DEL DANDISMO Y DE GEORGE BRUMMELL
CRÍTICA DE LIBROS
POR J.-A. BARBEY D’AUREVILLY AMADEO MANDARINO TRAD.: JORGE SALVETTI 91 PÁGINAS $ 28
ENSAYO
Curiosidad humanista
CARTAS NORTEAMERICANAS POR JOSÉ EMILIO BURUCÚA
José Emilio Burucúa propone en Cartas norteamericanas un dúctil texto en el que confluyen la pasión del viajero, la confesión, el esbozo sociopolítico y la evaluación estética
L
a aparente ligereza de este nuevo libro del historiador de arte José Emilio Burucúa (Buenos Aires, 1946), que simula ser una serie amable de cartas acerca del viaje de un académico durante cuatro meses de 2007 a Estados Unidos, a partir de una estancia de investigación en el Getty Research Institute, distrae de su pertenencia a una sólida tradición del ensayo argentino, cuyo paradigma son los Viajes, de Sarmiento, que incluye su famoso itinerario por América del Norte iniciado en 1847. Como a Sarmiento, las cartas a un amigo sobre las impresiones de su periplo por Los Ángeles, Chicago, Filadelfia, Washington, Nueva York y sus inmediaciones, le proporcionan a Burucúa una forma dúctil y elástica, donde conviven la confesión íntima, el relato, el esbozo sociopolítico, la evaluación estética. Y, sobre todo, las múltiples referencias eruditas de alguien que vindicó el legado de Aby Warburg y ha hecho de su atención a la analogía de las formas casi una naturaleza perceptiva: “Así esta hecha la memoria de un viaje y una estancia en el extranjero –escribe–, los recuerdos se encadenan, caprichosamente desde la perspectiva de la lógica, analógicamente desde la perspectiva de la existencia emocional en busca de sentido”. Burucúa no deja de advertir huellas, rizos, indicios, detalles que repiten y varían tradiciones. Y a la vez constata dos aspectos: las creaciones colosales de la civilización y la modernidad capitalistas, las profundas bibliotecas y los incesantes museos –a menudo sostenidos por filántropos–, que provocan el efecto de una completa memoria del mundo; la contradicción profunda entre el ejercicio cotidiano y palpable de la democracia y la invasión de Irak, la egolatría militarista, el patrioterismo o, tout court, el fascismo de la administración de “Georgie Boy”: “cara auténtica, quizá,
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J. E. Burucúa MAXIE AMENA
la de la guerra y la vigilancia; máscara, en cambio, la de la filantropía”. Numerosos exámenes de obras vistas y cotejadas como un mapa escrito de los sitios visitados, repentinas visiones (“tuve la sensación caprichosa de una correspondencia íntima entre el Golden Gate y las secuoyas”), apostillas de turista, comentarios ácidos sobre nuestras crueles provincias –que revelan un demócrata a ultranza y a la vez un disidente del populismo, que llama a la Argentina “Perolandia”–, y hasta humoradas e ironías, leves exabruptos, involuntarios anacronismos (“peliculón”, “¡tomá mate con chocolate!”, “por qué corchos”, “patitieso”) y confesiones sobre los más íntimos lazos familiares, dotan al texto de un estilo ávido de curiosidad despierta, con una intensa voluntad semiotizante, pero a la vez cercano, habitual, amistoso. Ese ademán forma parte de un ideal de pedagogía humanista, con la posibilidad de reencontrar en la tradición del conocimiento la utopía de una nueva ilustración:
ADRIANA HIDALGO 178 PÁGINAS $ 38
Imaginación y frivolidad N
“Volver a empezar la construcción paciente de la benevolencia, de la solidaridad y de la sencilla felicidad humana sobre la base del saber y del goce de las delicias del arte”. Cuando Burucúa registra lo mejor de los áulicos encuentros de esa especie de “comunidad del anillo”, la scholarship, los colegas en las universidades como centros de saber y pluralismo, o cuando se sumerge literalmente en los museos y las bibliotecas monumentales –y deplora las pobrezas y limitaciones argentinas–, la utopía le parece accesible en una sociedad. Pero ese registro, que percibe autocríticamente como de un “optimismo ingenuo”, se ve amonestado por el desconcierto sobre lo que cabe esperar verdaderamente del capitalismo: si “acumulación creciente de conocimiento y deleite o guerra, devastación y despojo”. Lo hace sin omitir el recuerdo ejemplar de los mártires de Chicago, de Jane Addams, de Coretta y Martin Luther King, de Rose Parks, entre tantos luchadores sociales. Pero además de esa paradoja cuya tensión irresuelta recorre el libro, el delicioso texto de Burucúa abre la polivalente perspectiva de su especialidad, sus comentarios tan eruditos como pasionales sobre arquitectura y pintura o algunas cartas que son miniaturas ensayísticas iluminadoras. Acaso Burucúa proporciona para la comunidad académica un espejo deseable en ciertos gestos: el relativismo del propio saber que se confiesa limitado aun en su deslumbrante ejercicio, el legado compartido y democratizable, el desparpajo que no teme el ridículo se manifiestan sin reticencia, y no se toman demasiado gravemente mientras sostiene una ética de la educación y la solidaridad.
ada perjudica más la figura del dandi que su confusión aberrante con el veleidoso bon vivant. Poco, aunque algo, tiene que ver el dandi con aquellos hombres coquetos, víctimas de los afeites, y ávidos de ropas caras, perfumes y regocijos culinarios. No, el colmo de la mundanalidad del dandi es el desdén orgulloso de lo mundano, incluido el atuendo elegante, que no debe ser fatalmente lujoso y que conviene que no lo sea. El dandismo, se diría, es una manera de ser –antes que una acción– y lo es no sólo por su lado materialmente visible. Publicado originalmente hacia mediados del siglo XIX, este opúsculo de Jules Amédée Barbey d’Aurevilly (SaintSauver-le-Vicomnte, 1808-París, 1889) pone las cosas en su lugar. Su objeto es el inglés George Bryan Brummell, epítome del dandismo, artista sin obra que hizo de su vida una obra de arte con los modales, el más intransmisible de los artificios humanos. Aunque recorre con estilo delicioso y digresivo varios pormenores biográficos, lo interesante del librito es el modo en que la anécdota produce siempre teoría: a cada acontecimiento de la vida de Brummell le sigue siempre una consideración sobre la condición del dandi. Como si Barbey d’Aurevilly, dandi de segundo orden, hubiera usado la imagen de su retratado para retratarse también a sí mismo. Brummell y el dandismo son definidos aquí como una rara aleación de frivolidad (tan opuesta a la crasa vanidad satisfecha) e imaginación. De allí, de esa mezcla espuria, salen los atributos que coronan la frente de Brummell: la independencia (“sus triunfos tuvieron la insolencia del desinterés”) y la frialdad. El dandi lo enfría todo: levanta entre él y el mundo una pared de hielo que lo protege de la cercanía perruna. La distancia, cierta negatividad vital y cierta afirmación sin atenuantes de la singularidad, la fascinación por lo imprevisto (otro nombre para lo nuevo, para aquello que elude el yugo de las reglas) arman no sólo un desapegado modo de vivir sino toda una estética que parece resultar ahora más imprescindible que nunca.
Jorge Monteleone
Pablo Gianera
© LA NACION
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