Notas
Miércoles 7 de febrero de 2007
LA NACION/Página 17
Tortillas amargas CIUDAD DE MEXICO E comen dobladas en tacos, fritas en flautas o arrolladas en enchiladas. Cuando no hay en qué envolverlas, se comen solas. Para los mexicanos, son el pan de cada día. Por eso, en diciembre, la escasez de maíz de grano blanco que duplicó el precio del kilo de tortillas, llevándolo a 8 pesos (75 centavos de dólar) o más, se convirtió en el primer gran dolor de cabeza político del presidente Felipe Calderón. Casi todas las tortillas se hacen con maíz de grano blanco, de cultivo casero. Los mexicanos la prefieren a la variedad de grano amarillo, más común en los Estados Unidos, donde incluso se cotiza en la Bolsa de Chicago. Desde octubre hasta hoy, su cotización subió más de un 50 por ciento debido a la popularidad creciente del etanol subsidiado. Resultado: las industrias que utilizaban maíz amarillo importado de México para fabricar jarabe y alimentos para animales empezaron a comprar maíz blanco. El gobierno mexicano tardó en reaccionar. Bajo el Nafta, el arancel aduanero sobre el maíz importado persistirá hasta 2008. Pero, según Luis de la Calle, el gobierno podría haber limado la suba mediante una dispensa del arancel o una pronta ampliación del cupo exento. Calderón elevó los cupos el 18 de enero y convino un precio máximo voluntario con los mayores fabricantes de tortillas. Pero el daño político ya estaba hecho y el precio tope no cubre a los pequeños fabricantes que proveen a la gente más pobre. La oposición se adueñó del caso. El 31 de enero último, los partidarios de Andrés Manuel López Obrador se unieron a una marcha de protesta. Mario Alberto di Costanzo, un asesor de López Obrador, quiere que se reimplante el subsidio a las tortillas –derogado por un gobierno anterior porque se aplicaba en forma indiscriminada– y achaca el encarecimiento a los importadores monopolistas. Los funcionarios del gobierno señalan que la suba es una buena noticia para los campesinos pobres que cultivan maíz. La Comisión Federal de Competencia está investigando la importación y distribución del maíz. Su presidente, Eduardo Pérez Motta, atribuye el alza de precios a los cupos de importación, más que a los monopolios. En otras palabras, contrariamente a lo que afirma López Obrador, el libre comercio del maíz beneficiaría a los mexicanos. Con la suba de precios de otros alimentos, el índice inflacionario anual sobrepasa el 4 por ciento. Esto limita las perspectivas de rebajar las tasas de interés. De persistir la carestía de tortillas, el gobierno quizá tenga que buscar otro modo de ayudar a los consumidores más pobres. Desde el punto de vista político, en México hay pocas cosas tan dañinas como el sufrimiento del pueblo ante los puestos de tacos.
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© LA NACION (Traducción Zoraida J. Valcárcel)
El castellano y la castellana B
IEN temprano, casi durante el desayuno de la Historia, se descubrió que el hombre es el único animal racional que existe. Pero quien hoy evoque esa certeza correrá el riesgo de ser amonestado con el cargo de ser un provocador testicular, un retrógrado, en fin, un vulgar machista: debería aclarar que el hombre y la mujer forman la especie de los únicos animales racionales. No trajo el siglo XXI, entiéndase bien, un súbito derramamiento de racionalidad de los unos sobre las otras. El reparto más o menos parejo de seso entre sexos es todavía más viejo que la solución cavernícola del déficit inmobiliario (si es que desde el arranque no hubo alguna leve ventaja de racionalidad –ya que no de masa encefálica– a favor del sexo más curvilíneo). La novedad no es biológica, sino, podría decirse, notarial, y viene con sesgo revanchista. Se ha descubierto, hace poco, que el castellano ha sido sexista más o menos desde la época de los cantares de gesta (huelga aclarar, con favor masculino). Y para reparar tan añeja iniquidad, una fogosa militancia semántica, aún más pertinaz y obtusa que la de los luchadores antitabaco dados a emular al senador Joseph Mc Carthy, exige hablar de “ellos y ellas” cada vez que se pretende introducir un sujeto genérico en la oración. “Los y las deportistas…”, engolan, por ejemplo, mientras Cervantes se golpea la cabeza en la tumba. “Los y las miembros de esta asociación…”. No hablan, hacen inventario de género (algunos dirán que, para colmo, incompleto). En síntesis, mentalidad PC, lo cual ya no alude a una sacrificada tertulia sobre el cine soviético en un subsuelo de la avenida Corrientes. Ahora significa “políticamente correcto”. Nada tan políticamente correcto como el Senado de la Nación. Obsérvese que cada vez que uno de sus miembros necesita referirse a los demás, gasta siete palabras. Con vista al horizonte, espeta: “Los señores senadores y las señoras senadoras…”. No es un opcional que viene con la banca junto con la llave del voto electrónico. Esa forma de hablar, la de pasar lista de los géneros cada diez minutos, se ha vuelto allí obligatoria, la
Por Pablo Mendelevich Para LA NACION estipula el artículo 228 del nuevo reglamento de la Cámara, lo que explica que el Diario de Sesiones traiga más páginas. La palabra todos no es precisamente discriminatoria. Lo dice el diccionario, todos quiere decir todos, pero además lo refrendan Perogrullo y el sentido común. Sin embargo, lo políticamente correcto es dirigirse “a todos y a todas” (si hubiera niños, ¿habrá que agregar “toditos y toditas”?). Pero aclarar algo que para la mayoría de los mortales estaba claro supone crear un equívoco. Es una imposición binaria. Quienes insisten en hablar como siempre, con sujeto genérico (inevitablemente masculino), corren el riesgo de quedar bajo
más tinta pero nadie se siente excluido del círculo social bípedo-cuadrúpedo. Eso sí, se sobreentiende que si hubiera otro accidente morfológico, por ejemplo de número, la amistad permanecería incólume. Y así sucesivamente. Otro tanto ocurriría con la expresión “hombres de a caballo”, que merecerá incluir, entre sus cuatro variantes, “mujeres de a yegua”. La abolición del sujeto genérico ya no nos permitirá decir que en 1969 el hombre llegó a la Luna. Deberán corregirse las enciclopedias. En 1969 sólo el hombre llegó a la Luna. La mujer aún no fue. Si se continúa el razonamiento de vengar de una vez tantos siglos de castellano
Se ha descubierto que el castellano ha sido sexista más o menos desde los cantares de gesta (con favor masculino). Y para reparar tan añeja iniquidad, una fogosa militancia semántica exige hablar de “ellos y ellas” cada vez que se pretende introducir un sujeto genérico en la oración sospecha de ser machistas irreductibles, personas que se oponen a que las mujeres ganen igual salario que los hombres, a que ellas vayan a la cancha, conduzcan cosechadoras o presidan una fábrica de bujías. Hasta podrá inferirse que si un ingeniero dice que calculó las horas hombre que demanda la construcción de un puente… es evidente que el tipo es de los que no quieren que las mujeres voten. En este tren, ya no deberá decirse que el perro es el mejor amigo del hombre. El perro y la perra, son, en verdad, sus mejores amigos, pero no del hombre sólo, sino también de la mujer. La frase quedaría, pues, de este modo: el perro y la perra son los mejores amigos del hombre y de la mujer. Pero al coexistir cuatro seres en el vínculo, repartidos, por especies, en dos grupos, deberá aclararse que la correspondencia es aleatoria. Quedaría entonces: el perro y la perra son los mejores amigos del hombre y de la mujer, aunque no necesariamente mediante alineación por género. Se gasta
sexista habrá que profundizar la revolución semántica y crear siete notas musicales femeninas, inyectarle progesterona a la palabra verano para que haya empate sexual –dos a dos– en las cuatro estaciones y corregir esos miles de bronces que en parques y cementerios honran a los mártires; culpa de malditos varones que evaluaron que ellas, las mártires, no merecían que se gaste el cincel. La vida cotidiana está repleta de asimetrías idiomáticas, pero no deja de ser curioso que para mitigarlas se quieran forzar oraciones hasta transformarlas en panfletos, o cuando menos en estructuras gramaticales tensas desde el punto de vista léxico y sintáctico, en lugar de repudiarse que una mujer a cargo de las azafatas en la cabina de un avión se llame a sí misma, por reglamento, “la comisario de a bordo”, sin respeto ni por su femineidad ni por la concordancia, cuando en realidad es a todas luces una comisaria, con a. ¿No sería más eficaz para paliar la herencia sexista que
movileros, locutores, abogados y taxistas aprendan a llamar jueza, y no la juez, a María Servini de Cubría? ¿No habría que nombrar siempre a las señoras Nilda Garré y Felisa Miceli sin tergiversar lo que enhorabuena son, ministras, en lugar de extenderles a préstamo el rótulo de ministros que con acierto portan sus velludos compañeros de gabinete, los de nuez de Adán, zapatos 44 y ocasionales frases de compadrito? Suficiente tributo le hizo ya la burocracia oficial a la corrección política con el nombre del Plan Jefes y Jefas de Hogar. O con aquella perlita subrayada por Lucila Castro, el Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, una muestra condensada de cómo la reivindicación ligera puede estrellarse contra la complejidad del castellano: se desdobló allí heroicamente el sustantivo genérico niños, una epopeya en la lucha por la igualdad de los sexos, pero nadie advirtió, quizás, que el plural de adolescente perseveraba, indomable, como masculino. Hay cosas todavía peores. Algunos usuarios del idioma, al que por lo visto le tienen poco afecto, proponen colocar una arroba en lugar de la última vocal de los sustantivos para integrar en un combo el masculino y el femenino. No necesitaron pasar del Día del Niñ@ –tal el artificio– para ventilar su incongruencia, ya que pretendían decir que ese también era el día del niña. Estamos a tiempo de que los y las (sic) hablantes indignados e indignadas (sic) con el castellano sexista que nos dejó España exploren caminos prácticos menos torpes que los esbozados en estos primeros arrebatos, por qué no exigiendo que se aplique el femenino a los nombres de los oficios y profesiones antes sólo ejercidos por varones, para que no terminemos como la hija del Che Guevara, a quien en Cuba llaman la doctor Aleida Guevara. Por cierto, ella es médico. La concordancia, la economía expresiva, no merecen canjearse por un cupo femenino de la lengua ni por ninguna otra cosa. Ojalá no tengamos que recordar que el hombre y la mujer son el único animal (sic) que tropieza dos veces con la misma piedra. © LA NACION
¿Recepciona o “receptúa”? E
STE cajero no “receptúa” dólares, dice la mujer y la voz tiene una cerrada convicción de profesora un poco polvorienta, una pomposa ausencia de duda. ¿”Receptúa”?, se pregunta con curiosidad el escuchador, divertido más bien por la innovación, hasta ahora inaudita, habituado a otras derivaciones del recibir o la recepción que, sin ir más lejos, ya han alumbrado el usual “recepcionar”, de la misma manera que “invasionar” desplaza a un sencillo “invadir” y viene ganando terreno sin que nadie le recuerde su origen intruso. Pero receptúa, en cambio, es algo nunca escuchado, y suena (piensa) como si la mujer que habla quisiera impresionar al interlocutor, tal vez abrumarlo con la ostentación de un repertorio verbal múltiple o provocar, quizás, un silencio admirativo que la deje a ella dueña única de la palabra. Porque qué puede experimentar cualquier persona más o menos sensata cuando, en medio de una conversación, de golpe emerge un “receptúa” como un paquidermo desatado; qué otra reacción sino un movimiento de silencio y repliegue frente a una palabra que, más que palabra, es vocablo liso y llano (áspero y rugoso) que como un venablo parte la cabeza, enfría, distancia, obliga a tomar recaudos para protegerse de una estocada como ésa, que por suerte no exceptúa de respuesta; siendo la más adecuada, en este caso, dar
media vuelta y alejarse, dejando a la dama con la palabra en la boca para que receptúe sola. Para esta mujer –concluye el que escucha mientras se escapa– un mero recibir no alcanza, es insuficiente y sobre todo es vulgar, cualquiera puede decir que recibe o recibió; ya “recepcionar” exhibe la posesión de otro saber (en su sentido mayormente policial: “¿Recepcionó?” “Positivo”). Pero ¿receptúa?, receptúa es un invento de marca mayor, enaltece altamente (redunda el escuchador) lo que sea que uno reciba, llámense dólares, como los de la señora que apalabró al
¿Cómo será la manera en que las palabras viven, cuáles quedan y cuáles mueren, por qué razones? escuchador, simples pesos, mercadería de la índole que fuese, una dosis de medicamento para un paciente abriboca (o tal vez sería mejor decir boquiabierto), una pregunta intempestiva, una respuesta o, por qué no –avanza el escuchador– favores sexuales a cargo de alguna señorita experta destinados, por así decirlo, al no por ocasional menos feliz receptuador de sus servicios. Pero entonces, recibirse de abogado, por ejemplo, desde ahora puede llegar a ser nada menos que “receptuarse”. O, peor aún –progresa
Por Graciela Schvartz Para LA NACION el escuchador, se lamenta–, ya no se hablará de recibimientos (cálidos, amables, fríos, sólo corteses, mundanos, amistosos o apasionados) sino de “receptuaciones” que, por la simple fuerza de la palabra, se habrán vuelto ampulosas, con un no sé qué de altisonantes. Y esa clase de reuniones formales, hasta ahora llamadas propiamente recepciones, se volverán ¿qué cosa? ¿Qué será de las ajetreadas recepcionistas? ¿Cómo se llamarán de ahora en adelante? Pero el escuchador se pregunta, entonces, cómo será la manera en que las palabras viven, cuáles quedan y cuáles mueren, por qué razones, por ejemplo, de malo se deriva maldad y no maleza, si en cambio de bello la belleza se cae de madura (porque beldad ya se va por las ramas del cumplido o de la descripción entusiasmada), o por qué no “bellesitud”, haciéndose eco de la misma final desinencia donde cae la juventud, que por algo no es “jovencia”, “joveneza” o “jovenza”, así como es mortandad y no muertismo. Por qué alegría y no alegritud o alegranza o incluso alegridad. Cuáles son los caminos que llevan a la destrucción y evitan, en cambio, un posible “destruimiento”, pero convierten la compañía, en el mejor de los casos, en compañerismo, y en el peor en el aburrimiento y la
obligación de soportarse, cuando no en un acompañamiento neutro. Por qué de diferente es diferencia y de difícil, dificultad, y no viceversa; por qué semejanza y no “parecimiento”; por qué de esperar esperanza y de expectar, expectativa; por qué de concurrir, concurrencia, y no “concurrención”, que suena tanto más aluvional y menos mesurado. Cuál es la razón de inteligencia y cuál la de brutalidad; de qué modo se enfrentan necedad y sabiduría; por qué de pájaro, ornitología, y no pajarería o “pajarismo”; cómo de Lugo lucense, de Córdoba, cordobés y de Salta, salteño, en lugar de saltarín. Cuáles son las leyes que rigen las palabras y por qué (volviendo a la señora que se crispa por la presunta ineptitud de su cajero) pensará ella que “receptuar” es mejor, más culto, más refinado que el simple, despojado, viejo y familiar recibir, a secas, tanto más apropiado para hablar de besos, voces, versos, mensajes, llamados, propuestas, invitaciones, cartas, esquelas o misivas, flores, postales, regalos, caricias, bienvenidas, noticias buenas o malas, músicas al paso, recuerdos, limosnas, propinas, miradas directas o furtivas, homenajes, insultos, saludos, visitas, sueños deseados o pesadillas, café, té, vino derramado o agua bendita que, por el solo hecho
de ser “receptuados”, en lugar de sencillamente recibidos se volverían indigestos, inoportunos, mal avenidos y, mucho peor, vistos. Una verdadera porquería. ¿Por qué?, se pregunta el escuchador. ¿Por qué ingerir en lugar de comer? ¿Por qué cabello en lugar de pelo, rostro en lugar de cara, existencia a cambio de vida? ¿Por qué ebrio de vida o de alcohol y no sólo borracho; por qué mujer de vida fácil y no simplemente puta, pensando sobre todo que, en estos tiempos, la tienen tan difícil? Porque si los dólares se “receptúan”, si las palabras se “invasio-
Si las palabras se “invasionan” lo que las llena puede escurrirse por el sumidero como si fuera ruido inútil nan”, si las comidas se ingieren (aunque de seguir así bien podrían “ingestionarse”), si decir que sí se dice positivo, si un cauce, una vasija, un balde, una caja, una alcancía, un relicario, un estuche del género que sea se convierten en simples recipientes o en genéricos receptáculos, si un añejo acuse de recibo se vuelve “receptuación” conformada, entonces, de la misma manera, por la misma vía, un abrazo puede transformarse en gesto hueco, una mano apenas en instrumento prensil, una cacerola sólo en utensilio y todo
esto que llena las palabras puede escurrirse por el sumidero como si fuera puro ruido inútil. Y el que escucha –léase el receptor del mensaje– piensa también cuánto de una persona dicen las palabras que elige para nombrar las cosas. Porque no es que a “receptúa” le falte imaginación: por el contrario, tener la tiene, pero es una clase de imaginación como de cuartel o cartapacio, de burocracia etimológica, de mamotreto, papelote, archivo adocenado por el tiempo, carbónico consumido, doblado en los bordes, decrépito de pliegues; es la imaginación de alguien afectísimo al orden que con el lápiz golpetea su escritorio, impaciente; que antes que mirar el cielo prefiere la dudosa certeza de un informe meteorológico, para quejarse después por incumplimiento; alguien para quien las palabras no son nada. Porque no sólo es error decir “receptúa”, no es únicamente no saber, es elegir, duro y mal pensando, que es “korrekto”; es creer que una palabra viene con póliza incluida y ser, en cambio, un pedante amanerado, un petimetre, un maestro Siruela. O una maestra, en este caso, que lo que merecería, por haberse encaramado al punto más alto de un tan escarpado, tan abrupto “receptúa”, es caer bien bajo y estrellarse contra los suaves vaivenes de un recibió, dicho a tiempo. © LA NACION La autora es escritora, su último libro es Cielo cerca.