Pez en el humo por Alan Sobrino
1 Camina errante en el blanco sobre blanco de la nieve. Comienza a temblar a los pocos segundos, mientras intenta hilar una compleja línea de pensamientos. Recuerda a los amigos de los miércoles, un pez dorado y su deseo de morir en la soledad absoluta de la nieve. No está triste, pues para estar triste se necesita, también, estar muy pendeja. No está feliz, ni molesta pero tampoco viva. No se pregunta la razón de su ausencia pero siente que ella misma ha desertado desde hace tiempo, dejando un pedazo de carne transitando. En realidad ya tiene años caminando por el hielo, temblando, esperando el final. Con la mano color lila toma un puño de nieve y se lo lleva a la boca. Siente el agua quemarle el esófago mientras se derrite en sus adentros. No llora, no gime, no se queja. Con la parsimonia del fantasma se quita las zapatillas para andar descalza; el frío que le corta los pies la reconforta y la lleva a la antesala de la penumbra. A veces la vida nos abandona mucho antes de que nosotros lo decidamos. Recuerda cada uno de sus fracasos, los gritos en soledad para ahuyentar los recuerdos vergonzosos, las miradas de los extraños al descubrirla hablando sola durante horas, la frigidez de los encuentros sexuales y dos o tres libros que le causaron pesadillas. Recuerda, también, los consejos de su madre que nunca le sirvieron de nada, los gatos que siempre le causaron alergia y el sabor del té de menta. Recuerda la sonrisa de su abuelo, el sonido de las fichas de dominó contra la mesa, aquel beso bajo la luz roja y el día que su padre la llevó a volar papalotes.
Antes de abandonarse a si misma, recuerda el amor o algo parecido a ello.
2
Desperté hambriento y malhumorado a las tres de la tarde. Era miércoles, lo que quería decir que no saldría de mi casa en todo el día y que en poco tiempo mi patio se encontraría lleno. Todos los miércoles, durante años, mi casa fue recinto para albergar a un puñado de Samurais combativos y locos que fumaban y bebían mientras escuchaban música. Mi gato, Capitán, un hermoso gato ciego, nos acompañaba en las veladas que sucedían en el patio, un espacio libre destinado sólo para los hombres del más alto honor. Allí nos deshicimos y nos reinventamos, como suele suceder con la amistad o con quienes valoran el sentido de la misma. También acudían Onna-bugeishas: una feminista radical, una suicida lista para estallar y un par de parricidas homosexuales recorrían la espesa nube de humo en la que coincidíamos los miércoles. Nos reuníamos aquel día por su ubicación estratégica: cerca del fin de la semana pero cerca del comienzo. La dinámica, en realidad (y a pesar de lo que ahora todo mundo piensa) era bastante sencilla: fumar mota, pistear cheve, escuchar música y hacernos preguntas extrañas: desde una inspección de los sueños recurrentes de la infancia hasta el transporte elegido en caso de ser dictador. En esas preguntas inusuales nos conocimos, nadando en la sombra de quienes somos, como los antiguos chamanes nos vestiámos de venados; no para que el cuerpo similara algo distinto sino para que nuestra sombra engañara a los dioses.
Los miércoles empezaron años antes, cuando Ella todavía no aparecía. Había otras caras: menos Samurais y otros locos. Entonces las preguntas eran más fáciles de contestar: ¿En qué país vivirías?, ¿Si pudieras volver a nacer en qué época lo harías? Todos contestabamos y nos encantabamos con el otro mientras buscábamos en nuestra cabeza la respuesta adecuada para describirnos. Quizá la evolución haya hecho bien su trabajo, el perverso oficio de preservar nuestra especie. Quizá por eso Ella se mató, porque abajo de las respuestas encontró algo que no le gustaba, que no le satisfacía para esta vida y este momento. Trabajé en el patio por la mañana y era miércoles. En unas horas el patio estaría lleno de Ronins dipsómanos y Onna-bugeishas con sus filtros largos en los que fumaban la mota como si fueran vedettes. No se cuantos somos, ni planeo contarlos. Me resulta más cómodo pensar que son los que existen y que por eso pertenecen aquí. O por lo menos eso pensaba antes de que Ella comenzara con la idea de viajar a la nieve. Se fue en una pregunta y ya no regresó. Quiero decir que su cuerpo se quedó conmigo un tiempo, pero su mente se fue con la idea. No recuerdo quién fue el primero en contestar pero recuerdo que fue el día del pez dorado. Ese día apareció un pez dorado volando sobre nosotros, dando vueltas en el humo, bailando con nuestras preguntas. Una carpa naranja, de las que domesticaron los chinos hace miles de años. Se deslizaba por las líneas grises y bajaba en espiral siguiendo el camino de las volutas, tan sólo para volver a ascender y comenzar un nuevo recorrido. No, no es falso. Hay por lo menos una decena de Samurais para probarlo. Lo vimos durante horas perderse en la densa nata que se formaba sobre nuestras cabezas. Lo cuestionamos y nos cuestionamos a nosotros mismos hasta que por fin, lo escuchamos: Si yo les diera una pipa mágica que les otorgará un poder ¿Qué poder elegirían?
El silencio que duró unos minutos, delataba una reflexión profunda. Entre katanas vivas y azucenas envenenadas una respuesta pasó de largo: pediría teletransportarme a la nieve donde cometería seppuku. Llevaba meses leyendo haikus y poemas de muerte. Antes de partir al ártico dejó, escrito sobre una servilleta, el regalo que todo Samurai espera:
El primer viento le pone chinita la piel al patio
el último viento mide la muerte sobre dos velas.