OPINIÓN | 23
| Viernes 21 de febrero de 2014
homenaje. La decisión de Bergoglio de nombrar cardenal a Loris Capovilla, antiguo secretario del Pontífice que impulsó el
Concilio Vaticano II, subraya su cercanía con ese legado al que le suma su capacidad para lidiar con el gobierno de la Iglesia
Las huellas de Juan XXIII en el papa Francisco Roberto Bosca —PARA LA NACION—
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xisten algunos autores singulares en la literatura a los que puede adjudicárseles una personalidad originalísima, irrepetible y profética, y que han sido admirados también por su capacidad anticipatoria. Pero sólo hay uno al que pueda atribuírsele una incisiva influencia tanto intelectual como espiritual en el clero local, aun entre quienes se encuentran en las antípodas de su pensamiento. La palabra de Leonardo Castellani exhibe un profetismo tonante y es, en este sentido, singular. Enfant terrible y, por lo mismo, escritor maldito, debido a su filiación nacionalista católica y a su estilo deslenguado, sufrió el ostracismo de los proscriptos, incluso entre los suyos, pero eso a él le importaba muy poco. No es el menor de sus méritos que, como se ha recordado en más de una ocasión, haya escrito hace medio siglo y en pleno desarrollo del Concilio Vaticano II, una novela en la que fantaseaba con la designación de un pontífice argentino de nombre Juan XXIV (también Morris West, en su novela Eminencia, de 1998, había imaginado un papa argentino). Castellani se parecía llamativamente al protagonista de su obra. Y no sólo eso: bastantes rasgos del personaje (y del autor) recuerdan asombrosamente al papa Francisco. Algunos son ya hoy conocidos por todos, como la frescura de llamar a las cosas por su nombre, su impenitente y filoso buen humor (no exento de sutiles ironías), su desenfado ante los poderosos y las formas y, sobre todo, su crítica a actitudes de hipocresía farisaica (incluso dentro de la Iglesia). Todos rasgos que le confieren un aura inconformista y establecen un clima de complicidad con el hombre de la calle, siempre desconfiado del poder. La similitud de situaciones con la más rabiosa actualidad no resulta llamativa cuando se piensa que los grandes espíritus siempre viven varios pasos adelante de su tiempo. El recurso literario le permitía a Castellani explayarse a sus anchas en denuncias proféticas salpimentadas con picantes ironías que escandalizaban a más de un señor y a más de un monseñor, bien expresivas de unas verdades que hasta ayer nomás se mentaban eufemísticamente o se decían en voz baja y que hoy están en todos los diarios. Éste es uno de los motivos por los que
Castellani ha sido tan admirado en el clero integrista como en el progresista, incluso, en su momento, por el tercermundista. A todos ellos, como al jesuita, aun en sus equívocos, les escocía un deseo ardiente de cambiar las cosas de un modo radical. A eso vino Jesús. Pero ya a estas alturas a Castellani, un escritor de culto, no lo estiman solamente los tradicionalistas, los curas villeros o el clero ilustrado, sino todo un respetable arco de la sociedad argentina que envidiaría poseer otros nombres más sonados. Francisco celebra mañana su primer consistorio de designación de nuevos cardenales, entre los cuales se encuentra Loris Capovilla, quien, con sus 98 años, representa la memoria viva del carismático Juan XXIII, bautizado Angelo Roncalli, de quien fuera su fiel secretario. Me gusta imaginar que esta elección papal de una figura que puede considerarse en cierto modo ya histórica, responde no solamente a los méritos personales del neocardenal, entre ellos su servicio leal al papa Juan, sino a un deseo de rendir a su modo un homenaje a su predecesor, quien ya fue canonizado por el pueblo, pero lo será oficialmente por el mismo Francisco el próximo 27 de abril. La palabra significativa del pontificado del papa Roncalli fue aggiornamento: poner a la Iglesia a tono con el mundo moderno abandonando una actitud defensiva, encerrada en una mentalidad de gueto, para abrir las ventanas para lo que cualquier ama de casa sabe muy bien que hay que hacer si se quiere airear el hogar: dejar entrar libremente el aire fresco. Juan XXIII también consideró que ya había suficientes condenas de errores que pretendían evitar el mal (lo mismo pensaron los padres conciliares y eludieron condenar al comunismo) y que era preciso dejar de apresurarse en reprender para esforzarse en mostrar que la Iglesia era más una madre en procura del bien de todos (no solamente de los cristianos) antes que un policía pronto a llevar a la comisaría a quienes infringen las reglas. El papa Juan dejó de levantar el índice y abrió los brazos a buenos y malos sin preguntarles por sus pecados. Pero Angelo Roncalli no encarnaba solamente un estilo desacartonado sino a alguien que evitaba entender la realidad en categorías intelectuales o con una mentalidad legalista, y prefería remitirse al corazón del mensaje cristiano, que es el amor. No se dejaba arrastrar por discusiones filosóficas, ni siquiera teológicas, sino que miraba el camino más directo para llegar al bien sin situarse en una actitud de superioridad hacia el otro. Al contrario, procuraba ver
sulta llamativo considerar que toda la descripción del papa Roncalli le viene como anillo al dedo al papa Francisco casi sin modificar una coma. No es exactamente Juan XXIII ni el Juan XXIV de la ficción, sino que es Francisco: a la sensibilidad jovial del primero, que podía parecer irrealista o utópica cuando denunciaba a los “profetas de calamidades”, y a su talante resuelto, decidido y sin vueltas, une la energía incisiva, reformista y electrizante del segundo, tal como lo describe la sarcástica y punzante prosa de Castellani en su novela. Algo de Bergoglio, por ejemplo su capacidad para empuñar el bisturí e ir a fondo en las cosas importantes, recuerda al escritor; y su ilusión, su convicción y su empeño en cambiar de un modo radical la realidad, son las mismas del personaje Juan XXIV. Pero en Francisco hay una sensibilidad por el gobierno y las cosas públicas de la que quizás ellos carecieron. El Papa “tiene colmillo”, para usar una expresión de su lenguaje popular. No es un tema menor. Claro que en él está presente también el espíritu idealista, optimista, algo quijotesco y, al mismo tiempo, humilde y realista, de Roncalli. Pero sobre todo está presente un corazón que desde Roma se ensancha hasta abarcar a todos, empezando por los más pequeños. El cardenal Capovilla llegó a afirmar alborozado que el papa Juan había regresado. Tal vez no, pero llegó Bergoglio, que es todos ellos, pero no es la suma de ellos; es él: Francisco. © LA NACION
en el otro una fuente de bien incluso para él mismo. El aggionamento representaba la promesa de una profunda renovación en la vida de la Iglesia que no podía sino partir de una visión optimista del mundo, hasta entonces frecuentemente considerado en forma negativa por los pontífices anteriores. Fue la gran esperanza en una primavera que no llegó. Los vicios de interpretación por exceso y por defecto de esa voz de orden de “ponerse al día” complicaron a tal punto las reformas generadas por el papa Juan y el Concilio que las dificultades hermenéuticas hicieron que algunos temas, como el papel de los cristianos corrientes, sufrieran un cierto abandono. Hay que reconocer que a medio siglo de ese momento, esos vicios terminaron por llevar a la Iglesia a un estado de postración. Contrariamente a lo que suelen pensar integristas y progresistas, esta situación no se debió tanto a fallos propios del Concilio en sí mismo –que, según lo miran unos u otros, se habría quedado a mitad de camino o se habría excedido en sus impulsos reformistas– como a defectuosas interpretaciones en la instrumentación de las reformas. Lo cierto es que se perdió el sentido del misterio y el tono débil de la posmodernidad decoloró el canon de la fe. Muchos son los ojos puestos en el nuevo papa que ha despertado sugerentes expectativas de destrabar esta situación, y parece que todo apunta a pensar que muy probablemente pueda lograrlo. Jorge Mario Bergoglio, jesuita como Castellani, exhibe rasgos que recuerdan al imaginario Juan XXIV y a su autor, pero también a Juan XXIII. Re-
El autor es profesor de la Universidad Austral y miembro del Consejo Argentino para la Libertad Religiosa
Un año electoral difícil para el Frente Amplio Julio María Sanguinetti —PARA LA NACION—
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MONTEVIDEO
l Frente Amplio entra en el año electoral peor que nunca. Desde febrero de 1971, en que nació prometiendo el paraíso terrenal, pasando por el febrero de dos años después, en que apoyó la irrupción militarista, revelando la debilidad de su convicción democrática, no encontramos un momento como éste. Sus bases están desalentadas, quienes soñaron con un gran viraje al socialismo aún no entienden lo que están viviendo, los celos y zancadillas internas socavan la fraternidad dirigente, los escándalos administrativos lo sacuden y su clásico sector moderado, que ha sido el receptor de ciudadanos decepcionados de sus partidos de origen, languidece más golpeado que nunca. Reconocemos que posee todavía un factor aglutinante. Uno solo. Ya no es la ideología, porque entre el mundo comunista y el entorno astorista hay un siglo de distancia ideológica, la que va del stalinismo a la democracia cristiana. Ya tampoco es
la utopía, que se desvaneció en la realidad. Ese factor es el presidente Vázquez. La mitad del Frente ya no lo quiere, pero sabe que sólo con él llegará unido a la elección y sólo con él darán batalla. La resignación predomina sobre la convicción. Hay una sola carta entonces. Pero ella ya no tiene el encanto de otrora. Lo ayuda la imagen del “Pepe”, porque quienes añoran un presidente-presidente ven todavía en él alguien que llena el espacio. El lanzamiento de su campaña no ha tenido, sin embargo, el clima triunfal que se esperaba. Sus movilizaciones han sido escasas y los errores, nutridos. Se abrazó al ministro Bonomi y propició su continuidad. Ha negado la existencia misma de la crisis educativa, que el presidente y el vice han reconocido, calificando de “extremistas y alarmistas” los discursos opositores que apenas han recogido los resultados objetivos de todas las evaluaciones nacionales e internacionales. Luego de su exitosa campaña contra el tabaquismo, lanzada bajo el palio de su ética médica, se suma ahora a la irresponsable propuesta
de liberalizar la marihuana y hasta sugiere hacer lo propio con la cocaína. Ya no hay promesa de futuro. En su gobierno se gestó el desastre de la seguridad pública, con los extravagantes ministros que largaban presos inspirados en la clásica ingenuidad de responsabilizar a la sociedad y exculpar al delincuente. En su gobierno también se votó la horrorosa ley de educación, que privó a los gobernantes elegidos por el pueblo de la capacidad de orientar para atribuir el poder a gremiales corporativas reaccionarias, enemigas de todo cambio. Hasta la malhadada historia de Pluna fue semilla de su gobierno. La prosperidad económica que el mundo nos ha regalado por vez primera en medio siglo sin duda ayuda al partido de gobierno, como está ocurriendo en la mayoría de América latina. Pero la carga del Frente hoy es muy pesada y su fracaso en la mayor promesa de Mujica al llegar al poder (educación, educación, educación) es una acusación que recae sobre todas sus estructuras, políticas y gremiales.
Es evidente que por estas razones el doctor Vázquez elude el debate. Emerge entonces la opción opositora. Más clara que en las anteriores oportunidades. Vázquez ganó en primera vuelta y con mayoría propia. El presidente Mujica tuvo que ir a la segunda vuelta. La última elección municipal, por vez primera, registró amplios retrocesos, al perder cuatro intendencias. Hay, entonces, una opción real. Está de moda en los ámbitos publicitarios y pseudocientíficos anunciar que sólo campañas suaves, sin crispaciones, pueden tener éxito. El Frente llegó al poder descalificando a los opositores del modo más cruel. No es eso lo que los partidos opositores deben hacer, porque no está en su esencia. Pero ¿han cambiado tanto los tiempos que la oposición sólo puede triunfar si no hace oposición? Honestamente, no lo creemos. Miremos las campañas de los EE.UU., de Francia, de España o de Inglaterra y veremos claramente que las oposiciones son oposiciones, fuertes y convencidas. Que sólo por su actitud llegan a ser convincentes
cuando proponen cambiar lo que cuestionan. Sería nuestro caso: el desastre educativo hay que gritarlo a los cuatro vientos y hacer responsables a los responsables, al mismo tiempo que –por la contraria– se proponen los nuevos caminos , que el propio presidente Mujica ha aceptado, cuando incluso reconoció que sus correligionarios lo defraudaron. Ése es el camino. Más sustancia y menos “marketing”. La oposición perfila buenos candidatos, capaces de encarnar una voluntad renovadora. Son jóvenes, pero ya con experiencia. Enfrentan, es verdad, un ánimo crítico muy de nuestros partidos, que les reclaman poco menos que la perfección. No es justo. Poseen valores suficientes todos ellos. Lo que importa es que logren convencer a ese porcentaje de indecisos, ese diez, quince por cierto que aún duda, de que el país precisa un cambio en esos grandes rumbos y de que hay quienes realmente pueden llevarlo a cabo. © LA NACION El autor es ex presidente del Uruguay
El pueblo no tiene quien lo defienda Gustavo Maurino
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a Constitución que nos rige fue sancionada en 1994. Entre quienes la redactaron en nuestro nombre se incluyen nuestra presidenta, cuatro ex presidentes de la democracia, dos jueces de la Corte Suprema, un gobernador, varios ex gobernadores y líderes parlamentarios y políticos nacionales y provinciales de la actualidad. Es la Constitución de la generación política actual. Y es una buena Constitución. Contiene principios y compromisos que garantizan dignidad, igualdad, libertad y solidaridad, promete un gobierno abierto y plural, así como la supremacía de las leyes del país por sobre la voluntad de cualquier persona. Pero las constituciones no son sólo un texto. Su sentido se completa con las prácticas institucionales que le dan forma y reali-
—PARA LA NACION—
zan –o postergan y traicionan la realización de– las promesas de dicho texto. En mayo próximo se cumplirán 20 años de nuestro acuerdo constitucional. Será tiempo propicio para evaluar sus avances y cuentas pendientes; el grado de realización de las promesas que nuestros funcionarios juran cumplir y defender con lealtad y patriotismo. Una de ellas, acaso la más importante, fue que nunca más nuestros derechos fundamentales quedarían desprotegidos, a merced del capricho o de la fuerza de los poderosos. Para eso, la Constitución incluyó la más amplia protección de derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales, tanto individuales como grupales, del continente. La garantía no
era sólo formal, fue acompañada con la consagración de canales de defensa judicial efectiva, disponibles para las personas y las ONG, y el amparo en el acceso a tribunales internacionales para el caso de que la Justicia del país no lograra proteger los derechos. Y sin duda alguna la protección más importante fue la creación de una institución –el defensor del pueblo– específicamente diseñada para defender los derechos del pueblo frente al gobierno y a los poderes privados que los vulneren. Esa institución tiene garantizada autonomía absoluta, está exenta de recibir órdenes de cualquier poder y su titular tiene la misma inmunidad que un miembro del Congreso. Dada su trascendencia constitucional, el defensor del pueblo debe ser elegido por el Congre-
so, mediante el acuerdo de los 2/3 de cada cámara. En los últimos 20 años, la Defensoría del Pueblo ha intervenido en diversos asuntos en relación con el derecho a la salud, la denuncia de las pésimas condiciones de los servicios públicos –primordialmente el transporte–, los derechos de las comunidades indígenas, el saneamiento del Riachuelo y la protección de las comunidades que sufren su contaminación, etc. Muchas veces su acción ha sido atenuada por limitaciones propias, la falta de apoyo del Congreso y la falta de toda consideración por parte del Gobierno. Muchas tragedias podrían haberse evitado, muchos derechos podrían protegerse si el defensor del pueblo pudiera cumplir su rol constitucional adecuadamente.
Desgraciadamente, 2014 comienza con una escandalosa situación. Desde hace más de cuatro años, la Defensoría no tiene un defensor titular a cargo; pero el colapso llegó al extremo de que en diciembre pasado han concluido también los mandatos de los defensores suplentes. La institución a la que la Constitución encomienda defender nuestros derechos está acéfala; olvidada, como lo están algunas otras partes de ella, olvidada incluso por quienes la redactaron. Veinte años no es nada, como dice el tango. Pero sólo para algunas cosas; para otras, cuatro años es una vergüenza. © LA NACION
El autor es abogado constitucionalista, cofundador de ACIJ