Hiroshima,
de
John
Hersey
Quienes
han
estudiado
el
fenómeno
de
Hiroshima
– del
artículo
periodístico,
no
el
de
la
bomba
atómica
que
barrió
la
ciudad
el
6
de
agosto
de
1945–
cuentan
que
la
cosa
fue
más
o
menos
así:
en
diciembre
de
ese
año
se
reunieron
William
Shawn,
editor
general
de
la
revista
The
New
Yorker,
y
John
Hersey,
corresponsal
de
la
revista
Time
en
Oriente,
y
hablaron,
por
supuesto,
de
la
bomba
y
su
cubrimiento
periodístico.
A
Shawn
le
inquietaba
que
dentro
del
océano
de
datos,
balances,
discursos
y
revisiones
éticas
se
hubiera
tratado
tan
poco
de
primera
mano
el
aspecto
humano
del
evento,
y
ambos
barajaron
la
posibilidad
de
que
Hersey
escribiera
con
ese
enfoque
un
artículo
para
la
sofisticada
revista
neoyorquina.
En
marzo
Hersey
recibió
un
cable
de
Shawn
autorizándolo
para
que
fuera
a
Hiroshima,
investigara
y
escribiera
el
artículo,
que
debía
estar
listo
para
agosto,
mes
del
aniversario
de
la
bomba.
El
periodista
llegó
a
la
ciudad
japonesa
en
mayo,
adelantó
un
extenuante
trabajo
de
investigación
durante
tres
semanas
y
en
junio
se
sentó
a
escribir.
La
primera
semana
de
agosto
entregó
a
Shawn
un
manuscrito
de
150
páginas,
alrededor
de
31
mil
palabras,
para
que
fuera
publicado
en
cuatro
entregas
en
The
New
Yorker.
Cada
entrega
tenía
una
introducción
independiente.
Pero
a
Shawn
le
pareció
que
estas
entradas
rompían
la
cuerda
dramática
del
reportaje,
por
lo
que
sugirió
publicarlo
en
una
sola
entrega
de
la
revista.
Harold
Ross,
su
fundador
y
director,
se
tomó
una
semana
para
pensar
en
la
propuesta
de
Shawn,
y
al
final
accedió.
Dentro
del
mayor
sigilo
se
encerraron
los
tres
a
trabajar
en
el
manuscrito,
frase
por
frase.
No
recibieron
llamadas
ni
se
ocuparon
de
nada
más
durante
largos
días.
Los
autores
que
esperaban
respuesta
por
sus
manuscritos
desesperaban
con
llamadas,
pero
nadie
en
la
revista
les
daba
razón
porque
nadie
sabía
qué
estaba
pasando.
En
la
edición
del
31
de
agosto
de
1946,
con
una
portada
que
no
indicaba
absolutamente
nada
sobre
su
contenido
(el
dibujo
primitivista
de
un
parque
urbano)
y
después
de
la
programación
teatral
de
la
ciudad,
Hiroshima,
de
John
Hersey,
ocupó
toda
la
extensión
de
The
New
Yorker.
La
introducción
es
imborrable,
y
la
quiero
transcribir
completa:
Exactamente
a
las
ocho
y
quince
minutos
de
la
mañana,
hora
japonesa,
el
6
de
agosto
de
1945,
en
el
momento
en
que
la
bomba
atómica
relampagueó
sobre
Hiroshima,
la
señora
Toshiko
Sasaki,
empleada
del
departamento
de
personal
de
la
Fábrica
Oriental
de
Estaño,
acababa
de
ocupar
su
puesto
en
la
oficina
de
planta
y
estaba
girando
la
cabeza
para
hablar
con
la
chica
del
escritorio
vecino.
En
ese
mismo
instante,
el
doctor
Masakazu
Fujii
se
acomodaba
con
las
piernas
cruzadas
para
leer
el
Asahi
de
Osaka
en
el
porche
de
su
hospital
privado,
suspendido
sobre
uno
de
los
siete
ríos
del
delta
que
divide
Hiroshima;
la
señora
Hatsuyo
Nakamura,
viuda
de
un
sastre,
estaba
de
pie
junto
a
la
ventana
de
su
cocina
observando
a
un
vecino
derribar
su
casa
porque
obstruía
el
carril
cortafuego;
el
padre
Wilhelm
Kleinsorge,
sacerdote
alemán
de
la
Compañía
de
Jesús,
estaba
recostado
–en
ropa
interior
y
sobre
un
catre,
en
el
último
piso
de
los
tres
que
tenía
la
misión
de
su
orden–,
leyendo
una
revista
jesuita,
Stimmen
der
Zeit;
el
doctor
Terufumi
Sasaki,
un
joven
miembro
del
personal
quirúrgico
del
moderno
hospital
de
la
Cruz
Roja,
caminaba
por
uno
de
los
corredores
del
hospital,
llevando
en
la
mano
una
muestra
de
sangre
para
un
test
de
Wassermann,
y
el
reverendo
Kiyoshi
Tanimoto,
pastor
de
la
iglesia
Metodista
de
Hiroshima,
se
había
detenido
frente
a
la
casa
de
un
hombre
rico
en
Koi,
suburbio
occidental
de
la
ciudad,
y
se
preparaba
para
descargar
una
carretilla
llena
de
cosas
que
había
evacuado
por
miedo
al
bombardeo
de
los
B‐29,
que,
según
suponían
todos,
pronto
sufriría
Hiroshima.
La
bomba
atómica
mató
a
cien
mil
personas,
y
estas
seis
estuvieron
entre
los
sobrevivientes.
Todavía
se
preguntan
por
qué
sobrevivieron
si
murieron
tantos
otros.
Cada
uno
enumera
muchos
pequeños
factores
de
suerte
o
voluntad
–un
paso
dado
a
tiempo,
la
decisión
de
entrar,
haber
tomado
un
tranvía
en
vez
de
otro–
que
salvaron
su
vida.
Y
ahora
cada
uno
sabe
que
en
el
acto
de
sobrevivir
vivió
una
docena
de
vidas
y
vio
más
muertes
de
las
que
nunca
pensó
que
vería.
En
aquel
momento,
ninguno
sabía
nada.
La
revista
circulaba
en
esa
época
alrededor
de
300
mil
ejemplares
y
tenía
un
precio
en
la
tapa
de
quince
centavos.
A
las
pocas
horas
se
agotó
y
ejemplares
se
vendían
por
la
calle
a
quince
y
veinte
dólares.
Otras
revistas
la
reseñaron
como
si
fuera
un
libro,
algo
inusual,
y
emisoras
de
radio
en
Estados
Unidos
y
Europa
leyeron
en
su
totalidad
el
contenido.
Algo
así
como
un
mes
y
medio
después
Alfred
A.
Knopf
publicó
el
reportaje
como
libro,
y
desde
entonces
no
se
ha
dejado
de
reeditar,
de
leer
y
de
estudiar
en
academias
de
periodismo
americanas.
Por
eso
es
raro
que
con
semejante
impacto
y
con
ese
contenido
el
libro
haya
circulado
tan
poco
en
el
ámbito
castellano.
En
un
ensayo
muy
bello
sobre
el
trabajo
de
traducción
y
aspectos
relativos
a
la
bomba,
Juan
Gabriel
Vásquez
menciona
que
hubo
una
edición
argentina,
pero,
en
sus
palabras,
se
trata
de
una
suerte
de
unicornio
de
los
libros:
todos
hablan
de
él
pero
nadie
lo
ha
visto.
Turner
fue
la
editorial
española
que
encargó
la
traducción
a
Vásquez,
para
su
fina
colección
Armas
y
Letras,
pero
esa
edición
circuló
nada
por
América
Latina,
y
era
costosa.
Ahora,
DeBolsillo
la
distribuye
en
nuestros
países
con
un
precio
amigo,
y
es
cosa
de
celebrarse.
Seguro
los
lectores
de
esta
nota
habrán
advertido
que
está
acercándose
el
punto
final
y,
contra
mi
costumbre,
he
comentado
muy
poco
sobre
el
contenido
del
libro
y
mucho
sobre
aspectos
relativos
a
la
publicación
en
su
forma
original
de
artículo
periodístico.
Es
que
tengo
poco
para
decir.
Siete
palabras,
para
ser
exactos:
hay
que
comprarlo
y
hay
que
leerlo.
John
Hersey,
Hiroshima,
Barcelona,
DeBolsillo,
2009,
184
páginas.
Traducción
de
Juan
Gabriel
Vásquez.