Rocto
VÉLEZ DE PIEDRAHÍTA
El Quijote de la entrada
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Rocío VELFZ IlE PlFDRAHí'JA (Medellín). Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua, su amplio reconocimiento como intelectual y escritora se evidencia en la diversidad de condecoraciones otorgadas por el país y su
departamento. Ha publicado diversos estudios sobre autores colombianos y literatura infantil, varias novelas, crónicas y libros de cuentos con diversas ediciones. Entre sus novelas publicadas están: El hombre, la mujery la vaca (1960, 19R2), Rl pacto de las dos TOsas (1962, 19B2), la tercera generación (1963), La cisterna (1971,1989), La guaca (1979) Terrateniente (1980 -e-finalista en el concurso Nadal 1978) y Por los caminos del sur (1991), el libro de relatos f.'l siete cueros de Ua (1994, al cual pertenece el texto que incluimos) y el cuento E.I' tanfácil viajar en tren (1998), entre otros. Entre sus estudios y reflexiones están: Entre nos -ccrónicas humorísticas _ (Primer tomo 1959, Segundo tomo 1973, Comentarios sobre la vida y obra de algunos autores colombianos (La Colonia) (I 977), Literatura de la Colonia - -de Rodd[;uez. Freile a Francisco .lo,j'é de Caldtu- (1995), Guía de literatura infantil (/983, IY?!ó, I 98?!, 199/), El diálogo y la paz -Miperspectiva-: (1988).
Después de vivir treinta y cinco años en una casa, nos trasladamos, Por el paso del tiempo y lo que en ella ViVIIllOS, habúi dejado de ser lugar de alojamiento, dirección de correo, para convenirse en centro de vida y referencia de cariños. Hay fumiliax errantes cuyos miembros se ven obligados ,1 extraer de sí mismos d concepto de hogar. Así los que aparecen en los informes televisados de catástrofes, huyendo de invasores o inundaciones, acosados por el hambre. agarrados de una falda o una mano, como a la vida. Las familias de empleados de multinacionales o diplomáticos. compran y venden sus menajes como lagartijas que botan la cola para dejarse crecer otra, que apenas si se diferencia de la pnmera; el ancla que los estabiliza es la soldadura de unos con otros. A los funcionarios norteamericanos en el extranjero, su país los envuelve en una capa plñstica, Incontaminada. para mantenerlos en casa por lejos que estén: Jos instalan con su hábitat de tal manera que pueden vivir cuatro años en Nápolcs sin uaher comido, ru una sola ver: comida italiana, hecho una amistad 10c,1I, o adquirido conocimiento alguno sobre esa cultura, Una pu123
blicidad de enlatados mostraba una familia en la calle, rodeada de su menaje, con aire afligido; la leyenda los alentaba diciendo que, dondequiera que fueran, estarían en casa porque a su alcance tenían sopas Campbell. Esa noción de hogar semoviente me era extraña. La nuestra era una familia de las que tienen un centro hacia el cual convergen todos los radios, en una edificación identificada por todos como «mi casa». El precio del lote que escogimos indicaba que la zona no estaba de moda. Era opinión generalizada que el sitio no era residenciable; remataba una calle conocida como El Frito --en los planos de la ciudad figuraba como «Herrera Campuzano»-, habitada por personas que vendían obleas y cremas por la ventana; la vía sin asfaltar carecía de recursos cercanos -ni carnicería, ni panadería, ni médico-o Había serias amenazas de que en la parte baja, hacia el río, se haría una terminal del tren, o quizás -lo más temible- un teatro de cine «drive-in»; el tipo de lote que se compra cuando uno es joven y plantea las inversiones en propiedad raíz, no en términos de belleza y categoría del barrio, sino apostándole a desarrollos futuros. Es largo el proceso de convertir una casa, en hogar. Durante los primeros años, era la obra del arquitecto, su interpretación de nuestros deseos basados en suposiciones, porque las familias jóvenes no saben cómo son. Con el tiempo crean hábitos y van adaptando la casa a las necesidades del conjunto, hasta lograr ese acoplamiento entre gustos y costumbres con la estructura, que diferencia el ambiente de cada vivienda, inclusive en construcciones hechas en serie. Inicialmente deseábamos aire y luz, y suponíamos que dependían de la inmensidad de las ventanas. Para 124
empezar el día pasaba el lechero, llegaba el periódico, recogían la basura; todos hacían ruido y cerramos las ventanas. En primer piso una ventana permite más que ver, ser vistos; de noche la casa parecía una pecera expuesta al público. En la primera caminata que dimos por el barrio, al anochecer -para apoderarnos del entorno- fuimos testigos del amor de una pareja que se besaba en el sofá, una discusión en cocina, el desorden de un escritorio, los horarios nocturnos de todos los que tenían ventana; al día siguiente pusimos pesadas cortinas y volteamos la vida familiar hacia adentro. Los niños dejaron las primeras huellas visibles: la casa quedó marcada, físicamente y en los recuerdos, por las tardes de lluvia cuando, a falta de poder salir, se jugaba al tránsito, en patines, en el gran hall alargado; el ruido era ensordecedor, el juego destructor. En días asoleados podían subir a los árboles, comer mangos, visitarse de rama en rama; hasta cumplir la edad en que se decide abandonar ésa, entre las actividades infantiles una de las más gratificantes y liberadoras. Año tras año se fueron marcando los lugares donde alguien sufrió una caída -con las anécdotas que giran alrededor del hecho-; la parafernalia que acompañó cada celebración, visitas inolvidables, comidas fracasadas, el diploma de uno, el matrimonio de todos. Según su carácter, cada cual fijó en sus recuerdos juegos u olores, momentos de belleza, días de pesar, días de ilusión. El espacio que invaden los árboles al crecer, el sol, la luz, las sombras, determinan costumbres que se adquieren paulatinamente, sin premeditación, sin saber cuándo. Se automatizan los caminos para cada actividad; en la calle la acera por la cual se transita, el co125
nacimiento minucioso de cada fachada hasta natal, de inmediato, que alguien hizo un cambio en el ante jardín. Los hijos crecen, los padres maduran, se acomodan y reacomodan siguiendo los impulsos de su curva bio lógica; por fuera la construcción con su sólida fachada permanece siempre igual: en realidad está en perrna nente acoplamiento a esa media docena de personas que evolucionan entre sus paredes. Cuando floreció el guayacán del antejardín, respondía a cuidados de cinco años; las cosechas del mango se alimentaban año tras año con la savia de la familia. Son varias las fuerzas que atacan la estabilidad domiciliaria en las ciudades de países en desarrollo: la más peligrosa es que se desarrollan. Es incontenible la migración de campesinos que piensan que si hay mu cha gente en el Valle de Aburrá por algo será, y en todo caso será mejor sufrir aglutinados que dispersos. Una fuerza centrípeta atrae hacia el centro a los despojados en busca de limosna o de oportunidad para cualquier cosa; otra centrífuga va empujando a los con vivienda hacia las afueras. Crecen las arterias, se congestionan los centros. Junto a nuestra casa no se hizo ninguna estación de tren. Si antes nos auguraban deterioros, ahora nos pronosticaban inminentes prodigios de progreso, como una estación de Metro en las vecindades. Pavimentaron y ensancharon -por valorización- los accesos; abrieron supermercados, ofertas variadas. Teníamos ahora todos los servicios, incluyendo clínica, al alcance de la mano. Creció el ruido. El parlante de un bazar parroquial al otro lado del río, quedó ahogado por el rugido de los 126
motores circulando por la autopista; nuestro acceso de antaño, la calle lO-sin pavimentar, sin aceras-, se volvió arteria de vía rápida, en ciertos lugares boule, vard, centro comercial. Lentamente las casas del El Frito se fueron convirtiendo en oficinas y nuestros vecinos de muchos años, empezaron a emigrar. Construyeron un elegante edificio de ocho pisos en la esquina diagonal. Pero los edificios, por elegantes que sean -al menos en Medellín-, lo que ofrecen al transeúnte peatón, es una gran boca oscura de ingreso a los garajes, una reja en el parqueadero de visitantes con casilla para el portero, y ventanas altísimas por donde no se ven personas sino cortinas para tapar la ventana. Una noche en nuestro habitual, pausado, recorrido a pie por el barrio, constaté que nos rodeaban oficinas apagadas, herméticamente cerradas, una farmacia de veinticuatro horas de servicio, y que nos saludábamos amistosamente -cada día más amistosamente- con celadores armados hasta los dientes, cuyos pitos periódicos nos indicaban, cada dos horas, que allí había una persona viva. Inútil buscar una ventana entreabierta, una luz entre una alcoba; ni qué pensar en la posibilidad de presenciar el beso de dos enamorados, que se creen, por supuesto, solos. Nos hizo falta la pareja que currucuteaba en el garaje; -¿ i Se casaron y... !? -dijimos al unísono. --¡Vámonos! -le dije un día-, nos están echando ... [vámonos ya! Me daba miedo lo que estaba diciendo. ¿Vámonos para dónde? ¿Qué significa vámonos? Vámonos, es que 127
tú y yo, solos, cogemos todo lo que tenemos, lo montamos en un camión y lo descargamos en una construcción desconocida. Desde el día en que pronuncié la frase, como reflejo me vino un pensamiento: si algún día me voy, me llevo el Quijote. O dicho con más precisión: sin el Quijote no me voy. Hace muchos años, mis padres realizaron un viaje a Europa. Mi madre trajo con fascinado entusiasmo tres escenas de el Quijote, en baldosines, de bella composición; dos los regaló a personas queridas y el tercero lo instaló en una punta del corredor de la casa de campo. Representaba la bienvenida que don Quijote imagina que le harán algún día, en algún lugar, cuando sus hazañas sean de todo el mundo conocidas. En el capítulo XXI «Que trata de la alta aventura y rica ganancia...», Sancho pregunta a su señor si en vez de ir buscando aventuras riesgosas que nadie presencia, no sería mejor trabajar para un príncipe grande que los recompensara bien; don Quijote le dice que tiene razón pero es menester granjearse primero renombre de valiente, que por doquier se pregonen sus hechos de tal manera «que cuando fuere a la corte del algún gran monarca [...] y que apenas le hayan visto entrar [...] por la puerta de la ciudad [...] se parará a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al caballero [...] llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente [...] y luego le llevará de la mano al aposento de la señora». Así se inicia un largo sueño de delicias sin fin, que culmina con infanta por esposa y reino por herencia. El Quijote de mamá recogía ese brillante momento de ensueño en el cual reciben con alborozo al visitante 128
que se acerca lanza enhiesta, bien montado en su Rocinante: cuelgan de techos y ventanas brillantes festones, el rey efectivamente está saludándolo desde la mitad de la escaJeera. Eran doce baldosines llenos de color y movimiento, con el recargo en detalles acogedores que puede tener un sueño de cálida bienvenida. Un día le dije a mi madre: -Si alguna vez vendes la finca, no la vendas con el Quijote. Al día siguiente 10 arrancó de la pared y me lo envió: -Para que no se me vaya a quedar. y en cuanto nos pasamos a la casa de El Frito, hice
empotrar el baldosín en un pequeño espacio como pórtico, a la entrada, Fue lo primero que entró. Corno lo hice incrustar con cemento, con cuñas, de tal manera que nadie, nunca, lo pudiera mover, formaba parte de la casa, como la reja de entrada, como el piso, como el techo. Hasta el punto de que nadie, sino yo, lo veía. Pero lo veía como al techo y las paredes: sin hablar nunca de él. Cualquiera hubiera dicho que lo tenía olvidado. Un día, tres años más tarde, mi esposo me contestó: -Tal vez sí... vámonos ... . ') -(",,; --Podríamos vender la casa ... El condicional es una forma verbal compleja. Señala unas veces un deseo, otras apenas una intención, quizás no más allá de una idea. Podríamos significa, podríamos si...; ¿si qué? Si la compran bien. Eso ya es un concepto comercial, algo concreto que equivale a 129
tanto; pero una casa de treinta y cinco años tiene recuerdos incorporados, un intangible imposible de evaluar. --Si vendemos, advierte que el Quijote no se queda. La tortura de saber que podríamos, que se puede, que sólo falta decidir, es grande y necesita un tiempo pausado de asimilación para convertirse en tiempo presente --vendo- y luego en futuro -venderé-o El teléfono facilita conversaciones que la emoción dificulta cara a cara --hay quienes declaran su amor por teléfono-s-. Mi esposo me llamó un día de la oficina: - ... hay compradores...; ¿pido? --Adviérteles a todos que me llevo el Quijote. Cuando tuve oportunidad de hablar con el comisionista, le mostré el baldosín y le dije que como estaba incrustado, era preciso que advirtiera que lo iba a sacar. --Por favor, no lo olvide; no me voy sin este cuadro. Tras una mirada fugaz a la escena, el comisionista preguntó si había otro objeto que quisiera retirar, era el momento de decirlo: no, no había. Ni las rejas que se pusieron cuando se nos entró el primer ladrón, ni las que agregamos cuando se entró el segundo -un primor en diseño y elaboración-, ni las bibliotecas que mandamos a hacer cuando tal y tal cosa; ni los farolitos del patio, tan bellos, de los que ya no se hacen, pero estaban muy pegados, eran parte de la casa.
comentario sobre la edificación era una anotación sobre nuestra vida. Tuvo el acierto de no señalar esos deterioros ostensibles, cuya reparación se va posponiendo de un mes a otro hasta que los dueños se acostumbran y los aceptan como los defectos físicos de los seres queridos -baldosas flojas, zócalos podridos, una puerta desajustada. Dijo que era hermosísima. Que tenía mucha luz y bello jardín. Yo sabía que el jardín se convertiría en parqueadero, pero agradecí profundamente su delicadeza. Dijo además -¡oh maravilla de una educación pulida!- que por supuesto el hecho de venderla no significaba que no siguiera siendo nuestra casa, ¡no más faltaba!, todos los días ya todas horas podríamos visitarla. Por si acaso, por si alguien había omitido la información, le dije que había algo que yo iba a arrancar. Cuando le mostré el Quijote de la entrada, difícilmente pudo disimular un gesto fugaz de sorpresa: ¿eso?, ¡¿doce baldosines de artesanía sin valor intrínseco, sin nada que justificara tamaño apego?! -Por supuesto, todo lo que quieras ...
Finalmente, un día, se presentó el comprador opcionado. Un hombre gentil, que a pesar de su juventud parecía entender que al recorrer la casa para mostrársela, yo caminaba sobre vidrio molido, y que cualquier
No fue fácil retirar el Quijote: como que lo había pegado para que no se pudiera arrancar. Fue preciso que un maestro de obra, con gran cuidado, perforara alrededor del baldosín a una distancia de diez centímetros del borde, para que no se fuera a rajar. Durante toda la operación estuve atenta, estorbando alIado del trabajador. Una vez desprendido del muro, tenía tanto cemento adherido que pesaba bastante y fue preciso un ayudante para irlo sacando mañosamente, y no dejarlo caer. Envolverlo, ponerlo en lugar seguro y empezar a resanar.
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-Por favor, Gustavo, que no quede la menor cicatriz. No quedó cicatriz; después de revocar y pintar, me resultaba imposible saber dónde había estado la Imagen. Me fui con el Quijote envuelto en una cobija para la casa nueva. Dado el tema de la escena cervantina, forzosamente tenía que ir al lado de la puerta de entrada; de nuevo reventamos el muro. Quienes estaban terminando la construcción -aún había obreros en la obra- no daban crédito a lo que veían: a golpes de cincel y martillo, en la pared de la entrada -¡ la fachada!-la propia dueña dirigía la apertura de un gran hueco. Quedó derecho, bien puesto, regularmente rematados los bordes. Esta vez pedí que fuera fácil de remover; por si acaso ... El traslado inminente no daba tiempo para detenerse a mirarlo. Abandonar una casa vieja, es una experiencia dura. Consiste en desmontarla, desmantelarla, personalmente quitarle cuanto la embellece y maquilla. Es como llevar la madre vieja a operar. Uno mismo le dice: «mamacita quítate el reloj, quítate el anillo de matrimonio, la argolla de papá»; la ropa esmerada, con finos dobleces, las prendas interiores como les gusta a las ancianas con encajitos, medias de seda, todo «quítatelo». Y eso que uno lo hace con suavidad «es sólo por un momento, cuando salgas de cirugía te los vuelves a poner» ...; falta la entrada de los indiferentes que , de afán , cumplen con una rutina: -¿La señora tiene dientes postizos? La mamá se va desintegrando y uno, destrozado, obedece y le quita cuanto exigen. 132
Lo primero lo hice personalmente con pausa y extremo cuidado. Empacar el florero de mi abuela, y dos jugadores de tenis de marfil-la fragilidad misma, una filigrana de apenas diez centímetros de alto-; y la Virgen que tal persona me dio a los quince años y lo otro y lo de más allá. Entre cartones que defiendan, entre cajas bien marcadas; todo cuidado es poco. Pero tan despacio no se puede. El comprador no acosaba -«cuando quieras, no hay el menor afán, no más faltaba»- pero hay decisiones que imprimen su propio ritmo y al acercarse, aceleran el «ternpo». Nos fue cogiendo un huracán. Recibimos ayudas pero con la aceleración del trabajo se fueron suprimiendo cartones de separación, empaques pulidos, la velocidad arreciaba a medida que la casa se vaciaba y parecía menos digna de respeto. Como en los naufragios, al inicio de un transbordo organizado, siguió la estampida. Hasta que llegaron los cargadores. Cuando arremetieron con la nevera viejita, la que aún no era toda de plástico y no se dañaba jamás, con su escaso congelador, ¡un regalo de matrimoniol, se burlaron de ella. -Pero ¡véame pues qué reliquias con las que anda esta gente!
«Las cosas viejas, tristes, desteñidas, sin voz y sin color, saben secretos de las épocas muertas, de las vidas que ya nadie conserva en la memoria, y a veces a los hombres, cuando inquietos las miran y las palpan, con extrañas voces de agonizante, dicen, paso,
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casi al oído, alguna rara historia que tiene oscuridad de telarañas son de laúd, y suavidad de raso».
La neverita vieja no emitía sones de laúd, ni tenía suavidad de raso. Pero sí conservaba en la memoria secretos de épocas muertas, de momentos que quizás sólo yo recordaba: cuando dejó de almacenar biberones para esconder golosinas preciosas, preparativos para días especiales, el inmenso ojo de buey que espantaba a quienes la abrían desprevenidamente, al cual se le atribuían poderes para restituir las fuerzas de un convaleciente. Yo conocía los toques de manejo que requieren los enseres viejos: cómo presionar la manija cuando se pegaba, cómo acomodar cada recipiente. Hacía años que me instaban a que prescindiera de ella ¡por vieja! -¡Pero si nunca se dañal, [todo me cabe ... ! Acomodan, empujan entre el camión. Todo debe caber en dos viajes. Los objetos pierden identidad, ya no me importan, parecen ajenos. La única meta de todos es desocupar ligero.
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Entonces, aterrada, empecé a ver las cicatrices dejadas por nuestra vida en la casa. La huella de los cuadros en la pared, de los muebles en el piso; clavos saltones, inexplicables sin lo que sostenían, persianas torcidas, o largas o cogepuercas, la red de alambres que lentamente se había extendido a medida que comprábamos novedades eléctricas y electrónicas, radios y teléfonos, disimulados bajo tapices, o cortinas, al breve abrigo de los zócalos. Embutimos -no hay otra palabra- electrodomésticos, ropa, libros, cuatro azaleas en jarras, collares de 134
fantasía, un dulce retrato de mi suegra, discos, mi mamá de quince, mis hijos chiquitos riéndose, novias sonriendo, las ollas, los colchones, todo de afán, donde cayera. Me daba lo mismo donde cayera. Cuando la vaciamos, esa calavera hueca no era mi casa. Se veía tan destartalada y sucia y fea, que fue menester contratar quien la limpiara para poderla entregar. Antes de salir -lo que son los reflejos-e- le pedí al celador que regara las matas. Era diciembre. Con el último trasto arrumado entre la casa nueva, cerrarnos la puerta y nos fuimos a descansar a la orilla del mar, en una playa sin turistas, donde anfitriones sedantes, a fuerza de preguntarnos diariamente si queríamos almorzar langosta, langostino o camarón, a lo largo de quince días nos pusieron una espesa capa antisolar que suavizó las quemaduras del alma que traíamos al llegar. Con mucho miedo vi llegada la hora de acercarme a la casa nueva. Me bajé despacito del jeep, con aire de aquí no está pasando nada, y mientras mi esposo trataba de accionar una llave desconocida que aún no obedecía, miré la pared. Allí estaba incólume el sueño de bienvenida del Quijote. La parte alta del cuadro cruzada por un ancho festón rayado que el viento inflaba y parecía suspendido de las nubes; colgaduras por las ventanas, gentes que salían del castillo la mano en alto saludando a don Quijote, a Sancho y a nosotros. Nos daban la bienvenida. 135
Me quedé mirándolo, maravillada al reconocer la sensación de entrar a mi casa, de estar en mi lugar. Hay gestos involuntarios; me agarré del brazo de mi esposo para entrar acompañada. Cuando la puerta se abrió de par en par, lo que vi fue un alegre espacio lleno de luz y de desorden, con todas las paredes, techos y pisos nuevecitos, impolutos, pidiendo a gritos clavos y focos y muebles y matas para reiniciar la apasionante aventura de hacer entre cuatro paredes un hogar. « ... que cuando fuere a la corte de algún gran monar-
ca... y que apenas le hayan visto entrar... por la puerta de la ciudad ... se parará a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al caballero, llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente...». Respiré profundamente y entré.
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MARTA TRABA
Mataron a Lennon