Agonizar en un escaparate (Ensayo de una novela)
Víctor Alba de la Vega
© Víctor Alba de la Vega 1ª edición ISBN: 978-84-9916-806-7 DL: M-26611-2010 Impreso en España / Printed in Spain Impreso por Bubok
Para M.G.Z, aquel tiempo, la memoria.
Contenido Aviso ................................................................................................................... 9 Agonía .............................................................................................................. 13 Apéndices ...................................................................................................... 295 La insoportable pesadez del yo ............................................................ 297 La mera escritura ..................................................................................... 300 La agonía de la literatura en los escaparates ....................................... 304 Índice de primeras líneas ............................................................................. 321 Índice de fechas ............................................................................................ 325
AVISO El autor —no importa si por convicción o inexperiencia— no siente afinidad por los géneros “puros”. Los ensayos, por ejemplo, participan inevitablemente de cierta ficcionalidad; las novelas, entre otras cosas, de un carácter poético ineludible; y el diario, quizá, sea el género más “contaminado” de todos…. Pero el autor tampoco cree que todo texto sea una mezcla indistinta: hay diferencias genéricas, aunque no se dan entre un género y otro, sino dentro de cada género. Por ejemplo, las diferencias de la novela yacen dentro de la novela. Las diferencias genéricas son autodiferencias. Estos textos se ofrecen bajo la consigna de no intentar evadir esta tesis con argucias literarias o formalismos convencionales. Tampoco el propósito ha sido reducir el texto a eso comúnmente conocido como “novela metaliteraria”. Aunque participa de diversos géneros, es evidente que no pertenece a ninguno. Es un texto, digámoslo así, multigenérico. En el sentido más plural posible, este es el ensayo —prueba, rehearsal, répétition— de una posible novela que nunca llegó a cuajar; es decir, este ensayo que no alcanzó una presentación final es también, forzosamente, solo una posible novela (o algo así) dentro de otra posible novela dentro de otra posible novela dentro de otra posible…
Hay todavía locos que pretenden decirnos algo nuevo, porque ignoran los libros esenciales en que está dicho todo. (...) Hablemos cual los dioses, que siempre hablan lo mismo. Digamos las palabras sagradas que dijeron los abuelos al reír y al llorar, al amar y al morir... Mas al decir: amor, dolores, muerte, digámoslo en verdad, con amor, con dolores y con muerte. AMADO NERVO, Elevación
In the great quietness of these winter evenings there is one clock: the sea. Its dim momentum in the mind is the fugue upon which this writing is made. Empty cadences of sea-water, licking its own wounds, sulking along the mouths of the delta, boiling upon those deserted beaches—empty, forever empty under the gulls: white scribble on the grey, munched by clouds. LAWRENCE DURRELL, Justine
It was such places as this, such moments that he loved above all else in life; she knew that, and she also knew that he loved them more if she could be there to experience them with him. And although he was aware that the very silences and emptinesses that touch his soul terrified her, he could not bear to be reminded of that. It was as if always he held the fresh hope that she, too, would be touched in the same way as he by solitude and the proximity of infinite things. He had often told her: “It is your only hope”, and she was never sure what he meant. Sometimes she thought he meant it was his only hope, that only if she were able to become as he was, could he find his way back to love, since love for Port meant loving her —there was no question of anyone else. And now for so long there had been no love, no possibility of it. But in spite of her willingness to become whatever he wanted her to become, she could not change much: the terror was always there inside her ready to take command. PAUL BOWLES, The Sheltering Sky
Agonía (Del gr. ἀγωνία, lucha, combate). 1. 2. 3. 4. 5. 6. (DRAE)
f. Angustia y congoja del moribundo; estado que precede a la muerte. f. Pena o aflicción extremada. f. Angustia o congoja provocadas por conflictos espirituales. f. Ansia o deseo vehemente. f. Lucha, contienda. f. pl. u. c. sing. com. Persona apocada y pesimista.
ALGUNAS PERSONAS ARRASTRAN CONSIGO UNA FIESTA, abrazos, cuerpos, en la mirada siempre un mar luminoso, y sus vidas son populosas y alegres. A otras les toca en suerte arrastrar un desierto y resignarse a la esquiva voz del silencio. En la época en que escribía estos cuadernos —han pasado ya tantos años—, por las calles yo solo oía mis pasos y creía que el mundo iba a ser eso nada más: caminar desamparado entre la niebla. Había un silencio que me atraía sin remedio. La soledad me abrazaba. Era un niño, o recién había dejado de ser un niño, y recuerdo que mis pasos eran lentos, como si fuese viejo. En la mayoría de páginas la tinta está a punto de desvanecerse. Releeré algunas para intentar conservarlas en la memoria, porque lo más humano y más histórico es la facultad de recordar. No vaya a ser que me asalte un día el olvido y deje de saber quién he sido.
[23 de octubre de 2011, 5:57 a.m.]
__________________ 11 de octubre de 1998 Si una cuerda de violín puede sentir dolor, yo era esa cuerda. VLADIMIR NABOKOV
HUMO
piedra inmaculada Cómo duele, a veces, la vida. Por ejemplo en estas noches de insomnio cuando pretendo dormir sabiendo que Diana acaba de abandonarme y que ese dato entraña la fulminante certeza de que deberé entremezclarme de nuevo con el mundo. O cuando, ya en duermevela y desarmado por la simple postración, creo imbécilmente que la reencontraré en cualquier esquina llovida y que ella me mirará como si no me conociera, como si no fuera yo con quien ella se desposó ante la luna en un momento de cursi debilidad.
Recuerdo que aquella mañana el cielo amaneció consecuentemente enlutado. Y el muchacho que yo era —en esa época desgarrado o semivivo— se sentó en su cama y por largos minutos solo miró la pared blanca. Y recuerdo que fumaba crónicamente y que su pensamiento era como el humo, y que su pena —o la atmósfera de su dolor— la describía como “piedra inmaculada”; y lo sé específicamente porque “humo”, “piedra inmaculada”, fueron las primeras palabras que ese día le vinieron a la mente, y aquí están como evidencia, escritas inaugurando o intitulando este cuaderno, uno de sus tantos cuadernos inseparables. Y recuerdo que aquel día, después de registrar algunas líneas más, devolvió el cuaderno y el lápiz a la veladora y se levantó, algo sonámbulo, y con un marcador grueso y azul escribió nombres en la pared, llenando el blanco hueso con manchones de tinta. Eran las etiquetas de sus actuales evocaciones obsesivas: “Diana”, “Paulina”… Tal vez, en la pared, sus cursivas alargadas empezaron a gotear lentamente hacia el suelo... me lo ha sugerido la siguiente frase del cuaderno:
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Mis palabras lloran por las paredes. Todo ocurría en un octubre como este en el que releo —después de varios años de abandono— estas páginas vergonzosas; un octubre tropical como cualquier otro: diluviano y monótonamente gris. Aquella mañana la lluvia era tenue y constante. ¿A quién le doy mi ternura, este triunfo inútil? Creo que se preguntaba cómo encontraría ahora a otra criatura que deambulara por las calles como si fueran desiertos despoblados —a ese tipo de figuras o giros recurría en aquella época de emociones catastróficas, “desiertos despoblados”—, alguien que quisiera compartir incluso sus aversiones… Deseaba hallar a otro ser solitario que supiera amar sin que ninguno dejara de ser solitario. Pero miraba su cuaderno, abierto sobre la cama como un ave despanzurrada, y sabía que sus palabras ni decían nada ni conseguirían nada. Es que eran palabras expelidas al vuelo, sin orden, sin contemplación a posteriori. Pero también sabía que a pesar de su indisciplina formal —literaria, valga decir—, no podía dejar de escribir, ni dejar de escribir sobre escribir o al menos imaginarse que algún día escribiría una novela —“o algo así”, agregaba casi siempre que decía o escribía “novela”—. Y sabía —hubiera preferido no saberlo pero lo sabía— que su amor o desamor era cursi, redundante, y su ternura solo un afán ridículo; y sabía que su dolor seguramente era masivo y homogéneo y, tal vez, incluso hartamente no interesante. Y sabía —tampoco era imbécil— que la época prohibía amar así, sentir, pensar, escribir como él lo hacía. ¡Qué diablos, el muchacho era una ruina! Finalmente las gotas de tinta cayeron al suelo y la pared quedó emborronada y seca. El muchacho volvió a las páginas rayadas de su manso cuaderno… Garrapatos, exabruptos, un masoquismo burdo, solo eso parece haber llegado hasta estas hojas. Y al parecer no le importaba: Hoy —escribió— ya no quiero escribir como escritor, —pobre, como si ya hubiera escrito antes como escritor: él era puro deseo, pura vocación abstracta— 18
hoy no soy intelectual, hoy no quiero ser nada para el mundo. Quería, voluntariamente, hacerse ingenuo o seguir siéndolo, ¡como si fuera posible ignorar la historia! Soñaba con ser capaz de inaugurar algunas palabras acerca del amor. Neciamente insistía en creer que hay millones de criaturas con las paredes igualmente emborronadas y noches en blanco y palabras vacías y únicas. Hoy —¿y no había sido, durante tanto tiempo, solo esto: insistencia?— solo soy esto: un cursi amor, una ridícula ternura, la reverberación agónica de una afección morbosa… ¿Como este momento de historia, ojalá solo una pausa en la historia? ¿Pero no es, en realidad, solo un enfermo, un idiota fuera de tiempo y contexto, un desesperado, o simplemente un inmaduro? Una escritura libre, sin forma previamente impuesta; una escritura, una gramática sin programa... Y lo deja así registrado en su cuaderno, sin ilación: palabras apenas cogidas por un rastro... ¿Pero un rastro de qué, cómo? Dejar el rastro, seguirlo, escribirlo así como llega… ¿Apenas dirigiendo su azar hacia la intuición de alguna posibilidad de sentido? También debiéramos tener derecho a la ingenuidad. Algo así debe de ser nacer… ¿O ser adolescente? Un rastro o una huella no del pasado, sino de lo que está por venir. Sigo leyendo y casi puedo verlo —el tiempo que ha pasado no ha sido suficiente para olvidarlo, y ciertamente lo he intentado— sentado descolocadamente en el umbral de su puerta. Hace frío y hay neblina. Las aceras de su barrio están vacías. El parque, los columpios, los toboganes, los laureles, todo está quieto tras el velo sutil de la niebla. Retoma y registra las hebras sueltas de su pensamiento: Quizá toda la poesía sea el silencio del amante abandonado. Las palabras serían las lamentaciones de la verdad, que solo puede decirse en lamentos que la 19
enturbian. La verdad es un pozo de agua sucia donde nos miramos deformados — antes y después del poema. Y lo entiendo, o quiero entender a ese muchacho apenas pospúber —¿no es igual, el pobre, que la humanidad?— que escribe deshecho y solo en el umbral de su puerta creyendo que tiene derecho a escribir sin historia, sin forma previa, sin trama ni asunto… Quisiera entenderlo y justificarlo, darle cabida, es decir, realidad… Antes y después del verso, del llanto, en un beso súbito, en un adiós a la distancia... ¿O quizá el silencio que muestra su fuga cuando decimos palabras de amor, palabras que decimos simplemente porque no sabríamos cómo no decirlas? O no nos atrevemos... ¡Él se atrevía a decirlo todo! Si tan solo mis ojos pudieran con sus ojos. Luego empezó a llover lánguidamente. Y ya lo miro con mayor claridad, entre aquella garúa liviana que no parecía caer sino flotar como una nube de plumas translucidas. La brisa era un aliento manso. Escribía, solo, bajo el quicio de su puerta abierta... Pobre muchacho, cobarde muchacho, aparte de lamentarse por su amada que lo ha abandonado, según él cruelmente, lo único que hacía era querer ser escritor. La poesía es un ritmo afectivo. El paisaje puede ser su pentagrama... ¿Por qué hay que vestir los pensamientos, las imágenes mentales, con un guión, con un relato, con una concatenación de actividades artificiosas? ¿Por qué no es válido simplemente escribir? No es cierto que en la vida todo esté concatenado, eso es más bien un accidente, o un resultado que solo conseguimos con un esfuerzo diario a veces inaguantable. Hoy las novelas exitosas son, desde antes de ser escritas, películas de acción. No son novelas textuales sino guiones visuales. ¿Por qué asume la gente que para escribir una novela hay que tener móvil y motivo? Porque es un hecho: si uno quiere triunfar debe escribir novelas de la misma forma en que cometería asesinatos. El crítico —el detective—, no debe ser capaz de ver ni de oír al autor —la criatura de carne y hueso—, sino solo a su ficción; al autor se le sigue la pista, de eso se trata, pero no debe dejarse ver, ¡horror! Y de hacerlo su castigo es peor que la cárcel, será formalmente acusado y juzgado y condenado a los anales de la mala literatura; su cargo: haber pretendido tontamente mostrar su rostro, su malestar, decir “el mundo me deshace así”, o “este es mi 20
dolor”, en lugar de inventarse a lo largo de ochocientas páginas nueve crímenes grotescos y catorce relaciones sexuales enfermizas u orgiásticas para simplemente velar el hecho de que quería ventilar su propio dolor a ver si, con el aire y el sol, se curaba, como cuando dejamos una cortadura sin vendar para que sane más rápido… Hoy está de moda perder el estilo, es decir, la singularidad… Pero a pesar del desamor y de tanta amargura, o quizá por eso mismo, aparentemente ese día se sentía heroico: Yo voy a escribir como si no tuviera un pelotón de fusilamiento literario listo para acribillarme. Porque me da la gana escribiré sin historia, sin trama, sin “tensión dramática”, escribiré el fluir diario de mis palabras: ¿es que no hay derecho a la mera escritura? ¿Es que no hay derecho a vivir sin complicaciones formales? ¿Por ejemplo sin llevar el mercado por dentro como primer motor? ¿Es que este mundo que hemos hecho es verdaderamente ineludible? Y se justificaba (como si a manotazos o por capricho pudiera redimirse la ingenuidad o cambiarse los hechos): Mientras uno vive su vida, no la vive como si fuera un relato, una novela, una historia con principio y final y menos aún con sentido o unidad. Uno vive y el día va apareciendo mientras uno desayuna, camina, habla con el taxista, anhela, recuerda al borde del llanto, trabaja, odia, viaja o sueña con viajar, siente hambre, duerme o intenta dormir, se masturba, grita por rabia genérica o resbala en la escalera de algún atestado edificio público… Y aunque es cierto que uno vive la vida como si leyera un libro desconocido que sorprende y gira con cada página, la diferencia radica en que ese libro no está ya escrito, como sí lo está cuando uno lee un libro de papel. ¡Pues habría que hacer libros que no estuvieran ya escritos cuando alguien los leyera! Escribir como se vive un día cualquiera, un laberinto arremolinado de pensamientos y frases y percepciones, una locura, en realidad, de la consciencia, que entre tanto magma espontáneo consigue guiarse en una suerte de ruta a la vez prevista y no, anticipada y corregida mientras se avanza, cibernéticamente… Se le es infiel a la vida cuando se exige que los libros deban tener —para ser considerados buenos— una unidad cerrada, acabada, moral. Y sí: todavía me importa serle fiel a la vida, porque la vida es la única escritura real. ¡Ah furias cándidas de la adolescencia! En su cabeza se mezclaba todo: el rostro de Diana diciéndole “te amo y no quiero perderte” —diciéndoselo 21
mientras se alejaba—, el recuerdo más lejano de Paulina, que sí lo quiso — él sabe que sí lo quiso—, su necesidad fisiológica de escribir sin pausa, sus teorías advenedizas o trilladas o singulares —¿cómo saberlo con certeza?— sobre la escritura y la vida y el amor… Su cuaderno recibía las líneas como caricias impremeditadas intercaladas con puñetazos anónimos y malestares de estómago. Así es la vida y punto… Diana, desnuda en la arena. Diana imposible. Seguidamente —y cada segundo lo recuerdo con mayor definición: los espejos de la memoria se despejan lentamente—, en esa mañana invernal y quieta, su desorden mental lo llevó a recordar de una manera particular la playa, vacía; y el verano, ocre; y la paz de los cuerpos en una noche abismal… Y los amaneceres blanquecinos, el mar, púrpura, y el viento que también venía por oleadas. Y a Diana, desnuda y animal sobre la arena tibia; y los zopilotes, sobrevolando y vigilando lo que no necesitan comprender. Diana mágica, voluptuosa; y su mano salada y arenosa sobre sus muslos metálicos y sus pechos henchidos como frutos… Una soledad feliz, compartida, elegida... Y recuerdo que fue en ese instante preciso cuando el muchacho que yo fui decidió intentar —iba a ser inútil, un despropósito, el resultado es este cuaderno mismo: ya lo verán— hacer “un ensayo de novela o algo así” sobre Diana y su desamor de arpía. Debo hacer una novela que trate de lo que no debería aparecer en una novela, a pesar de ser lo que la haría posible… Porque, por otro lado, ¿por qué deben ser adultos —viejos adultos— quienes decidan lo que deben leer los jóvenes? ¿Cómo puede saber un crítico —por definición, alguien no-joven— qué tipo de prosa le gustaría leer a un adolescente desamorizado, de esta época o de cualquiera? Los escritores profesionales llevan demasiado tiempo olvidándose de su prosa adolescente, pasional y cotidiana, los márgenes o entretelones o soportes ocultos de cualquier narración, y se traumatizan tanto por la necesidad de ser “mayores” y “serios” y aceptados por la academia y la crítica, que dejan en el olvido más desleal a sus propios espíritus prenúbiles, campechanos, y olvidan que a veces hay que celebrar la ingenuidad simplemente porque es la fuente de donde mana toda inteligencia.
Lo que más disfrutaba era escribir frases o párrafos inconexos o súbitos en sus cuadernos. Practicaba una “espontaneidad calculada”, si se me 22
permite la expresión; creía de algún modo posible copiar en las páginas interminables todo lo que pasaba por su cabeza como un tropel igualmente interminable. Para esta fecha ha llenado ya decenas de cuadernos. En la primera página de cada uno siempre hay dos fechas, una de inicio y otra de final, y el mismo título: “Textos”. Son cuadernos gruesos, de tapa dura y azulada, y en sus páginas de rayas celestes él saltaba de una reflexión o una imagen a otra tal como llegaban a lo largo del día, porque sí. Hacía frases o párrafos que, simplemente, en el momento de escribirlos le sonaban bien, ya fuera por motivos estéticos, argumentativos o sentimentales. Estas mismas páginas que ahora releo y en las que meto mano, dicen “11 de octubre de 1998” —es la primera anotación de este cuaderno— y empiezan con una cita de Nabokov, creo que de Lolita, y luego recogen en desorden todo tipo de enunciados y palabras sin contexto mutuo, “humo”, “piedra inmaculada”, todos estos que he copiado y algunos más, ya prácticamente ilegibles… Aunque creo que lo que más le impresionaba y le azuzaba a seguir, era que por más que se esforzaba en perder todo tipo de programa y de unidad, al final sus cuadernos supuestamente azarosos resultaban también con cierta inevitable unidad o, al menos, coherencia. Esto, a veces, lo desesperaba: no entendía que no se puede forzar el azar, o no quería aceptarlo, creía posible vivir y escribir como una abstracción de la vida, mera espontaneidad, como si una semilla en medio proceso de germinación pudiera saltar de especie, y así, tras haber sido semilla de laurel, por ejemplo, pudiera crecer para convertirse en un esbelto y fragante jacarandá. No entendía que la vida hace imposible habitar en los extremos absolutos: ni mero azar ni mera programación… Y no terminaba de maravillarle el hecho de que de la consciencia, tal como es, emergiera inevitablemente cierta unidad, una especie de singularidad difusa pero reconocible —no una identidad, pero sí cierta unicidad— que no podía de ningún modo explicarse por la suma de todos sus momentos. ¡Ah, si nos dejara el mundo elegir la muerte! Porque lo más fácil de la vida es morir, pero no podemos elegir, es incomprensible. ¡Y esta manía exasperante, alucinante de comprender! Uno piensa hipertextualmente, y cualquier página de mi memoria puede vincularme con otra distinta, superficialmente sin relación con la anterior; en el juego de los afectos una idea cualquiera puede ligarse con otra muy diferente 23
sin ningún problema. Creer que el funcionamiento de la realidad es simple, es literalmente una simpleza. A principios de la modernidad los científicos creyeron que eran leyes simples las que gobernaban el universo y la realidad, hoy saben que son complejas, que lo simple es solo el rostro superficial — maquillado, ordenado: cosmético— de una matemática caótica y probabilística… Lo único imprescindible es no dejar de pensar. Es decir, las frases deben ser bellas o inteligentes o ambas cosas... Creía, sin duda, que también hay derecho a esta escritura íntima, textual y no fundamentalmente visual ni narrativa —no “espectacular”—, y no solo a hacer literatura. Quizá el valor de la frase inmediata sea el mismo de un beso: el beso que inaugura una historia o que sella una huida. Eso es todo: huir de la muerte. Huir como si no fuera cierto que vivimos aquí. Huir, como siempre hemos hecho. ¿Pero no se huye también con frases espontáneas, desordenadas, como si la inmediatez o el delirio pudieran romper con la enfermiza necesidad de una ilación coherente, en la vida o en la historia, esa patológica obsesión con el sentido, del mundo, del universo, de la propia vida, del día vivido, de los libros? No se trata de eliminar el sentido, eso es lo imposible mismo, sino de hacer otros sentidos, de rehacer los sentidos… No solo Dios debiera ser capaz de inventar mundos. A lo lejos alguien canta, decía Neruda. A lo lejos alguien me canta... pero no quiere saber que escucho. La frase que sigue en su cuaderno me recuerda que en ese momento se levantó y puso un disco, cansado tal vez de escuchar la lluvia rala, apenas unas gotas sin cadencia cayendo dentro de las canoas y lagrimeando por los aleros. Joselito: uno de los viejos elepés que había heredado de su madre; y Joselito cantó la del cuento del ruiseñor clavado a la espina de una rosa; el ruiseñor del cuento de Wilde; un profesor anómalo —lúcido, gracioso, atractivo— había leído ese cuento en una clase de historia de la filosofía. Él se quedó mirando fijamente el mismo punto. Trataba de comprender su vacío, esa obsesión quizá metafísica, o veladamente teológica. Olvidaba o se
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negaba a creer que los vacíos no son para ser comprendidos. De pronto Joselito le pareció estridente. Los vacíos se arrastran como desiertos. Joselito es un niño mimado. El asco, otra vez, otra acometida. A veces la vida se reduce a un punto único, una quietud deslizante, y una sola imagen se impone en la consciencia. En estos momentos lóbregos siempre deseo no haber nacido. Sé que es un deseo irracional porque por definición no podría cumplirse. Tal vez en la obsesión cobre un anticipo la muerte. En este instante se calza, sale y camina a la pulpería dejando que el rocío le cubra el rostro. Respira con la boca abierta. El pulpero no lo reconoce y le dice “buenas, señor”, en lugar del acostumbrado “¡cómo está, joven!” Él sonríe: el pulpero leyó su repentina vejez… Mientras caminaba de vuelta con sus bollos o su leche, recordó esta frase de Malraux: “Los amantes satisfechos oponen el amor a la muerte.” ¿Y los insatisfechos, oponen la muerte al desamor? ¿No sería más trágico volver a nacer? Pero, mientras metía la llave y daba vuelta al cerrojo y abría la puerta, también había recordado sorpresivamente que su madre, hacía siglos, una vez quiso llevarlo al psiquiatra y que él se había negado. Su madre insistió como insisten las madres y él fue, resignado, apenas con quince años. Recordó como una campana la voz del médico. —Su hijo es depresivo, señora. —¡Ay doctor, qué hacer! —Medicarlo. Y también recordó —porque lo recordaba siempre— que a él lo enamoró una víbora que le hacía felaciones a todas horas y en cualquier lugar. Quizá mientras caminaba hacia la cocina a preparar café volvió a ver y sentir su boca anhelante. Se sentía miserable pero tenía la imagen de aquella víbora generosa comiéndose su glande en una sala de cine. Justo antes de poner a chorrear el café escribió en su cuaderno: —Doctor, mi medicina es esa boca que calla para mostrarme cuánto me desea… 25
Entre su lioso dolor y sus imbricados recuerdos, entre inmerecidos labios y justificados anhelos, tal vez imaginaba cómo sería que la muerte lo alcanzara después de haber sobrevivido mil amores, con el cuerpo anciano surcado de otras pieles y pesares, todavía muchas otras pieles y pesares, pero aliviado por mil olvidos… Que lo alcanzara un día muy distinto de este. Luego dio un salto a otra de las mujeres que pueblan su soledad como cuadros o canciones o versos. Hoy almorzaré con Paulina. ¿Podré narrarle a ella esta caprichosa tortura? Quizá pueda, incluso, confesarle mi secreto masoquismo. Tenían dos años sin verse. ¡Su primer amor, como en las películas, un amor voraginoso y real! Él sabe que, como siempre, ella sabrá escuchar. ¿Qué fue, Paulina? En ese momento se lo preguntó y surgió un sinnúmero de frases inocentes aunque de cierta violencia: P. fue una hondura imprevista, una jungla dentro de un bombillo blanco, una vasija sin fondo, el obcecado súcubo que sacudió toda mi historia pasada y futura, un etcétera implacable… ¿Podré verla a la cara sin volver a estremecerme, como antes siempre me pasaba? Sí pudo, porque el dolor de ese día infinito no podía facturárselo a ella —el nombre del dolor de entonces era “Diana”—; y en cambio reconoció en sus ojos a la única mujer que lo había querido como debe quererse: Paulina fue brutal en su ternura y gentil en su traición. Durante un par de años se habían querido como casi todos los adolescentes primerizos, de una manera primitiva, romántica o totalitaria. Ella era su única amiga. Siempre había sido su única amiga. Ella —simplemente porque perduraba en su memoria y en su consciencia como una especie de hada, antojadiza, es cierto, o veleidosa, pero al menos leal— dichosamente lo tentaba a no inclinarse tanto a la muerte. Es que su amor totalitario supo —ni ellos saben cómo— convertirse en un nítido afecto, en una amistad sobrentendida. Paulina: Nada mejor que un demonio que nos ame. Recuerdo que durante la brevedad de ese almuerzo, descansó de la amargura de aquellos días aciagos volcándose en esa mirada cetrina y atenta que siempre era capaz de recibir sus dolencias sin reclamar a cambio nada. Es que en esos días Diana era su obsesión tiránica y Paulina, más bien, la evidencia de que toda tiranía puede llegar a convertirse —si se 26
deshace o descompone de cierta manera— en armonía. Aunque P. también era la evidencia de la dolorosa dificultad de lograrlo. Quizá el único vacío verdadero sea no poder amar. Y la única locura insana: no querer amar. Y quizá en ese momento levantó la mirada hacia el cielo invisible. Él ha podido y ha querido. Una, dos, hasta tres veces… Definitivamente ese habría sido un buen momento para mirar el cielo —invisible tras las nubes preñadas— mientras esperaba en su puerta abierta a que se chorreara el café; y encendió todavía otro cigarrillo y mientras aspiraba el humo — mentolados, siempre mentolados— pensó que algún día debería dejar de fumar —el muchacho de entonces no podía saber que en efecto lo conseguiría—. El papel no se dejaba llenar y más bien parecía ir vaciándose con cada rasguño del lápiz. El desorden, los arremolinamientos, las desiguales arremetidas, ya nada de eso lo intimidaba, todo lo recibía vorazmente, incluso lo prohibido, esto mismo, escribir así... Levantó el lápiz justo cuando la lluvia empezó a recobrar fuerza. Es imposible que la escritura amorosa no sea tautológica: el amor es una rueda. Y también el desierto puede ser un laberinto: basta que alguien camine por él. La imagen que lo desvivía era el rostro de Diana —ambiguo hasta la irracionalidad— diciéndole adiós. —Te amo —afirmó— y no quiero perderte —y seguidamente se fue para siempre. En efecto, creo que fue literalmente eso lo que dijo pocos días antes de irse: “Te amo y no quiero perderte”. ¿Y esta tristeza inútil? Significa que sigo vivo. Su cuaderno era manso como una mariquita… Pero su rostro firme y callado, félido, ya sin la posibilidad de volverlo a acariciar: esto es precisamente el dolor. Es que ya no importaba que ese rostro siguiera hablando en la realidad, ni que él siguiera teniendo voz para hablarle; ya no importaba que pudiera volverlo a mirar de lejos; es que ya no podría tocarlo de nuevo. Diana seguía existiendo en el mundo pero nunca más lo dejaría tocarla, contemplarla desnuda y perfecta y mucho menos acariciarle las entrañas... Y a su
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edad esa certeza era insostenible: crecer es así de simple y complejo a la vez. Sus ojos: cuencos hondos y abiertos, puros como triángulos equiláteros. Sus labios: un vientre carente de enigmas. Y su voz: una luz que atraviesa las sombras... Y fue tal vez en ese instante o en alguno muy cercano —tal vez mientras se rasguñaba los muslos como un enfermo o se golpeaba la frente contra la pared—, cuando intuyó la certidumbre más amenazante y liberadora que había intuido jamás y que finalmente —aún no pero dentro de muchas y muchas páginas— lo salvaría: ¡El mundo entero cambiará solo cuando ya no sea capaz de sentir este tipo de amor, este amor metafísico, esta obsesión con la posesión de alguien! ¡Cuando mis manos ni ningunas otras manos sean ya capaces de escribir estas palabras que acabo de escribir! ¡Pero cómo lograrlo! Pronto aprendería —¡cuánto le costaría aprenderlo!— que no era tan sencillo como escribirlo, ni siquiera tan simple como pensarlo o desearlo… ¿Pero podría lograrse sin registrar su agonía, acaso también su muerte? ¿La agonía o muerte de un estilo de amor, de vida y de creación, de un tipo obsesivo de historia? ¡De un tipo de hombre! ¿Y no sería ese registro más bien la imposibilidad de morir definitivamente? Pasó la hoja —aunque no estaba llena— en una pausa del viento. El mundo y el cuaderno se abrieron de pronto y al unísono a la reflexión más reposada, la meditación apareció ahora tomándole el pulso a su padecimiento: Tal vez, pensándolo todo mejor, algo podría engendrarse de este obsesivo e infantil deseo de poseerla —hoy a Diana, pero antes fue a Paulina y mañana podría ser a cualquier otra—. Por supuesto, una intuición no sabe cómo meterse a la primera en palabras ordenadas; la intuición es un espolón o una meta, a la vez un gancho y la necesidad de soltarse del gancho… Sigue, vuelve, deja llegar las palabras como vengan, confía, confía en que llegará el sentido… 28
La fortaleza de las piedras es siempre triste. Es cierto que no lloran, pero tampoco pueden reír. Y la felicidad es fiel: siempre arrastra consigo el dolor. Por fin dejó de resistirse a ese llanto imprevisto que lo acogió bajo su puerta abierta. Era simplemente el signo tardío de que había sido feliz. Es como todo signo —pensó—, siempre atrasado... Porque cada uno de nosotros es también un signo de algo, seguramente de nosotros mismos. Pero siempre estamos tarde o demasiado pronto. Nunca coincidimos con nosotros mismos. Como todo signo. ¡Si tan solo nos atreviéramos a ser lo que somos! El cuerpo es un conjunto abierto de signos que no terminarán jamás de decir lo que no dicen aún. Ser: espacio vacío entre las palabras. Espacios vacíos rodeados de voces. Espacios que marcan con su vacuidad el paso irremediable del tiempo; no se dicen para permitir decir lo demás, esos silencios entre las palabras, que no serían silencios sin ellas.
Aquí empieza la incontinencia: supongo que es imposible reposar en un espacio vacío, las cosas siempre son limitadas y siempre hay que recurrir a más palabras, unas sueltas, puntuales, otras ligadas, una red hecha de puntos infinitos... El aliento que anuncia la voz. Pero no se puede decir en lo dicho. Este tiempo agonizante. Todo siempre quedará para después. Agonía, una insuperable agonía… Para después… En lo dicho, la única posibilidad es ser entrelíneas, decir entrelíneas. Como en el amor, que solo puede ser entrepalabras. Filo. Una cuña inesperada. Incisión. Una interrupción de la voz. Salto. La mano, la caricia que antecede la voz, que la convoca. Hablar solo debiera servir para indicar ese silencio. ¡Aquí! Hablar para señalar hacia donde ya no se puede hablar. ¡Y pensar en cuántos abusos hemos cometido! ¡Cuánta pobreza! ¡Este tiempo y este mundo agonizantes donde las palabras huyen de toda fuerza posible y son solo palabras! ¡Formas! ¡Humo! ¡Piedra inmaculada! La gente solo oye palabras en las palabras, ya ni siquiera escucha. Humo, un mundo de humo y piedra. Prácticamente nada. Maloliente. Y viento. ¡Tan cerca de la nada! Marilyn Monroe repetida hasta el cansancio en colores pastel. El mundo, desvanecido, licuado. Lo mismo pintarrajeado para no morir de aburrimiento. O matarse. Aire. Gritos. Marilyn Monroe con tetas enormes, siliconas duras, horribles. 29
Matar indiscriminadamente nada más para soportar haber sido desgarrados. ¡Aire! O para ya no tener que soportar esta locura, siempre lo mismo, porque sí, locura, solo eso, los niños pegados a cables, embrutecidos, casi incapaces de expresarse, casi absueltos de soñar y de desear... inanición, desgana... dispuestos a dejarse volar en pedazos por una mochila bomba, o quizá sin saberlo del todo a la espera de la perfección virtual… Panóptica. ¿Haber ensayado tanto tiempo para esto? ¿Para esto? Casi, ni siquiera, poder tocarnos. Y saber que es posible vivir de otra manera. Saberlo. Saberlo con una atormentada certeza… Hay momentos en que absolutamente todo es una imbecilidad, un desperdicio... Pero solo transitando ese camino parece posible acercarse a la sabiduría, ¿no es eso lo que dicen? Aunque también a la ofuscación… ¿Es por eso que aquí, para mí, ya no puede haber más literatura, solo afectos? ¿Esta es mi condena? Todo, en el texto, es tan frágil y tan gratuito... Me parece que fue en estos puntos suspensivos cuando volvió como avalancha el deseo de llamarla. Fuego. Recuerdo que para entonces el pan ya estaba tostado y el café chorreado. Erotomanía. Sí, quiso saludar a Diana y oír su voz indiferente. Diana. Quiso oír de nuevo su desprecio. Zozobra. Quiso humillarse de nuevo, para poder enfrentar el día. Clavos. Diana crucificadora. Puso la mesa, sirvió el café. Humo punzante. Un glande atravesado por un clavo. Para darse valor, imaginó a Diana sonriendo malévolamente. El diablo con cuerpo de amazona. El diablo es una soldada espartana. Ojo vagina. Él lanzaba palabras como espadas inútiles. Al lado de las tostadas colocó el teléfono, cuidadosamente, como en un ritual o ceremonia. Ácido. Punzada. O palabras como escudos tardíos. Su cuaderno parecía parte del desayuno, el lápiz igual o mejor que un cuchillo. Luego marcó el número como si fuera la identificación de un presidiario, recitándolo en voz alta mientras digitaba, saboreando cada segundo, cada dígito, y su corazón se inflamaba de azufre. El olor del café humeante. La amo hasta el odio. La garganta irritada, inolvidable. Catulo: “Odio y amo. Siento ambas cosas y estoy agonizando.” —Aló —su voz, tan solo su voz, puso en su mente la imagen violenta de todo su cuerpo, su piel de porcelana, sus labios gruesos, sus senos llenos, sus muslos de bailarina, sí, como una porcelana de Bavaria… —Hola, soy yo —lo dijo temblando y saboreó la pausa, su mutismo, su indignación; seguramente ella estaba pensando “otra vez este necio, qué fastidio”, y él sonrió en silencio, tambaleándose en una arista. 30
—¿Qué querés? —Solo quería saludarte. —¿Otra vez? Pero si ya me saludaste anoche. —Otra vez —y de nuevo deletrear cada sílaba de silencio, su silencio incómodo, porque él sabía que estaba furiosa, que ya casi lanzaba la grosería, como siempre, un despido siempre final, otra nueva traición. —No puedo hablar ahora. —¿Por qué? —Porque voy saliendo —su voz la delataba: lo odiaba, lo repudiaba. Pero él gozaba ese desprecio. ¿Era acaso el anuncio de un triunfo lejano? Le quedaba esa esperanza, es cierto. Su mentira fue una estocada directa al pulmón. Él alargó hasta el empacho el silencio: quería exasperarla, quería que lo odiara con toda su alma, sí, que lo odiara, que rebosara en ella el odio, que lo aborreciera. —¡Si no vas a decir nada colgá de una vez! Él contestó con un vago gemido. —¡De verdad que sos idiota! —fue ella quien colgó.
Y recuerdo que sonreí, colgué a mi vez y tomé una tostada, la embadurné con jalea —seguramente St. Dalfour, Myrtilles sauvages, ¡es que era fiel hasta a mis marcas!— y mastiqué despacio, con los ojos inflamados y un puño que se abría dentro de mi garganta… Luego, con sumiso regocijo, volví a mi puerta y a mi cuaderno; encendí un enésimo cigarrillo y el humo se confundió con la niebla y después de dejar el registro gráfico de mi “conversación”, escribí con trazos caligráficamente perfectos: Quisiera callar en tus labios abiertos, en ese silencio tibio poner fin a mi verbo. Pero, en cambio, voy a callarte en mí, y mi venganza será mi olvido.
¿Cuál era mi esperanza? Que a ella le quedara el peso inerte de saber que alguien la quiso hasta poder someterse, y que ante eso solo pudo salir huyendo presa del miedo. Que no olvidara que a la ternura más nítida ella 31
respondió con una violencia feroz, y que algún día se preguntara por qué. Que la realidad que tanto ha evadido llegara a lanzarle zarpazos que le desfiguraran el rostro. ¿Qué quiero? Es simple —escribí—, que algún día mi nombre te duela.
[6:21 a.m.]
__________________ 04 de noviembre de 1998
QUISIERA ENTENDER POR QUÉ NECESITO TANTO DESPEDAZARME, por qué por épocas me domina este afán de autodestrucción, esta necesidad de que se me rompa humillantemente la boca. ¿Algo me predispone a ser mártir? ¿O imbécil? ¿Por qué empeñarme en amar a quienes me dañan y rechazan? ¿Por qué tengo que amar a todo el mundo, al mundo mismo, como si fuera un buitre o un cerdo devorando despojos y podredumbre? Quisiera, tan solo, que el mundo fuera decente, que las personas se quisieran de verdad, que la ternura siempre fuera sincera; que, como decía Camus, el único crimen fuera hacer sufrir, y que también por él pudiéramos redimirnos. —¿No lo explica esto todo? ¡Leer a Camus mientras se padece de angustia adolescente! ¿Remedio o veneno?— Y quisiera no verme poseído de amargura, cuando a la vez me lleno de gozo en esos raros momentos en que tengo plena consciencia de estar vivo. ¿Cómo es posible amar y sentir tan intensamente la vida, y al mismo tiempo estar impregnado de dolor y de repugnancia? ¡Quisiera tantas cosas! Pero quizá la única sabiduría posible sea aprender a vivir con tantas otras cosas que no se quieren, ni pueden llegar a quererse. ¿No estamos todos malditos? La experiencia fundamental es la insatisfacción. 32
Y sin embargo no deja de ser glorioso poder cubrirse de sol y desnudarse bajo el sol, con alguien, enternecidos.
[6:30 a.m.]
____________________ 24 de diciembre de 1998
EN
NOCHES COMO ESTA LA TIERRA NO TERMINA PARA DAR COMIENZO AL
CIELO:
todo es una noche inmensa, continua en su hondura negra, un desierto negro, un cielo negro jaspeado de millares de estrellas, inservibles estrellas. Hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, a la vuelta de todas las esquinas la misma densidad absurda e ineludible. Tal vez en algún lugar detrás de esta lobreguez haya mares de jade y níveas montañas —o debiera haberlos— y aves planeando en un aire quieto y tornasol, pero ahora para mí todo es negro e igual: una extensión vaciada de color. Le temo a estas noches porque en ellas se iguala todo, nada es diferente y sin embargo todo es diferente de mí. Los únicos ruidos son el viento invisible y esta voz que estalla contra cada grano de polvo y contra cada estrella, esta voz que no se inhibe frente a tal vaguedad, que no quiere igualarse e insiste en creer que es de alguien... Ya sé que es una voz sin reflejo, sin respuesta o solo con respuestas distantes que jamás oiré porque yo ya no estaré aquí ni en ninguna parte. ¿Es que esta voz también es viento, solo aire, aliento? La soledad asoma inconfundible cuando del mundo solo se oye una voz, difusa y ahogada, casi más bien conjeturada, ahogada por un desierto interior; una voz inverosímil porque es voz hacia nadie, nada más voz hacia sí misma, una voz totalitaria y recursiva, la única imposibilidad que se hace posible en el silencio del mundo, noche negra y brutal, una voz que anuncia la muerte desde esta soledad que en su fondo sin fondo solo es la ausencia de otras voces: un silencio que engendra palabras y palabras y palabras... Me pregunto si es cierto que la realidad pueda cambiar en algo por el hecho de escribirlas. 33
En aquella época, durante semanas y semanas escribía cientos de páginas muy similares… En estos cuadernos, aunque salte de un mes a otro a veces parece como si no pasara el tiempo, como si no pasara nada. Diarios enteros de achaques o “prosas poéticas” lastimeras. Al menos las mismas atmósferas brumosas, amargas. Y sin embargo los matices, tantos matices, de vez en cuando alguna frase o un párrafo bien logrados… ¿Espontaneidad verbal pero monotonía afectiva? ¿Es que en realidad no pasaba nada en mi vida? Mi más secreta intimidad —todos tenemos una— se revolvía en sí misma… ¿Pero cómo elegir aquí, para leer o releer, los pasajes más sugerentes o más valiosos, y qué sentido puede tener hacerlo aquí, y qué sentido tendría el “valor” en este caso? Por ejemplo escribir esta última página en navidad… ¿Era una tristeza real? ¿Era simple pusilanimidad, sensiblería? ¿Puede alguien de verdad respirar tanto tiempo en el horror —si es que esto lo es: una adolescencia solitaria, irrazonable, la adolescencia a los veintitantos de clase media en un país subdesarrollado, la vida centrada en un dolor cancerígeno y ególatra, abstracto, como si no hubiera atentados y huracanes y genocidios y pelotones de corruptos arruinando la realidad— sin de verdad enloquecer o matarse? Hoy, un lunes cualquiera de octubre —mi esposa ha salido, se ha llevado a los niños, la casa y el silencio son míos, al menos por hoy—, he elegido releer y transcribir —porque así se me antoja hoy—, menos pasajes de los cientos de páginas de farragosas lamentaciones, y más de los intentos primerizos hacia la narración o la interpretación, hacia la madurez o la resignación, porque nunca se sabe qué es lo que pasa cuando crecemos… Es que en su desnudez más brutal, tanta anotación melindrosa y tanto sollozo adolescente no dejan hoy en día de parecerme una burda aproximación a la pornografía. Aunque también, lo confieso, me tienta el morbo de contemplar directamente la dimensión posible de la humillación, la ingenuidad y la vergüenza... ¡Tantas lecturas son siempre posibles! Y uno mismo, al leer sus anotaciones de hace tiempo, ya no sabe qué pensar o cómo reconocerse… ¿No es análogo a lo que sucede cuando estudiamos la historia? ¿Nos reconocemos, en tanto humanidad, cuando leemos sobre las masacres de indígenas en América, o sobre el exterminio de judíos, o sobre los millones de 34
seres subsaharianos que simplemente mueren de hambre, es decir, de injusticia? ¿Se ve uno a sí mismo, ya no en las víctimas sino en los verdugos? Este es el mundo de la desvergüenza.
[6:36 a.m.]
__________________ 18 de enero de 1999
QUIZÁ ESTAS PÁGINAS SEAN UNA BUENA MUESTRA DE CUÁL ERA, en aquellos lejanos días, mi idea de escribir una novela “o algo así”: más lirismo pastoso que narración, más palabras exaltadas que historias o cosas o casos… ¿Será cierto que el ridículo puede purificar tanto como antes, según dicen, purificaba el fuego? Sólo hay una manera de saberlo… Mi sueño es poder retratar este infierno y paraíso: el ahogo solar y los cuerpos desnudos; expresar nítidamente el brillo calcinado de los pastos y las copas de los árboles, estáticas en esa quietud sin nombre, repletas de savia y color. (Plasmar la afonía del verano tropical en un litoral deshabitado.) Cuando en el trópico se detiene el viento, el rutilar del sol es un vaho hipnótico. A veces el calor se convierte en un vapor pegajoso que ciñe la ropa al cuerpo e incita a reinventar todos los placeres. Dar un paso es como atravesar una gigantesca telaraña. En esos casos es mejor quedarse quieto y respirar plácidamente la humedad en esa crucifixión de calor y sudor y apenas moverse, apenas rozarse, o lentamente tocar apenas los labios y entre vapores sentir el hormigueo en las piernas cuando baja por ellas una gota de algún sudor ajeno.
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Trópico. Mar... El cielo con el calor del infierno. Un letargo beatífico. La desnudez grita desbocada, y el tiempo, se suspende en fragmentos, como las hojas, de los árboles, que no se mueven, porque no hay viento, y simplemente están, allí, con su verdor resplandeciente, reflejando el sol despiadado… Aquí el mundo es un inmenso jardín incandescente e inmóvil. Aquí no hay prisa para nada, se come cuando se tiene hambre, se duerme cuando se tiene sueño, y así con todo... Y la arena… un apergaminado cuerpo sinuoso… La piel suda sin pausa y las miradas se encuentran en cualquier punto y se detienen por horas envueltas en vapores azulados y bienolientes, miradas basculares entre unos ojos y unas piernas y otros ojos y otras piernas; miradas de humo; y el calor, etéreo, amenaza con no dejar de crecer; la cabeza se despega del cuerpo y flota; el cuerpo no puede moverse sin la cabeza y entonces descansa perpetuamente, simplemente allí, testigo de nada, como los árboles estáticos... Los cuerpos brillaban sobre la arena como estrellas diurnas. Las olas… una retahíla sensual… y nosotros, acostados en ese desierto aguado bajo el cielo infernal… Los árboles —yo no sabía sus nombres y pensé que debía averiguar sus nombres— medían por lo menos veinte metros de altura. Sus hojas no se movían. Todo estaba quieto e idéntico; el único movimiento era el de las olas, y también ellas parecían brotar de pronto de una pintura, a intervalos arbitrarios. Diana se durmió sin avisarme que lo haría. Parecía una quietud más, parecía muerta, la llamaba, la llamé incansablemente. Pero dormía, sin mí, no sé dónde. Su cuerpo dormido, relajado, parecía agua de bronce; y quise conocerla así, dormida, mecerla como el mar, en resaca, acariciarla despacio, como las olas desacertándose en la arena sinuosa; pasar las manos sobre todo su cuerpo y repasar y repasar su viveza dormida, apenas tocándola…
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Azul, verde, oro... Es muy fácil decir cielo, selva, sol... Tanto que queda uno vacío, hastiado de la nada. O decir: el sol brillaba en las hojas de los árboles, en las piedras secas, en la arena, en los cuerpos como estatuas doradas… Solo un abrazo de esos cuerpos mueve algo al interior del cuadro y le da vida a la ilusión. Algo cambia, avanza o retrocede, quizá la posición de los brazos y las piernas, de una mano dócil, de un vientre indócil, quizá los ojos pasando de un ojo a otro, quizá unos labios abriéndose sobre otros labios entreabiertos… Los contornos son húmedos, las pendientes resbalosas, vivir es en un deslizamiento leve, apenas perceptible. Las palabras son siempre comunes y nunca van más allá de sí mismas, de sí mismas en los cuerpos que las pueblan… No ver, no ver nada o casi nada, ver las formas transformándose sujetas a fuerzas imposibles de definir, de fijar, solo el avance de hondonadas y figuras coloridas, de anillos y, serpientes y arco iris, de ríos de savia escarlata... Un río de savia entre sus senos de caramelo, sus senos relajados como cachorros dormidos… En ese ahogo feliz nadie se mueve o si se mueven es una ilusión superflua... y, sin embargo, las hamacas se mueven, es la inercia de los vivos... El sol es una fuerza paralizante. Estar, solo estar. Quietud y silencio bajo el cielo infernal. Y luego los besos obvios, infantiles y prohibidos, primerizos, y siempre, todo, contra un trasfondo difuso; y la humedad, no comprender la humedad de los vientres encharcados y de ese nudo imprescindible que los sujeta y atrae y no soportar más las ganas y desear como en los sueños, tanto, tanto, imposibilitados para movernos y movernos tan lentos como caracoles y después de siglos descubrir un pecho, el otro, tersos, un abdomen, vago, que se levanta apenas, y respira, y despierta, y los ojos apenas cerrados, perdidos sin saber lo que están viendo pero queriéndolo injustificadamente, y olvidar incluso de quién son esas manos largas como los días del verano y no saber por qué estamos aquí pero no saberlo sabiendo que no nos importa... Ya, ya... Y el sol, derritiendo el mar. Nos movemos, poseídos: porque la fuerza viene de otra parte.
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Luego, tras otras tantas centurias cotidianas, la noche: el espacio de acción para seguir mejor el impulso de lo deseado en el hipnotizante reposo del día. La noche trae consigo la brisa y los cuerpos, apenas cubiertos, ahora con el jardín oscurecido, se dan mayores libertades, se sienten invisibles y quieren atreverse a todo, esta vez a todo, revueltos, primitivos. Las miradas se hacen más vívidas e inquietantes, dibujan caminos y metas y renacimientos, vueltas y más vueltas; la garganta se vuelve líquida anticipando el nuevo sudor de la noche, ya no solar ni brillante sino en penumbra, con suspiros ocasionales y cíclicas inclinaciones… De nuevo el mar… Siempre su presencia circulatoria que ahora no se ve pero se oye y es el rugido respiratorio de la vida misma. Con el jardín ensombrecido los cuerpos siguen la cadencia de las olas y se sienten tan francos como océanos en sus mecánicas repeticiones… Es que al clima del día, que hace sufrir al cuerpo, le sigue el clima de la noche, donde el cuerpo sabe intervenir en la noche porque le roba frío, oscuridad y miedo: en el trópico, los días ardientes preparan las noches ardorosas, el clima se vuelve clima del cuerpo y el día se agota en las ansias del atardecer y la noche presta sus escondites a los amantes que vegetaron en el día como altos árboles quietos e ignorantes de toda verdad; porque la verdad prefieren hacerla en movimientos y gemidos y riesgos y trampas al mundo… Ahora somos nosotros contra el mundo. Nosotros dos... ¿Pero en realidad dije eso? Y ella me escuchó decirlo y sonrió, todavía poseída por la pesadumbre solar… Así comenzamos nuestra historia o nuestra falta de historia, nuestra imposibilidad de una historia, inmersos en una nube vaporosa y volátil y quizá, incluso, lírica, anacrónica, endrogada, hasta vergonzosa en esa niebla iluminada… No nos conocíamos, solo compartíamos el tedio, la desesperanza de haber vivido esperando; y la espesa lasitud del día, tantas noches con la lengua amarrada por el pánico; contra el mundo; nuestros cuerpos flotaban como miradas disipadas; los ojos incendiados y confusos y anhelantes; yo quise devorarla pausadamente, como —imaginaba— hace mucho tiempo devoraban los fieles a sus diosas… Por supuesto, al devorarla quería que ella me devorara, que me desgarrara con cinismo, que me volcara a la enajenación…
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En la madrugada, de nuevo, la garganta seca, como si se tragara uno el sol para llevarlo hasta la noche ocultándolo en las vísceras adormiladas… En esas noches los dioses huyen del jardín y ya no lo vigilan... Y entonces el hambre, el hambre pero de qué... ¡Y sentir sus pasos, firmes hacia dónde, sin mí, hacia la lejanía! Y callar con su mirada en mi pecho trepidante, su mirada arrastrándome a sacudidas... Surgió súbito el riesgo de no salir jamás de esta noche... Pensar entre nubes o sombras, relámpagos de sentido y orden… Porque allí la noche era un lugar y no un tiempo… Un jardín umbroso, azulino… Y los cuerpos, desiertos de rubí, vibrantes, ¡intuíamos con los labios condenados la probabilidad de un crepúsculo distinto! Obviamente no teníamos ninguna palabra para decir nada de eso, de esto, nada… Es que en ese lugar sin tiempo no cabía, casi, ninguna palabra precisa… Necesitábamos, quizá, simple y categóricamente callarnos, callar la vida, la ciudad, toda la mierda, callar para siempre la vana palabrería de los políticos, de los periodistas, de los padres, de los libros bonitos y de los libros de moda, de la historia moral entera del mundo; nos besamos porque queríamos estar callados y callar al mundo; callados y eufóricos, con besos eufóricos, sin miedo, nada de miedo; solo los cuerpos plegados; y los muslos, las ingles sudorosas; porque nos daba la gana que el mundo nuestro fuera solo esto, lenguas ciegas y penetrantes, y porque los cuerpos lucían simplemente hermosos, así, plegados y anónimos y confundidos, juntos y callados e ignorantes como si fuéramos piedras o nubes, o agua revolcándose entre las piedras o entre las nubes, aguas lenguas entre piedras pezones, agua fluyente… queríamos ser agua en un mundo de piedra e inventar palabras o prescindir de ellas, ah sus muslos de piedra, su musgo profundo, su aroma a tierra mojada… Nosotros dos... ¿Acaso lo dije de nuevo, durante el beso? ¿Dos, por qué dos? La paz estaba con nosotros, por un segundo, un siglo, vivir... Por ratos parecía que solo existía una palabra, “hermosos”, por ejemplo... Creo que pasaban horas y solo existía esa palabra tan malversada por la gente, esa o alguna otra, cada vez solo una palabra parecía habitar mi mente… Ni siquiera sabía su nombre ni ella el mío… Horas que eran minutos que eran horas, horas que eran la reverberación de la palabra “hermosos”, por ejemplo, horas entonces que no eran minutos ni tiempo porque el tiempo era solo esas palabras, somos hermosos, nada más, nos vemos hermosos, solo esas hermosas palabras repetidas mientras nos penetrábamos mutuamente con todo tipo de simbologías y eficacias mudas... Y sus labios llenos, semiabiertos, como gajos de mandarina… Nosotros… ¿La realidad? Solo una nube de piel y consciencia… 39
Pero la palabra finalmente se deshizo, se convirtió, seguro, en voz, es decir, en tiempo; alguien la dijo de verdad, nosotros, o ella o yo o alguien, y nos dejó, y volvimos y negamos y nos acercamos de nuevo a morir... Dolía dejar de mirar aquel horizonte y volver, tener que volver. A la mañana siguiente, otra vez la ingravidez: la crucifixión en las olas; repetible, incansable; obsequio, supongo, del universo incomprensible... O más bien, apenas más allá de las olas, en el vaivén y la espuma… Flotar de frente al sol y hundir los oídos y dejarse llevar y dejarse tragar por el cielo insomne y total… Perder la gramática y la casticidad y creer y sentir que la mudez submarina nos acercará algún día al horizonte, al final mismo del mar infinito, horizonte móvil, límite que crece cada vez que lo miro, que me acerco, cada vez que insisto en pensarlo mejor para poder decirlo y contarlo y mostrárselo a... ¿Es todo el silencio la profundidad del mar? Luego, a mediodía, el sol apenas se vislumbraba detrás de las nubes, tenues como velos. Quemaba, pero sin hacerse notar demasiado. ¿Debería ser así, el amor? ¿Es posible un gesto que elimine todos los gestos? ¿Un ritmo que muestre más o mejor que todos los significados enlazados? Esta caricia, mirarnos, callar, ceder de nuevo, ocupar los labios para callar todas las palabras y balbucear el silencio con los labios y la lengua y otros labios y otra lengua... Nosotros... Escribir el silencio con todas las palabras. ¿Pero podrían todas las palabras decir el silencio? ¿O mostrarlo a través de todo lo dicho? Cada libro habría de ser interminable… Nunca callarse: escribir para que este silencio no permita que el escándalo del mundo se haga de verdad insufrible… O ni siquiera los libros sino esto: lo interminable mismo. Como parece ser el dolor cuando es dolor verdadero, es decir, cuando decimos que es verdadero porque parece ser interminable… O cuando nunca llega a ser nada estable, definitivo, duro como se supone que debe ser la realidad o, incluso, la literatura… Ahora, claro, en este preciso instante, hablo ya tras el sopor, con el sol a la espalda, al borde del olvido... Antes no, antes no me interesaba ni lo intermina40
ble ni la realidad ni la literatura: aquel momento bastaba, aquel lugar común, una playa, la noche, las sombras, los cuerpos anónimos y mudos y las consciencias tergiversadas. Bastaba con la palabra “hermosos”, por ejemplo. Pero la cabeza siempre vuelve al cuerpo y a los días corrientes… ¡y luego querer a diario volver a perder la cabeza en aquel calor húmedo, en su cuello palpitante, en esa atmósfera herbosa! Ella, sin embargo, ha olvidado del todo ese comienzo que solo podría sobrevivir si siguiera siendo siempre comienzo. A esto, simplemente, se deberá ese libro interminable que algún día debería escribir… Yo la abrazaba, creyéndola muerta. Pero fue allí cuando estuvo más viva. Ida, sin su voz, sin su nombre, sin el mundo. Vacía, tan vacía como el cielo en la plenitud del verano —ese cielo vacío que vela al universo—, como la cabeza cuando flota ligeramente entregada al aire, al mar, a la confluencia de su pecho y el mío, solo ese ritmo taquicárdico y mudo, una y otra vez, una vez más y de nuevo, siempre más, siempre más, de vuelta del miedo y de vuelta al miedo... Era la vida, haciendo una promesa… Extrañamente, ella despertó sin hambre ni sed. Quizá fue al despertar cuando en realidad murió. Era imposible ser, solos, nosotros dos.
[6:51 a.m.]
_______________ 19 de enero de 1999
Y ESTA ES, quizá, una muestra de las metas megalómanas de un enamorado núbil y burlado que no tenía otra cosa que hacer más que soñar con ser capaz de escribir genialidades. Es decir, de alguien que aún no tenía edad para saber anticipar el fracaso.
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Mi propósito será escribir un libro desesperante. Ese sería el único efugio maduro; el único, quiero decir, que no sería simplemente una evasión, un olvido o una fórmula, sino también una propuesta, un aprendizaje. Escribir un libro que desespere al lector, que lo haga bufar de asco.
Ese librito con el que soñaba tenía un trasfondo a la vez específico y general. Bueno, de todos modos nunca cuajó pues nunca dejó de ser proyecto, mera preparación, ensayo perpetuo: por ejemplo este cuaderno entre tantos otros cuadernos; pero de haber cuajado —según recuerdo mis presunciones— tendría que haberle encajado la siguiente leyenda o alguna parecida: “Este es un libro adolescente, inmaduro, tan adolescente e inmaduro como la humanidad. Las personas, individualmente, se enamoran enfermizamente de otras personas. ¿Pero no equivale esa actitud a esta de la humanidad: enamorarse, en sospechosos conjuntos, de Dioses y Verdades? El mío será el libro de ambos ridículos humanos. Mostrarlos será su meta y su valor, y también su riesgo y su muy posible condena.” Para lograrlo, el texto habría de nacer cursi y romántico. Habría de ser una reliquia viva, un monumento anacrónico a la enfermedad humana: todo lo que debiera abandonar la humanidad para poder madurar y dejar de ser un jovencito blandengue llorando de amor y desamor. Incluso, pues, del lenguaje que debería abandonar la humanidad… ¿Por qué, por ejemplo, lamentarse y matar porque Dios nos ha abandonado? ¿No sería más heroico abandonarlo a Él sin deducir de esa renuncia que también habría que renunciar a nuestros más preciados sueños? Yo me tomaré de ejemplo primero: a la vez singular y universal… Será un juego de máscaras... Fingiré que no finjo que finjo y ya veremos adónde vamos a dar… Pero en mi libro la escritura deberá exigir una experiencia, y lo hará al contraerse intensivamente en un afecto, por ejemplo en el disgusto, o quizá en la 42
más universal malquerencia; pero habría de ser un disgusto o una malquerencia que excitara a pensar como si pensar fuera también un verbo dentro de la misma clase de amar, desear, padecer, ansiar, simpatizar, sufrir… Y mi libro solo sería un triunfo si produjese en el lector deseos de seguir leyendo a pesar del disgusto o la incomprensión; y sería un fracaso si no provocase cierto disgusto o incomodidad o si, por esa causa, terminase abandonado en un estante o, peor, en una pila de papeles para reciclar…
[6:55 a.m.]
______________ 22 de enero de 1999
ALLÍ DONDE TODO ARDE Y SE ESFUMA, ese punto indiscernible y cotidiano de la evasión: llevar una vida como se llevan unos zapatos desteñidos que solo embetunáramos los sábados soleados… Somos títeres —se nos ha dicho hasta el hartazgo—, somos títeres actuando un guión malogrado. ¿Pero qué habrá detrás de las imágenes? ¿Qué hay, en medio de las frases ya escritas? ¿Dónde queda registrado verdaderamente el flujo de los pensamientos? Se vive para un público, es inevitable, se vive para esa conglomeración anónima de imágenes efímeras y repetitivas, noches de tacón alto y sonrisas a flor de piel... Se vive, se ama, otros viven, otros aman por mí. Y yo sigo, yo hablo, soy ese guión con el que huyo de mí: el instante fatídico en que el espejo se rebela. Y estos gritos mudos no me ayudan a recuperar nada de lo perdido. Y escribo y estas páginas son gritos mudos, solo eso: una elaboración de la pérdida, abordar el desamparo, dejarse abordar, hablar consigo mismo hasta la demencia simplemente porque ya no hay con quien hablar. Se habla, nadie escucha, nadie tiene tiempo. 43
Y gritar, a pesar de todo. ¿Es que todavía las personas se sientan solas en el umbral de sus puertas a mirar las nubes mientras se forman y transforman? ¿Quizá a ver la invisibilidad del viento o a las arañas esperando sus presas inocentes? Y creer que el mundo está perdido: ¿es un juicio objetivo o solo la excusa de mi desamor? A mí me han enseñado a correr despavoridamente, como si viviera perseguido por un demonio personal. Me han enseñado a creer que soy una concentración de imágenes y ruidos y palabras de moda y todos esos supuestos amigos de uniforme. Como a un niño, me han hecho creer que todos podemos ser estrellas de cine. No importa que el mundo se pudra, ¡en medio de la podredumbre todos podemos ser reyes y reinas! El edén está en las pantallas y en las modas y el secreto está en cómo ser parte de ellas; ya ni siquiera hace falta tener un talento específico para algo; basta con tener dinero y/o saber hallar los canales adecuados… Día a día nos anegan y nos cubren y nos penetran con sondas invisibles y para que pensemos menos y suframos menos y creamos que la vida es ser ese maniquí que somos todos, iguales, escuadrones en el mall, como hileras blancas de lápidas indiscernibles… Ignorance is bliss… ¿No es esa la consigna? Ah, y es tan tentadora… La mayor parte del tiempo me parece obvio que solo simulamos vivir. Incluso la mierda puede parecer oro si se ilumina de cierta manera. Hoy, la vida es un juego de luces. Hastiado, subo la vista. Las estrellas me abruman. Quisiera que me dejaran en paz. Me hastío de mí mismo y me hincho hasta la exasperación: no quiero ser lo que he sido, ¡pero tampoco esta lamentación insoportable! A veces quisiera que ni en mí ni en nadie hubiera historia para poder reiniciar la historia sin el más mínimo resentimiento… Y entonces sueño con un tiempo sosegado… El placer ya no estaría en la aceleración ni en los flujos de adrenalina sino en mirar detenidamente, en las caricias dilatadas y en las visitas inesperadas y largas… Sueño un tiempo donde hubiera pasado ya el tiempo del tiempo y nos ocupáramos de los cuerpos como nunca antes lo hemos hecho. Porque el amor nunca ha existido.
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Al menos debo conceder que no pensaba solo en Diana, también había la intención filosofoide de transmutar el dolor en pensamiento: ¿será así como se empieza a madurar?
[7:02 a.m.]
________________ 04 de febrero de 1999
DEJAR EL RENCOR, olvidarla, no poder recordar su nombre... Pero aún la quiero, es decir, aún no puedo evitar pensarla y desearla a diario. Por eso mi “opción”, hoy, es esta: llenar tantas páginas como sea necesario para que mi voz solo sea un ronroneo irreconocible; que el dolor se pierda perdiéndome en este bullicio de las páginas incesantes; desaparecer en una redundancia infinita y adormecerme como se duermen los brazos o los pies o la consciencia con la repetición mecánica de una misma frase o apenas de una sílaba… Cuando se ama y se odia tanto a la misma persona, pero a ella personalmente no se le puede ya ofrecer amor —porque no lo quiere— ni odio — porque uno es patéticamente aprensivo— no queda más que amarla y odiarla así, aquí, en la más inocua contradicción de las páginas que se llenan con la única esperanza de que algún día agoten el deseo de seguirlas llenando. Aquí puedo darle todo y quitárselo de nuevo a mi antojo. ¿No se trata de eso, escribir? Aquí soy un demiurgo capaz de tomar su odio y convertirlo en puñal o cielo, en novela o verso o disparate… Sin embargo, no consigo decidir si debiera escribir su deslealtad, exponer sus cobardías, devolverle sus burlas y exhibir su egoísmo... Escribirlo, digo, explícitamente, literalmente. O si, al menos, debiera hacerlo literariamente, para no ser tan brutal, es decir, pasar su desprecio por el filtro o el velo de la “ficción”, como si de esa manera pudiera salvara a ella de la ignominia o de mi propio 45
desprecio enamorado, o como si de esa manera pudiera yo mismo salvarme de algo, por ejemplo de mí mismo... Ella se rió en mi cara. Esa es hoy mi más amarga certeza. Le dije que sufría, que me dolía su ausencia. Su sonrisita arrogante… Como la puta vida cuando decide matar impróvidamente a alguien que nunca ha fumado ni bebido y hace ejercicio y recoge animalitos en la calle y cuida amorosamente a su madre demente: leucemia fulminante, muerte en dos semanas, atropello por borracho, resbalón en las escaleras de la iglesia… Diana, como un accidente, un día cualquiera simplemente me espetó que se marchaba. Me inclino a creer que sí debiera registrar su vileza, aunque tal vez cubriéndola de ficción, cambiar su nombre y el mío, su rostro y el mío, su historia y la mía y hacer una novela en la que nosotros no fuésemos nosotros sino personajes y, gracias a esa jugarreta, fuésemos más reales aún que la realidad misma que hemos vivido: más universales y duros, menos personales o biográficos y por eso más atractivos y, dependiendo de la historia, hasta más políticos, más verdaderos o heroicos, porque, ¿tiene sentido contar un par de vidas comunes y corrientes, sin hechos extraordinarios? Por otro lado, ¿tendría sentido escribirlo como si este dolor efectivo —me duele el reflujo en el esófago, la noche sin ella me duele en la nuca, el desvelo me duele en los ojos y me duelen las manos, los dedos que sostienen la pluma— fuera solo un juego de estilo o ficción: una vida paralela a mi vida? ¿O debiera escribirlo como si este dolor pudiera decirse mejor con palabras reales sobre la realidad del dolor? ¿Qué curará mejor, la realidad o la ficción? ¿Y si la cura no tuviera importancia o fuera un motivo estúpido para una creación de cualquier tipo, qué tendría más sentido: la realidad o la ficción? ¿Debiera, pues, armar una historia ficticia para, a la vez, encubrir mi vida y hacer veladamente teoría pedagógica, o debiera decirlo todo tal como es —es decir, tal como creo experimentarlo— en lugar de disimularlo con fábulas o moralejas? Por ahora no me atrevo más que a postergar cualquier intento de respuesta definitiva —es decir, de estilo definitivo—, y, por eso, mientras tanto lo diré como lo pienso mientras tomo una ducha o miro por la ventana del autobús, como cuando llega simplemente como un aire cargado mientras intento dormir y doy vueltas en la cama presa de un escozor irremediable; lo diré como me lo 46
explico a diario sin literatura, a espaldas de la literatura o, más exactamente, en los márgenes o borrones de la literatura: todo eso que un escritor o aprendiz de escritor debe borrar del texto al hacer una novela, un cuento, un relato, un eventual premio literario… Mientras no sea, pues, capaz de tales disciplinas, lo diré como me lo digo en cada pausa imprevista, cuando dejo de hablar en el café con los amigos, cuando dejo de trabajar para frotarme los ojos o mientras me cepillo mecánicamente los dientes y miro monstruos en el espejo, o como cuando, aquí —en este cuaderno amable que me lo permite todo, todo— se deja caer como arrebato verbal ocasional e iterativo… Este dolor, de todos modos, es una atmósfera y no una historia. Es que los dolores mismos no pueden ser una historia, no pueden aparecer como historia. Y ya sé, no soy tan imbécil, en una historia no se debe decir el dolor, que sí, que ya leí a Hemingway, hay que mostrarlo, no hay que decir jamás que al personaje X le duele la muela, hay que hacerlo retorcerse y tocarse la mejilla repetidamente. Y no hay que decir explícitamente que le duele porque Diana o Margarita o Raquelita se han ido con otro y el tipo lo somatiza todo; solo hay que contar la escena cuando la muy zorra se va con otro y eso basta o habría de bastar, que todos hemos sufrido lo mismo y al lector lo que le gusta es que sin decírselo le hablen de sí mismo, o no, no que le hablen sino que le hagan historias en las que él (o ella) puedan verse como en un espejo. ¿Es que hay lectores que no sean narcisistas? Pero lo intentaré, no hay nada más que pueda perder por intentarlo. De todos modos, escribo en un cuaderno que no leerá nadie. Lo escribiré, pues, como no debiera escribirlo: dejaré aquí la escritura, en lo posible, sin filtrar por uno de esos moldes prefabricados, estilísticos o genéricos; me esforzaré por no construir teorías omnívoras ni protegerme tras historietas ni sucesos, me debatiré en el abismo del entredós, entre las opciones extremas, contra el imperativo de que es necesaria alguna certeza, por ejemplo la certeza de que el lector sepa sin lugar a dudas si lo que le han dado a leer es un cuento o es real, si quien habla es persona o personaje, si lo narrado son hechos reales o ficticios. Pondré entre paréntesis que para el lector promedio esta certeza cartesiana es imprescindible: saber si lo que lee es literatura o el diario de fulano de tal. O esta otra: saber que la historia tiene un principio y un final y que el autor se los relatará más tarde o más temprano. 47
Tal vez podría empezar por su imagen... Mi vicio es tal que conservo su fotografía justo aquí, al lado de este cuaderno… Me fascina mirar el poder que ejerce sobre mí. Me fascina dejarme fascinar y disminuirme, como cuando admiro embobado la potencia de un huracán o de un río de lava o el ímpetu de una marejada… Sentir —a modo, hoy, de experimento inevitable, y por eso mismo debo aprovecharlo— que solo de ella depende todo mi placer posible… La fotografía... Decir que es hermosa es una simpleza... Diré, mejor, que su belleza es mía porque soy yo, con este arrebato impremeditado que me lanza hacia sus labios, soy yo quien la hace bella: su belleza es el efecto de su cuerpo en el mío, el aire enrarecido entre nosotros, esa incontinencia de mi ir hacia ella, esto, toda esta irrevocable necedad genital... A veces, al mirarla, me siento capaz de cogerme un paisaje, al mar, a las montañas nevadas… En esta fotografía en particular, Diana está sonriendo. Está en la playa, sentada en una banca desvencijada, bajo un almendro de follaje ralo, ralísimo: el sol atraviesa las ramas resecas y las sombras en su rostro son apenas un par de hilos que le cruzan la frente… Es de la época en que llevaba el cabello cortísimo y cobrizo, peinado en flequillos… ¿Como un patricio? La pura verdad no sé cómo llevaban el pelo los patricios... Su rostro es básicamente recto, simétrico, y al descender hacia su barbilla se convierte en un perfecto semióvalo; sus labios son gruesos como gajos de carne rojiza; y sus ojos son hondos y al reír frunce la nariz y los ojos forman dos rendijas de luz marrón. Sus mejillas, su frente, sus dientes brillan, todo brilla como el mar bajo el sol de un verano tropical. Lo cual es obvio, claro, la foto se la tomé en un verano tropical... En la imagen, su sonrisa es angelical, infantil casi, tanto que oculta como una máscara su talante fatídico. Es evidente que sin ese rostro inocente no podría matar a placer: lo esperaríamos. Yo lo habría esperado. ¿Pero cómo esperar crueldad de un rostro tan… geométrico? Los rostros humanos son una hermosísima farsa. Quizá se deba a eso que solo seamos lo que somos cuando elegimos una máscara que nos cubra el rostro y un secreto que oculte nuestro nombre y quizá alguna historia que empapele nuestra historia… Quizá por eso somos tan dados a creer que podemos conocernos mejor recurriendo a la ficción, por ejemplo a la literatura, es decir, quizá sea por pudor que preferimos la imaginación que la realidad. Nos parece obsceno que alguien hable abiertamente de sí mismo. Pero no porque creamos que esté mal que lo haga, qué va, somos curiosos y nos gusta meter la 48
nariz en la intimidad de los otros; pero solo lo aceptamos públicamente y lo aplaudimos si se hace con cierta decencia, con vergüenza, por ejemplo haciendo una novela o leyéndola, es decir, siempre que se cubra por algún tipo de arte o artificio o realidad virtual que disimule las partes y los sentimientos pudendos de las personas reales de carne y hueso. A los personajes les permitimos todo; a las personas les damos bofetadas y las juzgamos con escarnio. En fin, es obvio que su fotografía ya no merece estar aquí. ¿Y me gustaría que ella leyera esta venganza, que, de todos modos, solo sería venganza si a ella le doliera? Sí, la verdad que sí, que me leyera algún día… Aunque seguramente no le dolerá ni uno solo de sus colmillos incisivos ni se le retorcerá un milímetro su colon de estatua helénica; quizá sus ojos desmemoriados recorrerán o estén recorriendo ahora mismo estas páginas como un catálogo de personas o personajes que no conoce, un inventario de emociones ajenas, literarias. Creo que la virtud animal de Diana es poder vivir como si yo no hubiera existido nunca en su vida. A mí me desvela no entender cómo lo hace. Y se lo envidio, claro. ¿No sería entonces más inteligente dejar este cuaderno solo como un documento de privada imbecilidad? Sobra decir que no logro decidirme, doy tumbos y retumbos y es como si alguien o algo me hubiera condenado a vivir y a escribir solo en borrador, sin una sola oportunidad para volver a lo escrito y repasarlo y borrar y editar y redecir y callarme, callarme del todo… Por otro lado, cualquiera —ella misma, sin duda— podría reprocharme el hecho de escribir solo acerca del dolor, como un maniático. ¿Es que se puede hacer un libro solo sobre el dolor, más aún, es que se podría leer? ¿Acaso —ella me lo preguntaría—, no he conocido épocas felices? Sí, supongo —le diría—, algunas, pero solo los bestias hipócritas de la autosuperación piensan que es posible definir la felicidad propia para provocarle felicidad a otros. Quizá yo sepa qué me hace feliz, pero si me preguntaran, si me forzaran a decirlo y si lo dijera, entonces ya no lo sabría y solo conseguiría decir proposiciones desdeñables… La escritura, el lenguaje en general, está fundado sobre una ausencia, existe por algo que no está. Las palabras son huellas de criaturas inasibles y solo tienen sentido en la ausencia de sus objetos o referentes; solo escribimos caren49
cias; la felicidad no tiene articulación en la voz, es sonrisa, grito, gemido o silencio; es, imprecisamente, un desgobierno del sentido cotidiano, pesado, ese que arrastramos por inercia. La felicidad se agota en sí misma y esto quiere decir que ni siquiera puede llegar a la palabra: así de incorpórea es su realidad. Ha de ser por eso que al pretender escribir la felicidad siempre obtengamos figuras ridículas: sombras que quieren pasar por cuerpos... Siempre un tanto platónica, ¿no es eso la cursilería? Dicho en otras palabras, para escribir la felicidad habría que usar otras palabras, unas que probablemente no existan, o, al menos, un lenguaje inhumano, quizá, por ejemplo, el de las fieras con sus ojos atentos y su honorable olfato asesino. O la voz del viento con sus roncos violines... Arriesgo una definición: la felicidad es ser humano con un pie fuera del mundo humano; es eso, quiero decir, pero no dicho así... La palabra es el rostro público del deseo, vestido para el público, maquillado, como los colores que cubren la tristeza del payaso. Y sin embargo a veces hay que escribir para no enloquecer, hacerlo indeliberadamente cuando el hastío no nos deja siquiera dormir, llegar al extremo de saberlo la única excreción aliviadora, la única manera de evacuar la soledad para que no se nos pudra por dentro; escribir rápidamente para llenar el insomnio con algo que no sea pensar, con una repetición sin fin y sin objeto, como cuando meditamos repitiendo una y otra vez lo mismo hasta que la mente ya no sepa qué hace ni qué dice y se llene de nada, de paz, de un cansancio bienaventurado... Y hacerlo como si nadie lo hubiera hecho antes, decirlo todo como si antes nadie ya lo hubiera dicho todo… ¡A veces necesita uno creer que no todo es lo mismo si es uno quien lo dice todo! Habría que postular ese derecho. Algunos trotan en las mañanas, otros nadan o juegan fútbol o escalan montañas y esos mecanismos evitan que piensen demasiado: ese automatismo deportivo del cuerpo evita que la cabeza les explote hacia dentro. Pero también escribir es un ejercicio para el cuerpo. Escribir, por ejemplo, para no reventarse de frente contra un muro, esta urgencia de arrancarse la piel y gemir, escribir, todos los días, a todas horas, para apalearse, para embrutecerse, escribir para no tener que recibir golpes eléctricos ni verse obligado a alimentarse hasta el vómito de Hollywood, para ensordecerse, para no ser nadie precisamente, es decir para ser solo palabras, vanidad, escribir para enloquecer de esta locura simbólica, menos físicamente grave, menos letal… y aún así tener que preguntar con cada nueva oración para qué diablos, para qué pierdo el tiempo así, aquí no hay nadie, jamás podrá 50
haber alguien, y peor cuando se está casi seguro de que a nadie podría interesarle esta recargada locuacidad, si no es, tal vez, para un historial clínico de las megalómanas aberraciones filosóficas…
¡No sé cómo podía resistir estos ritmos! [7:12 a.m.]
________________ 05 de febrero de 1999
EN AQUELLA ÉPOCA, tanto me inclinaba a la especulación, al embrollo, como a la enciclopedia psicológica y los totalitarismos afectivos. Para los seres humanos, la historia en general no podría ser objeto de una narración. La historia es una atmósfera, una relación afectiva, como la de un niño con su hogar, incomprensible en sus límites y condiciones y certezas…
Aún creo que, en buena medida, la historia del ser humano es la relación afectiva, infantil, con Dios o alguna “verdad”, o con el sentido de la historia misma. La historia es la historia del deseo de posesión de la historia. Y, sin embargo, al mismo tiempo es la historia de un paulatino desengaño, pues no hemos sido dueños de nada, ni siquiera de nosotros mismos. La historia es también la historia del descentramiento del ser humano. Inventar otro lenguaje siempre es inventar otra realidad. Habría que intentar contar, por ejemplo, los marcos de la historia y no la historia misma... Es decir, si fuéramos a colgar la historia de una pared, ¿cómo sería el marco que la rodearía, que la distinguiría y la separaría del resto de la pared? [7:14 a.m.] 51
________________ 06 de febrero de 1999
ESO QUE UNO LLEGA A LLAMAR SU “VIDA” SIEMPRE ES ALGO INDEFINIDO, como los otros, cualquier otro, y el mundo, que nunca son cosas precisas, fijadas en el tiempo, inmutables: la única manera en que podrían tener identidad. Un día despertaré y tendré cuarenta años. Ese día pensaré: ayer tenía veintidós y soñaba. Pero no soy yo quien inventa este mundo en el que estoy metido como un puñal en su vaina.
[8:02 a.m.]
_______________ 07 de febrero de 1999
CUANDO EMPEZABA A ESCRIBIR —y empecé compulsivamente, llenando cuadernos enormes en pocas semanas—, a pesar de la incontinencia y una redundancia enfermiza, en el fondo siempre prefería la brevedad, los tonos aforísticos; me han fascinado siempre, por ejemplo, los haikús, y las imágenes breves y gratuitas, las palabras atractivas por sí mismas, es decir, la prosa biensonante, independientemente del “fondo”, del asunto “serio”… Ahora entiendo que, detrás de la preferencia o del gusto personal, que lo tiene todo el mundo, la razón decisiva de esa aparente contradicción — escribir copiosamente pero preferir la frase punzante — era que pensaba, o intuía, que solo me sería posible librarme de mí si primero me excedía o me 52
agotaba. Tenía que callarme a mí mismo, deshacerme del yo o desgastarlo hasta solo dejar una punta, un aguijón. Cae la tarde. Es un telón plateado. La angustia no cesa. [8:04 a.m.]
________________ 09 de febrero de 1999
Y SE ME CONFUNDEN LOS VERBOS, pronombres, adjetivos y no sé si son muslos, antebrazos, cintura y esos colores no sé si son violeta, tornasolados, ámbar y sus ojos, rasgados, hondos, felinos y no sé si me miran o si me extrañan o si ya no me desean y no sé si es ternura, odio, saciedad y vuelve la página en blanco como una mujer muerta, pálida, lunar y no sé si recordarla, insultarla, desnudarla o decapitarla y el espejo, lanzándome no sé si imbécil, ingenuo, optimista o más bien trágico, abatido y no sé si llamarla, escribirle, o matarme en mi silencio olvidándola sin olvidarla ni poder reencontrarla, y pensar que es tan inocente, nimia, frágil y ver con asombro que con tal ligereza pudo hacer de mí no sé si un despojo, un cadáver, un mudo, pusilánime, enfermo y querer lo más en el mundo tenerla de nuevo, su vientre, su cuello, sus caderas salientes y no entender por qué me desprecia, me deja, me ignora y querer hacer verbos, pronombres, adjetivos que pudieran por fin trasmutar mi odio y liquidar mi
[8:06 a.m.]
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________________ 16 de febrero de 1999
SIEMPRE ES POSIBLE LEER RÁPIDAMENTE AL PASAR LA VISTA SOBRE LAS PALABRAS Y ACUMULAR IMPRESIONES SUPUESTAMENTE DIRECTAS, algo similar a lo que sucede cuando solo vemos un paisaje desde lejos e imaginamos cómo sería estar dentro de él. O cuando, enganchados desde la página uno por una trama intensa e imágenes fuertes y la ansiedad que entraña el deseo de resolver un misterio —por ejemplo— uno no suelta el libro hasta que al final el autor revela todas las soluciones en un juego de luces parecido siempre a un desenlace amoroso o, más exactamente, erótico. Uno corrió por las páginas y solo descansa cuando ha conocido la verdad. A veces, si la ansiedad o la necesidad son realmente fuertes, este tipo de lectura llega a depender más de la imaginación (o de las ganas de imaginar) del lector que de las minucias y cuidados y giros del texto leído. Otra manera de leer, reposada y meditabunda, se hace menos con la vista que con el oído. Lo primordial no es pasar la mirada por las palabras, sino escuchar el reverberar de cada una de ellas, sus entonaciones, los ritmos cambiantes de sus consonantes, los matices de su aliento, inconcuso o etéreo o melancólico. Uno empieza a escuchar el croar de las ranas, el crujir de las hojas resecas o la brisa vadeando los follajes; resbala por la piel el siseo de las sílabas serenas; o golpea el pecho el bote rotundo de un corazón endurecido, frío, arruinado, harto. Uno se detiene, hace, de verdad, las comas y los puntos; y empieza lentamente a creer que las oraciones son algo más que oraciones, es decir, que algo efectivamente exterior y grave y asombroso intenta aparecer en un medio que no le pertenece: las palabras, el lenguaje, los acentos musicales de las letras... Supongo que hay muchas más maneras de leer. Estas dos son, para mí, básicas y mutuamente necesarias, a pesar de su diferencia. En todo caso, ya he dejado de creer que tenga sentido seguir hablando o escribiendo contra el mundo, si el Apocalipsis está destinado a llegar pues llegará de cualquier manera, y, si no lo está, si no hay un destino del mundo, ¿para qué perder el tiempo anticipándolo? Tal vez sea más importante inventar algo diferente del sí y del no, de las elecciones tajantes y las fronteras para todo. Por 54
ejemplo: atreverse a leer sin esperar que las cosas sean como esperamos. Perder el miedo a interpretar… Me he decidido: sí voy a contar su odio incomprensible. Hoy, al menos, Diana lo merece. Voy a hincharme de mí en esta historia sin historia hasta mostrar y decir el volumen ridículo de nuestro absurdo, es decir, del mío en primer lugar, aunque no solo del mío. Me tomaré de ejemplo: ya sé, al menos, que yo debo reventarme.
[8:08 a.m.]
________________ 17 de febrero de 1999
ENTRE LA TEORÍA Y LA NARRACIÓN, entre la biografía descarnada y la novela —inclinaciones igualmente celosas y estrictas—, insistía infantilmente en no sacrificar nada, creía posible la creación de párrafos a la vez líricos, narrativos, teóricos, reales e incluso terapéuticos: una ínfula prometeica — una especie de Frankestein estilístico— y, por eso mismo, condenada al fracaso. Empezaba la tarde como empieza un olvido: con un esfuerzo descomunal. El personaje de novela se anunciaba pesado, tal vez lívido o extraviado, sin un propósito concreto... Su pesadumbre provenía de tantos siglos de palabras repetidas, de redundantes esfuerzos por nombrar una pasión única. —¿Por qué tantas palabras, por qué tantos sabios no sirven para decir mi dolor? /Sus juegos de amor se reducían, hastiados, a un único momento afectivo, embrutecido o tartamudeante. —Para escribir hace falta que la vida lo haya callado a uno. El silencio mueve los lápices en un vaivén entrecortado, como el de las olas del mar—. 55
El amor le había jugado muchas trampas, según él demasiadas, y por eso hoy quería olvidar no solo las promesas y los engaños, sino el olvido mismo. Todo lo que habría podido decir concurría, con la tarde grave, a la precipitación de ese olvido necesario. Su mutismo perplejo habría de ser el instante ideal de este texto impropio. Lo demás solo serían fragmentos ornamentales, difusos, exabruptos inevitables de quien no habría podido callar ante la evidencia de un desastre singular que lo consume… (¿Pero cuánto puede caber dentro de un paréntesis? ¿Cuántas páginas, por ejemplo, dentro de un paréntesis de literatura?) Un silencio perplejo expresado en infinitas tautologías —porque el amor solo se dice tautológicamente —piensa—, redundando, redondeando o rondando o rodando: escribiendo inútil e ineludiblemente encima de lo que ya se ha escrito—. Mientras tanto, mira por su ventana las calles, el parque habitado por niños y perros transitorios, el cielo descolorado, los zanates siempre hambrientos; quieto en el umbral, su silencio es el mundo, la historia, el porvenir. Quisiera anticipar su vida, prever sus desenlaces; pero todo se le hace borroso, más bien como el pasado, lejano e incierto como los más viejos recuerdos infantiles. Siente como si alguien ya hubiera vivido su vida futura, quizá él mismo; pero no puede estar seguro. Y entonces piensa en un mar infatigable que vuelve una y otra vez sobre una arena pajiza que apenas por unos segundos puede soportar palabras, palabras que se lleva el mar hacia su vientre de muerte, palabras de amor, promesas de amor. Ayer, sin previo aviso, ella lo abandonó. Él simplemente se apresura a escribir algo antes de que vuelva la ola.
[8:10 a.m.]
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_______________ 22 de febrero de 1999 En no ser amado solo hay mala suerte: en no amar hay desgracia. Hoy todos morimos de esa desgracia. ALBERT CAMUS
LA ÚNICA CRUELDAD ES HACER SUFRIR A QUIEN NOS AMA, lo demás es barbarie o salvajismo. Yo enfrento la noche como a una selva: cierro los ojos y la oscuridad se vuelve laberinto; en cualquier recodo aparecen rostros que creía olvidados, momentos que ya habían aplacado su furia; de vez en cuando, algunos ojos amados que se habían cerrado sin escándalo ni rabia… Pero también encuentro a Diana con sus ninfas, transformándome de nuevo en ciervo: presa para mis propios perros... Sus ojos inocentes ocultan la mirada cruel de quien no teme hacer sufrir; pero en mis sueños ya no me engaña: sé que tras sus encajes hay un ave de presa o una máquina asechadora. Su sueño, en cambio, lo imagino plácido, agraciado por esa virtud inhumana de no conocer ni la culpa ni la añoranza, de no necesitar ternura más que como ofrenda recibida... ¿Pero no es la ternura algo que se da?
Cuánto resentimiento arrastraba. ¿Y no es siempre un error escribir tan cerca de un dolor, para curarlo o vengarlo? En la vida de cualquiera, con el resentimiento por un amor traicionado pasa como en la historia de la humanidad: no se puede reparar ni transformar la historia si antes no se ha superado o transformado el resentimiento. Quisiera olvidarla como se olvidan esos monstruos que nos visitan en las noches infantiles. No quiero dar ni recibir crueldad. Creo haberla tratado con dulzura y nunca haberle hecho daño. Pero ella me desprecia. Aún así, quisiera justificarla: ¿es el infierno que la inunda todavía mayor que el que a mí me provoca su odio? ¿Acaso por alguna causa indescifrable decidió hacerme a mí culpable de su vacío y sus infortunios?
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Por otra parte, cuando se olvida a alguien, ¿no se le hace daño con ese olvido? ¿Olvidar a una persona no equivale a despreciarla? ¿No es convertirla en nada, en una chispa de viento o en menos que una chispa de viento? Quisiera, pues, olvidarla sin esa crueldad que arrastra, impersonalmente, el olvido... Sé muy bien que no soy un ángel, nadie lo es; pero fui su amigo y su amante y compartimos livianas alegrías. Su crueldad se me hace inexplicable. Quizá algunas personas no merezcan ser amadas; quizá algunas no pueden amar y se vengan de su horrible destino haciendo sufrir a quienes las aman. Quizá solo sea eso. Algún día mi dolor solo será un conjunto de imágenes pasajeras que veré al cerrar los ojos. Sin dar es imposible sentir a otro. Tal vez su soledad sea más honda que la mía. O tal vez la soledad sea lo único que hoy tenemos todos en común, pues así nos prepara el mundo para que creamos haber llegado al paraíso. Tal vez, algún día, todos moriremos de esa desgracia. [8:16 a.m.]
_______________ 23 de febrero de 1999
MIRO OTRA FOTOGRAFÍA DE DIANA EN LA PLAYA, dándole la espalda al mar, omnipresente tras unos almendros que filtran la incandescencia del sol. En la arena las sombras bailan en claroscuro. Su rostro, sin embargo, resplandece. En esa luz su rostro es un sueño y es mi condena. La playa fue ilusión edénica: solo era el desierto que me invadiría, total, ambiguo, con la ambigüedad de una tristeza a veces culpable…
Y todavía pegada en esta página del cuaderno hay también una fotografía de Diana cuando era niña. ¡Había olvidado del todo esta imagen! Una niña con el cabello ondulado hasta los hombros, desordenado y trigueño; los pómulos salientes y las cejas arqueadas por una risa alborozada; y 58
rodeando una dentadura helgada, los labios, ya, gruesos y hermosos. Tendría unos tres o cuatro años. Su mirada es cálida, pero su boca dibuja una sonrisa letal. No es cierto que la inocencia esté en los niños. Quizá los adultos la vemos allí por saberla en nosotros ya imposible, y por desearla y necesitarla. La inocencia siempre se inunda de demonios, los atrae y los incorpora como un agujero negro la luz. Hoy, bajo este sol imponente, solo puedo pensar que su crueldad demuestra inequívocamente que el mundo es una contradicción o una aporía, y que esa, precisamente, es la condición de su existencia.
[8:20 a.m.]
________________ 25 de febrero de 1999 Yo no hablo ni de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón. J. L. BORGES
SU NOMBRE ES DIANA, pero está muy lejos de ser una diosa; o quizá no tanto, porque basta que mire con entusiasmo para que uno quede prendado... Camina erguida y cimbreña y su cuerpo es un voluptuoso retoño de cremas y gimnasios y mimos, es un demonio atlético y su cuerpo embriaga, es llama, cuerpo ígneo, y despide olas de calor que embelesan y se expresa siempre con guiños de tigresa alada, zarpazos, ofusca, absorbe, y a la vez carga consigo la sonrisa de un angelillo advenedizo, inhibido, de una timidez perversa, o quizá de una inocencia falsa, impuesta... Su paso mismo corteja provocando una cadencia sicalíptica de calofríos en el vientre. Y son esas ambigüedades — parece inocente y perversa, seductora y distante— las que penetran en el corazón como dardos imantados, soporíferos, certeros. Yo caí. Su regazo y su pecho —desnudeces globulares enajenantes— conocieron mis más barrocos 59
ardores y toda la entrega, el frenesí, según los entendidos, o la locura, llanamente, la locura de no querer otra cosa más en el mundo entero que ese regazo y ese pecho, una y otra vez ese pecho… Aunque luego lloré, también, lloré mucho, como un niño. Caí lapidariamente. La primera vez que cruzamos miradas me sentí empujado por un vendaval. Fue en una disco estridente y oscura y maloliente, entre amigos y amigos de amigos. En esos días yo salía con una mujer que me besaba siempre con desesperación y exhibicionismo; pero esa noche, en las pausas de sus besos gelatinosos yo no podía dejar de mirarla a ella, a Diana, que estaba allí al otro lado de la mesa, sola, y la miraba inexplicable y lógicamente como a una condición necesaria y suficiente; y si me dilapidaba en los besos con la otra mujer era solo porque sabía que Diana me miraba, y de un modo retorcidamente apasionado solo deseaba que ella se excitara con mis besos y que deseara ser ella el sujeto de mi desesperación. Y poco después en esa misma noche la miré sin desesperación y luego nos miramos sabiendo ya que aquellos besos intrusos solo eran parte de la seducción y que ella lo era todo o iba a serlo todo y lo sabía. La otra mujer, ajena a lo que se gestaba entre sus besos y en parte gracias a ellos, siguió besándome sin pausa toda la noche y D. solo sonreía mientras me miraba gozando de la infalibilidad de sus técnicas de caza... Obviamente, en aquel momento yo no intuía el poder avasallador que anunciaban sus ojos no sabía si inocentes o bárbaros, casi diría infantiles y feroces, como apetecibles bocas entreabiertas... Los velos de Maya aparecen de las maneras más inesperadas. Hoy sé que es un monstruo de varias cabezas; pero en aquel momento perfecto —carnal y turbio a la vez—, ¿cómo no ceder ante su riesgosa sensualidad? ¿Cómo anticipar su sadismo, la crueldad verdadera tras ese rostro pulcro y alegre, lleno de vitalidad, aunque una vitalidad herida, sangrante, vengativa, como la de un niño maltratado que aún alcanzara a disfrutar sus juegos de niño ocultando su odio tras la candorosa silueta de su rostro impúber? Un buen amigo mío estaba interesado en ella. Fue él quien la invitó esa noche a la discoteca, la había conocido en su Facultad o algo así. Por esta razón yo conseguí ponerla a un lado como haría con un libro que deseara mucho leer pero para el cual no tuviera aún tiempo. Seguí viéndola de vez en cuando, mi amigo la llevaba a todas partes sin que ella, al parecer, correspondiera a sus intereses. Mi amigo fracasó en su intento de conquistarla y yo fracasé —desde el principio no había otra posibilidad— en la relación que ya traía con la mujer de los besos huracanados. Luego pasé un par de meses sin del todo ver a Diana. 60
Pero pronto me descubrí asistiendo a fiestas donde sabía que ella estaría. Yo trataba de no pensar en ella pero, como posesos, mis pies insistían en acercarnos... ¡Qué fácil hubiera sido darse cuenta! Pero mis vísceras seguramente estaban contaminadas por aquella mirada inicial de ángel erotizado, y un día como otro cualquiera, ella me devolvió, con un simple golpe de reojo, a la noche aquella en que sus ojos se habían comido los besos que yo le daba a otra, y cobró su anticipo y reclamó su derecho adquirido y yo caí lapidariamente en su regazo y su pecho, como un niño desvalido. Hoy, después de exactamente trescientos cincuenta y nueve días de edén y ciento setenta y dos de exilio del edén, no dejo de pensar en ella, en su profunda ambigüedad de niña frágil necesitada de afecto, y monstruo implacable. ¿Podré alguna vez decir que ya he padecido suficientemente por ella? Los textos de estos cuadernos —aunque en buena parte estimulados por ella— no serán en realidad una venganza —ningún texto puede serlo—, solo mi mediocre intento de olvidarla. Después de todo esto —si es que algún día llega a haber un después— ella solo merecerá ser alguno de mis silencios, o quizá ni siquiera eso. Llegó, en efecto, a ser uno de mis silencios (no sé qué sería ser “ni siquiera” un silencio.)
[8:28 a.m.]
_______________ 05 de marzo de 1999
LA BELLEZA SOLO SE ANUNCIA muerte, pero la muerte es segura —
Y SE DIFIERE,
es una promesa, como la
— hoy se extiende una veleidad devastadora — la pretensión de que haya solo un mundo — sin haber nacido del todo, allí agoniza la ternura — y la 61
escritura solo escribe estertores — libros repetidos, sin singularidad, sin realidad — queda, supongo, la muerte: el silencio equivocado — y las tardes de crepúsculos cenicientos — la armonía de la página impresa es un efecto cosmético — los verdaderos rostros son incognoscibles o no existen — ¿para qué maquillar la pulcritud vacía del papel y luego actuar, ya pintarrajeados, en estos escenarios sin fondo? — ¿puede todo esto ser algo más que un eterno rompecabezas? — ¿cuánto se puede decir tras la apariencia de no decir nada o al revés? — ¿cuántas páginas se pueden llenar con una vaciedad que, a la vez, sea inaguantable y llamativa, tal vez, incluso, necesaria? Ella desfilaba entre luces que acaso solo ella veía. Siempre le sonreía a todo el mundo, quería ser vista, vista bella, que su belleza fuera popularmente evidente, como un chiste de doble sentido, como lugares que fueran manifiestamente comunes en cualquier parte del globo, tal vez tan ubicua y anecdótica como una Coca Cola Classic. Sonreía como esas vallas publicitarias de mujeres en ropa interior que, en media autopista, aun mirándolas de pasada a 100 km/h calan lúbricamente dentro del cerebro con sus pechos y piernas y nalgas de quince metros de altura... La belleza se ofrece como promesa de una evidencia que no llega nunca. Pero ¿no es ese el error, no poder sostener el velo hasta el final —es decir, sin final del velo— y querer tenerlo todo claro, allí, aquí, dispuesto, montado como una tarima? La felicidad sería ser capaces de conformarnos con la promesa — el silencio siempre equivocado… Ella no se callaba nunca, tal vez, de hacerlo, se hubiera ahogado en su silencio. Acaso a todos solo podría salvarnos caer en un abismo, rendirnos al vértigo: este miedo soy yo y no me conozco. Llega uno a ver la belleza desfigurada, dando alaridos, desmadejada, dentellando. 62
¿Hoy sería irracional o temerario no sentir pánico del futuro? Leo en Edmond Jabès: todas nuestras palabras solo son el torpe intento de decir el silencio de Dios. Claro, no sabemos si Dios existe, creemos que existe precisamente por ese silencio, este intento implacable, histórico, lírico, prometeico... ¿A Diana la muerte le quedaba grande? ¿Y cómo escribir sobre esto? Dichosa: ella flotaba en lugar de caminar. [8:35 a.m.]
_____________________ [página suelta, sin fecha]
AFORISMOS AFECTIVOS/TEMÁTICOS PARA LA “NOVELA” O ALGO ASÍ
I. Necesitamos un agobio en los otros para sentirnos sanos, limpios, transparentes; necesitamos su caos y su pesar para sentirnos en orden y felices; necesitamos su maldad para sentirnos buenos. En cada uno de nosotros hay un sádico y un torturador: determinamos el grado de nuestra dicha haciendo comparaciones con las desventuras ajenas. La civilización es el gigantesco escenario fabricado para tratar de disimular este presupuesto básico; es la pantalla que cubre nuestra fundamental indecencia. II. El peligro de padecer un severo desequilibrio de las facultades vitales no es morir, sino convertirse en metafísico. Y entonces la tentación inevitable es querer decir esto es verdad. Lo más que podemos hacer para defendernos es diferir hasta donde podamos ese instante infiel y literalmente diabólico. 63
III. Hay quienes parecen vivir únicamente para llevar la estadística de las vidas ajenas, empezando, claro está, por las desgracias. En ellos a veces el desvarío se hace universal y quieren entonces hacer el cálculo, también, de las miserias y verdades del cosmos, como si nuestra incapacidad de vivir en él quisiera decir que al menos podemos pensarlo. IV. Solo es valiosa la soledad elegida: salirse de sí para no poder siquiera sufrir, ni hacer sufrir. Lo demás es un desierto en el que nos sofocamos con nuestro propio aliento. La soledad no es estar en un desierto, sino ser el desierto mismo. V. Alguien debe registrar lo excedente —lo superfluo pero esencial—: el reverso de la literatura. Para que anverso y reverso se destruyan uno a otro y den luz —o, más exactamente, claroscuro— a otra cosa que uno u otro. Hay que soñar siempre la posibilidad de otra cosa que. Es eso simplemente: un sueño que es posible soñar. El hecho ya no podría soñarse, nada más sería. VI. La gente vive sin asumir el riesgo de caer, vive en el engaño de creerse protegida: por un dios, por la policía, por el gobierno, por cualquier ideología. Y el colmo del nihilismo: las personas se creen protegidas cuando creen tener una identidad. Solo unos pocos viven sabiendo que la vida es una caída libre hasta chocar con la muerte. Y esa lucidez los hace desgraciados simplemente porque para ellos ya no es tan fácil enmascararse para enfrentar las calles y los salones y pretender que todo tiene algún sentido definitivo. Saben que todo al fin y desde el fin, es engaño y distracción, quizá incluso hasta el engaño máximo de creerse desengañados. VII. En la novela —o algo así— la pregunta habrá de ser: ¿después de milenios de egolatría, es posible la ternura? Y, de serlo, ¿haría eso que el mundo cambiara de época? VIII. La única posibilidad con probabilidad de éxito es dejar de ser “yo”. Solo así podrá ceder el ensañamiento en esta historia de dolor.
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IX. Aun cuando estamos solos sabemos que no lo estamos porque nos hace falta otro. X. Alguna mañana decidiremos que ya no queremos levantarnos jamás y así nos encontrará la noche, tendidos, ausentes, arrugados como esas flores secas que al tocarlas se hacen polvo… A veces es mejor entregarse a la enfermedad, dejarse devorar por sus bacilos. Casi siempre es mejor estar enfermo que muerto. Siempre hay alguna posibilidad de recuperar la salud, y si no, pues también se muere uno atropellado por un beodo o desplomándose de espaldas en la ducha. XI. La alegría es una extraña manera de saber que vamos a morir. XII. La insistencia en unificar el estilo huele demasiado a formol. Es tributaria de la obstinación metafísica con la identidad. Ser coherentes a toda costa, cerrar la obra de manera unitaria. ¿Por qué obligar a mis múltiples inclinaciones y momentos a ser una única voz? ¿Por qué forzarlo todo para que haya un solo principio y un solo final, creyendo, además, y prejuiciadamente, que las palabras con que nos narramos la vida pueden dibujar círculos —sean reales o imaginarios, en ensayos o en ficciones— platónicamente redondos? Debo intentar, pues, entrar por aquí y salir por allá y a veces quedarme quieto, y aún otras atravesar de lado a lado el texto como un gusano, haciendo, precisamente, agujeros de gusano intergaláctico: como esos bichitos ínfimos que viven en los libros guardados comiéndose y mutilando las historias escritas en el papel.
Esto resultó ser, al final, lo único sensato y pragmático: transformar el estilo y la vida día a día, con pausa, con respiro, página a página, sin huir, saboreándolo todo enciclopédicamente, párrafo a párrafo, palabra a palabra, con amor, con dolores y con muerte… Claro, a sabiendas de que la enciclopedia sería inacabable y solo una pobre excusa para ensayar a diario nuevos caminos posibles… XIII. Repetirme hasta el vómito para poder finalmente librarme de “mí”: ¿no habría de ser esta la tarea de cada uno en el nuevo siglo? 65
XIV. Creo que la posibilidad del futuro yace en aprender a vivir difusamente —individual y colectivamente—, es decir, siempre y solo entre extremos: a sabiendas de que los extremos son por definición imposibles en la realidad. (Es decir, de los extremos sólo puede haber una idea.) Ni sí ni no: siempre un entremedio, una negociación. “Yo”, evidentemente, es un extremo como cualquier otro. XV. Hacer del lenguaje algo tan leve que se desvaneciera con el aliento del lector, que el lenguaje saltara de las páginas como si las palabras fueran plumas que pudiera flotar en el aire, que no hubiera que complicarse tanto con las tramas ni depender de formas fijas, que no hubiera escollos para que aprendiéramos a estar juntos, que los ojos fluyeran por las páginas como si, enmudecidos, recorrieran paisajes y afectos compartidos: la vida cotidiana en su más abrumadora simpleza, y desnuda, como si fuéramos capaces de verla. [8:44 a.m.]
_______________ 14 de marzo de 1999
AQUÍ NO DEBE HABER NADA EN QUÉ CREER, nada que pueda servir de salvación, refugio o excusa para nadie. Esta es mi propia fantasía, y lo es porque solo soy yo quien aquí se desvanece. Estos textos serán mi desaparición, yo los escribo, yo los padezco, son mis heridas las que se ventilan, aquí soy yo y solo yo quien ya no quiere estar. Aquí soy solo yo quien agoniza. Esta es mi fuga, mi olvido, mi silencio, y que nadie pretenda robármelos. El que quiera que construya su propia treta, su propio desvelo; pero si lo hace que lo haga con su dolor y con su agonía, con las cuitas y hazañas de su cuerpo y no con las mías… ¡Mi más fundamental propósito es saturarme de mí para explotar en mil esquirlas que no sean propiedad de nadie!
¿Trivialidades? Cualquier autor se pierde en su texto y cada lector se encuentra en un texto ajeno. Todos los intentos de pureza son en última 66
instancia vanos. El texto de uno siempre es de otro, el de otro siempre puede ser de uno. Esa, de hecho, es la condición de existencia de todo texto: aislado, cerrado, individual, no sería texto. Y no puede ser de otra manera, aun si solo ahora estamos en capacidad de asumirlo. Decir que los textos no son de nadie es decir que son de todos. Si aquí, por ejemplo, no hay nadie, es porque estamos todos, aunque indefinidos: aquí somos juntos sin identidad… Esto es una especie de nube afectiva... —¿El texto se parece a la justicia?—— O bien: para los seres humanos el texto es lo común o invariable en nuestras experiencias: la velocidad de la luz de nuestras relaciones. [9:07 a.m.]
_______________ 18 de marzo de 1999
SI TAN SOLO PUDIERA MANIPULAR LOS DÍAS, variar el orden en que sucedieron, aunque fuera un poco, recrear la propia vida repasándola en palabras lanzadas a un papel, en desorden pero con un desorden propio, trabajado, dolido. Un reacomodo que emergiera suscitado por el ánimo de cada día presente, como si cada día, individualmente, recogiera a su manera toda la vida vivida... Como si cada día fuera una vida entera y pudiera uno, por eso, volver a vivir su vida en un solo día, y cada día de manera distinta... ¿Pero no descubriría inevitablemente— y, supongo, entrelíneas— que cualquier orden daría igual, que a fin de cuentas va uno a morir un día y que el orden de sus días será reducido a ese último, categórico, duro, y que todo tendrá sentido solo si uno aprendió a dejar de vivir centrado en uno mismo, más tarde o más temprano, es decir, si uno aprendió a ganarse? Solo en ese caso el orden novelesco que construyera uno con su memoria habría sido algo así como un triunfo, es decir, un aprendizaje.
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Había olvidado este pasaje. Fue a partir de ese día, 18 de marzo del 99, que acogí la costumbre de retomar, un día cualquiera, los cuadernos con todo lo escrito y vivido antes y releerlo en desorden, o simplemente recordar toda la vida, azarosamente, callado y tumbado sobre la cama y dejando llegar las imágenes... Hoy, por ejemplo, es eso precisamente lo que hago, y es cierto que cada día en el que repaso así la vida, la vuelvo a vivir de otra manera, la rearmo según el azar del momento y la suerte en la elección de los papeles, las páginas de mis cuadernos, o simplemente los recuerdos. Es como si cada día vivido pudiera ser una repetición a la vez igual y diferente de la vida entera. Por eso no tiene mucho sentido hacerlo en orden.
[9:10 a.m.]
________________ 19 de marzo de 1999 El horror es una lucidez FRANCISCO UMBRAL
CONTAR LA VIDA PRESENTE ES MUY DISTINTO DE CONTAR HECHOS DEL PAEl presente es lo que menos conocemos. Lo conocemos incluso menos que las vidas ficticias que imaginamos al narrar. Por eso contar el presente solo puede ser errar por los momentos. Seguir lo que hoy acontece, la historia en cada momento actual del cuerpo. Al menos, hoy, ya no temo que eso sea algo muy distinto de hacer “literatura”. Ya no necesito, digo, hacer literatura. ¡Como si esa fuera la única manera de escribir! Y es un alivio. De todos modos, en el debate de qué es y qué no es ficción, la cosa parece estar cada vez menos clara. Algunos imaginan situaciones ingeniosísimas, personajes improbables y complejos e historias intrigantes y necesariamente “cinematograficables”. Pero detrás de tan arduos trabajos siempre sigue acechando la autobiografía. En personajes e historias se filtran los deseos y las frustraciones del autor, por decir lo menos. Y hay también quienes, por el contrario, creyendo escribir su autobiografía no logran más que ficciones mediocres, o cuentan su pasado maniSADO.
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pulándolo con gula por alguna neurosis, por un patológico autoengaño o por llana megalomanía. Errar por momentos afectivos o especulativos me parece algo poco ambicioso; pero en ello precisamente encuentro su valor. Ciertamente lo que diga hoy de mí puede contradecir lo que dije ayer, pero ambos testimonios bien pueden ser verdaderos. Quizá resida allí el atractivo de los diarios, incluso cuando son anónimos. Es que en ellos, al leerlos, a uno no le importa mucho quién fue el fulano que vivió todo eso, pero sí le importa que haya sido un Fulano de Tal y no simplemente una ficción o fábula. Por supuesto, también es válido contar ficcionalmente la propia biografía, siempre que se sepa que es eso lo que se está haciendo, sin pretender ni la verdad objetiva ni la verdad subjetiva. Todo ese asunto de la verdad —incluso la personal— es de lo más deshonesto. ¡La vida de las personas es infinitamente más relevante que la verdad! Pero, entonces, para ser consecuentes, también debe ser infinitamente más relevante que la ficción, es decir, que las modas escenográficas actuales con su catálogo de personajes prefabricados... Además el cuerpo debe acostarse cada noche sin certeza alguna sobre si amanecerá de nuevo al mundo que dejó; y debe levantarse, algunas veces, apresado por los pánicos más influyentes, como cuando nos sentimos horrorizados, en sueños, sin razones aparentes; o cuando nos descubrimos de pronto hasta las narices de culpa o de arrepentimiento. Y luego percibimos, esos infaustos días, la claridad del alba como una desnudez malediciente que solo se nos impusiera para que podamos ver mejor nuestra aflicción. Y encima tener que soportar, como primer pensamiento, de nuevo despierto solo. Y no encontrar en ninguna ocurrencia gramatical la manera eficaz de decirlo con fidelidad. (Ni encontrar la respuesta a la pregunta: ¿para qué decirlo?) E intentar dormirse de nuevo y solo conseguir ahondar en la desdicha. Y no poder evitar ver en la memoria los rostros amados y perdidos. ¡A veces no se pueden cerrar voluntariamente las puertas de la consciencia! Y tener que verlos sabiendo que corre el tiempo y nos esperan en el trabajo. Y padecer la añoranza como un naufragio siempre repentino. Y sentir un combate de escorpiones en la boca del estómago y aún así tener que desayunar. Y abrir los ojos, finalmente abrir los ojos al horror y no escatimar esfuerzos por conseguir llegar más hondo en la miseria que nos puebla, tratando de comprender, rastreando de nuevo lo que pasó y lo que no, como todos los días, una y otra vez, cada segundo. ¡Y todas esas ficciones tejidas y leídas para ocultarnos el hecho de que no somos lo que queríamos 69
ser! Porque es así de simple: finalmente nos damos cuenta, en la cima de esa sombría lucidez, que vamos perdiendo el combate, este devenir agonal. Y aprender, así, que tendremos que morir, y saber, sin embargo, que es así como aprendemos a vivir. Dichosamente, el paciente se vuelca hacia su veladora y de la gaveta extrae un cuaderno azul. Y un bolígrafo. Y respira pausadamente y empieza a contarse su vida en su proximidad inasible. La otra opción es a diario vestirse de prisa y salir corriendo a alguna oficina sabiendo y casi siempre olvidando que efectivamente nos espera la muerte. [9:15 a.m.]
_______________ 20 de agosto de 1999 Nada nos acerca tanto a otros seres como el tener miedo juntos. MARGUERITE YOURCENAR
MIENTRAS HACEMOS EL AMOR, muy cerca del abandono final ella dice que es mía, que puedo hacer con ella lo que quiera. Dice que me ama y yo me pregunto si es verdad y si hay modo de saberlo. Solo oímos las tandas del viento y algo así como un murmullo de motores. Sudamos, agitados. Hago una pausa minúscula y respondo que yo también la amo, pero justo después de decirlo ya no sé si la amo, o al menos lo dudo. Estoy sobre su cuerpo, lo siento desde mis tobillos hasta mi frente, y lo veo —al menos veo su trapecio derecho y la hondura clavicular, su cuello palpitante, las ráfagas de su cabello acanelado, su oreja sonrosada— y respiro su sudor y el aliento tibio de sus leves gemidos; pero sé que no puedo abarcarla completamente y sé que ni siquiera mirándola de lejos podría, porque a veces lo hago, para confirmar que la conozco, que es ella… ¿Cómo es que de esos fragmentos de olor, de anatomía inefable porque desconozco los nombres de todos esos músculos y huesos, de miradas y voces 70
repetidas, la obtengo a ella, la derivo o la construyo? Ella nunca está simplemente allí, desvelada, ya descubierta del todo. Y sin embargo sé que compartimos algo así como un mundo: una atmósfera imprecisa que nos rodea siempre, que nos sostiene en una burbuja de entendimiento mutuo, que nos mece a un mismo ritmo frente a los mismos paisajes… Dichosamente, explicarlo no es una obligación ni lógica ni moral, porque de serlo no encontraría las palabras precisas y lo traicionaría al decirlo… Al final del amor, esa agitación respiratoria que no sabemos si es un triunfo o un fracaso. Miramos el cielo raso, callados; en una esquina hay manchas de agua en forma de Mickey Mouse; se lo digo y ella sonríe… A veces, en efecto, todo esto me parece un triunfo; pero otras veces me deja un sinsabor agrio. La cama se enfría lentamente. Ella se vuelve hacia la pared, ofreciéndome la espalda o negándome su frente, su pecho, su rostro… ¿Y se puede amar un cuerpo sin rostro? Siento el deseo de un cigarrillo pero me da pereza levantarme a traerlo. Alguno de los dos suspira. Luego, no sé cómo, llego a pensar en Descartes y pienso que su obra fue un crimen contra la humanidad: creyó e hizo creer que se podía pensar sin el cuerpo. Más bien a él debieran haberlo purificado con las llamas de alguna inquisición; pero esas vueltas de la historia: terminó héroe, fundador de civilizaciones. Ella no vería el problema cartesiano; y no por estulticia, claro, sino por vivir solo aquí y ahora. Su defensa es no tener pasado ni futuro, y en ese sentido evade el tiempo como lo evade el eterno pensar de Descartes… Vivir sin nostalgia, hacer del cuerpo un vacío etéreo: ser lo que se es hoy y punto… Descartes creía que el pensamiento existía por sí mismo, separado de todo, del cuerpo y todas sus afecciones, de las cosas y todas sus cualidades. Existía puro, matemático, verdadero. Su crimen, pues, fue privilegiar una sobre todas las demás actividades que realizamos, hacer como si pensar teórica y descontextualizadamente fuera lo mejor de la humanidad —y de la realidad— y separar radicalmente nuestra consciencia no solo de la tierra sino también de la piel y de los frágiles huesos que somos. Me pregunto cómo habrá sido Descartes haciendo el amor. Porque, ¿es acaso posible separarse realmente del cuerpo, como él decía hacer con el pen71
samiento? Cuando él meditaba estaba en una confortable cabaña, frente a una hoguera, seguramente arropado como un bebé, tibio, como en un vientre que lo aislaba temporalmente de los trajines cotidianos. Allí, al calor del fuego, reflexionó en silencio y apartado de las calles. ¿No afectaba eso sus meditaciones? Sus condiciones concretas, materiales, de vida, ¿no las definían en buena medida? Lamentablemente, no recuerdo nada más específico de la biografía de Descartes, y mientras miro embelesado y confuso la nuca finísima de Diana me pregunto por qué no enseñan más bien estas cosas en las clases de historia de la filosofía. Diana cerraba mucho los ojos mientras hacíamos el amor, y creo que por ese mínimo lapso se olvidaba de sí misma. Más, más, no salgás nunca. Y quizá solo allí, cuando dejaba de ser lo que era siempre, era cuando más cerca estaba de la realidad. Yo entiendo la realidad como ese fondo del abandono que solo sentimos con otros. Solo allí, desdibujados y sin protocolos, ella era quien era y yo era quien soy y estábamos más cerca que nunca; quizá por eso cotidianamente nunca la reconocía, porque ella era esa pérdida de sí misma que me perdía, arrastrándonos. Nunca, no salgás nunca. Y éramos solo eso: un cuerpo en otro y al revés, la agonía del pensamiento en un lecho y unas sábanas húmedas — nosotros: un mundo—, trozos de cuerpo entrelazados con otro cuerpo. Nunca, decía, y después solo zureaba… ¿Por qué se dice hacer el amor? ¿Es que el amor solo es verdadero mientras se hace? Tal vez la verdad del amor, de una manera incomprensible, solo pueda existir aquí y ahora. ¿Pero entonces los cuerpos no tendrían verdad más que mientras hacen el amor? El azar del cuerpo es mudo, el cuerpo también es tiempo, y el lenguaje está detrás o delante o a través del tiempo. Yo no puedo reproducir mis experiencias, se contienen deficientemente dentro de límites que yo no definí, que no me pertenecen ni me pertenecerán nunca, palabras, un lenguaje que no puede nunca ser mío. ¿Somos eso, un nudo que no se puede soltar, siempre capullos que no se abren? En la inmediatez del amor... Esos claroscuros, la verdad, los cuerpos que miran y saben que miran. ¿Es por eso que nos fascina el amor, más bien porque nunca estamos en su presencia, entregada plenamente?
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El amor es un camino tortuoso, el amor es un texto abigarrado. Y entonces solo quedaría en claro que el amor hay que hacerlo, que no es, no existe solo, aparte, separado de quienes lo hacen. Por eso el amor es fantasmal y no es capitalizable: hay que hacerlo. Amor solo existe si se hace una y otra vez, si dura, si se extiende entre dos o tres o varios, en todo caso no solo uno, nunca solo uno… Porque no hay un amor hecho, no hay un hecho del amor y solo por eso no se puede vender el amor aunque sí se puedan hacer con él rebeliones y anarquismos y simples rabietas y gritos contra el mundo. Como bestias ciegas, recorremos la historia buscando e inventando la verdad —porque es la verdad lo que nos mueve— y no la encontramos nunca. O solo en fogonazos iridiscentes —no salgás nunca, decía, ¡pero es imposible!— y en fugas súbitas; su posibilidad se insinúa y nos tienta, o nos hace volver como a una promesa solo cumplida a medias, deseándola aún más. La verdad es que el amor hay que hacerlo y rehacerlo para que exista y solo existe mientras se está haciendo. Por eso el amor a la verdad no es la filosofía sino el martillo que deshace la verdad para que podamos amar otra verdad y luego otra y luego otra, haciéndola y rehaciéndola como hay que hacer y rehacer el amor, para que exista, entre varios, para que finalmente exista aunque sea por unos instantes que siempre parecen finales pero no lo son, nunca lo son y esa, tal vez solo esa, es la última verdad… que se escapa, se va, difiere de sí, siempre es la misma y otra… ¡No puede haber una ontología del amor! O bien: la verdad es el amor porque en el amor el hacer no está arrancado de lo hecho. O bien: es la única verdad que sirve para unirnos. Tristemente, los hombres hemos inventado siempre verdades sustitutas como paliativos o como respuesta a la incapacidad —no reconocida— de poseer una única verdad —o no poder extraerla del fondo de los cuerpos—. Pero hay una entraña donde confluyen la luz y las sombras, donde la realidad no es un dualismo sistemático. ¡La piel al borde del habla! ¡Nosotros, nosotros los hombres, culpables, culpables! ¡Siempre hemos querido saberlo todo o poder decirlo todo! Pero querer saberlo todo es el motor más eficaz de la destrucción… Diana duerme sosegadamente, después de hacer el amor, y yo malgasto mi tiempo en estos pensamientos infecundos... Me pregunto, pues, cuáles son sus 73
más íntimos gestos, quién es ella verdaderamente. Pero soy incapaz de aislar en ella lo que quedaría después de eliminar todos sus accidentes. Y entonces decido que solo somos eso: una colección de accidentes que van formando poco a poco algo que se sostiene gracias a un encadenamiento de semejanzas, un arrastre de rasgos variables pero que solo varían muy lentamente… E inmediatamente me riño: sería preferible no hacer ejercicios cartesianos con el amor, ¡otra desventaja de la filosofía! Ella, simplemente, es la forma de ser —de hacerse— de ese cuerpo que envejece mientras duerme y rejuvenece mientras se contorsiona tenso, eréctil, cuando tiembla de pasión y luego descansa plácidamente; y yo también me siento ahora desprovisto de toda verdad más que de esta verosimilitud huidiza de la piel húmeda, algo así como el delirio de creerse capaz de sentir la pureza del tiempo, del pasar, una agonía demasiado lenta, una impureza lúcida solo allí intuida, deseada —más, más, no salgás nunca— y ya no soportarlo, y soportar menos la vuelta a este otro y único mundo donde el tiempo se ocupa pensando, como si ya de verdad no hubiera cuerpo o pudiéramos prescindir de él, cuerpo que es otros cuerpos, cuerpo que también es mundo, verdad siempre velada, tiempo. Tiempo. ¿La deseo tanto justamente porque nunca la tengo, ni siquiera cuando la tengo? ¿La desearía tanto si las palabras me bastaran para decirle mi amor? Me vuelvo de nuevo a nuestro cuerpo. —¿Qué tanto pensás? —me pregunta, adormilada. —No lo sé —miento, y al instante rectifico—, pienso en el amor y en la verdad. —¿En qué? —Nada, es que no podía dormir. Y mientras tanto la miro sin reposo, acostada y semidormida, su torso trapezoidal, su cuello ahora relajado, las nalgas rotundas con sus diminutos y blondos vellos. —No pensés tanto —murmura entre dientes—, hace daño —y da vuelta y me besa y me acaricia el pecho y yo le devuelvo su beso, ahora mío, y mi lengua recorre su boca como si fuera mi boca y sus manos recorren mis muslos como si fueran los suyos. Mudo, el mundo vuelve a huir y otra vez somos ese juego 74
interminable de claroscuros, otra vez sin saber durante cuánto tiempo, en nuestros susurros entretejidos, ni palabra ni silencio, murmullo de viento que se ahoga, voces que no dicen, gemidos, gestos demudados, y mientras busco sus piernas con las mías pienso que la realidad es esta pérdida, que no somos nada sino esto, sombras en un lecho que hay que tender en las mañanas del mundo, un lecho apenas iluminado, somos esta animalidad y esta furia de ser, la paz entre esas piernas que también deben caminar y correr y morir… ¿Descartes? Descartes no existe… Y quizá el amor duele tanto al cesar porque nos arranca lo único que dábamos por verdadero, aunque cada mañana dejara de serlo; y porque después no queda nada más que el tiempo obscenamente desnudo: el miedo, la muerte.... El amor es abrazarse de miedo juntos, porque solo así se vence el miedo… Lo más real es lo que sentimos con otro… Esas siluetas informes que quedan de nosotros en esos momentos siempre irrepetibles, esas formas sombrías... Desvestirse para hacer el amor es solo un preámbulo, el anuncio de otra desnudez: descubrir de pronto que no somos esos vestidos ni todos nuestros gestos ni todos nuestros pensamientos, y ni siquiera nuestro rostro ni nuestro nombre, sino ese cruce con otro, esos encontronazos que al desplazarnos nos hacen conscientes de que somos esto que somos: ni siquiera nuestras propias palabras ni nuestras manos sino las palabras que le decimos a otro y también la piel que recibe nuestras manos: casi nada, un abandono de sombras, un abismo de fugas enlazadas... Llega uno a ahogarse, literalmente, en el aliento de otro. La vida es una sofocación viscosa donde nos confundimos como si solo fuéramos, burdamente, carne, carne indiferenciada, carne viscosa escalando las fosas nasales… La realidad es un hecho compartido e inasible… La incertidumbre es ver una mirada que nos mira, hacernos deshaciéndonos… Este flujo me lleva hacia los otros, y siempre todo puede empezar de nuevo. Nadie ha estado nunca en presencia del amor. [9:30 a.m.]
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_______________ 26 de mayo de 1999 Acababa de intuir la teoría del miedo; aquella noche juró completarla, aceptó demostrar que cada uno es la sensación y el instante, que la continuidad aparente está vigilada por presiones, por rutinas, por inercias, por la debilidad y la cobardía que nos hacen indignos de la libertad. El hombre es disipación, postuló, y el miedo a la disipación. JUAN CARLOS ONETTI
¿CÓMO CONOCÍ SU TERNURA? No conmigo, sino con los niños —los de sus hermanos y primos, los de sus amigos, todos los niños—, como los amaba sin descanso. Ella conoce el amor por el amor a los niños. Y ese amor es una entrega ciega. —¿Por qué no podés quererme como los querés a ellos? —Solo puedo querer así a los niños. Ellos no son interesados, son inocentes, ellos… —se interrumpió, miraba el suelo—. Jamás me dejarían y solo piden que los quiera —eso era todo, como siempre: el miedo; ella no quiere ser abandonada. —Pero te dejarán cuando crezcan. —Precisamente, entonces ya no serán niños. Solo los adultos abandonan a quienes los quieren. —Si me quisieras como los querés a ellos yo tampoco te dejaría, nunca. Ni siquiera cuando dejara de ser niño —pero no le hizo gracia. —Nadie puede garantizar eso, ni siquiera vos —los dos miramos hacia la noche unos segundos, callados, luego ella continuó—. Yo sé que vos sos bueno. Y te lo merecés todo. —Pero vos no podés dármelo —ella no dijo nada, luego yo continué—. O no querés, más bien. —Tal vez sea lo mismo. Si vos pudieras quererme sin pedirme que yo te quiera como vos me querés… —¿Qué? —No sé. Tal vez… —Tal vez te estás perdiendo de algo, ¿has pensado en eso? Que no es posible querer solo a medias, poniendo siempre un límite bien definido, como si después de ese límite todo estuviera condenado a irse a la mierda. 76
—¿Y no lo está? —No lo sabremos, supongo, a no ser que querás ir a averiguarlo. —No quiero sufrir. —¿Preferís la indiferencia? ¿Preferís sacrificar…? —¿Qué… la felicidad? —no disimuló la ironía. —No sé, ¡no lo sé! ¿Preferís no tener… nada, negarte… eso, por el miedo a sufrir? Ya no contestó. Desvió la mirada. Parecía que quería llorar y finalmente lloró, y yo también lloré. —Te lo merecés todo —repitió mientras yo la miraba como se mira un paisaje, un cuadro o la oscuridad—. Y sí —confesó—, tal vez no me importa saber qué es lo que me pierdo, es que como no lo conozco no puede importarme, ¿ves? Nada, yo no veía nada, solo la patencia del miedo. Y recordé nuestros primeros días de relación, cuando parecía que ella había estado toda su vida esperando una oportunidad como esta. No entendía cómo ahora… Ella no había tenido antes una relación así, me lo dijo. Tal vez había conocido el deseo, sí, el deseo sí; pero no la ternura. No sabía que un hombre podía ser tierno y paciente, ni sabía que alguien podría ser capaz de verdaderamente escucharla, de simplemente escucharla y besarle los ojos: también eso es hacer el amor —le había dicho una vez—, también eso. Lloraba y me abrazaba como si lo que estuviera perdiendo no fuera a mí sino a sí misma. Se lo dije. Pero estaba más allá del habla. Solo me miraba y lloraba. Su mirada era eso, llanto. —¿No es posible —insistí— que se pueda ser feliz sin que todo se convierta después en sufrimiento? ¿No es posible? Ella asintió sin decir nada. —Creés que es posible pero no para vos, ¿es eso? —No puedo, no. Y esa es toda la historia, no hay nada más que valga la pena contar; quizá no podía olvidar alguna catástrofe, quizá amando solo a los niños trataba de curarse de su propia niñez, salir de ella, y de él, de ellos: de todos los imbéciles
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que la han sumido en el miedo. ¿No es su miedo el miedo del mundo, el fracaso del mundo? Habiendo llegado a cierto grado de lucidez ya no parece posible evitar la tristeza… Y encima tantas palabras ya vacías... El riesgo de la aniquilación… Tantas palabras que ya no hablan, que no nos dicen nada… ¿Felicidad? Quizá perderse de gozo a pesar de la posibilidad de un dolor absoluto. Solo es posible frente a esa posibilidad, al borde del máximo dolor: estar al tanto del anuncio de su presencia, saberlo ahí, ineludible… Y luego deleitarse en el borde de un barranco… Moldeamos una figurilla de barro: sabemos que podemos aplastarla… Elijo una violencia: amo; pero ella elige otra. Ese día no hablamos más. Los dos lloramos, creo, un llanto apenas visible, y cada quien con sus propias razones. Allí se había decidido todo. Lo demás fue la noche, caminar en la noche. Nada salva definitivamente. Ella sigue amando a los niños.
[9:36 a.m.]
______________ 01 de mayo de 1999
HABRÍA QUE MORIGERAR EL ÁNIMO, amaestrar el espíritu hacia la indiferencia. Cuando vemos aparecer esplendorosa a la belleza, desplegándose como faisán o como caída de agua, cubierta de arreboles y aureolada de frescura azul y verde; cuando vemos que desfila por el mundo como si fuera suyo y nosotros fuéramos simples espectadores impotentes —lo cual casi siempre se cumple—; cuando quiere dictar la cadencia del tiempo en nuestros ojos y en nuestra piel, avejentando a unos y rejuveneciendo a otros, esos pocos privilegiados. Cuando esto pasa, y cuando pasa aún más y nos lanzamos temerarios hacia esa belleza sospechosamente encarnada, es ahí donde no hemos aprendido: ante la brutalidad y el ímpetu con que cierta belleza penetra el mundo y a nosotros en el mundo, deberíamos dejarla reposar, como flotando allí en ese cielo que parece 78
encubrirla, y mirarla con cierta distancia, observando sus más tenues movimientos y cambios de color, y su consistencia a través de los días. Porque la belleza confía en nuestra violencia, en nuestra premura, y esa es su arma letal contra nosotros. Además, toda belleza humana es solo piel perfumada y agasajada con diversos obsequios que desproporcionadamente reparte la tierra: bellezas de marfil ondulado, bellezas de ópalo, ojos como estrellas selváticas y dorsos y muslos y cuellos pulidos y tersos como regazos o lechos para dioses, si existieran; bellezas imprevisibles de largas cabelleras aciculares y endrinas, labios de ébano con fuerza de titanes y melenas largas y cortas y rojizas y acarameladas, un jardín alucinante rebosante de perlas en flor y senderos fosforescentes y riachuelos dorados. Todo desplegado para conquistar la paciencia, para enervar las resistencias y provocar el desorden de los cuerpos y ensañarse contra los vencidos; porque la belleza siempre es signo de guerra, y cuando vence destruye y si no devora, poco a poco digiere a su víctima hasta dejarla convertida en un manojo de ilusiones, de nostalgias, de pesadillas. La belleza siempre es guerrera. De allí que sea casi imposible encontrar la conjunción de cruda belleza e inocencia. De allí el atractivo de las vírgenes y las santas, cuando son bellas, majestuosas, a veces etéreas; porque en ellas se combinan supuestos enemigos: la templanza y la voluptuosidad, la humildad y el poder. Y entendemos también a la mujer fatal, esa belleza demoníaca que no disimula su espíritu e invita a la lucha abierta y triunfa y sabe que triunfa, y eso la hace más bella y más inaccesible. La belleza —no por sí misma sino por el embrujo que produce, y la ciega entrega de los sentidos— siempre lleva las de ganar, siempre, porque quienes contemplamos la belleza somos por definición más débiles que la belleza misma: de lo contrario no la contemplaríamos embobados, la dejaríamos reposar a la distancia, casi sin prestarle atención, para que le hiciera verdadera falta nuestra mirada... La belleza se sostiene en su fuerza por las miradas y el deseo, el culto y la rendición. Una belleza inadvertida pierde su humor asesino, ese aparente destino avasallador. En reposo, flotando sin nadie, la belleza se suaviza como la carne después de una noche en remojo de piñas o papayas; en reposo, sin miradas anhelosas, la belleza pierde su ímpetu y se acerca con calma a la paz, al 79
candor de un cuerpo que puede entregar su hermosura sin tener que cobrar a cambio ánimos y serenidades. Por eso conviene dejar que la belleza respire también por su cuenta… Aunque lo más difícil, casi irrealizable, es poder sostener allí, flotando en calma, a cualquier belleza que se precie de serlo. Colocá por allí a tu belleza, dejala reposar para sacarle su vicio, para drenar su sangre virulenta, y al cabo de pocos días te encontrarás más solo que nunca, con el lugar donde pusiste la belleza vacío como un vientre condenado: porque la belleza no soporta la calma, no soporta no ser mirada, ansiada y acosada, y dada tu indiferencia medicinal, la belleza prefiere saltar de su nicho y volver al caótico mundo donde pululan esos héroes ciegos y sordos para todo lo que no sea belleza. Ciertamente, preferimos la ruina en la belleza que la calma y la paz, y el éxtasis siempre es inquieto, siempre conlleva la punta del caos. La indiferencia sería defender la muerte… Por eso todos los días, a cada momento, en los bares y los autobuses y las oficinas, en las aulas y los mercados, a cada instante, con emboscadas y espionajes y ataques a quemarropa y a contrapelo, se declara una guerra. Y esta guerra no terminará, demos gracias a Dios. [9:41 a.m.]
___________________ 08 de noviembre de 1999
CAMINO POR UNA GIGANTESCA AVENIDA. Hay ocho o diez carriles en cada dirección. En medio se extiende un bulevar con los cipreses y las bancas y las fuentes de rigor; pero ni allí hay descanso. Las aceras están superpobladas, la gente corre y se apeñusca sin mirar por dónde, con quién, cómo. Miles, millones, todos sin detenerse a mirar; y de música de fondo el ensordecedor estrépito de los motores: un susurro que desde cualquier sitio elevado se oye como el ronquido monótono de un gran animal. Me detuve un segundo en media avenida, viendo esa ominosa multitud en su verdadero carácter: una única y terrible soledad. Un amigo me dijo el otro día que él solo se siente acompañado cuando llega a su apartamento y enciende el televisor. Es que entonces el miedo cede — 80
me dijo—, se oculta. El miedo, supongo, a ser devorado por ese animal que nunca muestra el lugar donde se abren sus fauces, aunque siempre sintamos su aliento. Me senté. Miré con detenimiento e imaginé un día en el que los niños creerán que el ciprés de un parque es una copia imperfecta del ciprés nítido y aséptico que ven en la pantalla de su computador. Ese día futurísimo los niños creerán, en efecto, que la realidad es una reproducción vulgar de la realidad inmaculada de las pantallas y los mundos virtuales. Pensarán, pues, que Platón fue un ingeniero anacrónico. Porque los niños sabrán que el original es la imagen del árbol, quizá, incluso, la gráfica matemática de su código genético guardada incorruptiblemente en la memoria de alguna supercomputadora cuántica; y creerán que el árbol de la calle, cubierto de polvo y de musgos y plagado de parásitos sépticos y mecido por el viento y sujeto al tiempo, ese pobre árbol que envejece también y que pierde hojas repetitivamente, es solo un producto fallido. Y luego pensé que ese día, de estar aún vivo, correré a la casa de algún conocido y le pediré que hablemos del pasado. O me lanzaré sin miramientos a las manos huesudas y fruncidas de algún amor adolescente; ya no nos conoceremos, es cierto, pero sabré que quizá ese amor habrá guardado más de mí que yo mismo. Es decir, como última opción para salvarme del tiempo, espero que esas mujeres que he amado no me olviden del todo, y que algún día, en su ancianidad, quieran dejar de sentirse tan lejos de sí mismas. Porque no es cierto que las personas se desvanezcan del todo de la memoria, quedan allí latentes y surgen gracias a cualquier nimiedad insospechada. Así es como volvemos a momentos que casi habían dejado de existir. Yo espero volver a existir tal como soy ahora o como he sido cuando alguien que me haya amado me recuerde, al borde de la muerte. Por mi parte, sé indubitablemente que volveré a Diana muchas veces —a ella y seguramente a otras—, como se vuelve siempre al animal que esconde sus fauces, estas ciudades crecientes y amadas y sus calles interminables, al borde de un futuro sin árboles ni realidad; estaríamos seniles y locos con todos nuestros amantes en un circo de fantasmas erotizados, pero estaríamos juntos, callados y heroicos ante el ronquido del animal que siempre quiso tragarnos y nos tragó. Lo terrible es nunca saber si los otros querrán también recordar. [9:44 a.m.] 81
_______________ 16 de enero del 2000
DOS VOCES, una entrecortada. El viento armado de polvo. Una mano suelta otra mano. Silencio. Tres trazos sobre el papel blanco. Una letra o un símbolo. Amenaza una lágrima. El aire parece serrín. La mirada fija en el espacio entre las cosas. Las manos se empalman de nuevo. A él lo vence el sueño. El autobús avanza entre la niebla de polvo. El sol, apenas un manchón naranja. El bochorno. El cuaderno se resbala y cae al suelo. Algo pasa: la algarabía de la multitud, las palabras explotan en su sueño o se visten o bailan, una joven se enmascara, es un carnaval, la rodean títeres enfervorizados y abusan de ella, ella no reconoce su propio dolor: cuál es la mano del verdugo, cuál es la suya. Él sostiene su mano a través de la noche. El viento silba como una flauta tocada por alguien que no sabe tocar. Despierta abatido. Ella no duerme, su mirada es un agujero. Una laguna, el reflejo del cielo. Amanece: ráfagas de luz entre colinas ennegrecidas. [9:46 a.m.]
______________ 12 de abril de 1999
¿ES POSIBLE HACER UN LIBRO SIN HISTORIA? ¿Cómo contar una vida sin historia, sin trama, plana hasta la desesperación? Por ejemplo, la vida de un personaje cuyos eventos sobresalientes hayan sido solamente un amor difuso y fugaz y un desamor —real o imaginario, no importa— siempre presente y pesado. Una vida a la vez vacía y desesperada, una planicie calcinante, aparentemente infinita, como el mar, quizá.
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La historia, de todos modos, ¿no es siempre una inercia enfermiza de amores imposibles, ingenuos e inmaduros? Tener fe en la gente como se ha tenido fe en Dios. O amar la perfección, el paraíso, amar la verdad, la pureza. La historia es el desamor necesario, inevitable, es un desengaño: solo podremos ser criaturas radicalmente históricas cuando nos olvidemos del todo del paraíso, en cualquiera de sus versiones. Sueño un libro igual de inercial, tan irresoluto y provisional como una vida plana hasta la desesperación, una vida común y corriente, una de esas millones de vidas que no merecen salir en los noticieros ni en las novelas. Una vida siempre a punto de hacerse vida, de realizarse, pero que, en rigor, nunca pasa de ser energía potencial. Sueño, en fin, un libro que siempre pudiera estar a punto de hacerse novela.
En efecto, hay miles o millones de libros sobre asesinos y detectives, sobre magos y criaturas fantásticas, sobre marineros heroicos, sobre violadores en serie, sobre dictadores genocidas, sobre exiliados arruinados, sobre personas desahuciadas; hay libros sobre todo tipo de víctimas y verdugos; ¿por qué no puede haber libros sobre gente común y corriente? Seguramente porque las gentes comunes y corrientes estamos tan hartas de nuestras vidas comunes y corrientes que nuestro gozo más preciado es evadirnos, precisamente, en vidas espectaculares y trágicas o heroicas. Todavía me parece sensato aquel propósito, aun si nunca llegué a cumplirlo. Es que aparte de la simple curiosidad, a mí no me interesaba en aquella época conocer todos los detalles de la vida de un brujo, de un vulcanólogo o de un tirano, pero sí me interesaba enormemente que alguien me dijera cómo soportar sin enloquecer la vida común y corriente de un adolescente cualquiera. Nadie supo decírmelo. Dichosamente, la ausencia de historia no impide pensar. Aunque —siempre hay una doble o múltiple cara— tampoco impide herirse con adjetivos candorosos o arrullarse con estilos variopintos... ¿La llana inercia de seguir vivo porque sí? [9:48 a.m.] 83
__________________ 06 de diciembre de 1999
¿SERÁ QUE SOLO NOS ENAMORAMOS DE UN MINUTO DE ALGUIEN, uno solo de sus gestos, alguna cualidad incierta? Decimos conocer a quien amamos, pero pasamos la vida entera encontrando en esa criatura seres extraños. Nos pasamos todo el tiempo buscando en ella el gesto, el relámpago, la huella rediviva de esa persona de quien nos enamoramos; y cuando no la hallamos y esa persona parece otra, es otra, no entendemos por qué la amamos pero la seguimos amando igual, con la fe de poder ver u oír de nuevo, imprevisiblemente, aquella expresión, aquella modulación de voz, aquella silueta que nos fascinó un día. Hasta que llega un momento en que ya no vemos más ese gesto, esa identidad que siempre bosquejamos sobre un lienzo que lo absorbe todo, y entonces dejamos de amar, así, como si tal cosa, como si hubiera muerto alguien dentro de quien está allí, al frente, aún dispuesto y amable. Todos tenemos una multitud de rostros: uno en el trabajo, uno familiar, uno con los amigos y otro con los desconocidos, uno para el amor y otro para el desaire. Basta con fijarse en cómo cambia súbitamente el rostro de alguien que camina por la calle cuando encuentra de improviso a un amigo. Y hasta es posible que hayamos fabricado sin saberlo un rostro distinto para cada persona que hayamos amado. Nuestro nombre es un rótulo iluminado sobre la entrada de una carpa de circo. X, por ejemplo, se enamoraría de mí si conociera el rostro que pongo al amar; pero no podría enamorarse de mi rostro de trabajo. El amor depende de tan minúsculas casualidades. En consecuencia, claro, lo idóneo sería no trabajar nunca.
[9:49 a.m.]
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_______________ 05 de junio de 1999 ¡Qué decir de cuando por primera vez me vi junto al mar! Sería imposible describir ese instante; hay solo una palabra: el mar. REINALDO ARENAS
LOS LUGARES COMUNES SON UNA CONDENA. Uno quisiera tener o crear sus propios lugares, para poder decir con propiedad soy alguien. Si algo debiéramos envidiarle a Adán y Eva no es su desnudez ignorante, sino tener un lugar que no podía ser común. Después de ellos todo es repetido, el sol, los árboles, la desnudez. Porque ellos pusieron los primeros nombres. Y tal vez el paraíso sería solo eso: nombrar sin nombres ajenos, bautizar la realidad. Pero nosotros no tenemos sino lugares comunes. Yo fui con Diana a una playa apacible donde nos desnudamos sin nadie. ¿Un lugar común? Lamentablemente sí, varios, por ejemplo: había luna llena… El resplandor blanquecino sobre la arena; y el mar, mecido por sueños serenos. Era de noche y podíamos vernos; a mi juicio —y se lo dije a ella esa noche—, ese claroscuro es la imagen más fiel a la vida, pues siempre vemos y vivimos entre sombras. De hecho, solo hay vida en claroscuro, aunque es cierto que las religiones y la electricidad nos incitan a olvidarlo. —¿Alguna vez has corrido con los ojos cerrados? —Nunca. Cerramos los ojos y nos tomamos de la mano y corrimos por la playa, sin miedo a tropezar con nada. Corrimos hasta cansarnos y luego nos abrazamos en silencio, luego los besos obvios, el flujo y el reflujo, y el ansia creciente; estuvimos abrazamos durante algunos minutos, callados, recorriéndonos los cuerpos con las manos; la luna opulenta y el mar ronroneante, y la noche era un piélago y yo le dije todas esas cosas que decimos cuando sentimos algo que solo podemos torpemente nombrar con la palabra enamorados, pero en ese momento era cierto, es decir, lo vivía o lo vivíamos; no dije nada porque hubiera que decirlo, por suponer que hay que decir tal y cual cosa cuando nos sentimos así, no pude evitar decir lo que dije, así como no podía evitar desearla hasta el dolor… 85
Aunque aún nada me dolía, claro, porque ella estaba allí entregada, al margen de una desnudez que gritaba mi nombre, sus pechos eran lunas, la luna era un ojo, el mar una fuente o un barranco, la arena era el polvo enamorado del poeta… Sosteniéndome la mirada, ella escuchó todas las tonterías que le dije, infantilizado y sublime, erotizado y núbil. Le aseguré que siempre era posible querer más; le prometí que jamás la dejaría; que por estar así con ella, sin nadie, bajo esa luna, estaba dispuesto a bajar al infierno, el suyo y el mío; no recordé entonces o no podía interesarme que Orfeo hubiera perdido a Eurídice incluso tras ir a buscarla en los infiernos; le repetí varias veces que la amaba, y ella no dijo nada. Miró hacia el mar cosmológico y lloró escondiendo su rostro en mi pecho; el aire invisible no se convertía en viento, todo estaba quieto, hasta el mar parecía haber callado para escucharnos; y la luna —tan común y tan inverosímil a la vez como el cielo o el mar— también se convirtió de pronto en una mirada a tuertas, indolente; y le dije a Diana que creyera que era cierto; le dije que solo se acababa lo que uno quería que acabara; le dije que solo hacía falta entregarse sin dudar; le dije que olvidáramos las historias de cada uno, todo eso que quisiera forzarnos a seguir un camino determinado e indeseable; le dije que siguiéramos juntos a pesar de todo, como si fuera cierto eso de amar así, tan enteramente, como si los cuerpos pudieran percibir algo infinito; y todo se lo dije así, como en las malas películas… Supongo que a veces lo más fácil y feliz es volverse imbécil, ¡creerlo todo! Pero no era una película: le dije todo eso así como podría haberla besado hasta adormecernos los labios. Yo sí lo creía todo y por eso era imbécil y feliz. Pero ella siguió callada, abrazándome. Temblaba. Parecía llena de ternura y de miedo. Y le dije finalmente que ya no había opción, que esa luna reinante y lejana ya nos había desposado a espaldas del mundo y que su trámite celeste era más inquebrantable que cualquier ley humana… Luego el mar volvió a su ritmo absurdo y sin fin. Yo me sentía extático, ya no podía hablar más, ya no hubiera servido de nada, las únicas voces fueron el viento y el mar, atravesándonos en un abrazo condenatorio. Reconozco, obviamente, que decir todo esto ahora es un exceso incomprensible. Quizá a la vez indispensable e incomprensible: es el amor, hablar de amor cuando no está. Un esfuerzo casi siempre ridículo. Allá tuvo sentido; aquí, aparte de la evasiva huella de los cuerpos, solo puede haber aburrimiento y sensiblería; y si aun así lo digo es para nunca volver a sentirme inclinado a decirlo de nuevo. 86
Yo no puedo saber lo que ella sintió entonces; ni siquiera lo supe en ese momento. Yo me sentía a tono con todo, incluso con no comprenderla. Ella sollozó con un llanto tímido y abrupto. —No puedo creer que sea cierto —confesó. —¿Y si lo es? —Me da mucho miedo —su abrazo empezó a dolerme; quizá ella comprendía menos que yo, pero yo aceptaba la incomprensión, hasta me regodeaba en ella, era como la noche inabarcable, como el mar a oscuras, la evidencia más rotunda del universo. —Lloro de felicidad —exclamó. Su voz era de pánico. ¿Es que mi amor era demasiado real? ¿Una amenaza velada, algo que, incluso para mí mismo, escondía cierto carácter patológico, enfermizo? Ella no sabía qué hacer, como si de su decisión dependiera el futuro del mundo. A veces lo real nos cae de pronto, en una gota de lluvia, en una caricia inesperada, en un gemido del cuerpo cuando de pronto sentimos algo sin tiempo para representárnoslo. Su vida había sido padecer la mentira, aprender de la mentira, de la ilusión, de las promesas incumplidas. Su padre le había mentido. Su madre le había mentido. Sus antiguos amantes le habían mentido. Tal vez lloraba como un niño temeroso ante lo desconocido. Diana se había acostumbrado a vivir para evadir el miedo. Al amanecer, la luna todavía estaba en el horizonte, ciclópea y blanca sobre el cielo blanco. La noche anterior Diana me había contado un mito sobre el sol y la luna. No recuerdo los detalles, pero en la historia los dos astros, alguna vez unidos, habían sido separados por los dioses como castigo por un exceso de vanidad. En esa mañana improbable, durante unos breves minutos el sol y la luna compartieron el cielo como dos ojos aviesos, desgajados de un único rostro incompletable. Yo salí a caminar por la arena, solo. La tierra se abría lentamente, como si la noche hubiera sido un párpado gigante. Las colinas, los pastos dorados, el brillo hipnótico del sol. El atractivo de la tierra inhumana me parecía una exageración. En esa soledad caminé remisamente hasta el final de la playa. El silencio de la tierra deshabitada, tanta inhumanidad y sin embargo yo allí, solo y sin sentirme solo —tanta animalidad, tanta vida latente y oculta: el mar es toda la vida posible— hablando entre dientes. Pensé que si solo existiera yo nadie reconocería mis huellas en la arena: serían un rasgo más de la playa, y 87
por extensión del universo mismo; no serían signo de nada; nadie habría para seguirlas hasta encontrarme y yo estaría condenado a caminar solo sin fin. En la punta de la pequeña bahía había un farallón enorme, parecía una pared erigida para cortar el viento. Allí me detuve. Y el viento, antes ahijado, ahora se debatía conmigo como si quisiera llevarme consigo; si no hubiera nadie más —pensé— quizá no habría otra opción que dejarse llevar por alguna corriente. Abrí los brazos y grité sin palabras, crucificándome en el aire, agónico de alegría. Los pasos y mi voz seguían hablándole a nadie, y por lo tanto mi voz ya no era voz sino un ruido más de la tierra, como las olas o el aleteo de los gavilanes: mi voz se deshacía rompiéndose contra ese silencio humano. —Hablo para nadie —me dije—, ¿es esto aún hablar? El cielo nítido e impenetrable, una muestra de melancolía; callé de pronto, aún con los brazos abiertos: fue difícil soportar simplemente estar vivo, las cosas me parecían signos vacíos que habría que llenar, el agua transparente entre los escollos, los diminutos caracoles y los erizos y los pequeños peces saltarines, los estallidos del agua en los roquedales y el murmullo de la espuma mientras se reconvertía en agua; quise ponerle nombres a todas las cosas, a lo que sentía con arrobo y asombro, pero sabía que era un propósito absurdo. En los escollos, las babosas de mar eran el sentido de la vida. Volví a nuestro campamento. Diana estaba en el mar. Entré consumiéndome en el vientre frío del agua, nadando hacia ella. La besé: tenía los labios helados. —Te vi allá, en la punta, ¿eras vos, verdad? ¿Qué estabas haciendo? ¿Y cómo explicarle lo que hacía, cómo decir lo que sentía? Si ella pudiera comprenderme sin decírselo —pensé—, si pudiera compartir conmigo ese silencio. —Sí, era voz —ella no captó el juego y me miró con extrañeza; seguí—, caminaba, me levanté tempranísimo, es que no tenía sueño. Tal vez en ese momento la tierra era para ella solo una colección de objetos ajenos: una extensión de agua, una bola de fuego candente, el calor incipiente, un paisaje agradable, y yo. Pensé que algunas personas viven encierros desesperados, y en las playas abiertas y vacías están igualmente encerrados, cargan el mundo consigo. Diana siempre lo cargaba consigo. 88
—En el amanecer la luna aún se veía en el horizonte —le conté. Ella asintió y sonrió. Y eso fue todo. Nadé queriendo que el agua fría me devolviera al mundo de todos, donde hay que comunicarse y hablar y hacer cosas y querer a la gente y ser normal y maduro y dejarse de sentimentalismos. Y no niego que ella tuviera razón: yo no sabía vivir como adulto. Miré de nuevo hacia el horizonte y volví a besarla, en la frente y en los ojos, en el cuello y en los hombros. Por debajo del agua le metí la mano dentro del bikini y a ella le sorprendió o le avergonzó mi impremeditada pasión. Ya había más gente en la playa, pero a mí siempre me ha gustado ser algo impertinente con los contextos. Elle me riñó y retiró mi mano. —No se ve nada bajo el agua —le aseguré. —¿Y eso qué importa? —lo real se me pareció entonces demasiado a la tristeza. [10:01 a.m.]
______________ 13 de abril de 1999
¿CÓMO, pues, sin levantar una “ficción pura”, se puede hacer una novela de una vida plana hasta la desesperación? Mi gran atrevimiento ha sido quedarme en cama lloriqueando en lugar de trabajar; mi gran aventura ha sido creer que en este mundo horrible el amor es lo único decente que queda; para buscar el sentido de la vida solo he podido pensar, y no, en cambio, vivir de hecho como otros viven: viajando a la deriva, asumiendo riesgos, cazando criminales ecuménicos, enamorando doncellas prohibidas. Durante tanto tiempo mi imaginación ha estado guiada por el dolor, centrada patológicamente en mi dolor. ¿Seré el único enfermo de este mal, o seré yo, más bien, signo de un mundo que viene o que ya está aquí, ejemplo del nuevo siglo, un yo absurdo, innecesario, totalmente superfluo, uno más, llano y ridículo y anacrónico entre billones que mueren de hambre o soledad, como moscas, víctimas de esta catástrofe que algunos aún llaman historia? 89
Y saber que no hay dónde huir para poder ser importante, para ser “esencial”… Cada día menos seré yo esencial. Yo ya estoy muerto. De todos modos, no creo que la evolución, la historia, la civilización capitalístico-cibernética me necesite. ¿Será esta la sensación que llaman “fin de la historia”? Quizá por esto he creído fanáticamente que solo podía salvarme que para ella fuera yo imprescindible. Yo —pensaba— sobreviviré si alguien me ama, y solo seguiré teniendo sentido si alguien me ama singularmente, en la especificidad irrepetible de mis pensamientos y de mis experiencias.
La ambigüedad de saber que muy probablemente todo sería mejor sin “yo, yo, yo”, y sin embargo la nostalgia del yo y no poder dejarse ir… Y no estaba tan perdido: la especie, ciertamente, debe madurar. El culto al “yo”, ¿no es una enfermedad de mancebos? Hoy todo es simplemente probable, y aún no sabemos como hacer historias con probabilidades. ¿Cómo será ese que viene a superarme? [10:04 a.m.]
________________ 25 de agosto de 1999 este buen corazón se va ensayando ALFONSINA STORNI
SOÑÉ CON UN GIGANTESCO ANDAMIO CUYA ARMAZÓN NO ESTABA HECHA DE TABLONES SINO DE BRAZOS Y PIERNAS. El sueño, estoy seguro, duró muchas horas; al despertar no solo estaba exhausto sino fuera de mí, alterado en mi juicio. 90
En el sueño, una secuencia se repitió múltiples veces, cada una con mayor dolor y ansiedad. Desde un deslustrado cielo amarillo me llamaba una voz. Era grave pero femenina. Yo intentaba escalar la estructura agarrándome como mejor podía de esos miembros mutilados; pero estaban cubiertos de alguna sustancia viscosa que me hacía resbalar. La voz insistía, apurándome, y yo me lanzaba de nuevo hacia arriba con creciente desesperación, como si alcanzando la cúspide fuera a recibir algún obsequio maravilloso, o el cumplimiento de alguna promesa —esas cosas se saben así en los sueños—. Cuando empezaba el ascenso, los brazos y las piernas se endurecían para darme apoyo, llegaban a parecer troncos, columnas, pero al cabo de unos pocos metros empezaban a aflojarse como si se cansaran de soportar mi peso. Al cabo de un rato, en todos los intentos siempre sucedía lo mismo: todas las extremidades sin dueño se abalanzaban sobre la tierra y me caían encima. La voz reiniciaba sus llamados y la estructura volvía a formarse, vigorizándose de nuevo. Sentía que apenas era posible respirar. La sensación general era de pavor. Luego, tras comenzar por enésima vez la escalada, la voz se alejó, se hizo cavernosa, como de alguien que estuviera muriendo. A medio camino, de imprevisto cayó sobre mí una red glutinosa que me envolvió como en un capullo. Los brazos me rodearon con mayor fuerza a través de esa telaraña. Supe —otra de esas cosas que se saben así en los sueños— que estaba dentro de Diana y que su pecho era la cápsula que me asfixiaba y que jamás lograría llegar a la cima, por más que su voz me invitara a hacerlo. El cuerpo puede más que cualquier decisión; esas distintas voluntades que nos pueblan realizan complots a oscuras y deciden, arrastrando a su paso a quien esté más cerca. Lo demás, la consciencia, es una ilusión o una justificación siempre posterior. ¿Pero sabía o pensaba todo esto en el sueño? No todo, o lo sabía sin las palabras que lo cuentan o explican, pero sí sabía que estaba dentro de su pecho, y recordé que siempre le había dicho que su pecho era mi único refugio: la huida que me correspondía a mí, la que yo creía merecer. El error, claro, es tratar los pechos como huidas o refugios y no simplemente como pechos; el sueño retrataba mi ingenuidad. La inocencia es una especie de vergüenza velada de la humanidad, como si las personas prefirieran en el fondo ser malvadas, al menos complicadas o siempre inclinadas a la desconfianza y la traición.
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Luego su voz calló súbitamente, a mitad de camino dejó de llamarme y su silencio y su pecho se convirtieron en pesadilla; todo era lóbrego y frío y viscoso y yo no podía moverme; sofocado, cegado, inmóvil, pasé el resto de la noche ya no oyendo, sino imaginando su voz o deseándola; rodeado de brazos y piernas anónimas, de un capullo que se me pegaba al cuerpo con lascivia; y el miedo, luego el miedo en estado puro, la noche interminable de un niño sumido en el pavor; su voz empezó a burlarse de mí, se despedía una y otra vez con descarnada indiferencia y sonreía ante mi martirio. Vete, decía, vete, no siento nada por vos; pero el capullo me apretaba y no me dejaba escapar. Al despertar, apesadumbrado y agitado, sentí en mi boca un beso agrio, una lengua agranujada y unos labios gruesos y álgidos que se pegaban a los míos, cubriéndome obscenamente desde la nariz hasta la barbilla. Me despertó el asco y me levanté exangüe tras esa moridera que a mi juicio —ya en la vigilia— me parecía inmerecida. Había sobrevivido otra noche con ella velando mis pesadillas, gozando mi ruina.
Aún así, pude volver a mi cuaderno y escribir el sueño. Supongo que pensé que la única manera de acabar con él sería si lo reescribiera de mil maneras distintas. Tal vez fue en ese preciso momento cuando decidí agotar una a una las palabras majaderas que su recuerdo me obligaba a repetir como un simple enamorado impúber, como si fuera el primer enamorado del mundo —como si el desamor no tuviera ya miles de años de historia, infinitas repeticiones, enciclopedias poéticas, psicoanalíticas, etc.—, para ver si así, en ese proyecto frenopático de agotar las palabras de amor podría agotar también la evidencia del amor, o más llanamente, lo que en ese momento experimentaba como amor: esa violencia desordenada que primero su presencia y luego su ausencia —de modos distintos— habían producido en mi ánimo, en mis vísceras y en mis sueños.. Creo que en aquel momento creí que obviando la literatura, la filosofía, la historia, los mandamientos y las enseñanzas de decenas de siglos de escritura, que empezando por el principio —¡cuánta ingenuidad!— y reconociendo en mí lo más cursi y lo más elegante, lo más sensiblero y lo más auténtico y lo más incomprensible y todo, en realidad, todo lo que se ha dicho y lo que no se ha dicho, lo mismo, lo mismo de siempre porque siempre a fin de cuentas ha sido lo mismo, esa colección de espejos superpuestos como dominós... creí pues que era posible empezar por el principio: reini92
ciar la historia habiendo dejado atrás la ilusión del amor. Sencillamente no caí en cuenta de que es imposible, porque siempre empezamos sobre algo ya comenzado y siempre terminamos donde apenas todo comienza: nihil novo sub sole, ni hay otra manera. En aquella época, la escritura se multiplicó como un virus o un cáncer: envenenaba las páginas de infinitos cuadernos, una tras otra, que caían al instante como cadáveres encolerizados. Y a los cadáveres hay que enterrarlos en alguna parte... Este es un buen lugar: quedan aquí como entidades fantasmales, siempre latentes, ausentes mientras nadie lea una palabras de sus cuerpos vergonzosos y pudibundos, infantiles, necios; pero a la vez reales y duros al ser pronunciados. Ni existen ni dejan de existir, las palabras se suspenden aquí como espectros, no tienen la realidad dura de unos ojos vivos; tampoco la simple inexistencia de los muertos; son y no son, dejan de ser y se rehacen en el instante —improbable pero siempre posible— en que alguna mirada los reviva. Aquí los textos son espectros a la vez quietos para siempre y a la deriva.
[10:15 a.m.]
________________ 26 de agosto de 1999
CADA PÁGINA ME ALEJA MÁS DEL SABER, me cubre de incertidumbre. Cada mirada que ha pretendido ser de amor me ha perdido más dentro de estos miasmas que me rodean y parecen incluso exudar de este papel y de todos los papeles que leo o que tan solo caen en mis manos. Hoy resumo así la vida: papeles y miradas, algunas palabras y algunos gestos, promesas, rostros escritos, sonrisas infinitamente interpretables, espirales y más espirales en un juego que sabemos juego aunque no conozcamos sus reglas. 93
Y todos los días el resultado debe repetirse y, a la vez, ser otro. El extremo de mi dolor no parece ofrecer una salida posible de este juego (Pavese: “del fondo del dolor se puede emerger de un salto”). ¿Pero cuándo? ¿Cómo diablos se reconoce el “fondo”? Cada día debo empezar en cualquier parte, creyendo que si logro derivar las reglas lógicas del camino podré arribar finalmente en el punto de partida, cerrando el círculo, acabando la repetición de lo mismo en su origen perfecto, único, en su regazo, en el abrigo de su mirada cuando alguna vez me dijo que me quería y le creí como si fuera Dios mismo dándome a probar del árbol de la vida: dándome la verdad que me salvaría para siempre. Esta es mi condena, este es mi sueño, aquí me hundo en la nada. ¡Como si estuviera condenado a ser un niño para siempre! ¿Pero cómo dar con nuevas palabras, o historias verdaderamente nuevas? O con rostros más que nuevos imprevistos, inimaginables, cómo encontrar a la vuelta de una esquina o de una página una verdadera sorpresa, una mirada realmente única, innovadora, una mano, un gesto definitivo, el abrazo que deshiciera toda la historia y mostrara finalmente un principio nuevo que pudiéramos desear. Esto es lo único que debemos inventar. Estoy harto. Saldré a caminar, es allí afuera donde están todas las miradas, las esquinas enigmáticas y acaso también las páginas más reales y vacías. [10:17 a.m.]
_______________ 27 de agosto de 1999
SE FUE SIN VOLVERSE UNA SOLA VEZ A MIRAR, como un sol arrogante. Aunque es cierto que también el sol sufre una condena: tiene que iluminar siempre el mismo mundo, sin poder elegir, y sin poder él mismo ser iluminado. El movimiento del sol ha de ser el más desolado. [10:18 a.m.] 94
____________________ (página suelta, sin fecha)
AFORISMOS AFECTIVOS/TEMÁTICOS PARA LA “NOVELA” O ALGO ASÍ, II I. La verdad se mide por el número de páginas que dura. Hay clases de páginas que encuentran la manera de reproducirse como ratas, mientras que otras pasan inadvertidas y solo duran un respiro y, baldías, son como extensiones de piedra. Algo similar pasa con la realidad. Algunos creen que la realidad está en la guerra, en los asesinos en serie y las matanzas en masa, en el hambre y las epidemias. Olvidan así que también hay realidad en la ausencia de ejércitos, en la simple brutalidad cotidiana entre parejas, o incluso en el aislamiento patológico de un pensamiento particular. Hay países enteros cuya realidad es una descollante fábula, emperifollada con discursos siempre galantes y cubierta de velos (discursos, libros de texto, páginas, millones de páginas) para que no parezca mentira, para que parezca la única verdad del universo. II. Quizá escribimos solo por la necesidad de excretar desechos: sabemos que el cuerpo no puede mantener dentro de sí sus excesos, pues de hacerlo se le pudrirían dentro. Tal vez sea por dejárselo todo dentro que algunas personas apestan. Es que solo se llena uno vaciándose. Claro, no es lo mismo vaciarse escribiendo que vaciarse en alguien, así como no es lo mismo cagar que cagarse en fulanito de tal, aunque esto último es a veces más reconfortante que lo primero. III. No puede haber una filosofía que anteceda y explique todo lo que aquí —en los textos— se dice necesariamente sin límites definidos. Pero la filosofía siempre es el sueño iluso de querer explicarlo; y esto no lo explicará jamás nadie, o solo un dios, es decir, en efecto, nadie, pues también los dioses tienen la inútil tarea de ser para siempre lo que nosotros no podremos ser jamás. IV. A la literatura le piden crear ficciones que nos alivien de la realidad. ¿Pero qué ficciones crear cuando la realidad toda es mera ficción? Tal vez haría 95
falta, más bien, que la realidad se aliviara de tanta ficción. Hoy las pantallas son nuestro cielo platónico. Incluso esta última frase está trillada y vista y revista y revisitada y ya no significada nada o casi nada — esforzarse para que nuestra cotidianidad se parezca a la reality que aparece en la televisión — los padres han aprendido muy bien que deben sentar a sus niñitos, desde recién nacidos, frente a las pantallas, para que después sepan cómo es el mundo real y puedan defenderse, solo así no estarán en desventaja — claro, Platón no podría haber sabido que no es necesario enseñar la contemplación, pues basta con tener acceso al control remoto — es que solo así pueden los nenes ir con tiempo haciendo la lista de todo lo que deben comprar para ser felices y, claro, para que ya a los siete u ocho años hayan entendido que lo más fácil, cuando un compañerito molesta, es pegarle un balazo en la sien para que deje de molestar. V (o IV bis). ¿Por qué habría de ser responsabilidad de la literatura crear una realidad que nos aliviara de la ficcionalidad que desde hace décadas viene sistemáticamente embruteciéndonos? La realidad es una ficción generada y mantenida a diario por esa masiva publicidad que pretende hacernos creer que estamos de vuelta en el paraíso: ya no hay más historia por hacer, ya nada se puede lograr, ahora solo queda gozar en la mascarada del espectáculo. En el mal cine, por ejemplo, la violencia extrema coincide perfectamente con los finales felices, y es eso lo que se nos pide tomar por realidad, a pesar de que de este lado la violencia jamás coincide con un final feliz sino con más violencia. VI. La idea más nociva de la historia ha sido la de que podemos regresar al paraíso construyéndolo. (Otra manera de evadir el hecho de que nunca hemos estado en un paraíso.) VII. Quizá sucede que no somos ni usted ni yo ni el de más allá, sino la vida misma quien padece de trastorno bipolar. La tristeza y la felicidad son como el rostro de Jano: lo mismo y lo otro que de alguna manera siempre encuentran la manera de enredarse. Dos rostros excluyentes que solo pueden existir juntos… O quizá no la vida, pero sí el mundo, es decir, la Tierra infestada de humanos: la historia del mundo ha sido quizá la historia de un trastorno bipolar sufrido a saltos. Una prueba adjunta sería que solo nuestra cercanía con el sol —y el contexto desde el cual lo percibimos: la rotación de la Tierra— nos ha 96
hecho creer que es posible la luz pura; pero la noche y el día siempre coinciden, sin ser lo mismo, y solo parecen sucederse uno a otro dependiendo de nuestro punto de vista. Nuestra enfermedad ha sido creer religiosamente en la unicidad o privilegio absoluto de nuestra perspectiva. VIII. Dichosamente todavía es posible quererse con ternura y abrazar la tierra desnuda y visitar los cuerpos como si fueran litorales o desiertos o junglas o cañones o cascadas. Pero mientras sucede esta historia mía, o este remedo de historia, aquí a lo largo de los días infructuosos, me dedicaré a no olvidar la noche del mundo, simplemente para combatir como mejor puedo esa insistencia que tienen en hacer de mí mismo una ficción genérica. Tal vez algún día tendré una historia que contar; eso, supongo, querrá decir que casi estaré acabado. Pero ¡cómo contar una historia ahora, por Dios, si solo soy un niño! Un niño como el mundo. No: la historia apenas comienza. IX. El castigo a Adán y Eva —inmerecido, por supuesto— por su infracción amorosa, fue doble: padecer el amor y escribir por siempre el libro, el libro único, el que Él había escrito: por querer leerlo nos condenó a no leerlo, es decir, a escribirlo por todos los tiempos motivados por la ruptura del amor edénico, en un desesperado y destructor intento de recuperar el silencio perdido, es decir, de finalmente ser capaces de reescribir Su libro, ese que nunca nos dejó de leer. X. La libertad no es hacer lo que a uno le venga en gana, es que la sanidad no dependa de lo que digan de uno los demás.
[10:24 a.m.]
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________________ 24 de marzo de 1999
A VECES NO ES POSIBLE VIVIR SIN ALGUNA ILUSIÓN. A veces solo eso tenemos para no paralizarnos y poder guindarnos de los días como si fueran aves gigantes que alcanzáramos en pleno vuelo. Immanuel Kant, el más ilustre filósofo de la temprana modernidad, pensaba que en la estructura misma de la razón humana subyacen las raíces irrevocables de las más grandes ilusiones; por ejemplo, el alma, o Dios. Esto quería decir que, por más que una persona quisiera evitar los errores de su razonamiento, por más que fuera precisa en sus silogismos, la razón misma eventualmente la conduciría hacia sofismas o equivocaciones, o ensueños, o finalmente ficciones de la razón… Pero no caeré en digresiones filosóficas. Hoy me inclinaré por un realismo natural y simplemente pondré aquí a alguien que sufre, y que lo hace porque cree que ha sido feliz y que ya no lo es. Se me antoja llamarlo Víctor, aunque también podría haberlo llamado Juan o Apolodoro o Astroboy. Y Víctor, precisamente, tiene una ilusión: su amada, sin razón aparente, lo dejó, pero él aún la espera de vuelta, a pesar de que en múltiples ocasiones ella le ha dicho que jamás volverá. Es algo bestia, el pobre. Pues este tal Víctor está en su habitación/oficina y son tal vez las diez de la noche. Timbra el teléfono y un nanosegundo después aparecen las siguientes palabras en su consciencia: “es ella, es ella”. Atiende y finge una voz indiferente, un “aló” más bien a lo Clint Eastwood, el de la época vaquera… Pero no hay respuesta. Repite su aló ahora más interesadamente, casi con candidez; pero al otro lado cuelgan sin decir palabra. A Víctor lo sobrecoge la certeza de que era ella, que debía ser ella, pero no se atrevió a hablar. Sí, seguro era ella. Pero, ¿por qué haría algo así? Vuelve a su trabajo —es traductor, y hoy está traduciendo un manual tediosísimo sobre el manejo de un montacargas: que nunca conducir hacia delante con las horquillas levantadas, que nunca descender pendientes con la carga por delante, que nunca esto, que nunca lo otro— tratando de olvidarse del teléfono y de las preguntas aguafiestas (“¿por qué haría algo así?”).
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Al cabo de una media hora tocan el timbre y Víctor salta de su silla como un resorte de pronto liberado (el traducía, trabajaba, pero en paralelo y a la sombra su racionalidad más íntima y feroz había seguido su curso inexorable): “¡es ella, llamó para ver si yo estaba, vino sin avisarme para darme una sorpresa, es ella, es ella!” Corre a la puerta y se prepara a abrir fingiendo la indolencia de un anestesiado. Es la vecina. Quiere saber si Víctor participará en la campaña contra el hampa, los vecinos están organizándose porque quieren que la comunidad esté protegida. No, a Víctor no le interesa. “Pero vecino, ¿no le da miedo que entren en su casa y le roben todo?” “No —contesta—, no me interesa, pueden robarme el alma si les da la gana.” Cierra bruscamente la puerta. Es ella, la ilusión, ella, cerrar los ojos y oír su voz: “te prometo que volveré; no, Víctor, no volveré, no insistás”. Y luego abrirlos y verla caminando hacia. Y luego cerrarlos y tratar de dormir con. Y soñar despierto como un imbécil geométricamente perfecto y saber que es un imbécil porque a la vez despierta con ella sin ella y sin haberse ni siquiera dormido. Y todos los días creer que tal vez el nuevo día también será nuevo para ella, y creer que tal vez en este nuevo día ella tendrá un renovado deseo y que tal vez hoy se sentirá o sabrá equivocada, que tal vez hoy, por Dios, que tal vez hoy él sí le haga falta y ella finalmente lo busque para poner las cosas en su lugar, como si fuera él, precisamente, el lugar natural de las cosas de ella o incluso de ella misma. ¡Lo que piensa la gente para no tener que apuñalarse con furia! Cerca de la media noche, el desesperado humano pierde toda su dignidad y la llama por teléfono. —Hola —saluda él con la ternura de un cachorro beagle. Hay una pausa afilada: ese último instante antes de la caída en una montaña rusa. —Hola, ¿cómo le ha ido? —contestan al otro lado de la línea con despótica y evidentísima indiferencia, y a él ese cambio del usual “te” por “le” lo deja capote abajo y alelado y con los miembros atacados de generalizada perlesía. —Solo quería decirte que me hacés muchísima falta —pudo decir a pesar de todo, temblando y con una pausa dramática en “que”. 99
La indiferencia de ella se convierte en animadversión, alevosía, escarnio, y su voz suena como la de un energúmeno que agitara su puño en el aire queriendo noquear hasta las sombras. —¡Ya vas a empezar! ¡Cómo podés ser tan necio! ¡Dejame en paz de una puta vez! ¡Cuántos meses vas a seguir con esa lloradera! V. está convertido en un trapo, o en menos que un trapo: en la porquería que limpiaría un trapo. —Perdón —se le ocurre aún decir como si en el lenguaje castellano fuera imposible formar las siguientes expresiones: “¿sabés qué? ¡Andate a la mierda y llevate con vos a todos tus pretendientes del carajo y por tu puta madre morite hoy mismo!” Ella no responde, claro, pero bufa como un toro con los pitones aguzados frente a un torerito aterrorizado que solo pide perdón, perdón, toro, por favor, por favor, como si el impetuoso vacuno pudiera sentir compasión o culpa. De hecho, el toro y no el torero lanza la estocada final: ella cuelga sin decir más. Historia repetida al infinito en escala de grises... La noche finalmente cae como una telaraña. Víctor el pálido se siente como un insecto odiado por toda la raza humana, el del paludismo, quizá, o el necio aedes del dengue, o en todo caso un insecto apocalíptico y aterradoramente incapaz de cambiar su destino biológico… Todavía hace un mes o así ella lloró y lloró por teléfono como una desquiciada mientras le decía “te prometo que voy a volver”. Ahora, de nuevo, esto... Dice que me ama y me trata con desprecio; o bien: dice que me ama pero lo dice con desprecio... Y dicen algunos científicos que el misterio último del universo es el tiempo o las partículas subatómicas o el instante precisa e ilógicamente anterior al Big Bang… ¡Hay que cagarse en su bang y en su bing y en todos sus intentos de llegar a una teoría de la unificación de las fuerzas! ¡Big Bang Bum es ese teléfono colgado como una maldición escatológica! Esa mujer que como si nada pudo despedirse para siempre diciendo “te amo y no quiero perderte”. ¿Qué tipo de lógica esotérica sigue su hermoso cerebro? No hay más nada que agregar, todo se reduce a esta estupidez común. Algunos insisten en arrastrar su adolescencia hasta que el cuerpo aguante. Algunos nunca superan este vicio. 100
V. cierra los ojos y vuelve a llorar, llora hasta aburrir a las hormigas, que lo miran de reojo mientras recogen las migas de su desayunador. El universo entero debe estar aburrido, en efecto, de tanta lloradera humana. Y el cabrón llora de verdad, tan de verdad como es prohibido decirlo según toda prudencia literaria, pero ya lo he dicho, qué diablos, y entonces llora cayéndose por un risco metafórico y mientras cae su razón más íntima e inaccesible empieza a trabajar de nuevo, tan campante y kantianamente como siempre y, por eso, después de unos pocos minutos, cuando el teléfono timbra de nuevo, sin tiempo siquiera para defenderse contra sí mismo, sus adentros gritan nuevamente desaforados: “¡es ella, es ella!” Perturbados por sus bramidos guturales, los infinitesimales microbios que viven en el auricular de su teléfono no necesitan formular ecuaciones diferenciales ni transformadas ni integrales en coordenadas polares para concluir que Victorito es un pobre payaso y ríen y ríen hasta literalmente morirse de la risa. Lo sentimos, Víctor, número equivocado. Las hormigas, puntualmente, terminaron su limpieza nocturna de boronitas. [10:38 a.m.]
__________________ 07 de diciembre de 1999
(ENTREVISTA ESPECULAR) He gozado momentos de una desnudez animal y tierna a la vez, y me ha dolido vivir cuando no he podido retribuir el deseo que alguien sentía por mí; esto lo digo sin miedo: he sido a veces infortunado e impotente, pero otras veces he sido perfecto. También, alguna vez, me ha tentado el suicidio, creo que simplemente para poner fin a la incertidumbre y la ansiedad. Pero creer que la muerte es verdaderamente el fin también es un acto de fe, y prefiero el dolor que la fe. Para mí ya 101
no se trata ni de creer ni de matarse, sino de resignarse a que vivir sea siempre alguna versión de enigma trágico. Por ejemplo: no puedo decir que yo sea quien otros dicen que soy, ni siquiera el conjunto de momentos que podría rastrear con la memoria, una suma de escenas febriles y temores ridículos, de anhelos cumplidos y sueños frustrados, de actos cotidianos simples y algún incidente extraordinario. Tantas veces que he querido decir algo y he callado… Tal vez soy esos silencios desvanecidos, esas palabras irrecuperables: una ceguera iluminada que siempre viene de otra parte, o de otros. La conciencia siempre es fantasmal. No sé qué he sido ni qué seré; hoy quisiera creer que soy las miradas entreveradas de todas las mujeres que me han mirado detenidamente, y de algunos amigos y familiares que sé que me han querido. Porque solo esas miradas me han sostenido… Y si son otros quienes me han hecho quien soy, no soy lo que cada quien ha creído que soy, ni tampoco la suma de sus opiniones… ¡Esta errancia de ser el otro lado de unas miradas que cambian tanto como las mías, y que cambian aún más con el recuerdo! Mis verdades son los afectos que me han transformado, dislocando mis verdades anteriores: lo que daba por seguro, a lo que pretendía serle fiel. Mis verdades no tienen nunca un punto estable, central, alrededor del cual girara todo sujetado por radios invisibles… Se desgranan, las siento caerse de mi piel y a veces también rozarla o quemarla o desgarrarla; y solo porque pueden morir son verdades tan verdaderas como la vida. También es posible que ella vuelva a amarme. Los milagros solo son hechos con muy pocas probabilidades de llegar a ser. Solo al deshacernos mutuamente nos hacemos quienes somos. El amor debiera sostenerse en ese borde de abismo: entregados al viento, sin dejarnos caer.
[10:44 a.m.]
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__________________ 11 de noviembre de 1999
UN SALÓN AMPLIO, desocupado y en penumbra. Entre sus paredes, reprimido, se contiene un desierto de ecos... Lo cursi, ¿acaso es simplemente decir “te amo”? Tal vez decirlo solo como formalismo: una línea en un guión. Una pareja aislada del resto del mundo. Están en el salón desocupado o en un teatro vacío. Si deciden actuar solo lo harán para sí mismos. Pero nadie los mira: tienen la oportunidad de no actuar. ¿La tienen? ¿No es suficiente que mire el otro? ¿Y no actúa también uno ante sí mismo? Por eso precisamente es imposible afirmar que somos, cada uno, uno mismo… Y si no estuvieran en un tablado, si por un momento se desvaneciera el mundo —incluso dentro de ellos mismos— y quedaran íntimamente solos, ¿podrían saber con certeza que se aman? Tal vez solo somos para los demás y, por eso, la vida debe llegar a convertirse, tarde o temprano, en el tedioso esfuerzo por ser siempre los mismos, sencillamente para que los demás puedan reconocernos. La pareja está aislada, libre para hacer lo que deseen. ¿Y qué hacen? ¿Bailan, quizá, desnudos en el salón de los ecos? ¿Se gritan acaso su amor, oyéndolo rebotar en las paredes al expandirse por ese desierto retenido? ¿Brincan como gorilas primigenios o se arrastran como bienvenidas serpientes? Nada, están solos y se mueren de pena y hacen lo que han hecho siempre. Y dicen lo mismo, se dicen lo mismo. Más adelante, en una playa desolada, bajo el cielo abierto como una flor. Ahora están desnudos. La tierra entera es el mismo desierto que estaba contenido en el salón desocupado. No hay paredes, la ribera es inmensa, el mar, el cielo, no hay nadie más. Una de las dos personas mira a la otra imparcialmente y se siente dueña no de ella sino de sí misma y la tierra entera la abraza. Es justo en ese instante 103
cuando descubre que la ama o, más bien, que esa palabra puede significar eso que experimentó en ese instante. La otra, dubitativa, baja la mirada. Acostumbrada a los escenarios, no sabe bien qué hacer cuando las butacas han sido eliminadas y queda solamente la tierra ante un cielo callado, un cielo para siempre callado. Sus ojos como fosas o bocas acuosas... Nadie más la mira. ¿Pero qué se puede hacer cuando solo una persona nos mira? Una persona es casi ninguna persona, y es difícil o absurdo seguir actuando para nadie. No soporta tanta soledad… En cambio, para la otra, esta soledad es el único sentido de la palabra “felicidad”. Luego se separan. El salón ya no existe, el desierto se ha extendido fuera, ha salido a la calle. Los demás son un decorado deslucido. Una ya no oye ni mira nada, apenas habla. La otra sigue prefiriendo lo que ya está escrito: su vida es literalmente dramática; para ella, lo real es una ficción recibida. [10:53 a.m.]
__________________ 12 de noviembre de 1999
CUANDO LO CURSI SE PONE DE MODA TODOS CREEMOS ESTAR EN EL EDÉN. Y una de las tantas ventajas de esta situación es que ahora todos somos poetas, pues para serlo, dicen, basta con hablar “subjetivamente”. La historia termina para dar paso al edén y entonces todo es arte, hasta los libros que queremos escribir pero no escribimos, y el hecho de quererlo y soñarlo o simplemente declararlo. Quizá Dios nos expulsó del paraíso porque estaba harto de tener por criaturas a unos seres tan estúpidos. O simplemente tan inmaduros. Y quizá nos expulsó para forzarnos a madurar. Pero seguimos tan niños como cuando nos descubrimos por primera vez desnudos y deseantes.
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Hoy, algunos creen estar de vuelta, pero tal vez lo único que hemos redescubierto del edén sea la estupidez: masiva e ineludible. Por ejemplo la estupidez de creer que los mejores son quienes más dinero tienen o, al revés —hoy día da lo mismo—, creerse mejor simplemente porque uno no tiene ningún dinero ni cree necesitarlo. ¿Y no soy también yo uno de tantos estúpidos, principalmente porque a veces pretendo ser capaz de explicar la estupidez o, peor aún, estar exento de ella? [10:57 a.m.]
___________________ 13 de noviembre de 1999
NINGÚN AMOR ES UNA SALVACIÓN DEFINITIVA. Que las personas lo crean sirve para venderles islas de la fantasía y cruceros del amor y tarjetas con niños llevando flores de rubí en un mundo en blanco y negro. Es simple: el amor también podría hacernos prescindir de todos esos artificios, incluso del escaparate donde hoy acostumbramos morir anónimamente. Algún día el amor solo existirá en salones desocupados como desiertos, en teatros vacíos, en lechos amortiguados por silencios. [11:01 a.m.]
___________________ 18 de noviembre de 1999
—¿LEER DEBE SERVIR PARA ALGO? —Para nada, a lo sumo para pensar. 105
—¿Pero pensar en qué? —En nada en especial, solo pensar. —¿Pensar en nada, pero eso es posible? —La gente normalmente no piensa lo suficiente, se levanta y desayuna apresuradamente, sale y busca un taxi o coge un bus, llega tarde a la oficina, trabaja mecánicamente, se estresa mecánicamente, come a la carrera, vuelve a casa, deja los calcetines tirados por ahí, se rasca el culo y echa un pedo, revisa el contestador del teléfono sin poner demasiada atención, se tumba en el sillón con unas palomitas grasientas y ve en la tele las series de policías o de salvavidas voluptuosas o cualquier cosa semejante y luego se va a dormir para repetir el ciclo el día siguiente. —¿Y entonces leer debiera impedirles hacer todo eso? —Impedirlo no, solo hacer en todo eso una especie de paréntesis, o entremeterse en todo como una cuña... La vida es una suma de tropelías, la mayoría absurdas, y si se consigue hacer una pausa, pues bueno, ya eso es pedirle bastante a la lectura. —¿Pero entonces sobre qué leer, libros sobre qué, cuáles? —Eso importa menos. La lectura debe ser como la sexualidad. Eso, leer ha de ser como echar un polvo, o en su defecto, masturbarse. ¿Para qué se hace? ¿Te preguntás vos para qué te masturbás cada vez que lo hacés? —Obviamente no, solo me dan ganas. —Pues eso. Que leer sea una simple necesidad erótica, un ejercicio masturbatorio y, en su mejor momento, acompañado, ¡hasta orgiástico en los buenos libros! Una fiesta, eso es todo, una celebración sin objeto ni motivo, porque sí, ¿no hace falta a veces simplemente tomarse una cerveza con un amigo y hablar de cualquier tontería? ¿Y cuando simplemente nos volvemos hacia nuestra pareja, en la cama o en el baño o donde sea y empezamos a toquetearnos porque sí, porque repentinamente sentimos ganas de hacerlo? No se necesitan excusas para una fiesta, ¿o sí? Pues eso es para mí la lectura, una pausa en el tropel, gozar porque sí, decir mierda, estoy vivo, voy a gozar un rato sin motivo, sin interés, sin inversión, sin excusa, porque me da la gana, porque se siente bien. —Pero eso no es pensar. ¿No decías que leer debe servir para pensar?
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—Ya vas a complicar las cosas, ¡claro que es lo mismo! En comparación con la banalidad que es hoy la vida cotidiana, leer o hacer el amor equivale a pensar en nada. Claro que se piensa, se está consigo mismo pero sin razón, sin motivo económico, solo porque sí. Es en ese pensar que estoy pensando, ocuparse de uno mismo y darse una oportunidad de gozo impráctico, soberano, privadísimo y, sin embargo, poblado por todos los mundos y personas reales y posibles que seamos capaces de imaginar. [11:07 a.m.]
___________________ 12 de septiembre de 1999
EMPEZAMOS AMANDO A ALGUIEN DESCONOCIDO, un nombre o un rostro, algún semblante nebuloso, signos que no sabemos cómo desentrañar; amamos la idea de alguien, un guiño que fabulamos porque no podemos recordarlo con precisión, una mirada sostenida en el autobús, un roce casual en una acera, una palabra cotidiana, gracias, disculpe, hola, y una figura huidiza que acompaña la voz, levedad que nos hace livianos y nos acerca a otro, a su enigma; ese latido repentino que tiembla en el esófago cuando ese otro que miramos retribuye con firmeza nuestra mirada... La desventura es que casi nunca baste con esa mirada y que eventualmente lleguemos a creer posible apropiarnos de la gente con los ojos.
[11:24 a.m.]
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______________ 06 de abril de 1999
LA VIDA ES UN LIENZO MATEMÁTICO... paréntesis dentro de paréntesis, relaciones a través de relaciones... y el paréntesis es un asunto de borde, de frontera, de tejidos... las relaciones se tejen, efectivamente, entre unos y otros, pero el ordenamiento entre las partes es más importante que las partes mismas... ¿Habría una matemática del vínculo caótico entre unos y otros?
Hoy aprecio mucho más estos breves fogonazos que las largas parrafadas farragosas que acostumbraba echarle al papel en aquellos días. Aún me cuesta entender cómo podía pasar, con tanta facilidad, de un apunte preciso a una teoría (o pseudoteoría, más bien) ampulosa y enrevesada, o esas páginas cargadas de lirismos rebuscados, innecesarios, ¿a quién se le ocurre en este momento de historia, en este contexto de mundo, volverse a una huída lírica? Aunque… ¿era una huída?
[11:26 a.m.]
___________________ 19 de noviembre de 1999
DICHOSAMENTE TAMBIÉN HABÍA CIERTA LUCIDEZ… Lo cursi también llega a ser esforzarse obsesivamente por no serlo; por ejemplo, escribir a tumbos y retumbos, mezclar imágenes y temas y estilos creyendo cretinizadamente que eso basta para ser “original”; e incluso confesarlo, confesarse uno mismo como parte del escaparate y aceptar que si no podemos afirmar que la genialidad sea solo cosa del pasado, al menos no parece serlo del presente... 108
Tal vez debo ser algo cursi porque hoy todos tenemos que serlo un poco: ¿lo único asquerosamente evidente no es que este mundo nos tiene cogidos a todos? O bien... (—como si por rebuscar estilos y hacerse el simpático ya fuera uno escritor—) (—como si no fuera necesario tener una historia que contar—) (—como si no fuera cierto que eso ya no es necesario porque hay billones que no tenemos historias que contar—) (—y que es cuestión de mayorías, porque nosotros, tantos, ya no contamos—) (—¿y qué puede contar quien no cuenta?—) Si esto fuera una historia, sería la historia del futuro.
[11:32 a.m.]
___________________ 24 de noviembre de 1999
HACE UN PAR DE DÍAS ASISTÍ A UN RECITAL DE POESÍA MUY CONCURRIDO. Mi mayor asombro fue descubrir que, juzgando por las apariencias, todas las personas presentes eran poetas. Tanto los que leían como los del público, casi por igual, parecían vestir según esa rara moda de qué-me-importa-a-mí-lamoda. Calculé que para conseguir ese look desinteresado la mayoría de ellos debía haber pasado horas frente al espejo contrastando camisetas y pantalones, ponderando el largo del cabello y si habría que llevarlo o no con una cola, si hacía falta o no un arete y cuál iba mejor con la apariencia desvencijada y jipi de la camisa, la barba apenas recortada, los jeans rasgados... Estos tipos —pensé— 109
hacen lo imposible por aparentar que no les interesa aparentar nada. Son hábiles. Y pensé que también yo podría hacerlo si tan solo tuviera algo más de tiempo. A algunos ya los he visto antes en la Universidad. Uno de ellos manifestó en una clase lo repugnante que le parecía que los “chicos bien” juzgaran a las personas por la ropa que visten y por sus peinados y esas cosas “superfluas”. Por eso me sorprendió que este mismo tipo, en el recital, parecía estar haciendo un inventario mental: a quien iba entrando lo repasaba de arriba abajo, un poco desinteresadamente, es cierto, o con un calculado disimulo, como si solo estuviera viendo a la puerta porque esperaba a alguien, alguien que nunca llegó, dicho sea de paso... Me pregunté si así debía ser una mirada inquisitiva y poética, curiosa y perceptiva. Yo es que soy neófito y por eso me lo pregunto todo y trato de observarlo todo y aprender, soy inexperto, aprendiz o pipiolo y a eso ataño tanta adjetivación que se me hace necesaria cuando, seguramente, no lo es, y tanta sinonimia o redundancia tan superflua como también eran, sin duda, la camisita de botones y mi saco de lana grisácea en aquella noche de la cual ya no quisiera acordarme, es que mi fracaso por parecerme a ellos y ser como ellos me hace sentir aparte, diferente, vendido y aburguesado y empecé a entender que tal vez por eso siempre me ignoraban en los pasillos, en la cafetería y en los recitales... Es necesario, supongo, que solo puedan aceptar en su grupo de poesía a quienes ostentosamente lo parezcan. ¿En qué quedaría su identidad si no lo hicieran así? Un Lorca redivivo que vistiera saco y corbata sería al unísono y entre sornas condenado al ostracismo, no lo dejarían hablar o, de dejarlo, no le prestarían demasiada atención: ¿para qué si su atuendo y sus gestos sin duda revelan que no sabe lo que dice o que sencillamente es un retrógrado literario? Me preguntó si solo será cuestión de saber adónde buscar y encontrar el libreto y aprenderse sus lineamientos, o sus líneas, o su vocabulario, sus estilos, los reglamentos o lo que sea para poder siquiera tener chance de empezar el escabroso proceso iniciático. Pero hay que entenderlos, y yo los entiendo, claro, pobres, o sueño con entenderlos, entenderlos tan bien que me dejen estar con ellos, ellos que solo viven para la poesía y son muy malentendidos y saben mejor que nosotros llevar la culpa cuando, por ejemplo, se descubren añorando algo que solo los otros debieran anhelar, qué sé yo, un auto del año quizá, o una casa anchurosa y propia con altos ventanales mirando hacia el atardecer. Sin embargo, he escuchado decir a los más ilustrados y lúcidos y modernos entre ellos que, a fin de cuentas, estamos en la posmodernidad y que por eso no hay nada de malo en 110
que también los poetas puedan ser un poco yuppies si les viene a bien, siempre y cuando se disfracen, para ciertos rituales tácitos, de intelectuales parisinos del 68 o de andywarholes teñidos de negro o en su defecto del vilipendiado Che, que ya todo da igual o debiera darlo. Y ahí es cuando a mí, novato y, según creo, no tan despabilado aún, se me empiezan a enredar todavía más las cosas: ¿cómo es que si todo da lo mismo ellos, no obstante, deben cumplir ciertos criterios de estilo a los que solo parecen tener acceso los iniciados? ¿Y cómo entender qué diablos está permitido y qué no si parecen tomarse hoy libertades que mañana condenan y que, en todo caso, siempre pueden defender precisamente porque a su juicio todo vale igual o da lo mismo o es simplemente okey porque el arte es subjetivo? Parece que el criterio fundamental es el ser parte de su grupo, ¿pero cómo se llega a ser parte de él? Me esforcé por no seguir pensando en estos asuntos marginales, o los planteé como tales precisamente para no seguir distrayéndome con ellos y poder escuchar sus intervenciones. “Es que yo lo siento así” —dijeron, varias veces, entre verso y verso cuando teorizaban sobre el arte mismo de la poesía—, o “la poesía que importa es la que es buena para uno, la que a uno mismo le llega”... Y parecían conocer bien esas complejísimas teorías que afirman que ya prácticamente todo está dicho y que no es posible ser original y que nada hay de malo en repetir y reciclar y reusar las creaciones del pasado, que además no queda otra opción y que el plagio, gracias a sibilinos recovecos especulativos, también puede ser heroico o triunfal porque el plagiador es único y lo que importa, de nuevo, es la experiencia subjetiva, que, además, como el autor está muerto o moribundo o en proceso de resucitación —en esto no parecían estar de acuerdo— no es más que una manera en que el lenguaje por sí mismo habla por uno, que de todos modos uno sí es único aunque no es nada más que palabras que no le pertenecen... Luego traté —infructuosamente— de no pensar más en esas enrevesadas teorías que de todas maneras soy incapaz de comprender y pensé, más bien, en lo triste que es para estos poetas no poder dedicarse enteramente a escribir. Porque se quejaban ellos del “síntoma” de “nuestros países”, no dar mucho espacio a la poesía, al arte, para que los artistas puedan crear con tranquilidad, el poco apoyo del Estado, el escaso público lector, la práctica imposibilidad de ganarse la vida como “trovadores de la posmodernidad”, algo así dijo uno, no exactamente así pero algo similar, yo de bruto no llevé libreta de apuntes y luego lo olvidé, era una expresión bonita... Y otro dio a entender que preparaba 111
en silencio y secreto una magna obra futura y que algún día saldrá a la luz a pesar de tantas dificultades que enfrenta la poesía en “nuestros países”... Y bueno, no recuerdo mucho más. Dichosamente repartieron un folletín con un extracto de los poemas leídos durante la noche; copiaré algunos que me llamaron muchísimo la atención, no sin cierta vergüenza, debo decir, pues yo en mis ingenuos y primerizos intentos nunca he dado con algo tan desconcertante e íntimo y pulcro a la vez: “tu semen huele a mañana de invierno / y mis tetas, rociadas por él, se deshembran en idilios púrpuras y galácticos”; u otros versos místicos: “los raudos galopes del tigre exuberante / marcan el sonido de esferas huidizas / y recorren mi vientre y mi éxtasis es blanco y me ciega”; o algunos más bien vegetarianos y edénicos: “tu aliento humedecido / uvas y estrellas meciéndose bajo la luna / una promesa de eternidades compartidas”... Seguramente los juzgaba —¿pero quiénes eran específicamente?, ahora no recuerdo ese recital, ¿o lo habré imaginado o creado por pura rabia?— tan mordazmente porque también yo quería ser poeta y ni siquiera me atrevía a leer por allí, públicamente, algún verso —¡y gracias al cielo no lo hice!— Nada, claro, tenía yo que me hiciera mejor que ellos, aunque ciertamente lo pensaba, me sentía superior en mi silencio literario, creía que yo era más escritor aunque tampoco escribía como debe escribir un escritor: con disciplina, a diario; no, mierda, también yo, torpemente, solo soñaba con ser escritor y entonces escribía cuadernos interminables de páginas y páginas de ilusiones y quejas y sueños infantilizados… Como estos cuadernos, precisamente, que bastaría leer de cabo a rabo para encontrar por doquier los indicios y gesticulaciones que también a mí me pondrían al descubierto... ¿Pero no es justo eso lo que hago aquí, hoy? ¿Para qué, tras tanto tiempo de olvido, he vuelto esta mañana de invierno a recorrer e incluso transcribir electrónicamente algunas páginas de aquellos cuadernos vergonzosos o traicioneros y tan desolados como planetas? No lo sé y no importa, simplemente encuentro cierta morbosidad en volver a verme o imaginarme, entre nostálgico y avergonzado, tal como fui antes... Pues que sea un ejercicio de lucidez: descubrir dónde estaba allí lo cursi y lo kitsch y dónde no estaba, que también en algunos momentos creo que logré evitarlo… Inventariar lo despreciable y desechable para no repetirlo jamás… ¿O es que estoy releyendo estas páginas por una mera nostalgia —inútil, como todas las nostalgias— de aquellos sueños infantilizados, una nostalgia de una época en que todo era trágico porque yo necesitaba que lo fuera, y solo 112
porque esa era la única excusa perfecta para no madurar, es decir, para no trabajar seriamente en mi sueño y poder así culpar al mundo o la historia de mi muy probable fracaso?
[11:43 a.m.]
__________________ 2 de noviembre de 1999
AMANECE. El sol se yergue como un glande. Es colosal y competente y dorado. Un amigo me dice muy líricamente que fue una eyaculación del sol sobre el mar lo que engendró la luna y la noche y todas las estrellas. Yo replico que bien puede ser al revés, que tal vez la noche era un gran vientre oscuro, la matriz sin origen de donde nacía todo, incluido el mismísimo rey sol. ¿No es más probable que de la oscuridad provenga la luz, que de la luz la oscuridad? Por supuesto —matizo— la noche y el día no están en realidad separados y el universo es una infinitud andrógina. O quizá ni siquiera andrógina porque no tendría razón para restringir sus opciones a dos... Nuestra manía de hacer dicotomías donde no las hay... Hace falta un planeta para que haya día y noche, algo que gire, y una estrella... ¿Y si viviéramos en un viaje perpetuo por las extensiones inexploradas del universo? Quizá en otras regiones del universo hay algo más que noche y día, un entredós o tres o cuatro o un sinnúmero de momentos distintos sin repetición, han de haber tantas cosas inimaginables... Nosotros, específicamente, nos hemos acostumbrado a pensar hacia el fin, como si estuviera escrito que todo tenga que acabar definitivamente... ¿Y si lo verdaderamente real es el eterno retorno de lo diferente? Repeticiones, sí, pero cada una divergente... Es igualmente posible que todo pueda recomenzar una y 113
otra vez y que el tiempo y la vida sean ruedas sin comienzo ni final, o que el comienzo y el final sean nada más otros dos términos terminantes, como la guerra y la paz, como la creación y la destrucción, dos abstracciones humanas, como lo humano y lo no humano, o el hombre y la mujer. ¿Cuántas ilusiones o consuelos necesitamos para sobrevivir? Anochece. El sol cae sobre el mar, eyaculado y deshecho. Lo imagino harto de alumbrar en su centrípeta soledad.
[11:46 a.m.]
_____________________ [Página suelta, sin fecha.]
EJERCITARSE EN EL DOLOR... gimnasia masoquista, esta pasión infantil por el sufrimiento supuestamente inmerecido: ¿no es este aprendizaje el que no ha querido hacer la humanidad? El ser humano todavía es un niño. Seguimos anhelando que nos adoptase algún dios huérfano… ¿Madurez? Digamos, para no ser tan groseros, que no somos niños sino jóvenes... ¿O sería conceder demasiado? En todo caso, jóvenes egoístas, necios, aventureros y temerarios a veces, generalmente impulsivos y regularmente esclavos de las razones equivocadas: conquistar, dominar, destruir. Nuestro máximo objetivo pareciera ser demostrar que entre las especies somos el macho superalfa. Construimos rascacielos kilométricos y salimos al espacio pero nos olvidamos de dejar de ser simples depredadores (a eso se debe, supongo, que en las películas y los libros siempre imaginemos a los alienígenas como depredadores: solo es nuestra proyección de un alfa más superalfa que nosotros mismos...) Madurar entrañaría ya no necesitar matar ni guerrear sino cuidar y aprender unos de otros y gozar. 114
La historia está al borde de terminar y no sabemos si somos capaces de empezar otra, o de dejar que empiece otra con nosotros superados, lo cual tampoco sería una gran pérdida, pues la humanidad, como un todo, no ha existido nunca y en su lugar solo han existido razas, etnias, naciones, países, identidades metafísicas de todo tipo o supuestas identidades (como si algo pudiera escapar de la flecha del tiempo); pero no ha existido nunca “la humanidad”. La idea de una humanidad sigue en su etapa infantil: ¿de qué otra cosa son muestra la insistencia en la violencia y las intolerancias, los pleitos inútiles entre unos y otros, vecinos, que si yo soy de aquí y vos de allá, o la obsesión con las jerarquías o la morbosa urgencia que parecen sentir algunos por empobrecer y explotar a otros para sentirse ellos grandes y todopoderosos? Somos un animal que solo ayer se hizo consciente de sí. Y si la humanidad no cuaja, las hormigas heredarán la Tierra. Y estaría bien.
[11:48 p.m.]
_______________ 04 de abril de 1999
ÉRASE
UNA VEZ UN OASIS DE PIEDRA ENCLAVADO EN MEDIO DE UN DE-
SIERTO.
Desde el aire, las aves que han perdido el rumbo encuentran en ese punto ceniciento su único descanso; en medio del abismo de arena hirviente que las ahogaría, un apoyo gris para recuperar la fuerza que les permitirá seguir su vuelo y encontrar la ruta hacia su hogar. Ese oasis de piedra es un paréntesis. Pero la piedra vive una paradoja: su dureza solo es aparente, y en ella hay más vida que en todo el desierto. Intuyéndolo, pero sin la paciencia ni los instintos necesarios para hacerlo, las aves siempre caen en la tentación de que-
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darse con la piedra para siempre; pero no pueden contrarrestar el ímpetu de sus alas y siempre se van. A veces la piedra llora o suda para que las aves tengan algo para beber, y eso las pone en camino. La piedra se desgasta lentamente. Se erosiona con su propia exudación y sabe que un día ya no quedará nada de ella y se convertirá en arena y se confundirá con ese desierto que la ha albergado sin pedirle más que permanencia. Y la permanencia es el compromiso más duro, aunque justo, para una piedra. La piedra les da reposo a las aves y las escucha sin reprocharles ni exigirles nada. La ternura categórica de la piedra salva a las aves; en ella encuentran sosiego y en su pétreo silencio —la piedra nunca responde— dejan de oír el barullo de los mundos que las asfixian y luego vuelven al aire agradecidas. Pero la piedra solo finge indiferencia; tal es su destino: vivir cubierta por una apariencia de piedra y solo ser una estancia de paso. La piedra suda, llora o exuda, y merma y agoniza mansamente, tanto que ni ella misma lo nota. Es que las piedras no pueden volar —ella lo ha intuido a lo largo de milenios—, pero al menos pueden alentar el vuelo ajeno. Y así la piedra también conoce la alegría, una alegría hecha a su medida de piedra: cuando ve el cielo llenarse de aves coloridas que lo adornan con sus gráciles y leves figuras y sus siluetas marcan el aire con giros que parecen letras y lo pueblan de historias invisibles que la piedra ha aprendido a leer... Hoy, solo las aves pueden mitigar la tristeza del cielo y de las piedras; y quisieran incluso poder curar su dolor mineral; pero saben que sin ellas su vuelo sería imposible o suicida: no tendrían dónde descansar en sus larguísimos y agitados vuelos y se hundirían para siempre en las arenas hirvientes de los desiertos. O quizá la piedra fue un ave que olvidó cómo volar, o que olvidó haberlo sido. Porque también hay quien cree que algunas aves, las más hermosas y sabias, tan raras que solo hay una o dos por generación, fueron piedras que supieron crecer alas pero olvidaron cómo o no lo saben enseñar.
[11:58 a.m.]
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_________________ 12 de febrero del 2000
HAY MOMENTOS RAROS EN LOS QUE SENTIMOS LA CERTEZA DE QUE AL MENOS UNA PERSONA EN EL MUNDO NOS COMPRENDE. Es una certeza muda y repentina, casi siempre fugaz, pero alegre o inspiradora. Y entonces ni siquiera importa si bordeamos la muerte porque sentimos que, a pesar de todas las distancias, no hemos estado siempre solos, y que algún otro ser ha visto algunos paisajes con nuestros ojos y ha oído alguna melodía con nuestro propio ritmo y ha leído algunos textos con nuestro mismo silencio; es el extraño fenómeno de obtener el mismo sentido de una sola experiencia, y saber que es así con una mirada, un abrazo, o callando ante lo mismo, al mismo tiempo, aunque separados. Pienso, por ejemplo, en esas noches cuando las nubes, muy altas en el cielo, lo cubren entrecortadamente, como una inmensísima carpa hecha jirones. Sé que existe alguien que al mirar ese cielo sabe que yo miro ese mismo cielo. Y por eso sé que de algún modo mis ojos no son solo míos ni los suyos solo suyos, sino nuestros. Las nubes, en ese cielo, son nuestra sábana desgarrada… Aquella noche, y a pesar de nuestra inexperiencia, Paulina y yo intentamos todo tipo de querencias. Y casi lo logramos: abrimos blusas y cremalleras y llegamos a vernos los cuerpos blancos en la noche, su piel era blanquísima, leche bajo la luna, y nos dibujamos ansias compartidas y exploramos todos los resquicios y quisimos más pero sabíamos tan poco... Luego, mientras ella dormía, me senté a ver los árboles en la noche deshabitada; o intentaba mirar el viento, ese mismo viento que había arrastrado las nubes hasta que cubrieran todo el cielo, pero dejándolas estiradas como alientos. Ella dormía y yo retrasaba mi partida; éramos tan jóvenes, casi niños; aún quería ver la noche, el frío, respirar el frío, mirarla dormida, relajada, ajena a sí misma; no me importaba que mis padres —todavía vivía con mis padres— me riñeran por llegar al amanecer o casi, ellos creerían que borracho o echado a perder, pero yo simplemente padecía de ese raro amor adolescente que se parece tanto a un heroísmo incalculable, a una vorágine apetecida, a la ruina equiparada con una gloria intransigente y todo sin palabras o solo con palabras 117
como estas, ojalá románticas, sin duda sensibleras, en todo caso inútiles y tan poco adultas o críticas… La miraba dormir —los labios entreabiertos, la respiración pesada, el rostro entero transfigurado— e imaginaba cómo sería crecer con ella. ¡Y deseaba tanto crecer! No sabía, no podía saber, que mucho tiempo después solo querría no haber crecido y seguir allí, imberbe y libre y totalitario en el amor, callado a su lado mientras ella dormía como si yo no estuviera allí, serena y segura. Ahora, cada vez que el cielo repite ese relieve improbable, dondequiera que esté sé que si ella está mirando la noche también allí me mira a mí, mirándola. O al menos quiero seguir creyéndolo, porque si no, ¿de qué habría valido todo ese dolor de crecer, tanta furia, tanta interrogación? La adolescencia no es una fiesta continua, también es desolación e incertidumbre, futilidades y sinrazones, un apocalipsis personal ante una infidelidad, por ejemplo, o una especie de locura recurrente que te deja en paz por ratos, como si el cerebro no calzara bien dentro del cráneo y se agitara para todos lados y el cráneo fuera una camisa de fuerza... Después de la furia y de todos los arrebatos, es decir, después de la pasión, Paulina me dijo alguna vez que yo seguiría estando en la luna y en el mar y en algunos libros. Era su manera de decir que el amor entre nosotros ya no podía ser más que ternura. Terminamos, como dicen, vivimos ese trámite de las despedidas y los abrazos; pero desde ese momento yo nunca he podido huir de esos libros, ni de la particular idea del mar que creamos y alimentamos juntos, ni de aquel cielo andrajoso y perfecto. Supongo que todas las parejas que se han querido de verdad —y esto sería entonces quererse de verdad— tienen sus propios cielos y mares y sus exclusivas ideas de la noche y del día y de la vida y de cuanta cosa haya en todos los universos posibles; pero muchas parejas lo olvidan al día siguiente de separarse o unos días después. Nosotros, en cambio, para no olvidarlo —porque lo único que nos prometimos fue jamás olvidar lo que compartimos— nos lo decimos cada cierto tiempo, aunque estemos cada uno al otro lado del mundo y aunque, objetivamente, hayamos crecido y nos hayamos transformado, porque uno se transforma continuamente y todavía más cuando, tras recuperar la sanidad tras un descalabro afectivo, encuentra el coraje necesario o la simple temeridad para emprender otra relación. Nosotros, pues, nos lo decimos en alguna carta muy 118
breve, o de contrabando en una conversación rutinaria... O se lo digo sin decírselo en algún texto que para el resto del mundo es impersonal; o a veces después de muchos años decidimos decírnoslo otra vez con alguna mirada fija y minúscula que nadie más que nosotros sabría ver en nuestros ojos. Es simple: seremos cómplices siempre, coautores secretos de una obra privada, incompleta, claro, para siempre en borrador, pero nuestra. Es que el solo hecho de no querer olvidar, de aceptar cierta responsabilidad o deber al decidir que nunca se permitirá uno olvidar lo que sintió por otro, es una manera de seguirlo sintiendo, aunque diluido, pero igualmente real. Es una manera de afirmar que el otro es importante, que yo guardo su existencia en mí, que mi memoria rinde tributo a su vida, al hecho de que ese otro, y no otro, ha existido y ha sido importante para mí. En lugar de acabarse con la separación, el amor debiera transformarse en memoria y la memoria llevarse a cuestas como un fardo ligero: una muestra de que ha valido la pena vivir. Esto entraña aprender a seguir viviendo con fantasmas, sí, pero en este caso serán fantasmas queridos. Y no sé, tal vez solo puedan quererse de este modo dos personas que hayan sabido separarse para seguirse queriendo. Porque la separación, cuando hay amenaza de catástrofe o destrucción, es a veces la única manera de guardar el amor. Si se consigue, la soledad nunca será absoluta y uno tendrá a su lado, aunque espectrales, tantas criaturas como haya amado. En cambio, imagino la verdadera soledad —la soledad solo habitada por olvidos tajantes— como la peor de las penas: jamás haber compartido esa noche con alguien, o jamás cruzar una puerta sabiendo que es la misma puerta que alguien, ausente, cruzaría. O haberlo hecho pero no recordarlo. Hay quienes viven para siempre aislados, dentro de las multitudes, o afuera, en rincones invisibles. Pero algunos sabemos sin saber decirlo, que aun si fue por escasos momentos, pudimos compartir el mundo con alguien; o que el mundo es fundamentalmente eso que compartimos.
[12:04 p.m.]
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__________________ 13 de diciembre de 1999
SENTADO, inmóvil, fumo y miro llover. Dejo que la noche pase sin mí, frente a mí, ahí. Mi pensamiento intenta copiar el azar de las gotas, el compás del viento y la estrechez del frío. Convierto la noche en mujer y la adoro aunque no quiera ser adorada. Pero las copias siempre son imperfectas. O mejor dicho: son imperfectas porque, en rigor, no son copias. En la duplicación siempre hay alguna diferencia. La lluvia es apenas un baile de minúsculas gotas que flotan en el aire. Decido que dormiré al amanecer. Simplemente porque no quiero padecer de nuevo los ruidos cotidianos: los niños apurándose a ser grandes, los vendedores implorando lástimas, los profesores tiranizando para ocultar sus fracasos; y el tiempo, tan poco tiempo, la edad, el mundo, extrayendo de mí lo mejor de mis años para venderme un puesto, una oficina, un salario, una reputación, una muerte a plazos, señor, con garantía de por vida.
[12:26 p.m.]
_______________ 06 de mayo de 1999
ESCRIBO PORQUE NO ESTÁ AQUÍ. La imposibilidad de sostener la ternura. [12:27 p.m.]
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___________________ 13 de septiembre de 1999
NOS HACEN SEÑAS inaccesibles.
O GUIÑOS,
son dedos anónimos que apuntan a parajes
Al día de hoy, ser humanos ha sido creer que allí, en algún lugar, está lo señalado. Tampoco yo sé lo que quiero decir cuando digo, por ejemplo, “amor”; y a veces hasta he caído en la exageración de decir “te amo”; y me lo han dicho de vuelta y supongo que así vivimos todos, unidos por esas membranas tan frágiles. La historia de cada uno es el resultado de decisiones contingentes —como todas las decisiones— y significados espontáneos o emergentes y ninguno puede saber a cabalidad de qué está hablando el otro. En los asuntos fundamentales las palabras siempre se quedan cortas. Y esta misma palabra que yo he usado y uso todavía la han usado también las mujeres que han dicho amarme y la usan mis padres y mis amigos e incluso la usan los periodistas en la televisión y los abogados y los filósofos y los músicos, los poetas, ay, los poetas, es que es una barbaridad, aparece por doquier trescientas millones de veces al día como si todos supiéramos qué diablos significa o como si, de hecho, significara lo que quiere significar, es decir, como si fuera un hecho igualmente palmario para todos. Y quizá todos sabemos lo que significa; y quizá ninguno tenga razón. ¿Nos entendemos, cuando hablamos de amor? Tal vez a un nivel elemental. Pero al instante las ruedas empiezan a girar de nuevo, son bufones que no se cansan de reír, de hacernos reír para reírse de nosotros. ¿Qué quiere decir “entenderse” y qué quiere decir “elemental”? ¿Qué quiere decir “querer decir”? Esas son solo palabras y las palabras son aire. Cuando se acaba la paciencia solo una pregunta sigue siendo importante: ¿hace falta entenderse para poder convivir? ¿Hace falta saber, por ejemplo, la verdad del otro? 121
Si en amar hay algún heroísmo, planteo que radica en amar a quienes no podremos nunca comprender del todo. A veces me he inclinado hacia otro como una flor suavemente soplada por el viento. ¿Y no es esto, también, decir demasiado? Siempre hablo demasiado... Y escribo... Ella me acariciaba los brazos con sus pantorrillas... Ella me miraba los labios y esperaba estoicamente a que me callara y le abriera el cuerpo con mi cuerpo. Pero mi enfermedad histórica —es mi ego solar— es no saber callar. Y ahora sé —pero es tarde, tan tarde— que eso adelanta mi muerte... La sinfonía se descompone sin haber siquiera terminado el borrador... Yo mismo la arruino: digo amor y la traiciono, escribo amor y me traiciono... Pero si no escribiera, cómo diría los gemidos singulares, irrepetibles, las miradas de reojo en medio de los amigos, que no sospechan nada, que nos creen mutuamente asépticos, y luego tantas intuiciones súbitas ante el sol enorme que se funde con el mar… Me abismo en palabras ajenas y prescindibles —hablo, es cierto, demasiado, pero también la escucho, siempre la escucho y finjo que estamos solos— y corro el riesgo de perder la sanidad. El calor sosegado de los otros. ¿Podrá ser este riesgo también la silueta de otro amor posible? Su posibilidad me sostiene en el abrigo de esta cueva.
[2:05 p.m.]
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______________ 09 de abril de 1999
LA
HISTORIA DE QUIEN ESCRIBE ES CASI SIEMPRE LA HISTORIA DE SUS
AMANTES.
El diario siempre diferido de su cuerpo. Con cada gran amor conoce mejor el silencio y entonces quiere escribir más para decir menos, porque cada vez se da más claramente cuenta de que es menos lo importante. Pero cada vez necesita más palabras para decirlo. Dos enamorados mirándose en silencio, ¿no es esa la única lógica del amor? ¿Y escribir acerca del amor? Se ha escrito casi todo, y siempre queda casi todo por decir.
[2:16 p.m.]
________________ 10 de octubre de 1999
ANDA POR LAS CALLES UNA FAUNA QUE METE MIEDO. No es solo que la realidad esté demodé y que, en consecuencia, haya tantas realidades como especies de insectos. Pasa que las modas ya no saben de qué fetiche guindarse, de quién más hacer un ídolo fatuo o cuál nueva antigualla transformar en el último grito. Y yo no sé si todo eso está mal en sí mismo; pero tampoco sé si era mejor Dios en su cielo trascendentalísimo o esta nueva versión downgraded de dios con oficina en Hollywood. En todo caso, algo común de esas irrealidades televisivas es incitarnos a vivir como si fuéramos ricos y famosos, vendiéndonos la idea de que mientras más actuemos como ellos y vivamos como ellos más nos pareceremos a ellos amén.
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Corolario: vivir es actuar como si. Creerse alguna cosa sin fundamento y asumirla como fundamentada. Como si uno no fuera una mosca tercermundista, por ejemplo, un arrimado, un posible inmigrante, sudaca o espalda mojada; o, inversión o tergiversación, vivir como si todos fuéramos igualmente “civilizados” y “humanos”, como si los derechos humanos de aquí no fueran diferentes a los de allá… Como si todos fuéramos hermanos porque en todas partes se venden las mismas marcas y los mismos símbolos, es decir, como si el loguito universal de coca cola, por ejemplo, fuera también el loguito de una posible humanidad universal. O vivir como si fuéramos amigos íntimos de Madonna o Tom Cruise o de Fidel o Trotsky o Freud o el Dalai Lama o la quinta reencarnación de quienquiera que sea el ungido para cada cual... Porque nada de esto entraña que se hayan descartado todas aquellas tonterías del alma y de la identidad y de las luchas históricas, qué va, ahora todo eso tiene sus sinónimos cool. Hay cientos de tipos nuevos de new age, por ejemplo, una espiritualidad mística que envidiaría el mismísimo Plotino. Si uno mira suficientemente E! hallará la información necesaria para fabricarse su propia identidad o, lo que es lo mismo, copiar algún machote y asumirlo como indiscutiblemente propio. Y hay, por poner otro caso, manuales ecologistas de bolsillo, valen $1.99, o de variopintas antiglobalizaciones y etnonacionalismos, de izquierdas y de derechas y todos con espacio reservado en CNN o en alguna variante. Sobra qué elegir y dónde; pero curiosamente todo se parece, las cosas hacen eco de otras cosas y al final del día uno termina mareado de tanto repetir lo mismo disfrazado de original. La TV nos ha ordenado la existencia en todos los órdenes de la vida y de la muerte, ¡el mundo es una fiesta! ¡Reír y comprar y broncearse en maquinitas, todo es posible! Yo acostumbro hablar y reírme de estas cosas junto con mi padre, cuando ninguno de los dos tiene nada mejor que hacer. Bueno, más exactamente, el pobre no encuentra la manera de negarse a escuchar mis retahílas. Y mi padre, buen castellano y viejo leído, me repite a menudo aquello de que Salamanca no presta lo que natura no ha dado; él, claro, desde siempre me lo ha repetido con la buena intención de que su hijo estudie y no se quede imbécil por mera pereza; pero lo que mi padre no podría haber previsto es que hasta eso se iba a poner de moda: quedarse tonto, quiero decir, porque para qué coño sacarse lo tonto si sabiendo prácticamente nada es igualmente posible forrarse de dólares. 124
Hoy ni siquiera se entendería el eslogan socrático de solo saber que no se sabe nada; y, en general, todo lo que podría aprenderse en clases de filosofía, acerca de Sócrates y su martirio por el pensamiento y la libertad y las disquisiciones sobre el deber moral y qué sé yo cuánta cosa más, son hoy simplemente pendejadas de viejos; hoy la juventud ya no escucharía ni seguiría a Sócrates; primero lo lapidarían por aburrido y segundo lo empalarían y tercero lo olvidarían al día siguiente... hasta que algún genio, claro, al tercer día, decidiera resucitarlo lanzando su imagen inmolada en jarras de café y gorras y camisetas y calcetines de color fucsia. En este clima finisecular hay todo un escaparate de identidades disponibles, y no sabemos cómo ha sido posible pero hay una para cada quien, como si la moda, al mismo tiempo, fuera infinita y singular. ¡La moda es el reino de la diferencia! Con el vestido podemos expresar cabalmente quienes somos. Unos pocos minutos frente a los escaparates bastan para saber cuál identidad “ponerse”; y si usted se inclina a la incertidumbre o la indecisión pues prontísimo algún simpatiquísimo dependiente le asistirá en su elección. ¡Es el paraíso, damas y caballeros, pasen adelante, hay espacio para todos! ¡Y claro que sí, señora, se puede empezar tan temprano como lo desee, ya tenemos los modelos del próximo año para los recién nacidos! ¿Prevé que su nene vendrá dentro de dieciséis meses? No se preocupe, le haremos una oferta que no podrá rechazar, un plan a plazos para que vaya reservando los modelitos del 2002, ¡que dos años se pasan volando! Y acuérdese señora que recién salida de la sala de partos ya puede sentar a su hijito frente al televisor, ¡no le pasa nada, señora! Al contrario, no lo deje levantarse hasta que haya cumplido los veinticinco o veintiséis años, ¡no hay mejor manera para adecuar a su niño a la vida en el Siglo XXI, no lo deje en desventaja!
[2:19 p.m.]
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_________________ 11 de octubre de 1999 La vida es la farsa que hemos de representar entre todos. ARTHUR RIMBAUD
CUANDO LA CULTURA SE CONVIERTE EN UN SUPERMERCADO DE IDENTIDAnecesariamente habrá una lista de superventas. Bosquejaré un muy breve inventario de las personalidades más apetecidas al día de hoy, 11 de octubre de 1999. DES,
1. Velatus candido De acuerdo con su etimología, este carácter supone que quienes lo han elegido se han cubierto por un velo, es decir, se han velado. El verbo latino velo demuestra por qué los entendidos han escogido este epíteto para estas personas: sus acepciones incluyen velar, cubrir, adornar, ocultar y disimular, las cuales le vienen de maravilla a esta identidad, número uno del mercado. Por otra parte, el candido expresa que estos velati se han cubierto con un blanco deslumbrador, espléndido, y por esto su apariencia se reconoce por ese halo de felicidad radiante que los caracteriza. Según las últimas investigaciones patrocinadas por la Foundation for Cultural Statistics, organización con fines de lucro con sede en Las Vegas, Nevada, esta identidad lleva ya varios años en el primer lugar de ventas, especialmente dentro de la clase media-alta latinoamericana. Uno de sus rasgos fundamentales es evadir la realidad mediante el mayor número de artificios posible. Coherentemente, el primer artificio es no creer en la realidad, así, en abstracto, aunque también en concreto, claro, por ejemplo cuando se refiere a la realidad del propio país. De ahí en adelante la vida se les convierte en un tobogán por el cual, mientras más descienden, más sofisticados llegan al suelo, o al penthouse, porque ellos bajan en toboganes que suben, curiosamente.
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Quienes compran esta identidad —que de momento es la más cara y, consecuentemente, ya está acompañada también veladamente de coyotes especializados en colar a los más atrevidos— obtienen un cuerpo atlético que insalubremente raya en la anorexia —cuando se aplica a una hembra— o un cuerpo insalubre que atléticamente raya en un schwarzenneggerismo con doble al miocardio —cuando se aplica a un macho—. Pero ningún sacrificio es demasiado para ellos; resisten felizmente los castigos físicos porque su premio es el “estatus” y la aparición en las revistas del jetset criollo, que cada día son más populares y ganan más suscriptores o, cuando tienen versión televisa, pues más televidentes. Ellos cumplen disciplinadamente con rituales cerveceros, ladies nights y parrilladas bajo la luna, que para ellos, dichosos, sí es de queso y azul de verdad como los príncipes y sus princesas y ellos se imaginan en una corte de fábula y arman romances nobles en orden ascendente según sus cuentas de banco. Ellos no viven como actores, son actores sin contrato y de por vida —actores de por vida, quiero decir, pues siempre es posible que con tanta práctica algún día los contrate un agente despistado de este dios jolibudense de nueva ola—. En fin, y para no hacer cansino el cuento, se ponen el velo blanco en sus bellísimos rostros todos aquellos que se creen privilegiados simplemente porque no conocen la tristeza, y porque creen, sencillamente, que no la merecen, que la tristeza, como los piojos o el hambre, es cosa de pobres. Claro, si uno hila fino descubre que no es que no la conozcan, eso es un decir, sino que simplemente evaden todo lo que en el mundo parezca de veras un poquitín feo: el dolor emocional tanto propio como ajeno, la explotación globalizante, cualquier te quiero que se diga en serio, la caca —con y sin metáfora— de miles de niños que mueren anémicos a diario y aproximadamente siete millones doscientas setenta y seis mil cositas más por ahí. Ellos, en cambio, siempre tienen pegada una sonrisa en sus labios. No soportan que alguien les diga que se siente mal. No comprenden por qué esas turbas de miserables sencillamente no se despabilan y se ponen a trabajar en lugar de estorbar y asustar en los semáforos. Y les parece de mal gusto que la gente se deprima y sufra y que en la televisión tengan que sacar tan a menudo a esos grupúsculos de precaristas, drogadictos y criminales que se ponen a llorar porque la policía los desaloja por la fuerza de lotes que no les pertenecen...
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Sobra pues decir que estas personas son felices de sobra, y lo son porque lo dicen y lo dicen a todas horas y hasta en sueños se lo dicen y se lo creen, que es lo peor, o lo mejor, no sé. La felicidad es su credo. Y no solo son felices, también son infinitamente responsables y eruditos: sus pasiones —de corazón te lo digo, me lo dicen— son el ecologismo y el orientalismo y el holismo y, faltaba más, ¡la lectura! Se comprende —fuera de sus propios círculos, claro está— que sus paraísos privados susciten envidia y rabia entre quienes no tienen acceso a ellos. Bah, es normal, dicen ellos, pobrecitos, y luego entre sí se ufanan de haber donado 100 pesos a la iglesia tal o de haber llevado setenta y cuatro kilos de ropita que ya no usa alguno de sus veladitos al asilo cual... Lo que no saben ni entenderían es por qué, para legiones de esos pobrecitos, sus utopías amuralladas solo parecen ser monumentos a la gazmoñería. Eso sí, no se vaya a creer que son tan indiferentes... Si estas palabras o cualesquiera otras de verdad los pusieran bajo amenaza, ellos no se quedarían tranquilitos paseando su cara de beatos por el mall, qué va, saltarían siete veces seguidas con un mazo en la mano y me darían por la cabeza hasta aplastarme, aunque a escondidas, claro, porque primero el glamour y las apariencias, es decir, aquellos velos más reales que lo real y más finos que el diamante —razón por la cual nuestros simples ojos mortales no pueden verlos— con los que de la noche a la mañana y hasta el día de su muerte amén se convierten a sí mismos en reyes y reinas que actúan como si no fueran a morir de veras.
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2. Vulpes dissimulata Algún autor anónimo maledicente —posiblemente, se cree, un macho (es decir, un varón no necesariamente rubio) feo y mal cogido— bautizó así a los ejemplares femeninos de esta especie. Traducido literalmente, el nombre técnico es “zorra disimulada”, es decir, que simula no serlo, que se oculta o se disfraza. A los machos, sin embargo, se les acostumbra llamar “perros”, a secas y en castellano, pues, supongo yo, sus actividades son tan poco periciales, tan escasamente elaboradas estratégicamente, que no merecen siquiera un nombre científico. Además, los machos se ocultan menos y son, por eso mismo, más parecidos a perros (canis lupus familiaris) que a zorros (vulpini). En general, yo prefiero llamarlos “pseudojipis”. Las zorras y los perros, aparte de la improbabilidad biológica de apareamiento, que entorpece la analogía, arrastran una cantidad tal de estereotipos que no merece la pena sostener tales nombres solo para darle gusto al cínico reprimido que empezó a popularizarlos por vez primera. El objetivo primario y, a veces lo parece, único, en la vida de estas criaturas principalmente nocturnas, es dar rienda suelta a su sensualidad. Igual que los velati, estas personas dedican gran cantidad de tiempo y dinero a convertir su apariencia física en un reflejo lo más fiel posible a una idea platónica. Cómo han podido contemplarla para comparar es algo de lo que no tengo ni puta idea. Sin embargo, se diferencian de los velados en que aquellos observan una moral más rígida, pues, por supuesto, según su “visión de mundo” hay que mantener las apariencias morales además de las físicas, y hasta llegan a creer que de verdad deben ser “proper” y casarse de blanco y tener un matrimonio tradicional con chiquitos tradicionales y autos tradicionales como bemedobleús o audis y otros tradicionales etcéteras. En otras palabras, los velados son conservadores que se esfuerzan por dar la imagen de liberales; y, al contrario, los pseudojipis no se preocupan por dan la imagen de liberales, ni siquiera lo son en sentido estricto, se acercan más bien al libertinaje y la indiferencia política y, 129
aunque lo disimulan, no se avergüenzan de ello, lo cual, al menos, es totalmente respetable. Esto, claro ha de estar, no quiere decir que no tengan sus propios códigos, sus mores y tabúes y todas esas boberías. Los tienen, aunque es difícil descifrarlos pues en eso son un poco herméticos: tienden a no dejarse conocer a no ser que uno sea también uno de ellos. Pero, ¿cómo saben cuando alguien lo es? No está claro, quizá tienen la habilidad extrasensorial para leer las mentes y en ellas los currículos sexuales y recorrer así detenidamente las perversiones de cada quien. El asunto es que misteriosamente se atraen entre sí y si uno es suficientemente perspicaz podrá ver cómo en los bares y las reuniones se van acercando poco a poco mientras se desnudan poco a poco sin quitarse la ropa. Ahora, ¿por qué pseudo-jipis? Fácil: en el jipismo clásico había cierta nobleza, un florido candor que hacía creer en el amor y la sinceridad y en la naturaleza y en la paz. Pero estos nuevos jipis se pasan todo eso por ya saben dónde y van al grano, es decir ya saben adónde. ¡Cuál amor, cama, cama! Algo paradójico es que a pesar de no compartir algunos postulados fundamentales del jipismo, comúnmente se visten y hablan jipescamente. Han de ser las vueltas y revueltas de la moda, las maravillas del mercado, lo que permite que hoy, casi en el año 2000, una de las “nuevas” modas sea el retorno de los ruedos de campana, los pañuelos en la cabeza, las flores bordadas y todo tipo de motivos espirituales (sic) chinos o indios. Esta es la moda oficial, y que sea oficial quiere decir, nada más, que así lo han decidido las grandes casas de la moda en Nueva York y París y Londres y sus respectivos tentáculos textileros y maquileros en Asia; y acaso también algún sociólogo oportunista que trabaje como asesor de Pierre Cardin o Yves Saint-Laurent. En suma, que del amor libre de los jipis les queda lo libre, que no el amor, pues el amor, suponen o proponen, entraña compasión y cariñitos e hipotecas e impuestos municipales y todas esas mariconadas que inhiben la consecución de los más puros y diversos placeres. Es evidente que estos pseudojipis, dissimulatae o no, están ubicados a lo largo de todo el escalafón social, desde las clases más bajas hasta las más altas y las superaltas, lo cual no es de extrañar, claro está, porque tanto los empobrecidos 130
como los más fructuosos tienen TV y es por TV por donde se enseña primariamente este catequismo particularísimo: la sinrazón de reprimir cualquier tipo de inclinación sicalíptica. Es que en el fondo es un asunto de actitud y no de recursos, si bien obviamente no es lo mismo la sensualidad acompañada de Perrier-Jouët en la Costa Azul que aliñada de guaro de contrabando en un balneario rural. Pero bueno, no pasa nada, los pseudojipis menos privilegiados, por decirlo de alguna manera, aprenden a pasarse esos detallitos por alto e ir al grano, es decir, otra vez, ya saben dónde, lo cual, sobre decir, los diferencia también de los velados, pues estos jamás podrían pasar por alto el asunto del “status”. Por último, supongo en mi puritana ignorancia que esta identidad está en segundo lugar simplemente por motivos de aburrimiento: no tan ingenuos como para creerse todo el cuentito pop de los velados, esta gente al menos ha optado por divertirse más sabrosonamente, que la vida es corta.
3. Degener pravus Algún preciosista argüirá que el nombre redunda, y tendrá razón, pues un degenerado es depravado y viceversa. Pero el académico sutil que bautizó a esta estirpe de sapiens sapiens sabía lo que hacía: la redundancia cumple el propósito hiperbolizar la deformidad de estos tipos. Llanamente, podríamos llamarlos “pornófilos”, aunque pecaríamos de lenitivos: el pravus, a, um, también refiere a perverso, torcido, defectuoso, irregular... Sin embargo, por brevedad, en efecto los llamaré así: pornófilos. Esta identidad es una versión decadente de la sensual. Aburridos de todo tipo de convencionalismos, los pornófilos llegan a interesarse por la necrofilia y la zoofilia y solo el diablo sabe cuántas filias más. Si bien no acostumbran dejarse ver —al menos en cuanto pornófilos—, esta apetecida identidad obtiene al día de hoy una merecida medalla de bronce. Sobra decir que en su mayoría estas gentes ya no se interesan mucho por el look de su compañero sexual; les atrae más su rendimiento y, si de paso tiene alguna deformidad —qué sé yo, un seno con dos pezones o un pene sacacorchos— pues bienvenida sea.
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En principio, su pansexualismo es muy sano, tolerante y hospitalario y por eso mismo civilizado; pero las cosas se complican cuando degenera en explotación de los más débiles, en un sadismo efectivo y no simbólico ni compartido, o en esclavismos sexuales o en el llano y siempre irrevocable asesinato. Comúnmente, aunque no exclusivamente, estas personas provienen de ambientes depresivos y malsanos, de enorme desamparo —y no me refiero específicamente a desamparo en términos económicos, sino también, y acaso principalmente, afectivo—. Parte de su singularidad radica en olvidar a la perfección que algún día necesariamente se les acabará el patín y terminarán más insensibles que las piedras duras; lo cual, claro, no les impide, mientras llegan a su fin, pasar por la vida como un huracán, arrastrando a quien encuentren a su paso. A la luz pueden ser nuestros buenos amigos, pero de encontrarlos en la oscuridad no tendrían reparo en penetrarnos con un destornillador. ¡De lo que hay que cuidarse, por todos los santos!
4. Servator vulgorum Incluyo en esta cuarta pero aún respetable posición, a toda la gama de políticos y religiosos que solo saben abrir la boca para adoctrinarnos respecto de lo que hay que hacer para cambiar el mundo y para hacernos saber que solo ellos —más que obvio— pueden hacerlo, siempre y cuando uno les ayude monetariamente, claro. Son los salvadores de los pueblos, es decir, del populacho o las masas, porque el no-populacho (del cual ellos, dichosos, forman parte) no tiene por qué ser salvado porque ya lo está por definición (orden de Dios o de Mr. Money). Es fácil descubrir su identidad si uno observa con cuidado: mientras hablan de salvar el mundo se llenan los bolsillos con todo el dinero que no les pertenece; y si, por otro lado, uno no les descubre este gesto, pues bastará con revisar su biblioteca: por alguna enigmática razón todos los ejemplares de La República de Platón que poseen estos salvadores contienen una voluminosa errata: se le debe mentir al pueblo —se lee allí— pero no por el bien del pueblo, como defendía el Platón utópico, sino, mayestáticamente, por el bien de los propios monarcas, que el pueblo sin ellos —“justifican”— simplemente se mataría sin razón... No ha de extrañar que en las naciones infiltradas y tomadas por esta 132
calaña la inflación que sufren los gobernados sea directamente proporcional al inflamiento que gozan los gobernantes. En cualquier caso, necromancia o carisma, llámesele como se le llame, el punto es que te dejan vacío de recursos y lleno de esperanza. Y lo más triste del asunto es que hay carreras universitarias donde puede uno sacar hasta doctorados en esto. Y son respetadísimas y tienen miles de estudiantes que se gradúan como moscas y son como moscas, es terrible, se los topa uno en todas partes y con solo acercarse ya siente uno el tufillo a desperdicios. Por estrategias de marketing, supongo, son en general muy buenos amigos de las cámaras y las entrevistas y tiene uno que soportarlos en televisión interrumpiendo a los Simpsons. Porque estos tipos, a quienes también podríamos llamar “mesiánicos”, son los amos de la opinión pública, con lo cual salta a la vista que la opinión pública no es la del gran público sino la de ellos. Si tuviéramos más como fulanito, dice la pobre gente sin saber lo que dice, si tuviéramos más el país estaría mucho mejor. Curiosamente, los velados tienden a apoyarlos en las elecciones y en sus discursos y en sus creencias, simplemente porque a estos “servidores” no les interesa interferir con sus apariencias ni con sus modos de vida y, más aún, les conviene que existan y proliferen velados porque son ellos quienes más compran los productos con los que corruptamente lucran y son quienes votan para que puedan ser corruptos con gracia, es decir con embajadas o consulados o presidencias. A quienes los mesiánicos sí combaten con todos los medios a su alcance es, claro está, a los sensuales, pues a estos les importa un pito toda esa verborrea de la salvación y solo quieren irse improductivamente a la cama. En fin.
5. Lugubris maledictum No sé por qué se dice que no hay quinto malo, pero este es más malo que la lepra. Tenemos aquí a la especie más estorbosa de todas: los lúgubres. En oposición tanto a los velati como a los servidores del pueblo, los lúgubres se vuelcan fanáticamente a un apocalipticismo que raya en la forma más indigna de locura. Decirles “pesimistas” sería usar un eufemismo que no se merecen. Decirles “trágicos” sería ofender una posición filosófico-artística de renombre y sentido. Sería mejor no llamarlos de ninguna manera, pues de por sí entre la 133
nada y ellos no parece haber nada; y sin embargo hay que llamarlos de alguna forma, pues hasta la nada, ya lo ven, o lo leen, tiene nombre. Ellos creen sufrir una maldición eterna; más que eso, que el universo y la creación entera y sus propias vidas son una maldición eterna, una cárcel eterna. Pero no por estas razones defienden alguna posición gnóstica o mística. Nada de eso, su sentido de encierro linda más bien con la imposibilidad llana y simple de acomodarse a cualquier forma de vida concebible, y se dedican por lo tanto a quejarse de todo y de todos y del pasado y del porvenir y más rabiosamente del presente, claro, por ser el único tiempo ¡maldito sea! que siempre está aquí, al punto de que no llega uno a comprender por qué diablos no se pegan un balazo y acaban de una vez con su sufrimiento... Imagino que piensan que como todo siempre sale mal, seguramente fallarán el disparo y quedarán parapléjicos, ¡ayúdeme a decir! Se entiende, así, que generalmente vistan de negro, como de luto, haciéndole honor a su nombre, funestos, y viven como por inercia y yo hasta los puedo sentir mirándome en los autobuses como si fuera yo el culpable de todas sus inverosímiles desgracias. Aunque luego resulta que no era yo sino mi vecina de al lado o el pobre chófer que a duras penas da a basto con eso de las barras electrónicas del carajo que se inventó sin duda algún mesiánico interesadísimo en el transporte público, es decir tan poco público como la opinión... Confieso que empiezo a aburrirme… Que no soy locutor de radio con su top 10 o su top 20. Qué diablos, tal vez un par de notches más y vamonós.
6. Torpescus petra Estos tipos —hablo de tipos y de tipas, entiéndase, que a mí no me pescan con esa enfermiza manía de los y las y ellos y ellas— viven en una parálisis continua, entumecidos, inmovilizados como piedras… Para hacerlo breve, incluyo aquí a los mediocres en todas sus denominaciones, los abúlicos, los impotentes, los chismosos, los desocupados no por desempleo sino por mera y pura y radical vagancia, los pobre-de-mí y los que no tienen ninguna ambición personal, ni académica ni laboral, ni amorosa ni económica, ni artística ni lo que fuere. Simplemente respiran. 134
¿En qué se diferencian de los lúgubres? Bueno, estos, los petrificados, no necesitan pensar que todo es una mierda para no hacer nada, simplemente no hacen nada, sea mierda o no, porque la mierda son ellos, es decir, su incapacidad, sus enfermedades, sus malditos destinos, porque eso sí, lo que sí creen haber recibido de la naturaleza es el destino mismo de petrificados, pero no porque el mundo y todo sea un complot en su contra y una porquería, sino simplemente porque así lo quiso el azar…
7. Los virtuales Estos especímenes, por su novedad, aún no reciben nombre científico. Evidentemente esta es la más reciente inclusión en el Top y de sopetón entran en el número siete, número cabalístico, por lo demás. Son los cyberjunkies, los fanáticos de la tecnología en todas sus expresiones, los que, misteriosamente, ya nacen con el cerebro lavado, efectuando la imposibilidad biológica de venir al mundo con el cerebro cual tabula rasa, o bien creen posible arrasar con todo lo que hay en él e instalar de cero todo un sistema operativo de punta con bases de datos y sistemas expertos... Es decir, creen que ellos mismos llevan por dentro no un cerebro humano sino el más avanzado microprocesador con redes neurales y compuertas lógicas cuánticas y enlaces cibernéticos vía satélite. Para los que ya vieron la película Matrix, estos son quienes desean que el mundo llegue a ser así... Ahora bien, sobra decir que no es que algunas de estas identidades estén a la moda y otras no, pues hoy la moda lo incluye todo y entre más mejor; dicho de otro modo, lo que interesa no es la moda X o la moda Y sino la moda a secas, es decir en metálico, la moda que venda, y mientras estas identidades y todas las demás vendan y vendan con ganas, seguirán siendo patrocinadas por algún bondadoso mecenas que, por supuesto, para proteger su intimidad, no da la cara, el muy cabrón, mientras pretende obligarnos a que todos sí demos no solo la cara, la mía y la suya, sino la cara que él o ellos nos han vendido. Y sobraría además decir que por supuesto también hay híbridos; qué sé yo, mesiánicos pornófilos, por ejemplo, o lúgubres con matices sensualistas, sado135
masoquistas, esclavistas, o virtuales velados, que he visto el caso, o híbridos más complejos como un petrificado que pase pornófilamente pegado a su computadora y deseando en sus adentros no ser sino un mesiánico sensual. ¡Imaginen la parafernalia y las indumentarias de semejante energúmeno! Y eso que solo llegué hasta el puesto siete, ¡lo que hubiera pasado de haber seguido hasta el doscientos treinta y cuatro! Y es que debe haber híbridos, pues son ellos los compradores más hábiles, los más ingeniosos a la hora de mezclar estilos entre todas las ofertas disponibles, los verdaderos dueños de la escena cultural, los extravagantes que todos admiran y que son, casi siempre, el punto de partida de alguna nueva identidad, pues por supuesto que estos extravagantes son, apenas alguien los “descubre”, adoptados por cadenas transnacionales y patrocinados de por vida para que sigan haciendo públicas sus desviaciones y “genialidades”, que, de ahora en adelante, se sumarán al mercado y sumarán montañitas de dinerito en las cuentitas de sus fantasmales apoderados… Por otro lado, no habría que olvidar que también hay identidades marginadas o, digamos, worst-sellers. Sin embargo, no me ocuparé ahora de hacerlas explícitas, ya tendrán ustedes ejemplos a la mano, o tal vez sus propias manos sean parte de algún ejemplo. Citaré solo algunos brevísimos casos: los verdaderos románticos, es decir, románticos en un sentido más técnico y, si quieren, de inclinación incluso provenzal, es decir otra vez, no los pseudorrománticos que leen novelas rosa y ven telenovelas de seis a diez y películas de amor tipo Pretty Woman o cualquiera de sus cenicientas variantes. O están quienes aún se creen de izquierdas pero en su cerebro no tienen siquiera una sola neurona zurda; claro que eso a veces sucede simplemente porque del todo no tienen neuronas; y claro que hay personas todavía verdaderamente de izquierdas, pero a ellos no se les puede vender ni un maní con segundas intenciones... Aunque también es cierto que siguen habiendo neófitos ingenuotes a los que sí se les puede vender cualquier cosa, por ejemplo camisetas del Che en tono de ídolo pop o discos de cualquier Silvio Rodríguez reciclado. O bien los “no alineados”, pero no me refiero a países sino a personas, cuyo “problema”, a los ojos de la moda y la política, es no existir. Y así que como no existen no puedo yo hablar nada de ellas… Y bueno, basta, ¿no? 136
¡No, no! ¡Se me olvidaba una categoría importantísima: los pontificadores! Estos son quienes llegan a pensar, en estados madrugadores de delirio, quizá, a veces, tras haber estado sentados leyendo y escribiendo catorce horas seguidas, llegan a pensar, decía, los muy idiotas, que entienden mejor el mundo que todos los demás, que pueden explicar lo que todos los demás no pueden explicar y que, encima, son mejores que todos los demás. Entre esos hay muchos autollamados poetas, intelectuales o filósofos. ¡Vaya desgracia para la poesía y la filosofía! ¡Y vaya desgracia para mí, pues en las últimas páginas han tenido Uds. un clarísimo ejemplo de esta especie igualmente execrable de sabelotodos! Sí, Yo, maldito Yo, ¡caíste otra vez en la pontificación! Ahora pueden crucificarme si les viene en gana, y también yo voy a hacerlo, no se apuren, no se apuren.
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_________________ 17 de octubre de 1999
QUIZÁ
LA POSIBILIDAD MÁS SENSATA SERÍA SEGUIR ESCRIBIENDO SIEMPRE
LA NOVELA,
que, entonces, en sentido estricto, no “avanzaría” y solo crecería o
se hincharía. Podría probar estilos como se prueban zapatos en la zapatería cuando uno ya sabe de antemano que no va a comprar nada. O abrir una puerta, ojear, y cerrarla con desgano. O verme en el espejo y asustarme pero no romper el espejo ni dar media vuelta. ¿Tendría un sentido público, o un objetivo pragmático? ¿Podría llegar a ser algo más que un juego secreto? 137
Un texto que nunca cerrara las puertas que va abriendo, ¿se puede todavía llamar “novela”? Hacer catálogos de contingencias, repetir matices de sueños, extender el dolor como si fuera la ampliación indefinida de un orgasmo. O querer tocar los extremos a la vez para ver si es cierto que son lo mismo o diferentes... Inventariar frases aparentemente vacías, o inconexas, narrar sin narración, contar sin hilos, recorrer a tientas un laberinto del cual no sepamos siquiera si lo es. El marco de una novela, el reverso de una historia: hacer la novela de lo que se debe pensar para escribir una novela, pero que no se debe escribir en la novela… Tomar notas al vuelo y hacer de la novela el borrador de la novela —el otro extremo del lápiz, como si fuera posible no borrar sino escribir con el borrador—, sin versión final ni completa; apuntar el ritmo atropellado con el que seguimos el recuerdo e ir moldeándolo un poco, tanto como sea posible improvisadamente; y apuntar el borde de los eventos pero no los eventos mismos… Hacer, por ejemplo, un recuento de lo que “piensa” X mientras se lava el cabello en la ducha o lo que “anticipa” cuando camina hacia la cocina a prepararse el desayuno. O interesarse por repeticiones mecánicas y masoquistas del amante abandonado y llevarlas hasta el asco con la intención de animalizarse o maquinizarse como salvación O simplemente contar lo que no cuenta para ver la vida desde su punto cero: contar el recuadro huidizo de las cosas, ese que las define esencialmente sin ser parte de ellas mismas: de su enjundia o médula o meollo; y por mera diversión o supervivencia hacer pues eso: encadenar sinónimos como golpes al mentón o retortijones en la tripa… Escribir cuatrocientas páginas acerca de nada pero hacer atractiva la nada. ¿Es posible? 138
¿Qué rodea los acontecimientos, psicológicamente cuál es su sostén, si lo hay y si podemos percibirlo y describirlo? Aunque luego habría que soportar, maquiavélica y fulminante, a la crítica. Que eso no es literatura. Que dónde está la trama trepidante. Que dónde están los personajes de densas pero invisibles psicologías e historias impredecibles. Que dónde está la acción apabullante y los diálogos cotidianos. Que sin “tensión dramática” no hay narrativa que valga, que en la literatura no hay tiempo ni razón para hacer reflexiones explícitas —porque los personajes no deben pensar demasiado, ¿qué se creen, personas?— y menos aún para hacer lamentaciones necias, sostenidas, fenomenológicas, ¡recién púberes como tantos millones de individuos desamparados! Ay, que la literatura es una escritura donde debe esfumarse o encubrirse el autor. Que hay que narrar historias y no dar opiniones, mostrar y no decir... Y bueno, concederlo todo, ni modo, y justificarse: “a mí, por ahora al menos, no me interesa la literatura, solo los afectos”. Además, ¿dónde está escrita le ley que normalice u orden que solo se puede o se debe escribir “literatura”? ¿No es la escritura en general más bien la puesta en cuestión de cualquier legalidad posible? Tal vez para mí la novela sea imposible; y es muy sencillo, en realidad: es que no tengo historia, es que me han dejado sin historia.
¿Seguirá, hoy, siendo imposible? Es cierto que de entonces acá he vuelto un par de veces a hacer el intento. Es decir, he vuelto a desear narrar, a pesar de que aquellos años de diarios entristecidos y resentidos y cargados de esta prosa vacía o vaciante me habían dejado seco, o carente de todo deseo de narración seria, o lavado en general de palabras, de la intención de registrar palabras de algún modo ordenado… Pero lo he vuelto a intentar: recientemente he terminado un par de borradores que, prudentemente, descansan meditativamente en una gaveta… 139
Durante varios años creí que aquella época de anotaciones diarias — agrias o sosas— a pesar de la vitalidad negativa que me daban (me impedían matarme simplemente por el vicio de sentir ese deseo enfermizo de querer matarme), me iban a imposibilitar volver a tomar una pluma y querer escribir como se debe, según toda madurez literaria. ¡Es que durante tanto tiempo la escritura estuvo asociada con el dolor y la muerte! Y luego, cuando recuperé mi vida —al menos cierta jovialidad o inclinación a la alegría, o cierta serenidad que todavía habita mis tardes—, creí haber perdido del todo la necesidad de escribir. Pero después, no podría decir exactamente por qué ni cuándo, de nuevo me volvió a llamar el papel y me atreví a volver. He terminado esos dos borradores que quizá, algún día, serán dos novelas, en un sentido más... ortodoxo, digamos, o convencional. Hoy, en esta tarde de nostalgia, o tan solo de inofensiva añoranza, ya me sé, al menos, libre de la obsesión de escribir hacia la muerte o el vacío, e igualmente del miedo de no ser capaz de escribir ni publicar nada. Los meses que siguen serán decisivos. [2:42 p.m.]
________________ 30 de agosto de 1999 Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida. FERNANDO PESSOA
EN MI NOVELA (O ALGO ASÍ) PAULINA SOLO SERÁ UNA INSINUACIÓN. No sería capaz de mezclar, en un mismo hilo narrativo, el amor férreo y claro de Paulina junto al amor (o desamor) ambivalente de Diana. Y honestamente no entiendo por qué, hoy por ejemplo, recuerdo a P. clavada dentro del dolor provocado por haberme separado de D. Quizá Paulina ha sido para mí, hasta hoy, lo más significativo de mi corta vida, y quizá por eso 140
su sentido cobra todavía mayor relevancia dentro del contraste de un sinsentido radical... Es cierto que ambas, en sus respectivos momentos, decidieron no seguir a mi lado; es decir, en ningún caso la decisión fue mía. Pero P. se marchó sin violencia, incluso con cordialidad y, me atrevería a decir, con razones inteligentes; D., en cambio, no tuvo reparo en arrasarme y humillarme. Pero aun si mi dolor actual no se debe a Paulina, sí me hace recordar el que ella me provocó; su dolor y su paz, pues eso diría si tuviera que resumir lo que ella fue para mí: la confluencia improbable de dolor y de paz... O bien la consciencia de una paz casi posible. Tal vez, para mí, P. fue la humanidad entera, trágica, sentida en su cuerpo único, solo suyo, en mis manos... Sé muy bien que no gano nada con estos ensueños tardíos. En todo caso, Paulina necesitará otra ocasión y otro ánimo para dejarse decantar en todo su esplendor. Y sin embargo diré, para no desperdiciar esta tentación de la memoria, algunas palabras que puedan tal vez fijarnos a ella y a mí en un marco externo a nosotros, un papel, por ejemplo, una entrega al tiempo, incluso a un tiempo en el cual ninguno de los dos esté vivo... Paulina fue una tierra natal de la cual hubiera sido exiliado sin posibilidad de regreso; éxtasis y exceso: una incomprensión seductiva; hasta hoy solo con ella he sentido que es posible comunicarse con otro y amar a otro. Porque quise a Diana, sí, y tal vez ella también me quiso, pero no creo que nos hayamos comunicado. Porque comunicarse no quiere decir, como cree ingenuamente la gente, entenderse a la perfección o pensar lo mismo o estar de acuerdo en todo; comunicarse es entender al otro quizá mejor que él mismo y aceptarlo tal como es, es decir, como es para uno, en uno, y callar de gozo, en calma, sabiendo sin incertidumbre que uno quiere seguir con ese otro al lado, caminando a su lado y envejeciendo a su lado. Comunicarse es caminar afines: caminar y saber con una mirada que ese camino tiene sentido para los dos. Supongo que se debe a eso que en el borde de esta agonía Paulina no pueda faltar: es su margen indefinible, el telón que cubre y descubre las insuficiencias, 141
es un criterio, un aura que alberga en su seno toda la agonía y toda la desesperación. Es la ternura necesaria y posible. Es saber que es posible... Es el mar, la intuición de plenitud —porque no tenemos derecho a la plenitud pero sí a su intuición—. Es la promesa de otro mundo posible aquí mismo: la posibilidad de convertir todo el dolor en un salto evolutivo; o la necesidad de aprender que ha de ser posible amar sin querer poseer. Sin duda algún día escribiré su libro, pero solo cuando el recuerdo haya añejado aún más y mi historia incipiente haya conocido nuevas decepciones y nuevos bríos.
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________________ 31 de agosto de 1999
NO
ME PARECE IMPRESCINDIBLE RECORDAR LOS PORMENORES DE LOS
HECHOS VIVIDOS.
En cambio, sí considero medular recordar la atmósfera de lo vivido — una especie de escenario o sensación difusa de lo que experimentamos, mezclado casi siempre con lo que hubiésemos querido que pasara... A veces los eventos y los deseos coinciden, pero lo más habitual es que diverjan; y el recuerdo acostumbra, con el tiempo, “corregir” el pasado. En esto no hay mala fe, ni siquiera deliberación: solo pasa. Como si el tiempo, en los recovecos inaccesibles de la corteza cerebral, se desdibujara para protegernos y cuidarnos y salvarnos de nosotros mismos... Uno, pues, recuerda la atmósfera de lo vivido, la sensación general, pero los detalles son un circo, un lienzo, una memoria ram: algo la refresca con el paso del tiempo y borra y sustituye cosas, colores, palabras, lugares... La atmósfera, en cambio, es más difícil de editar (de olvidar) y, al final, nos brinda una extraña sabiduría: nos engendra la certidumbre de que si volviera atrás la vida lo haríamos todo mejor... 142
A Paulina, si tuviera que decidirlo hoy, le dedicaría todo, a ella le entregaría todo, incluida mi ansia y mis escasas esperanzas… Porque a fin de cuentas ella es la única criatura en el mundo que comprenderá lo que hasta ahora he querido decir y no he podido. Con todo, a mi memoria se le antoja arriesgar el albur de revivir una noche en que hicimos el amor al aire libre, de pie, contra una pared fría. Cualquier podría haber confundido esa noche por una tarde nublada: su oscuridad parecía insuficiente. El amanecer estaba lejos, pero un gallo cantaba ya sus nostalgias. La ansiedad nos había vencido. En el camino a su casa habíamos jugado en el auto a darnos roces y miradas, tentando a oscuras. No pudimos llegar ni a la puerta. Su vientre se plegaba y retiraba de la pared, caliza como la luna; nuestras sombras, dilatadas, parecían moverse con el viento; pero no había viento, solo una calma parecida a una fotografía en blanco y negro. Y su cuello delgado, y sus manos levantadas contra la pared, y un vaivén lento, como el de olas que no rompen. En el cielo y en su piel florecían constelaciones, unas luminosas, otras parduscas; a mi cuerpo todas lo llamaban a gritos... No sé si transcurrió un segundo o varias horas. Sé muy poco; pero alcanzo al menos a recordar el abandono, el vacío incoloro que definiría la plenitud. Y es que si de alguna parte aprendí el silencio, fue de su mirada, marina o magnética o temible, reconociéndose en la noche como en un espejo… Es demasiado fácil decir que el momento fue inolvidable. Casi —diría— es irresponsable decir algo como eso. ¿Qué es lo que no se olvida? ¿Acaso las sensaciones, los pensamientos, las circunstancias, el hecho bruto de que sucedió esto y aquello? ¿La tibieza de su vientre, el irse enfriando su vientre? ¿Su blusa, verde oliva, arremangada hasta la nuca, su espalda desnuda y blanca? Y cuando ya no hay palabras, ¿qué se recuerda: las imágenes, los olores, el tacto? ¿Pueden realmente recordarse las sensaciones? ¿O es que se recuerda el tipo de sensación pero no la misma sensación? ¿Y puede el recuerdo ser algo más que una especie de paliativo para la ausencia de experiencia, para la imposibilidad ontofenomenológica de repetir una experiencia? Nadie tiene dos veces la misma experiencia. Por eso quizá no sea cierto que haya sentimientos inolvidables. Quizá de una u otra forma todo se olvida, y el olvido no sea sino la reinterpretación o recreación de bosquejos o intuiciones.
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Quizá nada de lo importante pueda retenerse; quizá, más bien, en lugar de atmósferas solo nos acordemos de los hechos; pero los hechos, en sí mismos, son como fórmulas matemáticas... El recuerdo es una película deslucida. Y si nos emocionamos recordando quizá no sea porque sentimos de nuevo lo que sentimos entonces, sino porque en el momento de recordar carecemos de emociones y nuestra memoria es como un catálogo de emociones. Pero nadie puede saber cómo es un país mirando una guía turística. Las imágenes se ensombrecen, los sonidos se mezclan y se hacen difusos… La única manera de recordar algo inolvidable es repitiéndolo. Es decir, y en rigor, no recordándolo sino volviéndolo a experimentar, aun si el precio es la traición inevitable de los sentidos: la imposibilidad de una copia fiel. Aunque sea otra, la esperanza es recuperar la pasión original. Y quizá por eso se agota el amor cuando las repeticiones se vuelven ritos vacíos: el original ha desaparecido del todo o nunca existió realmente. Lo que no hemos aprendido es a repetir las cosas para hacerlas nuevas. O bien: en algunas cosas solo tenemos derecho a una oportunidad, una sola, y esa es nuestra condena: nuestros ensayos no tienen ni continuidad ni finalidad. Aquella noche, P. dio vuelta y me miró fijamente en la penumbra. La piel de sus dedos adquirió de repente un señorío inquietante: había ternura en esa violencia de amarse a ciegas. Quizá intuíamos las trampas de la memoria y quisimos de una vez repetir aquello para hacerlo en ese momento inolvidable. Pero ya no lo conseguimos, no fue lo mismo o, como dicen: el momento (la “magia”) había pasado. Decidimos que sería mejor esperar, aunque no sabíamos si esperar qué o esperar cuánto. Nos abrazamos todavía durante un rato más, semidesnudos y callados contra la pared, ahora tibia; y la noche terminaba, el fresco, el gallo a destiempo; sabíamos demasiado bien que todo eso llegaría un día muy próximo a ser solo un retrato en la memoria: algo, pues, no inolvidable sino irrepetible y sujeto a la flecha irreversible del tiempo. Y hoy, ¿qué puedo hacer con este recuerdo? ¿Cuánta fiabilidad puede otorgarle? ¿Puedo atesorarlo, quizá, como si fuera una especie de inversión? Sé que jamás deparará frutos, que su valor no crecerá. Es el recuerdo de una riqueza 144
perdida. ¿Y qué puede significar el recuerdo de una riqueza? Quizá, en el futuro, una plataforma para no enfermar de soledad, nada más... Y, sin embargo, soy débil: la inversión es a la vez nula y maravillosa. Quizá más que el recuerdo de lo que sentí, lo que ha podido arrastrar hasta aquí mi cuerpo sea el vacío mismo de aquella plenitud, aunque ya vaciado también de ella. Ahora el vacío también es paz; y la paz, como la indiferencia, nos evita sufrir. Aunque también nos priva de conocer otra vez el deseo. Aquella noche sin tiempo, finalmente el gallo cantó un amanecer púrpura y frío; y el viento llegó con el día. —Entremos. —Sí —concordé. Hasta ese momento no habíamos hablado.
[2:47 p.m.]
________________ 17 de enero del 2000
DICHOSAMENTE, ya no temo decir lo que ha sido dicho tantas veces. Además, ¿cómo evitarlo? A mi alcance está reconocer esta condena y tratar de vivirla a mi manera. Ya no imagino a ningún lector específico. Gracias al cielo ya no temo decir lo que digo.
[2:48 p.m.]
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______________ 16 de abril de 1999
DE TARDE EN TARDE Y CON EL FIN DE ROMPER LA QUIMÉRICA CALMA QUE EXUDA EL UNIVERSO, disfruto la autotortura de imaginar a Diana trasmutada en un ave demasiado frágil para este mundo recio y malagradecido... Un ser fantástico, infantil, un ave desprotegida a quien la anchura de sus alas nunca le permite mirarse en los espejos. (Lo cual no impediría que los demás podamos verla, aunque ella no pueda saber cómo la vemos: de una belleza sencilla y definitiva, irresistible en la práctica diaria de mirarla y mirarla.) Aparenta inocencia; se muestra, se ofrece sin el más mínimo gesto de malicia; casi no es posible creerla real. Uno solo quisiera protegerla, como si fuera una rara especie en extinción, salvarla... Pero cuidarla de ese modo le impediría volar. Es la paradoja de la protección... A no ser que el refugio que la resguardara fuera tan grande como el cielo... Ella huye: no quiere que nadie le impida volar, aun si es recluyéndola en un cielo inmenso. ¿Sabe acaso que nunca podrá evitar que otros quieran tenerla cerca y admirarla y tocarla y seguramente poseerla? Siempre habrá alguien a punto de devorarla. Yo la quiero. Pero el precio de su afecto es tenerla entre los brazos solo el tiempo que dura un aleteo. Después, solo queda verla alzar vuelo, sin que siquiera ella sepa dónde va... Su fragilidad, simulada o no ante sí misma, se convierte en una imperiosa tiranía: sabe, esto sí, que desde lejos nadie podrá jamás doblegar su ímpetu; esa brecha es su guarida. Un soplo mínimo de aire levanta sus alas y se va. A una distancia imposible de recorrer veo aún el esplendor batiente de su envergadura. Me pregunto, no sin envidia, hasta dónde será capaz de volar.
[2:50 p.m.]
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________________ 16 de octubre de 1999 ¿Quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, de la realidad? El que sufre de ella. Pero sufrir de la realidad significa ser una realidad fracasada. F. NIETZSCHE
SÉ QUE CORRO EL RIESGO DE SEGUIR HABLANDO SIEMPRE DE VOS. Porque es imposible no hablar de lo que nos hace falta. Y es cierto que a veces escribo decenas de páginas sobre lo mismo que ayer ocupó otras tantas decenas. Sin embargo, hoy haré un esfuerzo por no hablar de vos. Intentaré hablar de otros. Para empezar, le daré un nombre a cierto personaje que no cesa de llamar mi atención. La llamaré Yocasta. Para ella, estar triste es demodé. Cree, en general, que la tristeza supone siempre debilidad. Por eso su superoptimismo se manifiesta en una sonrisa sempiterna. Mediante un proceso psicológico ligado, supongo, a las instigaciones del mercado, Yocasta y las criaturas semejantes han desarrollado la habilidad de estar siempre felices, a pesar de cualesquiera desgracias que caigan sobre ellas. Su madre podría ser torturada y violada por un asesino rabioso frente a sus narices y aún así ella encontraría motivos para defender su alegría, es decir, para no permitirse siquiera un momento de llanto y desesperación contra las injusticias del mundo. Yocasta se cubre el rostro con un invisible velo blanco con el cual consigue evadir la realidad, o sustituirla. Para ella todo es pulcro o debe serlo, nítido, oportuno y celestial; y si algo no lo es, dice, es porque no ha sabido verlo. Su credo dice: no importa lo que pueda pasarme, siempre estaré feliz, siempre estaré feliz, siempre estoy feliz... Para ella la felicidad es algo totalmente deliberado. Todas las miserias de la humanidad son incapaces de afectarla; prácticamente no existen dentro de sus juicios y considerandos. Preocuparse u ocuparse del dolor del mundo, de las cuitas de sus amigos e incluso de las posibles agonías propias, es una proclividad anticuada: símbolo de fragilidad emocional; en fin, un defecto que puede ser superado con la repetición del credo mil y una veces por día y con la práctica cotidiana de hacerse la vista gorda ante todo, especialmente ante uno mismo. Yocasta anda por allí como si el mundo fuera lo que dicen las publicidades y los discursos oficiales; y se lo cree, pues a quién puede importarle que no sea real cuando todo se comporta como si lo fuera. Esta actitud implica tener siempre una 147
respuesta para todo, un recetario a la mano para poder definir y corregir el error de los otros, las causas de sus tristezas —por definición— retrógradas o absurdas. Para Yocasta vivir es risiblemente fácil. El sufrimiento —repite o predica— es para los imbéciles; el sentimiento trágico no tiene ninguna cabida en su vida ni en el mundo: simplemente no existe, es una ilusión psicológica. Desde hace muchos años, Yocasta tiene un amigo a quien dice apreciar mucho. Le llamaré Tribilín. Él, en cambio, es pesimista y pusilánime, un lío de pies a cabeza. Sus días transcurren entre la chismografía y el disparate, los titubeos inacabables y las intrigas y los temores y esas decisiones supuestamente definitivas que solo duran unas horas. Como está seguro de ser un maldito, espera siempre lo peor, y desconfía hasta de su sombra. Incapaz de actuar, pues cree que todo saldrá siempre mal, vive esperando que otros decidan por él y que el curso impersonal de las circunstancias determine su vida. Nunca ha sobresalido, ni estudiando ni trabajando ni relacionándose con nadie, pues, bajo la premisa de que nada saldrá bien, de que él no podrá hacer jamás algo valioso, el resultado es un conformismo irremediable, y exasperante para quienes por alguna razón esperan algo de él. ¿Cómo es posible que Tribilín y Yocasta sean tan amigos? Se debe al instinto maternal de Yocasta. Tribilín es el torpe retoño de una madre sobreprotectora, papel que Yocasta adora representar, pues le permite poner en práctica toda su pseudofilosofía vital. Tribilín se equivoca a diario. Tribilín sufre. Tribilín se lamenta. A Tribilín le pasan cosas terribles (terribles para Tribilín) y Yocasta está allí, siempre, para mostrarle y demostrarle cuál fue su error y cuáles pasos debe seguir para evitar otra tristeza y adueñarse de su vida, convirtiéndola en otro templo vivo de felicidad. Tribilín es uno de esos desgraciados que se han malogrado — sexualmente— debido a un exceso de pornografía y de fabulaciones eróticas. El despliegue mercantil de tanto seno y tanto falo lo redujo al ridículo de poseer siempre un deseo desmedido, imposible de satisfacer. Tantos años de ilusionarse y frustrarse al mismo tiempo lo transformaron en un gran falo muerto, humillado. Hace poco parecía que las cosas girarían de rumbo. Gracias a un misterioso empuje, y a mucho cálculo y estrategias guerreras y a quién sabe cuántas espatulomancias y gurús, logró finalmente conseguir una novia decente. Fue como si por primera vez la luz del sol hubiera alcanzado su rostro. Pero la beatitud duró solo un respiro, el tiempo de una anticipación o una promesa. Aparentemente, 148
en el momento de la entrada triunfal, su pene, atacado por el síndrome de no creerse capaz de realizar las expectativas publicitarias del amor, se rindió en el umbral cual pichoncillo que de tanto soñar que volaba solo es capaz de volar en sueños. Después de veintisiete intentos fallidos, su novia decente se decidió por la indecencia y lo abandonó a sus excusas profilácticas. Él, de hecho, buscó la bibliografía necesaria para explicar y justificar sociológicamente la causa de su traumática blandura. Y no solo encontró una etiología sociológica, sino una fisiológica, otra antropológica, lógica, metafísica, religiosa, psicoanalítica, y terminó culpando a la inquisición medieval y a la dinastía de los Borgia — cualquier cosa desde Los Duques de Hazzard hasta tantos años de tomarse demasiado en serio a Mafalda— antes que volverse al espejo y recorrer en sus arrugas prematuras toda su cobardía, pues a fin de cuentas es solo eso: la costumbre de dejar en manos de otros todo lo que debería acoger en las suyas. Como siempre, su pesimismo visceral se combinó con un autoengaño ingeniosísimo, y los otros y el mundo y su novia decente —ahora “indecente”, claro, según él “como todas las demás”— terminaron culpables de que él, pobrecito, hubiera tenido toda la suerte en contra. Justificado, respiró un poco más aireadamente, pero en el fondo no soportó la deshonra y recurrió, como siempre, a Yocasta, la sabia amiga con respuestas y soluciones para todo. (Sobre decir que es a Yocasta a quien le debo el relato de esta lamentable película.) Yocasta, incapaz de compasión, insensible y tan dogmática como solo puede serlo alguien que se crea absolutamente lúcido, en lugar de apoyarlo y consolarlo, lo hizo trizas con sus críticas, creyendo que era ése y no otro su deber de amiga. ¿Cómo pedirle otra cosa a quien nunca ha querido enfrentar sus propios agravios ni oír siquiera su propio silencio? Porque solo conocen la compasión quienes saben escuchar los silencios ajenos, y para esto hace falta haber escuchado durante mucho tiempo los propios. Primero, pues, y con una amanerada tonalidad médica, Yocasta le desglosó a Tribilín lo que hizo mal. Seguidamente cambió su tono a uno apostólico, aunque no romano, y le recetó detallada y técnicamente lo que debe hacer para componer la situación. Y en tercer lugar, como gran triunfo de su sabiduría inquebrantable, pretendió obligarlo a reír, pues, arguyó, no reír es símbolo —o, más aún, evidencia— de ser un fracasado: las personas deben reír aunque estén muriendo de dolor. Habiendo terminado la consulta, Yocasta sintió que había cumplido su deber de amiga, ante lo cual, le dijo, “no volvás jamás a hablarme más del asunto”. Si su amigo no resuelve pronto el problema y sigue sintiéndo149
se desamparado, ella se lavará las manos, dado que ya le dijo lo que debía hacer. Así se lo explicó a sus demás amigos —y a mí entre ellos, aunque yo no sea, en rigor, uno de sus más íntimos sino tan solo un “allegado”—, “yo le dije lo que tenía que hacer y si no lo hace es porque es un imbécil, y además ya me tiene harta”. Y bueno, se entiende, ¿a quién no le hartaría andar por ahí fingiendo gestos de solidaridad? Tribilín resolvería sus problemas con un poco de ternura. ¿Es Yocasta capaz de ofrecérsela? Yocasta no tiene idea de qué pueda ser la ternura. Para ella sería otro mecanismo, otro formulario. Tribilín está devastado. Y aún falta más: la amistad de Yocasta no termina allí. Como ya anuncié, el cuarto paso de su labor samaritana es burlarse de Tribilín en privado, con sus verdaderos amigotes: su gremio de siempre-felices. Entre todos se mofan de él hasta la saciedad, y es comprensible si pensamos que ellos nunca tienen problemas, aun si eso se debe únicamente a que nunca arriesgan nada de sí mismos, como la misma Yocasta, que no llega jamás a hacerse vulnerable. Obviamente, este tipo de gente nunca le dirá a nadie las cosas que en su intimidad les afecten; lo cual solo es parte de la táctica seguida para que llegue un día en el que ya ni ellos mismos las oigan, porque no es que no tengan traumas ni pesares, obvio, sino que han aprendido a vivir como si no los tuvieran. La suya, pues, es una evasión terapéutica: empiezan sabiendo que lo hacen, pero con la intención de que llegue un día en que ya ni siquiera eso sabrán. Y son tan hábiles que llegan efectivamente a engañarse a sí mismos y llegan a creer realmente que la imagen de sí mismos es la realidad. Y entonces obviamente no sufren; aunque en realidad no sienten ni dolor ni alegría. Su felicidad, para mí, no es más que una farsa que viven en común, que construyen entre todos: su felicidad es, exactamente, un velo blanco, una pantalla, una imagen reflejada en piedra. Ellos tienen rostro y se mueven, eso es indiscutible, y hablan, pero como estatuas que hablaran. Uno los ve caminando por allí, siempre sonrientes, reyes emperifollados, con la mirada luminiscente y un aire de superioridad que generalmente ni disimulan, con el saludo en la boca y justo detrás la pregunta “cómo estás” esgrimida como un sable, esperando una respuesta sincera del tipo “no estoy muy bien, me pasó esto o aquello, he estado un poco deprimido”, etc., para saltar triunfantes y burlarse del pobre mortal que pasa por un momento difícil. Es asombroso. Uno los ve y casi parecen personas; pero sabemos que son productos, espías que nos acechan para arrastrarnos a su bando apenas caigamos en un momento de debilidad. Sobra decir que sus relaciones son artificio150
sas, mantenidas siempre al nivel de la cirugía plástica: escogen una pareja hermosa, i. e. que se vea bien en público, i. e. que cumpla con los criterios públicos de belleza, y entonces la toman de la mano y caminan por las pasarelas, i. e. pasillos, del Mall, y le dan besos en los brazos y en las orejas y en el ombligo en los sitios más concurridos y hablan de ellas como si fueran estrellas de cine y las andan allí, siempre al lado, prácticamente maniatadas, enarboladas como afiches tridimensionales portátiles multimedia pasarelas de Milán o Nueva York… ¡Y lo han intentado, pero aún no han podido convertir a Tribilín! Mi tesis es que si tanto lo intentan es porque la tristeza de Tribilín no les muestra el dolor de Tribilín sino la vacuidad de sus propias vidas: acostumbrados a evadirlo todo, ya ni siquiera en otros soportan el dolor. Al evadir a Tribilín y al mismo tiempo tratar de “convertirlo”, huyen de sí mismos, pues enfrentar el dolor de otro es enfrentar el propio dolor, o al menos el propio fondo, y ya sabemos que para ellos ese es el pecado capital. El pobre Tribilín, tan taciturno, tan canijo, vive además, para su mayor desgracia, entre tales monstruos, que siendo sus amigos lo único que logran, sádicamente, es aumentar su desdicha y su confusión. El pobre ni de eso se da cuenta. Para él, por supuesto, la Tierra sí es un valle de lágrimas, uno en el cual él no podría ni siquiera saltar al otro lado, cubriéndose con el velo blanco, pues no sería aceptado si antes no renunciara a sus angustias metódicas y se forrara como un regalo, con sofisticados vestidos, disfrazándose de Valentino finisecular, es decir, qué fácil, poniéndose a la moda... La vida de Yocasta me parece a veces una recopilación práctica de todos los manuales de autoayuda y superación; pero a pesar de que uno pensaría que tal literatura podría proveer algunas luces para aprender a sentir y practicar la empatía, el resultado paradójico es más bien la tesis irrefutable de que el sentimiento, cuando es valiente y desinteresado, es un defecto, casi como un retardo mental. En su catálogo imagino títulos tan diversos como: Cómo hacer amigos que nunca pongan en riesgo tu felicidad, Cómo abandonar a una pareja sin sufrir ni por ella ni por uno mismo, Cómo reírse ante las adversidades, Cómo ser promiscuo y dar una imagen de santidad, Cómo joder a los demás y disfrutarlo. En estos libros de cómo-dificación de la vida, el sentimiento trágico es por supuesto una prohibición capital. Y bueno, ni siquiera hay que llegar a la tragedia, simplemente está vedado —no traspasa el velo— cualquier sentimiento de disgusto hacia el mundo, alguna queja ante la vida, el más mínimo desasosiego: el velo blanco hace que quien lo lleve puesto 151
mire el mundo bajo una luz angelical; todo es blanco y bueno, todo es feliz, la realidad es lo que cubre el velo y lo que el velo produce, es decir, no es el mundo, no es la vida, sino las imágenes que cubren el mundo y la vida como una película multicolor... Y ya ves, D., ahora debo volver a hablar de vos, como si fuera cierto que no puedo evitar hablar de vos a pesar de no estar hablando de vos; y hasta tengo que hablar de vos cuando hablo del mundo, como si yo y vos y las cosas del mundo fuéramos extrañamente inseparables. Y vuelvo a vos, es obvio, porque también en vos Yocasta y sus sacerdotisas han trabajado para lavarte el cerebro, obsequiándote el velo blanco más exótico de todos, de filigrana, y con ese esmero de jet-set de mentirillas te volcaron a sus mundillos y te dejaron allí, aislada completamente de todo lo que no fuera fiesta, velocidad, escenarios, evitando así que tuvieras que enfrentarte conmigo, es decir con vos. Yo ya tenía, en tu esquina, todo dispuesto para que pudieras entrar en el ring a darte de golpes en la cara, a humillarte y ganarte de knock-out con un jab directo al mentón; pero nada, ya ves, tu pelea con vos se canceló, la cancelaron las putas esas y te cubrieron de oro y halagos para que volvieras la cara mientras te ibas, haciéndote creer que el enemigo era yo… Los engañaste a todos, les hiciste creer que ganaste; pero yo sé que el combate nunca se llevó a cabo. Yo me quedé en tu esquina, esperándote; pero en realidad perdiste por no presentación y ganó ese remedo de vos que ahora anda por allí pretendiendo ser alguien con su velo blanco de último modelo. Y vos, tras ese cendal de lujo, no tenés idea de quién sos, pobrecita, aunque te sentís bien porque te dicen a diario que sos la más bella, y tenés por supuesto una lista de pretendientes que a cualquiera haría verdear de envidia. Por allí te he visto en el Mall con Yocasta y sus asistentes y bufones, desfilando todos juntitos, marchando optimistas, seguros y hermosos como osos en un perpetuo show de variedades. Ignoran, por supuesto, que mientras tanto Tribilín se encierra en su habitación y duda entre guindarse con su faja o chuparse entero un frasco de veneno para ratas; porque, claro, al pobre no le alcanza el dinero ni para comprar un revólver, ¿cómo le va a alcanzar para ir al Mall a realizar un viaje de autodescubrimiento y volver al mundo renovado, airoso, heroico, hecho un rey que no tenga tiempo más que para entretenerse hasta hincharse y morir?
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En el mito griego, Casandra siempre decía la verdad pero nunca era creída. Hoy, las personas se acostumbran a ser Casandras invertidas: condenadas a que se crea siempre en su radical falsedad, viven felices en su condena. Y todos, de un modo u otro, creemos. ¿Acaso a vos, Diana, no te hace feliz que los demás te piensen feliz, acaso no te hace hermosa que los demás te vean hermosa, acaso no depende tu sanidad de que los demás te crean segura e independiente? ¿Acaso importa que llevemos en los huesos un infierno, si por fuera parecemos ángeles beodos? ¡No, qué va a importar! ¡Gozar, gozar! ¡Ruanda no existe, ni Kósovo, ni siquiera existen los dieciocho kilómetros cuadrados de tugurios a la vuelta de casa; el África entera es un mal chiste publicitario; nada de eso existe, es solo una trampa, una necedad amarillista, esos aguafiestas! ¿Cuál es su idea, echar a perder la diversión? ¡Que se mueran! ¡Que se los lleve el viento, un huracán, eso, eso, que se los lleve un huracán o un tsunami o un loco con una bomba amarrada al pecho! Y aquí hay que avanzar con sumo cuidado... Estamos en terreno minado. Porque siempre puede uno descubrir en sí mismo los mismos gestos idiotas. No hay que olvidar que Hollywood está en todas partes… Por ejemplo, quizá vos me estés leyendo no de izquierda a derecha sino de arriba abajo, de reojo, juzgando desde quién sabe qué estrado mis pobres palabras plebeyas... Kitsch, decís, o cursi, o soso... Sí, seguramente, pero cuidado... Quizá también yo esté escribiendo de reojo, imaginándote de arriba abajo, juzgándote sin conocerte siquiera, sin intuir siquiera qué tipo de lector me ha caído en suerte... Ah me ha tocado un lector kitsch, diré, ah desocupado lector de juicio inopinado… O diré o sabré, ay, han descubierto mi estrategia… Quizá sea yo, quizá sos vos… ¡Es que quizá somos todos y entonces quizá en estos extremos lo único que se pueda ya sentir verdaderamente sea el vértigo de un remolino que arrasa con todo sin piedad, sin miramientos, sin nada más que una violencia ciega hacia ninguna parte, acaso hacia la nada misma o el fin! Por ejemplo, hoy, que la mediocridad y el plagio pasen por genialidad, que la costumbre pase por alegría, el exhibicionismo indiscriminado por erotismo, la indiferencia por inteligencia, la brutalidad por entretenimiento y que siguiendo ese ritmo avasallador ya nada distinga la ficción de la realidad... ¡Saber que incluso decir todo esto equivale a no decir nada, absolutamente nada! Es decir, saber que decirlo no cambia nada. ¡Y la desgracia de no poder evitar decirlo, de ser un títere más, un eco desafina153
do o un disco rayado, y todo disimulado tras la duda enfermiza de si esto es finalmente una novela, un ensayo, un diario, un anecdotario, mera melancolía, etcétera! ¡Y qué triste llegar a decir etcétera de pura pereza de buscar mejores argumentos, imágenes, contornos, posibles historias! Y al mismo tiempo saber que preferiría entregarme a la vida como a una mujer letal, queriendo que su abrazo me ahogara y me llevara hasta el fin del aire, así, con esas palabras. Y pensar también que tal vez todo esto no sea sino la elección de mi propio velo... No lo sé, ya no sé nada, ya no confío en nadie, ni mucho menos en mí. Ni mucho menos en mi voz… ¿Y finalmente qué pasó con Yocasta, Tribilín y Diana? Nada, precisamente, no pasa nada, todo es lo mismo y da lo mismo. Si lo cuento o no da lo mismo. Si le invento una trama, da lo mismo. Si no se la invento, da lo mismo. Si quiero decir la verdad, da lo mismo. Es igual que nada, igual que cualquier otra verdad y cualquier otra mentira. Todos agonizamos en los mismos escaparates y en ellos somos efectivamente idénticos, con colilla de precio idéntica, o sin precio, desechables, imprescindibles… Y nadie —aunque agonizara de hecho en un escaparate, aunque yaciera pleno a la vista de todos e incluso de Dios cualquiera que sea todopoderoso y omnividente—, nadie puede mostrarse tal cual es, jamás... Esto es pues una cuchufleta, una joda, mierda, todo ha sido un engaño y es triste, solo la oportunidad de lucir palabrillas como “cuchufleta”, pero ya no me da ni risa... o sí, es la risa nerviosa del llanto… Y entonces finalmente en otro giro de honradez, sentir que el aire que todos respiramos está lleno de partículas de miedo y querer enloquecer como única respuesta, e intuir que ni siquiera eso respondería a nada, porque solo sería otra forma de preguntar, es decir, de huir... Vivimos desgajados. Lo cotidiano es un abismo. Y entonces sentir que me pierdo, deductivamente, que me pierdo como me perdía en sus muslos pálidos cuando rodeaba con mi aliento su vientre; que me pierdo entre tanto texto y tantos besos que he dado y recibido; y escribo a pesar de todo, como si en medio de tanta locura asomara por aquí la posibilidad de regresar a un punto cero, a una respuesta simple, incierta quizá, pero simple, 154
deseada, impredecible... ¡No más ficción! ¡La vida ya es suficientemente irreal! ¡Afectos, una orgía de afectos! Y sin embargo no saber qué hacer en ella… Escribo entonces a la deriva, entregado a un inventario de mujeres, y a la nostalgia, añorando porvenires más tiernos, volviendo también a esas épocas en las que había perdido todo el deseo y ni siquiera mi cuerpo respondía, y a esas otras en que era solo deseo y casi moría de ansiedad y entrega… me pierdo, me pierdo siempre en cada pliegue, al desnudar cada cuerpo de sus tejidos, al poner allí en un trozo de piel mi lengua como un signo sagrado y absurdo, una lengualetra impresa con hierro candente sólo para comprobar después que nada queda marcado, que en el amor, al irse el cuerpo, se desvanecen las letras que allí dejamos, como aquí mismo las lenguas al leer… como en la historia de siempre… y me pierdo y me lleva un río no sé si hacia el mar o hacia el centro de la tierra — y me lleva en un vaivén incontrolable y me pierdo en esos ojos que me miran en cualquier calle, de improviso, esas mujeres posibles que aún no he conocido y que tal vez esperan que me acerque... me pierdo y me pierdo en tanta posibilidad y tanta duda, tanto pasado que se agolpa en mi cuello y a veces no me deja tragar — y simplemente quisiera perderme en alguien, ahora mismo, en este instante, perderme para siempre y que ustedes no volvieran a saber de mí, ni yo tampoco—, ¡perderme, perderme para siempre en un desierto de papel! Lo demás es el pantagruélico pasatiempo que hemos levantado para encubrir ese deseo mínimo y suficiente, es decir, para ocultar la desventura de no saber cómo conformarnos con lo único que podría finalmente apaciguarnos… ¿Y si fuéramos como hojas llevadas por una corriente, o nubecillas arrastradas por el viento a través del cielo, adornando a veces el azul, ocultándolo otras, cubriendo de gris los mundos solo para luego llovernos y descubrir de nuevo el azul? La vida es una catarata explosiva. ¡Miles de páginas de amargas letanías y delirios! ¡Llega a hacerse insoportable! ¿Por qué me era tan difícil escribir páginas más reposadas e inteligentes? [3:02 p.m.]
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___________________ 28 de noviembre de 1999 Cuando tengas dinero regálame un anillo Cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca Cuando no sepas qué hacer vente conmigo Pero no digas después que no sabes lo que haces ÁNGEL GONZÁLEZ
Y SIN EMBARGO, me gustaría deambular por las calles de todas las ciudades del mundo con vos a mi lado, y en silencio admirar las petunias iridiscentes en parques helados y en las aceras desconocidas de avenidas interminables; o poner a los policías a posar para nuestras fotos como payasos de uniforme y fotografiar palacios prohibidos; o meternos en mares australes a temperaturas bajo cero y visitar casas de personajes famosos e incluso sitios donde digan que haya habitado el mismo diablo; o visitar zoológicos y acuarios y subirnos en teleféricos y hacer gozosamente todas esas cosas que hacen los niños. Juntar las manos esmorecidas y no saber dónde estamos ni por qué. Detenernos en una esquina cualquiera y mirarnos largamente a los ojos y decidir espontáneamente si seguimos a la derecha o a la izquierda, o si aprovechamos la indecisión para darnos un beso fugaz y porque sí. Prodigar horas en elegir un lugarcillo cualquiera. Me gustaría amanecer a tu lado sin saber claramente cómo llegamos hasta allí, ni qué hemos venido haciendo ni qué haremos en el día; y no tener desayuno y tener que improvisar el desayuno; y pasar los dedos entre tu pelo liso y sonreír como si en realidad afuera no hubiera nada, ni ciudad desconocida ni conocida, ni nadie, ni tiempo siquiera, ese rey ingrato; y vivir así, de aquí allá, sin más premura que volver a los roces gratuitos y las noches largas en lugares que nos asusten. Y no decir nada, solo acercarme más a tu cuerpo cuando me despierte antes de tiempo y sienta frío; y esperar a que despertés, mirándote, esperando quizá un gemido y tus brazos apretándome sin estar aún consciente. 156
Verte inédita, amarte todos los días sin conocerte, volver a empezar con el desayuno improvisado, con el mundo entero abierto tras nuestras puertas casi siempre cerradas. Y me gustaría que mi soledad y la tuya fueran nuestra soledad, soledad al fin, irremediablemente, un susurro siempre en duermevela, ante ese cielo que calla sin nunca explicarnos nada. Y me gustaría verte a veces arrebatada, perdida en mi mirada y en el aliento tibio que nos salvaría del frío de las calles. Quedarnos dentro, decidir de pronto no salir este día, quedarnos haciendo nada, porque a veces esa nada es la saciedad misma para quienes se aman así, sin prisa ni destino, con el único afán de no perder el instante, el deslizamiento por los días y las avenidas y los parques como si todos fueran infinitos. Y me gustaría que después de besarme desearas otra vez mis labios, y que sostuvieras mis manos cuando estuvieran temblorosas de tanto sostenerte; y que desearas mis preguntas tanto como mis respuestas. Que nuestros cuerpos fueran juntos como los labios de un niño sonriendo embelesado ante lo prohibido: una conciencia lúcida y terrible, una inocencia a punto de depravarse. Toda la piel, las vísceras y las miradas y deseos reunidos en un solo impulso de ternura y de rabia: olvidar el mundo, olvidar que nos pide que nos separemos, que pensemos demasiado y que trabajemos demasiado y que comencemos lentamente a odiarnos; olvidarnos de eso, poder olvidarnos y vivir así, desasosegados en nuestra calma, como protestando en silencio contra esa manía tan demasiado humana de romper las cosas, de avanzar destruyendo; olvidarnos de todo eso y simplemente ser un par de tórtolos que acostumbren besarse y no pensar por separado. Y me gustaría, también, ser viejo y que vos fueras vieja y poder entonces mirarnos como viejos amigos tras el ventarrón que habríamos dejado atrás; y romperle la cara a la muerte, cuando llegue, diciéndole cada uno: es cierto, muero solo, me llevás solo, pero no viví solo; y entonces morir en paz, como en el poema de Nervo: tras haber amado y tras haber recibido en el rostro las indescriptibles caricias del sol... ese mismo sol que conocimos en cueros cuando apenas empezábamos a ser esos que soñábamos con todo lo que nos gustaría, todo esto, todo esto que no tenemos.
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La vida tiene las reglas que queramos darle. ¿Por qué conformarnos con algo corriente, con eso que todos tienen? A mí ya no me importa lo que el mundo entero pueda decir de mí. Soy sordo y solo me interesa lo que pueda salir de tus labios o, si no, abrir tus labios con un beso, es decir cerrarlos. Estoy aquí, ya lo ves, y me gustaría finalmente que estuvieras conmigo, para poder callarme de una buena vez. Estos son mis fragmentos, algunos, y también mis fragmentos te llaman y te quieren. Me gustaría, en fin, que te olvidaras de todo y que nos encontráramos por allí, como sin querer, desmemoriados y vírgenes, ansiosos y tontos, sin dinero o con dinero pero con la esquina de nuestras bocas, y sabiendo que no sabemos lo que hacemos y que no nos importe; es decir, tan sabiamente tontos como para querer empezar de nuevo a hacer juntos todo eso que nos gustaría.
[3:08 p.m.]
___________________ 14 de septiembre de 1999
¿Y
CUÁNDO EMPEZARÉ POR FIN UNA HISTORIA CON LA COMPLEJIDAD DE
LOS ACTOS HUMANOS,
el detalle de aventuras y de conversaciones, alguna mezcla ingeniosa de tragedia y enigmas y reflexiones pasajeras? —¿No es también esta una huida patética? Pero no puedo contar mi historia. Hoy en día es muy difícil saber cuál es la realidad propia, incluso saber si la hay. 158
Hay, por ejemplo, eso sí, golpes al hígado, sucesos horribles como orfelinatos quemados y madres vapuleadas a muerte; y hay también el desasosiego de algunas noches solitarias y de algunas frases indelebles; a veces el rastro de una mirada subterránea, o el residuo de un desprecio inmerecido; y los besos, ¡todos los besos insustituibles! Aún así, no sabría decir cuál es mi historia. Creo tener tan solo un sinfín de afectos y memorias casi desvanecidas, y anhelos y palabras sueltas al viento desde bocas prohibidas u olvidadas. Trozos, un catálogo hipertextual de trozos que solo por una retrógrada necedad podría insistir en sistematizar, a sabiendas de que cualquier estructura que pudiera esbozar se convertirá en polvo en las propias palabras que la levantan... ¿Narrar, qué significa narrar? Sin duda mi cuerpo arrastra una historia, pero las historias nacen un instante después de la vida, cuando pasa por ese filtro infranqueable que ordena las palabras y produce pensamientos como si fueran frutos de un árbol irónico o malicioso, muy distinto del idealizado árbol del conocimiento. Y algo se pierde allí para siempre. La vida es a la vez autoconocimiento y disipación. Por eso me niego a contar una historia. Incluso si no es la mía. De todos modos, la vida no aparece ni en los cuentos que inventamos ni en la descripción objetiva de los hechos. La vida se parece más a una nube, o a un río que se desplaza siempre entre los cuentos y los hechos. Quizá los hechos son las piedras que la vida rodea para ser lo que es: ni hecho ni historia cabal. No quiero, por ahora al menos, cometer ese fraude literario. La excusa de toda literatura. Y ciertamente es probable que esta decisión entrañe, para mí, quedarme sin opciones, condenado a esto, ni una cosa ni otra: el impulso cotidiano por comenzar algo y la necesidad inmediata de abortarlo. Me domina este extraño conato que no pasa de ser conato, una reduplicación incansable de los mismos matices, aunque siempre, también, de algún modo distintos... Y, sin embargo, aunque supuestamente una historia siempre me está ocurriendo —esa que reconozco por las huellas apodícticas que deja en mi mirada, o en la lividez de mi piel— aun si no puedo reordenarla con fidelidad a la 159
realidad, veo con gusto, eso sí, que los afectos de alguna manera sí consiguen filtrarse y acomodarse entre las letras y las oraciones o, más exactamente, reanudarse como letras y oraciones... Es cierto que de una manera empobrecida, como se filtra la luz a través de una pantalla traslucida, sin dejar ver los objetos, aunque sí sus siluetas... Las palabras muestran que todo es a la vez ausencia y presencia, luz y sombras, y que nunca habrá nada sin su otro, nunca, ni un instante presente, ni una identidad matemática, ni un átomo o un fotón ni nada, ni el paraíso, ni la agonía ni la felicidad y ni siquiera un ser humano totalmente solo, aunque por ratos su única compañía sea la ausencia de otros seres queridos y extrañados. A veces, desorbitado o místico, no lo sé, pienso con una convicción espeluznante que solo podemos ser felices porque vamos a morir. [3:12 p.m.]
_________________ 18 de octubre de 1999
LA LITERATURA ESTÁ AGOTADA. Agoniza. Para mí, dichosamente, ya no queda literatura, solo afectos. [3:15 p.m.]
___________________ 12 de diciembre de 1999
TODO LO QUE SE APRENDE Y SE CONSIGUE EN LA VIDA, si no se devuelve a la vida, se aprendió en vano y se pierde.
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Es cierto que todos empezamos de cero y que muy pocos nos preocupamos por retribuir. Algunos escriben libros, otros hacen canciones. Las escuelas, en general, enseñan cosas innecesarias y exigen saber asuntos inútiles. En revistas y discos y pantallas los niños aprenden cómo andar por la calle y qué esperar de la gente. Algunos piensan que también aprenderán a amar. Pero el amor es sorpresivo siempre y escapa de cualquier pedagogía. Los primeros labios que besamos nos devuelven al día de nuestro nacimiento. Y entonces el sol nos conmueve con su tibieza gratuita, ontológica; y concebimos la luna como un ojo vigilante pero alcahuete, y cuando ríe hasta le sonreímos de vuelta… Pero lo realmente irrenunciable, desde un punto de vista psicológico, es el miedo. El miedo que no perderemos jamás, ni en los mejores momentos, cuando tan solo accede a bajar la cabeza y disimular su jerarquía. Acaso lo único verdaderamente esencial sea lo que se pierde para siempre cada vez que alguien muere, pues casi siempre lo más valioso que sabemos es justo lo que nunca logramos decirle a nadie. A veces esos silencios se filtran en actos, en gestos que alguien recuerda difusamente, o en palabras enigmáticas registradas a la carrera en servilletas o tarjetas postales... La tarea más gratificadora e imposible sería escribir la historia del silencio. Porque cada quien es su propio silencio.
[3:17 p.m.]
______________ 11 de abril de 1999
SIMPLEMENTE, tratar de evitar los tecnicismos, la artificiosa intelectualidad, el énfasis neurótico en lo formal, la estructura, o el recurso sumiso a las expectativas comerciales del momento, todas esas construcciones elevadas solamente para disimular, a la vez, nuestra sanguínea inseguridad y nuestra más vergonzo161
sa cursilería. Porque también es cursi el deseo enfermizo de triunfo por encima de la mera escritura... Cuántos aparejos para tapar con mil ficciones esta nuda condición: quisiéramos que todo fuese simple, que pudiéramos querernos y respetarnos y simplemente decir las cosas como las sentimos; y que no hubiera que disfrazar nuestra ignorancia sentimental tras ochocientos volúmenes de enciclopedias y formalismos. Hiere pensar que el lenguaje en su mayor parte es un desperdicio.
[3:18 p.m.]
___________________ 15 de septiembre de 1999
ESCRIBIR ES SOÑAR DESPIERTO; y como cualquier sueño: con censura, desplazamientos y condensaciones, partiendo siempre de algún deseo o al menos de un impulso hacia algo, pero sin final, sin interpretación definitiva: sin cura. Entre los extremos imposibles de la realidad y la ficción puras; a tono con los tiempos, solo esta virtualidad de ensueño: oleadas de palabras que no se dejarán atrapar por ningún género irreversible... La escritura siempre es espectral: ni de aquí ni de allá enteramente, un pie de ausencia en el mundo de los presentes y, por eso, ni simple ausencia ni simple presencia. Los grandes poetas son grandes porque nos hacen olvidar los nombres de las cosas y nos dan, a cambio y sin que nos demos cuenta, lo invisible de ellas, su cercanía más inadvertida, para que ya no veamos en ellas los objetos que vemos o usamos a diario sino su fondo innombrable, nosotros mismos desde la 162
muerte, en ella y con ella vacíos de nosotros mismos y reventando también de silencio... Supongo que algunos secretos se dicen en la imposibilidad de decirlos. [¿LW?]
[3: 25 p.m.]
___________________ 29 de noviembre de 1999 El agua anda descalza por las calles mojadas. De aquel árbol se quejan, como enfermos, las hojas. PABLO NERUDA
SI FUERA CUESTIÓN DE BUSCAR, buscaría; pero ya ni siquiera sé qué quiero. Solo sé que un silencio implacable me llama, y yo voy incierto, pero fiel. Ese silencio es una canción desesperada. Hoy, la noche se vino de bruces. Otra vez la lluvia es inminente. Bajo el quicio de mi puerta abierta escribo casi a oscuras. El rocío humedece el papel. Y escribo que hace solo un rato, mientras caminaba por la noche inmensa, me topé con una muchacha morena, espigada, vestida de plata. La niebla la envolvía y parecía una traslúcida sábana danzante. La joven paseaba a su perro, negro como la noche, y grande, como un novillo. Pasé a su lado y le sonreí, buscando la mirada de sus ojos luminosos. Ella desvió la vista. La noche, inmediatamente, se hizo más inmensa sin ella. Aunque el perro sí clavó en mí sus grandes ojos fijos. ¿Qué nos espera cuando incluso una sonrisa resulta amenazante? Pensé que si yo también tuviera un perro —¡y saber que en noches como ésta lo tuve!— al menos hubiera tenido una excusa para empezar una conversa163
ción. Pero ella paseaba con su compañero lobuno y yo solo venteaba mi soledad de náufrago; lo cual, supongo, era para ella harto sospechoso. ¿Cómo empezar algo así, sin nada común que ante sus ojos eliminara la intimidación que represento, caminando solo, a deshoras, cabizbajo, por esta noche de piedra transparente, a la espera de nada más que del tiempo mismo? ¿Cómo, qué decir para borrar los miles de noticieros que paulatinamente han acrecentado su espanto? La vi, de pronto, aún más distante; creí, luego, ver que me veía con ojos de luto; soñé que me oía desde lejos, callada, y quise más que nada en ese instante poder callarme con su silencio, y ya no con el mío. Cerrarle la boca con un beso... En realidad, hubiera bastado con una sonrisa; pero la esquina siguiente la consumió como una vela soplada. Sé que es mi vecina; ¿pero lo sabe ella? Definitivamente, esta noche calinosa no es un buen lugar para armar amores, y menos aún si la única posibilidad va paseándose con un perro que no me conoce. Hoy es como si la noche pudiera echar raíces en el alma. Como si pudieran incluso sucumbir las flores y los pájaros, deshacerse como humo, como letras de humo enredadas en el viento de esta noche turbia. Ya ni siquiera importa si el alma no existe. La muchacha de plata me hizo recordar el candoroso perrito que Diana y yo teníamos. Era un salchicha azabache apenas más largo que mi bota y apenas más alto que mi tobillo. Es increíble la ternura que puede suscitar un animal, por definición inocente. Cuando nos separamos, ella se quedó con él... ¡Pensar que ya no lo tengo, que lo he perdido! ¡Extraño a ese pequeño y valeroso animal como extrañaría a un hijo! Cuando dormíamos juntos, apenas amanecía se ponía inquieto y me lamía los brazos y el cuello, y gemía con una abnegación difícilmente posible en un ser humano. ¡Cuánto disfrutaba yo terminar con la boca mordida! ¡Adoraba sus dientes hambrientos de ternuras infinitas, leves como el agua! A veces, él quería orinar y por respeto a mi sueño aguantaba. ¿Cuántas personas respetan así el sueño de otro? Al momento en que yo abría los ojos su cola empezaba a menearse desaforadamente, daba volteretas en la cama y emitía unos ladridos minúsculos que yo imaginaba como el sustituto perruno de las risas y las caricias. ¿Cuándo alguien que haya dicho amarme ha 164
entrado en tal estado de excitación simplemente por verme despertar? Si yo aparentaba que seguiría durmiendo, él bajaba la cabeza, sollozaba más agudamente y finalmente se ovillaba junto a mí como si tuviera miedo, y esperaba. Yo veía en su paciencia un signo de amor: solo los enamorados esperan sin exasperación la llegada de tiempos mejores, y acompañan a sus amados a través de cualquier tempestad y cualquier ansia. Me pregunto si detrás de las montañas nocturnas, también ella, como mi vecina, sale con nuestro pequeño, y si también encuentra, en su indeciso camino, paseantes facinerosos. No lo creo. Seguramente ella prefiere salir de día, cuando los ojos del mundo puedan verla y sostenerla en su identidad —conmigo, a ella solo le gustaba salir cuando había niños riendo en las calles—, cuando todas las miradas y todas las voces puedan decirle sí, sos vos, la misma de ayer, bella, y tu cuerpo claro y tibio es un pedazo del sol poniente... Ella vive de día. Se parece a las certezas del mundo. Yo, en cambio, me ofrezco cada vez más a las noches interminables, estas noches de calladas luchas donde da vueltas el corazón como un volante loco. Y quizá no sea sino este umbral de sombras trémulas lo que nos separa: ella quiere ser luz y yo huyo de la luz. Soy un perro herido que rueda a los pies del recuerdo. Y debo apurarme, el viento empieza a girar en el cielo. Sus aullidos dispersan mi ensoñación, y la noche, errante, empieza a huir en ráfagas como un mar de olas ebrias. Tiritan las hojas de mi cuaderno. La quise, es cierto, y mucho. A veces ella también me quería. Y tal vez todavía la quiero. ¡A veces se me viene todo el amor de golpe, como un remolino de furia! Pero a la vez la fatiga sigue, y empiezo, también, a cansarme de buscarla en todo lo que escribo. Las palabras se adelgazan; el dolor se adelgaza. 165
¿Ha pasado la hora de la venganza? Quizá, sea ya la hora de partir. Quedar abandonado, como los muelles en el alba. Seguir el camino que se aleja de todo; un camino que pueda alejarme de ella como se aleja uno de la juventud. Tal vez el dolor no sea infinito. Tal vez sea cierto que un día llega el último dolor. Sí. Pero el último dolor, como enseña el poeta, debe ser también un verso. Este es un puerto. Aquí te amo.
[3: 42 p.m.]
________________ 08 de enero del 2000
SÉ
QUE TODO LO QUE ESCRIBO Y ESCRIBIRÉ PODRÍA ENCERRARSE EN UN
ÚNICO ENUNCIADO.
¿Podría todo el amor encerrarse en un único rostro?
Escribo porque no doy con él.
[3:46 p.m.]
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___________________ 16 de septiembre de 1999
LOS PERSONAJES QUEDAN DE VERSE EN UN BAR. Y no es un bar cualquiera, sino el centro de operaciones de algunos de ellos; es además de los lugares más de moda: allí solo asisten los más estirados y también muchos que, ilusos, no saben bien cómo fingir adecuadamente su falso estiramiento, aunque no por ello dejan de disfrutar del privilegio. Para un inconforme advenedizo, la frivolidad salta a la vista. El personaje de esta página ve en los gestos y en las entonaciones de la voz y en la ropa y en los estilos de caminar, de estar parados, de pasarse la mano por el cabello, una cantidad equivalente de fórmulas que desgraciadamente él desconoce. Se siente fuera de lugar, y simplemente observa. Mira con cuidado cómo se debe mirar a quienes entran, cómo se les habla a quienes supuestamente ya son amigos, cuáles gestos son aceptados como expresiones de asco, de indiferencia, de ingenio, etc., cómo se coloca el cuerpo frente a alguien a quien se quiere seducir... Le parecen las danzas de cortejo de alguna especie exótica de aves. Las hembras levantan sus apretados traseritos en el momento preciso en que una gran ave melenuda y patiabierta se acerca con cuidadoso sigilo; los machos miran de reojo y abultan los bíceps y los pectorales, aun si son insignificantes; y todos cierran los ojos hasta la mitad e inclinan cinco grados hacia atrás la cabeza mientras discurren sobre las propiedades ergonómicas de los nuevos asientos de la serie XXX de BMW —el personaje no alcanzó a escuchar el modelo y entonces aguza el oído para escuchar atentamente otras conversaciones—; pero el ruido es ensordecedor, espinas auditivas horadando el cerebro, un tráiler bajando cuesta con freno de motor, turbinas de avión en píldoras y le llaman música, y creen que conversan, y mi personaje, escuchando al lado do, empieza za poco a poco coco a sentirse se un poco mareado o más bien aturdido do como si todo el ruido ido a su alrededor dor no fuera sino eso queso, ruido ido, nada más que ruido ido y la musi cacá bumbán bin bom a todo volumen y los gritos tos tos de la gente te te así no not o cómono como tesh sha tete tatá y el calor ta tatá ta y el humo sofocante te teté y los cuerpos puf porqueelocal empieza po apo llen arsé a sudor y los escot entre las som y querer aún pensar cuando todo se entrecorta hasta la voz voz interior —y el personaje empieza a buscar la ruta hacia fuera— e insistir en ser humano no y las voces ces ininteligibles no puedo do no se puede vivir pensar 167
sar estoy mareado do esta niña de al lado no no es u novia mía ¿o sí? ¿sí? ¿tangas como en la playa? madre mía ya ya sí mi amor ¿tomar? ah son modelos pintadas ¿me das? no no un cigarrillo yo no uh ese de allá el más alto rica cali fusa asado tas no besos no más ¿qué? también ble con él a deja sí ¿cereza? osa da no me crea no sé él dijo ella vez tar cio veron a un cuarto pues un con ¡de quién es esta mano pegajosa! ¡Epa! El DJ anuncia minuto para miar y recargar líquidos. La novia de mi personaje lo tiene tomado de la mano mientras ¿habla? con su amiga la encantadora hija del gran-señor-presidente-de-alguna-grancorporación que de paso la trata como a un zapato viejo pero ella pobrecita es tan buena tan linda y con tanto dinero y el cerebro lleno de nubes que parecen animalitos mirá un elefantito con el moco parado ¡ay qué lindo! hablan y hablan hay que apurarse porque ahorita vuelve la música de lo buena que estaba la película esa del avión presidencial secuestrado pero bueno es cierto quien dice que está buena no es ella sino un pobre tipejo que no ha oído aquello de lo del mono vestido de seda porque tiene hasta los calzoncillos de seda es un mono hiperbólico piensa mi personaje seguro le costaron un ojo de la cara o los dos porque parece que el tipo es ciego cuál película habrá visto en esa película ha de ser otra se dice ingenuo mi personaje pero resulta que no es la misma y la niña a-su-lado-pintados-los-ojos-de-azul-pastel-toquecito-casi-imperceptible-deescarcha le dice no la que está buena es la de Sharon ¿Stone? sí ¿con Stallone? sí ¡ah la del asesino! sí sí interstone ¿verdad? ¡qué chistazo! la venganza y todo eso sí sí la alquilé anoche y mientras tanto la novia de mi personaje solo se ríe no dice nada por ahora se ríe porque son sus amigos sus mejores amigos tan buenos tan lindos tan amigos estarían ahí para ella en cualquier momento pase lo que pase especialmente si algún personaje no invitado aparece en escena y pretende borrar del escenario a su amiguita qué se cree el cretino ese vení vení no te dejés convencer por ese hermitaño aunque bueno no hermitaño no porque no conocerían esa palabra tan de domingo y ni siquiera se les ocurriría por qué no la encuentran en el diccionario si la buscaran tras leer esta página y así siguen y el personaje lee esa amenaza en los ojos enemigos de los amigos de su novia que no sabe lo que hace porque nunca lo ha sabido y no sabe lo que dicen los otros porque eso menos lo ha sabido ni lo va a saber porque ya eso es hipnosis o lavado de coco pobrecita y sin embargo sí está consciente de que su novio mi personaje está que se vomita o recae en un ataque de pánico pero 168
siguen así como todas las noches conversando acémilamente per secula seculorum hasta que la muerte felizmente felizmente para la muerte claro los separe… Pero mi personaje no quiere esperar a que la muerte haga su merecida aparición, y como él no puede simplemente sacarse una guadaña de la manga y empezar a cortar cabezas, decide, en cambio, lo que es más fácil, cuestión de mero pragmatismo —y está en su derecho, además— salir un rato para fumarse un cigarrillo a solas y al aire libre, de todos modos la música empezará de nuevo en cualquier momento. Pero bueno, no resultó tampoco tan fácil porque antes tuvo que atravesar esa multitud de cuerpos esbeltos y bronceados y aceitosos con sus vasos o cervezas y cigarros y rituales de apareamiento que los hacen estorbar todavía más porque se inclinan y se manosean y se alzan de pronto y hacen como que se caen y gritan y se empujan pero no importa porque todos van así juntitos, qué solidarios. Aire, ahora sí, aire. Callado, con su cigarrillo, fuera del bar, mi personaje se siente desposeído; mira de lejos el tropel y cree que en ese momento lo comprende todo, algo impronunciable que ellos no han comprendido ni podrían comprender aunque se los dijeran en la cara. Es demasiado tarde, piensa. Y es que en esos instantes —lo que duró su cigarrillo— se sintió ajeno al espacio y al tiempo, aislado de todo, como metido en una burbuja transparente: podía ver hacia afuera, podían verlo, pero no había manera de tocarse, ninguna manera. Terminó de fumar y regresó. Ella nuevamente lo tomó de la mano y lo besó en la mejilla, con delicada ternura. O al menos lo parecía. ¿De qué encuentra ella alivio, aquí? ¿De qué atroz condena huye, para preferir esto a cualquier otro lugar? ¿Por qué necesita tanto este ruido ensordecedor y esos amigos acartonados? Ella sostuvo la mano en la suya, pero él ya no estaba allí ni en ninguna parte; estaba poseído por una especie de vértigo indefinible, simplemente una sensación de abandono, como si todo fuera absurdo, incluso él mismo, todo, ella, esa mano, ese beso, la vida. El mundo entero podía desvanecerse y no hubiera importado. Él mismo podría haberse esfumado y habría estado satisfecho. La humanidad entera le pareció de pronto una fantasmagoría de mal gusto, un chasco de la naturaleza para entretenerse mientras el tiempo hace de la tierra otro planeta de polvo. 169
Con todo desdibujado ante sus ojos, el personaje suspira sintiéndose extrañamente libre, desengañado, y por un instante minúsculo cree sentirse feliz a pesar de todo, aislado de todo y en el más radical sinsentido. Pero ella interrumpió sus cavilaciones. —¿Estás aburrido? Él despertó —o más bien volvió de bruces al sueño que vivía en ese momento— y le mintió. —No, amor, solo estoy cansado —de pronto los rostros volvieron a tener consistencia, y asustaban. Eran como espectros, no tenían solidez, eran babosos y gelatinosos y sus gestos eran muecas incomprensibles, pero estaban allí, vivos, tan vivos como él, respirando y bebiendo y coqueteando y hablando, hablando, por Dios, hablando como si las palabras fueran eso, como esa música estridente, el ruido onomatopéyico de animales que solo ayer hubieran dejado de ser reptiles o bichos paseriformes. Ella percibió la mentira. Porque sabe que de alguna manera él comprende su demencia (ella la llama necesidad de diversión) y su tendencia a enajenarse (ella la llama distraerse); pero sabe que él aunque la crea de alguna manera distinta, aunque la haya visto distinta, no puede acompañarla en estos mogollones. Y lo sabe con tristeza, casi con decepción, contrariada por su peso, es decir, contrariada por tener a la vez que quererlo y odiarlo por eso. Se fueron, finalmente, despidiéndose afablemente de todos. Camino a la casa de ella, a él lo absorbió una tristeza innombrable que casi no era tristeza sino más bien indiferencia, o cansancio, ahora sí cansancio, y la desesperación por no poder explicarle a ella lo que pensaba, lo que sentía, porque tal vez si lograra explicarlo bien ella entendería. Durante el camino —él exageraba la atención que le prestaba a los semáforos y a los otros autos— no se dijeron nada, cada uno ensimismado en su propio mundo o ausencia de mundo, mundos o ausencias ahora inconmensurables, casi diría opuestas, al menos discordes. Él se sentía vacío, pero era un vacío que ya no dolía; y se sentía, con razón o sin ella, como una especie de vidente, al menos como alguien que podía —o, al menos, quería— ver cosas que ella ya había decidido no volver a ver. Se sintió, sin embargo, desconsolado. Pero un desconsuelo sin angustia. Supo con colmada certeza que ella lo dejaría y que elegiría seguir ahí donde estaba para no sufrir, en ese refugio virtual que había encontrado para su dolor; y que no sería capaz de cambiar ese refugio por uno nuevo, con él, y no 170
porque pensara que el suyo sería peor, o que no le gustaría, sino simplemente porque no tenía valor para vencer el miedo de cambiar lo que ya conocía tan bien por algo que apenas empezaba a descubrir, y que más por desconocido que por nuevo, como dicen, le provocaba un pánico irrefragable. Él, para sí, decidió no volver jamás a esos sitios, ni volver a pretender ser capaz de vivir a ese ritmo, aun si eso quería decir perderla a ella. Cada uno había elegido su paz, su vicio, su verdad. Llegaron a su casa. Ella lo besó con tibieza, acariciándole el rostro. Era obvio que quería decir algo, pero no dijo nada. —¿Qué pasa? —preguntó él. —Nada. No pasa nada —pero ambos sabían que en esa nada se estaba decidiendo todo, y cobardemente callaron. Quizá los dos, mientras se besaban con un deseo cierto, se sentían infinitamente solos. Pero la soledad apenas empezaba. Era solo un anticipo. Querían comunicarse algo pero no pudieron o no se atrevieron siquiera a intentarlo. Y son esas pequeñas decisiones las que, a fin de cuentas, deciden todo en la vida. Sus silencios eran en el fondo afectos contradictorios, lo contrario a los silencios homólogos del amor. Porque el amor es quizá solo eso: compartir un mismo silencio. Y la imposibilidad del amor aparece no cuando chocan palabras adversas, sino cuando los silencios que las sustentan se oponen tan claramente como el frío y el calor o la noche y el día. Las palabras de los enamorados solo son el vehículo que intenta llegar a un destino inalcanzable con palabras: el silencio ajeno —habiendo partido del propio silencio—. A veces los caminos se encuentran. Lo común es que se pasen de largo. En adelante, mientras mantuvo su relación con ella, las veces en que volvió a encontrarse en ese mundo que lo hería, que lo incomodaba, él siguió actuando como si nada, como si no supiera nada, como si también él fuera parte de la gran comedia. Pero algunos cuerpos se cansan de fingir, y por eso era necesario que en un día futuro él dejara de fingir y que ella lo odiara por ese gesto tan poco fingido. Él sabía que ella, por ejemplo, nunca aceptaría que sus propios colapsos psicológicos —esos que emergen como vapores volcánicos en las grietas momentáneas de su fantástica cotidianidad— no se deben simplemente a desajustes personales pasajeros, sino en parte a las plagas fisiológicas y sociológicas de un país empobrecido en vías de ser globalizado a empellones y favoritismos; y 171
tampoco aceptaría jamás que la amargura de él sea también la amargura del mundo, como él le decía: “si ando con el ceño fruncido es porque el mundo es una mierda”. Para ella, las personas como él son enfermas irredimibles: si creen que el mundo es feo y eso les duele, eso se debe a que no tienen suficiente dinero o a que no hacen lo suficiente por tenerlo; o a algo de solución más sencilla: a que no se “distraen” lo suficiente. Ella y sus amigotes “siemprefelices” creen que ese dinero que ellos sí tienen les garantiza de por vida una identidad inmaculada y una diversión perpetua, y creen que ese es el secreto de su libertad absoluta. Él antes pensaba lo mismo, obviamente, como todo el mundo o casi, secretamente, y seguro por eso en nada le parecía extraño haberse enamorado tan atropelladamente de ella, de su liviandad y su alegre frescura, su desinterés ideológico y su festividad. Sin embargo, ahora para él todo eso es una especie de marca velada de esclavitud. Y por las mismas razones u otras similares, él ahora insiste en dudar de todo, incluso de su propia identidad, y hasta se empieza a esforzar por no querer tenerla ni depender de ella, no necesitarla o hacerlo cada día menos: cree que así será más fácil que el mundo aparezca ante él tal como es, sin tanto velo prefabricado ni tantas expectativas aprendidas. Ella, en cambio, insiste en ser la misma siempre: el retrato intemporal de una Venus rubia y tropical. En el fondo, es así de simple. Desde aquella noche él tenía estas intuiciones, aunque no podía verbalizarlas. En la puerta de su casa, mientras se despedía de ella sin saber qué decir, besándola para no tener que decir nada, abrazándola con impaciencia, como si anticipara ya su pérdida irremediable, solo llegaron a su mente unas palabras que en ese momento no sabía de dónde venían ni por qué. Solo después lo entendería: ciertamente ni la vida de ella ni la de él tienen un sentido último, pero al menos él sabe ya que no lo tiene. Ha llegado a una lucidez glacial en la cual el absurdo de todo no es obstáculo para vivir, en donde ya no necesita asentarse en el sentido que le dé algún grupo, o las convenciones sociales o el dinero. Él podría vivir sin nada de eso, simplemente con ella en ese absurdo inocente de simplemente amar a alguien porque sí, porque está bien sin argumentos ni verdades, ni economías ni factores de riesgo, como si fuera esa la única luz en un mundo de creciente oscuridad. Eso era lo que quería decir con lo que dijo, pero aún no lo entendía del todo. —La vida no tiene sentido —eso fue lo que dijo esa noche, en una exhalación de agotamiento—, pero no importa, la vida no es asunto de sentido, es un asunto de valor, como dijo alguien. 172
—¿Quién lo dijo? —preguntó ella. —No importa... no me acuerdo, digamos que lo digo yo —contestó el personaje, ya casi convertido en persona. [4:00 p.m.]
______________ 04 de julio de 1999 Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose. E. M. CIORAN
LA LLUVIA. Acostarme y cerrar los ojos. Soñar. Soñar siempre para combatir la ausencia, intentando vaciarme. Y luego durar levantándome. Durar duro durante. Como si el tiempo no avanzara. Inventar palabras abras del viento ventar. Como si una hora o dos horas o un día o un año no me envejecieran. Fuerte. Creerme valiente soberbio sabio. Apretar fuertemente. Sentirme inmundo agonizante puñal en maño muerte al instante. Soñar que viene. Soñar que llama, al menos. Querer oír su voz, deletrear este deseo inútil, saborear cada sílaba como si fuera su lengua, sus dedos. Querer repetir los gemidos madrugadores, su respiración liviana y mi ternura, cuando ella dormía. Soñar que quiere verme y sentir que me está viendo. Sonreír, imbécilmente. Hacerle un gesto de invitación, recordarle la noche anterior, contarle secretos o inventarlos. Estirarse sobre el lecho. Soñar. Soñar que quiere abrazarme y acariciarme sin prisa, apenas mirándome atándome. Recordarle la noche tibia y pálida. Sus senos, tibios y pálidos. La parte baja de la espalda. O el labio inferior, redondo hondo su vientre. Soñar que viene, que le abro la puerta, sorprendido, ansioso, amado; soñar que abro la puerta y ella me abraza con las piernas, con todo el cuerpo, soñar que dice me has hecho falta. Romper a llorar, otra vez imbécilmente. Y escribirlo, más imbécilmente aún. Y oír que la lluvia no cesa. Dar vuelta. Abrir y cerrar de ojos, verla despierto y verla dormido. El invierno persistente, persistente. Eyacular entre palabras ardas la lluvia, tormenta la cama bochorno173
sa y el escozor, la molicie, el insomnio. Dar otra vuelta, a saltos, tirar al suelo las sábanas gritar. Saber que todo el cuerpo grita. La casa sola interminable. Placer dolor. Los muslos tensos, necesitarla como a una droga, una violencia lingüística. Y mi susurro a nadie, mi absurda facundia. Puños. Peor que una droga, una droga uno la compra o la roba o se la convidan. Las manos ávidas, inquietas, celosas. Golpe cabeza pared. Soñarla en otras manos ávidas, inquietas, celosas. Cerrar los ojos y llorar sin lágrimas. Soñar. Soñar. Todo como un desierto sin dunas ni viento, ni nómadas, siquiera, que lo recorrieran sedientos. Nadie... Caminar para hacer más largo el desierto, ir erosionando aceras, calles, aulas, visitas, amigos, familiares. Ir extendiendo el desierto porque quizá las personas solo merezcan reinos de arena. Y siempre intentar volver al sueño y quedarse en el sueño. Quieto, pasmado ante el recuerdo, poseído por el tormento de ver crecer el yo como un gigante, ¡como si existiera así, monstruoso y total, definitivo, estático, henchido! Y abrir los ojos otra vez. Saber que todo es la ilusión en que caemos los solitarios que no queremos enloquecer, creer que somos esto, ya, de por vida, esta voz, estas palabras... porque ¿cómo no creer en mí, cómo no verme exagerado si aquí no hay nadie más que desdibuje mi rostro, que disemine mi cuerpo, que desvanezca la ilusión enferma de ser esto, solo esto, solo, esto, yo? [4:04 p.m.]
_______________ 05 de julio de 1999
SI NO FUERA CAPAZ DE SOÑAR, me lanzaría de un puente. O escarbar con las uñas mis muslos para encontrar tras la piel el olor, o la simple hondura que abrió allí su cuerpo, su reciente eclosión... Redescubrir bajo mis músculos decaídos el sello de su más tímido deseo. (Recordar lo que le costaba decírmelo, “tocame”, o cogerme la mano y ponérsela entre las piernas. Y recordar lo que gozaba después, siempre después de la timidez...) Será que solo con otro nos aliviamos de nosotros mismos. Por eso lo más aplastante de la soledad es creerse uno; y llegamos a salir a la calle vestidos de 174
uno, con los mismos gestos de ayer, con las mismas palabras, con los mismos sueños, como un episodio repetido. Y la gente nos reconoce y nos olvida, nos olvida y nos ignora como llegan a olvidarse las estatuas en los parques: porque siempre son la misma. Con ella era otro; ahora yo soy yo y padezco esta ilusión, escribo esta ilusión histórica. Yo. Y ella no está, no llama, no viene. Yo. Me olvidó, sin duda. Yo. Dejó de soñar. Y sueño que también yo la olvido; y escribir que la olvido. La olvido. [4:05 p.m.]
________________ 21 de octubre de 1999
LA REALIDAD ES HOY UNA FICCIÓN ABSTRACTA. [4:06 p.m.]
________________ 22 de octubre de 1999
QUIZÁ
SU CULPA PROVIENE DE SENTIRSE AÚN UNA NIÑA QUE NO SABE
CÓMO DEJAR DE SERLO.
¿Y sería justo juzgar a una niña por su confusión?
Solo ensayamos, es cierto, la vida es como una flecha sin blanco; pero hay quienes no piden más que esa trayectoria, y quienes no pueden evitar padecer onerosamente por no detenerse jamás en un punto definitivo.
175
La pequeñita de mamá con sus expectativas aristocráticas y su garbo principesco... El pánico de seguir toda la vida teniéndose asco... Y entregarse a su asco para salvarse, como cuando los secuestrados se enamoran de sus victimarios... La trillada y triste historia de la cándida bebé a quien papá no le presta suficiente atención… La condena armagedónica de creer que todos los hombres son su padre repetido, semidiós y villano al mismo tiempo... Y destinarse a ser la delicada mujercita de un marido CEO de perfectas apariencias y con un pedigrí garantizado, rastreable, sin duda, hasta los sapiens que masacraron a los neandertales. ¡Qué desgracia llegar a ser propiedad del mundo! Y algunos, encima, nos enamoramos hollywoodescamente de personas que no existen, cascarones fascinantes, súcubos de un neón tan rítmico como la moda. Y a veces también salimos del engaño, si tenemos suerte, pero salimos con el dolor funerario con que se abandona un satori químico… O tal vez nada sea su culpa. A fin de cuentas, nuestros padres no solo nos hacen en el vientre, sino también con sus vidas patéticas o heroicas, con sus decisiones fascistas o su gusto por los cantos gregorianos y la paz del mundo. A veces, pues, creemos que una criatura de humo podrá envolvernos y devolvernos con sus velos traslúcidos toda la pasión que nos desborda. Y a todos nos toca ser de humo para otros. Es el azar histórico, eso de que hoy los rostros aparezcan fuliginosamente, como si ya no hubiera personas, solo personajes; porque todo, también la realidad, es ficción o casi; yo soy una ficción, tan banal como ella. ¡Y tener que llegar a defender tales incongruencias! Ay, separados por ficciones irreconciliables… ¿Habría que ser infinitamente necios y elegir la realidad? Quizá ni una cosa ni otra, ningún extremo, sino aprender a vivir aquí de una buena vez, entremedio, entre esos extremos que no existen... Y escribir, entonces, por ejemplo esto, un error sin historia, un ensayo entre millones posibles: la novela sin relato de mi realidad. Hoy todo es repetido e igual, como estas páginas incesantes y estos dolores de fin de siglo; y al final, como al principio, todo parece un desfile de sombras 176
al fondo de una caverna, y es inmensamente triste y también la tristeza es repetida e igual... ¿Es cierto que bastaría con volver la cabeza? Pero ¿adónde? Tantos pasos que hemos dado más allá y no hemos dado todavía uno solo aquí. Uno solo aquí.
[4:09 p.m.]
_________________ 23 de octubre de 1999
LA TIERRA ES UN ENCIERRO CASI PERFECTO. Afuera, el vacío de la eterna noche intergaláctica. Las estrellas aparentemente inaccesibles… Pero con el tiempo suficiente el cáncer se extendería hasta los confines del universo… O quizá solo hasta que dos o tres o varios construyeran en silencio otro mundo dentro del mundo, sin dejarse ver jamás; y respondieran susurrando, lejos de los ojos vigilantes y de las garras castigadoras; y defendieran la intimidad tanto como la vida, como necesidad de la vida... Harían de sus habitaciones tiernos universos eróticos, y a veces serían multitudes embelesadas ante la posibilidad arcaica pero nunca acaecida de quererse de verdad, liberados ya de toda psicopatología de la vida cotidiana y de trampas mortales como la envidia o los celos y los egos posesivos... Su principal afecto será la ternura. Los veo en la distancia más próxima. Se abrazan, se acarician, se miran, se besan, conversan, duermen, se comparten casi sin ninguna violencia, y en las mañanas en balcones relucientes desayunan entre sonrisas, juntos, protegidos, animándose y animados porque no morirán solos. Aquí, por primera vez, sus vidas ya no serán desiertos. Sueño. Al menos estarán de acuerdo en que tengo derecho de soñar lo que me reviente la gana. Ustedes, los jueces, pueden irse al diablo, o con él, que de todos modos aparece en cada esquina, evangelizando para el futuro, constru177
yendo más autopistas hacia el progreso, expandiendo su averno virtual como un hormiguero hirviente donde todo está iluminado con la misma energía del fuego. ¡Ingenuos! ¿De dónde podría haber robado el fuego Prometeo sino del infierno? ¿Y no era Lucifer el ángel más bello? Hoy lo tendríamos apabullante en las pasarelas y en los comerciales, vestido con los mejores trajes, arrullándonos con una voz de querubín castrado y una mirada de luciérnaga. ¿A quién, más que a él, le convenía que aprendiéramos a diferenciar tajantemente entre el bien y el mal? Refugios, entonces, pactos secretos: conciliábulos de amor contra el mundo. Querernos entre todos sin tener que matarnos de tanto querer... Cuando sepamos cómo lograrlo. Eso es todo, cuando sepamos eso. Muchas personas se unirán y se querrán de verdad y nadie sabrá qué quiere decir eso, solo ellas, pacíficas, con una ternura indecible en sus manos y en sus ojos, livianos y aliviados. [4:12 p.m.]
_________________ 24 de octubre de 1999
LOS
SUEÑOS FÁUSTICOS QUE SE HACEN PÚBLICOS ACOSTUMBRAN CONVER-
TIRSE EN RECETAS,
y es una ley universal que toda receta siempre fracasará si trata de convertirse en ley universal. ¿Escribir todo esto, entonces, hacer público mi desamor y mi amargura, agonizar en un escaparate? ¿No es acaso una traición, una rendición? Sí: es mi debilidad, mi proyecto de figuración y por lo tanto mi fracaso... Si fuese capaz de conservar el amor tal como lo sueño, no escribiría nada. No haber tenido que escribir nada: ese sí sería un triunfo. 178
No necesitar que el mundo nos apruebe, o al menos que nos vea el tiempo necesario para decidir ignorarnos y destruirnos. La libertad es no requerir la aprobación del mundo, ni seguir sus órdenes asesinas. Por eso solo imagino una opción sensata para vivir en el mundo sin ser parte de él: refugiarnos inadvertidos en medio del caos que nos lleva, flores hermosas encubiertas en esta tromba que hoy arrasa con todo. Silencio, que el silencio se pose en los labios como una mariposa.
[4:14 p.m.]
__________________ 17 de diciembre de 1999
ENSAYARÉ UNA TEORÍA. Los solitarios se miran mucho en los espejos no porque sean narcisistas, sino para sentirse acompañados. Mirarse en el espejo equivale a hablar en voz alta. Por otro lado, aunque algunos solo quieran ser mirados, también somos espejos para los otros. Y a veces, sin saberlo, somos para otro un espejo que no miente, y cuando huye de nosotros huye en realidad de sí mismo en su reflejo. Este es el mayor riesgo en una relación: allí todo está en juego porque estamos más desnudos que de cualquier otra forma. Nos vemos como no podríamos vernos estando solos. Y esto solo sucede en el amor; o bien, sabemos que nos acercamos al amor cuando descubrimos que esto sucede o está a punto de suceder... Lo demás es un simple juego de cuerpos. Y a esto se debe, me parece, que el amor sea mucho más desconcertante que la promiscuidad. Porque en ésta, la suma y variedad de cuerpos no nos dice nada de nosotros mismos, o muy poco, y todos los cuerpos son finalmente el mismo, abstracto: a 179
través de todos los cuerpos queremos abrazar uno único, pero ideal. La multitud borra las facciones particulares y por eso muchos promiscuos dicen no estar enamorados de fulano o de mengano, sino del “amor” mismo, o del sexo mismo, así, al vacío. Lo que pasa en estos casos, creo, es que solo pueden enamorarse de sí mismos y esa es su condena inconfesada. Y es por eso que siguen eternamente buscando a su pareja “ideal”: en los otros no buscan realmente a otro, sino a sí mismos, perfectos, ideales. En el amor monógamo (o monoándrico o, en todo caso, exclusivista), al contrario, solo hay un cuerpo, ese en el que nos vemos y que nos duele y en el que aun con los ojos cerrados podríamos reconocer el más ínfimo detalle, todas sus gracias e imperfecciones, simplemente porque no es cualquier cuerpo, ni un cuerpo ideal, sino éste, este de cada vez, uno perecedero y, por eso, verdaderamente único. Ese cuerpo nos penetra con su mirada, una mirada que mira con las piernas, las manos, los labios y a veces también con los ojos, y que nos muestra a nosotros mismos vacíos o al menos difuminados, y que nos hace volver a él simplemente porque sentimos que solo vaciándonos en él nos llenamos. En una fórmula: en el amor nos vaciamos en otro para llenarnos del otro. En la promiscuidad vaciamos al otro para llenarlo de nosotros mismos. Se entiende así que en la promiscuidad estemos protegidos: no enfrentamos ningún demonio, ni a nadie más que a nuestra propia imagen embellecida; los cuerpos se desvanecen en el universo etéreo de ese deseo indiferenciado. Pero en el amor nos enfrentamos a nuestro propio demonio, el desvanecimiento de nuestra imagen deseada, para convertirnos en otra imagen: nuestro reflejo en el otro. La carne, entonces, adquiere una dimensión vertiginosa. Podríamos, pues, decir que el amor es una obsesión con la identidad ajena: estar con otro completamente distinto de los demás, y más aún, completamente distinto de sí mismo, siempre diferente en su identidad; por eso recorremos su piel y entramos por su mirada con la intención irrealizable de extraer su secreto más íntimo. Esa obsesión es la de poseer finalmente su identidad. La promiscuidad, al revés, es una obsesión con nuestra propia identidad: pasamos de un cuerpo a otro, pero sin que nos interesen en realidad esos cuerpos, sino solo el nuestro en ellos.
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Defino, pues, como corolario de mi ensayo de teoría. Amor: un único cuerpo desgarrado en mil diferencias letales. Promiscuidad: mil cuerpos diferentes desvanecidos en un único cuerpo ideal. La promiscuidad, así, termina siendo nihilista, y por eso no resulta transgresora. Sin embargo, el amor, sustentado por un afán enfermizo de identidad y posesión de identidad, tampoco transgrede, más bien aburre y destruye y hace reventar los egos en esquirlas locas que al final ya no tienen curación... De modo que quizá esta aporía solo se resolvería si uno se enamorara para violar los límites tanto del amor como de la promiscuidad. O para desencajar para siempre esa dicotomía histórica que nos hace asumir como contradictorios o excluyentes el amor y la promiscuidad. Es decir, lo transgresor sería hoy amar más allá de todos los rituales aprendidos, esto es, entre los dos extremos de la identidad: la propia y la del otro. Solo así el amor sería —como nunca lo ha sido— algo posible. [4:19 p.m.]
________________ 24 de marzo del 2000
LA TERNURA ES LA VICTORIA SOBRE NOSOTROS MISMOS. [4:20 p.m.]
___________________ 16 de diciembre de 1999
¿Y DE QUIÉN HUYÓ ELLA ENTONCES, de mí? Quizá huyó de lo que en mí vio de sí misma: la posibilidad de hacerse otra identidad. 181
Ahora, en cambio, podrá entregarse a todos los cuerpos del mundo sin encontrar en ello ningún peligro terminal. Porque conocemos casos de suicidios o locuras por amor, pero ni uno solo de suicidio por exceso de sexo. Dudo, eso sí, que algún día vuelva a querer entregarse a solo un cuerpo, pues sabe que por allí ronda su rostro: ella sin nombre, su abismo, un pánico demasiado real o promisorio, psiquiátricamente hablando... Si yo, por ejemplo, solo hubiera sido un cuerpo entre otros, ella no se hubiera ido despavorida a ninguna parte; tal vez se habría cansado de mi cuerpo, pero no se hubiera cansado de mí: de que amarme significara enfrentarse con algo que ella no quería ver de sí misma. Si perdemos el miedo podemos flotar en el abismo; pero si no soportamos el miedo, nos hacemos de pronto pesados y empezamos a caer y caemos sin fin. Ella no perdió el miedo. Aunque soy injusto... Hoy es su cumpleaños y quisiera llamarla. Quisiera abrazarla. Pero temo que si la llamara no entendería que solo lo estaría haciendo porque la recuerdo con muchísimo afecto, o lo que es igual, porque su recuerdo me afecta. Ya no le pediría absolutamente nada, y no esperaría nada. O tal vez podría enviarle flores, con una sola frase: vos también te lo merecés todo... En su lugar, quemo incienso y me dejo enfriar lentamente. Aún llueve. La soledad y el frío se han convertido en un sueño ineludible, de esos que solo pueden terminar con un despertar violento. Ella no conoce la nostalgia y por eso a veces la envidio, hoy la envidio… Si bien no imagino su vejez; porque la única manera de olvidar hacia la sanidad es recordando, a menudo, todo lo que nos ha marcado. ¿Evitar el recuerdo no es anticipar la muerte? ¿Y cómo se viviría una vejez a la cual llegáramos habiendo anticipado siempre la muerte? Por otro lado, cómo entender que, aterrorizada, me preguntara constantemente: “¿verdad que no te vas a ir nunca?” Lo preguntaba con desesperación. Y sabía que yo la amaba, eso no lo dudo. Aun cuando no se lo decía, ella me miraba y preguntaba: “¿vos me querés mucho, verdad?” Lo sabía. ¿Se fue ella para que su temor fuera verdadero? ¿Es que siempre necesitamos una verdad más que todo lo demás? 182
Aún sigo enfermo, sin duda, pero cada día me cuesta menos no juzgarla. Hoy mi dolor es solo mío, mi agonía. En este dolor lo recuerdo todo, cada susurro, la piel, el ansia, en este dolor sonrío: se convierte poco a poco en mí mismo, se integra a mis vísceras. Aprendo, inútilmente. Diana no está, es cierto, pero su ausencia también es mía, la hago parte de quien soy. Te quiero, y no volverás nunca. ¿Y entonces para qué llenar con palabras —que no te pertenecen, que nunca fueron tuyas— el vacío de tu cuerpo? Como atraído por la nada, otra vez, intento llenar la nada. (Cernuda: “¿cómo llenarte, soledad, sino contigo misma?”)
[4:45 p.m.]
___________________ 18 de diciembre de 1999
DOS PERSONAS VIVEN UNA MISMA SITUACIÓN EN UN MISMO PAISAJE. Para una, lo sucedido tiene un valor innegable e indemostrable, una riqueza que no podrá disipar jamás; para la otra no significa nada. Una de esas personas cerrará los ojos al enfrentar la muerte; la otra los dejará abiertos. Solo eso los separa sin remedio… (Francois Mauriac: “Para mí el infinito cabe en algunos minutos, minutos que no significan nada para ella.”) El precio de vivir sin nostalgia es vivir obligados al presente más inmediato; pero es muy probable que ante la más mínima falla en ese presente la fisiología entera tienda desbocada hacia la locura. [4:46 p.m.]
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__________________ 18 de diciembre de 1999 (2)
PAVESE DECÍA QUE LAS MUJERES NO SOPORTAN SER DESNUDADAS MÁS ALLÁ DE LA DESNUDEZ DE SU CUERPO. Y por eso, según él, algunas mujeres se desnudan tan fácilmente, para enseñar pronto sus atributos y que el hombre, así, no quiera buscar más, el pobre imbécil, como si allí en la piel estuviera todo, como si ese desnudamiento fuera todo. Marguerite Yourcenar decía que nada hay más secreto que la existencia de una mujer. “Un enigma sin fondo”, escribió alguna vez el enmascarado Nietzsche. ¿Quiere decir algo todo esto? Quizá que esto es lo que más necesitamos, hombres y mujeres: oír a la mujer misma en la imposibilidad —que ella sabe mejor que nadie— de decirse a sí misma. Su silencio obligado ha sido la ruina del mundo. [4:48 p.m.]
___________________ 19 de diciembre de 1999
SI PUDIERA DEDICARME TAN SOLO A ESCUCHAR... Después de eso volver a hablar o escribir tal vez tendría sentido. A ella quise escucharla. Pero era como un hombre y no quería siquiera escucharse. Evitar ese momento de silencio cabal ha sido el ritmo de sus días. Ella era, quizá, mucho más hombre que yo. Por eso es ella más víctima de la historia natural que yo de ella. Y duele, cómo duele esta imposibilidad, como una pared de vidrio. Ahora estoy solo y no escucho a nadie. Tampoco hablo, claro, hablar es peligroso... El mundo es una piel cubierta de afeites. Hay guiones para todo, también para el amor y la muerte. No se habla, se repite y la repetición está 184
vaciada de sentido. Se hace lo que hay que hacer. Las palabras, también, son palabras prêt-à-porter. Por fin ha dejado de llover. La noche reposa en sí misma. Su cumpleaños... No pude hablarle. De todos modos, hubiera rechazado mi abrazo; ni siquiera hubiera aceptado oír mi voz. Pero ya no importa. Espero que tenga alguien que sepa decirle que la quiere con palabras suscitadas solo por ella.
[4:50 p.m.]
____________________ 19 de diciembre de 1999 (2)
¿DE DÓNDE, a fin de cuentas, proviene mi nostalgia? Tantas fuentes, pozos, velos; torsos, sitios, frases; cielos, crepúsculos, ebriedades... Una mirada entresacada del fragor de las calles; la caricia furtiva de una desconocida; la cadencia de algunos amores largos como el crecimiento... Supongo que viene de la imposibilidad irremediable de recordar al pie de la letra algunos momentos sublimes; es decir, de la irremediable imposibilidad de volver a vivir esas experiencias que me abrieron mundos, a diferencia de las otras, la mayoría, que se esfuman del recuerdo porque no me dijeron nada que no supiera... No ser nostálgico sería ser inhumano. Y luego viene la pesadumbre de saber cada día con mayor certeza que mientras más sepamos se hará más difícil llegar a ese punto del salto, de sorpresa ante una puerta súbitamente abierta. O la tristeza de llegar a confundir, como idiotas, las puertas abiertas con puertas cerradas. O ya ni siquiera poder reconocer puertas, ni abiertas ni cerradas.
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¿Pero no habrá siempre, al menos, una ligera probabilidad de alguna mirada que nos haga sentir totalmente ignorantes? Ella encontraba alegría en la facilidad con que podía sostenerse donde siempre había estado. Yo no comprendía esa alegría: a mí me produce pavor lo que nunca cambia.
[4:52 p.m.]
___________________ 18 de septiembre de 1999
VIVIMOS SORDOS AL ABISMO DE LA INVISIBILIDAD DE LAS COSAS: el hecho sorprendente de que en realidad no puedan verse en sí mismas, sino, siempre, en relación o como relación… Luego hay tanta realidad extraviada, absurda como esas bombas “inteligentes” que tan fácilmente resultan aviesas, y las invasiones sustentadas en excusas que el mundo entero sabe falsas y tantas guerras cotidianas, variables, todas, de las fórmulas apocalípticas con que se opera en el mundo, sobre la tierra, desde hace siglos, para hacer desbordar una abstracción que finalmente pueda arrastrarnos a la nada. Porque secretamente no hemos querido otra cosa que volver a la soledad de una tierra sin humanidad, es decir, aniquilarnos. Y lo único simple en la tierra sería de hecho eso: una tierra sin humanidad. ¡Ay nuestra obsesión con lo simple y la certeza! Hoy, consecuentemente, todavía vivir es huir de la vida, apurar la muerte. Suicidarse, por ejemplo, a los catorce años de puro ahogo, u obnubilarse psicotrópicamente para siempre jamás o asesinar a metrallazos a todos los compañeritos escolares. O bien sentarse a escribir con la intención imbécil de poder cambiar el mundo con palabras, como si ellas fueran torpedos o ejércitos o acuerdos internacionales inviolables; y saber con una certidumbre demente que nada que pueda uno decir podrá cambiar este mundo; y escribirlo de todos modos, eso, la imposibilidad, la huida misma, la ridícula intención de hacer algo 186
distinto, al menos no colaborar con la huida masiva escribiendo textos con los cuales crea uno poder huir de esa huida... Saberlo imposible, decirlo imposible, y entonces hacer posible la verificación de su imposibilidad y sentarse a dar gritos mudos, y golpes mudos, y caricias mudas, y romperse los labios contra una pared... Y luego sentarse a escribir con la intención imbécil de desdecir lo dicho al instante de haberlo dicho, y decir otra cosa, positiva, iluminada, cuerda, y creer que inventando historias se podría enseñar la solidaridad o la ternura; pero entonces volver a saber con demencia pero ya sin certitud que no se puede ni con historias ni sin historias, que no se puede enseñar nada más que lo que uno, precisamente, enseñe, muestre, haga. Y comparta. Y entonces salir como energúmeno a la calle y pretender que los otros también lo sabrán y por eso entenderán por qué uno se les acerca con cara de cálido cachorro a tocarlos y besarlos; y recibir entonces insultos lapidarios y palizas mayestáticas y miradas de odio por simplemente no querer odiar a nadie ni a nada en el mundo, ¡cómo se atreve! [4:56 p.m.]
___________________ 19 de septiembre de 1999
LA AGONÍA SE EXPLAYA DE MÚLTIPLES FORMAS, acosa y ataca desde diversos frentes y con sigilosos métodos. Un día cualquiera, el hábil hombre de negocios, uno de los hombres más felices del mundo, seguro de sí y de su proyecto de vida, siempre diligente, se despierta y sin razón aparente se siente inmerso en un vaho asfixiante, y cae al suelo desconsolado y su esposa llama al médico y el médico no sabe, debe de ser el agotamiento, señora, debe de ser una gripe enfurecida, o quizá una úlcera, la tensión, el trabajo, usted sabe, o quizá sea el corazón que empieza a fallar. Pero es solo el corazón metafórico el que clama por vivir: la persona más feliz del mundo se descubre súbitamente sumergida en la agonía.
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Porque las personas más felices del mundo no acostumbran saber que la felicidad total es una imposibilidad evolutiva, y por eso ha de ser que súbitamente un día cualquiera la farsa se deje ver en la claridad del día y los espejos empiecen a reflejar monstruosidades donde siempre hubo serafines. Es que las personas más felices del mundo agotan todas sus fuerzas para ser las más felices del mundo, que no es cosa fácil y hay que concederles ese esfuerzo; pero las fuerzas —es la entropía— no duran para siempre, y esas fuerzas, que son precisamente como un campo de fuerza que vela a las personas más felices del mundo justamente del mundo mismo, se agotan un día cualquiera porque sí y la persona más feliz del mundo se ve de pronto en el mundo sin velos y a sí misma sin velos y no soporta su desnudez ni ninguna desnudez, y esta visión repentina lanza hacia atrás y hacia el suelo a las personas más felices del mundo y las aplasta en un rincón de la oficina o en el fondo de su cama y allí, solas, impróvidamente, descubren por unos instantes de lo que se trata todo verdaderamente, y ven lo que han pasado la existencia entera evadiendo y la impresión es tan fuerte que algunos terminan en el hospital y algunos incluso muertos. La agonía, pues, les cae encima a las personas más felices del mundo como una estocada al centro del vientre, una regurgitación de pánico en el esófago, el insomnio de cuatro o cinco días seguidos y el miedo, el miedo a nada y a todo. Y entonces las personas más felices del mundo deben empezar a tomar pastillitas. Pastillitas para la gastritis que produce el pánico, pastillitas para el pánico mismo, pastillitas para la jaqueca que produce no dormir, pastillitas para dormir, pastillitas para el mal aliento que producen las otras pastillitas, pastillitas para regular la presión y para evitar que las manos tiemblen como gelatina, pastillitas y más pastillitas hasta que un médico raramente sabio dictamina que la enfermedad no es ni estomacal ni nefrítica ni cardiaca ni nada más y nada menos que depresión, llana y clínicamente depresión. Y entonces la persona más feliz del mundo pone cara de horripilada y se frota las manos y dice — apretando la mano sudorosa de su igualmente alarmado cónyuge— no, doctor, pero yo nunca he padecido depresión, solo me pongo un poco triste, quizá, pero nada más, no, yo estoy muy bien, siempre he sido feliz, y entonces el doctor, si es bueno, con sus dotes de estratega sofístico contra los creyentes convence al paciente para que visite a un analista, aunque sea bajo la excusa de que es algo a la moda; y todo para que éste a su vez descubra lo que debiera haber sido obvio: que la persona más feliz del mundo es neurótica y perturbada y está cuasiontológica y hasta genotípicamente frustrada y poblada de cientos de historias terribles de padres y 188
madres digamos problemáticos y parejas belicosas y decepciones y trampas y violencias generalizadas y, por supuesto, un síntoma indispensable: que la persona más feliz del mundo se ha caracterizado durante toda su vida por perfeccionar el arte de la evasión.
[5:03 p.m.]
_____________________ 19 de septiembre de 1999 (2)
OBVIAMENTE, también merodean por allí las personas más tristes del mundo. Pero a estas la agonía no las ha emboscado, tomándolas del pescuezo sin previo aviso; en ellas se ha ido infiltrando poco a poco, con el paso cadencioso de los años y las experiencias repetidas, hasta llegar a impregnarse como una malla glutinosa que les impide movilizarse con soltura. En la mayoría de estos casos, estas personas no han necesitado, o no han querido, recurrir a velos o maniobras de evasión, sino que, por lo lento y disimulado del proceso, han sabido apreciar los ratos y las oportunidades donde la entrega a los momentos y los cuerpos les ha deparado emociones insospechadas y cercanas a la plenitud. Su agonía ha dejado entrever la alegría y por eso tienen el respaldo de la nostalgia: saber que es posible, por momentos, mecerse en la telaraña del mundo con una sonrisa real en los labios. O bien, saber que la realidad es esa sonrisa.
[5:04 p.m.]
_______________ 06 de julio de 1999
SIEMPRE QUE RECUERDO EL DÍA CUANDO DIANA ME CONTÓ SU ANÉCDOTA me posee un asfixiante desmayo. Es que recuerdo su voz, ahogada también, cuando me lo contaba. Resulta que un imbécil rubio como de MÁS PENOSA,
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revista, hijo de papis opulentos como de cuento de hadas, tras el volante de un bólido jamesdeano actualizado a los noventas, logró engatusarla con sus ricitos de oro y sus ruedas deportivas. Era obvio que solo quería abrirle las piernas. Obvio, claro, para mí desde que empezó el cuento, pero para ella fue obvio hasta que el imbécil finiquitó su cometido. Ella se enamoró del imbécil, fue así de simple. Llegó a desearlo supinamente, sin saber que era un gorrón, y el tipo obviamente le hizo daño, a ella que nunca antes había deseado a nadie así, con sus glúteos, con sus antebrazos, con las uñas, con todas sus ideas anhelando matemáticamente totalizar la horizontalidad en un lecho tórrido; porque lo deseaba así, con verbosidad y todo. Ella era una niña, y tuvo que conocer el amor en el espaldón de una calle umbrosa, a la carrera en un auto de carreras, con hedor a cerveza y aromatizador de pino, temblando, con temor de que los viera alguien, presa subconsciente de la intuición de que así no debía ser y, sin embargo, queriéndolo estúpidamente, aceptándolo porque sí, porque ya era hora, y creyendo que también él sentía el frío primerizo en los muslos y la cintura y hasta en los labios afásicos, y no saber, desdichadamente, que el blondito enamorado coleccionaba labios afásicos y miradas primerizas. —Te quiero —le susurró ella a pesar de la fiereza pélvica de su amado; y su amado sonrió con satisfacción, interesado, nada más, en cuánto le había dolido—. Mucho —y su amado volvió a reír, todavía más complacido. Y luego, en un santiamén, pantalones arriba, motor en marcha, ventana abierta, cd de los chili peppers, cigarrillo encendido y la noche repentinamente tenebrosa, súbitamente incomprensible, y un silencio mortuorio y el primero y certero aviso del llanto por venir, y venido abruptamente y sostenido desde entonces hasta hoy... Y entonces hasta hoy, sin poder evitarlo, ya no quiere desear; supone, siempre, que va a ser humillada. Piensa que todos los hombres son igualmente imbéciles, practicantes de entrada por salida, internos fugitivos, antimédicos de emergencias. —Y sí, sí, seguramente casi todos lo son —le dije yo con aplomo, tratando de ser eximido de su juicio falaz pero comprensiblemente omniabarcador—. Por eso nunca hagás nada solo por complacerme —le dije también mientras la abrazaba, desnudos, y le besaba los ojos mientras nos cubríamos con las cobijas y nada más la miraba, porque de verdad la quería. 190
Lloró, ciñéndome también con fuerza. Supongo que quería creerme. Hasta parecía que también me quería. Y finalmente —mientras la abrazaba sabiendo que podría abrazarla la noche entera aun si esa noche durara la vida entera— terminé de embobecerme con una frase destinada a aniquilar a todos los imbéciles del mundo: —También esto es hacer el amor. Ella se descompuso de incredulidad y se aferró a mis brazos y a mis piernas y lloró, lloró su vida enteramente y la noche entera y yo no solté su cuello, su frente, sus mejillas trémulas. Pero lo que yo no sabía en ese momento es que no lloraba por mí, porque yo la quisiera así, en ese abrazo cualquier cosa menos utilitario, sino porque no sabía cómo tachar al imbécil de su pasado. Y estoy seguro de que quiso creerme, pero no lo consiguió. Lo cual, para mí, fue una demostración incuestionable de que los imbéciles, a pesar de serlo, o por eso mismo, ganan, y ganan dos veces: en su presente y en el futuro de otros. La imbecilidad ha de ser crónicamente contagiosa. [5:12 p.m.]
______________ 18 de julio de 1999 Nunca podrás vencer con tu escritura La fuerza destructora de lo que amas ------Sueño en este poema un libro inacabable por calmar a esta bella que me inunda en tantas ocasiones cuantas páginas levante en mi deseo su capricho JORGE JUSTO PADRÓN
ESTÁ SOLO, consumido en su tristeza. Su único deseo es estar con ella. Literalmente solo en eso piensa, y no puede evitarlo. Recuerda pacientemente todas sus singularidades, las reglas y las excepciones. 191
Está solo, consumido en la tristeza. Su único deseo es estar con ella, y esta frase no es una exageración. Es su único deseo, omnipresente, ineludible, circundante. Pleonasmos encarnados. No puede callarlo, literalmente no puede. Es su único deseo y se ocupa de alimentarlo durante horas sin pausa y días enteros en jornada continua. Quiere estar con ella. Es una necesidad. Solo eso quiere. Vive en una redundancia psicótica. Pero ella lo desprecia. Y también padece la redundancia ampulosa de su desprecio. Y no hay manera de explicarse por qué. Su vida tautológica ya no dice nada, cada vez menos, su vida que ella convierte en una contradicción. Pero es su único deseo. Está solo y está consumido en su tristeza. Los efectos de su obsesión irrealizable son heterogéneos pero todos igualmente pleonásmicos: un llanto incontrolable que lo ataca por ráfagas intermitentes; golpearse la frente y las sienes con los puños cerrados; dar patadas con los pies a las paredes duras, querer patearse a sí mismo; insultarse ofendiéndose, humillarse rebajándose; lanzarse de cabeza al lecho y llorar lágrimas contra la almohada profiriendo cortos gritos guturales, truncados; y el llanto no se detiene, redunda, y le arde el pecho, insiste, y siente la piel atravesada de arriba abajo por escalofríos y le duele el vientre y siente náuseas y deseos de vomitar, deseos de vomitar, deseos de vomitar y vomita, finalmente, llorando en un acceso inmoderado, haciendo ruidos cavernosos, al borde de una convulsión cataclísmica. A este estado infame se le puede llamar simplemente “desesperación”, aunque nunca tiene nada de simple y quizá por eso hay otros que lo llaman “catástrofe”. A mí también me gusta llamarlo “cáncer afectivo”. Solo quiere estar con ella, volver con ella, retozar con ella, mirarla fijamente con arrobamiento y sin miedo a perderla, mirarla como si mirara un monumento milenario —como había mirado una vez el Gran Cañón, anonadado, u otra vez el Valle de la Luna: los únicos dos viajes de su vida— o como se miraría un astro, a Marte, o la punta de la espada de Orión. Cierra los ojos y solo quiere acariciar mansamente su cuerpo hasta que amanezca. Decirle te quiero, te quiero, amor. Besarle los ojos cerrados y sus pestañas marrones, su cuello nacarado y pecoso, sus pezones distendidos, su escápula derecha, firme, sus cúbitos, empuñaduras generosas, la desmesura prominente de su cresta iliaca, lo que fuera pero que fuera de ella, ¡masajear su calcáneo, cualquiera, o los metacarpos de la mano izquierda! Y estar con ella siempre, dormir con ella siempre, también estando despiertos. Decirle te amo, te amo, amor. Y enredarse los pies 192
bajo las sábanas y esperar abrazados el alba, para dormir abrazados, para saber que amanecieron abrazados. Volver con ella. Volver a tocarla. Es su único deseo. Está solo consumido en la tristeza. Y no poder cerrar el pensamiento como se cierran los ojos, pensar, el pensamiento como una máquina infatigable, escariadora, un escándalo, una batahola de palabras imparables. ¿Por qué ella no querrá volver, por qué no habrá querido continuar, crecer, ahondar? ¿Cuál será la verdadera razón? Necesitar una verdadera razón. Su único deseo. Único. Ella. Diana. Diana imposible, quimérica, Diana que mata una vez que la has visto desnuda, la misma Diana que convierte a Acteón en ciervo para que lo cacen y devoren sus propios perros; Diana que te envía de presa para los perros del mundo, para que el mundo te devore, sin que ya nadie te reconozca, ni tus amigos, ni tu familia, ni siquiera, como a Ulises, tu propio perro, nadie, te deja sin nadie, te envía al mundo, de vuelta, solo, absolutamente solo y diferente, porque te cambia, te cambia al echarte, te exilia de toda posibilidad de belleza, de encontrar otra vez la belleza, y te transforma para que nadie te reconozca, para que te maten los perros, todos los perros del mundo. Acteón consumido en tristeza. Diana cazadora severa. Diana virgen cazadora. Diana voluptuosa asesina. Voluptuosa. Egoísta. Inhumana. Diana idéntica siempre a sí misma. Solo un deseo. Uno solo. Un deseo. Volver a ver a Diana. Diana. Una palabra: Diana. Su único deseo. Y literalmente debe repetírselo una y otra vez. ¡Pero nadie puede volver a ver a Diana! Porque si la viste una vez esa fue tu única y tu última vez, porque después ella te manda matar, te echa a los perros, a todos los perros del mundo... Diana, cuando la encontrás, te deja que la mirés desnuda, y mientras tanto delinea una sonrisa, confundiéndote sibaríticamente: sabe que tu deleite morirá pronto, que será devorado por los perros, sabe que te perseguirá la muerte por haberte atrevido a verla desnuda, más que desnuda, y esa muerte prematura no permitirá siquiera que se lo digás a nadie, no habrá tiempo, porque nunca alcanza el tiempo, porque haberla visto sucedió fuera del tiempo, creés que la viste pero no ha pasado el tiempo, y luego corrés desesperado huyendo de esas fieras que te pisan los talones y le gritás al mundo lo que viste, pero el mundo está lejos y no escucha, y repetís lo mismo una y otra vez de mil formas distintas pero nadie escucha, y aun si te escucharan ni así comprenderían, porque ya no corrés como persona, saltás como ciervo y hacés ruidos de ciervo y huís como ciervo de los perros, de todos los perros del mundo, y esos ruidos y esos 193
saltos parecen los mismos pero no lo son y entonces solo otro ciervo reconocería las inflexiones y los sentidos; nada, ya es tarde, ¿dónde están los otros ciervos? Y te alcanza, ya te alcanza la muerte y no te dio tiempo de decir nada, porque nunca da tiempo. Los perros que protegen la inviolabilidad de la belleza devorándola te devoran. A Diana solo se la puede ver ni una vez. Y, luego, literalmente hay que sufrir la agonía que provoca su malicia. Porque uno no muere, claro, todo esto es simbólico, pero la muerte simbólica es la peor de las muertes porque en la realidad no es muerte sino agonía interminable. La muerte no es nada, pero estar a punto de morir… Es su único deseo. Único. Literalmente el único, repetido hasta el agotamiento que no llega. Agotamiento. Agotamiento. Agonía. Diana, decir lo mismo mil veces, mil veces, esa Diana a quien solo se ve una vez, solo una vez ni una vez. Agotamiento. ¡Ni siquiera una! Mientras cree uno estar viéndola ya está siendo destripado, trasmutado, y ella misma mientras se la ve ya está dejando de ser ella, ya, mientras se la ve, se está cubriendo, siempre desnuda se ha estado cubriendo siempre y uno la ve cuando ya uno no es uno sino un ciervo a quien devoran todos los perros del mundo. Esta obsesión solo puede conducir al fondo de la tristeza, lo sabe y poco le importa, a la tristeza más hiperbólica de todas las tristezas. Y repetir literalmente lo mismo, otra vez, solo una vez, una más, también él como un perro hambriento en descampado: está solo, consumido, es la tristeza.
¿Por qué no podía sencillamente sobrepasar este afecto único? ¿Había nada más una causa clínica? ¿Por qué no podía superar ese letargo o esa manía de redundar, regodeándome lastimeramente en una única evidencia, o lo que para mí era evidente: aquella obsesión dolorosa que no me dejaba dormir ni pensar ni entablar nuevos juegos con el mundo? 194
¿Es que en realidad era un único afecto? ¿No era, más bien, ese afecto la excusa casi perfecta para que, desde un rincón de mi habitación, me sintiera autorizado a no tener que salir de un rincón de mi habitación? ¿La belleza se encuentra realmente en el mundo, puesta delante como un paisaje o un rostro, o puede uno crearla o recrearla en cualquier rincón? En los asuntos de la psicología humana no hay nada simple. Creo que esperaba a que algo o alguien me despedazara definitivamente. Intuía, tal vez, que solo así podría liberarme de mí.
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___________________ 20 de septiembre de 1999
DURANTE
AÑOS HE PRESENCIADO CÓMO MULTITUDES DE MIS COETÁNEOS
“AMOR” COMO DEL CÁNCER. Pero no es que ya no amen, que de la vieja dicotomía amor/sexo hayan elegido el sexo-en-estadobruto, olvidando el amor. Si fuera un asunto lingüístico, que simplemente no quieren usar la palabra “amor” o la palabra “enamorarse”, lo comprendería y secundaría sin chistar: el uso acrítico de términos como esos arrastra una cola de clichés y cursilerías que da miedo. Pero el problema es que el asunto no es lingüístico sino “de realidad” (pongamos entre paréntesis, por un rato, la cuestión de cuánto de la realidad es un asunto lingüístico): creo que les da miedo hablar de amor porque les da miedo amar; aunque eso no cambia el hecho de que ese sea el más penetrante deseo de la mayoría. Por eso piensan, por ejemplo, que un intelectual o un artista no debe hablar de amor, sino solo de cosas más serias, la globalización del neoliberalismo, la explotación de las mujeres o los niños, la catástrofe ambiental o la inerradicable corrupción política de nuestros países, qué sé yo, de cualquier cosa menos del amor, que eso queda para las telenovelas y la gente tonta. Con lo cual no se dan cuenta de la pésima jugada que le hacen al amor: al desentenderse de él por completo y relegarlo al océano HUYEN DE LA PALABRA
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telenovelístico, lo condenan en efecto a ser eso que le criticaban: una cola de clichés y cursilerías. Específicamente, creo que lo más temido es enfrentarse uno por sí mismo a los estereotipos sobre el amor: o ser increíblemente frágil y simplemente seguir los modelos más caducos, aburridos, monógamos y heterosexuales y patriarcales; o bien ser una gran “rebelde” y “amarse” con cuántas personas se le antojen a uno. E incluso muchos que no caen en ninguno de esos extremos creen igualmente que amar —y peor, reconocerlo— es una especie de pecado laico. Amar es retrógrado, dicen, conservador, reaccionario, irracional, espinoso, improductivo, agotador, inaguantable y vergonzoso. Amar es cursi. Pero me parece que de la procesión de hipócritas que reniegan del amor, la mayoría ama o quiere amar; o al menos quiere ser amada. Y en nada cambia eso el hecho de que nunca usen esa palabra ni ninguna de sus variantes cercanas o lejanas. A mí, por ejemplo, me ha tocado descubrir a los más sediciosos jovencitos diciéndole al oído a su pareja, de reojo, a regañadientes, viendo que nadie vea ni escuche y ni siquiera sospeche, diciéndole, digo, por debajo de todas las apariencias underground o hardcore o como se diga ahora, diciéndole, digo —¡ay, pero cómo cuesta!— diciéndole, entonces… mi amorcito, te amo. ¡Y se los ve inmediatamente poniéndose colorados y bajando la cabeza como diciendo no fui yo quien dijo eso, no, no fui yo pero es cierto; y le piden al dios en quien no creen que por favor nadie se haya dado cuenta, y ojalá, ojalá ni siquiera el otro, que piense que lo imaginó, que fue una fantasía telepática! Y lo más asombroso todavía es que el otro —tal vez todavía más nihilista y apático que el primero, a todas luces más zafio y más paria— pone cara de pan de azúcar y baja igualmente la mirada y contesta, con el dolor de reconocer que no somos lo que somos: yo también te amo, piojito. ¡Joder! ¿Y entonces? Pues nada, después del descalabro momentáneo, joder, “joder” de verdad, a la española, como si no se amara, para mantener las apariencias, cogerse a la pareja con pedregosa indiferencia, actuando como titanes del porno, o abrirle las piernas con fingido gusto a cualquier conocido del cónyuge o novio o compañero para hacerle creer que haber dicho “te amo” solo fue un desliz infantil irrepetible para siempre jamás amén. Y todo para luego mirarse con idéntico odio y con esos gestos mudos que inconfundiblemente no pueden significar otra cosa que amor perdido y trágico y romeojulietesco hasta que la muerte o la estupidez los separe. 196
Quizá es justo eso lo que no decimos nunca con todo lo que decimos, lo que no nos enseñan nunca en todo lo que nos enseñan, lo que no leemos nunca aunque pasemos leyendo la vida entera: que el ser humano es una secreta necesidad de amar, una consciencia traumática y avergonzada de las posibilidades del amor, o, dicho en negativo, de la posibilidad de amarnos en lugar de depredarnos unos a otros. Por otro lado, es innegable que en nuestra época de intensísima esquizofrenia sexual, el amor jamás venderá tanto como el sexo; porque es una cuestión de negocios, como todo. Tómese como ejemplo este mismo ensayo de novela que planeo hacer o que ya estoy improvisando aquí en estos cuadernos. Si eventualmente los convirtiera en libro, esto tendría sin duda mucho más probabilidad de ser considerado como un esfuerzo serio de escribir a tono con los tiempos —y de escribir literatura— si hablara intensivamente de festines orgiásticos con sesiones de extática consunción de elixires farmacológicos, y si incluyera, quizá, algún asesinato morboso o al menos el morboso deseo de asesinar a alguien o de asesinar en serie, por decir algo; o bien un trasfondo sociológico que denunciara alguna de las maneras vigentes de explotación; o casi cualquier cosa menos esto: un conjunto de reflexiones seriadas sobre el amor y el desamor... Aunque dejando aparte, por ahora, el resentimiento, es igualmente cierto, curiosamente, que también está de moda el amor en sus versiones más cursis. Y quizá sea que el amor solo puede ponerse de moda cuando es cursi, pues de otro modo nada de moda ni nada de nada, es decir, nada de dinero, que es lo importante... La idea ha de traer ya sus añitos. Pensemos si no en cuánto se quejaba ya de todo esto H. B. Stendhal en su ancestral siglo XIX (cf. p. ej. Rojo y negro). Hoy, con una carga de varios cientos de años, ¿cómo no tener todos algo de cursi recorriéndonos las venas? Digo, para ser lógicos, si hoy lo cursi se ha puesto de moda, y la moda es estar a la moda, pues claro que aunque no queramos todos tendremos algo de cursis. Y no hay que angustiarse, porque no es cuestión de ser cretinos —aunque se da el caso en que todo lo cursi de alguien es autogestionado— sino simplemente una cuestión atmosférica: ¿hay que respirar, o no? Claro que nadie quiere reconocerlo abiertamente, pues eso es como defecar: todos lo hacemos pero nadie quiere que se le recuerde públicamente... Y no estoy defendiendo lo cursi, ni más faltaba, y en realidad no estoy defendiendo nada, únicamente hago hincapié en que ciertamente los 197
discursos sobre el amor pueden ser ideológicos, propagandísticos, conservadores, represores, mercantiles, cursis y asquerosamente cursis, basura, al fin y al cabo y ciertamente; pero el hincapié está realmente en que esos, a mi pobre juicio, no son discursos del amor. ¿Por qué? Fácil: porque amor no habla, así, tal cual. El problema salta entonces a la vista: quienes reniegan del amor reproducen, sin notarlo, la moda del amor. Porque al tratar a toda costa de no ser cursis terminan siendo más cursis todavía, simplemente porque se han creído que el amor publicitario es verdaderamente el amor, y ese es el que rechazan, y no, pues, porque quieran amar de otra manera sino, los bestias, porque no quieren amar del todo, gracias a haberse creído el cuento de que ese adefesio del amor es el amor. En dos platos: creen que el amor cursi de moda es verdaderamente el amor, el único amor posible, y entonces renuncian al amor en general o en otras versiones. Pues a mí esa renuncia me parece más cursi todavía porque invierte, simplemente, un mandato de moda por su contrario, lo cual le viene perfectamente bien a la moda —que solo se interesa por hacer más billete— pues al otro lado lo que hay es un desenfreno gomorresco inimaginable, con sus parafernalias y centros de producción y distribución y mayoristas y monopolistas y cientos de miles de millones de dolaritos eyaculados y penetrados por aquí y por allá, toda una industria multibillonaria dedicada a usufructuar gracias a la doblez moral de la silente mayoría... En resumen, el resultado es que coinciden hoy, como los dos lados de un mismo billete, un puritanismo retrógrado y ridículo y un libertinaje tediosamente maquinal. Y el tercer plato del extremista menú anterior —por supuesto, excluido— es que casi nadie se atreve —porque a casi nadie se le ocurre siquiera— a explorar lo que hay en medio de aquellos extremos igualmente insulsos, es decir, no un lado del billete ni el otro lado del billete, sino su borde casi imposible, el entredós de su tejido, el desborde, más bien, de sus fronteras económicas... (...y encima esto de estar obligados a pasar todo por el filtro del habla... también el amor... y llegar entonces a creer que nadie ama ni debería hacerlo porque nadie tiene idea de cómo diablos hablar de amor sin que el resultado sea el amor gazmoño y gritón de las telenovelas ni el derroche eyaculatorio sobre cientos y cientos de idénticos bustos silicónicos... y no encontrar ni por asomo 198
esa manera laberíntica y lúcida a la vez en que tendremos que aprender a hablarnos y relacionarnos para no poder ser recluidos ni en este lado del billete ni en el otro lado del billete, es decir, en ninguna parte del círculo monetario que forman los dos lados idénticos y contrarios del billete... y delirar, entonces, ni modo, como anticipación o más bien invocación siempre improvisada de ese otro tiempo necesario que rompería —sin huir— de todo círculo y toda moda y toda la necedad de ser algo o alguien públicamente; y encima tener que sobrecargar palabras sobre palabras como si estuviera uno estibando verdades desordenadamente o solo desórdenes de verdad…) ¿Y hablo yo del amor? ¿Sabría hacerlo? ¿Lo hacía ella, conmigo? ¿Cómo saberlo? Tal vez solo me lo diga el tiempo, cuando al final de todas las palabras dichas y escuchadas tope con la muerte, el único silencio definitivo. Mientras tanto —y quizá sin alternativa— empiezo por aceptar que la desgracia ecuménica de este teatro de marionetas es que por ahora, todavía, como siempre, todos somos esclavos, es decir, inmaduros. Porque es cierto que la humanidad, el mamífero sapiens sapiens, ha evolucionado hace cientos de miles de años para distinguirse de sus primos primates y demás salvajes depredadores; pero en tiempo real, es decir, no humano sino geológico o universal, solo han pasado pocos meses, a lo sumo unos pocos años, y por eso en cuanto especie la humanidad sigue en estadio infantil —o, siendo optimistas, adolescente— y por eso, como bien decía el filósofo bigotón, estamos aún más cerca del mono que del transhumano que debemos llegar a ser cuando nos atrevamos a madurar.
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Lo que hay detrás de todo esto no está tan mal, ¡pero lo que menos entiendo es por qué mierdas no podía escribir sin estar de regañón! ¡Es increíble la amargura que puede llegar a cargar uno consigo!
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__________________ 22 de diciembre de 1999 Solo queda el desierto. Un ondulado desierto. F. GARCÍA LORCA
INTENTO IMAGINAR A QUIENES LEERÍAN ESTE TEXTO. Yo mismo dentro de unos años. ¿Qué podremos pensar? Es imprevisible. Nunca se sabe el camino que seguiría un texto lanzado a ese mar de voces sobre el que flotamos a la deriva: voces que nos acosan o nos ignoran. Por supuesto, también es posible que estos textos nunca lleguen a tener un solo lector… No sé para qué continúo con estos cuadernos solipsistas... Incluso se ha agotado ya su perfil terapéutico. Es cierto que sueño con ser escritor, y bueno, lo soy, si es que uno lo es aunque no haya publicado nada y simplemente por escribir cuadernos onanistas o recursivos, sin buscar —gracias a la narración de historias de las que nadie sea dueño— a otros que me lean y me aprueben y por eso mismo certifiquen que soy, de hecho, escritor… Si creyera en las confesiones duras y puras, diría que al principio todo esto fue un simple apetito de venganza y que, últimamente, solo es inercia. Porque, ¿aliviarme de algo que me tortura, aquel rostro de mujer o cualquier rostro? Ya no, ya ni siquiera duele. Incluso el dolor se desvanece, como el tiempo, como el deseo… Y después solo queda el desierto, o el papel, prístino, renovado. ¿Y cómo nombrar ahora eso que me torturaba? ¿Es que un nombre lo aniquilaría del todo? Primero fue un rostro muy bien definido, un cuerpo ausente cuya falta me enloquecía más que su presencia. Ahora, ya no lo sé. Parece más bien una abstracción, el rostro ha devenido mundo intangible, historia, cultura, elucubraciones, en todo caso el distanciamiento de lo que era para mí más concreto o más cotidiano... Y allí percibo la posibilidad de una traición, pues pensé que tal vez esa transformación de rostro en mundo sería lo único que me aliviaría: 200
descansar de una obsesión convirtiéndola en paisaje difuso; pero ya ni siquiera estoy seguro de qué es de ella, qué es del mundo, incluso qué es mío, porque es muy probable que todo esto no sea sino la paciente manufactura de una máscara diseñada para encubrir cualquier posibilidad de realidad, o la necesidad de enfrentar la realidad. Al menos ya sé —o ya he aprendido— que ni siquiera el olvido cura, ni el tiempo, como dicen. Y sin embargo, en el fondo del dolor he descubierto la ternura, como una flor exótica arraigada en el fondo de un barranco. Y la ternura es un premio o un triunfo que solo comprenden quienes han atravesado la angustia del mundo, su paulatino afeamiento, y están ya aquí, después del mundo... Aquí, la amistad y el amor confunden sus gestos y todo parece un desolado universo de seres ensimismados que, sin embargo, son los únicos que cuando están frente a otro pueden comprender y trascender los antifaces sobre los rostros y penetrar sin brutalidad en ese reino indescriptible donde la tristeza y la alegría no son afectos contrarios. Ciertamente, a estas criaturas cada vez les cuesta más encontrarse: el mundo entero las separa y vagan por la tierra como fieras hambrientas; pero la suya es un hambre de sosiego y de silencio; imagino sus noches amarillas como arena, onduladas y suaves como cuerpos relajados; imagino sus manos recorriendo por horas una cintura, mirando los mismos ojos sin un solo signo de premura. Escuchan cada susurro, se detienen en cada gesto, y perciben los más mínimos rastros de sensibilidad incluso allí donde ya no parece haberlos. La gente que se detiene a mirar se enamora de estos seres atípicos simplemente porque sus ojos son como cuchillos, y sus manos como motas de algodón traídas por el viento. Esos cuchillos cortan y abren, pero solo para dejar en libertad lo que estaba retenido. Provocan llanto, pero un llanto que alivia.
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Lo que no me deja de asombrar es cómo usaba la escritura para deambular por ideas aparentemente inconexas. Aunque creo que no era más que un vicio: escribir —la necesidad casi mecánica de llenar páginas de un cuaderno— era lo único, en aquellos años de depresión, de aprendizaje y de soledad, que me daba equilibrio o que me hacía sentir que tenía algo por hacer además de respirar; y era una especie de deber, el único que consideraba inviolable, porque era un deber conmigo mismo, autoimpuesto. Ni mi vida ni la historia actual del mundo parecían ofrecerme mejores alternativas. No me daba cuenta aún de que la escritura debe ser también parte del mundo, de las relaciones y los esfuerzos humanos —morales, cognitivos, lúdicos— y no una manera más de huir del mundo y de las personas, por más malhadadas que sean... ¿Que si era escritor entonces, que si lo soy ahora? No lo sé, y ya no me parece importante saberlo; solo sé que si ahora, recientemente, he vuelto a escribir —y no, espero haberlo logrado ya, de esta manera amarga, solipsista y recargada—, no ha sido para “librarme de mí”, ni por “venganza” ni por nada, digamos, así de pesado. Imagino que una experiencia similar le ha sucedido a todos los que, de muy jóvenes, quisieron escribir. Pero que le pase a todos no afecta en nada que me haya debido pasar también a mí, y cómo me pasó: era necesario que yo tuviese la mía, y que superara la mía y no la de “todos”.
__________________ 23 de diciembre de 1999
CADA FRASE ENCIERRA UNA LARGA HISTORIA QUE DESCONOCEMOS. Cada frase podría dar inicio a otra historia. Y quizá todas estén relacionadas. ¿Quién no podría encontrar aquí algo que le pertenezca? Pero todo se va, hasta el aliento. Los vínculos entre las frases son como saltos o viajes en el tiempo; es la realidad, supongo, mirada entre la fibra del tiempo… las palabras pueden ser hermosas o sabias por sí mismas, casi por sí mismas, en pequeñas frases aisladas o, más bien, perdidas en un mar laberíntico 202
de palabras interminables, repetidas, desatinadas, atropellantes… de pronto, como si surgiera de sí misma, emerge una combinación luminosa de palabras entre millones de palabras baladíes… una sola mirada o un solo corazón pueden hacer la diferencia entre un millón de cuerpos demoníacos… Alguien ha dicho que solo con la mentira literaria podemos expresar la verdad de los afectos; que no es posible expresar directamente, tal como los experimentamos, esos afectos; que intentarlo más bien entraña distanciarnos de lo más concreto que tenemos, la única verdad, indescifrable, esto de todos los días, sin pausa, sin orden, el desorden del cuerpo que espera activamente la muerte sin saber siquiera qué es exactamente lo que siente. Quizá sea cierto... O quizá solo sea un engaño más con el que pretendemos salvarnos o, peor aún, justificarnos. Quizá la verdad literaria sea que la literatura no puede evitar mentir sobre los afectos; al menos sobre los afectos necesarios; quizá sea eso mismo la literatura: esa mentira moderna, demasiado moderna, esa necesidad de mentirnos para hacernos creer que el paraíso es posible, o, al revés, que este mundo es vivible o que avanza indefectiblemente hacia la utopía… Escribir, pues, a diario, tal como lleguen, esos afectos arremolinados, este tiempo de tiempos sin pausa, esta brutalidad de mundo que no me deja otra opción que pensar hacia el vacío... ¿Qué podría hacer en lugar de pensar, ovillado entre las sábanas? ¿Ser normal, salir a “trabajar”? No podemos vivir varias veces nuestra vida, haciendo algunas cosas distintas, para elegir luego definitivamente la opción que más nos haya gustado. Algunos creen que es justamente ese el problema que resuelve la literatura: la novela, por ejemplo, sería un universo cerrado donde pretendemos curar la injusticia de tener que vivir la vida como un ensayo donde muy pocas cosas se pueden corregir. La literatura sería como una vida dentro de la vida, algo que corrige y completa la vida. No creo que eso sea cierto… ¿Escribir entonces poemas, cuentos, diarios, ensayos, tratados de ontología? Es lo mismo, es igual. Cada quien elige su manera y todas son distintas y paralelas y, a pesar de serlo, todas se cruzan en el infinito del habla, en un punto que estalla y se contrae, que estalla y se contrae como un gran corazón que aunque todos muramos no puede morir...
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De una rara manera, todos los estilos disímiles son, en cierto “punto” del tiempo, ajenos al tiempo, y por eso a la vez idénticos: una sola melancolía, la humanidad, el don/castigo no solicitado de ser capaces de hablar y recordar... ¿Que adónde vamos? ¿Qué más da si lo pensamos con versos u observaciones filosóficas o ensayos científicos o novelones interminables? En el punto intangible de la identidad, las diferencias más obvias se pliegan y repliegan sobre la misma ansia: la justicia, los rostros serenos, la paz. Entonces se puede hacer con la escritura lo que hacemos con el televisor: zapping, escritura zapping, porque lo fundamental, sin suelo ni fondo ni certeza, es que vamos juntos y que ese es el único hecho inevitable de compartir una misma tierra. ¿Por qué se cuentan historias? ¿Y por qué algunos prefieren escribir diarios? Hoy se escriben y se publican millones de historias. Hay, hoy, sin duda alguna, más historias que nunca. Historias eróticas, policiales y políticas, tragicómicas y sensibleras, de denuncia, historias reales e historias ficticias e historias e incluso ficciones reales (Cf. J. Cercas)... Y todas son historias dentro de la misma historia; y es cierto que entretienen y que nos hacen olvidar la tristeza o evadirla por unos momentos y ser capaces de sonreír y de llegar a pensar que vivir tiene sentido a pesar de tanta miseria y tanta explotación, a pesar de la absurdidad y la injusticia de este mundo que solo nosotros hemos creado. ¿Para eso sirve la escritura? ¿Para acercarnos a las cosas y a los otros, para precisar la asfixia hasta dar con las manos que nos aprietan el cuello? A veces no soporto la cobardía de no atreverse a decir las cosas como se piensan, de tener que decirlas desfiguradas, con juegos de palabras. Construir una estructura novelesca para decir, tras quinientos folios, lo mismo que se podría haber dicho en una única frase limpia... Por otra parte, ¿acaso a las “cosas mismas” no las desfigura ya el lenguaje, por sí mismo, solo por ser representación y no presencia, incluso si decimos todo tal como creemos pensarlo? ¿Para qué desfigurarlas doblemente haciéndolas cargar sobre sus frágiles hombros historias épicas o morales o liberadoras o ejemplares? ¿Por qué creer que pueden ser algo más que un juego? ¿Es que lo son, verdaderamente? ¿Cuál sería mi frase limpia, esa que resumiría de un tirón mis quinientos folios? 204
Incluso los más jóvenes, que no podrían contar lo que no han vivido, se dan a la tarea de inventar historias; pero muy pocos, aun cuando son ingeniosos, saben contarlas sin dejar entrever su falta de experiencia, de experiencia no en contar historias sino en vivir... su falta por no haber experimentado sus historias... Son incapaces de fingir la realidad y, por eso, sus ficciones se sienten siempre acartonadas; y seguramente se debe a que tienen demasiada prisa por vivirlas (aunque siempre es posible que su prisa se deba al deseo de que los enaltezca la crítica). Los viejos, en cambio, ya no tienen prisa, y por eso siempre son más sabias sus historias, o más reales o menos fingidas. ¿Es que la sabiduría yace del lado de la realidad y del sosiego, y el ingenio del lado de la imaginación y la prisa? Quisiera que el mundo ya no fuera mi enemigo, allí delante, duro e impenetrable; y quisiera poder mirar las cosas tal como son, es decir, como mira el ciervo al león que se alista a devorarlo. Todo se desvanece, es cierto, y al final solo queda el desierto; pero todavía tenemos derecho a soñar. Mi sueño es dejar de ser miembro de una especie adolescente.
[5:38 p.m.]
__________________ 02 de diciembre de 1999
LOS BESOS DE LA AGONÍA SON TAN AMBIGUOS COMO LA VIDA. Su lengua llena de abrasiones llega a veces a desearse, aunque otras veces la repugnancia tiente hacia la perdición última; se aferra uno a su soledad simplemente porque ha olvidado —o en realidad nunca ha sabido—, cómo evitarla sin caer en sucedáneos aún más toscos y frívolos... La vida, tan ensalzada, embadurnando 205
los manuales de autoayuda, los periódicos, junto a cruentos sucesos y hambrunas y desastres naturales, esta vida tan alabada, empecinada, deslumbradora, tan levantada a icono mudo, como si fuera lo más seguro y lo más fácil del mundo. Pero nada hay más frágil. Vivir trabajando como hormigas cuando es obvio que no lo somos, con el cansancio a cuestas, cada uno con su singularidad irremediable, con un inventario de frustraciones en el pecho, en los pies exánimes; vivir a sabiendas de que nada es más difícil en la vida que la vida misma, y esta demostración universal y metafísica de levantarse en las mañanas como si el sol fuera un macanazo en el trasero; vivir, simplemente vivir porque matarse es más absurdo todavía... Es un acto desmedido de optimismo suponer que con la muerte todo estará bien. Vivir sin cultivar fanáticamente la ilusión, ese culto perverso con que el progreso ha instaurado su barbarie; vivir, vivir como una flor en el crepúsculo, ante un cielo tendido como una ninfa inaccesible, esa belleza mestiza, hija de dioses y demonios y mitos y desengaños, vivir como una flor al viento, díscola, a punto de ser arrancada y arrastrada por los aires, pero flor hermosa, quizá dueña de una alegre ignorancia de flor, de no saberse flor, de no saber que ese viento es su muerte futura y cierta, y ese cielo solo la cúpula prohibida que ilumina su trágica belleza.
[5:40 p.m.]
___________________ 30 de noviembre de 1999 No existe antítesis del kitsch, ni tampoco una idea opuesta, sino tan solo la realidad. MARGARITA RIVIÈRE
OTRO DÍA CAMINAMOS MUY LENTAMENTE HASTA UNA ANGOSTA CALETA. Era como si algún dios hubiera mordido las rocas: solo una pequeña ensenada rodeada de muros de piedra muy altos. Nos acostamos bajo el sol, desnudos; sentía que algo indistinto nos envolvía. 206
Cuando nos desnudamos sin necesidad de paredes, ¿eso que nos envuelve no es el vértigo de la animalidad? Nos sentimos de nuevo miembros de la tierra. El brillo cegador del cielo; la arena caliente; el agua helada. Y la piel, tibia y pegajosa y el mundo reducido a los labios y el sudor. Caminar esquivando las conchas y entrar en el agua y nadar y flotar sin inhibiciones en ese ardor azul. Sentía que todo lo que nos han enseñado es mentira y que solo esto era la realidad: su cuerpo confundido con la arena, el reflejo del mar en sus ojos, imaginar el sol como una gran bestia generosa. Pero la ilusión debía romperse, como todo lo humano. Para mí, aquel fue un día glorioso. Creo que para ella no significó nada. Mientras estuvimos allí, abstraídos, me entregué tanto al momento que no me di cuenta; pero después, al recordarlo, lo entendí: ella estuvo tensa, dura. Era como un guijarro que se percatara de pronto de sí mismo, demasiado consciente de su dureza, demasiado prudente y asustado. Y el problema —ella me lo confesó días después— era que no podía desprenderse de la imagen que desde fuera se vería de ella. “Pero nadie nos veía”, le dije. Incluso sin nadie no podía evitar preguntarse qué dirían los otros de saberlo, de verla, qué diría ella misma luego, al cerrar los ojos y visualizarse desnuda en la arena con un hombre entre las piernas... “lo que pasa es que mientras están pasando las cosas me veo a mí misma de lejos, y generalmente no me gusta lo que veo…” ¡Buena regla de vida! Actuar en conformidad con la imagen que le han impuesto de sí misma: virginal, inmaculada. Era como si dentro de su cerebro estuvieran los ojos de su padre y de su madre y de todos los mojigatos de la historia. Desgraciada: ¡le daba vergüenza hacer el amor! Y yo no lo entendía. Sentía que el mundo entero estaba viéndola y juzgándola. Fingía entregarse, como si estuviera en el escenario de un teatro lleno a reventar, representando en una obra el papel de puta; y se tenía repulsión. Es más, era como si fuera una puta verdadera y no solo un papel, y era terriblemente peor si se atrevía a disfrutarlo... Era, pues, como si a través de mi sola mirada una caterva de perver-
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sos la viera desnuda y expuesta y tuvieran el poder de exigirle más, siempre por la fuerza. El placer llegaba a anunciarse, pero no hacía más que eso… Intentaré explicarlo desde otra perspectiva. Ella no se gustaba a sí misma al imaginarse desde fuera en un momento de amor. ¿Por qué? Porque para ella era importante dar la imagen de tener todo bajo control, de ser “dueña de sí misma”. Penetrada y poseída por esa multitud de ojos indiscretos, la imagen de sí misma en otros la llevaba ella por dentro, como una suerte de espejo fálico. Y ¿qué hay de malo en perder el control? Ella no lo aceptaba y llegaba incluso a negarse la satisfacción última, la pérdida, justamente, del control sobre sus nervios; eso entrañaría perder el control sobre la imagen de sí misma, y en su mundo tal cosa era inaceptable. ¿Por qué, pues, se negaba el fondo del placer? Porque su imagen, tan arduamente sostenida, se resquebrajaría y ella quedaría enfrentada consigo misma, descubierta, sin el velo que la protege de todas las miradas inquisidoras. Es que quizá solo en las honduras más extáticas podamos atisbar la realidad. Pero nuestra realidad muchas veces es patética y nos acostumbramos tanto a evadirla que no podemos por un solo segundo perder el control sobre la imagen que queremos sostener siempre de nosotros mismos, aun cuando nadie nos mire, pues fracturar esa imagen entraña enfrentar nuestro patetismo. Cierto que en ese extremo se nos desfigura el rostro, los gestos que parecen definirnos se desvanecen en estertores anárquicos y el rostro parece una sábana tensa de pronto liberada... Dejamos de ser quienes somos públicamente y por eso solo allí somos lo que somos. Ella no huía de mí, sino de ese rostro que nunca ha visto en los espejos: huía del rostro que yo veía en su cara. ¿Y por qué, en definitiva, le aterraba su fondo? Se lo pregunté, pero no lo sabía. Quise que perdiera el miedo. Ingenuamente, me creí capaz de arrancarle el miedo. Creí que juntos podíamos romperle la cara al monstruo que la habita. (Así se lo dije una vez, con esa frase desafortunada.) Pero no lo logré en ninguno de los abismos que visitamos: una playa sola y una habitación cerrada.
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“Yo soy esta farsa —parecía gritar con su tirante mudez— y no quiero dejar de serlo”. Ahora sé que es un error pretender desanudar esos nudos. No dudo que ella amara la idea de amarme, la apariencia que dábamos de compartir un gran amor, el retrato que los demás veían al vernos. Pero la imagen enfrentó agónicamente la realidad y la imagen se fracturó como un espejo quebrado. Y no ignoro que estoy comportándome como un juez injusto. Porque también es probable que esté totalmente equivocado. Porque ella no fue siempre así. De un día a otro algo la hizo temer, algo la indujo a huir de ese fondo; o quizá fue que al principio no sabía lo que encontraría allí y con soltura descendió a esas simas, pero solo para hallar algo monstruoso y entonces, solo entonces, ya no quiso volver a bajar y huyó de mí porque yo insistía en vivir allí la mayor parte del tiempo... En realidad no sé nada con certeza… Excepto que todo esto es una injusticia, ¡que ya estoy harto de juzgarla para tratar de explicarme su partida! Quizá lo único que no le gustó fue mi rostro desdibujado en esos abandonos, mi rostro y no el suyo, su magnífico rostro... O su amor no pudo ir más allá de la nitidez. El mío puede revolcarse en estiércol. Y tal vez estemos los dos en nuestro derecho. Los extremos se parecen siempre, y demasiado, a una única locura. No habría que elegir.
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__________________ 10 de diciembre de 1999 Todas estas páginas se arrastran como témpanos en el espíritu. Perdonad mi libertad absoluta. Me niego a hacer diferencias entre los minutos de mí mismo. No acepto un espíritu programado. Es necesario acabar con el Espíritu y con la literatura… Quisiera hacer un libro que moleste a los hombres, que sea como una puerta abierta y que los lleve hacia donde ellos jamás consentirían llegar, simplemente una puerta abierta enfrentada con la realidad. ANTONIN ARTAUD
NOS SOSTUVIMOS UN AÑO. Yo daba por hecho que nuestra relación perduraría, y como en última instancia es imposible no llegar a la sensiblería con quien se ama, se lo decía, le decía que la amaba para siempre; y otras veces, sin decir nada, la miraba en silencio tratando de hacérselo notar. “Es que vos no entendés”, le decía, y ella sonreía como si su sonrisa llegara poco a poco desde muy lejos. Durante ese año ella nunca me escribió una carta, ninguna línea suelta en una servilleta, nada. Pero unos pocos días antes de irse para siempre me dio una tarjeta. La ilustraba un niño que sostenía un ramo de rosas. En esa fotografía, todo, menos las rosas, está en blanco y negro; el ramo se desarma en sus pueriles manos y él parece estar nervioso. En su mirada hay una ternura indudable, pero también miedo. Mirándolo, imagino la inseguridad de un niño que no sabe qué hacer con su amor y que quizá ni siquiera entiende lo que siente, y se asusta de sí mismo. No sabe qué pasaría si se dejara ir. Pero aún así ofrece flores. Adentro, ella escribió una única línea: “Te amo, y no quiero perderte”. ¿Por qué escribiría eso si sabía que se marcharía pocos días después? Y la esotérica indiferencia con que se marchó, ¿fue entonces premeditada? ¿Qué sentía realmente? ¿Lo sabía? ¿Se lo habrá preguntado alguna vez? Imagino que, para ella, quedarse hubiera implicado dejar de evadir lo más real de su angustia, es decir la angustia misma, el fondo de su pasado secreto, secretísimo, el temor a que los espejos no reflejasen la reina que había llegado a ser... Lo real es a veces simplemente percatarse del miedo, y no atreverse a salir de la mentira de cada uno: el nombre con que nos reconocen y nos llaman, el rostro idéntico que miran los demás... 210
Lo que decía su tarjeta era: te amo y no quiero perderme. Si se quedaba conmigo se perdía; o anticipaba que yo, seguramente, la perdería. Por ejemplo, una noche, de improviso, expresó compungidamente que no podía seguir. Dijo que necesitaba tiempo para pensar. Dos o tres días después, me llamó por teléfono en un obvio estado de desesperación. Su vida era una mierda, dijo, ya no soportaba su inseguridad, sus complejos, decía sentirse loca, insignificante, no sabía qué quería, no sabía de qué era capaz. No podía tomar ninguna decisión, y sufría. Me preguntó cuál mal padecía. Yo no se lo dije, o no así, al menos, pero hay quien lo llama “ataque de realidad”: descubrir de pronto que hemos vivido una farsa y que, por lo tanto, es posible elegir otra vida, y tener que decidir. Descubrir súbitamente que no estamos siguiendo un guión inviolable... Yo mismo lo sé muy bien porque también yo toda mi vida he vivido como un payaso cualquiera en las manos de un titiritero que jamás he visto, de tan largos que son sus hilos... Y ya ni siquiera me importa si me tildan de cándido por creer en algo así como la realidad... Creer en la realidad es como creer en la verdad, dirá alguno con aire de filósofo. Pero afirmarlo todo o negarlo todo son huidas igualmente metafísicas. Habría que mantenerse en un borde de escepticismo, aun si esa violencia de la incertidumbre, tan parecida al tiempo, a la muerte, sea el miedo mismo de vernos, de confesarnos lo que de verdad creemos pensar y querer. Pero no nos atrevemos y, en cambio, nos vestimos como X y caminamos como Y y hablamos como Z y vamos donde van A y B y C y hacemos lo que hace E y comemos lo que nos manda F y queremos lo que G nos dice que queramos y creemos lo que creen H e I. Obviamente así todo es más sencillo. Y sin embargo, en este abecedario teledirigido, en esas entregas ciegas o lúcidas a los grupos y sectas con las que nos identificamos, y aun si decimos que solo hay apariencias, debiéramos al menos reconocer que no es lo mismo la apariencia de un árbol de bosque primario que la apariencia manufacturada de la supermodelo de moda o de un anuncio de Coca Cola... ¿Pude yo ver más allá de sus trajes de luces? Puedo decir que la vi deshecha, llorando, y supe por qué lloraba, o al menos me interesé en realmente saberlo, y oí lo que no le decía a nadie, y hasta besé las lágrimas de sus mejillas. ¿Es que ella olvidó que nos vimos ahí, brutal211
mente desprotegidos, sin argumentos, sin títulos, sin arte ni ciencia ni doctrinas? El día que me telefoneó, desesperada, con vergüenza y una sinceridad hiriente, a través del teléfono parecía realmente otra. Le dije que se sintiera dichosa, que darse cuenta de todo eso que la pudre por dentro era la única manera de cambiarlo. Pero no pudo soportar que alguien hubiera visto todo eso que ella misma nunca había querido ver. Así que al diablo conmigo, o yo mismo el diablo, es decir, la realidad. La conclusión tenía que ser, para ella, que si yo dejaba de existir, yo que la había visto, ella podía volver a ser quien siempre había sido, olvidando incluso que había deseado no serlo más; pero quedarse conmigo, sabiendo yo todo esto, implicaba tener que enfrentarlo diariamente en mis ojos, saber que yo sabía y que yo también quería que saliera, que viniera, que se atreviera a ser lo que era… Te amo —decía— y no quiero perderte— la vida es un juego de palabras, la fotografía de un niño desconcertado, ofreciendo flores —lloro porque te amo, y mañana me reiré en tu cara —interrupción, salto en el programa, el programador ha de ser un incompetente, o bien un comediante— el juego es la vida de las palabras —no te vayás nunca, me voy yo— las palabras son el juego de la vida —la realidad es un poema recursivo— la vida es el juego de las palabras —mi amor —decía— te quiero— son las palabras las que juegan —todo lo que dijo hoy mañana lo dijo al revés— el juego de las palabras es un juego de palabras —soy tuya, soy tuya— y yo lo digo al revés otra vez para que esté al derecho —el juego de palabras es la vida— su complejidad puntual, sus patrones inexplicables — nunca— esa minúscula palabra —amor— así de simple, estructuralmente simple —desesperantemente simple— una sola palabra —¿no te vas a ir nunca, verdad?— las palabras están vivas —adiós— juegan con nuestras vidas —adiós— son nuestras vidas —somos nosotros— mi vida son dos palabras— vida, amor, estas palabras, juego con tu vida, amor. O quizá ella solo quería salvarse de hombres como yo.
[6:04 p.m.]
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___________________ 23 de septiembre de 1999
¡HARTO DEL INVIERNO! De todo, en realidad, de mí, de las palabras, de mi incapacidad para escribir como se debe. Del cielo grave y la lluvia incesante. Y de mis pasos solos, embalsados. Soy un náufrago exaltado. Y reconocer que solo soy un personaje, solo bajo la lluvia. O un boceto. Y volver: el infierno es recibir crueldad de la persona amada. Ayer se despertaba a mi lado, envolviéndome con leves gemidos y esa tibieza fragante que solo puede brindar un cuerpo con el que se ha dormido. Hoy su mirada me desprecia. Ayer me rogaba que no me fuera nunca. Hoy es ella quien se ha ido. Ahora solo soy un endriago barrenando sus entrañas, su averno inaccesible. Seguiré esperando estoicamente a que algún accidente abra el candado y me libere. [6:06 p.m.]
_______________ 15 de junio de 1999
HAY UN EXTREMO EN EL QUE NINGUNA PALABRA NOS PROTEGE. La soledad es una garganta. El deseo se vuelve una certeza insomne y la voz se convierte en un canto fúnebre, sin importar lo que diga; por ejemplo: me enloquece recordar su aliento. El destino. La muerte: Se conoce en la muerte. 213
Supongo que algunas cosas no pueden decirse sino como ya se han dicho. También al mejor orador lo sorprenderá alguna vez la ineptitud verbal, cuando, por ejemplo, ante su criatura adorada, no pueda más que descubrirse estérilmente boquiabierto; y no sería de extrañar que ahí, degradado de pronto al nivel de un bruto, recurriera brutalmente a las fórmulas retrilladas del amor televisivo o, quizá, de la pasión colegialmente poética. Hay genios, eso es cierto, pero la ingenuidad es creer que ellos sí dicen cosas nuevas. Cuando un verso nos propina una bofetada, o cuando nos mece o nos abriga, ¿es acaso por su novedad? No lo creo. En esos momentos bienaventurados lo nuevo no es el verso, sino cada lector ante sí mismo. Mojándole apenas los labios. El amanecer, ladrón sigiloso, avanza tras las cortinas. Puedo recordarla de frente, de espalda, de perfil, seria, hilarante, vestida, desnuda, semidesnuda, puedo recordarla pánica, inescrutable, susurrante, evasiva, casi mía, prometiéndose, dubitativa, alerta, ovillada, quebrantada, menguada, solícita, tentadora, lejana e imposible, casi suya, febril, gallarda, desecha; y sin embargo su figura es de humo. Su cuerpo flota en un vacío diseminándose inconteniblemente como un efluvio. Amanecí en sus muslos, apretado a su vientre. Ella me abrazaba en duermevela. Es su cuerpo. La inercia en mí de su mirada raramente enternecida. Sus manos frías, metálicas. Y sin embargo la rabia, voluptuosa. Es todo su cuerpo quien me hace hablar hasta el vacío. Callar el fragor que produce su cuerpo. Amanece y ya no puedo ni apenas mojarle los labios. Ahora están frías mis manos. Me acuesto: mi única esperanza es poder soñar.
[6:19 p.m.] 214
_______________ 18 de junio de 1999
¿SERÍA SENSATO DECIR QUE NUNCA AMAMOS EN VANO? El pasado es una humareda. Y el dolor es estrepitoso cuando nada llena el tiempo, cuando vemos al desnudo que somos esto, al fin, tiempo que nos vacía para volver a quedar solo consigo mismo. Y es que para lograrlo tiene el tiempo todo el tiempo del mundo. Evadir recordar es muy distinto de olvidar. Cuando lo hacemos, las realidades evadidas van poco a poco acumulándose y corremos el riesgo de que en algún momento de vulnerabilidad todas juntas nos salten a la cara como una jauría de perros salvajes. Por eso, paradójicamente, solo olvidamos recordando. Evadir el recuerdo es afilarles las garras a los perros, para que en el futuro nos desgarren con mayor contundencia. Quizá sea por eso más sensato vivir el dolor en su más cruda inmediatez… Al menos así me justifico a mí mismo por recordarla durante todo el día, por solo pensar en ella, en la belleza felina de su rostro y en sus labios gruesos. Me convenzo de que solo un exceso de deseo insatisfecho podrá saciarme del dolor y salvarme del deseo insatisfecho. Tal vez a veces sí amemos en vano.
[6:21 p.m.]
_________________ 24 de febrero del 2000
VIVIRLO EN UN ORDEN DADO. Porque se da así. Recordarlo en otro orden, inevitablemente en otro orden. Escribirlo en un orden también diferente. Y acomodarlo, luego, de acuerdo al orden que impongan los afectos del día particular de tales acomodos. Y poder leerlo, finalmente, de infinitas maneras, según rutas siempre imprevistas, como si no viera uno un “mapa de lectura” desde afuera y arriba, sino como cuando uno está ya dentro, horizontalmente dentro y 215
es imposible precisar los límites, la forma, el contorno, y uno se sabe perdido pero no sabe ni puede saber dónde está perdido o cuáles son las fronteras de su pérdida… ¿Me atreveré, pues, a dar una definición de este ensayo diario al que me he entregado? La vida es un laberinto sin centro: siempre gira, por eso, sobre lo mismo: siempre diferente: esa radical carencia de centro. No, no lo definiré.
[6:22 p.m.]
___________________ 24 de septiembre de 1999
MIRARLA EN FOTOS, semidesnuda, remota, inocente de no poder renunciar a su arrogancia, serenamente segura de su belleza. Detrás de una silla, por ejemplo, sentada a horcajadas con el respaldar de frente, sólo unas varillas de hierro forjado y ella sosteniéndose los pechos con las palmas de sus manos, mirando el piso, distante, queriendo sonreír pero sin atreverse a sonreír... Y entonces sentir el arremolinamiento del ansia, la exaltación que vuelve... Sus muslos de marfil, duros como árboles… No puedo, no lo conseguiré, no podría mantener la sobriedad, aún no. Debo volver la mirada… ¡Ya no quiero escribir para librarme de ella! Además, olvidándola, si de hecho pudiera borrarla del todo de mi memoria, solo me empobrecería. ¡Escribiré entonces para librarme de mí! Porque solo en estas palabras es posible disipar como un hálito de fantasma este gravamen terrible que todos cargamos: creernos uno, algo fijo que dura, sensación ponzoñosa que el sufrimiento acrecienta como nada más en el mundo. Porque si en el amor o la alegría nos sentimos otros, livianos, o al menos en 216
otro, aliviados, en el dolor el yo crece y se hincha como un presuntuoso titán: en el dolor, el yo no calla ni un instante... Escribiré entonces no para olvidarla, sino para dejar de ser yo quien no quiere olvidarla. La usaré, pues, a ella, como herramienta para deshacerme de mí, para levantarme para siempre del papel, como si ella fuera la única espátula que podría levantarme a mí y a todo mi dolor posible del papel… Hoy me quito palabras como si fueran alforjas cargadas de piedras. Hablo porque quiero flotar. De todos modos, si antes se purificaba uno con el fuego, hoy quizá nos purifique el ridículo. Me queda la esperanza de que tal vez tras este desnudamiento agónico encontraré finalmente la escritura; es decir, que tal vez este exceso de mí pueda definitivamente callarme, para siempre, de una manera, digamos, histórica, firme, y que sea entonces capaz de escribir dominando mis obsesiones y no obsesivamente dominado por ellas —y en primer lugar, claro, de la obsesión conmigo mismo, ¡ah, me siento como la humanidad, ahora la entiendo compasivamente, obsesionada consigo misma a través de la historia, como si el universo entero estuviera obligado a girar a su alrededor!—
[6:30 p.m.]
___________________ 03 de noviembre de 1999 The mistake is ever to think that to act and to speak is the natural domain of anyone other than a puppet. PHILIP ROTH
SUPONGAMOS QUE EN UN NIVEL SUPERFICIAL LA CONSCIENCIA ESTÉ DOMILa persona A, por ejemplo, no acostumbra poner en duda la veracidad de sus palabras. Sus palabras son las verdades que ella dice de sus cosas y sentimientos, ofreciéndoselas a sus amiNADA POR UNA FE CIEGA EN EL LENGUAJE.
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gos. La persona A dice: ya no quiero a la persona B, y lo cree, porque su conciencia solo respira las palabras que ella misma se oye decir en voz alta. ¿Pero no hay un fondo de silencio que rodea a las palabras, que se hunde en el cuerpo como una raíz en la tierra? Uno fácilmente puede ver un árbol y creer que el árbol es eso que uno ve, olvidando que el árbol también es sus raíces invisibles pero fundamentales. Pero la persona A no puede seguir esa raíz: su vida son las ramas de la planta, sus flores, los frutos suculentos. Todo se decide por lo que ella dice y los demás le responden. —Ya no quiero a B —afirma. —Ya no querés a B —ratifican sus amigos, a coro y como si fueran solo un eco. —Creo que fue un error, ¿no se me ve mejor ahora? —Era un error, se te ve mejor ahora —sus amigos son borregos enamorados de Narcisa. Se entiende que la persona A necesite oír voces constantemente. Anega los celulares de sus amigos, va de visita, invita a familiares a tomar café, o se adhiere al televisor o escucha música que no sea instrumental. La vida de su conciencia es una competencia a muerte contra el silencio que la ronda por doquier como una amenaza de terror. Amistades, parientes, potenciales amantes, talk show hosts, las voces se multiplican para decirle a gritos quién es, qué hacer, qué pensar. Por ejemplo, para decidir si se dejará o no crecer el cabello hace primero una encuesta; para ir a cualquier lugar alguien tiene que darle el visto bueno, es decir, jurarle que es un sitio respetable y que no hay nada de malo en ello... Para la persona A, el mundo es ruido y saber distinguir cuál ruido seguir. Por eso busca con insistencia a sus amigos para hablar siempre lo mismo. A cada uno se lo dice y lo repite otra vez: ya no lo quiero, de verdad, y lo dice cuarenta y siete veces al día y sus amigos lo ratifican como jueces infalibles. ¡Decirlo, decirlo y oírlo repetido para que sea verdad! Aunque la prueba última fue decírselo a la persona B en la cara, mirándola a los ojos. Y lo hizo, en efecto, tras largas sesiones de entrenamiento: luego de repetirlo setecientas ochenta y cuatro veces frente a sus amigos, buscó a la persona B, la miró directo a los ojos, lo dijo y huyó a toda velocidad y así triunfó indubitablemente: ¡es cierto, es cierto, ya no quiere a B! —B, ya no te quiero. La verdad tal vez no te quise nunca y solo fue como una ilusión o algo así. 218
La paradoja de A es a la vez no soportar la soledad y no poder más que amarse a sí misma. Estar sola es como no existir, y saberlo; por eso, para A el infierno sería un espacio mudo: el infierno es el silencio. Y a eso se debe que para salir de tanto infierno cotidiano —el silencio y la soledad amenazan en cualquier recodo imprevisto del día— a veces cae en la desesperación de creer casi cualquier cosa, lo que dice mordazmente fulanito, su amigo del alma, o lo que dicen intransigentemente su madre o su padre; esas voces marcan el camino, al menos las encrucijadas; esas voces dibujan su belleza, solidifican su seguridad, inflaman su autoestima. Y dichosamente cuenta con el dinero suficiente para ser capaz, materialmente, de seguir todos sus consejos y mantenerse ocupada. Sin todas esas voces que conforman su realidad solo la locura sería su camino, su verdad y su vida. Sin esos coros la persona A se disiparía en el aire. La persona B, en cambio, ya no escucha a nadie y no cree siquiera en sus propias palabras, sabe que su voz no puede de ninguna manera vencer la fuerza de los afectos que la arrastran. Calla, escucha, sigue los entresijos de un nivel de consciencia que, contra el tipo A, no está basado en la fe en el lenguaje, sino en sospechar de él. Para B, el infierno es el ruido blanco que acostumbran hacer los otros: el mundo humano dejado a sí mismo. Su camino es el silencio. De modo que el camino de B conduce al infierno de A, y el camino de A conduce al infierno de B: es comprensible que hayan debido separarse… La persona B, al no creer en las palabras del mundo, se ve obligado a inventar las suyas, o, al menos, a no necesitar escucharlas repetidas por otros. Es decir, B no depende de que los otros reconstruyan a diario su identidad. Mientras que A, por su parte, llega a ser para los otros, en un procedimiento milenariamente lógico, A exactamente igual a A, siempre, sin una pizca de diferenciación de día a día, pues de otro modo sus amigos no la reconocerían y sería rechazada. Y serlo, claro, no entrañaría sufrir por una falta de amor, sino por volver al infernal silencio: la persona A sola consigo misma frente al espejo — Narcisa sin eco— y luego el pavor de encontrar en ese infierno al demonio mismo: un monstruo mudo en el espejo. Por eso la persona A enfrentó solo una vez a la persona B, y luego dejó de hablarle, huyendo de ella a como diera lugar. Aquella vez fue un triunfo, es cierto, pudo decirle que no la quería e incluso pudo despreciarla. ¿Pero por qué tras ese triunfo no podía volver a hablarle, por qué no podía siquiera volver a ver a B? Porque con solo mirarla, sin decir nada, sus ojos —los de B— podrían reflejar en un destello su verdadero rostro —el de A— indefenso, y ella no 219
soportaría mirar de nuevo a ese odioso espantajo. Recurre por eso con enfermizo apego al resto del mundo que está de su lado, y esa pertinacia de su voz, coreada en otros, la hace creer que ella es solo lo que dice ser; se oye a sí misma desde fuera, en todos, y así la fábula se hace verdad: esas voces la salvan. En cambio, el silencio de B la mataba, o al menos era una amenaza de muerte. Por eso cuando B callaba, ella huía llena de miedo; y cuando B hablaba, ella convenientemente se distraía: sus palabras no eran la simple repetición o ratificación de las suyas. Es, pues, solo un mito que mientras más se profundiza en la consciencia más se conoce uno a sí mismo. ¿Cuál de estas dos personas se conocía mejor a sí misma, A o B? A es idéntica a A, es el principio mismo de identidad, su fe en las palabras repetidas como letanías construye un yo inalterable, firme y hermético como un castillo. Por eso cuando su imagen sufre alguna alteración, por más nimia que sea, por algún ataque extranjero, A siente que el suelo bajo sus pies se abre y la succiona. De hecho, podríamos resumirlo todo diciendo que A huyó de B porque B le abría el suelo bajo sus pies, trastornándole el yo que tan pacientemente había construido y mantenido para los otros y también por ellos. Y B, con su consciencia incrédula, renegando de la verdad de las palabras, profundiza, es cierto, por debajo de la tierra, del suelo abierto, pero no para conocerse; más bien allí se pierde y se desconoce continuamente. La introspección, en la persona B, no conduce al encuentro de un yo puro, religioso o inmaterial —eso la haría tan crédula como A—, sino que conduce con furor al desvanecimiento de ese soporte supuestamente indestructible: conduce a una trágica liberación del yugo de la identidad. Y, allí, ya no hace falta repetir los suaves balidos multitudinarios que desafinan la música del universo convirtiendo al mundo en ruido, ruido blanco, sucio, ruido de de batalla, algarabía absurda y destemplada. Se entiende así que B considere, como una labor urgente de nuestro tiempo, mostrar la falta de significado —es decir, de “fuerza”, según sus palabras— de ese lenguaje que se atreve a decir como si nada, como si no hubiéramos padecido ya milenios de historia, “yo soy tal y tal”, sin cuestionar más nada, resignados. Yo soy, por ejemplo, esto que dicen mis padres; yo soy esto que dicen mis amigos; yo soy esto que dice mi amante; yo soy esto que dice algún cura con ojos de sátiro; yo soy esto que dicen mis profesores y las instituciones académicas; yo soy esto que digo yo… B se abisma en su silencio y allí flota perdido —con “ternura”, 220
dice— en la sabiduría de atreverse a no ser lo que dicen que somos (porque siempre hay alguien que dice lo que somos...). Y también sabe que ese movimiento puede conducir a la locura. —¿Quienes han callado no son precisamente los locos? ¿No hay un silencio inexpugnable en la locura? Sus palabras no las entendemos porque no son las palabras de alguien que dice yo... Pero ¿hay acaso una manera no loca de no decir yo? —se pregunta B. Y allí, justo allí, según B, se juega el porvenir. Al final, es solo eso lo que la persona B intuye sin poder articularlo, absorto ante el mar y los desiertos, huyendo de todos los ruidos del mundo, huyendo, pues, también de A... Y por eso huir de A es también huir de sí mismo, es decir, de la patética necesidad de decir “yo”, yo, “yo te quiero”, por ejemplo, o “yo te necesito”, o yo me muero... Agoniza, pues, B, queriendo perderse para salvarse, para abrir un mundo, y agoniza así, aislado, sin público, lapidado una y otra vez por la cuantiosidad ampulosa de sus necios intentos, esta infinidad de maneras de pretender el acceso a lo imposible y de poder decirlo sin convertirlo en simplemente posible... Porque ciertamente se puede hablar hacia el silencio, pero nunca alcanzarlo. Me gusta esta alegoría. “A”, diría ahora, es un espécimen solemne de la humanidad narcisista, condenada a morir. B es la humanidad “transhumana”: Narciso sin el ansia o el vicio de mirarse reflejado en el agua, Narciso que convence a los dioses para que revoquen el castigo de Eco, Narciso que corre hacia Eco para escucharla hablar con un habla suya, solo suya, y que la ama así: sin imponerse él mismo sobre ella. ¿Qué ha pasado con A, y qué ha pasado con B? Si el camino de A conducía al infierno de B, y el camino de B conducía al infierno de A, no veo por qué estúpida razón no decidieron entonces inventar y seguir otro camino, uno que no fuera idéntico al de A ni idéntico al de B, ni contradictorio ni excluyente para ninguno, ni simplemente una suma absoluta, imposible, de los dos. Otro, en realidad otro camino. Pero mientras se miraban idiotamente rostro a rostro, ninguno de los dos supo ver en el rostro del otro esa posibilidad. Creyeron que sus posibilidades se reducían a sus diferencias, y que sus diferencias se reducían a una oposición: rostro contra rostro, enemigos diametrales. Por eso cuando cada uno veía el rostro del otro solo veía un reflejo 221
de sí mismo, pero invertido: mi camino es su infierno, mi infierno es su camino. ¡Su relación tendría que haber permanecido abierta, aquí y allá, indecisa siempre, sin ponerse en ninguna parte como se pone el sol —definitivo, certero— sino errante o laberíntica! Tendrían que haber superpuesto sus excluyentes caminos y —sin pretender decidirse por solo uno ni formar solo uno— haber aprendido a estar en varias partes a la vez, provistos de una raíz indiscutible, sí, en trozos, no importa, pero juntos de todos modos, caminando entre las sombras que forjan los propios pasos y que siempre deshacen otros pasos; ir juntos, no importa adónde pero juntos, y a veces no ir sino quedarse en alguna vagancia, alguna confusión súbita y súbitamente gloriosa y no temer perder la unidad ni perder el hilo, sabiendo que de todos modos no hay centro único ni totalidad y entonces empezar desde cualquier sitio dirigiéndonos a N y llegar a otro sitio, a M o L, quizá, o a los dos a la vez y gozar esa pérdida alfabética como se goza de un paisaje nuevo, recién creado o descubierto, aun si esa es la pérdida de uno mismo, o mejor si es esa pérdida, porque entonces sería mutua o multitudinaria y dejaría, por eso mismo y corajudamente, aparecer algo insospechado, radicalmente nuevo, alguna otra situación que uno mismo no haya podido nunca antes prever, algo, pues, imposible de haber imaginado antes porque no podía emerger mientras se aferraba cada uno a su idéntica condición de A o a su difusa y loca condición de B... Pero A y B ya no existen: se renunciaron. O quizá A sigue siendo exactamente igual a A y probablemente B haya realmente enloquecido. Con lo cual la historia debería terminar sin más.
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______________ 20 de abril de 1999
TODOS SIEMPRE QUEREMOS MÁS, aun cuando hacemos lo imposible por demostrar que no queremos nada, o casi nada. Por ejemplo, y para decirlo con un rodeo, hay quienes nos cubrimos de tatuajes pandemónicos y renunciando a la etiqueta de nuestros padres nos pinchamos con aretes las cejas y la lengua y los genitales por motivos de amplificación erógena, independientemente de géneros sexuales y de cualesquiera otras regresiones; otros, en cambio, nos vestimos de golfos y hablamos como golfos y llegamos a creernos golfos y empezamos a meternos en pillerías y proxenetismos y cualquier otra cosa de tales índoles; y bueno, tampoco faltamos los jovencísimos ejecutivos de ventas que devoramos evangélicamente a cualquier variedad de Mandino y todos los volúmenes sobre los hábitos de la gente eficientemente eficiente y millonaria por espontaneidad mercantil; o las féminas ultratradicionales y pretendientes de estos ejecutivitos eficientemente eficientes, crédulas, prosélitas ignoradas que no faltamos jamás a ningún ladies night porque soñamos y sabemos que los ejecutivitos vendrán a rescatarnos de la turba de alienados que nos acosan en los bares a los que nosotras vamos para huir de los alienados; y generalmente a destiempo, algunos nos volvemos a la promiscuidad en estado puro, sin culpa alguna, y otros a una abstinencia igualmente desacralizada; u otros nos pensamos los últimos intelectuales decentes del planeta, aunque otros nos burlamos de todos los intelectuales y los libros de la historia, como si todos los libros y todos los intelectuales fuéramos igualmente indecentes; y todos decimos y quisiéramos creer que no queremos demasiado, aun si no podemos evitar la apertura indiscreta de las pupilas ante la vista de un firme y perfilado billete nuevo; o queremos realmente casi nada: simplemente echarnos por allí a fumar un porro y tragarnos las lenguas adormecidas de nuestros múltiples y simultáneos amantes, o clavar a la pareja con algún pincito en medio de los huevos —¡que se salió te digo, pará, pará!— y con pincho y porro o con corbata y anhelo de clase alta, todos por igual nos quejamos de amores pasados —por haberlos tenido y haberlos perdido— o de amores por los que no hemos pasado pero quisiéramos pasar, y entonces la conclusión, repetida como un salmo por todas las calles y oficinas y aulas, es “nunca más, el amor es una mierda”, “nunca más, el amor es una mierda”; y luego, como un ejército de homologados, marchamos juntos y heroicos hacia la indiferencia 223
más vehemente y pasamos la vida entera defendiéndonos sin saber exactamente de quién; y huimos entonces todavía con mayor ahínco de los discursos con que ciertamente nos han asfixiado y de las prácticas con que medievalmente nos han disciplinado e incluso huimos de los millares de intentos fallidos, como si la inducción fuera certera, aunque quizá demasiado tarde; y lo podemos hacer porque no lo hacemos solos; y por eso el nuevo siglo será recibido por minúsculos ejércitos uniformados, cada grupo con una consigna diferente, ya se ven por allí, deambulando con convencimiento o reuniéndose más bien en estancias decididas por azar, casi, o preconcebidas, a veces, y cada grupo con su propio estilo, dicen, cada uno con una nostalgia inconfesada y una misma meta incierta; bajo el aparente caos del mundo todo estará ordenado, cada rebeldía estará dictaminada, cada grupúsculo mantenido dentro de límites inofensivos; hoy ya se premian de manera encubierta las camaraderías dóciles, las formaciones alternativas y los círculos de minorías que no amenacen jamás con autoexiliarse del invisible castillo que habitamos cual personajes de Kafka; porque cada quien sigue una marcha pero nadie sabe cuándo o por qué ha empezado a marchar; yo mismo no sé con quién voy, desde cuándo, hacia dónde, cuál es mi marcha, mi apuro, cuál es mi causa, quiénes están conmigo; solo sé que sigo una marcha y que soy de algún regimiento, que ya voy, aquí mismo, que alguien me ha ordenado y voy, nada más voy sin saber nada porque no sabemos nada y no sabemos por qué y ya casi olvidamos también que antes nos sabíamos títeres, o creíamos saberlo, o lo intuíamos, al menos, aunque no llegáramos nunca a saber de quién o de qué, y luego, como si nada, descubrimos sin complejas locuacidades que no huíamos del amor ni de la cursilería sino del miedo, y de nosotros mismos, de la necesidad de madurar a golpes para que no se nos viniera este mundo encima como lo ha hecho, de la necesidad de encontrar un nuevo coraje para hacer con ganas lo que nos dé la gana y dejar de seguir a los marchantes, a todos los marchantes que nos dictan incluso nuestras preferencias y retractaciones... ¡Y mientras tanto, incógnitos, en algún rincón están los verdaderos palacios y reyes! ¿Pero adónde lanzar la bomba?
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_________________ 21 de noviembre de 1999
CASI TODOS LOS DÍAS ME DESPIERTO Y ME LEVANTO CON PEREZA. Camino lentamente a la cocina sintiendo en cada paso el envejecimiento de mis huesos: casi siempre algo me duele. Preparo una fuente de frutas y salgo al patiecito sin sombra. En mi silla de bambú, bajo el cielo marino lentamente mastico los trocitos de sandía, banano, mango, fresas, y cierro los ojos y siento la brisa aún fría de la madrugada cubriéndome el rostro como un manto de delgadísimas agujas. Casi siempre, al terminar mi desayuno de vedette, el sol aparece ya sobre la tapia incendiando mi cara, mi cuello entumecido, obligándome a mantener cerrados los ojos en una extraña mezcla de placer y dolor. Con el nuevo calor y ese cielo, y los verdes febriles y las escasas nubecillas, imagino un mar de arena lustrosa e imagino cuerpos esbeltos y desnudos y rostros de verdad felices y el rumor cadencioso de las olas y una brisa fresca y un sol de ardores necesarios y suficientes y todo joven y vital y maravilloso. Me gusta imaginar atmósferas o emociones cuasiabstractas y no situaciones concretas. Me sostengo en ese borde unos minutos, esforzándome por no pensar sino en imágenes pasajeras e inconclusas. Algunas veces llego a sonreír de veras. Y siempre es con decepción que llego a intuir que ya es tarde y con flojera me arrastro hasta el cuarto de baño. La ducha fría deshace el idilio y me prepara para soportar los autobuses malolientes y las calles superpobladas, el cielo ceniciento y el sol apenas adivinado tras las sombras de los edificios, las oficinas estrechas y los jefes amargados e importunos y el trabajo de siempre, y el trabajo de siempre y el trabajo de siempre.
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________________ 09 de enero del 2000 Había sido ella misma la que, con su miedo despavorido a perder el amor de él, lo había destruido todo. MILAN KUNDERA
OTRA VEZ LA MISMA IMAGEN LLEGA CON EL ALBA: su llanto tenaz y equívoco. —Odio ser como soy —confesaba entre los atracones del llanto—, odio vivir como vivo. Era un odio a sí misma que la acometía en oleadas borrascosas e imprevistas. Y su tímida defensa era suscitar en los otros una buena opinión y creerse esa opinión ajena y no la suya. Vivía obsesionada por saber si los demás la querían, y a todos nos exigía demostrárselo de maneras irrebatibles. Había que recordárselo a diario. Y luego, a pesar de tanto esfuerzo, se la veía hecha trizas: sentía y sabía que llegaba a detestarse a sí misma. Despreciaba su casa, su familia, el trato que recibía de sus padres, la incomprensión. Pero a la vez sentía pavor de ser abandonada otra vez. Sin razón aparente, siempre lo creía inaplazable. Y por eso tenía a veces el deseo súbito de cambiar, cambiarlo todo, vivir sola, irse lejos, no depender de nadie, ir donde nadie la conociera, poder querer sin depender de nadie. Pero vivía rodeada de aquel miedo ubicuo, intrigante. —¿Te vas a ir, verdad? Algún día te vas a ir. —No me voy a ir nunca —le contestaba con paciencia. —Sí, algún día te vas a ir, los hombres siempre se van —se detenía dos segundos, suspiraba—, ¿no me vas a esperar, verdad? —insistía, era implacable. Su sordera me sulfuraba. —¿Pero esperar qué, qué? ¿A que cambiés? Sos vos la que más necesita ese cambio, no yo, no me echés a mí la culpa, yo no te estoy presionando a nada. —No vas a poder esperarme y te vas a ir y yo me voy a morir. —No voy a ir a ninguna parte, aquí voy a estar —le repetía otra vez con la paciencia de un santo—. Solo me iría si vos querés que me vaya. Y en el fondo siempre intuí que así sería, que ella me dejaría para demostrarse tres cosas: que su miedo era cierto; que los hombres son imbéciles debi226
do a alguna especie de condena genética, ontológica y universal; y que no era cierto que ella necesitara cambiar. Es que Diana vivía arrebatada por dos evidencias igualmente poderosas: odiaba su estilo de vida y amaba su estilo de vida; y no un día una cosa y al día siguiente la otra, sino las dos a la vez, aunque a veces alguna sí llegaba a tener más fuerza que la otra. Por eso podía llorar sintiéndose cobarde y fracasada — por sentirse esclavizada a una clase y a un estilo de vida que buena parte de sí misma consideraba ridículos y artificiales— y solo unos instantes después reírse en mi cara con el mismo orgullo aristocrático que acababa de despreciar en sí misma hacía tres minutos. Mi tesis, mi conclusión, es que ella me dejó —haciéndome sufrir tanto como pudo— para que yo dejara de recordarle sus propias esquizofrenias, para que mi sola existencia no la enfrentara de nuevo con todo eso que repudiaba de sí misma, aunque no porque yo lo repudiara o se lo dijera, sino porque la sola comparación entre lo que ella era y lo que ella misma sabía que podía ser conmigo la desarmaba. Yo le ponía sobre la mesa las evidencias de que era posible ser eso que ella misma decía querer ser. Pero la otra parte de sí misma solo quería que el mundo entero —incluido, o en primer lugar, el hombre con quien ella compartiera su vida— le demostrara que no, que era imposible, que era solo un capricho suyo, una ilusión, un cuento de hadas históricamente desubicadas, y todo para así poder entregarse enteramente al otro lado de sí misma, al que despreciaba, y para que, al hacerlo único y total, ya no tuviera otra opción más que aceptarlo, liberándose de cualquier culpa sociológica o psicológica, y convirtiendo el desprecio que nace de la comparación con una alternativa en algo no solo necesario sino suficiente, e incluso agradable. Necesitaba, en suma, una manera convincente e irrefutable de resignarse. Lo que me pregunto ahora es si podrá conservar impoluta esa fuerza desmedida, ese totalitarismo que ejerce sobre sí misma, esa voluntad necesaria para negarse durante toda la vida otras voluntades alternativas. ¿Podrá, realmente, nunca bajar la guardia? Sigo pensando que algún día deberá devorarse. Porque finalmente lo logró: aceptó del todo, como un converso, lo que antes repudiaba, y se hundió en su desprecio para poder llegar a amar lo que despreciaba. La libertad, supongo, es el riesgo que nos enferma de miedo, y preferimos la esclavitud que enfrentar ese miedo, su fondo, sus aristas pungentes... Ella me quería, lo sé; pero, como un perro maltratado, aprendió a asociar su llanto conmigo. Por nada del mundo quería perderme a mí —me lo decía 227
con enfermiza insistencia— pero fue justo por ese miedo a perderme y a perderse que todo acabó: no pudo recorrer el tramo que faltaba para llegar a su extremo de dolor, no llegó a descubrir que del fondo del dolor solo se puede salir de un salto. Ahora sé que es prácticamente imposible cambiar por otro, incluso si solo con ese cambio pudiéramos quedarnos con esa persona a quien amamos. Uno cambia por sí mismo o no lo hace. ¿Y puedo culparla por todo esto, por haberse finalmente entregado a la banalidad? Su dolor —o más exactamente, la conversión de su dolor en indiferencia— me provoca una tristeza que aún me mutila. Ella huyó hacia la belleza, hacia la fiesta perpetua, el egoísmo satisfecho, la velocidad sin pausa, la ausencia de duda, la ignorancia del futuro… Su belleza es ahora un manto mirífico que cubrirá para siempre su indecible amargura... Ella, pues, ¿no es más que humana, la humanidad misma huyendo también a la banalidad de la belleza para no enfrentar el horror que ha sido y que es? ¡Y todo para no tener que madurar! Porque, claro, es más sencillo tener dioses y cielos e infiernos que hacernos responsables de todo lo que provocan nuestros propios actos. Análogamente, para Diana fue más fácil entregarse a una totalidad imaginaria que construir cotidianamente la imagen que soñaba ver de sí misma. Pero ya no la culpo de nada. Últimamente, disipado el rencor, más bien se me antoja abrazarla, como a una niña desvalida. ¡Claro que incluso eso sería demasiado viril! Y aunque yo ya no tengo miedo de no serlo, sé que es inevitable arrastrar los residuos de humanidad y de historia como una cola viperina y seguir generando miedos y confusiones por los siglos de los siglos... Porque de nada, o de muy poco, me sirve ahora saber con transparencia que el miedo de mujeres como ella solo es un reflejo defensivo del miedo más natural de los hombres, ese miedo más arraigado y oscuro, primitivo, siempre latente, asilado en un calabozo sin llave, arrinconado pero nunca del todo superado, ese miedo que se traduce no en reflexión o sosiego, ni siquiera en afeites o sensualidades, sino en una brutal violencia, en un empuje obstinado hacia la abstracción, hacia la destrucción, siempre hacia la nada… 228
Curioso, aún hoy pienso que en un cimiento inconfesable, los hombres nos sentimos inferiores, y que acaso hayamos construido la compleja estructura del mundo solo para esconder de nosotros mismos, tras su aparente magnificencia, ese hecho ancestral que nos carcome. Diana tenía razones de sobra para reflejar aquel miedo, y habitarlo, y serlo, ser miedo puro, aunque encubierto por una infinidad de turbias poquedades... Y yo no fui tan hombre como para comprender y aceptar sus razones… Ahora, en este instante o esta línea, solo a vos te escribo, Diana, y te pido, confiando en la intimidad que alguna vez compartimos, que cerrés los ojos como si no hubiera pasado el tiempo y escuchés entre el escándalo del mundo mi voz, diciéndote “te quiero” desde una inmensidad. Te quiero. ¿No debiera la vida ser así de simple? [7:15 p.m.]
_______________ 07 de junio de 1999
LA NOVELA MÁS FINA ES LA PERSEVERANCIA CON QUE EL TIEMPO NOS HIElas noches de insomnio, tiritando de frío; escuchar música sin nadie; no tener ni idea de qué es, de hecho, este tiempo que nos hiere. Siempre una suma incompletable de imágenes... RE EL CUERPO;
Durante mucho tiempo ya, mi problema ha sido no soportar la presencia de su cuerpo. No soportar siquiera verlo y saber que no puedo tocarlo de nuevo. No consigo explicarme este deseo: simplemente la veo y quiero tocarla, abrazarla, desnudarla, morderla, comerme sus pechos como si fueran frutos que la naturaleza hubiera creado solo para mí. No puedo siquiera compartir con ella una habitación llena de gente. No soporto siquiera mirarla de lejos. Oigo su respiración y mi vida se reduce a querer abrirle la boca —necesitarlo— y tragarme su lengua —y depender de quererlo— y poseerla al dejarme poseer por 229
su mirada cuneiforme. ¡Ella es Medusa y Diana: petrifica y mata! ¡Odio su frialdad, su hipocresía, su vanidad! ¡La amo, moriría en su brazos! ¡Es el mundo, todo lo que odio del mundo a veces se me hace irresistible! ¡Y por supuesto también odio mi frialdad, mi hipocresía y mi vanidad! ¡Y mi mundo es hoy nada más la perseverancia con que el tiempo me hiere, las noches de insomnio, escuchar música sin nadie! ¡Diana, su piel, la vanidad! Y tener que aceptarme así, totalizado, enfermo, saber con plena certeza que también necesitaba conocer este amor, la voluptuosidad acelerada del mundo, el mundo entero convergido en sus muslos tirantes, este amor abismal, insondable —¡cómo es que no hay palabras más fuertes que “abismal” o “insondable”!—, este amor de agujero negro, ese agujero negro habitado por una mariposa rosada que al abrir sus alas me enloquece con sus fragantes aleteos...
Estaba simplemente enfermo, no hay otra palabra, ella no soportaba verme y me maltrataba, y yo insistía en ir a lugares donde sabía que la encontraría. ¡Erotomanía masoquista! [7:18 p.m.]
__________________ 14 de diciembre de 1999
HAY UN CARÁCTER FRAUDULENTO EN LOS DÍAS Y LAS NOCHES DE CIUDAD: los motores insaciables, el naranja eléctrico de los horizontes, el ruido del viento partido por los edificios. No hay el abrumador silencio del campo, con sus leves silbidos y las ráfagas olorosas a hierbas y a estiércol; o en las playas, donde el mar, coloso ensombrecido, ruge tan cerca de nuestros cuerpos enralecidos, reventados por el sol y la sal: ya tan poco dispuestos a vivir como criaturas naturales. Pues en esta noche de ciudad yo no me canso de imaginar. Duermo mal. Aunque no es eso, no es imaginar sino planear, sí, no me canso de planear
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escenas y tablados, escenarios, eso, escenarios posibles para mi vida empobrecida… Uso la divagación como balsa. Mi vecina —¿cómo se llama?— es más sabia: ella sale a caminar en las madrugadas, cuando el viento, menos carbonizado, levanta los papeles desechados por el día urbano y los perros lánguidos y abandonados, como los pobres lánguidos y abandonados, comienzan a rebuscar en los caños cualquier basura orgánica, o al menos el rastro de otros perros lánguidos y abandonados; perros sin esperanza, con olfato mecánico, tan pobres como los pobres. Muchas veces he querido acompañar a mi vecina; pero su marido no lo vería bien: digamos que es un poco anticuado. También para ella monto escenarios. Ella es madre de tres hijos, morenos y algo rollizos, más parecidos, creo, a su padre subnormal que a ella: alta, de piernas atléticas y espaldas anchas y robustas, con una elegancia y una firmeza que debieran hacer palidecer de envidia a las esmirriadas jovencitas de mi edad. Desde mi lecho sin sueño puedo verla caminando plácidamente por las aceras vacías, con el cuello de su suéter de lana cubriéndole hasta la barbilla y aún así tiritando, pero gozosamente, porque se siente más viva. El viento despeina atropelladamente su larga cabellera ondulada y ella simplemente se deja aplastar, sonriente, por las estrellas que sobreviven al imperio de la electrificación. Respira hondo, obvia la desmesura de la ciudad y en los revoloteos del aire olvida los ronquidos de su marido, las tareas de mañana y las de ayer y las de siempre. La imagino — aunque sin confesárselo a sí misma— sintiéndose quince años más joven. En ese corto lapso camina por la ciudad y la ciudad está empequeñecida: para mi vecina la noche citadina guarda, aunque poco, algo de la temible impenetrabilidad de las noches verdaderas de la tierra, algo de selva virgen, de mar inexplorado, acaso en el viento cuando atraviesa los árboles en esos diminutos parquecitos que aún no convierten en plazas adoquinadas, o incluso en el viento entrecortado por los edificios. Mientras yo sigo echado en mi habitación, insomne, visionario de grandezas ajenas, con mi cilicio al lado, con mi aguardiente, conmigo y mis ascos, con mi fracaso, a ella la oigo volver a su casa y la imagino sintiéndose infiel y contenta: su transitorio exilio es lo único que le hace soportable el desierto de su cama king. Pero mi vecina no vuelve a su cama, y así demuestra su sensatez: vuelve e inmediatamente la escucho abriendo la ducha. Esto no lo imagino, en efecto puedo escuchar la súbita salida del agua por la ducha. Sin duda, pienso, 231
se desviste despacio, mirándose al espejo, creyéndose sola; muy quedo, desliza sus dedos ásperos por su vientre, que solo por ese instante mágico no tiene ni pliegues ni cicatrices ni kilos de más, toda ella en ese momento exultante y diáfana. Su rostro está todavía helado y el chorro de agua caliente es un abrazo casi carnal; y recuerda, vuelve, se devuelve como los aborígenes a su illo tempore y cierra los ojos bajo los miles de dedos tibios que la acarician derramándose en desorden en esa orgía privada. Con sus manos adormecidas por el frío recorre entero su cuerpo, enjabonándose muy lentamente, deteniéndose aquí y allá, y aquí, así otra vez, más lento, justo allí, se dice, así, así hasta que su cuerpo esté de nuevo regocijado. Como si de verdad tuviera derecho a ser mujer y disfrutarlo. Con los ojos de nuevo cerrados deja caer el agua libremente y, sin moverse, deja que se confunda con el viento que se cuela por su cielo raso, y quizá imagina el aullido de algún lobo tempranero o el despertar de las golondrinas y las loras. No sabe, por supuesto, así de henchida, que al otro lado de su pared estoy yo, insomne y fantasmal, poseído de súcubos y epifanías etílicas, queriéndome acompañado, soñándome también en su baño. Pero ella se quiere sola y se admira sola, y necesita admirarse sola... Y siempre la imagino todavía un poco más... porque no amanece aún... vamos, se dice, le digo, un poco más que aún no despierta tu marido, los niños, tu vida, que no despierta aún, que no despierten nunca. Siempre trato de sugestionarla a través de la pared para que alargue su ducha y el placer prohibido y secreto que me produce imaginarla en su ducha. Tras siglos en vilo la aspersión se ahoga en un silbido de la cañería y ella despierta a la mañana mientras yo me duermo a la mañana. Pero todavía en la bienvenida duermevela la veo secándose perezosamente, con exclusivo cuidado, recorriendo cada pliegue de su cuerpo de madre. Sin peinar, sin maquillar, todavía húmeda y ahora tibia, va a la cocina y prepara el desayuno de sus hijos, que ya deben de estar quejándose de la nueva mañana. Afuera, la ciudad empieza sus respiros enfisémicos y el cielo empieza a desteñirse. Dentro de unos minutos el idilio habrá terminado y los niños correrán a sus aulas estrechas y a sus maestros imbéciles, el viento se vestirá de gris y las calles no verán descanso de motores, los hombres se creerán de nuevo importantes y mientras hablan por sus celulares soñarán con ganarse en la lotería una vejez cinco estrellas. Pero ella, mi vecina heroica, simplemente añorará la noche y su silencio ciego, la hondura de vientre que encuentra en la soledad de su
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cuarto de baño, la paz inestable de las calles vacías y, sobre todo, añorará la forma en que vibraban sus músculos. En estos días la ciudad organiza todo para el engaño y la separación. El fraude del día no es comparable con el fraude noble de las madrugadas, pues al menos éstas dejan espacio a lo humano dentro de sus negros opacos y su olor a cemento y a hule quemado. Pero el día está enteramente atravesado por sutiles máscaras y tejidos veladores. Entre los altos edificios, la sombra es la única evidencia del sol. En el día de ciudad la tierra huye, se esconde, se asusta, y por eso las personas como mi vecina y como yo nos escondemos también en las mañanas en nuestras casas en penumbra y lloramos en soledad, sin necesidad de saber exactamente por qué.
[7:28 p.m.]
________________ 20 de enero del 2000
DESCUBRIMOS LO QUE HARÍA QUE UNA RELACIÓN NO TERMINARA, solo después de que ha terminado. Tal es la paradoja: las personas deberían juntarse por primera vez únicamente después de haber estado juntas. Hoy, por ejemplo, yo creo saber por qué Diana y yo no pudimos seguir juntos; pero hoy no sirve de nada saberlo. Si nos conociéramos hoy, sabiendo lo que ya sabemos del otro, pero sin habernos conocido antes, sin duda todo resultaría mejor. Por supuesto, no bastaría con saberlo, pues también haría falta ceder en muchas cosas y cambiar algunas otras y eso es lo que generalmente no estamos dispuestos a hacer: estamos fijos en nuestra identidad. Y sin embargo es tan frágil esa identidad. Otra aparente paradoja: cambiamos continuamente, pero no nos da la gana cambiar por nadie. Si tan solo se pudiera sentir otra vez la pasión agobiante con la que todo empieza; sentirla tras haber olvidado los rencores y las riñas, pero sin haber realmente olvidado nada de cómo es el otro. Pero las parejas se separan hoy por cualquier nonada; carecen de ese impulso necio hacia adelante que, supo233
nemos, tenían otro tipo de parejas, esa insistencia turbada, quedarse juntos, resolver la vida juntos, ad hoc... ¡Hoy pensamos que el amor podría alguna vez darse sin fricción! Hasta eso queremos que sea fácil. Pero no existe ninguna relación entre las cosas humanas ni inhumanas exenta de fricción. Claro, a la gente común no le interesa la física, solo la apariencia física, que es distinto, aunque casi igual porque también entre esas apariencias hay fricciones, pero diferentes porque se goza no a pesar de ellas sino precisamente por ellas… Salir corriendo a la primera, entonces. El miedo, pero el miedo no es la enfermedad, es solo un síntoma. La enfermedad del miedo es la libertad: para resolver los problemas hay que elegir y arriesgarse. Las soluciones no se encuentran en los libros ni caen del cielo. Y quizá las personas ya no se quieran como antes simplemente porque ahora somos menos libres, a pesar de las apariencias de serlo más. Porque queremos todo ordenado y enmarcado, todo previsto, predeterminado, hasta el amor, y seguramente por eso hay listas minuciosas de regalos de bodas y de invitaciones y serenatas y cuatrocientos veintiocho detallitos de boda y una enmarañada cantidad de complejos protocolos burocráticos y diplomáticos para organizar los más mínimos detalles de cualquier relación amorosa. Que si esto, que si aquello, que si lo demás, sí pero tal vez no, no pero más tarde sí, bueno tal vez mejor no, no sé, sí te quiero pero es solo que... Es obvio que la mejor forma de esclavitud jamás inventada es esclavizar a las personas sin que se den cuenta, haciéndolas creer que son infinitamente libres mientras se las tiene cogidas del pescuezo; y en parte se nos esclaviza complicándonos la existencia mediante el ejemplo de esas series televisivas gringas que son la educación sentimental de todos los jovencitos desde las Filipinas hasta Uruguay, de Helsinki a Johannesburgo. De modo que las personas llegan a tener treinta y ocho parejas al año y ninguna es la indicada: siempre, con todas, “hay fricciones”. ¡Pero qué diablos esperaban! ¿Una máquina de movimiento perpetuo? El amor es un arduo trabajo, en sentido físico, es decir, un asunto energético: hay que invertir trabajo para que las cosas funcionen y se levanten y se sostengan y sigan moviéndose sin abatirse. Es un asunto de potencia, de energía potencial y de cómo conservarla, porque el asunto de aplicarla una vez disponible no es tan complicado, como sabrá, por supuesto, cualquiera que haya estado alguna vez sexualmente activo, como dicen los médicos, qué ingenuos, como si en algún 234
momento no estuviéramos sexualmente activos, aunque sea con la almohada, receptáculo fiel de todo tipo de malos y buenos pensamientos… Y ya sé que me dirán, en un rapto de sabiduría, que amar es darle a otro el arma capaz de destruirnos, y que justamente por eso no habríamos de llegar a esos extremos, sino salir espantados al primer signo de peligro. Tal vez tengan razón, yo no lo sé; aunque creo que justamente por eso sí debemos amar. Saber que el otro tiene esa arma, ver que no la usa, saber que podría usarla, estar en sus manos sabiendo que el otro está en mis manos, ese borde de precipicio, ese juego de espejos letales, juego mutuo, equívoco casi siempre, duelo de pistoleros que se atraen con demencia, ¿no se trata todo justamente de eso, solo de eso, de mantenerse en ese borde de indecisión, sin posarse definitivamente en ninguna plataforma segura? ¿Que según toda norma de racionalidad eso es un error? ¿Y que dado que somos humanos, tenemos que actuar según la razón? ¡Qué diablos! Lo decía tiempo atrás don Miguel de Unamuno: más común es ver razonando a un gato que sonriendo o llorando... Que razonen, pues, las gatos, yo solo quiero ser consciente de ese borde, acercarme a ese borde, señalarlo una y otra vez diciéndole a otro ven, aquí estoy y aquí te doy de mi boca el único trago de agua que me quitaría para siempre la sed, ven y te lo doy para que bebás y decidás vos solo, sin mí, si querés o no guardar un poco para que también yo pueda seguir viviendo.
[7:37 p.m.]
___________________ 20 de diciembre de 1999
NUNCA mos?
SOMOS DE OTRO.
¿Cómo serlo, si no somos siquiera quienes so-
Solo es posible querer. Y volver a querer. [7:38 p.m.] 235
_________________ 26 de noviembre de 1999
RECUERDO PERFECTAMENTE EL DÍA EN QUE LA VI POR ÚLTIMA VEZ. Fue una tarde lluviosa en la que me sentí raramente capaz de quebrarle el pescuezo. Jeans ajustados, negros, y camisa blanca de hombre con los botones superiores abiertos para insinuarle al miserable sus senos soberbios. Porque a pesar de sentirme capaz de romperle el pescuezo, también me sentía miserablemente pusilánime mientras ella reía y faroleaba como un pavo real. Con un soberbio glugluteo me dijo que en los días recientes había sido abordada por un cuantioso cardumen de pirañas de lujo. Esos peces diabólicos, enterados por una cadena noticiosa del bajo mundo chismográfico de que ella acababa de ser liberada de las garras ya inutilizadas de su último amor —es decir un servidor— corrieron famélicos enseñando sus mejores colmillos y haciendo pases depredadores. —Ya estoy saliendo con alguien —me dijo con una sonrisa principesca. Y yo, bestia como de costumbre, a pesar de su explícito desdén, la traté con mi acostumbrada ternura. Incluso —deseo asesino y sufrimiento aparte— improvisé algunos consejos, y ella se rió de mis consejos y de mí y de toda mi ternura, sin dejar, mientras tanto, de pavonear ante mis ojos hambrientos su renovada y briosa voluptuosidad. —Y ya estoy saliendo con alguien —repitió orondamente como si una vez no fuera suficiente para acabar de un solo golpe conmigo. Patitieso, yo solo podía pensar en que no había pasado siquiera una semana desde aquella crisis suya que casi había parecido emergencia médica. ¿Cómo es posible?, pensaba yo, ¿quién diablos es esta impostora, dónde está Diana? Pero era ella en todo su esplendor. Sus enrevesados conflictos psicológicos se habían desvanecido como un humo fétido. —¿Pero qué te pasa? —le pregunté con inocencia. —¿Qué te hace pensar que me pasa algo? Si estoy mejor que nunca. Hace apenas una semana me había intentado decir, entre frenazos de llanto y las asfixias de una aflicción descontrolada, que si no iba pronto a un psicoanalista simplemente tendría que visitarla en el hospital. ¡Y hoy está mejor que nunca! ¡El dinero que haría una compañía farmacéutica con su receta! Tuve el 236
impulso de pedírsela, pero al instante pensé que sin duda sería un esfuerzo inútil intentar sintetizar tales mecanismos… Recordé la infinidad de veces que había yo sorbido a poquitos todo el miedo de sus lágrimas, y no podía comprender quién era esta cabrona. En todo caso, y para acrecentar ese asombro mío que solo después se convertiría radicalmente en desdicha radical, y, supongo, además, para no perder el ritmo que ya traía, se burló de nuevo de mi amor diciéndome que en realidad nunca me había querido y que solo ahora, casualmente, se daba cuenta, y que por eso estaba tan extática. Así lo dijo, tan campante: —Me di cuenta a tiempo de que nunca te había querido. —¿A tiempo? Más bien algo tarde, ¿no te parece? —Ella no respondió. Al borde de una medicinal humillación, y recordando su largo historial de llanto embrutecedor, yo la abracé como siempre, besándole el cuello y la frente como si despidiera un hijo que fuera a la escuela por vez primera, y le dije con el tono más neutral que pude improvisar: —No te conformés con cualquier cosa, vos te merecés algo especial. Ella sonrió por última vez, más engreída que nunca, y con un movimiento a lo Elvis Presley que torturantemente desnudó casi entero uno de sus pechos soberbios, se despidió de mí para siempre y se marchó como si nada, es decir sin nada, es decir sin mí. ¡Aja toro! [7:42 p.m.]
______________ 17 de junio de 1999
ES
TERRIBLE VERSE OBLIGADO A ECHAR RAÍCES EN UNA MEMORIA DE
MIERDA.
El amor hace pausas en el tiempo, es un contrabando de eternidad, y no interesa si es ilusoria o real; por eso el desamor es aterrador: con él volvemos a la lucidez luctuosa del tiempo. 237
Hoy, mi única alegría es el sueño, o más exactamente: la posibilidad del sueño. Paso los días esperando la noche. Diana es un peso muerto en los hombros. Y justo antes de dormir hago inventarios inútiles: P, el ángel adorado, la perfección imposible, prohibida, soñada: un espejismo salvador, un boceto apenas delineado, marginal y fundante. D, la carne arrebatadora, abrasiva, imperfecta y totalmente posible, más deseada aún por estar al alcance de la mano, como una fuente en la cual ahogarse con facilidad... Y luego, claro, algunas otras letras, recordar algunas tan caducas como la pubertad o suponer que en el futuro tendrá que haber otra letra, al menos una más, y desearlo, incluso empezar a desearlo; y quizá también otras palabras y con suerte hasta otra gramática, alguien que no fuese ni ángel ni demonio, justo eso, alguien que no fuese ni perfectamente posible ni imposiblemente perfecto, alguien que deshiciera sin violencia el impulso a dividir todo en dos extremos igualmente hirientes, absurdos, avasalladores... El ego, adolorido hasta el delirio, hace ejercicios desmesurados... Por ejemplos estos mismos ejercicios de escritura... A veces, en lugar de dormir, desfallezco en una fiebre trémula. La piel es un grito mudo que atraviesa la noche. La soledad es un vientre infértil. Somos tiempo que no vuelve. Somos eso fundamentalmente. Y me pregunto mil veces si volveré a conocer el gozo impersonal de rendirme a otro. Y confieso, escribiéndolo aquí, que efectivamente pienso todo esto, que no es una mera ficción ni un experimento, sino una página demasiado real de un libro que me arrastra sin haber pedido mi consentimiento. Todos somos personajes para alguien, y esa ficción que somos para otro es la más rigurosa realidad para uno mismo. Volveré a intentar dormir.
[7: 44 p.m.]
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_________________ 22 de septiembre de 1999
DEMASIADO DESPIERTO, demasiado solo. Quizá solo en sueños seamos realmente parte de un grupo, de alguna comunidad que marchara unida hacia cualquier meta ilusionada. Quizá ese sueño es la vida impersonal del mundo. Un exceso de vigilia nos aísla del resto. ¿Lo único que podría unirme con alguien es lo único que no sé comunicar?
[7:45 p.m.]
___________________ 25 de septiembre de 1999
NO HAGO MÁS QUE GIRAR SOBRE LO MISMO. ¡Complejo de mundo! Preguntarme si hay salida. ¡Complejo de historia humana! Proyectar una novela, ¡algo que me curara o salvara o que al menos me forzara a madurar! Quizá sea una simpleza decirlo, pero nadie ha sabido escribir la vida sin intermediarios, es decir, la vida misma. La filosofía, por supuesto, a pesar de haberlo soñado una y mil veces, solo ha podido acercarse para luego caer más hondo, es decir, en más de sí misma, más filosofía, más discurso, lógicas quizá más finas pero igualmente tautológicas e inútiles... Y la literatura, con esa enfermiza insistencia en resaltar su carácter ficticio —es decir, esa obsesiva dependencia de la dicotomía entre realidad y ficción— y con ese formalismo acartonado —que se deben construir los personajes de tal y tal forma, y que se debe intercalar un diálogo por lo menos cada 400 palabras, y que la acción debe atrapar al lector como una telaraña implacable, y que nada de excederse en reflexiones en media novela… ¿Pero quién pone estas reglas, el Consejo de Seguridad de los Empresarios Editoriales con Intereses en Hollywood?— 239
A mí me parece, llanamente, que si la vida no se puede retratar ni describir sin intermediarios es porque hay un límite que la voz no puede traspasar y que, cuando finalmente cree haberlo logrado, simplemente el límite se extiende, se corre, para que otra vez no podamos traspasarlo y todo sea lo mismo otra vez, el mismo papel en blanco, el mismo horizonte… La voz, el texto, la imagen, el ser humano es esclavo de la mediación, esa es su condición de posibilidad (cf. Derrida). Hay límites desde los que las palabras solo pueden señalar, y están condenadas a perder eso que señalan siempre que intenten decirlo. Y el límite se mueve —de otro modo no habría progreso, en nada— pero no puede desaparecer jamás. Y por eso ese movimiento no es un progreso hacia la salida, porque no hay salida: uno consigue abrir una puerta y al instante habrá siempre otra nueva. La salida definitiva de la condición humana es imposible, y entonces sería tanto mejor ya ni siquiera desearla. A nosotros no nos toca llegar a ser ángeles, y este hecho —que debiéramos agradecer— es lo único que nos asegura que siempre podremos ser mejores. No olvido que también yo todo este tiempo he escrito bajo la amenaza fulminante de un lenguaje abstraído del mundo, encerrado en sí mismo, sin vida... Es que aún no doy con ella, a pesar de tanto amor y tanto dolor. Si mi novela es imposible, esa precisamente debe ser su razón de ser.
[7: 53 p.m.]
______________ 01 de julio de 1999
ES UNA DESVENTURA NO PODER ELEGIR A TIEMPO NUESTROS OLVIDOS. El máximo dolor reside en nuestra memoria: la evidencia que el tiempo nos deja de su imperio irrenunciable. Pero también nuestra memoria es una fuente inagotable de contento. Tenemos a la vez la enfermedad y la cura, pero carece240
mos de la habilidad para administrar sabiamente nuestras propias facultades. Solo el tiempo vence definitivamente. [7: 54 p.m.]
___________________ 27 de noviembre de 1999
QUERÍA SALVARTE DE VOS, de ese mundo acomodado, de tantas convenciones y tiranías; soñaba con pulir las superficies para desnudar la vanidad y las envidias, la estupidez; pretendía salvarte de vos llevándote a un barranco y sosteniéndote, mostrándote el coraje de amar sin qué dirán; deseaba salvarte de vos con mis silencios y preguntas, con todo mi peso desguarnecido, con esta lucidez suicida que quiere a veces, cuando hay sol y calma, enardecerse porque sí y reír porque sí, al lado del mar o del cielo. Quise arrancar de una buena vez las voces que te asustan, los gestos que te juzgan, las historias por cumplir; quería salvarte de un mundo que no te merece. Pero volviste a ese mundo, y sin vos no puedo salvarte de vos.
¡Es que ella solo quería salvarse de mí!
[7: 55 p.m.]
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(página suelta, sin fecha)
AFORISMOS AFECTIVOS/TEMÁTICOS PARA LA “NOVELA” O ALGO ASÍ, III I. Que el “yo”, en las palabras, se hinchara como un glande al borde del colapso, rígido, apretado, latiente, y que estallara tras soportar su máxima agonía, que cayera rendido, derrotado, aceptando ya sin violencia la honda y más perfecta belleza uterina, y que permaneciera así, apaciguado, como un legítimo —y no solo retórico— hombre nuevo, como si no tuviera que retornar al doloroso placer de volver a crecer al punto de tener que desear su propia muerte, su fin, fin del hombre y de su historia: crecer, sí, pero crecer de otra manera, sin deificarnos ni tener que morir ni tener que matar para disimular la raíz de nuestro miedo. ¡Agonizar, agonizar sin fin para poder nacer sin haber conocido la muerte! Ya no me importa si en ese futuro deberé desconocerme. II. El problema insoluble de la soledad es que no podemos callar estando solos. Solo callamos realmente cuando escuchamos a otro. ¡Al mundo le hace falta tanto silencio! III. Hoy, algunos encuentran el paraíso en la resignación. También lo llaman fin de la historia, y da asco, una repugnancia que provoca reflujo. Porque si el paraíso es Disneyland, la peor maldición sería no ser expulsados, verse uno obligado a permanecer allí como si ese y no otro fuese el triunfo de la creatividad histórica. Y siempre hemos querido el paraíso, quizá solo eso hemos querido realmente como especie, tal ha sido nuestra historia: el deseo de salir de la caverna hacia la plenitud de la luz. Pero, claro, no vemos sino hasta ahora que en este paraíso que hemos venido construyendo habrá bombas atómicas y cataclismos ambientales e incluso —tal es nuestra idiotez— ¡clones de ex tiranos u otras aberraciones por el estilo! IV. La realidad es una ecuación en la que no podremos jamás saber cuál es la última incógnita. 242
V. Hay una tristeza innombrable en ni siquiera sabernos así de tristes, hasta la agonía, casi la muerte, en este gran escaparate donde todos estamos en venta, anónimos, casi regalados, 2 x 1, en eterna happy hour, con el futuro hipotecado, como simios en un circo, y la infinita sordera que nos posee y esa ceguera blanca o ese velo blanco que nos separa de todo y de todos, aislándonos en nuestros mundos privados de sufrimiento. Somos mecanismos inertes, ni siquiera conscientes de ya no ser conscientes. ¿Estallará todo un buen día y la tierra nos enterrará en su seno para volver ella sola a la realidad indescriptible de su tenue luz crepuscular? VI. La realidad es lo que habita entre los extremos; los extremos son lo único realmente irreal. Y el horror del mundo radica en habernos acostumbrado a depender de los extremos para poder pensar y vivir. La novela de hoy solo podría ser inventar otra historia. VII. Se da el caso en que la novela oculta la realidad, desdibujándola, poniendo en su lugar ingeniosísimas tramas y posibilidades alucinantes que favorecen el engaño de hacernos creer héroes, ricos, famosos, ilustres, mártires... o bien, ayudándonos a huir de nuestra vida poniendo en su lugar mundos nítidamente formados. Se ha creído durante mucho tiempo que las ficciones podrían salvarnos: imaginar para no morir en manos de la nada. ¿Pero de qué nos salvaría la ficción, de la realidad acaso? Y si la realidad deviniese ella misma la más compleja y policéfala y esclavista ficción de todas, una realidad totalitariamente virtual, p. ej., ¿de qué nos va a salvar la ficción, acaso de sí misma? ¡El mundo que vivimos hoy ya es una novela de ciencia ficción: hay inframundos por doquier, masas subhumanas y olvidadas por esas gigantescas y ocultas y maquiavélicas megacorpomafias primermundistas! No nos engañemos: esto ya es el futuro. VIII. ¿Cuál es el propósito fundamental de los textos? Escribir tanto y como sea necesario para no tener nunca que contestar esa pregunta letal. Si me obligara un batallón a decir algo, diría: conmover las vísceras; o más claramente: invitar al contacto, y a crear nuevos contactos; y luego recibiría mi merecida muerte. 243
IX. Lo que queda después del amor es la certitud del miedo. El miedo a que la soledad esconda algo todavía más aborrecible. La paradoja del amor es que al mismo tiempo que reduce el mundo, lo abre a todo tipo de enigmas. X. La felicidad termina en sí misma, por eso es tan difícil hablar de ella. Pero el dolor es una deserción de la vida, como las palabras, que también son una huida; acaso solo por eso se lleven tan bien el lenguaje y la amargura. XI. Los solitarios son monstruos, y entre ellos los verdaderos demonios son quienes no han querido nunca amar del todo; esto les hace imposible ver su propia monstruosidad; y también los hace contradictorios: son fantasmas de piedra. Su mundo es amplio, pero sin incógnitas. Se parecen mucho a las máquinas. Creen que se conocen muy bien a sí mismos, pero en realidad se desconocen; porque solo empezamos a conocernos ante la inmensidad de otro: el espejo más fino es el rostro de otro que nos mira. XII. Uno aprende con ardua paciencia que el mundo no es un lugar feliz, aunque tampoco triste. Uno aprende con ardua paciencia que el mundo no es nunca una sola cosa. Todo da vueltas, sin moralejas irrefutables, solo apuestas. Vivir es rodar por la misma pendiente una y otra vez, como Sísifo, cargando piedras invisibles. Entonces lo que uno quisiera es amanecer despejado, como lo hace a veces el cielo. Pero no somos el cielo, somos quienes vemos el cielo. A saltos, simplemente, como Sísifo, una y mil veces lo mismo, buscando la salida, sin salida, torpemente, a saltos. XIII. Lo más real es eso que a cada uno le produce más temor. XIV. Siempre hay algo en medio de las personas, alguna interfaz, algún abismo; la cara que damos no es nuestro rostro, es la máscara que hemos elegido, la identidad que hemos comprado; lo cual, evidentemente, va a tono con el resto de la historia humana, encaminada desde antiguo a sustituir la realidad por un artificio: escapar del todo de la tierra para refugiarnos en un paraíso fáusticamente construido, no importa si gracias a la religión o a la técnica, a la políti-
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ca o a las bombas atómicas. Como si no estuviera clarísimo que en un edén solo podrían vivir máquinas. XV. Es preferible, al hablar y al escribir, la primera persona que la tercera o la segunda o cualquier otra. Yo no existo, eso está claro, y sin embargo prefiero decir “yo”: ¿qué hay de malo en ello? ¿Por qué cuando hablo nadie me dice que no lo haga porque no soy yo quien habla? ¿Por qué al hablar sí y no al escribir? ¿Por qué tendría que ser todo distinto en uno y en otro caso? No creo que exista una diferencia sustancial entre habla y escritura. ¿Por qué creer que yo — sea eso lo que fuere— sí estoy en mí cuando hablo pero no cuando escribo? Si le exigieran lo mismo al habla, tendríamos que hablar de nosotros mismos en tercera persona, como hacen los futbolistas cuando los entrevistan, aunque, claro, por razones totalmente distintas; pero ¿por qué debería ser aquí de otra manera, acaso no estoy también aquí, ya, en este preciso momento, hablando? Es una tontería pensar que puede uno hablar de sí mismo —sea eso lo que fuere— a viva voz, con otros, pero no escribir de sí mismo —sea eso lo que fuere— en silencio, sin nadie al lado. El “yo” de cada uno no es una identidad fija, es algo continuamente en formación que emerge de una multitud de percepciones, pensamientos, recuerdos, hechos biológicos, etc., que se han reunido en este cuerpo que digo “mío” cuando quizá, más bien, “yo” sea de él, un producto suyo, aunque no, simplemente, la suma de sus partes… XVI. Que si la modernidad surgió y se caracterizó por centrarnos en el yo —y de manera bipolar: el yo de Montaigne, negado, y el yo de Descartes, endiosado—, entonces sólo podrá haber post-modernidad si nos dejamos des-centrar por el nosotros…
[8:08 p.m.]
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__________________ 04 de diciembre de 1999 La fantasía humana es inmensamente más pobre que la realidad. CESARE PAVESE
HAY QUIEN HA DESCRITO EL MUNDO ACTUAL COMO UN SUPERMERCADO DE IDENTIDADES. Hoy, en efecto, comprar una personalidad es muy sencillo. Quién sea uno es directamente proporcional al dinero invertido en ello. Incluso las artes y las ciencias se han dado a la tarea de ayudar a la moda instaurando por allí y por acá identidades que se ofrecen en venta: el mito de la subjetividad absoluta, transparente; o la primacía radical de la objetividad, da igual; o la rígida indiferencia de las estructuras o los inconscientes; o bien la moda de las novelitas “trasgresoras”: cualquier entramado prefabricado compuesto por una pizca de violencia, ojalá doméstica, o étnica, en todo caso urbana, otro tanto de sexualidad desenfrenada, y varios personajes jóvenes atrapados por la droga, la desesperanza y unos apetitos a la vez depresivos y orgiásticos. Abundan las recetas masmediáticas y se producen best sellers in vitro que venden miles de ejemplares cuyos compradores no los leerán, pues solo sirven para decorar con el último grito de la moda literaria los estantes de las minimalistas salas de estar. Lo más importante es publicar libros y lograr venderlos, lo menos importante es lo que lleven dentro, es decir, el texto, la obra, esos retrógrados detallitos… Yo no tengo muy claro cómo explicarlo, pero creo que todo esto es solo un aspecto más de la historia humana en cuanto sustitución progresiva de la naturaleza por una naturaleza artificial, lo cual, valga decir, ya no es una contradicción. Mañana, por ejemplo, descargaremos nuestras mentes a las computadoras y viviremos en un carnaval virtual donde el cuerpo solo será un triste recuerdo. No es casual, supongo, que la pregunta filosóficamente más importante parece volver a ser hoy: ¿dónde está la realidad, qué es, qué ha pasado con ella? *** Pensando en el caso hipotético y altamente improbable de que algún día llegue a publicar estas anotaciones, acostumbro anticipar, como terapia, todo tipo de miradas reprobatorias. “¿Por qué escribe así este imbécil? ¿Quién se ha 246
creído?” Claro que a mí nada de eso me importa, pues de todos modos muy pocos se tomarán realmente el tiempo de leerme. Y por eso mismo esta es la escritura más libre de la historia, precisamente porque está hecha a propósito de una carencia de lectores… Pero ¿ha escrito alguien alguna vez como si no fuera a ser leído nunca? No: desde que la pluma toca el papel, o desde que el dedo presiona el teclado, los otros, los lectores posibles, ya están ahí. Y, en principio, simplemente porque el lenguaje que yo uso no es ni puede ser solo mío, de modo tal que cualquier cosa que escriba presupone que otro podrá leerla y comprender las palabras. Es decir, las palabras mismas están, por el solo hecho de ser palabras, atravesadas de una multitud anónima que fiscaliza todo lo que uno pueda o no decir… Escribir es acceder a ser juzgado culpable de antemano. Vean lo grave del caso que ya ni siquiera me avergüenzo de haber arrastrado este gusano que se entretiene barrenando mis entrañas: este estilo tartamudeante, entrecortado, monológico; esta escritura novelesca caracterizada por querer ser novelesca… Hoy, mi única certeza, es que alguien siempre piensa por nosotros, y que cuando nos informan es justo eso lo que hacen, desde que nacemos e incluso antes: nos forman, y luego nos vigilan para que no nos deformemos... Como siempre, pierdo mi voz en el viento, el papel llega a ser una tormenta... Dentro de poco ya no tendrá cada uno la posibilidad, ni siquiera la inclinación, de decir “uno”, “uno mismo”… Y lo que no termino de decidir es si eso no será, más bien, un triunfo o una oportunidad. Tal vez podría serlo, pero solo si, aunque habitemos este supermercado de identidades, decidiéramos por nuestra propia cuenta dejar de comprar. ¿Pero es posible no ser uno mismo alguien trillado, prefabricado? ¿Y podrán estos textos —si es que alguna vez llegasen a ser leídos— convertirse en una novela? Es decir: ¿querrán o podrán algunos lectores convertir estos textos en una novela? ¿Y qué pasa con la realidad?
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¿Y quise verdaderamente a Diana, tanto como digo, o solo necesitaba un nombre para la crueldad? ¿O estos textos solo pueden ser ensayos de otro texto posible que no tengo coraje para comenzar? ¿O es verdaderamente solo un diario, el diario recogimiento de mi soledad en una punta verbal? ¿Y el mundo qué es: también un ensayo, o un poema inacabable, o una tragedia más allá del bien y del mal? ¿Cómo es que ha llegado a reinar la imbecilidad? ¿Que el mundo es de por sí triste y basta con entretener a la gente? ¿Que la ficción tiene que salvarnos de la realidad? ¿Sería mejor que una ficción fuera nuestra realidad, una matriz computacional, por ejemplo, como en la película de los Wachowski? ¿Pero realmente lo que define a una novela es que sea una obra de ficción, y que haya personajes y una trama que los relacione? ¿La novela no es más bien, fundamentalmente, cualquier meditación sobre las posibilidades de convivencia en este universo ocupado en ignorarnos? ¿Y por qué no termina esta agonía? ¿Es posible romper a golpes tantas preguntas? ¿Te quise, Diana, o también yo necesitaba un “personaje”? ¿Qué papel juega realmente “Diana” en estos textos, en esta posible novela, en esta historia sin historia, en esta vida, la mía, exiliada de todo sentido de historia? Hoy, al mismo tiempo, la historia se desvanece y las historias se multiplican como en una epidemia. Y todas son prescindibles. La época está desquiciada. Son prescindibles y prolíficas... La historia es hoy algo que pasó antes: un catálogo de luchas perdidas y sueños frustrados. La historia es hoy un vacío enorme e invisible en las calles. La historia ha huido de sí misma en nosotros, ególatras, indiferentes, extenuados. Y en el vacío que deja la historia surge como una plaga un ejército de historias pasajeras, repetidas, individuales y efímeras. Países enteros son arrastrados a una miseria eternizante mientras se les entretiene en los cines con todo tipo de historias de aventuras... Pero nosotros no necesitamos historias, necesitamos oportunidades y justicia, y trabajos decentes y esperanza. Que los ricos se den el lujo de entretenerse con historias e historietas, ¡nosotros necesitamos 248
realidad! Pero no, no, nos siguen recetando una orgía de relatos extraordinarios, transitorios como noticieros, y víctimas sin rostro y héroes de celuloide. ¡Yo mismo quisiera huir de tanta vitrina voluble, pero siempre soy yo lo primero que veo en los escaparates! ¿Es posible, pues, salir del supermercado con las manos vacías, una vez que nos encontramos dentro? ¿Es posible decidirse por la indigencia, por una voz que solo sea anónima mientras no encuentre a quién tocar?
[9:23 p.m.]
________________ 22 de marzo de 1999
ESCRIBÍA PARA CALLARSE, para no tener que participar en las mesas redondas o cuadradas de los salones o de los bares, ni en las conversaciones académicas entre pasillos ni en nada, nada; pero sabía que lo hacía en arena. Frente al mar, pensaba con ardor y temor en el momento en que tendría que dejar de escribir y entrar también él en el agua, dejándose arrastrar como habían sido arrastradas sus palabras, ahogándose en ese silencio álgido y enorme. Sabía que debía ser borrado como todas sus frases, olvidado como una promesa… Porque no venimos del polvo, venimos del agua. Y el silencio siempre llama por oleadas, como el rumor nocturno de la marea, cuando en la playa, solos, intentamos dormir con esa muerte inconcebible al lado, acariciando el azar de nuestros sueños.
[9:24 p.m.]
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__________________ 08 de diciembre de 1999
¿QUÉ SERÍA DE NOSOTROS SIN EL entrelíneas, su tibia y necesaria tortura?
PARÉNTESIS DEL LENGUAJE,
su silencio
Su violencia está empezando a ceder del todo. Hoy casi puedo decir que ya Diana no me duele. Aunque, claro, cualquiera que haya padecido de esta misma fragmentación sabrá que a la página siguiente todo puede ser desmentido, el texto hilado puede ser deshilachado como una bufanda vieja que ya no nos protegiera del frío. Las palabras se escriben en la playa de un mar insomne y fatal que va y viene como una respiración infinita: la crueldad de un dios infame que no ha podido ni querido deshacer su obra. Cómo duele, a veces, la vida. Cómo desgarra con la lentitud de un torturador paciente. Y esta bestia, el amor, este bochorno, esta fragilidad más monstruosa que todas las religiones, esta última válvula para unos seres ignorantes y fugaces… Y luego —como se intuyó desde el principio— descubrirse harto de ser un yo. Un yo, ¡qué risa! ¿Con qué infantil esperanza sigo pretendiendo que el de ahora es el mismo de ayer y de mañana? Y levantar aún como tutela o resguardo un rebosamiento de teorías, anarquista, evolucionista, psicoanalítica, teorías literarias como si fueran variedades de pastelillos en la panadería de la esquina… Inmadurez quiere decir: creerse a la vez un yo autosuficiente y depender de cualquier diosito o verdad inhumana para saber todo lo que debo o no hacer.
[9:26 p.m.]
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____________________ 09 de diciembre de 1999
¿HACIA DÓNDE, finalmente, me lleva este lenguaje que solo parece capaz de repetir ad infinitum las mismas letanías amorosas? ¿No sería ya hora de saberlo? ¿Y por qué este amor ya no tiene rostro? En cuestiones de amor, es de suponer que el lenguaje solo sirva para no decir el amor. El infierno es no poder hallar un silencio definitivo, indudable; que la rueda sea infinible, un carrusel de movimiento perpetuo… Milan Kundera definía el kitsch como eso que pasa cuando se acepta alguna especie de mundo oficial, negando con ello todo lo que hay de mierda en el mundo, es decir, todo lo que nos sería —si fuéramos honestos— inaceptable. Es bajo este engaño que nos damos las manos y hacemos comunidad y somos optimistas y marchamos juntos hacia adelante proyectando el futuro y creyendo que podremos construirlo como si fuera uno de esos edificios prefabricados, colocando la felicidad en las superficies y las habitaciones más improbables, evadiendo nuestra miseria cotidiana y poniendo cara de sumisos y satisfechos angelitos. Huimos, pues, de nuestra cobardía y de nuestros demonios. Materialismo histórico, capitalismo joven o tardío, new age, orientalismos, dietas veganas, gimnasios, cosmetología, liberalismos y neoliberalismos, tecnocracias: todos los discursos mesiánicos terminan siendo evasivos. La historia del ser humano ha sido la evasión de su responsabilidad... Porque la humanidad es hoy tan inmadura como cuando Platón decidió huir hacia el reino de otro mundo creyendo que allá lejos, muy lejos, en otra parte aparte de este mundo, hay un bien en sí todopoderoso y perfecto que nos ilumina aun cuando no queramos verlo, pobres de nosotros, ciegos y abandonados por el bien en sí todopoderoso y eterno... En cambio, la responsabilidad que somos, empezaría a manifestarse si aceptáramos que estamos solos, sin dioses ni verdades que nos dicten leyes o morales universales, que nos indiquen el camino; es decir, cuando asumamos que lo que nos pase o no, es enteramente nuestra responsabilidad… Y Kundera reconocía, valientemente, que todos cargamos algo de kitsch: alguna Gran Marcha filantrópica y solidaria y casi siempre privada, es decir, para la más privada autocomplacencia. Es una posibilidad real que todos seamos ya esclavos de alguna hipocresía. Amparado por este diagnóstico o esta condición, 251
hoy me atrevo a decir que mi kitsch personal es creer todavía en el amor. Claro que no en el amor conservador y tradicional de la familia patriarcal occidental, sino en el amor a secas, a lo Jesucristo, a lo jipi, amor al prójimo, aunque sin abstinencia, claro. Es que solo en el amor parece haber de verdad algo así como un refugio contra el mundo, esta tierra de cucarachas humanas. Y el amor es fundamentalmente saber —y actuar en consecuencia— que para el bienestar de todos, incluido el de uno mismo, es más útil colaborar que competir con los demás, compartir que depredar, incluir que excluir, y otras cosas como estas. Hasta hoy la persona humana no ha dejado de ser un depredador eficiente, eficientísimo, es decir, aún un simple mamífero. La marcha que debiéramos emprender hoy es la que nos haga ser, finalmente, algo más que un simple mamífero en las praderas y junglas de la tierra. Que ya va siendo hora, mierda, de hacer algo útil con los dones del lenguaje y la empatía.
[9: 48 p.m.]
__________________ 30 de diciembre de 1999 La divina providencia ha dispuesto que el gobierno universal, que al comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida que el tiempo se aproxima, hacia occidente, para avisarnos que se acerca el fin del mundo, porque el curso de los acontecimientos ha llegado al límite del universo. UMBERTO ECO Todo hombre dueño de una sensibilidad bien templada ha experimentado a la vera de alguna mujer la impresión de hallarse delante de algo extraño y absolutamente superior a él. J. ORTEGA Y GASSET
LA
LO QUE HE VENIDO TRATANDO DE EXPONER EN ESTE CUADERNO HA SIDO INFLACIÓN O EL ESTALLIDO DE UN EGO CUALQUIERA, aunque casualmente 252
en este caso ha sido el mío. La intención era que dejara de serlo, llevándolo a su extremo. ¡Poder llegar a decir „yo‟ sin miedo, sin petulancia ni repugnancia! Pero como no he sabido decirlo bien —y además solo he llegado a saberlo paulatinamente—, daré todavía otro rodeo como intento de conseguirlo. Y este rodeo me tienta a improvisar una teoría, o, al menos, a intercalar algunas insinuaciones de teoría… El pensamiento del ego funda la modernidad. Pero lo que quiere la modernidad es culminar un proyecto inmemorial: salir de la caverna hacia el límpido exterior. Y ese exterior, dondequiera que esté, es el edén. Que, entonces, hemos supuesto que existe o puede llegar a existir. ¿Qué nos ha movido? El deseo de terminar, de salir, de evacuarnos, de escapar. Aquí todo ha estado regido por el deseo de terminar antes de tiempo. La nuestra, por eso, es la historia de una cultura eyaculante: fanatismo por el fin, obcecación con la meta, indiferencia ante el camino. El fin está en nuestra sangre, es nuestro motor apocalíptico, es nuestra atmósfera. Queremos terminar, terminar a como dé lugar lo que imaginamos hace tiempo como nuestro destino: la vuelta al edén. Por eso hemos descuidado siempre los trayectos. Incluso las utopías que hemos imaginado, a espaldas de los dioses y como posibles frutos de nuestra acción, han sido estados terminados, ordenados geométricamente, con toda la vida programada. Aquí la enfermedad ha sido vivir deseando el fin. E incluso hemos inventado, últimamente, dioses tecnológicos para terminar más pronto, para salir de la caverna mediante la destrucción apocalíptica de la tierra y su reconstrucción en paraíso. Utopía: eyaculación del glande atómico. Vivimos desesperados por que termine la niñez, por ejemplo, desesperados por terminar el colegio, desesperados por terminar una carrera, desesperados por terminar de trabajar y pensionarnos y envejecer podridos en dinero y esperar la muerte y que sin habérnoslo ganado, nuestra alma vaya directito a Dios padre todopoderoso y eterno. Vivimos obsesionados con el fin. Hasta leemos con ese imperativo eyaculante: que llegue el fin del libro, rápido, que la novela se hinche y culmine en una final inesperado y emocionante y categórico… 253
Pongo, como argumento de la defensa o simple ejemplo, a mi amigo Carlitos. Y elijo a Carlitos al azar, porque también podría haber elegido a Juancito o a Miguelito o a fulanito, ¡a tantos he conocido! O, mejor, para evitar que alguno de ellos se ofenda, llamaré a este personaje simplemente Ito, así, en diminutivo, lo cual, vale decir, le va de perlas. Desde muy joven, Ito estuvo obsesionado con las mujeres; pero nunca logró ver en una mujer a una compañera, menos todavía a un igual. Los iguales y compañeros eran sus amigos hombres. Siempre, un poco de manera autómata, ha visto en ellas el vientre donde tiene que volver y morir. Nada más, básicamente un silencio que lo salva, una manera raramente fugaz de dar por terminado el mundo, sus oficios, su tristeza inconfesada. Su afán de conquista es afán de dominio: quiere a la mujer como final, y destruyéndola destruye el mundo, y es éste en realidad el motivo más originario, el deseo más esencial: aniquilarlo todo, incluyéndose él mismo, pues aunque no lo ha dicho nunca así y tampoco lo sabe, para él ese fin también simboliza una vuelta transitoria al paraíso... Simplemente, por unos instantes, rechazar aún conscientemente el don de la consciencia… Pero los tiros tirados así generalmente salen por la culata, y en lugar de paraíso lo que llega es un nuevo niño que repetirá los lamentables patrones de su padre y su pistola loca... ¿Qué hace, en detalle, Ito? Cuando no tiene mujer donde olvidarse de sí mismo, sufre por no tenerla, pero luego, cuando la tiene ante sus ojos, dispuesta ante sus manos, espacialización gozosa del tiempo, ya no es una mujer, es una tumba. No le interesa ni besarla despacio ni olerle el hombro izquierdo y luego compararlo con el derecho, ni mucho menos contemplarla un rato sin tocarla ni recorrer su cuerpo con la esperanza de confirmar que no termina, que es un círculo que gira y gira y en cada vuelta es el mismo y otro; no, él no quiere siquiera escuchar su voz, no necesita su voz: él necesita a una mujer para aplacar el ruido de su existencia; si puede evitarlo, Ito ni siquiera las mira a los ojos. Soporta, a veces, la interacción, simplemente porque sabe que es el precio que debe pagar para hundir su miembro en la tumba del sentido. O uno de los precios. Ito la desnuda, le abre las piernas, penetra y muere. Es solo esa muerte pasajera lo que quiere, y su
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cerebro de insecto ni siquiera puede entender la posibilidad de que haya más gozo en diferir esa misma muerte, en aplacar el tiempo en lugar de acelerarlo. Y allí, en ese gesto tan cotidiano y masivo, vibra el placer de la destrucción. La modernidad —se ha dicho demasiado y yo lo vuelvo a decir solo para contribuir a que sea cierto— es un ego henchido que calcula, domina y transforma la tierra en una máquina que ruede eternamente; pero esta máquina no tiene vida. Aquí solo pensamos la eternidad como muerte. Y la muerte es un orden racional inmutable, sin azar, regulado por leyes simples, sin excepciones… Este ego es un falo erguido y sus torpedos son muerte, no vida. Quiere y exige su hinchazón pantagruélica, su éxtasis supino, pero no por el éxtasis mismo ni para sostener o compartir el encanto; su meta ha sido siempre la nada, la inconsciencia absoluta de una ley pura y perfecta, eso es lo que velaba su discurso: su meta no ha sido el goce sino el fin. Nuestra historia es el deseo de la nada; incluso nuestro erotismo es desear la nada, desear que no fuéramos nada. Somos hombres, y estamos muertos. Aquí, ahora, Occidente es un monstruoso falo inútil. Solo un padecimiento del ego, del glande, un hongo venéreo. Ito encuentra su miserable muerte y con toda la razón y la sinrazón del mundo, la mujer lo tacha de imbécil. Pero su ego crece como un tumor cerebral que le impidiera entender que eso que le han dicho es un insulto. —A esa me la cogí —les dice orgullosamente a sus amigos. Pero ¿qué es lo que ha cogido? Ha robado una nueva bocanada de vacío; pero él no lo nota, porque para él ese vacío es una plenitud: su único objetivo y su triunfo secreto. Luego, mañana, en su cruzada arrasadora su ego buscará nuevas víctimas y otra mujer creerá que él puede ser distinto, que quizá este hombre no es tan hombre y cederá ante sus precoitales efluvios de ternura y le ofrecerá su cama. Pero para Ito cualquier cama es solo un altar de sacrificios: olvidará al mundo y se reubicará en el ritual de posesión, penetrará y sentirá suicidamente que tal vez ahora sí llegará su muerte definitiva, su paz, revelada y final: apocalíptica. Anticipándola, apenas pase el umbral se dejará ir desaforado, triunfante, occidental, moderno, radicalmente imbécil. 255
¡Ah si tan solo fuera ciertamente la muerte, el fin de esta historia, un último hombre que terminara esta historia de una vez para siempre! Pero nuestro tiempo anuncia o ya es una especie de éxtasis inverso de la historia, una agonía o culminación del ego, al máximo de su erección, al borde de explotar como un hongo iridiscente, otro sol, un glande colosal de humo radioactivo, deshaciéndose en polvo, matando, matándose, cayendo a la nada... ¡Y lo más temible es que no termina de caer, solo agoniza neciamente sin morir ni pasar a otra cosa, sin desaparecer ni transformarse! Su ridículo se extiende morbosamente hasta el absurdo mudo de la estupidez colectiva, mediática, callejera. Habitamos la boca del caos, pero la boca ni se cierra ni nos escupe. Quisiéramos que efectivamente se acabara todo de una buena vez y, sin embargo, insistimos en disfrazar la flaccidez risible de nuestro tiempo con la imagen de un Príapo eternamente joven, y entendemos “la crisis” como vitalidad y como éxito y por todas partes le rendimos culto a la ilusión, ¡luces y loas porque ha triunfado el sueño americano! Y casi nadie parece haber caído en cuenta de que es justo eso: un sueño, y que para soñar hace falta primero estar dormidos. Tras el estallido solo hay desolación. Aquí, somos un gran falo muerto, embalsamado pero cubierto por una prótesis maravillosa: todo es artificio, maquillado para dar la ilusión de victoria. El falo del mundo es un misil tomahawk. Y el misil es el estandarte de la luz: hemos montado dentro de la caverna una instalación eléctrica tan poderosa que nos ilumina hasta cegarnos, sin dejar siquiera sombras, haciéndonos imposible ver las paredes del encierro, encima cubiertas de infinitos espejos... Toda la mierda del mundo ha sido disimulada por un modernísimo juego de luces. Dichosamente, Ito vuelve a ser Carlitos cuando empieza a bordear esta tristeza y sospecha, por vez primera, que algo no anda bien. Antes sonreía por doquier con la musculosa gallardía de un semental. Pero lo que quería, su muerte definitiva, no llegó nunca, y en cada nueva ocasión la paz anhelada se convertía sin saber por qué en una creciente angustia; y entonces buscaba otra vez la muerte, con premura, el fin, la salida, y aceleraba, y nada, es decir, más bien eso: nada, y sentirse muy hombre le empezó a parecer muy poca cosa, una trampa ambigua, una terrible enfermedad... Ahora se siente mórbido y huye de las mujeres, y peor aún, si puede las machaca, las vilipendia, las culpa por todos 256
sus trastornos. Ito, cansado de acumular vaginas en su memoria, está confundido, pero su desconcierto no le durará mucho. En poco tiempo su mundo entero ha llegado a ser futilidad, todo sentido se desvanece. Y el resplandor de vida que sobrevive es el que brota del dolor y punza los ojos con agujas invisibles. Lo que debía darle placer, lo percibe ahora como un manto de espinas. Pero es mejor así, porque solo así podrá desvanecerse también un día aquel gran falo artificioso con sus mefistofélicas ilusiones, y entonces aprenderá a amar difiriendo hasta donde pueda el fin, y sabrá que vivir solo puede ser estar en camino, pero nunca llegar: uno solo llega a la muerte. Ito reconocerá que en lugar de poder entrar, de vez en cuando, a un sucedáneo de paraíso, más bien es imposible salir, y que no hay más que esto, aquí donde estamos: una caverna interminable, laberíntica, sin salida... y que justamente por eso no es caverna... Y sabrá entonces con inesperada sabiduría que también los desiertos tienen paredes. Y sabrá que lo impremeditado del porvenir es más importante o insustituible que los designios de nuestras propias programaciones; y el deseo del fin ya no será su primer motor y solo entonces aprenderá a vivir contra la muerte... Pero Ito ya no tendrá lugar en ese mundo. Puede ayudar a darle pie, pero él mismo no lo conocerá. Hoy mismo debemos dejar que Ito se marche sin nostalgia. Aquí, la historia está a punto de empezar. Y empieza con un grito embriagado: ¡el paraíso no puede existir! Y en nuestro nuevo delirio trágico encontramos la razón para no volver a decir jamás “he llegado, acabé, ya no quiero seguir”; ni decir entre todos “hemos llegado, este es el resultado definitivo de la historia”. El ego, ahora, henchido hasta más no poder, finalmente revienta y el estrépito de su estallido nos despierta de golpe y salimos a la calle regocijados. Quedamos hechos pedazos, sin duda, pero esos fragmentos anuncian un tiempo distinto, un deseo reposado, una erección sin género definido, apacible, que se extiende como el sol por el cielo, en conjunciones y constelaciones sin dueños ni soberanos, y nos entrega a una noche blanca parecida a la paz de un sueño profundo, para volver a la mañana, con bríos para volver a caminar juntos, mirando y tocando y oliéndolo todo, como si lo mismo fuera nuevo y la 257
vida y el amor una rueda que nos llevara sin fin por el desierto enorme de un universo ensimismadamente pasmoso… Carlitos, hace muy poco, recibió la invitación de otra mujer. Esta mujer quiso hacer el amor con Carlitos, fue su iniciativa. Lo llevó a su casa y sin mucho preámbulo se acostó en su cama, se desnudó, “vení, Carlitos”, dijo, pero Carlitos no se sentía atraído por ella. Antes no le hubiera importado, claro, pero ahora Carlitos ha decidido amar solo si se siente dispuesto a tomarse todo el tiempo del mundo. Carlitos se niega, le dice “no, gracias, me siento halagado, pero no”. Pero esta mujer —tal como el Carlitos de antes— está acostumbrada a pensar que los hombres son máquinas eróticas y que por naturaleza “ni pueden ni deben” decir que no; además, ella está acostumbrada a ser quien decide: puede rechazar una invitación a ir a la cama, cree tener todo el derecho a hacerlo, pero si la hace ella jamás aceptaría que un hombre la rehúse. Carlitos, ante ella, queda como un “maricón”, y ella se lo dice: “Carlitos, no sos hombre, sos un idiota”. Porque también para ella los hombres no son como Carlitos, son, qué fastidio, como era Carlitos. Pero Carlitos ha cambiado, ha reconocido sus errores y ha madurado: ahora escucha y mira y recorre a las personas como si fueran mundos enteros y él mismo se deja recorrer o por lo menos lo desea. Sin embargo, en la inmediatez, hay una mujer desnuda en su cama y quiere un hombre, y Carlitos ya no quiere, o no, al menos, con ella. Carlitos no sabe qué hacer. Aquí la historia está, efectivamente, a punto de recomenzar... Recapitulo. Si llamáramos masculina a toda criatura desesperada por terminar lo que comienza, aunque lo termine mal, y si llamáramos femenina a toda criatura que quiera y sepa gozar más del camino que de la meta; es decir, que no le interese tanto terminar lo que comienza, o terminarlo únicamente cuando a todas luces parezca que ya no puede ser mejor, entonces diríamos que esta historia comenzará con el amor entre criaturas femeninas. Lo cual, dichosamente, no tiene ya nada que ver con hombres y mujeres. Ito, en este caso, sería una personificación de la criatura masculina, tanto como la mujer que estaba desnuda en su cama exigiendo no ser rechazada. Pero 258
el Carlitos reciente parece más bien un nuevo estilo de animal femenino. La historia, pues, finalmente, empieza así: Carlitos le da su ropa a la mujer desnuda y le pide que sean amigos. Le dice que quisiera conocerla y compartir con ella, antes que el sexo, otros aspectos más íntimos que la sexualidad. Carlitos le dice que eventualmente podrían acostarse juntos, no es que él tenga algo contra ella como persona, y también le explica que no es que no le interese el sexo —al contrario, le dice que le encanta disfrutar al máximo posible la sexualidad—, pero lo que definitivamente no le interesa es la indiferencia ni la banalidad. Ella, anticuada, humana demasiado humana, se viste furibunda y mientras escapa de ese habitáculo incomprensible insulta a Carlitos hasta su cuarta generación. “Maricón, reprimido, poco hombre”. A Carlitos ya no le duele el desplante: su ego ya no está allí para martirizarlo. Carlitos sale a la calle, va tranquilo y satisfecho, esperando que su suerte lo sorprenda con una criatura tan femenina como él. O, mejor, más: porque Carlitos quiere aprender. Aquí empieza la novela. Será la historia de un amor inédito, o quizá la historia de la ternura. Carlos recorre las aceras con el asombro de un recién nacido.
[10:06 p.m.]
______________ 02 de enero del 2000
A VECES SIENTO QUE TODO LO QUE ESCRIBO ES SIMPLEMENTE UNA LARGUÍSu destinataria quizá nunca la leerá, quizá no existe, y quizá aunque exista no la leerá. Y quizá todo lo que escribimos no sea sino eso: cartas dirigidas a alguien, aunque no siempre sepamos a quién. En el fondo nos mueve la esperanza de que algún ser anónimo pueda comprenderlas. Al menos responder a ellas. Porque toda escritura es un llamado, aunque no a viva voz, sino diseminado en el azar de un reino que no controlamos. Un reino sin reyes, por supuesto. El azar del tiempo, de la geografía, de la suerte... Gritos arrojados al viento. Las palabras que escribimos tratan de cruzar los abismos que nos SIMA CARTA DE AMOR.
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separan; y a veces lo logran y llegan al otro lado, pero ya sin nosotros. Tenemos la esperanza justa de ser comprendidos o al menos escuchados, pero vivimos según una injusticia: nosotros no nos esforzamos por escuchar y comprender a los otros… Si pudiéramos vivir el amor sin necesidad de convertirlo en fantasía, o en moda o dependencia. Vivirlo aquí, tal cual, cotidiano y concreto, tan mediocre a veces como el mundo mismo, tan inexplicable y hermoso, a veces, como el mundo mismo. [10:12 p.m.]
______________ 03 de enero del 2000
ES OBVIO QUE SI DIANA NO ME HUBIERA DEJADO, yo no hubiera escrito todo esto. Porque esto ha sido simplemente la explosión de su ausencia. Nuestra historia es solo una historia más de amor, y esas abundan y aburren, porque en el fondo —y a veces también en la superficie— todas son muy similares. Cada quien, si lo deseara, podría llenar el vacío que deja aquí la sucesión de eventos de nuestra historia, con una historia propia. Por eso la minucia no es importante, cada quien tiene la suya y yo no soy nadie para ponerme de ejemplo. Además, no soy exhibicionista: a nadie le incumbe los detalles de nuestra historia. Ahora, aun más que antes —y considerando seriamente la posibilidad de hacer público este cuaderno de desamparo— solo me interesa dejar constancia del marco, la atmósfera: todo eso que no está ni dentro ni fuera de nuestra historia, lo que la rodea atravesándola y que, sin ser nuestro exclusivamente, podría comunicarla con todas las demás historias similares…
Esto es cierto, curiosamente: puedo uno pasar cientos o miles de páginas hablando de uno mismo y, sin embargo, no dejar ver nada o casi nada de la más propia intimidad: ¿quién podría saber si algo, aquí, del todo ha sido mío o si, por algún tipo de mecanismo de escritura, todo esto no es más que mera ficción, una ficción anómala, eso es obvio, una especie de ficción abstracta: pasajes y pensamientos no basados en experiencias reales sino en 260
hechos totalmente imaginados, aunque no contados del todo? En la escritura casi nada se puede saber con certeza. Por eso, de hecho, la novela funciona como tal: parte del presupuesto de que será leída como ficción, es decir, depende de un acto de fe transitorio por parte del lector. ¿Pero por qué pasa que, como muestran las buenas novelas, es la ficción lo que mejor habla de la realidad? ¿Por qué la mejor manera que tenemos de “ver” la realidad es convirtiéndola en ficción, es decir, en arte, en creación? ¿Será porque también la realidad es en sí, aunque de un modo indescriptible para nosotros, ficción o arte? A ella podría darle las gracias por haberme provocado la necesidad de estos textos; pero en realidad preferiría no haber tenido que escribirlos. Ya ves, Diana, le hemos dado algún texto más al mundo, otro cualquiera, ni menos ni más valioso, solo otra herida. Aunque también sé que quizá hubiera bastado con haberte mirado de otra manera. [10:14 p.m.]
______________ 04 de enero del 2000
SOLO DEBERÍA SER VÁLIDO ESCRIBIR ACERCA DEL AMOR PARA MOSTRAR DE por qué no se debe escribir acerca del amor. MIL MANERAS DISTINTAS UNA ÚNICA DESGRACIA:
Su mano repentinamente sobre mi mejilla. La miro como un golpe. Es la ternura. Eso que cede cuando enmudecemos con otro. [10:15 p.m.] 261
______________ 05 de enero del 2000
LA MIRA DE LEJOS, sin dejarse ver. Ella camina enhiesta y maliciosa. El mundo parece no importarle. Es como una estatua sonriente. De lejos, él admira la estatua. Sus músculos tensos, rudos; su mirada engañosamente indiferente. Entra duro, la noche. —Quizá un enamorado imaginó los ángeles. Él camina pesadamente, siguiéndola entre la multitud, tratando inútilmente de no mirarla, suspendido en una vaga pasión. Es una noche helada. —Ya no importa la pena—. Pero la visión se esfumó entre los autos, que pasaban difusamente como manchas de luz metálica, crecidos insectos fugaces embebidos en su propio ritmo. Luego, la noche se hinchó de nocturnidad cuando la gente anónima dejó de caminar por las calles. En ese momento impreciso él llegó a su puerta. Abrió, pero no entró. Se sentó, como siempre, en el umbral, a mirar la noche, deshumanizada. —Lo único que quisiera realmente escribir es este silencio—. Y pensó en una fuente. —¿Pero cómo? Quizá pintando, quizá…— Y recordó aquellos dibujos zen que una vez lo impresionaron tanto por el laconismo expresivo de trazos apenas delineados, la blancura que albergaba una imagen que apenas se asomaba, sin completarse. Siluetas. Trazos grises en el cielo nocturno. Allí había algo sublime, aunque solo insinuado, evidente como un golpe seco. Escribe muy lentamente… —¿Sería posible escribir así?— Porque a veces las palabras solo parecen ser otros útiles más del mundo, como un tenedor, un pañuelo o un martillo. Útiles simples y cotidianos y nada más. Y sin embargo la vida cotidiana no tiene a veces nada de cotidiana ni de simple ni de útil. A veces es más compleja que cualquier palabra imaginable. —Las palabras son trampas—. Sí, pero eso no le impide a nadie usarlas. En el umbral de su puerta. Mira las nubes desordenadas. De pronto lo que cargaba en hombros cae al suelo. El viento ahoga el ruido seco del golpe. Lo sorprende una lágrima: lugar común resbalando hasta su barbilla. Cierra los ojos para recordar el rostro de la estatua. Sus facciones empiezan a hacerse imprecisas. Cierra con más fuerza los ojos y la busca, la rebusca y ya casi no puede dar con ella. Sonríe, mirando el suelo. —Es bueno no dejar para mañana el dolor de hoy—. Y se pregunta si ella aún tendrá miedo. —El dolor es como una raíz — 262
escribe— y si no se arranca sigue creciendo hacia adentro—, hacia las entrañas, horadando a través de todo lo que encuentre a su paso; y como crece subcutáneamente no la vemos y creemos que no está ahí porque vemos la piel lisa, nivelada; pero por dentro se extiende esa raigambre viral que va lentamente esterilizando todo el suelo: la carne, los nervios, hasta que un día, sin habernos dado cuenta cómo sucedió, ya nada pueda germinar en nosotros, ni siquiera una sonrisa. —Y si el dolor crece hacia dentro, seguramente la alegría deberá crecer hacia afuera en ramajes y flores y frutos. ¡La alegría es fototrópica!— La imagen mental de una luz plena cegó su pensamiento como una luz real puede cegar la vista. —Pero no es que la raíz de la alegría sea el dolor; si esas raíces producen algo, serán tubérculos, bulbos que crecen en la oscuridad como tumores malignos—. Deja el cuaderno, se levanta, enciende un cigarrillo y sube los ojos y las montañas perfilan sus cumbres contra un cielo menos negro que ellas. El viento amaina. Sábana tibia. Pesadez de párpados. Se sienta de nuevo y mira más intensamente la noche, entregándose. Sueño. Pies fríos bajo las sábanas tibias. El frío se ha convertido en parte de sí mismo, y ya no duele. Praderas trigueñas. Los músculos tensos, rudos, de la estatua, y los autos como insectos gigantes. De nuevo el peso, ahora en la cabeza, una cabaña fantasmal en la pradera, a lo lejos, humeante, sin viento, y la luz y la luz infinita. Pies. Sábanas. Su cuello tibio. Su cuello. Se mueven apenas sus labios pero no dice nada, no articula nada, no hace siquiera ruido y no podemos saber si es el comienzo o la posibilidad de una sonrisa. O un gesto de alivio. Recostado contra el quicio de su puerta, su cabeza finalmente cede y cae y el golpe seco le avisa que debe irse a la cama. Lo hace, finalmente, a tientas. Y en la niebla de sus pasos oscilantes siente con seguridad que hoy no soñará sueños repetidos. Se duerme en paz.
[10:19 p.m.]
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________________ 26 de diciembre de 1999
TAL
VEZ EMPUJÉ A UN NIÑO A UN ABISMO Y LUEGO LO REPRENDÍ POR
HABER CAÍDO.
Tal vez el monstruo haya sido yo. Nadie debe decir que sabe amar si no sabe cómo conservar el amor. ¿Quise yo aprender algo de ella? Matiz de motivo budista: el ego es fundamentalmente la fuente de los sufrimientos que le provocamos a otros. Y cuando el niño volvió del abismo obviamente quiso matarme sin piedad. Más imbécil que el imbécil es el imbécil que se cree ilustrado. Habrá que dejarse consumir de vez en cuando por la propia estupidez. Es un asunto de equilibrio. Porque de todos modos nunca podremos apresar y domesticar la excesiva brutalidad que hay y habrá siempre allá afuera.
[10:21 p.m.]
_____________________ 27 de noviembre de 1999 (2)
HABLAR SIN PAUSA GENERA LA ILUSIÓN DE SER ALGUIEN, siempre el mismo. Nada, en cambio, se logra repitiendo un nombre propio. Ella, por ejemplo, no es ni será jamás su nombre. Tampoco yo ni nadie. La soledad es una multitud anónima encerrada en un yo colosal; y el amor, la compañía: un yo minúsculo y quebradizo encerrado en una multitud anónima. [10:22 p.m.]
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__________________ 21 de diciembre de 1999
OJOS DE AGUJA, orificios de fuga, hoyos para hilar: líneas parcas donde el sentido aparece el tiempo justo que necesita para desaparecer. Aquí, un principio de perplejidad: justo cuando creemos encontrarlo, desaparece, dándonos su espalda fugitiva… Y casi siempre estas cosas empiezan con una mirada que se devuelve. Ojopuntura: ella lo mira, él responde. Levísima inclinación de cabeza. El labio inferior se contrajo tres milímetros… El sentido posible comienza a desvanecerse con la permanencia de la mirada; o se desplaza, quizá, más abajo o más arriba, al lado o detrás, recorriendo el cuerpo con vistas tentaculares, despacio, desde siempre, y hoy y mañana volverá a saltar del margen en un suicidio improbable, mírenlos allí, yaciendo juntos, tan pronto besándose, lamiéndose los brazos, el arco de la espalda, luego las piernas velludas y los vientres relajados, justo en el borde de la página, justo en el tope de la portada o montados en el lomo, y todo empezó tras una mirada recibida y devuelta, y las manos que se acercan a tientas, desplazándose mientras las bocas como fuelles espiran, y pesa y se aligera y va y viene sin cesar por los dorsos descubiertos, los cuellos alargados, las piernas como enredaderas con ritmos comprometidos pero sin programa, solo susurros muy lejanos, una lejana glosolalia, agujas, puntas nimias tejiendo entre sí los cuerpos, punzando para diseminar por pequeños, minúsculos, invisibles orificios, ojos, ojos de aguja, el sentido, como millones de espermatozoides esquizofrénicos, y los cuerpos ya tan cerca que se confunden, se mezclan, gimen y sudan y luchan y quieren en un desorden que excede los márgenes, los párrafos, todas las historias posibles, una simple vida, mírenlo, ya saltó, ya, cuando los cuerpos más enardecidos se ciegan y explotan, justo al leerlo, al creer leerlo, como siempre, asoma su nariz de arlequín solo para que lo veamos partir... [10:33 p.m.]
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________________ 29 de diciembre de 1999
EN LA TUMBA DEL EGO, del mío, esa ilusión ingenua de ser algo fijo que durara fijo, fijado, como si cabalgara sobre el tiempo en lugar de ser atravesado y desgarrado constantemente por él; en la tumba del ego, pues, solo cuando haya podido cavar su tumba, solo para mí, podré decir yo, yo, lo que pienso, lo que sé, lo que ignoro. Antes, como hasta ahora, yo no he sido más que un preso en mí mismo. Un esclavo de la historia, un esclavo de mi pueblo, de mi sangre, de mi entorno o, como dicen: nada más que un asqueroso sujeto moral, sujetado al grupo, a las miradas aprobatorias de algún dios inexistente o de un grupúsculo megalómano, cosas, claro, hartamente similares. Pero en la tumba ninguna voz podrá forzarme a mover un dedo ni a decir nada; en esa tumba, cuando me entierren, aquí, por ejemplo, seré por primera vez quien soy, libre. Y entonces podré amar. Solo la difuminación de la identidad permitirá un día la emergencia de una amistad que ya no dependa de la pertenencia a nada. Yo ya no quiero pertenecer a nada, ni siquiera a mí mismo. Acaso, si a algo, perteneceré a la vida, y solo porque participo en ella. De hoy en adelante: no más pertenencia, solo participación. [10:35 p.m.]
_________________ 31 de diciembre de 1999
EL SOL LO SABE DESDE HACE MILLONES DE AÑOS: todo, eventualmente, hay que dejarlo ir. Si no sé nadar y me lanzo al agua, mis intentos por no hundirme me hundirían. Flotaría, en cambio, si me quedara quieto, porque el agua acostumbra tragarnos solo cuando la perturbamos. Por supuesto flotar no es lo mismo que nadar, y apenas aprende uno a nadar ya quiere más del agua: penetrar en ella, canalizarla, desviarla y, transformándola, generar luz. Por ejemplo la luz que me 266
ilumina en esta madrugada milenaria y me permite escribir estas líneas donde el agua solo aparece como nombre. Así es todo camino a la muerte. Uno habla y se arriesga a olvidar del todo… Dejar ir incluso los sentidos... Que ya no afecten siquiera sus risas, sus guiños hipócritas, tampoco la esperanza de agradar a nadie, ni el hambre propagandista de un futuro siempre mejor... Dejarla ir. Habitar la vida de otra manera. Inventar otra posibilidad posible, otros sentidos sensibles, otro uso de las voces, ni aquí ni allá, ningún extremo: ningún ideal nihilista. En lo posible, en un esfuerzo imposible —pues no es posible, por ejemplo, desear no desear— recibir los sentidos en lugar de imponérselos al mundo, recibirlos en el evasivo claroscuro del entredós realidad palabra o luz sombra… ¡Cuánto erotismo habría en la infinitud! Sentir por ejemplo de pronto viento al abrir una puerta que esas cordilleras me miran desde lejos, u oír cuerpos que pasa su voz desde las colinas y creer en roces pasajeros en el autobús que llegan de verdad hasta mí y solo para mí y que el roce viento susurro son para decirme algo que de otra manera no se podría decir. Escribiendo, por ejemplo. O diciéndose a alguien así tal cual. —¿Es todo esto —insistir en decirlo— en sí mismo una estupidez? Tal vez bebí demasiado… Y quizá todo intento poético sea el frenético propósito de repetir las palabras de la tierra; por ejemplo sus palabras de ansiedad por nuestra llegada. Solo debiéramos decir esas mudeces si diciéndolas lográramos dejarlas mudas. Los versos a lo sumo son efectos secundarios. Más primordial y menos decible es su por qué. Es que el silencio habla a su manera, en las palabras sin ellas. Justamente habla porque hay palabras, pero éstas deben dejarlo ser silencio sin traicionarlo. ¿Para qué convertir el silencio en discurso, para qué entristecer aún más el mundo? La poesía no está en decir los silencios de la tierra, solo en hacer explícita su existencia… Señalarlos: ¡ahí!
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¿Era Mallarmé quien decía que las palabras dicen las cosas solo para mostrar el silencio que las rodea? Es un error creerse capaz de convertir esos silencios en palabra. Es justamente así como se pasa de la poesía a la filosofía. Sócrates, por ejemplo, en algún momento de torpe inspiración, lo creyó posible. ¿El qué? Eso, precisamente. Pero al instante siguiente lo sintió huir y Sócrates quiso enviar un ejército de palabras a perseguirlo y el ejército empezó su ruido histórico, platónico, ese clamor imperial que todavía hoy se oye y nos ensordece. El silencio solo puede ser silencio; y solo raras veces las palabras pueden traerlo consigo sin hacerlo palabra. Lamentablemente, la mayoría está fascinada por las intrigas, los trabalenguas, los melodramas y los novelones, la discusión como simple entretenimiento, la política formal. La época, en general, se dedica a hacer glamorosa la banalidad. Las jovencitas prefieren ser modelos o actrices porno que médicas o profesoras; y los jovencitos prefieren ser asesinos en serie que abogados o ingenieros. Curioso. Y a mí, por ejemplo, ebrio de palabrerías y lecturas infructuosas, ¿qué me queda? La amargura y la agonía y la autolectura, patético. Mi sueño siempre ha sido ser el vaivén de olas indiferentes. Vivir como estar en el mar. O la sencillez del viento entre los bosques nocturnos. Oír los gallos cuando hace frío sin tener que pedirle más nada a la mañana. Soñar un futuro lírico. Quizá, en el mejor de los mundos posibles, un abrazo verdadero. O bien, cuando despierto ambicioso, la posibilidad de salir a la calle confiando en los demás seres humanos. Es inevitable ocupar el tiempo en ayeres impíos. El dolor es como la historia, se arrastra como gusano y a veces incluso nos alcanza o nos supera. La humanidad sigue enviciada en el dolor, en la crueldad — lo más sensato sería dejar cada cosa en su tiempo — mañana, el escándalo del mundo no nos dejará escuchar el viento entre los árboles nocturnos. Las 268
cordilleras serán algoritmos o souvenirs. Eso es todo. Nunca más habrá silencio y entonces estaremos todos muertos y ya ni los libros serán las voces del silencio ido y quizá la tierra llegará a ser otra vez la única poesía, repetitiva y redundante como los dioses, nostálgica por su auditorio huido, pero libre, llena, sola, absurda. Y la vida se organizará a sí misma en alguna nueva posibilidad. No hay nada fuera de relación. Y las teorías, gracias al cielo, nunca saben todo lo que dicen. El propósito de los textos habría de ser salvar algo del silencio que el estrépito del mundo va dejando atrás en el olvido. El nuevo milenio debería proteger ese silencio, como sea, como sea.
Recuerdo muy bien, cómo olvidarla, aquella madrugada de fin de milenio. En efecto, había bebido demasiado vino, tal vez un fumé blanc californiano o chileno —era lo que bebía casi siempre—, aunque no recuerdo específicamente cuál bebí esa noche; había comprado dos botellas para cenar yo solo, patético, hundido adrede en una nueva recaída en la melancolía. Vi en la televisión cómo celebraron el fin de milenio en todo el mundo, en New York, en París, en Madrid, en Buenos Aires, incluso en nuestras ciudades tercermundistas se organizaron conciertos callejeros, inéditos, masivos, y todo era caótico y temible y festivo. Pero no fue el fin del mundo y, en la madrugada embriagada, aunque había decidido no escribir nada esa noche, saqué de todos modos el cuaderno y escribí esos párrafos de enrevesado misticismo. ¿Qué me movía? Porque estoy seguro de que ya estaba saliendo de aquella lamentable depresión en la que llevaba sumido varios años; pero aun así me entregué de nuevo a la morbidez... ¡Cuántas noches había repetido esa afección! ¡Era bastante, recuerdo que ya era bastante! Como hoy, también, que ya va siendo bastante... Creo que ya he refrescado suficientemente mi memoria con este capítulo de lo que he sido. Me serviré, pues, un último 43 y solo leeré, en orden, algunas páginas más, de todos modos creo haber leído ya prácticamente todo el cuaderno. La última anotación tiene fecha de 24 de marzo del 2000; curiosamente, no 269
hay nada entre el 29 de febrero y esa última fecha. Aunque tiene sentido: ya había comprendido, ya había logrado respirar. [10:42 p.m.]
______________ 06 de enero del 2000 Y aunque tú no has de verlas, Para hablar con tu ausencia Estas líneas escribo, Únicamente por estar contigo. LUIS CERNUDA
¿ES POSIBLE RECUPERAR A ALGUIEN ESCRIBIÉNDOLE UN LIBRO? La respuesta no nos la puede brindar el libro, que además es solo la mínima parte de un proceso mucho mayor de deyecciones espirituales. Aunque debiera serlo, al menos para demostrar en las palabras alguna utilidad afectiva. Claro que las personas no se juntan para demostrar tesis como esa, y si lo hacen es solo por casualidad. Recordar es soltarse al azar de lo conocido. Lo cual no entraña que lo que allí encontremos sea real. ¿Qué gano entonces escribiéndote este libro, si es que esto puede algún día llegar a ser verdaderamente un libro? Es decir, ¿si algún día me atreviera a hacer pública esta agonía que solo debería incumbirme a mí? Quizá el rédito sería haber conocido y aprovechado un espacio de riesgo necesario, terapéutico, un espacio casi nulo donde pude perderme y rondar un desvanecimiento que no me daba respiro, que me dejaba exánime... Hoy en día, la realidad parece concentrarse en lo público, lo que aparece en los mercados, en las pantallas, lo que se dice a viva voz; y sin embargo, el amor sigue pareciéndome algo íntimo, de rincones privados... ¿Entonces? Nada, vos sabés que aquí no está nuestra historia, porque lo público pone un énfasis sobre la realidad que, paradójicamente, la oculta. Es270
cribir es siempre un exceso. Aquí solo he querido hacerlo evidente. Nuestra historia solo está en tus manos y en las mías. Esto, supongo, solo me ha servido para vencerme y desaparecer y darle así un giro al destino, algo así como una posibilidad. Dicho de otro modo, todo esto lo he escrito no para mostrarme, sino más bien para acabar conmigo, para esfumarme y no tener que andar cargando más ese peso de mí que me aplastaba los hombros. Solo por eso podré amar la vida y hasta pensar que los seres humanos aún tenemos una oportunidad. Ya no me importa si me reciben con patadas en el trasero o con palmadas en la espalda. Ahora, cuando salgo a caminar, voy más liviano. Empecé a escribirte como un gigante que por su peso apenas podía caminar; ahora te escribo desde el aire, como un grano de polvo. Y si insisto en escribir yo es solo para mostrar mi abandono, para que sea obvia ante mí mismo mi pérdida, que esa inexistencia es la mía, aquí donde solo son las frases, las palabras incesantes, y la única realidad terrible: el punto; puntos que son como agujas, cabellos aciculares sobre el bajo vientre... La voz que aquí dice yo es solo una voz en off, un elemento gramatical, si se quiere, a veces, solo un acento, pero no mucho más que eso: un rastro que sería imposible seguir hasta la fuente. Muy pronto cerraré del todo estos apuntes. Han cumplido ya su propósito. Eso no quiere decir que todo haya terminado. No; pero aquí sí debe terminar. Yo he terminado. Lo demás será la vida, otra vez. [10:45 p.m.]
_______________ 07 de enero del 2000
A VECES LOS SILENCIOS PROPIOS NO LOS PUEDE OÍR UNO MISMO: necesitamos que otro oiga nuestros silencios, y solo así nos oímos. Y a veces sabemos que alguien nos ama porque descubrimos que ha podido oír eso que no podemos oír de nosotros mismos. Por eso nuestras verdades se hacen con otro, por 271
eso la soledad es un reino de fantasmas, de la ficción y del olvido y de las máscaras. La soledad es una multitud anónima, un carnaval desesperado. Como la literatura. Estar solo es ni siquiera reconocerse, no es sentir la falta de otro, sino de uno, y ser uno cualquiera: estar solos es el movimiento telúrico que nos fragmenta. Estar solo es algo impersonal, el eje de un circo, la paradoja de ser un ego gigantesco sin ser nadie, porque solo somos alguien con otro. Y entonces, ¿es posible? Como Orfeo, la persona que escribe baja a los infiernos para recuperar a su persona amada; pero trágicamente olvida que no debe mirarla en su regreso, regreso incitado por su canto, por su propia escritura; y por mirarla la pierde, desvaneciéndose también ella en la palabra misma con que quería recuperarla. Imagino un grito lastimero, la incomprensión, un grito ya de nadie, una sombra engullida por un fuego inflexible. Todo esto empezó mientras bajaba a esos infiernos. Pero no termina, su impulso es irrealizable: no sabemos esperar el silencio que nos salvaría, nos adelantamos siempre y, al hablar —porque hablar antes de tiempo es como mirar antes de tiempo— perdemos lo que más queremos. El que sabe no habla, decía Lao Tsé; y, sin embargo, habló para decírnoslo. ¿Es que inevitablemente escribir es siempre estar perdiendo lo que de todos modos no tenemos pero creemos poder tener? Acaso escribimos para eso, para que la ausencia de eso que más queremos nos recuerde con su anuncio interminable que existe, aunque quizá solo exista así, como desmayo en nuestro incesante llamado. Por eso lo que escribimos no es el recuerdo, sino el olvido. Escribir es callarse con todas las palabras. Escribir es callarse a gritos. Callarse a uno mismo. ¿Es posible, entonces, en esta soledad recuperar el amor? ¿Acaso Orfeo triunfaría, si los demonios le dieran otra oportunidad? ¿Puede haber amor después de esta pérdida? ¿Puede haber amor después de estos 272
extremos, de esta muerte? ¿Podré volver a la realidad después de haberme hundido en estas páginas? Yo ya no volveré mi cabeza para mirarte. Ya te he mirado y ya te perdí, ya he hablado; ya ni siquiera podría mirarte otra vez, perderte otra vez; ahora solo queda la posibilidad de seguir escribiéndonos... Aun si también eso deba desvanecerse como el viento, como el deseo, como la vida. Porque todo se deshace como las nubes y algún día solo quedará el desierto, o el cielo abierto, o el mar mezclado con el sol... Uno solo se extiende en excesos innecesarios cuando todavía no sabe callar. Al menos, este exceso anuncia que dichosamente yo ya no existo, que esto no tiene fin, que no es nada más que esto, las palabras, lo infinito.
[10:50 p.m.]
________________ 11 de enero del 2000
SU MIRADA O SUS MANOS MIENTRAS ME MIRABA; fueron su mirada y sus manos las que hicieron posible todo esto, esta insistencia en tener que explicar la falta de su mirada y de sus manos, y en querer explicarla y contenerla en este discurso como si así lograra, en efecto, no perderla, cuando es obvio que la perdí desde antes de empezar a hablar… No, no es exactamente así... ¿Podré, aún, decirlo mejor? Su mirada desgarra todo discurso que pueda hacer sobre ella; pero a la vez los produce o los convoca. Rompe el lenguaje en el mismo instante en que lo crea, ese que solo viene a ser para decirla precisamente porque no puede decirla, a su mirada, tal como es, única, y sin cambiarla ni degradarla… Cada persona que ha existido y existirá sería dueña de un libro radicalmente distinto… Pero no es exactamente así. ¿Podré mejorar este discurso, acercarlo a su lugar de origen? 273
Su mirada, hablo porque su mirada me hace hablar, lo hace posible, pero no solo posible porque también me obliga; su mirada está antes de toda palabra, y la palabra solo parece advenir a mi voz para intentar decir su mirada cuando sé que no puedo decirla, tenerla, enclaustrarla aquí en este papel… No es así, no… Su mirada me tocaba, me abrazaba, me daba vida; por eso me debo a ella como a la vida, como si la vida me mirara; y este deber es previo a toda palabra que pueda decir sobre ella; y aunque sea también la causa de esto que digo, no estará jamás aquí, jamás como algo mío, jamás, en todo caso, como algo que yo pueda decir. Ni siquiera cuando intento, disimuladamente, decirlo al no decirlo. —Nos vemos.
[10:51 p.m.]
________________ 21 de enero del 2000
EL RESULTADO SERÁ EL MISMO CON ORDEN O SIN ÉL. La manipulación de la memoria no es más que otra manera en que la vida se cuenta a sí misma, usándonos. Cambiar el transcurso de mi vida, en mi memoria, no haría nada para transformar el azar que el mundo ha depositado en mí. Contra el tiempo vivido soy impotente. Solo puedo abrazarlo o no, celebrarlo o no; pero no puedo siquiera decidir qué voy a olvidar y qué voy a conservar conmigo. Así como tampoco puede uno saber qué va a pensar mañana. De todos modos, es imposible recordar la exactitud de los momentos vividos, su cronología; es como si el tiempo no fuera sino un carnaval arbitrario de tiempos solo superficialmente, e ilusoriamente, lineales… El tiempo de la memoria es diacrónico; pero el tiempo de la vida vivida es sincrónico, como el tiempo que se sigue cuando se lee una novela desde el principio hasta el final... Aunque, visto con más detenimiento, en realidad ni siquiera en la vida vivida o leída podría haber una continuidad o una sincronía. 274
Quizá cada momento de la vida es un juego diacrónico que carga consigo toda la vida: espirales dentro de espirales, como una agonía que no termina nunca de culminar en una muerte, eso, eso mismo: el tiempo es lo que nunca muere, es la agonía misma perpetuándose para que todos podamos morir y vivir y vivir y morir… Todos los días, en uno o dos minutos, mientras va uno en el autobús o escoge en el súper una variedad de yogur, mientras se cepilla los dientes o se rasca el cuello, piensa uno toda su vida una y otra vez, apenas variando un detalle, a veces inadvertido, casi siempre inadvertido, y se sigue así como si no pasara nada… Uno, dos, tres minutos al día bastan para revivir la vida entera todos los días, incluso la vida futura, la que anhelamos, la que sabemos ya imposible, la que deseábamos cuando teníamos trece años y éramos brutos y puros. No hace falta buscar el sentido total, conjunto, de ese orden caótico del tiempo y la memoria. La vida es eso y no el sentido de todo eso. [10:53 p.m.]
________________ 22 de enero del 2000
HOY ME DECLARO CULPABLE. Aquí me trajeron mi torpeza y mi ceguera. Aunque eso no quiere decir que sepa con certeza qué hice mal. Eso casi nunca se sabe con certeza. Justo cuando el círculo va a cerrarse, se desplaza el trazo y todo comienza de nuevo. Al menos este desierto cargado de voces me ha enseñado todo lo que no soy. O lo que no he sido. Nunca sabemos del todo quiénes somos. ¿Cómo no va a ser difícil darnos a otros? Dichosamente, un yo inmenso ha quedado reducido casi a nada: una simple voz. Un ídolo fatídico ha agonizado y ahora finalmente bordea la muerte. Queda la levedad de las sonrisas, los cuerpos liberados, la posibilidad de la alegría. Y tal vez, es cierto, aún la quiero. Pero tampoco eso importa. Ahora mi voz es como el viento, y el viento no espera, solo avanza. 275
La vida será una fiesta frugal, con los altibajos de una fiesta. Me he desnudado como una mujer obligada a posar para afirmarse. Ahora lo entiendo todo mejor. Diana: si algún día improbable decidieras volver, volvé como la noche, en un silencio tenebroso, abismada; abriría la puerta sin preguntarte nada: te recibiría así, como a la noche, con sus ruidos presentes y lejanos. Mi mejor esperanza es que nunca volvamos a disfrazarnos de luz.
[10:56 p.m.]
_________________ 09 de febrero del 2000
YA NO SÉ SI LOS RECUERDOS SON SIEMPRE BUENOS. En otro tiempo creía que eran buenos, y también necesarios, medicinales incluso, como una vacuna contra el dolor futuro. Es que a veces solo en algunos recuerdos encontramos razones para levantarnos de nuevo. No concibo cómo viven quienes no guardan paz con su memoria, o quienes ni siquiera la buscan. Y en la primera página de mi memoria hay una lista de nombres propios que acostumbro reducir a letras: N, O, K, P, B, I, D… Algunos, por supuesto, se repiten más a menudo que otros. Algunos se van perdiendo con el paso del tiempo; pero sé que todavía están allí, que siempre estarán allí y que en cualquier momento podrían resurgir.
Es cierto. Algunos amigos, por ejemplo, amigos de hace veinte años, que quise de una manera que no he vuelto a sentir. Rostros sonrientes, manos apretadas, paisajes compartidos. Todo está allí dentro en alguna parte y en los momentos más raros algún rostro del pasado aparece en la consciencia como si nada, como si todavía fuera habitante del presente. 276
Hay épocas enteras en las que solo se repiten dos o tres nombres o letras, insistentemente. P, por ejemplo, o D. Largos meses de un encuentro duro, necio, a ratos glorioso y a ratos llanamente horrible. A veces involuntario, a veces voluntario. P: a su recuerdo puedo volver cualquier mañana fría y sonreír. Puedo, en general, controlar sus idas y venidas. Puedo, al menos, evitar que me pueble o embruje. Cuando quiero, y por placer, un placer sin dejos ya de sufrimiento, puedo simplemente recordar su ternura, principalmente en las noches en que la soledad me envuelve como un ataúd de vidrio. Recuerdo sus manos pequeñas y arrugadas, sus caprichosos gemidos en duermevela, como los de un animal que solo hubiera nacido para engendrarle pasiones al mundo. Recuerdo y sonrío simplemente porque eso me hace saber que he vivido y, más aún, que esto es vivir: poder recordar lo vivido, pero no mecánicamente, no como una computadora leyendo un registro siempre idéntico, sino con una distancia que distorsiona los afectos, que deshace los registros y los transforma, sin borrarlos del todo, que los integra al cuerpo y a los pensamientos y a lo que uno es o cree ser, eso mismo, creer ser alguien, alguien que es quien es solo porque conoció y compartió con tal y tal y no con tales y tales otros. Creo, por ejemplo, que ella, P, pudo comprenderme; y lo sé así, porque sí, sin pruebas. Aunque sí tengo pruebas. Es así de simple: no sería quien soy si no hubiera compartido con ella. Literalmente, pues, me debo a ella, a ella y a todos los demás que me entregaron su tiempo y a quienes yo les he dado el mío. Uno es a quienes les ha dado uno su tiempo y de quienes lo ha recibido: uno es tiempo, sí, como todo lo demás, pero tiempo atravesado de otros cuerpos. Uno es el tiempo dado y recibido. Y mis recuerdos, por supuesto, no pueden decirle nada a nadie como me lo dicen a mí. No obstante, pueden decirles a otros cosas que no pueden decirme a mí. La trama final es indescifrable. P y yo, por ejemplo, coincidiríamos, estoy seguro, en que algunos momentos que vivimos juntos nos marcaron para siempre a ambos. Pero aunque yo los recuerde y aunque ella los recuerde, esos momentos no serán jamás los mismos. Las experiencias vividas no son hechos inalterables. En el momento, son un cruce de percepciones, la confluencia espaciotemporal de dos maneras de percibir. Pero una vez separadas las personas, los marcos de referencia cambian y el recuerdo necesariamente transforma la experiencia vivida de maneras particulares. La experiencia y la vida son relativistas.
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El tiempo es amo y señor de nuestras vidas; que entonces dependen de cómo nuestras percepciones se relacionan con las percepciones de los demás. Lo esencial no es ni mi percepción ni la suya, sino la relación entre ellas. Es que no hay nada sin relación. ¿Quiere esto decir que las experiencias de la vida son, después del momento en que se viven, meras ficciones, porque van variando con la memoria en diversas versiones de sí mismas? No lo creo. Aun si es por capricho, me niego a reducir la realidad a dos extremos igualmente improbables: ni hecho ni ficción, de manera absoluta. Nada existe de manera absoluta, es decir, sin ser, de algún modo, relación con alguna otra cosa. Las relaciones que vivimos se desdibujan con el paso del tiempo, eso es inevitable, llegamos a veces a ni siquiera saber qué sucedió de hecho y qué imaginamos. Pero saberlo no es lo importante. Lo importante es lo que conservamos, aunque desdibujado o transformado. E incluso, por qué no, si eso que conservamos es el recuerdo de un olvido necesario. En suma, lo importante no es el detalle de lo vivido, sino lo que traemos con nosotros de todo eso que hemos vivido. Ahora, por ejemplo, recuerdo sin afectaciones la manera brutal y edificante en que he tenido que olvidar a Diana. Y, al contrario, he olvidado la manera brutal y suicida en que me obligué durante un tiempo a recordar a Paulina. A cada persona amada le concedemos ciertos olvidos y ciertos recuerdos; o acaso sea que cada una nos concede a nosotros la necesidad de ciertos olvidos y de ciertos recuerdos. En el fondo sin fondo de la identidad, quizá solo somos lo que hemos vivido con otros y el modo como los recordamos. Aceptarlo es, igualmente, madurar. Quizá el presente, evasivo siempre, imposible de atrapar, sea la única ficción del tiempo, aun si es allí donde debemos vivir; en cuyo caso el pasado sería más real que el presente, aunque no por eso más vívido. Y, sin embargo, no podemos decir que no haya realidad en el presente, ni ficción en el pasado: la memoria ficcionaliza el pasado y la consciencia vive el inasible presente como la realidad más contundente… Entre otros efectos, esta matemática imposible del tiempo provoca la extraña certeza de que en el mundo humano solo pueda sentirse la perfección a la distancia, en las oníricas noches de la memoria. Y me gusta pensar que justo 278
por eso, gracias a una sabiduría tácita, Paulina y yo nos separamos: para poder acompañarnos el resto de la vida. En la memoria nuestra relación es perfecta; pero en la realidad, si hubiéramos insistido, nos hubiéramos matado. En efecto, a veces yo llegaba a ser como un agujero negro y quería devorarla. Y a veces ella me devoraba. Sé que ella está mejor ahora, y también esa es mi alegría. Es cierto que alguna vez, ya no sé hace cuánto tiempo, creí que solo podía seguir vivo porque sabía que siempre podría verla de nuevo. La ciudad inhospitalaria, las calles efervescentes, el tedio infinito de ciertos días, el execrable futuro, todo se convertía en abrazo simplemente porque sabía que bastaba con levantar el teléfono y escuchar su voz. Podía pasar meses sin verla, pero eso no cambiaba nada; porque lo importante era saber que existía, que habíamos compartido un mundo aparte y que siempre lo llevaría conmigo. Haberla conocido y haber vivido con ella significaba saber que en la inmensidad de las galaxias había al menos una criatura que con solo una mirada podía enseñarme y volverme a enseñar la paz. O, dicho mejor, enseñarme que la posibilidad de la paz es una posibilidad real. ¿Qué más podía necesitar para pensar que todo esto tiene algún sentido, algún valor? Ahora no importa que ya no esté conmigo. Ni ella ni ninguna de las demás letras que escriben los renglones de mi memoria. Duele, sí, como una distancia que no podemos recorrer. Pero ese dolor es el gozo de estar vivo, de haber vivido, de seguir viviendo, de poder recordar y de saber que ese recuerdo me dará aliento para abrir mañana los ojos aunque el mundo sea horrible y mi cama esté vacía. Las letras, dichosamente, siempre pueden combinarse en nuevas palabras. Mi cama no estará vacía. Profético… Venturosamente —aunque tarde, tan tarde—, salía de mi adolescencia deprimente, luctuosa y embrollada… Pobres jóvenes, ¡cada día les cuesta tanto más querer vivir!
[11: 07 p.m.]
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_______________ 11 de febrero del 2000
ESPERAR EL MOMENTO CUANDO LA BELLEZA YA NO SE CONTENGA. Que brote, que rebase los límites del pergamino saltando los bordes, derramándose como la leche madrugadora de terneras adormecidas, lenta, reluciente, viscosa, gota a gota cayendo por comisuras y márgenes y pestañas y lóbulos hasta ya no poder más y gritar por descanso pero no por cansancio, sino para empezar de nuevo lo más pronto posible. Aquí. La desnudez pura.
[11:08 p.m.]
_________________ 14 de febrero del 2000
HACE ALGÚN TIEMPO, al principio de la espiral neurótica en que se convirtió este cuaderno, creía saber con clara distinción cómo era la boca de Diana y qué eran sus ojos. Es que su rostro, para mí, tenía significado. Arriesgando una nueva hipérbole, diría que antes —cuando estaba con ella— podía describirla con lenguaje ontológico. Hoy, en cambio, su mirada me indica, cuando la recuerdo, solo una zona de afectos, como si sus ojos no pudieran jamás reducirse a un significado previo, como si toda ella, a través de lo que señalan sus ojos, fuera para mí lo imposible mismo, es decir, algo que nunca podría terminar de explicar. Antes yo siempre decía: “ella es tal y tal cosa”; ahora solo podría describirla con rodeos o analogías. Sus labios, por ejemplo, hoy los asocio con la necesidad de dejar de hablar a cambio de algo mejor que hablar: los recuerdo con el antojo de morder que podría suscitarme una fresa madura. Hoy, paradójicamente, ella es para mí más persona que cuando la miraba a diario frente a mí, a mi lado, en mi casa, y creía saber a quién tenía entre mis manos…
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Y al principio de este resorte de dolor el paso del tiempo era marcado por reencontrarla, por volver a poseerla. Ahora el tiempo casi no pasa, solo se extiende como una confusa tuerca de momentos; ella aparece allí en alguna vuelta, junto con otros rostros y momentos, y desaparece entre sombras. Todavía la quiero, pero quererla ya no equivale ni a querer tenerla ni a necesitar definirla. Ella ya no es nada, no podría ser nada. Ahora simplemente estoy contento porque existe y pude compartir con ella algunos momentos alegres. ¡Si lo hubiera sabido antes! ¡Si alguien me lo hubiera enseñado! No habría tenido que torturarnos tanto, no habría poseído el deseo enfermizo de transformarla, de moldearla; habría puesto fin a la envidia, a los celos y la inseguridad. ¡Habrían acabado todas las guerras! ¿Es demasiado tarde? ¿Llega un momento en que verdaderamente es demasiado tarde? Tal vez para nosotros, juntos, sí, pues es casi imposible revertir o ignorar una guerra tan brutal entre dos partes. Sin embargo, la vida vuelve a ser nueva cuando deja de existir el rencor. [11:10 p.m.]
_________________ 15 de febrero del 2000
ES DECIR, yo era el enfermo, y por eso la veía a ella como un monstruo. Mi enfermedad metafísica me obligaba a creer en amores puros y perfectos, y en seres claros y distintos, de identidades y deseos claros y distintos. Ella actuaba difusamente, era inconstante, apegada al momento o contexto presente en cada caso. Para mí, eso la convertía en un monstruo evasivo, irracional, huidizo como el tiempo o la historia. Ahora comprendo que ella era más bien el héroe liberado que yo, secretamente, también deseaba ser. Hoy las cosas me parecen así de simples. La odié porque no quiso seguirme, porque, creía, no se atrevía a descender al fondo de sí misma y ser como debía ser, es decir, como yo; pero en realidad llegué a odiarla porque, al revés, era ella el ejemplo de lo que yo quería ser y no me atrevía: alguien que no tuviera ya la necesidad de amar metafísicamente, alguien que no necesitara creer que hay un fondo de 281
“uno mismo” al cual debamos llegar, alguien que no necesitara del todo ni dioses ni verdades redentoras. Ella fue el espejo donde yo no quise verme, pues de haberlo hecho habría perdido la imagen ideal de mí mismo. Y la juzgué porque ella no quería verse en mí. ¡Se veía, sin duda, y seguramente se daba asco! ¿Qué sentiría la vida misma si un día se viese reducida a la vida humana?
[11:11 p.m.]
_________________ 18 de febrero del 2000
Creo que para esta fecha, la sanidad —el alivio— ya era definitiva: dejaba categóricamente la manía, el capricho, el vicio masoquista, todos esos rasgos pueriles y depredadores que caracterizan a la humanidad. Dichosamente, mi depredación fue siempre teórica y se mantuvo solo como fantasía, compartiendo escena con la angustia irracional que me dominaba. En otros, esta enfermedad se traduce en violencia, en abuso o asesinato... Pero realmente sentía, para entonces, que empezaba a crecer, es decir, que tenía cierto sentido seguir vivo, y que hasta era posible llegar a disfrutar y celebrar la vida. Y amar de otra manera. Y que siempre es posible pensar de otra manera. Ahora sé que eso es lo más simple de vivir, aunque sigo sin entender por qué es tan difícil descubrirlo. En aquellos días, al igual que hoy que lo releo, era ya casi hora de cerrar definitivamente aquel cuaderno. HOY ES ELLA QUIEN VIVE SU ÚLTIMA AGONÍA. Incluso su nombre se deshace, se borran sus gestos, se disemina en el aire el olor de su piel. Ya no la conozco. Mi agonía se hace suya: la veré desaparecer.
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Obviamente, no es que haya triunfado mi odio, ni el suyo; es más bien el odio lo que se desvanece. Ahora, como yo, es otra, radicalmente otra… Lo que aquí casi muere es entonces mi necesidad de odiarla, o de vengarme, o de moldearla a mi antojo. Lo que casi muere soy yo y mi obsesión con tenerla, dominarla, poseerla. Yo soy quien ya no existo y por eso ella se desvanece para mí, o agoniza. Yo ya no puedo verla ni quererla, ni siquiera recordarla como mía, como posibilidad de que fuera mía o haya sido mía. Nada, ya, se trata de eso. El recuerdo es, casi, solo recuerdo: ya no duele; hasta puedo sonreír cuando la miro de nuevo en vídeos y fotografías que conservo de ella. Agoniza su crueldad. Agoniza mi deseo de venganza, muere del todo mi resentimiento y, espero que para siempre, también mi narcisismo o megalomanía. Casi todo está muerto y por eso ahora es tiempo de vivir. En adelante solo recordaré breves instantes como sueños añejos, roces, voces, algún abrazo espontáneo. Recordaré sus dulzuras sorpresivas, sus bromas ingeniosas, recordaré sus labios delicadamente fruncidos. La recordaré con el mismo placer desinteresado que siento cuando me identifico con la historia de una película o de un buen libro. O cuando descubro en otro cualquiera la posibilidad de un nuevo amigo. O esos raros momentos en que de verdad sentimos, o sabemos, que los humanos, todos, somos los mismos. Y es cierto que este último respiro de la agonía podría durar toda mi vida. Siempre es posible que mañana vuelva su violencia, o la mía. Pero ya no importa: olvidar del todo sería una cobardía. Solo hay valor en este riesgo, en esta incertidumbre… El dolor se convierte cada vez más en solo un recuerdo y los recuerdos son para ser olvidados, sí, pero solo si olvidar significa convertir el pasado en un verso que podamos leer una y otra vez, hasta que ese verso nos descubra y nos cuente a cada uno la vida verdadera que hemos vivido, y por eso, también, la que queremos vivir. Yo verdaderamente me he perdido: este es mi único triunfo. Ahora la historia puede renovarse y continuar. Miro por la ventana las nubes escasas y las montañas erguidas a lo lejos, y todo es súbitamente incomparable; sí, también las nubes y las montañas, que antes eran siempre las mismas. [11:16 p.m.]
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_________________ 21 de febrero del 2000
EN EL FUTURO, de todos modos, y un futuro no tan lejano, el self solo va a ser un recuerdo, memorabilia nostálgica de la época primitiva de la humanidad. Hoy aún vivimos en una edad primitiva. Nuestros descendientes se reirán de nosotros, de nuestra ingenuidad y nuestro egoísmo. Somos niños. Niños egoístas. Niños caprichosos gritándole en el supermercado a mamá: “¡Comprame algo, mamá! ¡Comprame este, mamá, este! ¿Centro? ¿Alma? ¿Identidad? ¿Dios? Sueños primitivos. Entre yo y el otro no hay fronteras absolutas; entre la vida en la Tierra y las estrellas lejanas no hay fronteras absolutas… Adentro y afuera: dos palabras prácticamente inútiles, o útiles solo pragmáticamente. ¿Yo? ¡Yo soy superfluo en el porvenir! ¡El porvenir no me necesita! Sonrío, sin embargo. Porque esto no quiere decir que yo ya no vaya a estar allí, aquí, todavía pensando y encendiéndome la piel bajo el sol. Aquí estaré, pero liberado, liviano, mezclado con tantos otros, con el mundo entero y con los leopardos y los pingüinos y con el polvo de hace millones de años y con tantas otras criaturas que aún no están aquí pero que vienen, ya vienen. Termino de agonizar para poder vivir. Entonces el amor ya no podrá doler. [11:18 p.m.]
_______________ 25 de febrero del 2000
FINALMENTE LA NOVELA ESTÁ A PUNTO DE EMPEZAR. Se ha fraguado en cada fragmento bosquejado como punto de partida. Su atmósfera está lista. Sabemos que hay un hombre solo, muy joven, que ha sido abandonado por su amada. Como principio, por supuesto, esto no es muy significativo. Como 284
historia no tiene nada de interesante ni de novedoso: no hay un anzuelo; no hay siquiera una trama. Y sabemos que a este joven le apasiona el silencio, y las playas vacías y acostarse bajo el cielo desnudo. Y la novela está a punto de empezar porque todo esto es su condición de posibilidad. Ella se fue y él sufre y no deja de esperarla. Camina por las noches inventariando los ciclos de la luna. Recuerda con precisión algunas de sus palabras, se esfuerza por recordar sus ojos, cada línea de su rostro, las manos. Quisiera recordarlo y conocerlo y saberlo y dominarlo todo... Una noche, mientras camina, se topa de frente con una vecina que ha salido a pasear a su perro, blanco como la luna, y grande, como un novillo. Le sonríe y ella desvía la mirada. Él piensa que se parece a la historia, extrañamente vaciada de su infinidad de vidas particulares y, reducida, hoy, a una extraña y abstracta generalización de un único temor: cada uno de nosotros, todos nosotros, exhibidos en un gigantesco escaparate, estamos al borde de la muerte. Y esta agonía sostenida ha sustituido a la historia. Su novela concreta está en la punta de una lengua indecisa. ¿Bastará con recordar la minucia de todos los hechos compartidos? ¿Será imprescindible arrastrar para siempre la memoria de todo, lo atroz y lo glorioso? La suya es una lengua que recuerda y sueña y desea. Pero por ahora es una lengua que solo puede hablar de ella, recordarla, desearla, llorarla a ella como se desea y se llora la imposible eternidad, como se la llega a desear aun sabiéndola imposible. La novela está a punto de empezar pero no se decide a empezar. En cada madrugada está de nuevo a punto. Y el frío, su cama fría. Cierra los ojos y la ve con los niños, tan entregada y segura de sí. Los abre y corre al teléfono. Se arrepiente. Se vuelca sobre sí mismo y decide que solo podrá aliviarse si alcanza el extremo de su dolor, si se deja hinchar hasta explotar, como un globo, precisamente eso: un globo en una fiesta de niños. Alguna iluminación habrá de llegar. Faltará alguna maduración. Convertirá su agonía en pequeñas esquirlas curativas. Pero ¿qué contar, específicamente?
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¿Con cuáles eventos o rostros podría llenar esta atmósfera de modo que no dejara de ser atmósfera? Últimamente piensa que quizá no es necesario contar nada. Cuando la vacuidad sea lo más elocuente, entonces el mundo… Debe mostrar el error, el error histórico. ¡Ese es el secreto! Vuelve al teléfono, le dirá su descubrimiento… A ella no le interesaría… Y volver siempre a empezar. El comienzo y el final se unen indisolublemente, cerrando un círculo, y el círculo es una rueda y la rueda gira, da vueltas sobre sí misma, ronda, rodea, avanzando no avanza, se queda, sigue, es como un colibrí; o una cascada: vista de cierta manera, parece que el agua no fluye, que es la misma siempre, pero siempre está en movimiento; basta con mover los ojos muy rápidamente, siguiendo la dirección de la caída, siguiendo el agua hacia el vacío, hasta que se hunde atropelladamente y borbolla de júbilo anticipando las pozas serenas… La novela también está a punto de terminar. Todo esto solo ha sido su condición de imposibilidad. Al menos sabemos que hay alguien que se cree capaz de escribir una “novela” o algo así sobre el estallido de un ego cualquiera. Su atmósfera será milenarista y, a la vez, psicológica: obsesiva, compulsiva, tal vez algo paranoica... Como principio, por supuesto, eso no nos dice nada; como final nos dice todavía menos. Es como haber querido escribir la historia total del mundo concentrándola en una abstracción difusa. Un despropósito. Y sabemos que su novela trataría sobre un amor, uno solo suyo, uno como cualquier otro, y que no trataría de nada más. Sería la novela de una afección enfermiza: un “amor” obsesivo, una dependencia infantil. Ahora sabe que esa dependencia “amorosa” es análoga a la de un niño por sus padres, o a la de la humanidad por figuras divinas. Pero también sabe que con eso no basta para hacer una novela. Por ejemplo, ¿habría personajes en su novela? Porque la “novela” o algo así está a punto de terminar y los personajes casi no han hecho nada, apenas si los ha bocetado... Todo esto es apenas el retrato de una historia, quizá su portada o su prólogo. ¿Acaso la más común de todas? ¿Pero es posible una narración sobre lo más trilladamente común del mundo? ¿Puede, por ejemplo, hablarse todavía de la vida de un modo inédito? ¿Puede, todavía, hacerse la vida de un modo
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inédito? El retrato de una historia es algo muerto. No puede ser algo fijo. Debe moverse. Él, aún no se ha movido del umbral, sigue allí sentado como una piedra, y en su manso cuaderno ha escrito unas pocas líneas sibilinas, pero no mucho más, un pozo de agua sucia donde nos miramos deformados, no solo Dios debiera ser capaz de inventar mundos, la ternura es la victoria sobre nosotros mismos, y otras similares… A punto de terminar, la novela apenas comienza. Diríamos que comenzó terminada, que terminó apenas comenzando. La novela ha estado girando como un disco rayado. El amor es una rueda, escribe. Y de pronto todo le parece fugaz, hasta la voz, o principalmente la voz. Y también lo ve todo claro, clarísimo. Parece que la voz nunca hubiera empezado a hablar, parece que nunca terminará. Sí, el amor es una rueda y la rueda recorre un desierto: el silencio solo se rompe con sus giros. ¿Y qué nos dice? Que no hay nada nuevo bajo el sol, que, en efecto, ya todo ha sido dicho. Nos lo recuerda, pero al redescubrir que no hay nada nuevo es como si todo empezara de nuevo: esa evidencia golpea como un yunque, y pesa como un yunque. ¿A qué juegan entonces los niños? ¿Por qué cuidan sus vestidos las personas, por qué pretenden seducirnos? ¿Es que, simplemente, vivimos la repetición interminable de una incógnita? ¿Por qué seguimos levantándonos y trabajando y haciendo cosas? Escribiendo, por ejemplo. A veces la rueda parece estirarse, deteniéndose por horas en alguna historia aparentemente singular; y a veces se encoge y se recoge en una punta de lanza, en una aguja, una frase, la inmediatez de un padecer que no calla, que no se rinde. A veces la historia es un único afecto sostenido; entonces la novela no es una sucesión de eventos, sino la historia de los matices de aquel único afecto. Por ejemplo, ¿qué hemos sido nosotros en la historia? Guerra: la necesidad de vencer. La novela es estar empezando a punto de terminar.
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Solo hay poesía antes y después del amor. El verso nace en la ansiedad o en el olvido. La vida es ese verso, los bordes de ese verso. Una lista abierta de frases sueltas. Las marcas de la rueda en la arena. La novela avanza como un caracol. Es la lentitud de un día marino. Está a punto de empezar. El papel, sin fondo, recibirá los besos que no dimos, los que no recibimos; el papel es la memoria que transforma el olvido en vida vivida: la novela es estar escribiendo siempre la novela. Ahora es obvio que no era la literatura la que estaba agotada: era tan solo yo quien se agotaba o agonizaba. Dichosamente, todo ha podido recrearse antes de morir, y hoy ya es posible que empiece todo de nuevo, nosotros, nuestra historia, la vida, los libros. La historia está empezando y no terminará. Por eso aquí no cabe una narración redonda, un principio y un final, un círculo dramático. Aquí la historia son los afectos encontrados de algunas personas. ¿Cuántas? Imposible saberlo, dos, doce, doscientos, dos mil millones. Siempre dos o más de dos. De una manera secreta incluso para sí mismo, fue él quien abandonó a su amante. Quien abandonó, más bien, la posibilidad de amar así, tan religiosamente. Ya no se trata —piensa— de adorar a ninguna persona amada como si fueran dioses las personas amadas; ya no se trata de creer ni de necesitar certezas amatorias de ese tipo, ni de ningún tipo. Ahora nos toca inventar el amor. La novela empieza con la historia. Y lo que aquí comienza es la ternura: una promesa distinta; pero no simplemente otra promesa sino otra manera de prometer. Aquí, solo aquí, y solos, es donde debemos vivir. [11:28 p.m.]
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_________________ 26 de febrero del 2000
…YA NO PUEDE HABER REGRESO, no hay retorno posible a la paz de su regazo; el viaje que empecé —desde cualquier palabra, mil y mil veces, con todas las palabras— ya no puede arribar a sus manos, a lo que sería nuestro hogar, para siempre. Quise derivar de mi dolor una ruta circular, perfecta, de vuelta al origen beatífico de mi dolor, su beso húmedo, su vientre inadjetivable… pero la deriva en que he caído me ha conducido por una cuenca laberíntica de ríos y riachuelos y afluentes que no pueden ya conducirme de vuelta al puerto interior del cual creía haber partido. Cualquier ruta que siga me lleva solamente al mar, y el mar, como el desierto, es un laberinto infinible, sin origen ni final, sin centro ni destino… el viaje habrá de ser interminable: nuestro destino será para siempre no tener destino… Mi último aprendizaje, el único que me da el coraje necesario para, al menos, callarme —aunque el viaje deba inevitablemente continuar—, es que en realidad nunca habría podido volver al origen ensoñado, a la perfección de su abrazo verdadero, y no porque no pudiera volver sino porque nunca los tuve, nunca, nunca existieron aquel abrazo ni aquella perfección. Y ya nunca más en esta historia podrán existir. Desde el principio, desde siempre, desde la primera vez que nos miramos, solo había —y no podría haber habido otra cosa— la ilusión, la fe o el engaño, la creencia o la simulación de esa perfección. Somos simplemente humanos, y entre nosotros todo ha sucedido como si, hasta hoy, lo más perfecto de la humanidad hubiera sido nuestra habilidad para imaginar y creer en la perfección. Tal ha sido nuestra inmadurez, nuestro nihilismo, porque no puede ser sino eso: una ilusión, metafísica, emocional, religiosa, científica o amorosa pero ilusión al fin y al cabo, justo eso: la ilusión de un principio y de un final definitivos… Pero entre el principio y el final no hay trayectoria posible, solo postergación, solo la derivación de unas rutas a partir de otras en una deriva que nos mece entre el gozo, la pérdida, la catástrofe y el éxtasis, que nos mece sin reposo en un eterno retorno de lo diferente que siempre culmina en lo inesperado: como las olas del mar. [11:34 p.m.] 289
Es demasiado tarde, he invertido el día entero en repasar este cuaderno… Estoy agotado. Y debo apurarme, mañana volverán todos muy temprano, ella —mi luz, mi compañera— y los niños, y vendrán mis padres y los suyos y todos nuestros hermanos y amigos. Mañana es su cumpleaños, y será un día feliz… Tan distinto de los días de aquel joven que fui, del cual todavía queda mucho, aunque otras cosas han pasado inevitablemente. Ya jamás escribiría como escribí estas páginas, con tanta ambición, con tanto dolor, con tanto morbo, con tanta ingenuidad o tanto de cualquier cosa. Hoy me esforzaría por morigerar todos mis ánimos. Aunque ha sido bueno releer hoy, un día cualquiera, mi vida, o parte de mi vida, para seguir aprendiendo, para volver a cambiar, quizá, o afinar algunos aprendizajes. Creo que esa es la principal función de la memoria. El centro fugitivo de la vida quizá no es más que ese: volver a repasar la vida vivida una y otra vez, en el intento siempre inicial de verdaderamente aprender a vivir. Y aún creo que pasa algo similar con la colectividad; la historia de la humanidad nunca podrá ser una sola novela: una obra acabada, con unidad, con principio y final; pero como somos nosotros mismos quienes siempre estamos escribiendo esta “novela”, este ensayo de novela que es la historia, dichosamente siempre podremos variar sus giros y sus personajes...
Es tarde. Otro día volveré tal vez a deambular por aquellos cuadernos juveniles, azules, interminables, tediosos e iluminadores a la vez, míos y ya nunca más míos. Otro día haré otra ruta distinta por ellos. Por hoy, elegiré solo un día más, solo una anotación más antes de irme a la cama. Es la penúltima anotación de este cuaderno en particular. Recuerdo cuánto disfruté escribiendo esas líneas; estaba, de hecho, frente al mar y finalmente aliviado de mí...
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_______________ 29 de febrero del 2000 ¡La hemos vuelto a hallar! ¿Qué?, la eternidad. Es la mar mezclada Con el sol. ARTHUR RIMBAUD
MI VIDA SE LA TRAGÓ EL MAR. Quizá por eso solo frente al mar, en el ardor azul del agua calcinada, creo encontrar algo de mi vida. Está ahí, ahogada e indiscutiblemente viva. Es imposible describir lo que siento aquí, en la arena bajo los árboles de menudo follaje; enfrente, la bahía abierta, prehistórica, y las penínsulas lejanas como sombras de otros países o historias que no conoceré. Es la amplitud, supongo, el viento ligero y tibio, la desnudez de la tierra, que ni siquiera reclama haber sido desplazada. La ciudad es la tristeza. Aquí está la vida, esto es la vida, el movimiento repetitivo y azaroso, como el viento, como el mar, como el flujo de la sangre y de los pensamientos. La planicie del mar, manto de aceite lapislázuli. Las ninfas morenas de vellos dorados, sus frescos senos dorados, frutos de un jardín abierto, lustroso. Y el sopor. El mar es la boca de la tierra. La vida. Vientre. Luego el claroscuro de la luna, entre los árboles. Medianoche: el mundo son siluetas en tonos de gris. El encantador desorden de estas sombras que respiran, sin ser blancas ni negras sino solo mezclas escalonadas, atractivas como miradas y receptivas como manos. Bajo estas sombras aprendo que los extremos son el error señero de la humanidad. La realidad florece como arco iris ilimitado. Esta noche el mar está casi quieto. Acaso también duerme, solo en su enormidad inconcebible, reflejando planetas y héroes inmortalizados. Si el mundo es un error, es un error sublime. El dios asesinado al menos fue un artista. 291
Las heridas se cauterizan en la arena, la playa en claroscuro, una puerta abierta, un umbral hacia el vértigo. En la mañana, la bahía iluminada, como si un demiurgo de fauces fosforescentes hubiera mordido la tierra. Camino por la playa imaginando que mis pasos acarician a una gigantesca criatura inmóvil. En las piedras —tajadas de tiempo— las garzas contemplan la danza inútil y bella de peces verdosos y condenados: su belleza será muy pronto devorada. El hambre siempre triunfa. Pero en las noches, con el cielo jaspeado de estrellas, tras los árboles meditabundos, la vida —la mía, la nostalgia— regurgita de este suelo inhumano como un grito. Y el viento monstruoso, como si la paz aullara de júbilo. La perfección es esto. Mediodía. El mar estrellado, como una galaxia líquida, inquieta. El reflejo del sol es un batallón de luciérnagas arremolinadas, galaxias rebeldes queriendo ahogarse en el agua. Es la calma de la tierra. La perfección es esto y es imposible, y solo se goza cuando su imposibilidad aparece así, casi perfecta: mediodía entre los árboles, es decir, entre las sombras, frente al mar infatigable. La perfección es cuando por fin entendemos que estas cosas, el mar, el cielo, la brisa, la sal en los labios, el sudor resbaladizo, la memoria… son casi perfectas... Algunos islotes vigilan la entrada de la bahía, despoblados y estériles. Todo brilla y arde. El cielo desnudo ordena que todos se desnuden, las piedras, las aves, los cuerpos humanos. Tanta animalidad. Aquí respira el mundo de sí mismo, se alivia. Y la playa vista entre las sombras, allí, a mis pies. No hay nadie alrededor. Nadie nos mira: estos desiertos, el mar, la playa, el cielo, estos desiertos no son míos ni de nadie, son de sí mismos; pero hoy en sí mismos son mi pacífica soledad. Hasta las heridas son ahora como momentos del día, la luz blanca del amanecer, el fuego del sol en el mar, como un espejo, y la grieta púrpura del cielo cuando anuncia la noche. Cada minuto es un recuerdo; justo aquí, por ejemplo, en esta playa, estuve con Diana. Pero los recuerdos no duelen, son versos, versos parecidos a la paz 292
sentida antes, en su boca abierta, en sus ojos casi cerrados. Antes esa paz ardía, alegre, como una promesa cumplida. Ahora solo es paz, y habla sin hablar. Me mima con los matices del cielo y con el viento. Ahora todo es diferente; la perfección la entiendo ahora de otra manera, y eso lo cambia todo. Mi perfección es que nunca más esperaré la perfección. Ahora hay serenidad y respiro; después de tanta turbulencia y tantos vórtices que parecían tragarme como si ese fuera mi destino, ahora sé que no hay ningún destino, que absolutamente todo lo que nos pase depende solo de nosotros. Esta libertad me asusta y me levanta a la vez. Nada está hecho. Todo puede siempre recomenzar. El orden más exacto jamás será perfecto y siempre se podrá romper. La ventaja de la totalidad es que solo puede existir como un sueño que pensamos, así como pensábamos a Dios. Hoy queda por vez primera abrazar la vida, abrazarla solo aquí. Crepúsculo de topacio, y sobre el horizonte, las nubes como racimos de uvas. Un instante después, el cielo como hierro fundido tras el perfil negruzco de las montañas lejanas. Y en medio la pequeña bahía, la planicie fría del mar. Y la arena, opaca pero clara. Volverá la noche y luego volverá el día. Y la única verdad es que no existe, sola, la noche, ni solo, el día. Todas las cosas se dan mutuamente en indescifrables relaciones e impurezas e infinitas perspectivas; lo demás ha sido la locura de una mirada humana. No hay espacio ni tiempo, solo líneas ficticias que se cruzan en el infinito. Podría escribir la vida entera sobre este paisaje y aun así no empezaría a expresar el arrobo que me impregna. Esas plenitudes mudas, extensas como universos dentro de universos. El fulgor del agua. Y de pronto la trágica certeza de saber y aceptar que esas plenitudes son solo mías, ilusiones mías, porque en sí misma no podría haber ninguna plenitud. Todo lo que era mío se entrega allí y se deshace en el mar, justo en esta ola que ahora cae y borra mis huellas en la arena. Dichosamente, la ternura compensa el trágico absurdo de vivir conscientes de estar vivos. Yo, aquí, me desplomo bajo el cielo. Me dejo. En esta inmensidad nada es mío. Solo podemos mirarnos y darnos. Ahora la luz es diferente de como ha sido siempre. Los tiempos se confunden bajo este sol hipnótico. Y encuentro, entonces, aquí, un amor nuevo, impuro e inocente, sin culpa y pródigo, un 293
amor más allá de la posesión y del sexo. Un amor como el cielo, el mar y la tierra: desiertos confundidos por no saber dónde empieza uno y dónde acaba el otro, desiertos abrazados en un misterio que los supera, taciturnos y exultantes, albergando en su abrazo todo, amándolo todo por igual, la vida enriquecida en muchas miradas que se miran y se acercan y se quieren porque sí, simplemente porque es posible. Sueño un mundo donde sea posible. Este mar me hace soñar. Abrazo la tierra, me abrazo, abrazo la vida. Es el sol, entonando una melodía sin nombre.
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APÉNDICES 1. La insoportable pesadez del yo, por E. M. Leñanzas
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2. La mera escritura, por Víctor Alba de la Vega
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3. La agonía de la literatura en los escaparates, Entrevista de Joaquina Infante Sotomayor a Víctor Alba de la Vega
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La insoportable pesadez del yo Por E. M. Leñanzas [Reseña de Agonizar en un escaparate (Ensayo de una novela), publicada en el diario La Nueva Nación el 23 de septiembre de 2012.]
Yo pensaba, según toda prudencia literaria, que muy poco quedaba por inventar en el ámbito de la novela; o, para no ser tan aguafiestas, que de haber novedad, esta debiera ser al menos obvia y seria. Sin embargo, Ediciones Última Puerta acaba de publicar un mamotreto de trescientas cincuenta páginas titulado Agonizar en un escaparate (Ensayo de una novela), debut literario de Víctor Alba de la Vega, libro que se presenta como una “„novela‟ o algo así”, con lo cual se sugiere que, si no una novedad, por lo menos el texto es una anomalía, en el buen sentido. Y anómalo sí es, aunque no sabe uno si por una megalómana ambición literaria, o por simple y llana ingenuidad. En cualquier caso, es un bodrio inaguantable. El volumen se abre con un “Aviso” (el lector no sabe si lo ha puesto allí el autor o el editor) que indica que el texto por ser leído no es ni novela ni ensayo, sino la “prueba, rehearseal, répétition”, de “una posible novela de una posible novela…” La verdad es que en realidad no es tan extraordinario: el libro está compuesto por páginas y más páginas escritas a modo de diario, cuyo tema principal es el escritor mismo, el “yo”, el ego, en busca de un narrador, de unos personajes y hasta de una historia, es decir, ¡en busca de una novela! Esto, al menos, no se oculta, más bien se hace evidente y se tematiza: la intención, se dice en alguna página, es forzar el hinchamiento del ego para que explote en mil esquirlas y deje que el escritor finalmente pueda escribir. Pero, aparentemente, este objetivo nunca se cumplió en realidad. En principio, todo esto estaría bien como propósito experimental para unas pocas páginas, quizá para mostrar la inutilidad, el absurdo o el aburrimiento que entrañaría hacer una novela sobre semejante “tema”; ¡pero hacer
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de hecho sobre esa línea una “novela” de 400 páginas de duración! Eso raya en la insolencia, en el desprecio hacia el lector. El libro está plagado de frases “bonitas” y reflexiones pseudofilosóficas; es decir, el autor ha querido dar la apariencia de “profundidad”, vicio literario como ninguno. En lugar de construir una línea dramática, en lugar de la narración de sucesos o de la ilación de una trama, en este “ensayo de novela” no pasa absolutamente nada, es decir, no hay acción, casi ningún diálogo, no hay eventos, solo una voz que piensa y escribe y escribe que piensa, en círculos y redundancias que llegan a hacerse tediosos muy rápidamente. El autor crea una voz supuestamente adolescente —de una “adolescencia a los veintitantos de clase media en un país subdesarrollado”—, repetitiva, amargada y, en más de una ocasión, moralista. Aparte de que esa voz no es creíble en tanto adolescente, no sabe uno si está leyendo un simple lamento de amor o un fallido experimento sociológico, porque el libro disimula su vacuidad narrativa con una afección amorosa enfermiza y con el recurso a párrafos pseudoteóricos de criticidad respecto del mundo o la actualidad. Todo esto es tematizado especulativamente por el autor o narrador, quien, dice, rechaza abiertamente el estilo de narrativa “hollywoodense” que ha hecho de la literatura una fábrica de guiones de películas. ¿No será el caso, más bien, que el “narrador” huye de esa literatura solo por resentimiento o, peor, por incapacidad? Porque para huir de esta supuesta condena mediática —esta “agonía en los escaparates”—, el narrador se dedica a buscar una escritura “sin programa”, no “espectacular” ni “visual” sino textual: “mera escritura”, apunta. La intención de rechazar ese tipo de literatura que solo parece antesala de Hollywood es, claro está, un propósito digno; pero lo lamentable es que la alternativa haya sido caer en otro extremo del espectro posible de estilos “literarios”: una primera persona incansable que vuelve una y otra vez, durante cientos de páginas, a los mismos ejes temáticos: sus deseos de escribir libremente, sin modelos impuestos; la necesidad de comprender por qué lo dejó su amada, una tal “Diana” que casi no hace nada en la novela más que ser la arpía/musa que a la vez genera el dolor del narrador y la necesidad de escribir; y el deseo de librarse de sí mismo, precisamente de ese Yo que amenaza con endiosarse a sí mismo. A mí, como lector, me parece que todo este proyecto debiera haber sido una tarea privada del autor, es decir, algo que debería haber conservado en sus diarios privados. Yo no encuentro 298
razón ni interés en saber lo que pensó, sufrió y escribió patológicamente el autor real de este texto en su adolescencia. En las novelas interesa lo que padecen y viven sus ficciones, es decir, sus personajes; pero en este libro los personajes apenas asoman su cabeza, sin llegar a dejarse ver. El libro, hay que decirlo, tiene algunos pasajes estilísticamente bien logrados, párrafos bellos y lúcidos, con lenguaje preciso. Lástima que debamos soportar docenas de páginas “experimentales” o de borrador, de “ensayo”, precisamente, para alcanzar un párrafo literario, uno diría: en limpio. ¿Imaginan la catástrofe si todos los escritores se dieran a publicar sus borradores, sus “ensayos de novela”, en lugar de esforzarse por preparar y publicar un producto final, revisado y pulido? En suma, no recomiendo la lectura de este libro anómalo. No llega a ser una novedad literaria, y su carácter experimental no supera, en valor, el tedio que produce su lectura. Muchos y mejores “experimentos” hemos visto en el pasado. O bien, le recomendaría a la editorial que sacara una versión editada que incluyera, si fuera el caso, solo esos párrafos escasos de prosa pulida y estéticamente agradable; se ahorrarían mucho en costos, porque de cuatrocientas y tantas páginas se verían reducidos a publicar unas treinta o cuarenta. La literatura es para contar historias y no para irritar a los lectores con reflexiones introspectivas que, al cabo de unas pocas páginas, ya no resultan siquiera interesantes.
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La mera escritura Por Víctor Alba de la Vega [Réplica de Víctor Alba de la Vega a “La insoportable pesadez del yo”, de E. M. Leñanzas, publicada por el diario La Nueva Nación el 30 de septiembre de 2012.]
Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia. […] En este caso, sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada no hay tampoco nada… F. NIETZSCHE, Ecce homo
E. M. Leñanzas ha publicado en esta misma sección una reseña de mi libro Agonizar en un escaparate (Ensayo de una novela). Aquí quiero responder brevemente a un par de aseveraciones suyas que, me parece, no le hacen justicia al texto. En general, no me interesa la beligerancia, y creo que la discusión crítica deben hacerla los “críticos”; pero también creo que el descuido y el irrespeto en la lectura sí deben combatirse. En su recensión, el citado examinador —quien, curiosamente, comienza su texto con la palabra que más adversa en el mío: “yo”— se ha quejado de que en mi libro “no pasa absolutamente nada”, “no hay acción, casi ningún diálogo, no hay eventos”. Su lamentación está a tono con la visión actual y común —digámoslo como es: a la moda— de la literatura como catálogo de “historias”, en el mismo sentido en que el cine, podríamos pensar, se ocupa de contar historias. Como si la ausencia de historias, es decir, la mera reflexión pensante, solo pudiera tener cabida precisamente en lo que, se supone, no es literatura: los ensayos (filosóficos, científicos, sociológicos, etc.). Pues mi texto se ocupa, precisamente, de problematizar esa línea divisoria, a mi juicio falsa o artificiosa, entre narración y ensayo; aunque no poniendo, dentro del libro, por un lado la narración y por otro el ensayo (como si de 300
hecho fueran “entidades estilísticas” separadas o puras), sino verdaderamente intentando —tanteando, probando, ensayando— estilos que fueran a la vez ensayo y novela, y nunca solo de ensayo ni solo de novela. Por otro lado, no pensaba fundamentalmente en el ensayo académico, erudito o científico, sino en el ensayo en su sentido más renacentista, más cercano a Montaigne: esa reflexión personal cotidiana, asentada en la experiencia, a la que puede uno entregarse en la escritura. Creo que en todo esto —obvio para quienquiera que esté actualizado con cierto tipo de publicaciones “anómalas”— no estoy solo: cada vez más autores se han dado a la tarea, lúcida y valiente, de confrontar o distanciarse de ese vicio tan vigente de hacer de la literatura solo otro objeto de consumo. A mí me parece que el grado al que hoy en día la literatura ha llegado a parecerse al cine —y entiéndase, me refiero al mal cine, al que solo cuenta “historias” de acción, de aventuras, y de modo trepidante, como mero entretenimiento, etc.—, es ya nocivo, o simplemente, para no ser tan moralista — como me acusa el señor Leñanzas— ha hecho de la literatura un asunto banal: las “novedades” literarias pasan por los escaparates como las noticias amarillistas sobre las “celebridades”: son fugaces, repetitivas, todas similares. También, pues, la literatura ha entrado a formar parte del imperio de las modas, y esto quiere decir: de la publicidad, del espectáculo y de la simplificación. A algunos escribidores solo pareciera interesarles demostrar que son más ingeniosos que el resto, para lograr así mayor tiempo de exposición en los medios. A veces hasta se les olvida qué es lo que querían decir. Pues yo prefiero los textos que aún intentan decir algo sobre la experiencia íntima de las personas, y sobre sus relaciones frustradas y posibles; porque son las personas y no los sucesos quienes hacen y padecen la historia. Entre muchos otros propósitos que me planteé al escribir este libro, quizá el fundamental era el de ponderar qué posibilidad le quedaba a una literatura que se hiciera explícitamente para distanciarse de este modelo, y si era posible hacerlo. Porque también existía la posibilidad de que el libro resultara ser un intento fallido, un fracaso en todo sentido, una tontería: todo esto se tematiza en el texto mismo. Pero para intentarlo, el texto, el estilo, debía ser más “textual” que visual, menos cargado de “eventos” y más de “reflexiones” o simples giros poéticos, etcétera. La idea era tantear qué pasaba si, sin renunciar del todo a la literatura —lo cual es, de todos modos, imposible—, se exploraban otras formas de “narración” y de “historia”: por 301
ejemplo, una forma en la cual lo dicho sobre unos hechos, sobre una historia o sobre unas personas, fuera mucho menos —casi nada— que lo no dicho. La intención era hacer un libro donde el lector no fuera solo el consumidor de una historia ya pensada, sino su parte creadora. El libro debía ser un vacío de historia —de hechos específicos— y solo el lector podría, si lo quisiera, llenar ese vacío. Quería que el lector se viera obligado a conversar con el narrador, a interrogarlo, como si, efectivamente, tuviera allí delante a esa persona, hablándole, pues es principalmente eso lo que hace el narrador: hablar de sí mismo —como hacemos comúnmente cuando hablamos con alguien, especialmente si es una persona amiga—, y en eso sí lleva razón el señor Leñanzas, aunque equivoca la intención de tal estratagema. Por otro lado, la función del abultamiento del yo y su eventual rompimiento, no es la de un simple juego literario o formal. Tampoco un narcisismo clínico. Eso solo puede pensarse dentro del prejuicio que, previamente a la lectura inmanente de un texto, lo condena a encajar o no en un modelo o machote de lo que, se supone, debe ser una novela (¡hablando de moralismos!). Pero en el caso de Agonizar en un escaparate, aquel abultamiento del yo y su eventual rompimiento tienen principalmente un sentido histórico: en el momento actual de la historia del mundo —este momento, se dice, de “mundialización”—, millones de personas no tienen mayor realidad que una vida empobrecida hasta la desesperación, y de una pobreza no solo material sino también espiritual: sus vidas son planas, vacías, sin “sucesos”, sin esperanza, son vidas reducidas a la contemplación de lo que pasa en la televisión, con las celebridades del primer mundo, vidas concentradas en el consumo —o en la carencia: deseo y necesidad de consumo— y ajenas a la creación. A estas millones de personas olvidadas por la historia —millones, pues, que no tienen historia que contar y que aparentemente no cuentan para la historia—, no les queda otra cosa que su propio “yo”: en él se consumen y se velan, se deshacen y se rompen. Su vida y su muerte son significativas solo para sí mismas: su “narcisismo” es a veces su única tabla de salvación; o bien, lo es el amor: solo llegan a sentirse importantes si alguien las ama. Todo esto, me parece, no es ficticio, por lo cual no debiera simplemente tratarse como una posible ficción o “novela”; es real, en el sentido inmediato de que es lo que muchísima gente vive cotidianamente. Por lo demás, las vidas vaciadas y terribles de nosotros los subdesarrollados no debieran ser únicamente una fuente de historias llamativas para los literatos y lectores del 302
primer mundo. Nuestras violencias y nuestros padecimientos no deben reducirse a una forma de entretenimiento para los habitantes del primer mundo. De modo que el tema del “yo” y de su posible abandono o, mejor, transformación, es tematizado también en la novela —en mi ensayo de novela—, como una posible respuesta histórica al caos que vivimos: quizá solo dejando el ego de lado —los egoísmos, los egocentrismos, los narcisismos, el deseo individual y colectivo de poseer—, podremos tal vez, como especie, madurar y recuperar la esperanza en un mundo más solidario y justo. Habría que decir mucho más sobre todo esto, pero no viene al caso hacerlo aquí, y viene mucho menos al caso que lo haga yo. Espero que por esta vez puedan perdonarme el abuso de haberme dado a explicar mi texto, cuando eso solo debieran hacerlo los lectores generosos. En adelante, el texto deberá defenderse por sí mismo, para siempre sin mí.
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La agonía de la literatura en los escaparates Entrevista, por Joaquina Infante Sotomayor
[Entrevista de Joaquina Infante Sotomayor a Víctor Alba de la Vega, publicada por la revista Quiebre en su edición de Diciembre de 2012 (Vol. IX, N° 12.] Nota bene. La versión publicada en Quiebre había sido editada por razones de claridad y de espacio; esta es la versión completa, sin revisar, de la misma entrevista, generosamente cedida por la citada publicación.
JIS: Hablemos, para empezar, un poco de usted. ¿Usted es costarricense y español, no es cierto? VAD: ¿Por qué empezar así? Le aseguro que yo soy un tema muy aburrido de conversación. Preferiría no hablar de mí, si no le importa, sino solo de mi texto, o de otras cosas. Y, bueno, sí, soy costarricense y español. JIS: Su padre es español. VAD: Sí. JIS: Y su madre es costarricense. VAD: Sí. JIS: ¿Y usted cómo se siente, tico o español? VAD: Pues yo no creo demasiado en las identidades nacionales, y no creo nada en los nacionalismos. Creo, eso sí, en las organizaciones políticas constitucionales, en las identidades constitucionales, por encima de cualquier identidad nacional en sentido étnico, cultural, religioso o metafísico. JIS: ¿Preferiría que hubiera cada día menos países en sentido estricto, menos estados-nación y más comunidades internacionales o supranacionales, por ejemplo como la Comunidad Europea? 304
VAD: Exacto. Creo que lo que más debemos reforzar es el derecho internacional, la ONU, el poder, el alcance y la realidad de la ONU y las organizaciones similares. Si las grandes corporaciones pueden ser transnacionales, si el capital es radicalmente transnacional, ¿por qué no pueden serlo las organizaciones políticas, la justicia misma? Creo que esta es la necesidad más acuciante de este siglo, pensar en cómo hacer avanzar estas áreas. Trasnacionalizar la justicia. JIS: Su libro Agonizar en un escaparate, publicado por Ediciones Última Puerta, ha sido duramente criticado, aunque también algunas personas lo han aplaudido. En él, uno de los temas más recurrentes es cierto rechazo de la literatura, al menos de lo que hoy más se vende como literatura de moda. ¿Usted rechaza la literatura? VAD: No entiendo qué querría decir rechazar la literatura en una obra de literatura. Digo, simplemente rechazarla no tendría ningún sentido. De modo que no: sería imposible para mí rechazar la literatura. Es solo que… JIS: Usted dice literalmente en su libro, lo cito, “La literatura está agotada. Agoniza. Trágica y dichosamente ya no queda literatura, solo afectos.” Entonces de algún modo si se opone a la literatura, ¿o no? VAD: No, oponerse a la literatura me parece una tontería. En el libro es para el narrador para quien la literatura está agotada, ya no le interesa, o mejor: no le interesa intentar hacer precisamente esa literatura de moda, esa forma de literatura. Es que si uno, haciendo literatura, cree que puede oponerse sin más a la literatura, lo más probable es que en lugar de hacer algo que no sea literatura, lo que haría sería mala literatura, y con eso solo quiero decir una literatura ingenua, que no se tome a sí misma tan en serio como debería o que se dé excesivas ínfulas. Entonces, si me opongo a algo es solo a la intención mercantil de reducir la literatura a la simple “ficción”, eso que, en inglés, y como toda una categoría editorial, llaman exactamente “fiction”, distinguiéndola precisamente de la literatura. Esa “fiction” es la de esos libros que se escriben ya como si fueran posibles películas, guiones, ensayos de una posible película. Imagino que hay incluso autores que escriben sus “novelas” anticipando la posible venta de los derechos de cine. Para mí, simplemente, la literatura no debe colaborar con la hollywoodización de la creatividad humana. Probablemente para mucha gente esta será una posición elitista o esnob; pero no me preocupa si lo ven así, yo preferiría ser esnob que títere. Y bueno, también sé, porque me esfuerzo por no ser ingenuo, que 305
es terriblemente difícil, quizá incluso imposible desentenderse totalmente de este riesgo o de esta realidad mediática. Pero hoy la verdad de la literatura, creo, está en parte en hacer esa lucha y no simplemente en rendirse con resignación. No se trata, por supuesto, de hacer de la literatura algo que solo puedan leer los expertos, los académicos, algo críptico; de lo que se trata es de no llegar a ninguno de esos extremos: ni a la banal comercialización, ni a una profesionalización sectarista o esotérica, sino de buscar la manera de negociar entre ellos y dar con un lenguaje que, sin rendirse a las necesidades de venta y a los estilos de moda, pueda todavía hablarle a la persona común de manera inteligente. JIS: ¿Cree que algún día la literatura podría acabarse del todo? VAD: No lo creo, a no ser en una súper tiranía, aunque incluso en ese caso si siguiéramos siendo humanos la literatura de alguna manera encontraría la manera de surgir. Mientras seamos humanos, la literatura solo puede agonizar. Puede morir alguna de sus formas, por ejemplo su forma actual, mediática, de lo que llamo novelas de aeropuerto o de vacaciones; pero mientras tengamos lenguaje y seamos humanos no puede morir como narración, como relato de la consciencia de estar vivos y de estar obligados a estar vivos juntos. JIS: ¿Diría, más específicamente, que sí se opone al género novela? VAD: Tampoco. Yo no me opongo a la novela y no sé por qué los críticos han insistido tanto en ese lenguaje combativo: rechazar, oponerse… Lo que sucede es que, como tantos otros autores, no creo en los géneros puros, nada más, y menos aún en los géneros comerciales, esa insistencia en etiquetar o encajonar los textos solo para saber en qué estante o escaparate ponerlos para poder exhibirlos y venderlos. Hoy en día, un crítico toma un libro y antes de leer una línea ya tiene el criterio, el modelo o el machote para juzgar, una especie de patrón dentro del cual se intenta empotrar el texto, y si no encaja, pues se declara sin más que es un intento fracasado o, como en este caso, que no es una novela. ¿Pero podríamos decir sin más qué tienen en común todos los textos que reconocemos como “novelas”? ¿Cómo debe ser una novela? ¿Hay una sola forma en que la novela pueda ser? Creo que casi todos estaríamos de acuerdo en que no la hay. JIS: Bueno, es una tradición, hay rasgos, por ejemplo, debe ser una obra de ficción. 306
VAD: ¿Debe serlo? ¿Y cómo separar tan tajantemente la realidad y la ficción? Hace pocos años una novela ganó un premio de ensayo, ¿lo recuerda? Lamentablemente no recuerdo ahora el nombre… Pero qué sé yo, pongamos por ejemplo una novela sobre una dictadura, una novela ambientada en época franquista en España, de las tantas que hay, o una novela ambientada en la época de Pinochet en Chile, etc., que use acontecimientos reales, incluso personas reales, aunque las ficcionalice, ¿podríamos decir sin más que es una obra de ficción? No son ficción el sufrimiento y el horror que vivieron miles y miles de víctimas, ¿por qué debemos pensar como ficción una novela sobre ese horror, aunque sea como una especie de contrato que suscribimos entre la portada y la contraportada del libro? La ficción novelesca no es algo opuesto a la realidad o que pueda distinguirse clara y tajantemente de ella; incluso, a veces, y esto lo sabe todo el mundo que lee novelas, esa “ficción” no solo es más real que, por ejemplo, todos los reportajes y estudios históricos, sino que, en un sentido más fundamental, más humano, es decir, más complejo y más histórico, enfrenta y explica mucho mejor la realidad misma en la que vivimos las personas. Y claro, también pasa al revés, que cuando alguien quiere retratar solo la realidad de unos hechos, termina por narrar más de las ficciones que arrastra en su cabeza —sus percepciones, sus interpretaciones o manías— que los hechos mismos. Y tampoco se trataría entonces de hacer novelas realistas. Ningún extremo. Siempre entremedio, la escritura en general no puede depurarse a grado tal en que sea solo ficción o solo copia o representación de la realidad. JIS: ¿La literatura habla mejor de la realidad que la ciencia, por ejemplo? VAD: Se cree que a la ciencia y no al arte le corresponde decir qué es y cómo es la realidad. En muchos ámbitos puede ser así, pero a mí me parece obvio que la escritura novelesca habla de la vida real de las personas mejor de lo que podría hacerlo cualquier ciencia, filosofía o sociología, etc. Y esto no se puede explicar si pensamos la realidad y la ficción como los términos de una oposición. ¿Cómo es que cierta ficción, la ficción novelada, habita o nos cuenta mejor la realidad humana —esa realidad que siempre es convivencia humana— que las ciencias, incluso mejor que ciertos registros históricos? Yo no creo que esto se deba al lugar común de que simplemente la literatura incluye el ámbito psicológico, mientras que la historia o las ciencias no lo hacen. Eso es importante; pero lo que tal vez sucede es que en la 307
realidad hay ya cierto carácter ficticio, de suyo, que solo la ficción literaria permite abordar, comprendiéndonos mejor a nosotros mismos, en nuestras complejísimas relaciones entre nosotros y con la naturaleza, con la historia, con el futuro. Es decir, que ni siquiera la realidad misma es únicamente real; o incluye ya en sí misma cierta ficcionalidad, quizá el azar, o por su componente de relatividad, o de probabilidades a nivel cuántico... Y tal vez solo por eso sentimos que la comprendemos mejor cuando la “copiamos” o hablamos de ella mediante alguna estrategia que no rechace del todo la ficción, por ejemplo la literatura. Se lo intentaré decir en una fórmula: la realidad la imagino siempre como un complejo de relaciones y posibilidades, y esto quiere decir, de perspectivas y algunas cosas que se actualizan y otras que no lo hacen, ¿pero no es así mismo la realidad humana contada por la literatura más que por la ciencia? JIS: ¿Por qué cree que se le achaca a su libro no ser una novela, aunque se presente como tal? VAD: Bueno, es parte de lo mismo. Y en primer lugar no se presenta como tal. Yo no entiendo por qué no le dan al subtítulo la importancia que merece. Chesterton se enfurecía cuando se obviaba que El hombre que fue Jueves llevaba por subtítulo “Una pesadilla”, y él decía que con solo prestar atención a eso se revolvería buena parte de los malentendidos respecto de su texto. Yo he publicado mi libro con el subtítulo Ensayo de una novela. Eso, entre otras muchas cosas, quiere insinuar al menos que el texto fue pensado como novela pero no solo como novela, o no solo como novela en el sentido más tradicional. Es una novela, digamos, viciada. Y no porque crea que pueda haber una que no lo esté, es decir, una novela en estado puro; sino porque yo quería hacerlo evidente y jugar con ese motivo o esa posibilidad: la de hacer un ensayo de novela. JIS: ¿Qué otros sentidos esconde esa frase, ese “ensayo”? VAD: Cuando digo “ensayo” no solo hago referencia al género ensayístico, como si escribiera un ensayo sobre una posible novela o incluso sobre una novela publicada, como cuando un crítico literario hace, en forma de ensayo, una reseña de una obra de literatura. Me refería también, y fundamentalmente, al sentido de ensayar como “probar”, como cuando se prueba algo antes de usarlo, o como cuando un grupo de teatro, por ejemplo, ensaya la obra antes de presentarla al público, con la posibilidad, aún, de quitarle partes, de editar el texto, o incluso de no presentarlo nunca. El ensayo es la 308
preparación de un montaje, algo que se hace antes de que se haga público. El ensayo está siempre un instante antes de la ejecución o de la realización, de la culminación o la presentación, siempre antes de la presencia, del final, antes, si se quiere, de la obra “acabada”. El ensayo es siempre un estadio preparativo, una posibilidad que siempre puede llevarse a cabo o truncarse. E incluso una función abierta ya al público podría, desde cierta perspectiva, considerarse también como otro ensayo, por ejemplo para la función dle día siguiente, y así ad infinitum. El punto es, ¿dónde están los límites definitivos, las fronteras infranqueables? Pues yo quise hacer una novela de —o con— lo que un escritor debiera dejar fuera para escribir una novela que públicamente, tal como son los estándares de hoy en día, fuera reconocida como tal. Es decir, en mi novela, en mi ensayo de novela, debía estar todos lo preparatorio, los apuntes, las notas, las atmósferas, el montaje, las sensaciones, los bocetos, los afectos, las ideas que estarían en juego en la novela pero que en la novela misma —si llegara a realizarse tal como se entiende hoy en día la “novela”, claro— ya no aparecerían sino diluidos en el flujo de los acontecimientos. Pero mi novela no llegaría a realizarse, y por eso quería hacer una novela con eso que no aparece, con lo que no se hace presente pero es necesario —es decir, condición de posibilidad— para que pueda escribirse una novela, cualquier novela, que cuente con “su propio universo”, como les gusta decir a los críticos. JIS: ¿Y eso no es un mero “juego literario banal”, un “experimento retrógrado y caduco”, “inactual”, como escribió algún crítico sobre su libro? VAD: Lo que, sinceramente, me parece un mero juego literario, son esas novelas que se piensan y presentan como obras acabadas, que se esfuerzan por cerrar todas las puertas y no dejar nada en suspenso, ningún hecho, que aclaran todo lo que pasó y lo que no, todo lo que el lector, mero consumidor o espectador pasivo, tiene que saber. Yo creo que eso es imposible digamos, estructuralmente, y que intentarlo solo produce la ilusión de completitud, pero nunca una verdadera completitud, y precisamente por eso la novela es tan “fiel” a la vida: solo se cierra con la muerte, pero en ese instante ya ni siquiera uno mismo puede saber qué pasa—… Pero me he desviado un poco de su pregunta... Como le leí una vez a Ernesto Sabato, la forma, o los juegos con la forma, tienen sentido y razón cuando son esenciales para transmitir lo que se quiere transmitir, para decir lo que se quiere decir. En mi caso, 309
creo que la forma, ese “juego literario” o, yo diría más bien, preliterario — pues se ubica justo antes o al margen de la puesta en obra literaria de un texto según los estándares actuales—, era esencial para lo que quería decir y, más que decir, mostrar. JIS: ¿A qué se refiere, más específicamente? VAD: Entre otras cosas, a que para muchísimas personas en la actualidad, millones de personas, la vida les ha sido reducida precisamente a eso: un ensayo, una realidad entretelones, una vida vivida “antes de la vida”, antes de la realización de una vida con sentido; su función es únicamente la de consumidores y de espectadores de historias ajenas, noticias, películas, novelas... Es decir, millones de personas viven hoy en una doble condena: por un lado, están invisibilizadas; pero por otro lado están obligadas a vivir en los escaparates, o a desearlo. Me explico. Vivimos un doble mandato: consumir y ser espectadores de lo que se nos ofrece en los escaparates — modas, cine, televisión, celebridades, publicidad, etc.— como si solo eso fuera real; pero esto, al mismo tiempo, es prácticamente empujarnos a no tener una realidad que pudiéramos llamar propia, mientras solo se nos hace desear ser esos que están ahí exhibiéndose en los escaparates. Es pues como si solo hubiera dos opciones: o estar en el escaparate o querer estar en el escaparate, y mientras uno no esté, pues se le condena a una existencia irreal, ficticia, abstracta, vacía: un ensayo de existencia... Y es infinitamente peor en los países empobrecidos, porque esa ausencia de realidad es también ausencia de condiciones decentes, materiales y reales de vida… Por otro lado, incluso la historia misma —la historia humana— puede verse como el ensayo de una novela posible pero que nunca se lleva a cabo, como la preparación para una obra que no llegamos nunca a ejecutar. Es decir, si la historia fuera una novela, podríamos narrarla y vivirla como una novela, con trama, con linealidad, con unidad. Esto implicaría la posibilidad de verla desde fuera, como si fuera un libro con principio y final, con moralejas definitivas y verdades indudables, con portada y contraportada. Pero la historia no es una novela, es estar escribiendo la novela, siempre, y entonces hay que preguntarse, ¿cómo queremos que sea la novela de nuestra historia, nuestra historia misma si fuera vista de fuera, o leída? Pero la historia solo puede ser el ensayo de una posible novela que debemos escribir entre todos. Es decir, solo es una posible novela porque es imposible como novela.
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JIS: Perdóneme, pero habla usted tan rápido que creo que no le estoy entendiendo tan bien como me gustaría. Vamos un poco hacia atrás y un poco más lento, a usted le gusta correr, ¿no? Vamos a ver, ¿quiere decir que al tiempo que se nos condena a no tener historia, se nos condena a solo querer tener el tipo de historias públicas que representan los actores, o, peor, los personajes de las películas, por ejemplo? VAD: Algo así. Ya ve, lo ha dicho usted mejor que yo. Le pido disculpas, estoy algo nervioso; es mi primera entrevista, usted comprenderá. Si me lo permite, puedo intentar explicarme mejor, pero me temo que me tomaría aún más tiempo del que ya me ha tomado, y varios rodeos. JIS: Adelante, no se preocupe por el tiempo, hable libremente, de todos modos editaremos la entrevista posteriormente. VAD: Pues exactamente ese es uno de mis temores. Y de mis temas. Esto mismo es parte de lo que estoy hablando. Y no es su culpa, por supuesto. Es que la realidad está concentrada hoy en los escaparates públicos y a todos se nos educa para querer aparecer en ellos, como si cualquier otra forma de vida fuera una vida fracasada, y lo es, a menudo, vidas desesperadas, llanas, rutinarias, miserables; pero además, cuando alguien finalmente llega al escaparate, pareciera que solo lo hace para empezar a agonizar, por muchas razones, primero por la cantidad de reglas y normas y modelos, por ejemplo los modelos de cómo debe ser una novela y cómo no, o incluso de cómo debe ser una entrevista y cómo no, cuánto tiempo puede durar, acerca de qué y cómo se debe hablar, cuánto espacio tendrá en la revista, etcétera... Pero también me refiero a agonizar porque el éxito es arrollador y contaminante. En el caso de los escritores, se sabe bien, la fama tienta al escritor para que se dedique a la fama y no a la escritura, como, en la novelística reciente, española al menos, tan genialmente describió Javier Cercas en La velocidad de la luz, por citar solo un ejemplo brillante… Pero bueno... volveré a comenzar. Nadie podría dar con el manual de la novela perfecta o pura, algo así como el código genético que definiría sin duda qué es novela y qué es ensayo, tal como se puede decir sin duda este es ser humano, este es orangután. Esto es bastante obvio, claro. En la escritura no hay tal cosa, lo cual no quiere decir que entonces no haya diferencias y que todos los textos sean equivalentes. Eso sería una tontería mayor que decir que hay un modelo platónico de novela. Los textos tienen rasgos de participación genérica, pero no mucho más que eso. Y por eso lo ideal sería, 311
en lo posible, poder abordar los libros sin modelos preconcebidos de cómo deben ser. A mí me disgustan sobremanera las reseñas de críticos que dicen, a la primera, sin meterse en el texto, sin ocuparse del texto de una manera inmanente y respetuosa, e incluso, a veces, sin haber leído todo el texto, esta novela es una mala novela porque no parece novela, y seguidamente comparan uno a uno los mandamientos o normas para hacer novelas, que los hay, yo los he leído en varias páginas web: cómo formar los personajes, cuándo ponerlos a hablar y cómo, si deben de tener hermanos o no, cómo entremezclar la acción con las descripciones y qué lenguaje usar si uno desea que su libro sea publicado por una gran editorial, etcétera… Y entonces se dice que una buena novela es la que cumple con todas esas normativas… Para mí, al contrario, los mejores textos —en general, de lo que sea— son los que, partiendo solo de un aire genérico, cuestionan la historia misma de ese género, sus límites, los límites actuales de su forma, de su lenguaje, y rompen con modelos, ya sean académicos, mediáticos o comerciales, que a veces hasta tienden a coincidir… La literatura, para mí, siempre debe intentar poner a prueba los límites del lenguaje, pero no por un juego banal o por mero entretenimiento, sino porque para nosotros los seres humanos la realidad que vivimos depende en buena medida de los lenguajes que tenemos para explicarla y para reinterpretarla y, por lo tanto, rehacerla. En las sociedades humanas, los límites de los lenguajes que usamos —palabras, conceptos— definen en gran medida los límites de la realidad y de la sociabilidad. Por eso la literatura, el lenguaje, como cualquier arte, no es una ocupación ociosa y carente de pragmatismo; sus lenguajes son herramientas políticas, éticas, lúdicas, cognoscitivas, etc., aun si sus usos o posibilidades no se ven a simple vista y de inmediato; y así deberían tomarse, y no como simples máquinas de entretenimiento que, de paso, sean máquinas de hacer dinero… Pues yo quería hacer un libro con el cual la gente no supiera qué hacer al tenerlo en las manos, que no fuera simplemente un objeto que uno lee un rato antes de dormir y luego pone en la veladora junto con los lentes y el reloj despertador. Yo preferiría que fueran el reloj y no los libros lo que me indicara la hora de dormir, y que los libros fueran más despertadores que máquinas para pasar el rato en el autobús o entretenerse en las vacaciones en la playa. Y no es que haya algo malo en todo eso, por supuesto, pero sí lo hay cuando solo eso quieren meternos en los libros. Es que si la literatura solo fuera eso fundamentalmente —acción, personajes, crímenes, simples “historias” como episodios de esas series norteamericanas de detectives— 312
entonces estaría colaborando con la creciente abstracción fantasmagórica de la vida cotidiana de las personas, la hiperrealidad que nos puebla y victimiza a diario, cómplice de los grandes mercados de publicidad, edición, cine, moda… JIS: Acabo de recordar otra frase que me llamó mucho la atención en su libro: “La realidad es hoy una ficción abstracta.” Eso tiene que ver con esto de lo que está hablando, ¿no es cierto? VAD: Creo que la literatura tiene una función ilustradora y no meramente de entretenimiento ni meramente de academia; pero de una ilustración moral, simplemente en el sentido de que es quizá la mejor manera que tenemos de enterarnos sobre las costumbres, tradiciones, ideales, padecimientos de otras personas muy diferentes de nosotros. Eso es ilustración moral, un ejercicio de conocimiento y de tolerancia que no está mediado por una fuerza política o militar, sino por fuerzas débiles: metáforas, alegorías, personas, relaciones entre personas. Por eso creo que la literatura más actual es la literatura autobiográfica pero impersonal, es decir, la que se ocupa primero de personas que de eventos, pero que, a la vez, se esfuerza por romper en el lenguaje el predominio del yo, del ego, o de la identidad ya sea personal o política, ese instinto aislacionista, egoísta y competitivo y excluyente del ser humano, para dar énfasis más bien a su instinto de hospitalidad, de generosidad, porque sí creo que a la par de aquel instinto posesivo y depredador también tenemos un instinto cooperador. Dicho de otro modo, hace falta en este momento histórico una transformación del yo, de la idea y el poder de la identidad, de las personas pero igualmente de las naciones. Y eso requiere de una transformación de los lenguajes que usamos. Yo quería que Agonizar en un escaparate también fuera una pequeña exploración de esta posibilidad. Es decir, una manera de no colaborar artísticamente con la abstracción que de las personas hacen los mercados. Hoy es urgente en el mundo salvar el carácter de persona de todas las personas, de otro modo también las personas seremos convertidas en la realidad cotidiana y no solo en los libros en meros personajes de la megaliteratura de las megacorporaciones que hacen y deshacen a su antojo el mundo “real”. Pues yo me niego a ser personaje de nadie. Pero también me niego a centrarme en mí mismo. Quise, pues, escribir como persona impersonal: es decir, no para glorificar mi ego ni para ponerme yo en el foco público, como celebridad, como “autor famoso” o posible autor famoso, vedette intelectual o como simple personaje de mí 313
mismo. Quise pues desaparecer yo en mi propio texto para que solo quedara mi carácter de persona, pero no mi identidad. Y no solo quise desaparecer yo —en ese caso hubiera escrito un libro muy distinto— sino que quise mostrar la necesidad de esa desaparición. Es que salvar a la persona implica a la vez perder el culto al ídolo, al ego, al deseo de celebridad, el culto, precisamente, del personaje por encima de las personas… A mi juicio, la literatura no debe contribuir con el imperio de la hiperrealidad, ese triunfo de la ficcionalización de la vida, ese robo corporativo de la esperanza personal y, sumando a las personas, de la esperanza histórica. La literatura nace con la modernidad como impulso a la vez democrático y contrainstitucional, es el poder y el derecho de decirlo todo, y esto quiere decir, de cambiarlo todo con palabras, también la injusticia, bajo cualquier forma. JIS: ¿Pero por qué abstracta, por qué ficción “abstracta”? VAD: Es que en buena medida la realidad ya ha sido reducida a ser simple ficción: lo real es la vida en la televisión, la vida de las celebridades y en las películas o en esos odiosos “reality shows”. Es como si las megacorporaciones que controlan los medios, es decir, que controlan la “realidad”, quisieran que, al menos en el tercer mundo, no pensáramos en nuestra miseria real, concreta, y nos volcáramos a la televisión y a los malls como sucedáneos de esa realidad perdida. La explotación del tercer mundo sigue manteniendo la riqueza del primero, y en parte por ficcionalizar o hacer abstracción de nuestra realidad… Por otro lado, lo que cuento en el libro no es obviamente una “historia”, una “ficción concreta” —con personajes específicos y una sucesión de eventos— sino una ficción abstracta o casi abstracta, porque si lo fuera del todo sería imposible contarla. Es decir, no cuento una historia sino solo la atmósfera de una historia concreta, algo así como su abstracción emocional. Y creo que esa atmósfera de soledad, de ahogo, de absurdo cuasiadolescente o de una adultez precoz, forzada, es hoy en buena medida la historia general de muchísimas personas; así, al hacer abstracción de hechos específicos y de personajes específicos, generalizo un clima, el clima vaciado de sentido del momento histórico actual para millones de personas que no viven vidas como las que se cuentan en las películas o en las novelas comunes, sino vidas planas hasta la desesperación, vidas comunes y corrientes, sin eventos extraordinarios: ¿por qué esas personas no pueden tener cabida en los libros? ¿Por qué todos los libros tienen que colaborar con el vicio hollywoodense de solo contar historias con personajes que 314
lleven vidas extraordinarias? ¿Qué pasa con quienes no tenemos ni un solo evento extraordinario en nuestras vidas, es que no merecemos ser parte de la ficción novelesca, y menos aún, de la realidad? JIS: ¿Pero no sería eso contraproducente? Digo, para cumplir con su propio propósito de ocuparse de las personas, ¿no debiera hablar de personas concretas y vidas específicas y no de “generalizaciones” o de “ficciones abstractas”? VAD: Como la realidad es hoy una ficción abstracta, una ficcionalidad generalizada, carente de todo sentido para mucha gente, me propuse escribir ficciones que fueran realidades abstractas. Son ficciones, sí, como toda literatura, pero también realidad, mi realidad y la de tantos otros: una abstracción vaciada de hechos y eventos concretos, con sentido. Es por esta misma razón que no me gustan esas novelas donde se describe todo, los colores, las formas de todo, los diálogos, los hechos al pie de la letra, es decir, esas novelas en las que el lector solo recibe, pasivamente. Esa es una literatura idiotizante porque reduce al lector, igual que el mercado, a ser solo un consumidor. Y además, las personas de mi libro sí son personas concretas, empezando por el narrador, nada más que no se exhiben como tales, solo como la abstracción a la que las reduce el mundo: apenas un pensamiento dentro del flujo absurdo de los días, repetitivos, sin sentido o sin esperanza, vidas reducidas, como única posibilidad de sentido, a la posibilidad de amar, por ejemplo. JIS: Antes dijo que no le gustaría que su libro fuera solo un objeto que la gente leyera antes de dormir. ¿Qué otra cosa sería, qué tipo de objeto sería su libro? VAD: Yo creo en libros que insinúen y que inviten al lector a participar, pensando y creando a su vez. Digámoslo así: creo en libros retóricos, y no en libros que uno como lector simplemente consuma, en el sentido de simplemente seguir, por ejemplo, una intriga o una trama de eventos que el escritor fue poniendo en el papel como un mapa, como algo, eventualmente, plenamente visible. El lector debe meterse con el libro, por placer o disgusto, no importa, pero meterse con él. Yo no sé si mi libro produce ese efecto, pero lo escribí deseando que lo hiciera, simplemente porque así son los libros que a mí me gusta leer.
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JIS: ¿Diría que todo lo que narra en su libro es real, es decir, son sus vivencias reales, es su diario verdadero, todo eso es verdad? VAD: Obviamente no es así de sencillo. Si lo creyera posible, además, no solo sería yo un ingenuo, sino que me estaría contradiciendo flagrantemente, pues estaría exhibiéndome cuando, en realidad, es justo eso lo que creo que no debo hacer, o lo que no quiero hacer. Y también por eso son “abstracciones”. Ni yo mismo puedo saber adónde está exactamente la frontera entre lo que allí es verdad, incluso para mí, y lo que no lo es. Todo inevitablemente parte de hechos vividos, pero una vez que se han vivido y uno solo tiene el recuerdo, su memoria, que siempre es imperfecta o falaz, etc., todo se deshace y se ficcionaliza hasta cierto punto. De modo que ni yo mismo podría decir adónde llega mi verdad. Sí sé, eso es obvio, que todo parte de mi vida, porque mi vida no solo son los hechos vividos, los desamores padecidos, sino también mis lecturas y reflexiones, demasiadas mañanas solitarias en las que me he sentado frente a un papel en blanco simplemente a pensar y registrar de vez en cuando alguna frase, solo porque me sonaba bonita o inteligente, o inquietante o porque sentía la necesidad de escribirla, etcétera… ¿Mi diario verdadero? Pues es la misma respuesta: sí tengo “diarios verdaderos”, pero no cometería la simpleza —ni la obscenidad— de nada más transcribirlos sin meterles mano. La ficción y la verdad están entrelazadas irremediablemente no solo en la literatura, sino en la vida de una persona humana, de una criatura que tenga nuestro tipo de consciencia, de memoria y de inteligencia. Las fronteras son difusas, eso es todo. Siempre hay verdad y ficción, no solo al escribir, sino al vivir también, pues uno es en la vida lo que es en el evasivo presente y lo que ha sido y desea ser, que además en buena parte es impredecible, y en todos esos sentidos se cuela siempre, como de contrabando, algo de ficcionalidad, en el recuerdo o en la anticipación del futuro, y todo eso junto, mezclado, conforma nuestra realidad, nuestra “verdad”… JIS: ¿Qué piensa, entonces, de la necesidad de aparecer en público, por ejemplo aquí, en esta entrevista? Haber publicado un libro implica, para usted, verse obligado a aparecer en algunos escaparates, usted debe promocionar su libro. ¿No es eso una traición a su propósito? VAD: Inevitablemente, en cierto sentido sí lo es. Pero más traición sería para mí no escribir. Obviamente yo no escribo para aparecer en público, como si quisiera ser un actor o una celebridad. Yo he sido toda mi vida 316
terriblemente tímido, y lo sigo siendo, ya ve usted los nervios que tengo por estar aquí hablando con usted. Pero el escritor debe escribir, y a fin de cuentas son sus textos y no él mismo los que deben ser juzgados e incluso llamados a hablar. Yo, hasta donde pueda elegir, preferiré no aparecer en público, y preferiría incluso no hablar de mis libros, que lo hagan ellos por sí mismos, para eso los escribe uno, para que hablen por uno. Si prefiriera hablar yo mismo en voz alta pues hubiera sido político o profesor. Pero, al contrario, creo que empecé a escribir para no tener que aparecer ni figurar, para que mi voz fuera silenciosa y pudiera prescindir de mí, de mi rostro y de mi intimidad, es decir, de mi presencia. Los textos son voces sin presencia, y a mí por lo menos me fascinan justamente por eso… Se lo diré de otra manera. Yo también soy el ensayo de mis libros, y si ellos son mi obra “realizada”, pues deben aparecer y existir sin mi presencia. Y si aun así escribo es porque creo en la relación necesaria entre las personas, en la necesidad de que las personas pueden acercarse con palabras, gracias a las palabras, por eso, por ejemplo, me fascina Internet, los blogs, etc., allí las personas son como quieren ser y dicen lo que quieren decir sin tener que aparecer mediatizados, y nadie les ve el rostro: allí las personas tienen voz pero no presencia, son personas pero no se exhiben, y eso es un golpe durísimo contra la metafísica de la identidad, siempre cómplice del mercado, y eso me parece un valor que hay que cuidar a como dé lugar. JIS: ¿Le gustaría, en este momento, que su libro tuviera algo diferente, que se hubiera publicado con algunas correcciones que, tal vez, no llegó a realizar? ¿Le cambiaría algo? VAD: ¿A la luz de las críticas que ha recibido? JIS: Bueno, sí y no, en general quiero decir. VAD: Pensándolo bien, sí, me hubiera gustado agregarle aún otros registros genéricos. Es decir, el texto tiene algo de novela en el sentido más tradicional, eso es evidente, también algo de ensayo, de diario, hay pasajes muy líricos, versos, hay algunas frases o párrafos que seguramente hoy quitaría del todo; pero si lo fuera a publicar ahora le agregaría también algunas de las reseñas que se han publicado contra él, tal vez alguna respuesta mía, y por qué no, también esta misma entrevista. Solo para mostrar que un libro sigue siendo un ensayo después de que se ha “terminado”, es decir, publicado. 317
JIS: Tiene algo así como un afán enciclopedista. La novela, o su libro, no terminaría nunca, seguiría creciendo… VAD: En efecto. Y eso también es parte de lo que quise trabajar en el libro mismo: la necesidad de sustituir el afán por terminar, una cierta manía u obsesión con el fin, con los finales, que tenemos nosotros los occidentales, por el gozo más reposado de los caminos, de las estancias de paso, las estaciones… El texto, la novela, puesto que es “solo” un ensayo, la vida, la historia, siempre son provisionales, siempre debemos seguir adelante, abriendo las oportunidades para el por venir, es decir, no diseñando lo que debe venir, a modo de un programa, sino creando la oportunidad para que algo nuevo pueda venir y nos sorprenda. Los textos debieran hacer lo mismo, creo, al menos mostrar esa posibilidad, enseñarnos eso como tarea ética y política, nunca cerrarse, siempre invitar a hacer nuevas lecturas… Solo así, creo, esta agonía en los escaparates, esta rayuela posmoderna que entraña vivir agonizando en un escaparate estaría “completa”, y su “completitud” sería la imposibilidad de ser completa, y por eso tenía que incluir tonos de novela, de ensayo de novela, de poesía y diario, advertencia, entrevista y crítica, y algo fundamental: todo sin una historia claramente discernible, como la actualidad. JIS: ¿Así definiría la actualidad, como una falta de historia? VAD: Creo que uno de los problemas de la actualidad es que no tenemos ni palabras ni conceptos para pensarla en su complejidad real. La actualidad nos arrastra y no nos da siquiera tiempo de organizarnos un poco para poder pensarla. Y sobre la falta de historia, bueno, es que a nivel personal millones de personas no tienen idea de qué hacer, para dónde ir, cómo conseguir comida, nada tiene sentido, todo es absurdo. Y sí, se dirá que así ha sido hace tiempo, que así fue todo el siglo XX, que lo diga sino Kafka o Camus, pero no es cierto: Camus todavía conocía la esperanza, y tantos otros, de Bloch a Derrida, tantos intelectuales y filósofos que aún conocieron la esperanza. Pero hoy la gente común no conoce siquiera la esperanza, y no es lo mismo un mundo o una realidad absurda con esperanza, que un mundo absurdo sin siquiera esperanza, y si primero se perdió la esperanza histórica, quedaba al menos la personal, pero ya ni eso queda, millones de personas ya ni siquiera tienen esperanza personal, es como si no tuvieran siquiera derecho a tenerla, a sentirla, desde su nacimiento solo han conocido el hambre y la violencia. Y también pasa en los países desarrollados, claro, tal es el grado 318
de desesperación que vivimos, allí muchas personas viven igualmente vidas absurdas. Es cierto que su desesperación es muy distinta de la de los hambrientos, al menos aquellos viven su desesperación con el estómago satisfecho, pero también su vida, psicológica y existencialmente, es absurda, llana, plana, un hueco donde late un corazón, un retumbo ya no de vida sino de muerte… La actualidad es una abundancia barroca sin historias claramente discernibles. Una abundancia de ficciones, eso sí hay, claro, en las miles de películas y novelas que se publican anualmente en todo el mundo, pero esas son ficciones y la ficción se ha volcado creo que demasiado del lado de la irrealidad que nos abruma. Todo da igual. Todo es lo mismo. Las historias son prescindibles, fantasmas vaporosos que el mercado sopla a su antojo desviando su interés, disminuyendo su fuerza. La actualidad es así, uno ve las noticias y ve gente llorando, a fulana la asesinó su marido de dos balazos en el rostro, unos maleantes mataron a cuchilladas al dueño de un minisúper, a un inmigrante sin papeles le prendieron fuego debajo de un puente, y uno ve los rostros, el llanto, la angustia, pero se acaba el noticiero y con él se acaban las historias, es decir, a secas, la historia, todo se desvanece en el aire, el dolor, hasta el absurdo mismo. La historia dura para la gente normal lo que duran las noticias. ¿Dónde está la trama continuada, el seguimiento, la reflexión sostenida sobre algún asunto, el interés en una familia caída en desgracia? No hay nada de eso, solo hay la furia de imágenes efímeras y todo mezclado con anuncios de mujeres voluptuosas y los últimos modelos de autos de todas las marcas y variedades imaginables, y luego, de pronto, de vuelta a las golpizas y a los muertos banales, cada día nuevos, tras haber olvidado ya los muertos de ayer. Una humanidad sin memoria, una humanidad que no se atreve a convivir con los espectros de sus muertos, tal vez merezca no tener historia y, por eso mismo, a repetir sus mismos crímenes a diario, como un simple depredador que no hubiera salido aún de la pradera… Y bueno, así quería hacer yo textos, nada más que con cierta inversión o transformación, yo quería mostrar la misma veleidad, el mismo carácter transitorio, no hacer una historia, solo vivir a diario como autómatas, aunque todavía capaces de pensar… JIS: Bien, ya no tengo más preguntas, gracias por haber aceptado esta invitación.
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VAD: Gracias por su paciencia, y discúlpeme por tanto rodeo y tanta reiteración, espero no haberle hecho imposible el trabajo de editar esta entrevista.
Fin de Agonizar en un escaparate
Sabanilla, Costa Rica, diciembre de 1999
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ÍNDICE DE PRIMERAS LÍNEAS A veces los silencios propios no los puede oír uno mismo .......................................................................271 A veces no es posible vivir sin alguna ilusión ................................................................................................98 A veces siento que todo lo que escribo es simplemente una larguísima carta de amor .........................259 Aforismos afectivos/temáticos para la “novela” o algo así .........................................................................63 Aforismos afectivos/temáticos para la “novela” o algo así, II ....................................................................95 Aforismos afectivos/temáticos para la “novela” o algo así, III ................................................................242 Allí donde todo arde y se esfuma ....................................................................................................................43 Amanece ...........................................................................................................................................................113 Anda por las calles una fauna que mete miedo ...........................................................................................123 Aquí no debe haber nada en qué creer ...........................................................................................................66 Cada frase encierra una larga historia que desconocemos .........................................................................202 Cada página me aleja más del saber ................................................................................................................93 Camino por una gigantesca avenida................................................................................................................80 Casi todos los días me despierto y me levanto con pereza ........................................................................225 Cómo ..................................................................................................................................................................89 Cómo conocí su ternura ...................................................................................................................................76 Contar la vida presente es muy distinto de contar hechos del pasado .......................................................68 Cuando empezaba a escribir ...................................................................................................................................52 Cuando la cultura se convierte en un supermercado de identidades ........................................................126 Cuando lo cursi se pone de moda todos creemos estar en el edén...........................................................104 De dónde ..........................................................................................................................................................185 De tarde en tarde y con el fin de romper la quimérica calma que exuda el universo .............................146 Dejar el rencor ...................................................................................................................................................45 Demasiado despierto ......................................................................................................................................239 Descubrimos lo que haría que una relación no terminara .........................................................................233 Dichosamente ..................................................................................................................................................145 Dichosamente también había cierta lucidez… .......................................................................................................108 Dos personas viven una misma situación en un mismo paisaje ................................................................183 Dos voces ...........................................................................................................................................................82 Durante años he presenciado cómo multitudes de mis coetáneos huyen de la palabra “amor” como del cáncer .......................................................................................................................................195 Ejercitarse en el dolor... ..................................................................................................................................114 El resultado será el mismo con orden o sin él .............................................................................................274 El sol lo sabe desde hace millones de años ..................................................................................................266 Empezamos amando a alguien desconocido ...............................................................................................107 En aquella época ...................................................................................................................................................51 En el futuro ......................................................................................................................................................284 En la tumba del ego ........................................................................................................................................266 En mi novela (o algo así) Paulina solo será una insinuación .....................................................................140 En noches como esta la tierra no termina para dar comienzo al cielo .......................................................33 Ensayaré una teoría .........................................................................................................................................179 Entre la teoría y la narración .................................................................................................................................55 Entrevista especular ........................................................................................................................................101 Érase una vez un oasis de piedra enclavado en medio de un desierto .....................................................115 Es decir .............................................................................................................................................................281 Es obvio que si Diana no me hubiera dejado ..............................................................................................260 Es posible hacer un libro sin historia..............................................................................................................82 Es posible recuperar a alguien escribiéndole un libro ................................................................................270 Es terrible verse obligado a echar raíces en una memoria de mierda .......................................................237 Es una desventura no poder elegir a tiempo nuestros olvidos ..................................................................240 Escribía para callarse .......................................................................................................................................249 Escribir es soñar despierto .............................................................................................................................162 Escribo porque no está aquí ..........................................................................................................................120 Eso que uno llega a llamar su “vida” siempre es algo indefinido ...............................................................52
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Esperar el momento cuando la belleza ya no se contenga .........................................................................280 Está solo ...........................................................................................................................................................191 Finalmente la novela está a punto de empezar ............................................................................................284 Hablar sin pausa genera la ilusión de ser alguien ........................................................................................264 Habría que morigerar el ánimo ........................................................................................................................78 Hace algún tiempo ..........................................................................................................................................280 Hace un par de días asistí a un recital de poesía muy concurrido .............................................................109 Hacia dónde .....................................................................................................................................................251 Harto del invierno ...........................................................................................................................................213 Hay momentos raros en los que sentimos la certeza de que al menos una persona en el mundo nos comprende ........................................................................................................................................117 Hay quien ha descrito el mundo actual como un supermercado de identidades ....................................246 Hay un carácter fraudulento en los días y las noches de ciudad ...............................................................230 Hay un extremo en el que ninguna palabra nos protege ............................................................................213 Hoy me declaro culpable ................................................................................................................................275 Humo ..................................................................................................................................................................17 Intento imaginar a quienes leerían este texto ...............................................................................................200 La agonía se explaya de múltiples formas ....................................................................................................187 La belleza solo se anuncia y se difiere .............................................................................................................61 La historia de quien escribe es casi siempre la historia de sus amantes....................................................123 La literatura está agotada ................................................................................................................................160 La lluvia ............................................................................................................................................................173 La mira de lejos................................................................................................................................................262 La novela más fina es la perseverancia con que el tiempo nos hiere el cuerpo .......................................229 La realidad es hoy una ficción abstracta .......................................................................................................175 La ternura es la victoria sobre nosotros mismos .........................................................................................181 La tierra es un encierro casi perfecto ............................................................................................................177 La única crueldad es hacer sufrir a quien nos ama ........................................................................................57 La vida es un lienzo matemático ...................................................................................................................108 Leer debe servir para algo ..............................................................................................................................105 Lo que he venido tratando de exponer en este cuaderno ha sido la inflación o el estallido de un ego cualquiera .....................................................................................................................................252 Los besos de la agonía son tan ambiguos como la vida .............................................................................205 Los lugares comunes son una condena ..........................................................................................................85 Los personajes quedan de verse en un bar...................................................................................................167 Los sueños fáusticos que se hacen públicos acostumbran convertirse en recetas ..................................178 Mi vida se la tragó el mar ...............................................................................................................................291 Mientras hacemos el amor ...............................................................................................................................70 Mirarla en fotos ...............................................................................................................................................216 Miro otra fotografía de Diana en la playa ......................................................................................................58 Ningún amor es una salvación definitiva .....................................................................................................105 No hago más que girar sobre lo mismo .......................................................................................................239 No me parece imprescindible recordar los pormenores de los hechos vividos ......................................142 Nos hacen señas o guiños ..............................................................................................................................121 Nos sostuvimos un año ..................................................................................................................................210 Nunca somos de otro .....................................................................................................................................235 Obviamente......................................................................................................................................................189 Ojos de aguja ...................................................................................................................................................265 Otra vez la misma imagen llega con el alba .................................................................................................226 Otro día caminamos muy lentamente hasta una angosta caleta ................................................................206 Pavese decía que las mujeres no soportan ser desnudadas más allá de la desnudez de su cuerpo .......184 Qué sería de nosotros sin el paréntesis del lenguaje ...................................................................................250
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Quería salvarte de vos .....................................................................................................................................241 Quisiera entender por qué necesito tanto despedazarme.............................................................................32 Quizá estas páginas sean una buena muestra de cuál era .........................................................................................35 Quizá la posibilidad más sensata sería seguir escribiendo siempre la novela ..........................................137 Quizá su culpa proviene de sentirse aún una niña que no sabe cómo dejar de serlo .............................175 Recuerdo perfectamente el día en que la vi por última vez .......................................................................236 Se fue sin volverse una sola vez a mirar .........................................................................................................94 Sé que corro el riesgo de seguir hablando siempre de vos .........................................................................147 Sé que todo lo que escribo y escribiré podría encerrarse en un único enunciado ..................................166 Sentado .............................................................................................................................................................120 Será que solo nos enamoramos de un minuto de alguien ............................................................................84 Sería sensato decir que nunca amamos en vano..........................................................................................215 Si fuera cuestión de buscar .............................................................................................................................163 Si no fuera capaz de soñar..............................................................................................................................174 Si pudiera dedicarme tan solo a escuchar .....................................................................................................184 Si tan solo pudiera manipular los días ............................................................................................................67 Siempre es posible leer rápidamente al pasar la vista sobre las palabras y acumular impresiones supuestamente directas .............................................................................................................................54 Siempre que recuerdo el día cuando Diana me contó su anécdota más penosa .....................................189 Simplemente ....................................................................................................................................................161 Soñé con un gigantesco andamio cuya armazón no estaba hecha de tablones sino de brazos y piernas .........................................................................................................................................................90 Su mirada o sus manos mientras me miraba ................................................................................................273 Su nombre es Diana ..........................................................................................................................................59 Supongamos que en un nivel superficial la consciencia esté dominada por una fe ciega en el lenguaje .....................................................................................................................................................217 Tal vez empujé a un niño a un abismo y luego lo reprendí por haber caído ...........................................264 Todo lo que se aprende y se consigue en la vida.........................................................................................160 Todos siempre queremos más .......................................................................................................................223 Un salón amplio ..............................................................................................................................................103 Vivimos sordos al abismo de la invisibilidad de las cosas ..........................................................................186 Vivirlo en un orden dado ...............................................................................................................................215 Y cuándo empezaré por fin una historia con la complejidad de los actos humanos ..............................158 Y de quién huyó ella entonces .......................................................................................................................181 Y esta es ................................................................................................................................................................41 Y se me confunden los verbos ........................................................................................................................53 Y sin embargo ..................................................................................................................................................156 Ya no puede haber regreso ............................................................................................................................289 Ya no sé si los recuerdos son siempre buenos ............................................................................................276
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ÍNDICE DE FECHAS 1998 OCTUBRE 11 10 1998
07 06 1999 15 06 1999 17 06 1999 18 06 1999
17
JULIO
NOVIEMBRE
04 11 1998
01 07 1999 04 07 1999 05 07 1999 06 07 1999 18 07 1999
32
DICIEMBRE
24 12 1998
33
1999
20 08 1999 25 08 1999 26 08 1999 27 08 1999 30 08 1999 31 08 1999
35 41 43
FEBRERO
04 02 1999 05 02 1999 06 02 1999 07 02 1999 09 02 1999 16 02 1999 17 02 1999 22 02 1999 23 02 1999 25 02 1999
12 09 1999 13 09 1999 14 09 1999 15 09 1999 16 09 1999 18 09 1999 19 09 1999 19 09 1999 (2) 20 09 1999 22 09 1999 23 09 1999 24 09 1999 25 09 1999
61 66 67 68 249 98
10 10 1999 11 10 1999 11 10 1999 (CONT) 16 10 1999 17 10 1999 18 10 1999 21 10 1999 22 10 1999 23 10 1999 24 10 1999
115 108 123 161 82 89 146 223
02 11 1999 03 11 1999 08 11 1999 11 11 1999 12 11 1999 13 11 1999 18 11 1999 19 11 1999
78 120 76
JUNIO
05 06 1999
123 126 129 147 137 160 175 175 177 178
NOVIEMBRE
MAYO
01 05 1999 06 05 1999 26 05 1999
107 121 158 162 167 186 187 189 195 239 213 216 239
OCTUBRE
ABRIL
04 04 1999 06 04 1999 09 04 1999 11 04 1999 12 04 1999 13 04 1999 16 04 1999 20 04 1999
70 90 93 94 140 142
SEPTIEMBRE
45 51 52 52 53 54 55 57 58 59
MARZO
05 03 1999 14 03 1999 18 03 1999 19 03 1999 22 03 1999 24 03 1999
240 173 174 189 191
AGOSTO
ENERO
18 01 1999 19 01 1999 22 01 1999
229 213 237 215
85
325
113 217 80 103 104 105 105 108
21 11 1999 24 11 1999 26 11 1999 27 11 1999 27 11 1999 (2) 28 11 1999 29 11 1999 30 11 1999
225 109 236 241 264 156 163 206
18 02 2000 21 02 2000 24 02 2000 25 02 2000 26 02 2000 29 02 2000
282 284 215 284 289 291
MARZO
24 03 2000
181
DICIEMBRE
02 12 1999 04 12 1999 06 12 1999 07 12 1999 08 12 1999 09 12 1999 10 12 1999 12 12 1999 13 12 1999 14 12 1999 16 12 1999 17 12 1999 18 12 1999 18 12 1999 (2) 19 12 1999 19 12 1999 (2) 20 12 1999 21 12 1999 22 12 1999 23 12 1999 26 12 1999 29 12 1999 30 12 1999 31 12 1999
205 246 84 101 250 251 210 160 120 230 181 179 183 184 184 185 235 265 200 202 264 266 252 266
2011 OCTUBRE
23 10 2011
2000 ENERO
02 01 2000 03 01 2000 04 01 2000 05 01 2000 06 01 2000 07 01 2000 08 01 2000 09 01 2000 11 01 2000 16 01 2000 17 01 2000 20 01 2000 21 01 2000 22 01 2000
259 260 261 262 270 271 166 226 273 82 145 233 274 275
FEBRERO
09 02 2000 11 02 2000 12 02 2000 14 02 2000 15 02 2000
276 280 117 280 281
326
15