RETRATO DE UNA MENTIROSA © Rosario Vila, 2014
AGRADECIMIENTOS Gracias a Eli Rapunzel, Ana, Noelia, Vicki, Rosi y Álex por aguantar a Sara Sanz y evitar que se desmadrara en exceso. Por ello, los personajes de este libro os estarán, también, siempre agradecidos.
1 La primera vez que recuerdo haber mentido fue cuando tenía seis años. Mi madre me había llevado a casa de una nueva vecina donde se iba a celebrar una reunión de Avon. Había faltado al colegio para ir al médico, así que no tuvo más remedio que ir conmigo si no se la quería perder. En un principio todo discurría con normalidad. Algunas señoras se probaban en el dorso de la mano nuevos tonos de barra de labios. Otras se ponían gotas de perfume en las muñecas y las más atrevidas se probaban saltos de cama ante las risitas escandalizadas de algunas de las presentes. Hasta que entre geles y cremas hidratantes llegó el momento que cambió mi vida para siempre. –¿Qué tomará la nena?, ¿quieres merendar algo, cariño? –me preguntó la anfitriona de la reunión. Yo miré a mi madre buscando su aprobación y al verla asentir con la cabeza contesté tímidamente que sí. Recuerdo que se me había caído un diente y me daba vergüenza que se me viera la mella, así que en aquel momento no quise abrir mucho la boca para que el mundo no descubriera que me había convertido en la hija secreta de Pozí–. ¡Tengo en la nevera una tarta de almendra que te va a encantar! –me dijo entusiasmada mi vecina. La amable mujer se fue meneando el trasero alegremente y volvió de la cocina con un trozo de tarta para mí. A simple vista tenía buen aspecto, pero cuando me metí en la boca el primer trozo me di cuenta enseguida de lo seca que estaba. Después de conseguir despegarme la primera bola de miga seca del paladar y de tragármela con mucho esfuerzo, tiré a mi madre del jersey y le dije: –Mamá, ¡esta tarta no me gusta! –¡Shhh! ¡No seas desagradecida!, ¡no será para tanto! Trágatela sin pensar y dale las gracias a la señora –me ordenó ella susurrando. Como pude me la fui comiendo. Quería pedir leche para ayudarla a bajar, pero entonces pensé que si lo hacía mi vecina se daría cuenta, como por arte de magia, de lo que realmente pensaba de su tarta. Había experimentado varias veces cómo mi profesor de matemáticas sabía que no había hecho los deberes solo con verme mirarle de reojo temblorosa, así que no quise correr el riesgo y ganarme un pellizco de mi madre. Cuando todas las mujeres terminaron de hacer sus pedidos de cremas y demás productos de belleza conseguí comerme el último trozo. Mi vecina se acercó a mí y entonces mi madre me dio disimuladamente un pequeño tirón de la coleta. –Bmuchas pgracias por la frarta, feñora. Estabfa muy fbuena –dije yo con la boca más seca que la toalla de un hippy al captar la señal amenazante de mi madre. –No hay de qué, cariño. ¡Qué niña tan mona y tan educada tienes, Carmen! Al salir de la reunión mi madre me dio una pequeña charla sobre buenas maneras, la cual, parece ser, me caló hondo. Me explicó que a veces hay que mentir para ser educados. Que en ciertas circunstancias es mejor no decir la verdad para no herir los sentimientos de las personas y que en algunos casos una mentira es lo que la gente espera de nosotros. Yo rechisté diciendo que ella siempre me regañaba cuando le mentía y que si no podía engañarle a ella no veía por qué se lo tenía que hacer a gente que no conocía. Entonces mi madre que, por cierto, nunca ha destacado por su tacto, me hizo una revelación por la que le dejé de hablar hasta que tuve que pedirle la paga semanal unas horas más tarde. –Verás, Sara, te contaré algo para que lo entiendas mejor. ¿Recuerdas que la semana pasada vino el Ratoncito Pérez mientras dormías y te dejó cinco duros debajo de la almohada? –Sí, ¿por qué lo dices, mamá? ¿Te ha dicho que se los devuelva? ¡Pero mamá, si los había dejado para mí! –empecé a quejarme con un nudo en la garganta. –No, no es eso. Mira, Sara, el Ratoncito Pérez no es un animalillo peludo, ni viste con un gorro y un chaleco, ni tampoco puede saber cuándo se le caen los dientes a todos los niños del mundo... Sara, el Ratoncito Pérez no existe. Tu padre se levanta cuando te duermes y te deja el
dinero debajo de la almohada, ¿comprendes? Es una mentira que los padres os decimos a los niños para que seáis felices. –Mamá, no puede ser –le dije llorando–. Entonces, ¿dónde está mi diente? Tú me dijiste que el Ratoncito Pérez se lo llevaba a su taller para hacerlo más grande y que dentro de poco me lo devolvería –le pregunté angustiada al pensar que me iba a quedar mellada toda la vida. –Sara, no hay ningún taller. El diente te crecerá solo, ya lo verás. Dentro de unas semanas, cuando tu padre se haga pasar por Papá Noel, ya lo tendrás otra vez –me contestó mi madre acariciándome la cabeza para consolarme. –¿Por qué se va a hacer papá pasar por Papá Noel? ¿No puede venir él en persona estas Navidades? –le pregunté faltándome el aire. –Sara, lo de Papá Noel también es mentira. Es solo una manera de ganar tiempo hasta el día de Reyes, cuando vamos a buscar tus regalos a la tienda y te decimos que los han traído ellos mismos desde Oriente. Se acabó. Esto debe ser el fin del mundo ese del que hablan en la tele, pensé horrorizada. No fue una experiencia para nada agradable pero, como consuelo, parece ser que mi obligada mentira causó muy buena impresión a la nueva vecina, la anfitriona de la reunión de Avon. Desde entonces, cada vez que me la cruzaba por la escalera me daba golosinas y me hacía carantoñas, como si fuera la niña mellada más buena del barrio. Esto de mentir es un chollo, me dije asombrada, y además de la recompensa que conlleva parece ser que pone a la gente muy contenta. A partir de ese momento se puede decir que todo vino rodado. A fuerza de mucho practicar, me di cuenta de que no era necesario pasar momentos incómodos gracias a decir, digamos... “no verdades”. En vez de mirar de reojo a mi profesor de matemáticas cuando no hacía los deberes observé que era más efectivo poner cara de interés y hacer como si los corrigiera. Cuando fui creciendo me inventaba novios moteros que me invitaban a salir cuando alguna amiga presumía de sus nuevas zapatillas de deporte Adidas y cuando alguien me refregaba sus buenas notas yo le hablaba en un idioma inventado que había aprendido durante mis vacaciones en un país llamado “Grindimer”. Mentir se convirtió en una costumbre que cultivé casi sin querer durante mi infancia y toda mi adolescencia, costumbre que domino hoy en día a la perfección. De todas maneras, tampoco es que lo haga con maldad. No creo que sea tan grave mentir por compasión o porque de otra manera no te valoran tanto como te mereces, ¿no? Al menos, eso creo que me quiso enseñar mi madre. Además, lo que yo suelo hacer es analizar la pertinencia de la supuesta “no verdad”. Aplico el método de la Verdad vs. Realidad. Y funciona, al menos a nivel de justificación personal. Yo me digo, por ejemplo... V.: ¿Qué diferencia hay entre una persona que dice conocer a Ashton Kutcher y otra que no? R.: Desde un punto de vista fisiológico ninguna, pero milagrosamente serás el centro de toda las fiestas si dices que lo conoces. Pues entonces, ¿para qué admitir que no te codeas con las estrellas? No tendría sentido. V.: ¿De cuántas entrevistas de trabajo te llamarán si pones en tu currículo que has trabajado en una peluquería del Soho de Nueva York en vez de en una en Horta? R.: De cientos, porque lo americano es lo más y una peluquería que se llame Paqui García es lo peor según una regla no escrita. Pues si se puede usar una regla que no está publicada en ningún Boletín del Estado yo también puedo decir que trabajé en el Soho, y me quedo tan ancha. V.: ¿Qué mal puede hacer decirle a una amiga que el vestido que se está probando le sienta bien? R.: Ninguno, porque los psicólogos dicen que somos lo que proyectamos. Si la amiga en cuestión se imagina más guapa entonces todo el mundo la verá así, ¿no? Es cuestión de sentido común. Así que el método de la Verdad vs. Realidad es mi guía para moverme entre los que viven para aparentar. Y los que se creen con derecho a decir lo que piensan de ti porque valoran la sinceridad por encima de todo. Y los que son extremadamente sensibles a las críticas. Y los que no me dan lo que pienso que me merezco justamente. Bueno, y también lo uso cuando quiero salir de un lío en el que yo misma me he metido, ¡sí! Pero en mi defensa diré que siempre aplico el
método convenientemente. Me pregunto... V.: ¿Qué hay de malo en mentir para cubrir otra mentira? R.: Nada. El daño ya está hecho. Lo que me recuerda que ayer me marqué un Verdad vs. Realidad para tener la mañana libre en el trabajo y ya debería haber aparecido por allí. El caso es que tengo un vecino en mi mismo rellano que vive solo como yo: el abuelo Ramón. El abuelo Ramón es viudo desde hace muchos años y como sus hijos viven en Madrid pasa la mayor parte del tiempo solo o paseando por el Raval. Es un coleccionista del Rock 'n' Roll de los cincuenta y su piso es como un museo de la época. Su salón está lleno de fotos de todos sus ídolos y tiene una colección de discos tan grande que una parte se la tengo guardada yo en mi casa. El abuelo Ramón es un tanto peculiar, así que todo el barrio lo conoce y le tiene cariño. Suele vestir con un traje chaqueta entallado a rayas y aunque solo le quedan unos cuantos pelos blancos se peina con lo que pretende ser un tupé. El tema es que el abuelo Ramón estaba loco por hacerse un tatuaje desde hace tiempo, pero como tiene mal la tensión le daba miedo ir solo por si se mareaba. Así que me preguntó si podía acompañarlo una mañana, por lo que me inventé una visita al ginecólogo como excusa para faltar al trabajo y allá que hemos ido los dos. Y ha sido muy divertido, se ha puesto tan contento cuando ha visto su Pin-Up terminada que se ha empeñado en invitarme a comer. No paraba de decir: “¡Sara!, ¡verás cuando me vea el brazo la sieso de mi nuera, se le va a cortar la leche!”. Sí, el abuelo Ramón tiene un nuevo nieto que, por cierto, todavía no conoce. Porque su hijo parece ser que no tiene unas horas para venir a buscarlo y llevárselo en el AVE. De hecho, creo que ya hace más de un año que ningún familiar viene a verlo. Pero aplicar el método en este caso no ha sido casi necesario, porque Pietro, mi jefe, me debe horas extraordinarias desde hace meses. Pietro, que en realidad se llama Pedro y nació en Barbate, es un personaje al que cualquier palabra en inglés le suena mejor que en español. Por ejemplo, Pietro nunca le dice a una clienta: “este peinado te sienta genial”. En el “idioma Pietro” eso se traduce a “¡te queda so cool!”. Lo que nunca he entendido, porque muchas de nuestras clientas como la Señora Costa no tienen ni idea de lo que dice la mayor parte tiempo. Entre otras cosas porque es medio sorda y le cuesta bastante entender hasta el español. Pero en fin, cada uno es como es... Lo que me hace llegar a la conclusión de que si Pietro puede decir que todas esas horas que pasa en su despacho está repasando la contabilidad, yo también puedo decir que al autobús que me llevaba al trabajo se le ha pinchado una rueda. O no... mejor aún, le contaré que el ginecólogo me ha invitado a comer mientras me hacía la citología esta mañana. Eso le encantará, sí. En el fondo Pietro siempre ha sido un romántico. Tampoco es que importe decir otra “no verdad”, ni siquiera he estado en el ginecólogo esta mañana, así que el daño ya estaría hecho, ¿no? Pues eso. Sí, señor. Le pido otro café al camarero y me hago la sopa de letras del Pronto. –¡Yuhu, Sara! ¿Qué haces por aquí a estas horas? ¿Tiene Pietro hoy la peluquería cerrada? Oooh, no... ¿A que me pillan? La Señora De Silva, o Juliaforeveryoung, como la llamamos secretamente en la peluquería, se acerca haciendo aspavientos a mi mesa del bar con lo que intenta ser una amplia sonrisa. La Señora De Silva, alias, Juliaforeveryoung, ya no puede sonreír a causa de tantas operaciones de cirugía estética. Lo que me dio licencia para decirle que tengo veintidós años cuando en realidad ya tengo casi treinta. Si ella pretende aparentar que tiene cuarenta cuando debe de tener cincuenta y pico, ¿por qué no puedo yo decir que tengo veintidós cuando en realidad los aparento? No sería lógico... –¡Señora De Silva! Cada día está usted más guapa. ¿No se habrá echado un novio cubano en sus últimas vacaciones? Lo que no me extrañaría nada, porque dicen que el amor rejuvenece, ¡y parece usted una adolescente! –le digo fingiendo asombro y esperando que mi alabanza desvíe la conversación sobre mi ausencia del trabajo. –¿De verdad? ¡Muchas gracias, Sara! Bueno, la verdad es que no eres la primera que me lo dice esta semana. Lo cierto es que llamé el otro día a uno de esos videntes telefónicos y me dijo que por el color de mi aura no podía tener más de treinta y cinco. Verás, resulta que el domingo por la noche estaba viendo la tele y... bla, bla, bla... y me dije, ¡pues, por qué no!... bla, bla, bla... Ya es oficial. Conversación desviada a causa de monólogo. –… de modo que llamé y... bla,bla,bla...
¡Jesús! O como diría Pietro, “¡Oh, my God!”. Esta mujer es una metralleta. Ahora que veo ese sándwich, no sé si apagué la tele esta mañana. Recuerdo haber cogido el bolso mientras escuchaba hablar al hombre del pelo blanco y encrespado que sale en el anuncio del Pan Bimbo, pero no recuerdo haberle dado al mando para apagarla... Por cierto, ¿es eso tarta de queso? Vaya, qué pinta tiene... –… me ha asegurado que voy a conocer al amor de mi vida muy pronto y... bla, bla, bla... ¿De qué hablaba hoy el de Redes? Sí... creo que era algo sobre la percepción de la belleza según la biología. Menudo rollo... ¿Qué sabrán los biólogos de peinados y estética? Hoy en día cualquiera puede hablar de cualquier cosa. ¡Y encima lo repiten por la mañana! ¡Toma ya!, doble dosis de mier... –¿No, Sara? –¿Si? –contesto con una sonrisa inocente. –Que si crees que debería volver a llamar y preguntarlo. Estos videntes telefónicos del canal Claxon cobran más que un cirujano plástico, ¡pero se merecen hasta el último euro! ¡El otro día le acertaron a una mujer que llamó hasta dos de los números de su DNI! –¡Claro!, hace bien. Debería llamar –me aventuro a contestar. No es que tenga mucha idea de lo que me está preguntando, pero conociendo a esta mujer seguro que tiene que ver con hombres o fiestas y lo de los videntes es un monotema al que ya me tiene acostumbrada. –Sara, ¿pero cuántas veces tengo que decirte que no me trates de usted? Me haces más mayor de lo que soy. ¡Y todavía ni se me ha retirado el periodo! Oh, vaya. Ahora me dirá que hasta lleva puesto un Tampax. Aunque tiene razón. No en lo del periodo, o eso creo, porque la verdad es que no tengo forma de probarlo. Pero nunca he querido llamarla por su nombre de pila para evitar este tipo de confianzas con ella. Aunque tampoco es que funcione no tutearla, así que... ¡Mierda!, ahora que lo pienso me siento un poco mal. Ella está aquí contándome lo que en su mundo de rica, barra, ociosa, guión, operada, debe ser de lo más crucial y yo pensando en el Pan Bimbo. Si casi se le saltan las lágrimas por la emoción. La pobre mujer no conoce otra cosa y, además, seguro que se siente muy sola. Desde que su exmarido le dejó el chalé y se llevó a Puchi, su chihuahua y el único que aguanta sus conversaciones, se pasa la vida de vidente en vidente. Dice que necesita que la guíen espiritualmente, sea lo que sea lo que eso signifique. –Es verdad, Julia. ¡Perdona!, pero eres tan elegante y tienes tanta clase que muchas veces me parece que estoy hablando con Rania de Jordania –miento yo sin aplicar el método. Pero esta “no verdad” es de las de agradecimiento. Lo cierto es que Juliaforeveryoung siempre me deja buenas propinas e incluso a veces me defiende cuando Pietro me llama Eduardo Manostijeras. Resulta que de adolescente llevé el pelo a lo Robert Smith, el cantante de The Cure, aunque ya estaba pasado de moda. Y no se me ocurrió otra cosa que enseñarle las fotos de mi antiguo look una noche que vino con mis compañeros de trabajo, Macarena y Rufi, a cenar a casa. Me tendría que haber deshecho de esas fotos, los álbumes de fotos de la adolescencia los carga el Diablo. –Pues sí, realmente creo que deberías llamar. No tienes nada que perder y así puedes adelantarte a los acontecimientos –añado tanteando el terreno de la forma más neutral posible para no meter la pata. –Seguiré tu consejo –dice Juliaforeveryoung. Y de repente baja la voz como si me fuera a contar un secreto de Estado–. Ese vidente tan bueno, Maya Andino, me dijo que el amor de mi vida tiene relación con el agua. ¿Qué crees que puede significar eso, Sara? ¿Que tiene un yate? ¿O quizá que es el director de un spa? –Pues... no sé. Quizá, ¿que vive en otro continente y que hay un océano en medio de vosotros dos? Realmente, podría significar cualquier cosa. ¿Qué clase de pista es esa, de todos modos? Ya, claro, una que siempre puede funcionar de una manera u otra. Si el horóscopo de su siguiente ligue es un signo de agua habrá acertado. Si nació en cualquier ciudad de la costa, también. Si le gusta la playa, pues también. –Sí, yo creo que va a ser eso, Julia. Seguro que lo conoces en tu próximo viaje. ¿No tenías pensado ir a Nueva York a visitar a tu hermana?
–Claro... eso es. Seguro que tienes razón –dice como si le acabara de llegar una revelación–. Ya puedo incluso verlo... Yo estaré patinando en Rockefeller Center y el amor de mi vida se me acercará como atraído por una fuerza misteriosa. Patinará unos metros a mi lado y me dirá con voz profunda y sexy: “se desliza usted con una gracia inusitada, Mademoiselle, pero sus delicadas mejillas se ven muy sonrojadas. ¿Le gustaría que parásemos y nos tomáramos unos Martinis?”. Perfecto. Juliaforeveryoung ya tiene una misión y el tema de mi ausencia del trabajo ya está enterrado para siempre bajo sus extensiones de pelo. Lo que me da vía libre para planear una escapada rápida sin mucho esfuerzo. –Bueno, Julia. Me sabe muy mal, pero tengo que irme. Tengo visita con el ginecólogo y ya sabes cómo te hacen esperar los médicos si se te pasa la hora. Ya puedes ir planeando la ropa que te vas a llevar a Nueva York, ¡que el amor de tu vida no se conoce todos los días! –Oh, ¿ya te vas? –dice Juliaforeveryoung con semblante triste–. Pues sí. Creo que es lo que haré. Aunque ahora sin los trajecitos de Puchi me puedo llevar todo lo que quiera en la maleta. ¡No sabes cuántos collares y modelitos necesita para viajar una criatura tan delicada como él! Una vez se me olvidó meter en la maleta sus botitas de agua y no paró de llover en tres días. ¡Se resfrió y tuve que llevarlo al veterinario porque pensaba que había cogido el moquillo! Pero bueno, no te entretengo más. Nos vemos el sábado en la peluquería, cariño. Es que se me ha hecho una onda en la nuca por la humedad y ya sabes que no las soporto. –Sí, ¡dichosas ondas! ¿No tenemos suficiente las mujeres con que se nos rompan las uñas que también tenemos que soportar que el pelo se nos ondule con la humedad? Por Dios... – exclamo con fingida empatía poniendo los ojos en blanco–. Me alegro de que nos hayamos encontrado. El sábado me cuentas qué más averiguas sobre tu futuro. ¡Aunque no sé si podré aguantar hasta entonces! –añado mientras cruzo los dedos detrás de la espalda como medida contra represalias celestiales. Hoy ya he soltado unas cuantas y no me quiero arriesgar. Y seguidamente me alejo a paso ligero entre las mesas de la cafetería sin parar de agitar la mano a modo de despedida. Una vez en la calle respiro aliviada. La verdad es que no es tan sencillo ser peluquera. Todas las clientas te cuentan sus dramas y tú tienes que hacer como que te importan para que no se sientan mal. Lo cierto es que cuando era pequeña lo que quería era ser abogada, o juez... Porque me encantaba cuando en las películas pronunciaban el “¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?”. Yo siempre me levantaba dando un salto del sofá y decía muy fuerte: “¡sí, lo juro!”. Pero entonces mi padre me miraba de reojo y me decía: “si, si... pues sería la primera vez...”. ¡Qué manera de robarle los sueños a una pobre niña ilusionada! ¿Es que este hombre nunca había oído hablar del método? ¿Y de las mentiras por compasión? ¿Y de los premios millonarios que te meten en el buzón? De verdad, ¡y que me lo dijera una persona que se hacía pasar por un ratón! Más tarde, ya de adolescente, empezó a gustarme el glamour de los salones de belleza y el poder que emanaban los estilistas. Me pasaba largas horas ojeando en el ¡Hola! los peinados de las famosas y hasta me grababa en vídeo los anuncios del estilista John Gueras. Veía a ese hombre como a un gurú de los tintes y me decía que si Dios se arreglaba la barba seguro que se la recortaba como él. Así que cuando terminé el instituto decidí que a la peluquería era realmente a lo que me quería dedicar, por lo que me saqué el título y he estado cortando, secando, peinando y haciendo mechas desde entonces. Cruzo andando Plaza Cataluña a paso decidido y me paro en el paso de peatones esperando a que el semáforo se ponga en verde. Estoy solo a un par de manzanas del trabajo, pero en el último momento me lo pienso mejor y saco el móvil del bolso. Total, ya son casi las seis y no me apetece ir a trabajar para un par de horas. –Pietro's Hairdressers. ¿En qué puedo ayudarle? –Hola, Rufi. ¿Está Pietro por ahí? –¡Hey, Sara! Sí y hace un rato me ha preguntado por ti. Ahora te lo paso. Chao, nena. Oigo a Pietro acercándose al mostrador mientras se queja de que todavía no me he presentado en la peluquería y al coger el teléfono oigo cómo masca chicle furiosamente. –¿Y bien? ¿Qué hora es en la tierra de Eduardo Manostijeras? ¿Hay diferencia horaria allí, o qué? –Ja, jaja –me río para disimular–. Si algún día tengo que meterte un rollo para no ir a trabajar
ya sé qué excusa inventarme. No, qué va. Tengo el reloj en hora española, Pedrín. Pero no te vas a creer lo que me ha pasado. ¿Recuerdas aquel ginecólogo del que te hablé?, ¿al que le dije que no podía reconocerme porque todavía era virgen el día que se me había olvidado la cita y llevaba puestas las bragas de Supercoco? –Uh-hum. –Bien, pues resulta que esta mañana mi ginecólogo de siempre no ha podido pasar visita y en su lugar estaba él. La cosa es que hemos empezado a hablar de la importancia de hacer un descanso durante la jornada de trabajo y de cómo una comida distendida con amigos puede evitar ataques al corazón. Total, que ha acabado invitándome a comer y yo no sabía si ir porque tenía que entrar a trabajar a las dos. Y pensé, ¿pero cómo no vas a ir a trabajar? La peluquería estará llena y Pietro no se merece bajo ningún concepto que lo dejes colgado. Pero, Pietro, es que me proponía comer en el Arts, ¿cómo iba a decirle que no? Después una cosa ha llevado a la otra y cuando me he querido dar cuenta ya eran las cinco. Lo siento –añado, aunque no es así en absoluto. –En fin. Espero que al menos te lo hayas tirado. Y que sepas que te lo descontaré del sueldo. –¿Qué? ¡Pero si me debes seiscientos euros! –le digo asombrada. –¿Cómo dices, Macarena?, ¿que ya está aquí la Señora Avilés? –oigo decir a Pietro retirándose un poco el teléfono–. Sara, my darling. Mañana te veo a las nueve. Ya me contarás entonces la cita con más detalle. Y tal como vino se fue. Y sé que lo de la Señora Avilés no es más que una excusa del muy liante. Conozco a Pietro desde hace tiempo y sé que gasta más de lo que tiene, así que tengo claro que solo me queda esperar hasta que su cuenta corriente se recupere. En el fondo Pietro no es mala persona. Tiene sus cosillas, como todos las tenemos, pero siempre se puede contar con él para hacerte un favor. Creo que su problema es que nunca pudo ser él mismo. No era demasiado fácil ser homosexual en los ochenta y los noventa y se ha acostumbrado a aparentar algo que no es. Por eso vive una vida que no se puede permitir y habla un idioma que no es el suyo. Necesita encajar como sea, pero, en mi opinión, de una manera equivocada. Porque ser un mentiroso debe ser agotador. Me doy la vuelta y comienzo a pasear tranquilamente camino a casa. Está empezando a llover y la gente aligera el paso para no mojarse, pero a mí el agua no me importa. Me encanta sentir las gotas fresquitas cayéndome en los brazos. Los días ya han comenzado a hacerse cortos y las hojas de los árboles ya se han puesto de color marrón. Los turistas se hacen fotos en Las Ramblas como ajenos a la lluvia y los camareros de los bares recogen con prisa los servilleteros de las mesas de las terrazas. Me apoyo en un árbol para contemplar la escena con más tranquilidad. No todos los días puede una parase a mirar cómo transcurre la vida y si te paras a pensar, es tan maravilloso vivir en esta ciudad y ser parte de ella que, que... ¿Qué? ¿Se me acaba de cagar una paloma en toda la cara? ¡Mierda, qué plasta tan grande! ¿Pero qué comen estos bichos?, ¿jamones?, me pregunto a mí misma asqueada. Corro hacia una terraza y cojo rápidamente unas servilletas de una mesa segundos antes de que se las lleve el camarero, pero el muy rácano se enfada y me sujeta la mano antes de que pueda limpiarme. –¡Eh!, ¡que esto no es un servicio público! –me grita. –¡Bueno!, ¡no se irá a arruinar por unas míseras servilletas de papel! Espero que nunca se rompa usted una pierna delante de mí y que no haya nadie más para ayudarle, ¡que va a avisar a la ambulancia Perrins! Menuda porquería de ciudad... De hecho, la odio tanto que voy a coger el metro aunque estoy solo a dos manzanas de casa. El bullicio de Barcelona es insoportable y odio este clima cambiante del mes de octubre. ¡Nunca sabes si coger un paraguas o las gafas de sol cuando sales de casa y si no aciertas te pones chorreando!
El metro está hasta arriba de gente y mientras espero en el andén a que llegue se me acerca un hombre para pedirme dinero. Pero yo, como ya estoy un poco cansada de que me lo pidan un día sí y el otro también, ni corta ni perezosa lo envío a pedirle a una mujer con pinta de estar bien situada que está a unos metros de mí. –Señor, no llevo dinero. Pero, ¿ve a esa señora de ahí?, ¿la del bolso verde? Pues precisamente acabo de oírle decir que ella nunca puede negarse a hacer una obra de caridad. Creo que es miembro de la Cruz Roja, ¿sabe? –le termino diciendo en un susurro. El pobre hombre se dirige a ella, pero no sé si le acaba dando algo, porque disimuladamente me alejo hasta un punto donde ya no puedo verlo. Vale, no he visto a la mujer del bolso verde abrir la boca, pero... V.: ¿Qué le puede suponer darle a este pobre hombre un par de euros cuando lleva un bolso de piel de cocodrilo? R.: Pues seguro que nada y solo por el hecho de llevar un pobre bicho que ahora mismo podría estar tomando el solecito en un pantano se merece esta pequeña trola. ¡He dicho! Cuando llego a casa compruebo que realmente me había dejado la tele encendida esta mañana, así que aprovecho el descuido para tirarme directamente en el sofá en vez de poner una lavadora como debería hacer. Están repitiendo por millonésima vez El juego de tu vida, concurso que nunca entenderé. Porque, ¿qué sentido tiene mentir cuando sabes que si lo haces no te llevas ni un duro? Se pasan todo el concurso contestando con sinceridad a cientos de preguntas que harían ruborizarse a Jorge Javier Vázquez y cuando llega el momento de ganar pasta gansa se cortan. ¡Que digan la verdad, por favor! Menudo rollo de programa... Y encima no puedo cambiar de canal porque el mando se ha quedado sin pilas. Decido que si no tengo más remedio que levantarme para cambiarlo, pues que ya, de paso, debería poner la lavadora. Sí, allá voy, me digo convencida. Entro al cuarto de baño con resolución y empiezo a separar la ropa sucia de la cesta por colores. Cuando ya lo tengo todo listo, miro los montones con orgullo y me decido por empezar a lavar la ropa de color. Bien hecho, Sara. Aunque te hayas pasado prácticamente todo el día ganduleando tú nunca reniegas de tus responsabilidades, me dice Pepe, mi amigo imaginario de la infancia, que estaba esperándome sentado encima de la lavadora. Sí, ya soy muy mayor para esto, lo sé. Pero es que le tengo cariño y no me veo capaz de decirle que se busque otro piso, el tema del alquiler está fatal en Barcelona. De todas formas, Pepe me ayuda a decidir cosas importantes desde que era pequeña, como qué ponerme o con quién quedar y la verdad es que hace más compañía que un canario. El último que tuve murió atragantado con una aceituna y todavía no lo he podido superar. Yo pensé que podría pelarla como hacía con las pipas, pero parece ser que ese pobre animalillo nunca había visto un olivo y no sabía lo que se estaba comiendo. Pobre Jinklins, que en paz descanse, Pepe, le digo a mi amigo santiguándome. Cargo la lavadora canturreando en honor a Jinklins. Meto el detergente. La enciendo. Pero no arranca. Ni coge agua. Ni nada de nada. ¿Y si la desenchufo y la vuelvo a enchufar?, porque si es eso lo que se hace con el router cuando no funciona Internet a la lavadora también le debe ir bien, ¿no? Pues no... Pues esto no funciona... Pues recuerdo que el técnico ya me dijo la última vez que debería comprarme otra. Si, claro... el técnico se piensa que trabajo en la fábrica del timbre y la moneda, ¿no te jod...? Pues sí. Ahora que lo pienso, creo que algo así le comenté.
¡Por el lunar de Rupert! ¿Y ahora qué hago yo? Si espero a que Pietro me pague lo que me debe para comprar una lavadora nueva se me pueden caer los nudillos de tanto lavar a mano. ¿Y si le pido dinero prestado a alguien? ¿A mis padres, quizá? ¿A Macarena o a Rufi? No, no puedo hacer eso... Rufi y Macarena están siempre igual de pelados que yo y a mis padres todavía les debo el dinero que les pedí prestado para comprar la nevera el año pasado. Bueeeno, es verdad, Pepe. Quizá no fuera una nevera en lo que me gasté el dinero. Pero todo el mundo necesita irse de vacaciones, ¿no? El otro día vi en la tele que un mes de vacaciones te alarga la vida dos días, lo que, si haces cuentas, neutraliza los dos días de vida al mes que te quita el tabaco. Si añado a eso los beneficios de una copa de vino tinto diaria me alargo la vida otro dos. A los cuales, si les resto los dos que me la acorta la bollería industrial, me quedo a cero. Así que no me puedo permitir desaprovechar un mes de vacaciones. ¡Los números nunca mienten!, me digo mientras vuelvo a estirarme en el sofá a valorar el problema. Piensa, piensa... Tiene que haber alguna manera de conseguir el dinero. No está bien que con veintiocho años le pidas más dinero a tus padres. Si proyectas tus pensamientos positivamente y con decisión la solución se materializará. Es de todos bien sabido que desear algo con mucha fuerza hace que se convierta en realidad. Sí... ya puedo verlo... Un fajo de euros se desliza lentamente por debajo de la puerta del salón... ya casi puedo cogerlo... Sí, estira la mano y tócal... No me lo puedo creer. He debido quedarme dormida en algún momento de mi proyección, porque miro el reloj y marca la una de la madrugada. La televisión sigue encendida y como me he despertado con hambre decido quedarme un rato más viéndola mientras como algo. Me levanto y cambio al canal Claxon y veo a un hombre con túnica rosa, acento raro y voz de pito que dice algo sobre un ángel guardián. Me acurruco en el hueco del sofá y estiro el brazo para coger la bolsa de patatas fritas que dejé abierta anoche sobre mi mesita de Ikea. El hombre con voz de pito parece ser un vidente telefónico. Está atendiendo la llamada de una mujer y en la parte inferior de la pantalla hay un enorme faldón con un número 800. –… cuando la paloma del amor se pose sobre tu cabesa. ¿Conoses a alguien que se llame Juan, querida? –Pues... creo que no. ¿No podría ser Jesús, Maya Andino? –pregunta la mujer con voz temblorosa. –Sí, amor. Es Jesús, no Juan. A veses los áheles vienen de dimensiones tan lehanas que no conosen bien nuestro santoral. Oh, vaya. Ahora resulta que los áheles conocen a San Juan Bautista pero no conocen a Jesús de Nazaret. Pero qué morro... ¿Y qué leches quiere decir “cuando la paloma del amor se pose sobre tu cabesa”? ¿No será una mosca en el brazo? Menuda chorrada... –Pues estate atenta, amor, porque la ayuda vendrá de la mano de un tal Jesús. Pero de todas formas, te recomiendo que pongas un calsetín usado de tu marido debajo de tu almohada. Esto te revelará mientras duermes por dónde ha andado durante el día. –Gracias, Maya Andino. Haré lo que me dices –responde la mujer casi al borde de las lágrimas. Pero de repente se recupera como milagrosamente–. ¿Antes de colgar puedo saludar? Saludo a mi hijos y a mi vecina Cati que me estará oyen... Pi, pi, pi... –Vaya, se nos cortó la conesión. Espero que nuestra amiga tenga mucha suerte y para ello le envío desde aquí un buen puñado de rahios cósmicos. Siguiente llamada, compañeros. ¿Si?, ¿quien solisita la ayuda de los áheles? ¡No!, no me lo digas. Eres un hombre y te llamas Eustaquio, ¿verdad? Claro, como que no se lo han chivado ya por el pinganillo. No me creo que los áheles conozcan a San Eustaquio si no conocen a Jesús. “Sí, hombre, ¡Eustaquio! Aquel que vive girando a la izquierda pasando la aurora boreal, ¿no te acuerdas? ¡El que nos invitó una vez a unas cañas!”, casi puedo oír comentar a los áheles. La verdad es que no sé cómo la gente se gasta el dinero en estas cosas. Todo lo que les dice el Maya Andino este se lo podría decir cualquiera, incluso yo. Solamente les dice lo que la pobre gente quiere oír. De hecho, es lo que hago yo continuamente en la peluquería y, además, no debe ser ni sano dormir con un calcetín sucio debajo de la almohada.
Me termino los últimos trozos de patatas fritas que quedan en el fondo de la bolsa levantando la cabeza y volcándomela directamente en la boca, lo que hace que se desparramen por todo el sofá y se llene de aceite. ¡Mierda! Bueno, no es para tanto, solo ha sido un accidente, me digo. Entonces cojo el Pronto y un boli de encima de la mesa y me pongo a hacer mi sopa de letras. –Y ya saben, queridos. Mi consulta de videntes siempre nesesita hente como tú. Si tienes el don y puedes comunicarte con los áheles o con los seres del más allá, llámanos y forma parte de nuestro equipo. Apunta, 5555 666 777. Te resibiremos con los brasos abiertos. Nos vemos mañana aquí a la misma hora en La Mano Amiga de Maya Andino. Que la fuersa del cosmo os acompañe. ¡Chaíto! Al escuchar el mensaje de Maya Andino levanto la vista del Pronto y me quedo mirando la pantalla de la tele pensativa. ¿Cómo se le hace una entrevista de trabajo a un vidente? ¿Cómo pueden comprobar si realmente tienes un don? Rápidamente apunto el número de teléfono que acaba de dar el listo del calcetín. Sí, era fácil de memorizar, 5555 666 777. ¿Y si llamo mañana y digo que yo también puedo hablar con los áheles? ¿Podría hacerme pasar por vidente y trabajar en la consulta de Maya Andino por las tardes cuando salgo de la peluquería? ¿O los domingos? ¿O cuando encarte? Total, lo que hace este tío lo sé hacer yo con los ojos cerrados y necesito el dinero para la lavadora. Sí, creo que lo voy a intentar... Te vas a enterar de lo bien que hablo yo con los áheles, rollero. Pongo la alarma del móvil a las siete y media y me estiro más cómodamente en el sofá con mi manta de pelusilla violeta. Ya empieza a hacer fresco y aquí, con mi manta, en mi sofá, frente a la tele, me siento tan a gustito que no me apetece irme a dormir a mi cama. Aaah, esto es vida... sí, señor. Puedo oír levemente al abuelo Ramón cantando al son de uno de sus discos de Johnny Cash. Sé que está al otro lado de mi pared del salón y eso me reconforta. Además, ahora que tengo una misión que cumplir me siento mucho más contenta y con ganas de ir mañana a trabajar. Me voy durmiendo con el sonido de la televisión de fondo y, en algún momento de la noche, sueño que vuelo sobre el océano empujada por la brisa.