Personalidades Jacques Carelman
La obra del artista francés, en la exposición que se realizó en el centro cultural La Alhóndiga, de Bilbao, en 2011
El inventor de objetos imposibles J
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Viernes 27 de julio de 2012
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acques Carelman, el creador de “objetos inhallables” fallecido meses atrás en su casa de Argenteuil (suburbio al noroeste de París), tenía 27 años cuando en 1956 se instaló en la capital francesa como dentista –su primera profesión– y contó entre sus pacientes a un boquiabierto Tristan Tzara. Multicoleccionista nato, Carelman pronto empezó a coleccionar oficios: fue trompetista de jazz, crítico musical, ilustrador, escenógrafo teatral, escultor, pintor, creador de juegos infantiles para plazas y parques públicos e incluso, según se cuenta, autor anónimo de unos de los afiches más famosos de Mayo del 68. Pero, ante todo, Carelman –que firmaba tan sólo con su apellido– fue el autor de un memorable Catálogo de objetos imposibles y uno de los miembros fundamentales del OuPeinPo: taller de “pintura potencial” vinculado al OuLiPo (taller de literatura potencial) de Raymond Queneau, Georges Perec e Italo Calvino, entre otros. A Carelman le gustaba decir que había nacido en Marsella en febrero de 1929, el mismo día del crack financiero de Wall Street. El escritor Marcel Bénabou, otro miembro destacado del OuLiPo, dice que en realidad nació el primero
de noviembre, “aniversario de la muerte de Alfred Jarry”: dato más que singular ya que Carelman llegó a ser miembro del Colegio de Patafísica. Fue nada menos que Boris Vian quien le encargó a Carelman su primer trabajo profesional como ilustrador: la tapa de un disco de jazz para una colección que editaba el sello Philips. Con los años, llegó a ilustrar Las mil y una noches y los Ejercicios de estilo, de Queneau. En este último caso, tomó la idea del autor (contar de varias maneras un mismo hecho) y ofreció una serie de variantes visuales. En 1969 ideó y publicó una parodia al entonces exitoso catálogo de venta por correo “Manufrance” (Manufacture Française d’Armes et Cycles de St. Etienne). El catálogo de Carelman contenía cientos de objetos falsamente cotidianos, divididos en cinco secciones: “El trabajo” (herramientas, objetos de escritorio, artículos escolares), “La casa” (mobiliario, aseo, higiene), “El tiempo libre” (deportes, bicicletas, caza, pesca, juguetes, pintura, música), “El hombre, la mujer, el niño y el animal” (ropa, artículos para bebés) y “Varios” (televisión, óptica, relojería). El católogo ofrecía “objetos liberados
Fue el dentista de Tristan Tzara y el ilustrador de los Ejercicios de estilo de Queneau, además de trompetista de jazz, crítico musical, escenógrafo, pintor y escultor. Retrato de un creador sin límites POR EDUARDO BERTI Para La Nacion
de las imposiciones de la utilidad”, como dijera René Clair. Objetos insólitos y absurdos como, por ejemplo, la bicicleta para escaleras (con ruedas cuadradas), el “aparato para poner los puntos sobre las íes”, las “zapatillas para hacer la limpieza” (provistas de un cepillo y de una pala para barrer sin agacharse), el “puzle de dos piezas (ideal para principiantes)”, los anteojos-reloj que indican la hora en sus cristales para que nadie nos detenga y nos pregunte “qué hora es”, el “crucifijo de viaje” (con “brazos plegables” e “ideal para peregrinos”) o la máquina de lavar-televisor. Muchos de ellos acompañados de leyendas seudo-publicitarias: “Señoras: cuando laven la ropa, no se queden todo el tiempo viendo cómo gira la lavadora; con esta TV incorporada, lavar la ropa es un placer”. Carelman no fue, desde luego, el primer autor de objetos curiosos o inútiles. En Gramática de la fantasía, Gianni Rodari refiere cierta “invención burlesca” de Leonardo da Vinci: un “amortiguador para frenar la caída de un hombre desde lo alto”. En una ilustración del mismo Leonardo puede verse cómo un hombre cae estrepitosamente pero es “frenado por un sistema de cuñas conectadas entre sí y, en el punto final de la caída, por un fardo de lana cuya resistencia al choque es controlada y medida por una última cuña”. Acaso haya que atribuir a Leonardo, escribe Rodari, “la invención de las máquinas inútiles, construidas por puro juego, para realizar una fantasía, diseñadas con una sonrisa”. Mucho más cerca en el tiempo, un compatriota de Carelman (discípulo de Alphonse Allais y amigo, también, de Raymond Queneau) acuñó una serie de invenciones asombrosas: el boomerang que no vuelve para impedir accidentes, el jabón lleno de clavos –como un erizo– para evitar que resbale, el automóvil cuyas luces delanteras proyectan una película en la ruta, las estatuas intercambiables con cabeza e inscripción móvil o el agujero fosforescente para que los borrachos emboquen la llave en la cerradura. Se trató de Gaston de Pawlowski (1874-1933), un excéntrico que a partir de 1903 y durante varios años publicó en diversos periódicos y revistas de Francia (Le Journal, L’Écho des Boulevards, Le Volant) una columna consagrada a presentar y comentar inventos imaginarios, hasta que al fin reagrupó sus mejores ideas en un libro que se editó en 1916: Inventions nouvelles et dernières inventions. Lo mismo que Carelman, la lógica de casi todos sus inventos conduce a que, por remediar algún problema u ofrecer cierta ventaja, el objeto pierda su razón de ser: es el caso del metro de bolsillo (que mide apenas diez centímetros) o de ciertos zapatos que vienen con un agujero en la suela para que el agua que se mete dentro de ellos cuando llueve pue-