OPINION
Martes 26 de abril de 2011
PARA LA NACION
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N “los malditos 90”, el entonces presidente Carlos Menem adoptó dos decisiones que todavía hoy siguen siendo motivo de polémicas: el indulto a los miembros de las tres primeras juntas militares del régimen 1976-1983, que habían sido juzgados y condenados en el histórico juicio de 1984-85, y la convertibilidad o paridad cambiaria entre el peso y el dólar, más conocida como “el uno a uno”. Ninguna de esas dos decisiones fue cuestionada públicamente en su momento por Néstor Kirchner ni la inmensa mayoría de la dirigencia justicialista, que las aprobaron en silencio o con evidentes signos de beneplácito, salvo algunas pocas excepciones. Pero desde la crisis de 2001-2002, y sobre todo a partir de la asunción de Kirchner en 2003, la política de apertura indiscriminada de la economía, la paridad cambiaria y el “menemismo” fueron condenados por la mayoría de los partidos políticos y la opinión pública como los grandes responsables de la crisis de fines de 2001 y lo que vino después, sumadas las impericias y contradicciones del gobierno de De la Rúa. Más aún, Kirchner se presentó como el lado opuesto a la época menemista y levantó dos banderas que supuestamente simbolizaban ese gran viraje: la reapertura de las causas por violaciones a los derechos humanos y un retorno del Estado en el manejo de la economía. Aunque hoy parece que el menemismo ha dejado de ser una mala palabra para el kirchnerismo, más interesado en perpetuarse en el poder que en dirimir cuestiones del pasado. No fue la primera vez que se produjo un viraje semejante. Arturo Frondizi fue electo presidente de la República en 1958 con la bandera de la nacionalización del petróleo, y desde el gobierno entregó en concesión buena parte de los yacimientos petrolíferos a empresas extranjeras. Ni la ciudadanía, ni las empresas, ni los sindicatos le reprocharon demasiado este cambio, entre otras cosas, porque éste provocó un aumento de la producción del crudo. Los conservadores de la década del 30 tampoco titubearon en cambiar su filosofía económica ortodoxamente liberal para combatir los efectos de la gran recesión internacional de esos años. Fueron ellos los que fundaron el Banco Central y las juntas reguladoras de carnes y granos, abriendo las puertas a una fuerte intervención del Estado en la economía, aunque sin los excesos estatistas de décadas posteriores. Los grandes virajes han sido frecuentes en la historia y lo siguen siendo. En cambio, parece haberse perdido un estilo político más civilizado y sutil. Cuando en 1922 Hipólito Yrigoyen estaba terminando su mandato presidencial de seis años, “sugirió” que el candidato de la Unión Cívica Radical –es decir su sucesor– fuera Marcelo Torcuato de Alvear, un radical moderado, que había sido el principal rival interno de Yrigoyen. No sugirió a su esposa, ni a algún incondicional de su propia línea, sino a Alvear, que conjugaba una tradición ilustre con una nueva sociedad que emergía impetuosamente. Para algunos historiadores, aquellos años fueron los mejores de la historia nacional. © LA NACION
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BUI CHAT, POETA Y EDITOR VIETNAMITA PREMIADO EN LA FERIA DEL LIBRO
Grandes virajes nacionales JULIO CESAR MORENO
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Elogio del coraje JOSE CLAUDIO ESCRIBANO LA NACION
El autor pronunció esta disertación durante la entrega del premio que la Unión Internacional de Editores le otorgó al editor vietnamita Bui Chat ayer, en la Feria del Libro de Buenos Aires.
H
EMOS sido convocados para acompañar la entrega del premio de la Unión Internacional de Editores al coraje de un intelectual. En resumidas cuentas, el coraje es un estado de ánimo para afrontar con dignidad la adversidad. Eleva, por encima de los congéneres, a quien lo encarna más allá de la moral media. Estamos preparados, por valores culturales compartidos desde el más remoto de nuestros predecesores hasta el más joven de los contemporáneos, para celebrar una vida de coraje. El reconocimiento colectivo aflora hasta por la constatación de un hecho, apenas, que evidencie a última hora el valor personal de un hombre. Eso explica la emoción suscitada por el reo que desecha, al pie del patíbulo, el paliativo dudoso de una venda para los ojos, y ordena él mismo que se proceda como actor principal del espectáculo trágico que prefiere presenciar. El coraje del poeta y editor vietnamita que firma como Bui Chat se ha reflejado en el compromiso en plenitud con el libro y la lectura, con la libertad de pensar y de decir lo que se piensa, que hace a todos más libres, como ha recordado él mismo hace unas horas. Sin apelaciones a la violencia, pero en oposición activa a la censura y al narcisismo de un poder político autoritario. Bui Chat es joven. Tiene 32 años. Se ha entregado a una de las artes más antiguas de la humanidad: la poesía. Con la poesía, el lenguaje aunó la música a la palabra y ahondó y embelleció la reflexión y los sentimientos. La riqueza de pensamiento está asociada a la complejidad y diversidades convergentes del lenguaje que se habla, se canta y se escucha, se escribe y se lee. Antes de que en garajes y dormitorios universitarios de la sociedad más desarrollada del planeta las nuevas generaciones trastocaran de súbito las coordenadas de espacio y de tiempo de la comunicación; antes de que los mensajes, de voz y palabra escrita, llegaran con instantaneidad por celulares y la red global, ha cantado el poeta. Ha despabilado nuestros sentidos el narrador de fábulas y de cuentos. Ha predicado el pastor. Ha hecho más hombre al hombre el ensayista. Todos enaltecen por los contenidos el valor de la palabra y de los mecanismos por cuales ella se transmite. Lo advirtió Oscar Wilde, según la referencia que ha trascendido de mil maneras, pero que, en definitiva, se resumen en una sola. Cuando le mostraron por primera vez un teléfono al gran dramaturgo y le explicaron que era para hablar con alguien que no estuviera necesariamente a la vista, preguntó: “¿Y para hablar de qué?”. Bui Chat y sus amigos intelectuales del movimiento literario vietnamita Boca Abierta han sabido qué hacer con los instrumentos viejos y nuevos de la información y el conocimiento. Han practicado en hojas fotocopiadas y en webzines, y en libros publicados en la clandestinidad, una vocación intelectual que comenzó en la adolescencia con la constitución de un grupo de alegre rebeldía, ante cuyo solo nombre nos rendimos: Asociación de la Poesía y el Vino. Una colonia dispersa de internautas ha hecho coro a esa vocación manifestada por una poesía de ruptura de estilos y convenciones regulares del lenguaje escrito y, sin duda, del llamado lenguaje culto. Esa poesía experimental, de reflejo de la vida cotidiana y del habla de gentes rudas o de cortés talante, ha quebrado cánones y ha empujado así los límites de la aceptación social y política hacia nuevas fronteras. No estamos aquí para adherirnos a la poesía que estos jóvenes han divulgado de diversos modos, a falta de editores de la vieja escuela unas veces, y otras, en aprovechamiento de las vías electrónicas
MARCELO GOMEZ
Bui Chat en la Feria del Libro después de recibir, ayer, el Premio a la Libertad de Publicación por las que se han atrevido al inquietante juego de reescribir lo que se encuentra en el espacio regido por algoritmos. Un crítico ha observado que, en la audacia del cometido, han hecho lo que Marcel Duchamp pintándole bigotes a la Gioconda. Estamos aquí, sí, para solidarizarnos con el ejercicio de la libertad y de la inspiración creativa individuales, satisfagan o no nuestros criterios estéticos y preferencias doctrinarias. Estamos para alentar, alentando a Bui Chat, a los escritores y artistas que osan volar hacia los confines de lo desconocido. Lo hicieron en el pasado otros pioneros en el arte y las letras; algunos de ellos, hoy sumos sacerdotes de lo consagrado. Y lo hicieron en contravención de lo que eran las reglas en vigor de la época en que vivieron y trabajaron. Así lo hace ahora este poeta y editor, que es, además, mentor de otros editores vietnamitas sin licencia para publicar y que entregan a hurtadillas libros de mano en mano. Bui Chat fue arrestado una vez en Ho Chi Ming como organizador de noches de lectura poética a través de textos impresos en volantes que él mismo se encargaba de distribuir. La idea de popularizar el espíritu poético de una ciudad lleva a preguntarnos si cabrían esas experimentaciones colectivas en plazas y parques de Buenos Aires. Hay tiempos en que las vicisitudes del día potencian las condiciones naturales para las cuales está preparado un contexto. Este es uno de ellos. La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, y Buenos Aires como Ciudad Mundial del Libro 2011, han venido a ser ámbitos apropiados para reconocer, con el Premio a la Libertad de Publicación, la lucha de Bui Chat por difundir sus propias ideas y las ideas de escritores y poetas que han logrado, no sin riesgos y contratiempos, evadirse de la censura estatal. La censura no siempre procede del poder político, que en uno de los extremos de su acción mata o hace saltar rotativas por los aires, y en otro, más sutil y más actualizado, bloquea Internet, pergeña licencias regulatorias o procura neutralizar con abrumadora propaganda la creatividad y la exposición de ideas antinómicas. El sucio oficio en que Goebbels se empleaba con delirio repetitivo se encuentra activo en los comisariatos contemporáneos de la incomunicación y la comunicación compulsivas.
Poder es la fuerza capaz de gravitar sobre los acontecimientos de una sociedad. A veces, la fuerza del poder silenciador proviene de mafias aplicadas al delito común que ocasionan, igual que lo han hecho los peores regímenes políticos contemporáneos, sufrimientos individuales y colectivos enormes. Es lo que sucede con los carteles del narcotráfico, que cobran por año en México una tasa de muertes de periodistas mayor que la de escenarios bélicos entre naciones. Bui Chat es el fundador de la editorial Giay Vun, que ha cometido, entre otras supuestas transgresiones, la de publicar trabajos con referencias históricas que han ingresado en las listas negras del régimen vietnamita. Lo sabemos bien: manipular el pasado es una de las formas posibles de manipular el presente. La tentación de acomodar la historia y, con ella, la ac-
El sucio oficio de Goebbels se encuentra activo en comisariatos contemporáneos de la incomunicación tualidad a las propias conveniencias ha contribuido a fomentar alguno de los ecos de esta imponente feria del libro. Los padecimientos de Bui Chat se han inferido en el país que supo sobreponerse a una historia de humillaciones coloniales y que, después de la guerra devastadora que siguió a la independencia, ha dado en otros sentidos lecciones sobre cómo recomponerse y progresar sin aduanas ideológicas. Así lo consignan quienes invierten en Vietnam sobre las bases de una economía que refuerza la seguridad jurídica sin la cual no se promueve la confianza ni hay país previsible en sus decisiones. Las revoluciones se traicionan a sí mismas cuando ahogan la libertad de expresión, la libertad de publicar, la libertad de crear en todos los órdenes del arte y de la investigación en ciencia. Octavio Paz, el escritor mexicano que nos dio libros memorables, hacía notar la vocación suicida que subyace en el culto supersticioso a las doctrinas oficiales: al ignorar el derecho a la crítica, ese culto no hace más que abatir el primer fundamento del espíritu revolucionario.
Octavio Paz retomaba lo dicho por Edgard Quinet, hace un siglo y medio, cuando salió a defenderse de los ataques inferidos a su historia de la Revolución Francesa. Decía: “Se ha hecho la crítica del entendimiento y de la razón. ¿Diréis que la hicieron los enemigos de la razón humana? Del mismo modo, si yo hago la crítica de la Revolución, señalando sus errores y limitaciones, ¿me acusaréis de ser enemigo de la Revolución? Si el espíritu crítico hoy examina sin tapujos los dogmas religiosos y los Evangelios, ¿no es sorprendente que se pretenda suprimir el examen de los dogmas revolucionarios [propios de una teología secular]?” Un hombre coherente une la palabra a la acción. Es lo que ha hecho Bui Chat y ha distinguido la Unión Internacional de Editores, institución que se fundó en 1896 para despertar la conciencia sobre la gravitación de los libros y de las publicaciones en general, en el desarrollo cultural, político y económico de la humanidad. Un mundo mejor requiere más hombres y mujeres libres en el camino de Bui Chat y de los colegas de Rusia, Irán, Zimbabwe, Túnez, que recibieron antes esta misma distinción. La primera virtud del premio internacional a la Libertad de Publicación 2011 ha de ser de estímulo personal a un poeta por su comportamiento en el campo minado de las letras. La segunda, para que se extienda el mensaje de que son muchos los que aspiran a que el galardón conferido a Bui Chat contribuya, en otro virtuoso efecto de una imaginaria avenida de doble mano, a suscitar emulaciones. Los grandes ejemplos pueden tonificar el ánimo de los más débiles de espíritu. Si un mayor número de ciudadanos del mundo templa más el carácter, habrá menos personas que rebajen su condición a la de quienes abandonan ideas y atemperan sentimientos legítimos por temor o por ilegítimas seducciones del poder. O, lo que sería igual: por la desesperación de predicar en el desierto. Así como la soledad reclama coraje igual que la acción, así también el poeta y el labrador saben que una pequeña semilla, cultivada con diligente constancia, podrá sorprenderlos un día con la grandeza de sus frutos. Serán frutos del coraje, del amor, la tenacidad, la paciencia, la resistencia. Gracias, Bui Chat. © LA NACION
La misión de la Corte Suprema ROBERTO GARGARELLA PARA LA NACION
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N uno de los libros más influyentes en la historia del constitucionalismo, El Federalista, se defiende una idea muy importante acerca del diseño constitucional. Se dice allí que al momento de crear instituciones no podemos presumir que las personas que vayan a ocupar los cargos que creamos se comporten como “ángeles” una vez que lleguen a sus puestos. Más bien lo contrario: tenemos que diseñar instituciones presumiendo que quienes ocuparán esas plazas serán funcionarios preparados para actuar como demonios. Si las personas fueran ángeles –se dice en el libro–, las instituciones serían simplemente innecesarias. Por eso, porque no es previsible que las personas sean ángeles, es que necesitamos instituciones capaces de reaccionar frente a los inevitables excesos del poder. De allí que se crearan, en toda América, Constituciones firmes en el establecimiento de límites y controles al poder. En nuestro país, y con el paso de los años, los gobiernos han ido reforzando su carácter concentrado: se han caracterizado por los excesos y abusos, que comienzan apenas se hacen cargo de las palancas del
poder. El gobierno kirchnerista no es la excepción, sino más bien un caso extremo dentro de esta regla: sus desafíos al derecho son permanentes. Por supuesto, muchas veces, acuciada por problemas más urgentes, la ciudadanía no pone “el grito en el cielo” en nombre del derecho. Se entiende: el derecho suena aburrido y pesado, y parece capturado por inalcanzables e incomprensibles especialistas. Es claro, además, que para muchos oficialistas, los reclamos hechos en nombre del derecho son ridículos, casi graciosos; ocuparse del derecho es, para ellos, un modo de perder el tiempo en “detalles”, de aceptar que se les “embarre la cancha” con “legalismos” sin importancia. Para todos ellos, es bueno recordar cuáles son las razones que pueden moverlo a uno a reivindicar al derecho: el no respeto del aburridísimo “debido proceso” explica en nuestro país, por ejemplo, la extendida práctica (claramente en vigor en estos últimos ocho años) de “criminalización de la pobreza” (hecho que se advierte, por caso, en nuestras cárceles llenas de pobres). El desdén por los “inverosímiles” derechos de las “futuras generaciones” va
de la mano del aliento que el Gobierno le ha dado a la megaminería contaminante. La burla frente a la exigencia constitucional de una “organización sindical libre y democrática” es consistente con los pactos que el Gobierno establece con sectores del sindicalismo acusados por crímenes gravísimos. En definitiva, el derecho puede ser complicado y denso, aburridísimo, pero mejor que nos lo tomemos en serio, porque nuestra falta de interés frente a las violaciones del derecho tienen consecuencias trágicas para todos los asuntos públicos que nos interesan. En esta tarea de tomarse en serio al derecho, el papel que puede jugar la Justicia, y la Corte Suprema en particular, es decisivo. Como se decía en El Federalista, cada rama del poder está dotada de “armas defensivas”, por utilizar frente a los “ataques” o “abusos” de las demás ramas del poder. Y la Corte, por tanto, tiene la obligación de utilizar las herramientas de control que maneja. Por supuesto, alguien podría alegar, frente al reclamo anterior, que la Corte argentina ha “disparado” contra los abusos del poder en muchos casos importantes. En efecto, nuestra Corte les ordenó
a las autoridades públicas el saneamiento inmediato del Riachuelo; exigió, contra la voluntad del Gobierno, los pagos debidos y atrasados a los jubilados; demandó a las autoridades pertinentes la restitución del procurador de Santa Cruz; le ordenó al poder nacional y provincial el fin de una política de sistemáticos e inaceptables abusos en la distribución de las pautas publicitarias. Es decir, en buena medida, la Corte cumplió con su tarea, diciendo en cada uno de los casos citados aquello que le correspondía decir para frenar los abusos respectivos. Sin embargo, lo dicho es sólo parcialmente cierto. La Corte pudo tomar la decisión correcta, en cada caso, pero eso es tan verdadero como que cada uno de los problemas citados lo sigue siendo: el Riachuelo sigue contaminado de modo escandaloso; los jubilados –que sufren colectivamente un mismo problema– deben peregrinar a la Justicia de uno en uno y durante años para ser escuchados; el procurador de Santa Cruz no ha sido repuesto en su cargo; las pautas publicitarias siguen siendo distribuidas a partir de criterios no públicos, vergonzosos.
El hecho es que los tribunales activistas de todo el mundo –los que se han tomado en serio la tarea de hacer efectivas sus decisiones (incluidos los de Colombia, Costa Rica o la India)– han mostrado que cuentan con la legitimidad, capacidad, poder, recursos y medios materiales como para hacer efectivas sus decisiones procedimentales más básicas, si es que realmente quieren hacerlo. En momentos como éste, en que el Gobierno (este gobierno, como podría serlo cualquier otro) muestra su musculatura, triunfalista, y se ríe de la Justicia y las órdenes judiciales, los tribunales –y la Corte en particular– tienen una responsabilidad muy especial frente a toda la sociedad. Ellos representan, en estos casos, una última y fundamental barrera contra la arbitrariedad del poder, de todo poder. Dada esta misión, la Corte no cumple con su tarea de modo apropiado si se contenta, meramente, con la proclama de decisiones formalmente correctas que, al final, nadie ve aplicadas. © LA NACION El autor es doctor en Derecho y profesor universitario