02 la razon por que - ObreroFiel

El Dr. Wernher Von Braun, renombrado científico, dijo en Proyectiles y Cohetes (Julio 1957):. “A menudo se ha dicho que el conocimiento científico y la creencia ...
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LA RAZÓN POR QUÉ Roberto A. Laidlaw Supongamos que un hombre le envía a su novia un anillo con brillantes valuado en quinientos dólares, envuelto en el estuche que el joyero le obsequió. Qué desilusión sufriría si días más tarde ella le dice: “¡Qué hermosa cajita me enviaste! La voy a cuidar mucho. Te prometo que la voy a conservar bien envuelta en un lugar seguro para que no le pase nada”. Esto parece ridículo, ¿no es verdad? Sin embargo, ¿no es igual de ridículo que haya hombres y mujeres invirtiendo todo su tiempo y sus pensamientos en cuidar sus cuerpos, que sólo son estuches que contienen el yo verdadero, el alma, que según la Biblia ha de seguir viviendo mucho después que nuestros cuerpos se hayan convertido en polvo? El alma es de valor infinito. En su “Salmo de la vida”, el poeta Longfellow dice: No me digas tristemente que la vida sueño es, que el alma es muerta que ha dormido y es engañoso lo que ves. Seria es la vida y verdadera, y en la tumba no acabará; “Polvo eres, y al polvo vuelves”, no se dijo del alma jamás. Ciertamente no. En Marcos 8:36 nuestro Señor mismo preguntó: “¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?” De modo que, según la estimación de Cristo, el alma del hombre es lo más valioso de todo el mundo. Me propongo considerar contigo algunos de los elementos básicos relacionados con tu alma, que es lo más valioso que posees. Por ejemplo: ¿Existe Dios? ¿Es verdad la Biblia? ¿Tendrá que rendir cuentas el hombre? ¿Hay perdón divino? Estos son algunos de los problemas que parecen preocupar más a los que piensan con seriedad sobre su eterna alma.

¿Cómo puedo saber que Dios existe? Tengo la convicción innata de que Dios existe. En días pasados, por más que esforzaba mi intelecto para encontrar razones que demostraran que Dios no existe, y por más que deseaba creer que no hay Dios, aquella voz apacible y delicada llegó hasta mí una y otra vez, así como lo ha hecho contigo, en la quietud de los momentos más solemnes de la vida. Sí, al menos en lo que a mí respecta, supe que Dios existe. Y cuando miraba a otros, llegué a saber cuántos buscaban a Dios, tratando de callar por medio de “la religión” esa misma voz que había dentro de mi ser.

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Claro que hay algunos que no creen en Dios. Pero a mí me parece que los problemas de la incredulidad en Dios son más grandes que los problemas de la fe. Se piensa que la materia muerta produjo vida por sí sola, que la materia viva produjo la mente, que la mente produjo la conciencia y que el caos del azar produjo el cosmos del orden que vemos en la naturaleza. Pero esto parece no demandar fe, sino credulidad. El presidente de la Sociedad Científica de Nueva York dio ocho razones por las que creía en la existencia de Dios. La primera es la que sigue. Toma diez monedas idénticas y márcalas con los números del uno al diez. Mételas en el bolsillo. Luego saca una. Existe una posibilidad en diez de que saques el número uno. Coloca la moneda en el bolsillo nuevamente y saca otra. La posibilidad de que saques el número dos enseguida del número uno ya no es de una en diez sino de una en cien. Así sucesivamente, hasta que la posibilidad de que la número diez siga en orden a los primeros nueve números es de una en 10,000,000,000 (diez mil millones). Eso me parecía tan increíble que inmediatamente tomé un papel y un lápiz, y comprobé que el hombre tenía razón. Puedes probarlo tú mismo. Es por eso que George Gallup, estadista de fama mundial, dijo: “Podría yo demostrar la existencia de Dios por medio de la estadística. Tomemos por ejemplo el cuerpo humano. La posibilidad de que todas las funciones de un individuo se produjesen por casualidad es una monstruosidad estadística”. Con seguridad ninguna persona sensata basaría su futuro eterno en “una monstruosidad estadística”. Quizás sea por eso que leemos en la Biblia, en el Salmo 14:1: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios”. Pero abordemos el problema desde otro punto de vista. Estamos juntos en el muelle cuando se aproxima un gran trasatlántico y yo te digo: “Mucha gente cree que ese barco es resultado de planos cuidadosamente diseñados por alguien, pero yo sé que no es así. No hubo inteligencia alguna trabajando. El hierro, por algún proceso misterioso, salió gradualmente de la tierra y formó planchas. Lentamente fueron formándose agujeros en los bordes de estas planchas y aparecieron remaches que se fueron aplastando. Luego, pasado mucho tiempo, por este mismo proceso evolutivo llegaron las máquinas a su lugar y un día los hombres hallaron al barco flotando tranquilamente en una ensenada”. Sin duda me mirarías como a un loco y te alejarías de mí para no tener que escuchar mi insensata charla. Es porque sabes que donde hay diseño tiene que haber un diseñador y, habiendo visto otros productos de la mente humana parecidos al citado barco, te negarías a creer que éste no haya sido planeado por la inteligencia y construido por la destreza de los hombres. Sin embargo, hay hombres bien instruidos que nos dicen que el universo entero existe por casualidad, que ninguna inteligencia superior tomó parte en su producción. Nos dicen que la naturaleza es el único Dios que conocen. Por otra parte, hay muchos pensadores que creen que Dios es trascendente, es decir, que aunque se revela en la naturaleza (ya que las leyes y los principios de ésta son expresiones de su poder y sabiduría), él mismo es más grande que el universo. Pero todo lo que los ateos nos pueden ofrecer es la anomalía de un diseño sin diseñador, de una creación sin un creador, de un efecto sin causa. Todo aquel que piensa un poco cree en una serie de causas y efectos en la naturaleza, y que cada efecto llega a ser la causa de algún otro efecto. Admitir esto lleva lógicamente a admitir que debe existir un comienzo para cualquier serie. No podría haber existido jamás un primer efecto sin una Primera Causa. Para mí ésta es Dios.

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Aunque los hombres han descubierto muchas de las leyes que gobiernan la electricidad, los científicos no pueden realmente definirla. Entonces, ¿por qué creemos en su existencia? Porque vemos su manifestación en nuestras casas, fábricas y calles. Aunque no sé de dónde viene Dios, tengo que creer que existe porque veo las manifestaciones de su existencia a mi alrededor. El Dr. Arturo Compton, Premio Nóbel en Física, dijo: “Para mí la fe principia al darse cuenta que una inteligencia suprema hizo existir al universo y creó al hombre. No me es difícil tener esta fe, pues es indiscutible que donde hay un plan existe la inteligencia. El universo ordenado y productivo testifica la veracidad de la más majestuosa declaración jamás pronunciada: ‘En el principio creó Dios...’” El Dr. Wernher Von Braun, renombrado científico, dijo en Proyectiles y Cohetes (Julio 1957): “A menudo se ha dicho que el conocimiento científico y la creencia religiosa son incompatibles. Considero que es una de las más grandes tragedias de nuestros días que tantas personas crean en ese error, tan estúpido como peligroso”. El finado profesor Edwin Conklin, afamado biólogo, afirmó con mucho acierto: “La probabilidad de que la vida tuviera origen en la casualidad se puede comparar con la probabilidad de que el diccionario completo fuese resultado de la explosión en una imprenta”. Dios existe, sea que los hombres escojamos creer en él o no. La razón por la que muchos no creen en Dios no es tanto porque intelectualmente sea imposible hacerlo, sino porque al creer en Dios la persona está obligada a afrontar el hecho de que tiene que rendir cuentas ante él. Muchos no quieren hacer esto. La mayor parte de los que se refugian en el ateísmo o en el agnosticismo lo hacen porque ambos ofrecen una “salida” para escapar de la dura realidad de que el hombre es responsable ante su Creador. Por lo general no se trata de “No puedo creer”, sino de “No quiero creer”. Sólo sé de dos maneras de conocer el propósito de Dios y su persona. La primera es el proceso de la razón. Así como un buen detective al examinar mis obras podría hablar sobre mis habilidades, costumbres y carácter, del mismo modo se puede saber mucho de Dios al examinar cuidadosamente el universo, obra de sus manos. Pero el detective que sólo examinó lo que produzco no puede decir que me conoce a mí. Puede saber varias cosas de mí, pero antes de que pueda decir que me conoce personalmente tiene que existir un proceso de revelación: tengo que comunicarme con él. Debo comunicarle lo que pienso, cómo me siento y qué quiero hacer. Esta revelación de mí mismo puede ser por conversar, por escribirle o por cualquier otro medio. Sólo entonces es posible que llegue a conocerme. De igual manera, si ha de conocerse a Dios, sus pensamientos, deseos y propósitos, él tiene que tomar la iniciativa y revelarse a los hombres, por lo menos de manera parcial. Entre los muchos libros que hay en el mundo, uno sólo pretende ser la revelación directa de Dios, quien nos habla de sí mismo y de sus propósitos para nosotros. Ese libro es la Biblia. Éste es un libro de tal importancia, que merece ser investigado con cuidado. Así que, teniendo presente el consejo de Francisco Bacon de no “aceptar ni rechazar, sino pesar y considerar”, acerquémonos a este libro de afirmaciones inusitadas. Para ser justos, tanto con nosotros mismos como con la Biblia, debemos leerla de principio a fin. Un juez no debe dictar sentencia cuando conoce solamente la mitad de las evidencias. Nosotros, como el juez, debemos comparar las declaraciones de los testigos, pesando y considerando cada palabra, buscando su significado profundo en vez de aceptar sólo un sentido superficial. La importancia de sus pretensiones, ¿no justifica invertir el tiempo que sea necesario para estudiar sus 66 libros, escritos por unos 40 autores (algunos instruidos, otros poco educados, algunos reyes, otros campesinos), durante un

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período de 1,600 años y en lugares tan distintos como Babilonia, en Asia, y Roma, en Europa? Con tal variedad de autores se esperaría una colección heterogénea de declaraciones contradictorias. Pero al lector ha de llamarle poderosamente la atención que la Biblia tenga una unidad que hace que cada parte complemente a las demás. Lentamente penetró en mí la verdad de las palabras de 2 Pedro 1:21: “Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”. No había otra explicación razonable. Esta idea fue confirmada cuando leí en el Antiguo Testamento una profecía tras otra, y vi cómo se cumplieron literalmente siglos más tarde. Es notable el caso de Isaías 53, que predijo la muerte de Cristo con detalles precisos más de setecientos años antes de su crucifixión. Sí, me parecieron mayores las dificultades que enfrentaba si dudaba del Libro que las que se me presentaban si decidía creerlo. Tuve que ser honesto conmigo mismo y reconocer que los riesgos estaban todos del lado de la incredulidad. Pero fui más allá y tuve que decir: “Creo que la Biblia es la palabra del Dios viviente. No puedo explicármela de otro modo”. Admitir esto inmediatamente me puso frente a un grave problema ya que la Biblia estableció una norma de justicia que yo no había alcanzado. Me declaró que todo lo que no cumple ese nivel era pecado. Si tomas en cuenta que Dios conoce hasta tus pensamientos más secretos, mídete con esta regla divina: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente. Ese es el primero y grande mandamiento” (Mateo 22:37-38). Frente a este mandato, ¿puedes afirmar que toda tu vida has vivido de acuerdo con él? ¿Has dado a Dios el primer lugar en todo? Ningún hombre puede decir con honestidad que alcanza tal perfección. Todo corazón honesto hace eco a Romanos 3:10 y 23: “No hay justo, ni aún uno... todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios”. Nadie ha cumplido los requisitos de Dios. Una vez me preguntó un joven: “¿Cree usted que es justo que Dios tenga normas tan elevadas que no podemos alcanzarlas, y que luego nos juzgue por no hacerlo?” Le respondí: “Dios no ha fijado normas arbitrarias de santidad como el rey que fija la estatura que deben tener la Guardia Real. Un hombre puede tener todos los demás requisitos, pero si su estatura es un centímetro menor que la exigida, será rechazado. “En realidad, Dios no ha establecido una norma. Él es la norma. Él es la santidad absoluta y para preservar su propio carácter tiene que mantener esa norma absoluta en su trato con los hombres, sin considerar los tremendos problemas que esto significa para él y para nosotros.” Mi conciencia y mi sentido común me obligaron a reconocer que yo no había cumplido con las exigencias de absoluta santidad y que en consecuencia yo era un pecador ante los ojos de Dios. Al reconocer esto recordé las palabras de condena de Ezequiel 18:4: “El alma que pecare, esa morirá”. Lo consideré de la siguiente manera. La ley de la Gran Bretaña dice que los que manejan automóvil en la calle deben ir por su lado izquierdo, mientras que en otros países la ley exige ir por la derecha. Ahora supongamos que salgo a manejar por Londres y voy por la derecha. Cuando se me denuncia frente al juez, protesto: “Esto no es justo. En nuestro país se nos permite ir por la derecha”. “No le juzgamos según las leyes de su país –contesta el juez–. No importa que tales sean las leyes en otros países. Las leyes que a usted interesan son las que rigen aquí, donde actualmente está.”

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Así, de acuerdo a las normas de Dios, yo estaba perdido, porque según ellas sería juzgado en la eternidad. Estaba irremediablemente perdido. Empecé a darme cuenta que no importaba lo que yo pensaba o lo que decían mis amigos. El juicio iba a depender de lo que Dios dijese y no de las palabras de mis amistades. Además, ya que según el juicio de Dios todos hemos pecado, de nada me servía buscar auxilio en mis semejantes, que estaban bajo la misma condena que yo.

Pero esa misma Biblia que me habló de mi pecado también me habló de Jesucristo, que dijo ser Hijo de Dios. La Biblia enseña claramente que Jesucristo es el Hijo de Dios. Él vio que los hombres estábamos perdidos y que nos habíamos entregado como esclavos al pecado. Pero Jesucristo no estaba sujeto a ello. Él no tenía pecado y ni mancha, y estaba dispuesto a sacrificarse en lugar del hombre pecador, para liberarnos. Él mismo nos dice en Juan 3:16 que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna.” Si Jesucristo es el Hijo de Dios, entonces tenemos seguridad de nuestra salvación. Pero allí está el problema, ¿es Jesucristo realmente el Hijo de Dios? Jesucristo sólo puede ser una de tres cosas: el Hijo de Dios, un mentiroso o un buen hombre, pero alucinado. Respecto a este último caso hallamos que Cristo habló con algunos de los hombres más hábiles de su época, hombres que fueron enviados precisamente para atraparlo en sus palabras, y los confundió de tal modo que no se atrevían a formularle más preguntas (Mateo 22:46). Desde un punto de vista meramente intelectual, por la sabiduría de sus declaraciones no podemos aceptar que fuese un alucinado. Entonces, ¿sería tan grande su sabiduría que la estaba empleando para engañar a la gente? ¿Has sabido alguna vez de algún joven que por reunirse con estafadores y malhechores haya llegado a convertirse en un ser puro y honesto? ¡No! Has de admitir que nunca has conocido un caso así. Pero yo conozco a un joven que, por haber recibido a Cristo en su vida, se elevó de los deseos más bajos a la mayor nobleza. Francamente no creo que su vida haya sido transformada para bien por haber recibido a un engañador. Hace algunos días oí que un hombre dijo: “A Jesucristo le debo el que pueda andar por la calle con la cabeza erguida. A él le debo que pueda mirar de frente a una mujer pura y darle un apretón de manos a un hombre honrado”. Cito como testigo la opinión de todo el mundo civilizado de que Jesús fue, por lo menos, un buen hombre. Si fue bueno, fue también honrado, y si fue honrado, tiene que haber sido lo que afirmó ser, el Hijo de Dios, enviado para sacrificar su inmaculada vida en lugar de la tuya y la mía, pecaminosas. Estoy convencido de que las Escrituras son la verdad, que Jesucristo es el Hijo de Dios. Creo que él vino voluntariamente y que de tal manera me amó Dios, que de buena voluntad envió a Cristo para que sufriera todo el castigo de mis pecados a fin de que yo pudiera ser libre. Por ello tengo que reconocer que si deseo obrar como un ser inteligente debo aceptar a Jesucristo como mi único y suficiente Salvador.

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Pero todavía no te pido que le aceptes como tu Salvador pues puedes tener alguna objeción. Aunque parezca admisible que la Biblia es verdad, ¿no son admisibles también otros puntos de vista? ¿No sería justo ponerlos a prueba también? Cuando le conté mi opinión a un amigo me contestó: “Tú estás en lo correcto, pero también lo estoy yo aunque no veo las cosas como las ves tú. Pienso que no importa lo que la gente cree, con tal que su creencia sea sincera”. Veamos si es así. Cerca de donde vivo, una hermosa mañana de domingo, un comerciante le dijo a su esposa: “Vamos a dar un paseo en el automóvil”. Salieron en dirección al norte, llegaron a un cruce de ferrocarriles y, creyendo sinceramente que los domingos por la mañana no había trenes, intentaron cruzar. Fueron aplastados por una locomotora. El hombre murió instantáneamente, su hijo se quebró un brazo y su hijita estuvo enyesada por meses. ¿Le salvó la sinceridad de su creencia? No le salvó. Conozco a una enfermera que estando de guardia una noche creyó tener en la mano el medicamento que correspondía, y se lo aplicó a un enfermo. Pero estaba equivocada y veinte minutos después el paciente murió a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron para salvarlo. Por supuesto que la sinceridad es necesaria, pero debemos creer sinceramente la verdad y no el error. Tener una creencia sincera en el error puede llevarnos a la destrucción. La Biblia no deja lugar a las dudas. En Juan 14:6 Cristo dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” Hechos 4:12 dice que “no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” Si puedes llegar al cielo por cualquier otro camino serás, durante toda la eternidad, un testigo de la ignorancia del Hijo de Dios o de la mentira que dijo cuando afirmó que no hay otro camino. Pero, puesto que da clara evidencia de ser Hijo de Dios, ¿no es una locura tratar de llegar a Dios por cualquier otra vía que no sea Cristo mismo, el que afirma ser el único camino señalado por Dios? La verdadera razón por la que deseamos otro camino es que el camino de la cruz es humillante, y somos de corazones orgullosos. Pero recordemos que el camino de la cruz fue humillante también para Cristo, como podemos leerlo en Filipenses 2:5-8: Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cuál, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Algunos han sugerido que todo lo que una persona necesita hacer para borrar los errores pasados es reformarse sinceramente, mejorar su vida en el futuro. Se supone que con eso puede uno entrar al cielo. ¿Será así? Vamos a suponer que el gerente de una empresa se dirige a su contador y descubre que su compañía tiene una deuda de cincuenta mil dólares a fabricantes y a otros comercios. Entonces dice a su contador: “Escriba cartas a todos nuestros acreedores y dígales que no vamos a preocuparnos por el pasado, que hemos empezado una nueva hoja en nuestros libros de contabilidad. Que prometemos pagar hasta el último centavo de nuestras cuentas futuras y que de ahora en adelante nos conformaremos a las normas más estrictas de honradez en los negocios.”

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El contador creerá que su patrón está loco y se negará a hacer semejante propuesta a los acreedores. Sin embargo, hay miles de personas sensatas en otras cosas, pero que tratan de llegar al cielo por medio de una propuesta parecida. Ofrecen cumplir con sus obligaciones futuras para con Dios, sin preocuparse por el pasado. Aun suponiendo que de alguna manera pudiésemos empezar a llevar una vida perfecta –que es nuestro deber, aunque claramente nos resulta imposible–, seguimos siendo pecadores. La justicia de Dios exige que ninguna cuenta se considere saldada mientras no se pague totalmente y mientras no sea satisfecha toda demanda de justicia. Un homicida puede encubrir su pecado y vivir como un ciudadano ejemplar durante diez años después de su crimen, pero la ley humana lo condena cuando lo descubre. Aunque no haya asesinado a ninguna otra persona durante esos diez años, aún lo considera un homicida. De nada vale ocultar los pecados pasados (sean de pensamiento, palabras u obras) mediante una vida aparentemente perfecta. Sigo siendo pecador ante los ojos de aquel para quien el pasado y el futuro son tan conocidos como el presente. Según las normas de santidad divinas, todos hemos pecado. Debemos dejar al descubierto ese pecado y dejar que Dios lo trate con justicia. Todos necesitamos que alguien salde nuestra cuenta. La Biblia declara que sólo Jesucristo puede pagar el castigo. “Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10). Sí, el Señor Jesucristo entregó su vida en sustitución de la mía, a fin de que yo fuese liberado. Mis pecados pasados han sido expiados y Dios, contra quien he pecado, me ha dado su recibo cuando le levantó de entre los muertos, lo que me indica su satisfacción por la obra consumada por Cristo en la cruz. Jesucristo, que fue crucificado, es ahora mi Salvador viviente. Murió para salvarme de la pena del pecado y ahora vive para salvarme del poder del pecado.

Pero, ¿por qué tuvo que morir Cristo? ¿No podía salvarme de otra manera? Tú y yo habíamos quebrantado la ley de Dios y la penalidad era la muerte. ¿Cómo podría Cristo librarnos de modo justo sin enfrentar la totalidad de la condena? Como verás, si Cristo no hubiese pagado el precio total y completo, tú y yo todavía tendríamos que recibir algún juicio de Dios. Pero es evidente que, debido a la muerte del Señor, la ley que habíamos quebrantado ya no puede juzgarnos más. En Romanos 8:1 la Biblia dice: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. En cierta ocasión una causa que estaba siendo juzgada en el tribunal no se terminó en el día y, como era costumbre, los miembros del jurado fueron recluidos durante la noche, a fin de que no hubiese influencia sobre ellos. Al entrar en el tribunal al día siguiente, el juez dijo al jurado: “Caballeros, la acción ha concluido; el acusado ha sido llamado ante un tribunal superior”. El prisionero había muerto en su celda y no valía la pena seguir con el juicio, ya que la ley no puede juzgar a un muerto. En los países donde existe la pena capital, si un hombre mata a otro es condenado a muerte, y si mata a seis personas también es condenado a muerte ya que ésta es la pena máxima de la ley. Por grandes que sean los pecados del hombre, no existe en la ley mayor pena que ésta.

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Entonces, no importa que existan en mi vida pecados que haya olvidado, No tengo temor pues confío en que el Señor Jesucristo, mi sustituto, sufrió la pena máxima de la ley por mí. Con ello me libró completamente de todas las acusaciones, grandes o pequeñas.

Pero, ¿no somos todos salvos? Basando sus argumentos en la grandeza del sacrificio de Jesucristo, algunos dicen que si Cristo murió por todos, necesariamente todos son salvos. Pero Dios no dice esto. Él dice que hay salvación suficiente para todos, pero no que todos sean salvos. Vamos a poner un ejemplo. Cierta ciudad sufre de un crudo invierno, las actividades productivas cesan y muchos llegan a padecer de miseria. Para solucionar esto las autoridades municipales ofrecen alimentos gratuitos. Pero en la calle tú te encuentras a un pobre hombre que dice estar muerto de hambre. Desde luego le preguntas si no cree en los anuncios que aparecen en toda la ciudad, donde se dice que hay alimentos gratuitos suficientes para todos. Él responde: “Sí, creo que eso es cierto en un sentido general, pero yo sigo con hambre”. Tú le dices que, mientras no participe personalmente de lo que se ofrece a todos, seguirá con hambre, a pesar de las provisiones. Así es en Cristo. Aunque su muerte ofrece salvación a todo aquel que la desee, sólo son salvos los que personalmente aceptan a Cristo y creen que murió en su lugar. Tengo que aceptar a Cristo como mi Salvador o de nada me valdrá su muerte. Si no lo hago seré como el hombre que, por negarse a tomar el agua vivificante, muere de sed junto a una vertiente.

Algunas personas todavía pueden preguntarse, ¿cómo es posible que la sola vida del Señor Jesucristo sea suficiente para sustituir las vidas de tantas personas, de modo que Dios puede ofrecer la salvación a cuantos pongan su fe en Cristo? Parece una pregunta razonable, un problema matemático que podría demostrarse con papel y lápiz. Cristo fue Dios manifestado en carne –Dios hecho hombre–, de modo que la vida que él sacrificó era una vida infinita que puede satisfacer las necesidades de cualquier cantidad de vidas finitas. Toma una hoja de papel y escribe las cantidades más grandes que se te ocurran, millones y más millones. Luego súmalas. El resultado debe ser una cifra muy grande. Multiplícala por diez, por cien, por un millón si lo deseas, hasta cubrir muchos pliegos de papel. ¡Y todavía tienes apenas una cifra finita, limitada, que tiene principio y fin! Es que ningún hombre puede lograr lo infinito mediante la suma y el agregado de cosas finitas. La vida infinita que Cristo dio por los pecadores es más que suficiente para salvar a todos los que le aceptan como el que murió en su lugar. Pero, ¿cómo pudo morir Cristo por pecados que yo cometí más de mil novecientos años después de su sacrificio? Al principio esto parecería un problema, pero cuanto más lo pienses, más verás la solución. Dios es omnisciente, es decir, lo sabe todo, y también es eterno. En Éxodo 3:14 Dios habla de sí mismo como “Yo soy” (tiempo presente), y Cristo dice en Juan 8:58: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (tiempo presente). En otras palabras, para quien conoce todas las cosas y es eterno no hay, por así decirlo, ni pasado ni futuro, sino un eterno presente. Los sucesos que acontecerán dentro de dos mil años le son tan

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claros como los de hace dos mil años. Para Dios, ambos tienen la misma claridad de los acontecimientos actuales.

Pero, ¿por qué no hizo Dios al hombre incapaz de desobedecer su voluntad y, por lo tanto, incapaz de pecar? Preguntarlo es como preguntar por qué Dios no traza una línea recta torcida o un cuadrado redondo. O, por qué no crea un objeto todo blanco y negro a la vez. El hombre es un ser que tiene el poder de la elección inteligente, de modo que en realidad la pregunta puede formularse así: ¿Por qué no hizo Dos un ser con la elección inteligente que al mismo tiempo carezca de dicho poder? Si yo supiese practicar el hipnotismo podría colocar a mis hijos en un estado hipnótico, robándoles el poder de la elección inteligente. Luego les diría: “Siéntense en las sillas hasta que regrese”, “Coman”, “Dejen de comer”, o “Denme un beso y un abrazo”. Entonces brazos sin vida rodearían mi cuello y fríos labios se apretarían mecánicamente contra los míos. Tendría la obediencia rápida y perfecta a todas mis órdenes, pero ¿hallaría en ellas satisfacción alguna? ¡De ninguna manera! Quiero tener hijos de voluntades libres y, por lo tanto, capaces de desobedecerme, pero que de su propia voluntad escojan obedecer mis instrucciones, que son el resultado de mi amor por ellos, por su bien. No puedo concebir que Dios mismo, que ha puesto tales deseos en mi corazón y en el tuyo, se sienta satisfecho con menos que eso. Dios no quiere marionetas que salten en cualquier dirección, según se manejen los hilos. Tampoco desea autómatas en forma de hombres que de modo mecánico y absoluto obedezcan su voluntad, como los planetas que giran por el espacio. Dios sólo encuentra satisfacción en el amor espontáneo de nuestros corazones. También se goza cuando en libertad decidimos andar en sendas que a él le agraden y honren. Pero es evidente que este mismo poder de actuar en libertad nos da la capacidad de desafiarlo y deshonrarlo si deseamos hacerlo. El hombre es un ser realmente magnífico, muy superior a la creación animal que lo rodea. No existe ningún “eslabón perdido”, sino una enorme diferencia entre el animal más elevado y el hombre. Dios invistió a la humanidad del tremendo poder para decir NO a su creador, así como de de la capacidad para decirle SÍ. Por tu propio bien te pregunto, ¿qué le estás diciendo a Dios ahora, mientras lees estas páginas?

Pero, ¿qué le importa a Dios este nuestro mundo, pequeño al compararlo con la inmensidad del universo? Piensa en nuestro sistema solar. El planeta Neptuno, que está treinta veces más lejos del sol que la tierra, necesita 164 años terrestres para hacer un sólo año suyo. Y más allá hay otros soles con planetas que les giran alrededor, como en el sistema solar. ¿Qué importancia podrá tener para Dios nuestra tierra, y cuánto menos el ser humano? Así se cuestionó el astrónomo cuando, por causa del telescopio, perdió la fe de su juventud. La inmensidad de los cielos le había robado la fe en Dios. ¿Cómo podría el Señor ocuparse del hombre, que en comparación es menos que un grano de arena?

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Pero el deseo de saber más no lo dejaba descansar. No podía estudiar los cielos sino de noche. ¿Cómo ocupar las horas libres del día? ¿Por qué no con el microscopio? Y, he aquí, descubrió mundos a sus pies, tan maravillosos como los de arriba. Lentamente le volvió la fe. Sí, el Dios que pudo ocuparse de detalles tan minuciosos como la vida en miniatura que hacía vibrar una gota de agua, de seguro se interesa en el ser humano, la forma más alta de su creación. En vez del prejuicio halló el equilibrio y esto le trajo de nuevo a Dios. Es cierto lo que dice Juan 3:16.

Pero, ¿será lógica la fe? Sí, lo es. Es un error creer que la fe se opone a la razón. Ambas van juntas, pero la fe avanza cuando la razón no puede hacerlo. La razón depende en gran parte de la fe, pues sin conocimiento es imposible razonar y el conocimiento es en gran parte asunto de fe en el testimonio humano. Por ejemplo, creo que si se administra una fuerte dosis de estricnina a un ser humano le producirá la muerte. Nunca he visto que alguien lo haga, pero tengo tal fe en el testimonio escrito de los científicos, que por ninguna razón tomaría una dosis fuerte de estricnina. Si analizas con cuidado descubrirás que nueve de cada diez cosas que sabes (?) son asunto de tu fe en el testimonio escrito o verbal de otros, pues no lo has verificado personalmente. Si aceptas tan libremente el testimonio humano respecto a otras cosas, ¿no estás dispuesto a aceptar el de miles de cristianos que afirman haber verificado las cosas que están escritas en la Palabra de Dios?

Pero, ¿por qué juzga Dios mis pecados con la muerte? No lo sé contestar. Pienso que ningún pecado puede existir en presencia de Dios debido a su santidad. En algunas culturas, a la menor provocación, el hombre puede matar a su mujer a garrotazos sin que su estima se afecte ante los ojos de su pueblo. En otras, el mismo acto sería pagado con la vida del asesino. El acto es el mismo en ambos casos, pero en uno de ellos no existe juicio, mientras que en el otro hay castigo. La diferencia está en el grado de instrucción. Piensa: si algunos pecados no se toman en cuenta en ciertas culturas, pero en nuestro país son gravemente penados, ¿cómo debe parecerle a Dios, que es infinitamente santo, un pecado que a nosotros nos resulta insignificante? “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5).

Quizás sea justo pero, ¿será misericordioso que Dios no nos lleve al cielo a todos, sólo porque algunos rechazamos reconocer que Cristo pagó por nuestros pecados? Sí, es justo y es misericordioso. Dime, ¿sería misericordioso trasladar a un pobre mendigo harapiento a la luz de un resplandeciente salón? ¿No resultaría mayor la conciencia de sus harapos y suciedad? ¿No haría lo posible por escapar otra vez a la oscuridad la calle? Allí se sentiría mucho más cómodo. Para el hombre que ha rechazado la oferta de Dios, la única que le puede limpiar de su maldad, ¿sería misericordia y bondad divina llevarlo en ese estado de pecado ante la luz santa del cielo? Tú y yo no nos sentiríamos muy felices si en este mismo momento nuestros amigos pudiesen ver el interior de nuestras mentes y leer todos los pensamientos que han pasado por ellas (aunque tal vez nuestros amigos no sean mejores que nosotros). Entonces, ¿cómo sería estar delante de Dios, cuya santidad absoluta haría que nuestro pecado apareciera en todo su horror?

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En Apocalipsis 6:16 Dios nos dice cómo se sentirán los que ahora se niegan a aceptar a Jesucristo como Salvador, que persistieron en llegar a la eternidad cargando sus propios pecados. Dice que les pedirán a los montes y a las peñas que caigan sobre ellos, para esconderlos del que está sentado sobre el cielo. Sin embargo, la presencia de ese mismo Cristo será el cielo para los que le han aceptado como Señor y Salvador. Ahora puedes ver por qué es absurdo afirmar que Dios llevará a todos al cielo. Éste es tanto una condición como un lugar. La presencia del Señor Jesucristo será el cielo para los que han sido limpiados de sus pecados. Pero esa presencia divina será un infierno de remordimientos en los corazones de los que se encuentren frente a la luz infinita de su santidad cargando aún sus pecados. Seamos razonables. ¿Serías realmente feliz en la presencia de alguien cuyo amor has rechazado y cuyo gran sacrificio no has considerado como digno de ser aceptado? La salvación por sustitución, o Un inocente carga con la penalidad de los culpables Ya hemos visto evidencia de que Dios existe y que en la Biblia ha revelado sus santos requerimientos para la humanidad. Vimos que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Nos encontramos cara a cara con Jesucristo, el Hijo de Dios, quien vino a esta tierra a morir por el pecado de la humanidad. También consideramos varias objeciones que sostienen quienes tienen otras ideas acerca del plan de divino de salvación. Ahora vamos a reflexionar sobre lo sabio y maravillosos que es este plan. En pocas palabras, consideraremos la salvación por sustitución. El amor de Dios hubiese querido perdonar al pecador, pero la justicia de Dios se lo prohibía. La justicia de Dios hubiera juzgado al pecador, pero el amor divino lo contuvo. Ningún filósofo humano podría haber resuelto el problema de reconciliar la justicia inherente de Dios con su carácter de amor esencial. Pero la sabiduría y misericordia divinas encuentran su máximo exponente en la solución: el sufrimiento y la muerte vicaria de Dios el Hijo. “Pero –objeta alguno–, ¿no falla básicamente el cristianismo al basar todo en la sustitución, ya que ésta no resiste la investigación cuidadosa? La sustitución hace que Cristo, el inocente, cargue la pena del culpable y lo libera. Eso se opone diametralmente a toda idea de justicia, pues creemos que la justicia debe proteger al inocente y cargar toda la pena sobre el culpable.” Pero considera la justicia y misericordia perfectas de Dios reveladas en la cruz. Él no tomó allí al inocente y le obligó a sufrir el castigo del culpable. Dios obró como el juez de la siguiente anécdota: Sucedió que dos jóvenes estudiaron leyes juntos. Uno de ellos llegó a ser juez, mientras el otro se dio a la bebida y malgastó su vida. En cierta ocasión este pobre hombre fue traído frente a su viejo amigo, bajo la acusación de un delito. Los abogados presentes se preguntaban qué clase de justicia sería administrada por el juez bajo tales circunstancias. Cuál no sería la sorpresa general cuando sentenció a su viejo compañero a la más alta penalidad que establecía la ley, y luego él mismo pagó la multa y dejó en libertad a su amigo. Dios, contra quien habíamos pecado, se sentó como juez en su trono y sentenció al pecador al más severo de los castigos: la muerte. Luego, en su misericordia, bajó de su trono y, en la persona de su Hijo, tomó el lugar del pecador y cargó sobre sí con el castigo completo. 2 Corintios 5:19 dice: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”. No dice que estuviera “por Cristo” sino “en Cristo”.

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Dios el Padre, Dios Hijo y Dios el Espíritu Santo son un solo Dios. El mismo Dios contra quien habíamos pecado dictó la sentencia, pagó la penalidad y ahora nos ofrece el perdón completo y gratuito, basado en una justicia absoluta. Es por eso que el apóstol Pablo, en Romanos 1:16 y 17, dice: “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree... Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela”. Yo también puedo decir que no me avergüenzo del evangelio de Cristo, pues ningún hombre puede encontrar defecto alguno en el justo perdón que Dios ofrece al hombre. Esa es la justicia que tú puedes poseer ahora, en este mismo instante, si la aceptas.

Pero, ¿será posible que para salvarme por la eternidad TODO lo que necesite hacer sea aceptar a Cristo como mi Salvador? Sí, reconozco que la misma sencillez del asunto lo hace aún más difícil de creer. Pero si yo debo quinientos dólares y no tengo con qué pagarlos, y un amigo los paga por mí y me da el recibo, ya no me preocupo más. Puedo mirar a mi acreedor de frente pues tengo en las manos el recibo firmado. Cuando Jesucristo dio su vida en lugar de la mía dijo: “Consumado es”. Esto quiere decir que la obra de redención ha sido completada, y Dios me dio su recibo. La seguridad de que estaba satisfecho con la obra consumada de Cristo está en que Dios le levantó de entre los muertos al tercer día. “No lo comprendo” dijo un ebanista al amigo que trataba de explicarle este asunto. Por fin, el amigo tuvo un momento de inspiración. Tomó un cepillo y se acercó a una mesa hermosamente lustrada, como si fuera a cepillarla. “¡Detente! –dijo el ebanista– ¿No ves que está terminada? Si le pasas el cepillo la arruinarías.” “Bueno –respondió el amigo–, eso es precisamente lo que estaba tratando de señalarte acerca de la obra redentora de Cristo. Él la terminó cuando dio su vida por ti. Si tratas de agregarle algo más al trabajo terminado sólo echarás todo a perder. Acéptalo como es: su vida por la tuya, y tú eres libre.” Rápidamente el hombre se dio cuenta de la verdad y recibió a Jesucristo como su Salvador. “Pero –dice alguno otro–, he aquí un problema que me confunde. Conozco a un caballero culto y distinguido que no es cristiano y lo declara abiertamente. Y también conozco a un tipo rudo e inculto que muestra su fe genuina en muchas maneras. ¿Quiere decir esto que Dios prefiere al hombre inculto simplemente porque ha aceptado y reconocido a Cristo como su Salvador?” Esta pregunta nace de una idea algo confusa de las cosas. La diferencia entre un cristiano y un no cristiano no es de grado sino de condición, del mismo modo que la diferencia entre un diamante y una col no es de grado sino de naturaleza. El primero es brillante y el otro opaco, pero uno está muerto y el otro está vivo. Por consiguiente el uno tiene lo que el otro no tiene en ningún grado: vida. Esta es la diferencia que Dios ve entre el cristiano y el no cristiano. He aquí una de las muchas declaraciones que el Señor hace en su Palabra, en 1 Juan 5:11 y 12: “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida.” De manera que la pregunta vital y más importante para cada uno de nosotros no es si soy culto o no, sino si estoy vivo o muerto ante los ojos de Dios. ¿He recibido al Hijo resucitado de Dios, quien me trae la vida de arriba, la vida de Dios, llamada vida eterna en la Biblia? ¿O no le he recibido y en consecuencia Dios me clasifica entre los que no tienen vida? Sólo necesito valorar intelectualmente la muerte de Cristo para convertirme en cristiano? Tiene incalculable valor, pero por sí misma la valoración intelectual no es suficiente. Debe ir acompañada de una respuesta del corazón.

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Un rico pierde todo su dinero y para no sacrificar su posición social acepta entregar la mano de su hija a un hombre rico que ella desprecia. Al principio ella se niega rotundamente, pero su padre le señala la conveniencia del casamiento. Para él era la única solución para salvarse de la ruina total. Ella lo acepta y contrae matrimonio, convirtiéndose en la legítima esposa del hombre rico, de acuerdo a las leyes. Pero, ¿lo es de corazón? ¡Por supuesto que no! ¿Lo ves ahora? Cuando un hombre y una mujer quieren en verdad ser uno deben amarse con tal amor que están dispuestos a permitir la entrada del otro en los más profundos secretos de su corazón. Esa penetración es tan profunda y verdadera que no pueden expresar con palabras lo que sienten. Todos tenemos ese lugar íntimo de nuestro ser, sagrado para nosotros, donde se agitan las emociones que ninguno otro puede comprender. Jesucristo, el Hijo de Dios, demanda el derecho de entrar allí por el amor que tiene para nosotros. No aceptará otro lugar menos importante en nuestra vida. El amor que nos ha demostrado le da los derechos suficientes para ocupar ese lugar. ¿Se lo negaré? El amor de Cristo por mí fue tan grande que dejó la gloria de su Padre y vino a la tierra. El Señor se hizo humano para poder sufrir y morir en mi lugar, para darme la vida eterna. Cuando pienso en estas cosas mi corazón se enternece frente a él. Si estuviese enfermo e imposibilitado en un edificio en llamas, y un amigo corriese, me tomase y envolviese en frazadas para que yo no sufriese quemaduras; si me sacase y al hacerlo él sufriese graves quemaduras que dejarán cicatrices en su cara y brazos, ¿no estaría mi corazón con él? Dios sabe que sí. Y ahora estoy cara a cara con mi Salvador. Le veo sufrir en el jardín de Getsemaní, anticipando su muerte en la cruz por mí. Le veo frente al tribunal de Pilatos. Los soldados le han estado abofeteando y le han dicho: “Profetiza, ¿quién es el que te golpeó?” Veo que le colocan una corona de espinas. Sangrante y golpeado le llevan del juicio al Calvario, donde le atraviesan manos y pies con enormes clavos. Luego, cuando le levantan para morir entre dos ladrones, se reúne gente alrededor de él para burlarse, aunque lo qué él está haciendo es para redimirlos a ellos también. Le escucho decir: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, y entonces empiezo a comprender lo que en verdad significa el amor que se sacrifica a sí mismo. Pero si llegamos a identificarnos con los sufrimientos de Cristo, y aun a emocionarnos hasta las lágrimas, y nada más, hemos fracasado miserablemente en la comprensión del verdadero significado de la cruz. En 2 Corintios 5:21 se nos dice: “Al que no conoció pecado [Cristo], por nosotros [Dios] lo hizo pecado”. Ven conmigo, te ruego, con cabeza inclinada y corazón humilde. Si podemos, tratemos de imaginar los sufrimientos espirituales de Cristo el Hijo y de Dios Padre cuando el Santo, que aborrecía el pecado como nosotros aborrecemos la lepra, es hecho pecado por nosotros. Si a mayor desarrollo del organismo físico hay mayor capacidad para sentir dolor, entonces el mayor desarrollo del carácter moral tendrá más capacidad de sufrimiento del alma. Imagínate a un venerable anciano orgulloso y celoso de su buena reputación, que hubiera preferido cortarse la mano antes de prestarse a algo deshonesto. Supón que su hijo se desvía de sus caminos de virtud y en una disputa de borrachos asesina a alguno. El anciano ya no caminaría erguido, bajaría la cabeza con vergüenza. Aun es posible que muera de tristeza por la maldad de su hijo. Y eso puede suceder porque hasta nosotros nos avergonzamos cuando cometemos un pecado mayor que los que acostumbramos cometer.

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¡Imagínate lo que debe ser el pecado en todo su horror ante un Dios absolutamente santo! Ahora entiendo por qué en el jardín de Getsemaní Cristo exclamó: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). Pero a pesar de este grito de agonía, Dios amó al mundo de tal manera, que dio a su Hijo Unigénito para que fuese hecho “pecado por nosotros”, “para que todo aquél que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

¿Comprendes por qué digo que si deseo conservar un ideal de valores o nobleza de carácter no puedo rechazar al que ha sufrido tanto por mí? Mi intelecto lo ha razonado, mis emociones han sido profundamente conmovidas. Y ahora, intelecto y emociones apelan juntos a mi voluntad exigiendo una decisión. Para ser fiel a Dios, a mí mismo y a mi eterno destino sólo me queda un camino que seguir. Y lo hago. Hoy Jesucristo es mi Salvador personal y mi Señor. Debido al amor de Dios por mí, debido a la manera en que me ha bendecido y debido a la seguridad que tengo de un futuro glorioso, deseo de corazón que puedas participar de las bendiciones que yo disfruto. Cristo lo ha hecho todo. Lo digo con reverencia. No puede hacer más. Ha llevado la carga de tus pecados. Ha resucitado por el poder de Dios. Ahora se presenta a ti. ¿Lo aceptarás como tu único y suficiente Salvador?

Tal vez digas: “Todo me parece misterioso. El misterio me deja perplejo.” No te pido que entiendas el misterio. Yo no lo comprendo y ningún cristiano lo ha de comprender durante esta vida. Sólo te pido que te regocijes frente al hecho. La electricidad sigue siendo un misterio. Hemos descubierto muchas leyes que la gobiernan, pero no sabemos decir qué es. Ni tú ni yo nos afligimos por no poder descifrar el misterio de la electricidad, aunque gozamos de sus beneficios. Tal vez conoces hombres y mujeres que reconocieron a Cristo como Salvador y fueron transformados por él. ¿Te gustaría recibir tan maravillosa influencia en tu vida? Sí, es tan sencillo como encender una luz eléctrica. Acércate a Dios y dile: “Señor, no entiendo el misterio de todo esto. No entiendo por qué me amaste tanto como para enviar a Jesucristo a pagar la culpa de mis pecados. Pero a pesar de mi falta de entendimiento, estoy dispuesto a confiar en ti de modo absoluto. Confío en que Cristo murió por mí. Acepto tu promesa de que al creer en Cristo no me perderé, mas tendré la vida eterna, como dice Juan 3:16. Tal como dejas que los electricistas arreglen los misterios de la corriente eléctrica y aprovechas los beneficios de la luz, así deja en Dios los misterios de la salvación y aprovecha los infinitos beneficios de un salvador personal. Entrégate a él ahora. Él quiere entrar en tu vida. Dile con sinceridad: “Señor Jesucristo, soy tuyo. Me entrego a ti en cuerpo, alma y espíritu. Y tú eres mío”. Ahora confirma tu decisión, llena la siguiente declaración:

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DECLARACIÓN Ante Dios, que conoce los secretos más íntimos de mi alma, acepto a Jesucristo en mi vida como mi suficiente y único Salvador. Confío totalmente en él. Yo sé que tengo vida eterna, pues en Juan 5:24 él me dice: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida”.

Nombre: Dirección: Fecha:

Otra palabra más: Quizás no te hayas decidido todavía a poner tu fe en Jesucristo. Entonces considera lo siguiente: Alguien dice: “Soy de los que se resisten con énfasis a que se les exija tomar una decisión categórica sobre cualquier asunto importante. No es que no tenga voluntad. En realidad tengo una voluntad tan fuerte que no estoy dispuesto ni a nadar contra la corriente, ni a nadar con ella. Estoy resuelto a no hacer nada, permaneceré a la deriva por el río del tiempo hasta…” Los que en verdad creen en Jesucristo piensan con gozo acerca de la eternidad, pero a esta persona no le gusta pensar en el asunto. ¿Cómo piensas tú? Con honradez debes admitir que un sentimiento semejante se debe exclusivamente a que no quieres resolver el asunto del modo en que sabes que lo debes hacer. Pero algún día habrás de hacerlo. ¿Por qué no ahora? Acepta a Cristo en tu vida en este momento. Ya que lo has hecho lee este artículo nuevamente. Te parecerá más claro. Luego lee de un tirón el Evangelio de San Juan.

Y ahora, permíteme tratar un último e importante asunto. Si abres la Biblia en Romanos 10:9-11 leerás: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado”. Dices que has aceptado a Cristo. Entonces, ve a contárselo a alguien. No te avergüences de confesar a Cristo. ¿Por qué vas a avergonzarte? Supongamos que caigo al agua en un muelle y me lastimo de modo que no puedo nadar. Un humilde pescador que trabaja allí salta al agua y me salva. Un mes más tarde me ve por la calle y se me acerca. Yo simulo no verlo para no tener que estrecharle la mano, porque me avergüenza que me vean en su compañía. ¿Qué pensarías de mí?

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Has dicho que crees que Jesucristo dio su vida para salvarte, incluso has escrito tu nombre para declararlo por escrito. Llegarán oportunidades en que estarás con él frente a los que lo desprecian o desconocen. ¿Sentirás vergüenza de él y fingirás desconocerlo? O, ¿le honrarás con tus palabras y acciones, al reconocerlo como tu Señor y Salvador? Si realmente le has aceptado tienes que reconocerlo, y sé que lo harás. Por las verdades que he escrito en estas páginas no pido disculpas. He tratado de escribir lo que creo que Dios quería que escribiera, cumpliendo un deber hacia él y hacia ti. Seguiré la marcha de este artículo, con la oración sincera de que Dios bendiga su camino para tu bienestar eterno. Sinceramente tuyo, Roberto A. Laidlaw Usado con permiso.

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LA ELECCIÓN DEL SOLDADO Estaba tratando de que un joven soldado llegase a conocer a Cristo. Como casi todos, él procuraba eludir el asunto diciendo que pensaría sobre el particular. Le dije: “Enrique, deja que te lo explique con un ejemplo. Estás con tus compañeros reconociendo un puesto enemigo y al volver eres herido de gravedad. Otro soldado se detiene el tiempo suficiente para llevarte de vuelta a la trinchera, pero al hacerlo recibe dos balazos en la espalda. Los dos son trasladados al hospital y por la atención médica que recibes te rescatan de las puertas de la misma muerte. “Dos mese después un médico se te acerca acompañado de un hombre que cojea y se mueve con dificultad. Los dos se detienen junto a tu cama y el médico te dice: ‘Enrique, quiero presentarte a Guillermo Smith, el hombre que arriesgó su vida para salvarte’. “Entonces, cruzas los brazos y le dices: ‘No sé si deseo conocerlo. Voy a pensar sobre este asunto’. “¿Verdad que no lo dirías? Le estrecharías la mano y expresarías de algún modo tu gratitud. “Enrique, yo también quiero presentarte esta noche al Señor Jesucristo, el Hombre que no sólo arriesgó su vida, sino que la sacrificó para salvarte. ¿Vas a darle la espalda diciendo que pensarás sobre el asunto?” Enrique me respondió: “No. Voy a aceptarle”. Juntos nos arrodillamos, y allí mismo le dijo al Señor que lo aceptaba como su Salvador personal. ¿Estás “pensando el asunto” o has hecho frente al problema, resolviéndolo bien? Usado con permiso.

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