ENTREVISTA I ELVIRA ORPHÉE
Retrato de una rebeldía
E
La autora de Aire tan dulce (Bajo la Luna), que acaba de reeditarse, habla de su necesidad de poesía hasta en las narraciones y recuerda la niñez en Tucumán, donde transcurre su novela. También evoca su período romano, el amor que le inspiró a Italo Calvino, la amistad que la unió a Elsa Morante, y la trágica figura de Alejandra Pizarnik POR LEOPOLDO BRIZUELA ARCHIVO
Para La Nacion - La Plata, 2009
lvira Orphée, casi noventa años, es una figura exótica y legendaria de la vida literaria argentina. Como Silvina Ocampo, como Sara Gallardo, Orphée ha escrito novelas y cuentos de una originalidad extrema y natural, sin imposturas, simple reflejo de una personalidad básicamente poética. Lo que la distingue, quizá, de sus contemporáneos, es el exquisito manejo del habla del noroeste argentino. Un recurso que le sirve para pintar una sociedad cuya mayor –y casi única– belleza se halla, según su mirada, en las formas de la destrucción: la violencia, la enfermedad, la locura. Nacida en Tucumán, emigró a fines de los años cuarenta a Buenos Aires, donde estudió Letras, se casó con el pintor Miguel Ocampo, de quien tuvo tres hijas, e hizo su debut en la escena literaria con la novela Dos veranos (1956), saludada con admiración, entre otros, por Rosa Chacel. Poco después, acompañando a su marido en funciones diplomáticas, Orphée se estableció en Roma, donde formó parte del mítico círculo de escritores que rodeaban a Alberto Moravia y Elsa Morante. Tras una breve estadía en la Argentina, durante la cual el concurso de la editorial Fabril lanzó su segunda novela, Uno (1960), junto con las primeras obras de Haroldo Conti y Marta Lynch, Orphée se radicó en París, donde vivió hasta 1969. Empleada como lectora de literatura latinoamericana e italiana en la editorial Gallimard, Orphée prefirió recomendar, a los nombres del boom, el de su admiradísimo Juan Rulfo, el de Felisberto Hernández y el de Clarice Lispector, que dejarían cada uno su huella en las tres obras de su gran proyecto literario, elaborado por entonces: las novelas Aire tan dulce (1966), En el fondo (1971) y La penúltima conquista del Ángel (1977), una exploración en el tema de la tortura sin duda inusitada y, para muchos, como la escritora Luisa Valenzuela, “sublime”. Orphée también es autora de tres libros de cuentos. Austera y aristocrática a la vez, rodeada todavía hoy del halo de una belleza única y de una impiedad que le ganó no pocos enemigos, luego de repasar los ámbitos y amigos que dieron origen a Aire tan dulce, la novela con que la editorial Bajo la Luna inicia la reedición
Los juicios literarios de Orphée son implacables, pero precisos como la voz y la mirada con las que retrata la sociedad tucumana
10 | adn | Sábado 28 de noviembre de 2009
de sus obras, Orphée se revela, en realidad, como una “mujer en carne viva”. El dolor de heridas nunca cerradas puede llevarla, sin transición, de odios tan ostentosos que no es difícil adivinarles la contracara de amor herido a gestos de arrasadora ternura, e inmediatamente, a arranques de un humor insólito, complacido en todo lo que en la vida hay de imprevisible y de inevitable. “Ayer soñé con cuatro apocalipsis”, dice de pronto, con la tonada tucumana modelándole las frases, mientras la fotógrafa la asedia a tomas. “Y no, nada terrible era… Yo estaba por encima y veía, muy tranquila, el mundo que iba destruyéndose, de cuatro modos.” Cuando la fotógrafa le muestra la que considera la mejor toma, Orphée dice: “Un muchacho, me he convertido en un muchacho” y deja escapar un largo suspiro del que, como siempre, se rescata al recordar que no está sola y que puede aún “escribir en el aire”: su gran pasión de estos años. “Yo no sé qué le pasa a Dios, si se habrá olvidado de mí, con tantos otros que tiene para atender… Y no me preocupo mucho, porque claro que sé que me queda muy poco tiempo. Pero no tengo miedo. Lo que tengo, ay, es una curiosidad in-fi-ni-ta.”
*** Algo de la naturaleza nómada y apátrida de Elvira Orphée parece estar cifrado en su apellido, que por alguna razón llegó desde Grecia al pueblo francés de Cholet, “de donde salieron –explica la escritora– las primeras urdimbres para las Cruzadas”. Algo del Orfeo mítico parece rodear la figura del padre de Elvira, omnipresente en sus charlas y en sus escritos, quizá por incomprensible. “En una entrevista que te hizo la profesora Gwendolyn Díaz –le digo–, leí que tu padre era un científico.” –Bueno, sí, si puede llamarse científico… Digamos, un químico que, en vez de seguir su carrera, había elegido trabajar en la Oficina Química de Tucumán. No sé por qué. Sí sé que su empleo era vigilar que todo lo que consumía la población fuera puro. Salía de inspector y si encontraba un lechero que mezclaba la leche con agua… ya ¡multa! En casa era un hombre raro, loco por irse a cazar leones a los cerros, ¡con esos fríos! No, no me hablaba francés. Creo que quería mantener su francés a salvo de toda contaminación nativa. A mí no me quería [se franquea, sin sombra de tristeza o amargura: es un desafío de esos que mantienen viva una antigua lucha]. Las