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SÁBADO
| Sábado 1º de junio de 2013
Vínculos
Cómo decir “te amo” en chino: el auge de las parejas pluriculturales Las uniones de argentinos y extranjeros ya representan el 13% de los enlaces en la Capital; los desafíos de estas relaciones Viene de tapa
Según datos aportados por el Registro Civil porteño, el 13% de los matrimonios celebrados en la ciudad de Buenos Aires durante 2012 correspondió a parejas conformadas por un argentino y un extranjero. De las 12.637 parejas que formalizaron el año pasado su vínculo ante la ley, 1612 eran pluriculturales, cifras que se mantienen más o menos estables desde 2007, con alguna leve variación anual. En países como España la tendencia es más o menos la misma. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE) de ese país, en 2010 el porcentaje de matrimonios formados por un español y un extranjero era del 15% por ciento. Y el informe agrega un dato de color: ellos se casan con brasileñas, y ellas, con marroquíes. El 67,5% de las esposas de matrimonios mixtos eran sudamericanas. Pero tanto en la Argentina como en Europa hay que sumar a esas cifras muchas más parejas que, como Jorge y Miri y Hernán y Zhufen, no han pasado todavía por el Registro Civil, aunque, aseguran, lo harán en algún momento y respetando el rito del país donde se celebre la boda. “No bien nos enteramos de que Miri estaba embarazada, ella quería casarse ya. Y yo le dije que obvio, que quería casarme con ella, pero no así, a las apuradas –cuenta Jorge–. Después entendí por qué: en Japón, el hijo de la pareja que no está casada no puede llevar el apellido del padre, sólo lleva el de la madre. O sea que Hana ahí no sería mi hija. Pero Miri se tranquilizó cuando le expliqué que acá no es así.” De todas maneras, cuando viajaron a Japón para conocer a los padres
Cuando hay parejas mixtas, conformadas por un nativo y alguien que emigró, suele darse una asimetría que no se da cuando se vive en un lugar neutro de la novia, como regalo de parte de la familia Koide recibieron una especie de ceremonia nipona en la que se pusieron la vestimenta típica –él con un traje de samurái y ella con un kimono especial de seis capas, una peluca y la cara pintada de blanco– que retrataron en una sesión de fotos que duró más de una hora. Hernán y Zhufen también saben que algún día darán ese paso, pero no saben cuándo ni dónde. “Si es en China, será de acuerdo con sus ritos: en un templo budista, con un vestido de novia rojo y cara cubierta por un velo; si es en la Argentina, en una iglesia, de blanco”, imagina Hernán. La de Carolina y Tom Snijders –ella argentina hija de madre belga, él nacido en Bélgica– es una historia de amor intercultural pre-Internet. Están casados desde hace casi 20 años –en julio celebran dos décadas de matrimonio–, y la relación creció y se afianzó por carta, después de que ella viajara con su madre a visitar a su familia. Tras un romance durante el que casi no se vieron, se casaron en la Argentina y se fueron a vivir a Amberes, donde hicieron una recepción en la que Carolina volvió a usar su vestido de novia. Seis años pasaron en Europa hasta que Carolina tuvo al primero de sus tres hijos y quiso volver. “En Bélgica conseguí trabajo y me puse a aprender flamenco porque si uno no aprende el idioma del país en el que vive, te marginan –dice–. Para mí era importante comunicarme con la gente, toda la familia de mi esposo me ayudó mucho.” Pero el clic llegó con el nacimiento de Mats. “En Bélgica el clima es malo, llueve 300 días al año con esa garúa finita que no es lluvia, y pensé que iba a ser muy duro criar a mis hijos ahí. De la Argentina extrañaba el clima,
las veredas rotas, las bocinas, todo lo que uno suele odiar. Y ya con un hijo quería tener a mi familia cerca.” Lo que Carolina describe es nada más ni nada menos que la añoranza del migrante, un malestar silencioso, difícil de explicar para el que lo siente y difícil de entender para el otro, pero al que conviene, según diversos especialistas, prestar especial atención. Después de la idealización que suele venir acompañada de lo que es un extranjero, con el enriquecimiento cultural que siempre implica establecer un vínculo con una persona de otro país, sobrevienen las sorpresas o malos entendidos, producto del choque cultural. La psicóloga y antropóloga Fabiana Porracin explica que cuando hay parejas mixtas, conformadas por un nativo y alguien que emigró, suele darse un desbalance en la pareja, que no se da cuando se vive en un lugar neutro, distinto a los países de procedencia de ambos. “Los primeros son los casos a los que aquejan mayores exigencias, dado que al estrés sustantivo que es el fenómeno migratorio se suma el desbalance que aporta esa asimetría.” Según Porracin, a todas las dificultades que aquejan a las parejas modernas (vida doméstica, economía, sexualidad, formación de los hijos, relación con la familia de origen, vida social, entretenimiento, religiosidad, por nombrar sólo algunas de las áreas que suelen presentar más conflicto), se les suma la pérdida de pertenencia, el esfuerzo que representa volver a empezar y el desgaste de tener que reconstituir la trama laboral y social. Por eso, para los que han migrado y se han establecido en un lugar distinto al de su país de origen, es importante seguir manteniendo algunas costumbres, relacionarse con coterráneos en su misma situación o trabajar en un lugar que tenga que ver con su procedencia. Como Miri, que trabaja en el Jardín Japonés, o Zhufren, que estuvo en la caja del restaurante de cocina china Pekín, o Tom, que repara equipos de computación para una empresa belga. Eso les permite, unas horas al día, estar cerca de sus raíces. Pero más allá de esto, es fundamental el apoyo de sus parejas en favorecer la continuidad de ciertas costumbres, como Jorge que incorporó el arroz a todas sus comidas. “En Japón el arroz es como el pan, se come a todo hora. Cuando viajamos para allá, Miri se trajo una máquina para cocinarlo, que sale listo para comer. Si no, creo que no venía –suelta la carcajada, y agrega:– lo único que no como son unos porotos literalmente podridos, que son muy feos.” Carolina no sólo adoptó la papa como acompañamiento principal de todas las comidas y la sopa como entrada casi obligada, aunque en verano se puede obviar, sino que almuerzan un sándwich y cenan a las 18.30, como se acostumbra en Bélgica. “Los amigos de mis hijos no pueden creer que cenemos tan temprano, les causa gracia. Y, además, vemos películas belgas; para mí es fundamental acompañarlo en eso.” A Zhufen le encanta la comida occidental, en especial las pastas y las pizzas. Pero el asado es algo que todavía no disfruta en toda su plenitud. “Muy grande”, dice, y hace un gesto con sus manos. “En China comen poco y porciones muy chicas”, traduce Hernán, que se comunica con su novia principalmente en chino –que aprendió mientras vivió allá– o inglés. En este desafío de llevar adelante una pareja intercultural siempre hay renuncias de uno y otro lado, como la de descalzarse al entrar en una casa, algo que Miri cedió, o darse un beso en la calle, una acción que en Japón es inviable y que Jorge comprendió. “Hemos tenido choques culturales, un montón. Desde cómo vestirse para ir a una fiesta, hasta cosas de la crianza de nuestra hija”, reconoce Jorge. Pero no duda de que el amor todo lo puede.ß
Hernán Acevedo y Zhufen Li pasean por Puerto Madero; después de tres años de residir en China prueban la convivencia en Buenos Aires
Carolina y el sueco Tom Snijders se instalaron en la Argentina después del nacimiento de Mats, su primer hijo
fotos de Gustavo Bosco
El choque cultural que mi mujer rusa sólo percibe cuando River pierde testimonio Hernán Iglesias Illa PARA LA NACION
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nueva york
na noche terrible de mayo de 2008 me levanté del sillón de mi departamento, en Brooklyn, caminé hasta la puerta de la cocina y le di una trompada furiosa. Mi mujer, que nació y vivió la mitad de su vida en Moscú, vio el agujero que le había hecho a la puerta y no entendió nada: hacía cinco años que me conocía, hacía tres que se había casado conmigo y nunca me había visto así. “What happened?”, me preguntó. “River lost”, contesté. River en realidad no había perdido, pero le había pasado algo mucho peor:
había quedado eliminado de la Copa Libertadores contra San Lorenzo después de ir ganando 2-0 y haber tenido dos jugadores más durante casi todo el partido. La humillación era insoportable, pero, para mi mujer, novedosa. En los años que llevábamos juntos, mi interés por el fútbol y por River había sido intermitente, con picos en los mundiales y valles en los Aperturas y Clausuras. Esa noche descubrió una parte de mí y de mi argentinidad que seguramente le hizo muy poca gracia. Unos años después, cuando se popularizó el video del Tano Pasman, declaró a quien quisiera oírla: “Yo tengo al Tano Pasman en mi casa”. Cuando me preguntan si fue difícil el choque cultural en la relación con
mi mujer siempre digo lo mismo: fue tan fácil que ni siquiera ha sido un tema entre nosotros. Si insisten, termino contando la anécdota de los goles de Bergessio y mi furia contra la puerta de madera hueca, pero más que nada para decir algo. En Nueva York, donde vivimos, hay muchas parejas como nosotros, incluidas las de algunos de nuestros mejores amigos. Tengo un amigo argentino que se quejaba de la “frialdad” de su ex novia sueca, pero también otro amigo argentino que tiene una novia noruega muy cariñosa. Cuando mis suegros, científicos judíos jubilados que todavía viven en Moscú, conocieron a mis padres, jubilados católicos no practicantes de San Isidro, nos sorprendió ver lo parecidos que eran
entre sí. Casi no podían hablar entre ellos, porque sólo compartían unas palabras de inglés, pero se sonreían y se abrazaban como si se conocieran desde siempre. Tener familias parecidas ayuda. Además creo que, habiendo crecido en Buenos Aires, heredé un gen cultural ruso judío que me permitió reconocer gestos y sentidos del humor y maneras de ver la vida. De hecho, la abuela paterna de mi mujer, Amalia Zaidman, nació en Buenos Aires en 1915, hija de inmigrantes que después volvieron a Rusia porque prefirieron a Stalin antes que a Alvear. O sea que, si la forzamos un poco, ni siquiera hay tanto choque cultural. Por lo menos, si la juega River, hasta la Libertadores del año que viene.ß
Un costado romántico y otro dramático detrás de un fenómeno creciente el escenario Alejandra Ferreiro PARA LA NACION
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a elección de parejas de otras culturas es un fenómeno creciente a nivel mundial, que tiene una cara romántica y otra dramática. Las historias vitales de los enamorados marcan diferencias. Los escenarios y las circunstancias que enmarcan el amor, también. Cuando nos enamoramos son nuestras heterogeneidades las que se enamoran de las heterogeneidades del otro. En el amor se dan dos relacionamientos “paralelos”: nos enamoramos “cara a cara” de lo que percibimos en el otro (por su aparente similitud o diferencia con nosotros), y de los que no vemos, de los contenidos que cargamos en nuestras mutuas mochilas que llevamos en la espalda y desconocemos y que también establecen relación con
lo que lleva el otro como equipaje incógnito. En psicoanálisis esto se llama ensambles inconscientes. Estos ensambles son articulaciones que me enganchan al otro (paralelamente a mi amor consciente) y que darán cuenta del nivel de ajuste, estabilización y homeóstasis del intercambio inconsciente en esa relación. Estos ensambles son opuestos-complementarios, funcionan merced a una dinámica de polaridades. El amor que surge en un “entorno intercultural”, está sujeto a esta lógica. Sin embargo, podríamos pensar que presenta un atractivo “extra” por dos razones paradójicas: su apariencia tranquilizadora al presentar las diferencias culturales aparentemente “sobre la mesa” (lo cual nos permite fantasear que las diferencias culturales borran las inconscientes del ensamble), y porque lo diferente al mismo tiempo excita nuestro apetito de aventura y de zambullirnos
en lo desconocido y lo nuevo. Pero el amor es paradójico. La unidad heterogénea que somos incluye partes “progresivas” (es decir, “heroicas”, que avanzan en busca de lo desconocido y lo nuevo), y partes “regresivas”, infantiles que sólo buscan la seguridad, lo conocido. Tanto dentro de una misma cultura como en un entorno intercultural, nuestras posibilidades de integración dependen del diálogo que logremos establecer entre estas heterogeneidades que nos constituyen. Las consecuencias de un amor intercultural las pienso en términos positivos de oportunidades. Sin embargo, no hay garantías. Porque las diferencias culturales no son metabolizables al ritmo de las cibercomunicaciones. Esa metabolización depende de procesamientos psíquicos mucho más lentos, que requieren tiempos, espacios, circunstancias y un cierto tipo de acompañamientos con el que no siempre podemos
contar. La clínica nos indica que el choque cultural y los malestares propios del duelo migratorio (duelo por algo que se pierde virtualmente pero no realmente, porque el país de origen sigue existiendo) pueden ser pospuestos pero son inevitables y en tanto integrantes de un mismo sistema ese malestar va a afectar de una manera u otra a ambos miembros de la pareja. Aunque los integrantes de la pareja cuenten con capacidad empática, el malestar del migrante puede resultar difícil de comprender para quien está en su propia tierra. Existe el riesgo de que la elaboración del duelo migratorio, el choque cultural y el estrés que implica adaptarse aun nuevo país consuman demasiada energía y no quede suficiente “combustible psíquico” para procesar los ensambles inconscientes del enamoramiento.ß La autora es experta en psicoterapia transcultural