Kowalski”. El joven actor llegó y era Marlon Brando. “Era el hombre más hermoso que vi en mi vida –asegura Tennessee–, pero tengo como norma inflexible no enredarme nunca con actores que intervienen en mis obras.” El recién llegado se enteró de que desde hacía días la cabaña carecía de electricidad y de agua corriente, nadie sabía por qué, y no había ningún especialista en los alrededores. Brando, en pocas horas, remedió la situación. Casi ni hablaba, y solo lo hacía en esa especie de murmullo que era su especialidad, como si masticara las palabras y se las comiera. “No había cama para Marlon, de modo que se enroscó en una manta, sobre el suelo. A la mañana siguiente me pidió que fuésemos a caminar por la orilla del mar. Me imaginé que hablaríamos de la obra. Caminamos en silencio. Y volvimos en silencio.” La primera candidata para Blanche fue Margaret Sullavan, en aquella época una conocida actriz de cine. A Williams no le gustó: “No dejaba de imaginarla con una raqueta de tenis en la mano, y yo dudaba de que Blanche hubiera jugado al tenis alguna vez”. Le hablaron entonces de otra actriz que él no conocía, una tal Jessica Tandy, que casualmente estaba haciendo una de sus obras cortas, Retrato de una madonna. “De inmediato supe que era Blanche.” Un ilustre colega de Tennessee, Thornton Wilder (autor de Nuestro pueblo, en teatro, y, entre otros títulos, El puente de San Luis Rey y Los idus de marzo, en novela), criticó Un tranvía… porque, sostuvo, “Stella, la hermana de Blanche, una muchacha fina y educada de lo mejor, no puede estar enamorada de un bruto como Kowalski”. Comentario de Williams: “Me parece que a este señor le hacen falta unas buenas revolcadas”. Otra: durante los ensayos para el estreno en Broadway (fines de diciembre de 1947), Jessica Tandy no encontraba el tiempo ni el tono para toparse, al abrir la puerta, con la vieja mexicana que pasa por la calle pregonando “¡Flores para los muertos! ¡Coronas para los muertos!”. Kazan le pidió a Tennessee que hiciera el personaje, sin avisarle a la protagonista. El autor afinó la voz y pregonó, entre cajas, mientras llegaba a la puerta. Desde la platea, el director le hizo señas a Tandy de que corriera a abrir; ella no estaba segura pero obedeció y se topó con Williams. Gritó: “¡Todavía no, todavía no!” (es su letra), y Kazan le dijo: “Así es como debes hacerlo”. La película dirigida por Kazan sobre Un tranvía…, con admirables interpretaciones de Vivien Leigh y Marlon Brando, terminó de afianzar la fama de todos los que habían intervenido en ella. Tennessee y Brando alcanzaron la cima de sus respectivas carreras. Para el actor culminaría, muchos años después y tras varios tropiezos cinematográficos, con la caracterización de Don Corleone en El padrino. El dramaturgo, en cambio, después del Pulitzer por La gata… y pese al éxito del film, dirigido por Richard Brooks, con Elizabeth Taylor, Paul Newman y el colosal Burl Ives como Big Daddy, perdería poco a poco el reconocimiento crítico. ¿Por qué? Se le reprochó a Williams su afición por el melodrama y los excesos consiguientes. La castración del protagonista de Dulce pájaro de juventud o la muerte de Sebastián Venable en De repente, el último verano –literalmente devorado por una pandilla de gitanos caníbales, en una playa española– se consideraron groseras e inverosímiles. No lo son tanto, en el contexto proporcionado por las obras mismas. Algo operístico hay, sin duda, en Tennessee, incluido en su pasión por Italia y los italianos. También lo hay en Luchino Visconti pero no se lo reprochan, quizá por ser italiano de nacimiento. Visconti dirigió en Italia El zoo de cristal y Un tranvía..., y llamó a Tennessee para colaborar en el guión de su film Senso (1954; en la Argentina, Livia), sobre la novela de Camillo Boito, junto a Suso Cecchi D’Amico y Paul Bowles. Williams no trabajó con entusiasmo: los protagonistas originales iban a ser Ingrid Bergman y Marlon Brando, pero dificultades de contratación hicie-
26 I adn I Sábado 23 de febrero de 2008
Contar la vida POR TENNESSEE WILLIAMS
Después de acostarse por primera vez con alguien, sin la ventaja o la desventaja de una relación previa, es muy probable que la otra persona te diga: háblame de ti, cuéntame tu vida, toda tu vida. Y de buena fe piensas que realmente tiene interés en conocer tu historia; enciendes un cigarrillo y empiezas a contarla, ambos ya descansados, desparramados sobre la cama como un par de muñecas de trapo dejadas por una niña aburrida. Le cuentas tu vida, o lo que el tiempo, o cierta prudencia te permite contar, y oyes decir: Oh, oh, oh, oh ,oh, hasta que el último oh es un sonido apenas perceptible, y entonces, por supuesto, se produce una interrupción. El camarero, que tardaba en llegar, aparece con un bol de cubos de hielo que se derriten, o bien uno de ustedes se levanta para orinar y contemplarse, con suave desconcierto, en el espejo del cuarto de baño. Y entonces lo primero que adviertes antes de que hayas tenido tiempo de retomar el hilo apasionante de tu historia, es que te están contando ya su propia historia, tal como pensaban hacerlo desde un principio. Y tú, a tu vez, también exclamas: oh, oh, oh, oh, cada vez más débilmente, apenas un suspiro, mientras el ascensor, hacia la izquierda, a mitad de camino del corredor, exhala un último, largo y profundo suspiro de postración y deja de respirar para siempre. ¿Luego? Bueno, uno de ustedes cae dormido, y la otra persona hace lo mismo con un cigarrillo encendido en la boca, y así es como la gente muere incendiada en los hoteles. En el invierno de las ciudades (De la Flor, 1968) [Traducción: Juan José Hernández, Eduardo Paz Leston]
ron confiar esos papeles a Alida Valli y Farley Granger. “Valli me pareció bien, pero Granger no me gustó para nada, no era el personaje”, anotó en sus Memorias. Los críticos creyeron advertir rasgos de la condesa Serpieri y su amante, el oficial austríaco, en la señora Stone (de su novela La primavera romana de la señora Stone) y su joven amante italiano. Tampoco quedó satisfecho con el tratamiento que dio Elia Kazan a su guión para Baby Doll (1956, con Carroll Baker y Karl Malden), sobre su obra de teatro 27 Wagons Full of Cotton. Pese a que Kazan le dio sus mayores éxitos en el escenario y en las tablas, con Un tranvía…, Tennessee siempre mantuvo con él una relación difícil, de amor-odio, con una mutuamente agresiva separación final. Las personas poco seguras de sí mismas (y Tennessee se excedía en este rasgo) suelen cultivar amistades complicadas y más bien frágiles. En este sentido, él se sentía más cómodo con las mujeres, sobre todo las de carácter fuerte: su amiga de toda la vida, Marion Vaccaro, Tallulah Bankhead, Anna Magnani. Anna fue, para él, el lazo más fuerte con Italia, país que sentía como su verdadera patria espiritual. Su mayor aspiración habría sido “terminar mis días en una chacra en Sicilia, criando chanchos y gansos”. La exaltación pasional, habitualmente atribuida a los italianos en general, se unía en su temperamento al componente “gótico” de su formación y su literatura, esa exacerbación romántica que desde fines del siglo XVIII privilegió las ruinas, los calabozos, los pasadizos secretos, las pasiones enfermizas, los claustros profanados. La contraparte moderna sería el denominado “gótico sureño”,
el producto de la situación del Sur norteamericano que hemos pintado más arriba: ese mismo exceso que se encuentra en Faulkner (Santuario, Intruso en el polvo, Luz de agosto), en Capote, en McCullers y en otros escritores de esa zona. Poesía (mediocre, él mismo lo reconocía) y novela (La primavera romana de la señora Stone, llevada al cine por José Quintero, con Vivien Leigh y Warren Beatty, y Moisés y el mundo de la razón, una franca confesión de homosexualidad, por si hiciera falta) también conocieron su inquietud. Al leer las Memorias se intuye su abierta preferencia por los cuentos, de los que publicó varias colecciones: Hard Candy, a Book of Stories (1959), Three Players of a Summer Game (1960), One Arm and Other Stories (1967). De Eight Mortal Ladies Possessed (1974) hay dos ediciones en español, una de 1977 (Ocho mujeres poseídas) y otra de 2005 (Ocho mortales poseídas, Ediciones Alba). “Quizá el mayor tema de mi obra sea el dolor de la soledad.” Este hombre tan promiscuo, tan sociable, tan desenfrenado de a ratos y tan ascético en otros (“mi vida más intensa está en mi trabajo”), era un gran solitario. Como muchos otros talentos (y genios) afines, no se sentía del todo cómodo en el mundo (“creo que la única vida posible para un artista es la de la fantasía”), ni cuando fingía divertirse con ferocidad. “No tengo ninguna certeza de ser un artista cabal. Pero aborrezco la autocompasión. Creo que escribir es la incesante persecución de una presa muy esquiva, a la que nunca se llega a atrapar del todo.” © LA NACION