estrecho – al mismo tiempo que hago una reverencia. Después, espero que me dirija la palabra. Sólo si él lo hace, podré conversar con él. Si él no abre la boca, deberé mantener la mía cerrada. Cuando le apetezca, dejará de darme atención y pasará a saludar a las otras personas, que aguardan su turno para poder saludar al príncipe. ¿Es un sueño? No, es un ejemplo – que pretende ilustrar las diferencias que separan el protocolo de las buenas maneras. Porque, si Guillermo no fuese hijo del Príncipe de Gales, yo no me callaría cuando él entrase en la sala y, sobretodo, no me levantaría. Al contrario, tranquilamente sentada, esperaría que él me viniese a hablar y decidiría si le extendía la mano, para él estrecharla, o la cara, para él besarla. Le preguntaría por los padres y le diría alguna u otra amabilidad. Después, le dejaría marcharse, esperando que, al ser el más joven y habiendo acabado de llegar, saludase a todos los presentes –tal y como mandan las buenas maneras. Lo que me obliga a levantarme cuando Guillermo entra en la sala, es el hecho de que sea príncipe. De tener poder. Tanto poder que cambia las rutinarias normas de cortesía e impone otras: las normas del protocolo. Porque es de poder de lo que hablamos, cuando hablamos de protocolo. Sea protocolo de Estado, sea protocolo empresarial. Analizando bien las cosas, la cortesía también obedece a una jerarquía – de las que el peso de la edad y la «debilidad» del sexo son la base. Hay, por así decirlo, dos reglas básicas: la persona mayor precede a la más joven y la mujer pasa afrente del hombre. Son esas «reglas», generalmente cumplidas en las sociedades llamadas civilizadas, que el protocolo contesta y subvierte. Aquí, la persona mayor sólo precede al más joven si fuera más poderoso que éste. De los 16 ministros del actual Gobierno en Portugal, 14 son mayores que el Ingeniero José Sócrates. Y dos son mujeres. Ni ellas, ni ellos pasan afrente del primer ministro. Lo que es completamente contrario a las normas de cortesía – y absolutamente conforme con las normas do protocolo. El protocolo – en el Estado como en las empresas – se destina a afirmar y a representar el poder constituido. Y, como el poder es fuerte y estable, el protocolo es, no puede dejar de ser, rígido. En los años más ardientes de la «Revolución de los Claveles», las ceremonias oficiales eran, por norma general, un admirable disloque, correspondiendo con la organización política de la Patria. El protocolo, mejor dicho, no existía. O era muy rudimentario. Hoy, todo es muy diferente y el protocolo volvió a emanciparse. De tal manera que, hasta los añorantes de esos tiempos exaltados, se preocupan
con el lugar que les es destinado y con la precedencia que les es atribuida en las ceremonias públicas. Ese lugar, esa precedencia, no son inmutables y los cambios son mas frecuentes cuanto más cortos son los llamados ciclos políticos. Hace cuatro años, el ministro (o, mejor dicho, la ministra) de Hacienda era la segunda figura del Gobierno; dejó de serlo dos años después y hoy ese puesto es ocupado por el ministro de la Administración Interna. Pero los cambios del protocolo ni siempre resultan de Decretos publicados en el Boletín Oficial. Otro ejemplo es el del Marqués de Soveral, que fue Ministro de Asuntos Exteriores y Embajador de Portugal en Londres. Era muy apreciado por nuestro Rey D. Carlos, que recurría algunas veces a sus consejos y siempre estimaba su compañía. Un día, en Cascais, se hablaba, delante del Rey, sobre las muchas cualidades del Marqués. Y alguien observó que él nunca cometía faltas protocolares. «Veremos», comentó D. Carlos, que ese día invitó a cenar a Soveral. Cuando el Marqués llegó, el Rey lo recibió en una de las salas de la Ciudadela y estuvo conversando con él y algunos de los oficiales de la Casa Real hasta ser anunciado que la cena estaba servida. Entonces todos se dirigieron hacia la puerta que conducía al comedor. Y el Rey, al llegar, se paró y le dijo a Soveral: «Pasa». El Marqués no miró con espanto, ni dudó un instante y se apresuró a cruzar la puerta delante de su soberano. D. Carlos, sonriendo, dio la razón a los que elogiaban las cualidades del Marqués. De hecho eran indiscutibles. Soveral sabía que una orden del Rey no se discute, se cumple siempre sin pestañear. Manda quien puede, obedece quien debe. O, para colocar la cuestión en términos protocolares, sólo cede la precedencia quien de hecho la tiene. Pero, por norma, las precedencias son para respetarse, cuando se trata, claro está, de actos oficiales o eventos empresariales. En estos casos, al contrario de lo que sucede en las reuniones sociales, en que las mujeres preceden a los hombres y las personas mayores preceden a los más jóvenes, quien pasa adelante, o ocupa el mejor lugar, es siempre quien tiene más poder, quien es más importante, independientemente del sexo o la edad. Es por eso, también, que una antigua norma de cortesía – la que salvaba a las mujeres de los incómodos lugares en las esquinas de las mesas – dejó también de aplicarse. Si ellas fueran menos importantes de lo que los hombres que también se sientan en la misma mesa, no les queda otro remedio que ocupar los lugares menos nobles… Diferencias hay también en los saludos y en las presentaciones. En las reuniones sociales, la norma es que sean las mujeres quienes decidan como quieren ser saludadas: extendiendo la mano para estrechársela, ofreciendo la cara para ser besada, con un puro y simple ademán de cabeza. Ese «poder», en actos oficiales y eventos empresariales, se transfiere a quien
manda – o a quien es más importante. Sobre la cortesía, prevalece siempre la jerarquía. Es el jefe, el patrón, el presidente quien más ordena. La única forma que hay para que las normas del protocolo no contraríen las tradicionales normas de cortesía – y que la mujer no pierda, en esta materia, los derechos o las prerrogativas que tradicionalmente poseía – es conseguir que el jefe, el patrón, el presidente, sean todos de sexo femenino. No es imposible, pero es, en los próximos tiempos, altamente improbable. Hasta entonces, habrá tiempo para resolver mejor algunas otras cuestiones, que pareciendo desprovistas de verdadera importancia, constituyen problemas reales para las mujeres que, en su profesión, en su trabajo, quieren afirmar una imagen de competencia, de eficiencia, de autoridad. Es la inevitable cuestión del que vestir. Para los hombres, este problema (casi) no se coloca. El traje y la corbata resuelven todas las dificultades. Obviamente: ni todos los trajes y ni todas las corbatas. Hace muchos años, en otra década, en otro siglo, un recién nombrado miembro del Gobierno, compareció en una ceremonia oficial vestido de tal forma, que el segurita del Primer Ministro tuvo que preguntar si debía «alejar a aquel Don nadie»… Pero, de traje y corbata, sea la ocasión que sea, los hombres no estropean el currículum, ni comprometen la carrera profesional. En las mujeres, las dificultades son mayores: ¿es el rojo un color apropiado para las reuniones de trabajo? ¿Y la chaqueta, es obligatoria? ¿Es lo mismo falda que pantalón? ¿De que tamaño los tacones? ¿Se puede ir de sandalias? ¿De vestido, nunca? ¿Falda y chaqueta, siempre? Y, ya ahora, ¿joyas?, ¿muchas, pocas, absolutamente ninguna?. ¿Pormenores, menudencias, frivolidades? No es nada seguro, al contrario. El prestigio, la autoridad y el poder también entran aquí. Tal como el protocolo. Y es más, por eso es que las invitaciones para los actos oficiales o eventos sociales traen– o debían traer siempre – la indicación del traje. Porque el vestuario obedece códigos y transmite mensajes. El hábito puede no hacer al monje, pero como Humberto Eco escribió en su día, «el hábito habla por el monje». PUBLICADO EN LA REVISTA PORTUGUESA «EXAME EXECUTIVA» (15/03/06)