Clarice, el sol oscuro de Brasil Cuesta abajo La conjura de la sangre

31 oct. 2009 - Se llama Viúva-Negra y narra una historia breve y cruel. “No hay araña tan hacendosa como Viuda Negra. Pasa la vida estudiando las telas ...
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NOTAS

Sábado 31 de octubre de 2009

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RARO, MISTERIOSO ARTE DE SER Y NARRAR

Clarice, el sol oscuro de Brasil TOMAS ELOY MARTINEZ PARA LA NACION

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ACE poco más de medio siglo, la fuerza de transformación de la literatura de América latina asombraba a los países centrales, que habían alcanzado la modernidad gracias al desarrollo de sus industrias, a sus hallazgos tecnológicos, sus redes de comunicación, sus trenes y sus aviones. Pero su lenguaje y su capacidad de narrar la sociedad estaban apergaminados, cansados, y suplían la falta de sangre e ideas nuevas con juegos teóricos que no llevaban a ninguna parte. En América latina, el afán de crear ese mundo nuevo que expresaba la revolución cubana parecía haberse concentrado en la literatura. Mientras México, los países del Río de La Plata y Colombia respiraban a pleno pulmón los nuevos aires, Brasil, el gigante, se mantenía impermeable a todo lo que no viniera de sí mismo. Brasil cambiaba de piel, pero se alimentaba de su propia música y de su propia herencia literaria. Cierta vez le preguntaron a João Gilberto por qué daba tan pocos recitales en el extranjero, donde su música tenía un éxito clamoroso. “Para qué”, respondió. “En Brasil mi público es tanto como en el resto del mundo y además me escuchan con mayor felicidad.” A mediados del siglo XX, el gran nombre de la literatura brasileña seguía siendo el de Joaquim Maria Machado de Assis (18391908), quien escribió una sucesión de obras maestras mediante el simple recurso de observar atentamente el paisaje interior de los pensamientos y los sentimientos para contarlos de una manera inusual, inesperada. Uno de sus mayores herederos es João Guimarães Rosa, quien impresiona más que nada por su virtuosismo verbal y el oído finísimo con que capta la música de las voces del sertón, en el nordeste profundo de su gigantesco país. Sin embargo, la única hija directa y legítima de Machado de Assis es Clarice Lispector, cuya obra misteriosa empieza a difundirse en los Estados Unidos con tanto ímpetu como la de Roberto Bolaño. Al chileno lo consagró el semanario The New Yorker; a Lispector le rinde tributo el influyente The New York Review of Books con un ensayo extenso de Lorrie Moore, la joven diosa del minimalismo. Moore advierte que la magnética fama de Lispector se debe, en parte, a los estudios sobre su obra reunidos por Hélène Cixous, a quien las universidades francesas deben el apogeo de los estudios sobre la mujer. En Francia, recuerda Cixous, la exquisita abstracción de la prosa de Clarice hacía que la vieran como a una filósofa. Cuando asistió a un encuentro de teóricos sobre su obra, abandonó la sala en la mitad del homenaje diciendo que no entendía una sola palabra de esa jerga. Una de las primeras veces que se oyó hablar en Buenos Aires de Clarice Lispector, a fines de los años sesenta, fue cuando circuló la leyenda de que se había quemado viva en su casa de Río de Janeiro. En 1969, ya el mítico editor Francisco Porrúa había publicado en la editorial Sudamericana algunos de sus libros: las novelas La manzana en la oscuridad, La pasión según GH

real y cuando lo ve bien hinchado por la belleza de su soberbia, Viuda Negra, que ha calculado cada movimiento, le clava un aguijón fatal en la cabeza. Araño cae fulminado y ni siquiera advierte las feroces mordeduras con las que Viuda Negra lo desgarra para alimentarse. Ha tomado ya todo lo que se podía tomar de él.Vacío y moribundo, Araño no le sirve más. Viuda Negra sufre un desencanto final: nadie conoce su triunfo. Se ha quedado con el nido y con las telas, pero nadie desciende a su oscuridad, donde ya no brilla la luz de Araño. Fue tan bueno lo que pasó. Fue tan bueno que ahora Viuda Negra quiere inventar a Dios. Pero mientras sea ella la que lo invente, Dios no tiene ganas de existir.” Sara Porrúa no trajo de Río sino ese papel doblado en cuatro, escrito con las grandes letras aladas de Clarice. Durante días, en la redacción de Primera Plana no se habló de otra cosa. Sara se perdió en las selvas de Guatemala y se convirtió en personaje de Cortázar. Otro ejemplo valioso de la escritura de

Su desmesurado desafío a la muerte impregna muchas de las crónicas reunidas en Revelación del mundo

y Un aprendizaje o el libro de los placeres, así como los admirables cuentos de Lazos de familia. Lispector rompía con todas las convenciones del arte de narrar y arrancaba de cada palabra un temblor secreto, enigmático. Sus revelaciones eran como las de un teólogo oriental bailando una danza ritual africana. Cuando la leímos, deslumbrados, en el semanario Primera Plana, pensamos que era imperioso viajar a Río de Janeiro para descifrar sus secretos. Sara Porrúa, quien entonces era la mujer de Paco, quiso ser la adelantada en esa búsqueda. Las primeras noticias que envió disipaban la fábula de Clarice quemada viva. Su cama se había incendiado accidentalmente cuando se quedó dormida con un cigarrillo encendido. Pero la habían rescatado a tiempo. Su extraña belleza tártara (los ojos almendrados y rasgados, los pómulos salientes, la constante expresión de angustia de su cara) se le había marchitado cuando ardió el lado derecho del cuerpo, lo que le inmovilizó el brazo. Dar una idea de su imaginación sólo

Cuesta abajo

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NORBERTO FIRPO

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La única hija directa de Machado de Assis es Clarice Lispector, cuya obra empieza a difundirse en los Estados Unidos una historia breve y cruel. “No hay araña tan hacendosa como Viuda Negra. Pasa la vida estudiando las telas que se tejen en los nidos de la oscuridad y reparando éste o aquel error. A veces trata de copiar los diseños que admira pero los resultados de su trabajo son insignificantes, apenas torpes correcciones del arte ajeno.

Aracne, su amiga, le ha recomendado que observe los dibujos de su propio cuerpo y trate de reproducirlos. Sobre el abdomen de Viuda Negra hay una fosforescencia roja en forma de reloj de arena, pero sólo la naturaleza podría tejer algo así. Una noche Viuda Negra conoce a Araño, y queda deslumbrada por la rapidez con que arma sus telas maravillosas y la felicidad sencilla con que las imagina. Piensa que tal vez Araño pueda tejer un reloj de arena que brille en la noche. Le ofrece que compartan el nido y examinen juntos las imperfecciones de las telas ajenas. Cuando encuentra manchas marrones en uno de los tejidos más luminosos, se obstina en corregirlas y limpiarlas. Araño se niega, porque aduce que el arte es lo que es. Viuda Negra se indigna y en el frenesí de la pelea están a punto de devorarse. Viuda Negra es astuta, teme la fuerza de Araño y resuelve vencerlo con una treta humillante. Le pide que despliegue por última vez una de sus telas inverosímiles. Araño es vanidoso y no se puede negar. Suelta con fuerza sus hilos como si fueran las plumas de un pavo

© LA NACION

La conjura de la sangre

RIGUROSAMENTE INCIERTO

PARA LA NACION

A ignorancia, en tanto sea cultivada, es la madre de todas las vergüenzas populares. Y cualquier observador atento diría que, hoy y aquí, se la cultiva con frenético entusiasmo, tal vez con aquiescencia gubernamental (ya que, como advierte la historia, la ignorancia es siempre oficialista). Por supuesto, la prosperidad de esta vergüenza deriva en decadencia y extinción de los valores que hacen de la vida una circunstancia llevadera, más o menos digna. Uno de esos valores –el respeto que uno mismo se merece– pega el puntapié inicial para que un team de otros auténticos valores participe del juego y sienta ganas de transpirar la camiseta. Si demasiados argentinos no se respetan a sí mismos, la ignorancia copa la banca y el país se revuelve en un marasmo de desdichas. Sobrevienen la delincuencia y la drogadicción, pululan las villas miseria, la marginalidad desata rabiosos resentimientos sociales y la salud pública se pone en manos de Dios, lo cual no garantiza nada. Delincuencia y drogadicción son asuntos especialmente terroríficos por el hecho de que, en buena medida, jóvenes y niños se ven enredados en esas telarañas. Parece indudable que los prosélitos de la birra y el paco son cada vez más precoces, y que también son cada vez más precoces los asaltantes que recurren al oportunismo

es posible a través de un par de citas. Sara Porrúa trajo de Río el borrador de un relato que no he visto publicado ni siquiera en la muy completa colección de Cuentos reunidos, que Alfaguara publicó en 2001 al cuidado de Miguel Cossío Woodward. Se llama Viúva-Negra y narra

Lispector es el comienzo de Un aprendizaje, novela cuya primera frase viene de la nada. La puerta de entrada es una coma: “, estando tan ocupada, había venido de las compras de casa que la sirvienta hiciera a las corridas porque cada vez trabajaba menos aunque sólo viniera para dejar almuerzo y cena listos...”. Un aprendizaje lleva también la siguiente advertencia inicial: “Este libro se pidió una libertad mayor que tuve miedo de dar. Está muy por encima de mí. Humildemente intenté escribirlo. Yo soy más fuerte que yo. C.L.”. Y hacia el final de Agua Viva escribe: “No voy a morir, ¿escuchaste, Dios? No tengo coraje, ¿oíste? No me mates, ¿oíste? Porque es una infamia nacer para morir no se sabe cuándo ni dónde. Voy a ponerme muy alegre, ¿escuchaste? Como respuesta, como insulto”. Su desmesurado desafío a la muerte impregna muchas de las crónicas reunidas en Revelación del mundo, que incluye todas las que escribió para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Otras, inéditas, se publicarán el año próximo en la Argentina bajo el título de Descubrimientos. Clarice, sin embargo, continúa siendo un enigma sin descubrir que asombra en cada frase, en cada desvío de su vida. Murió a los 57 años de un cáncer de ovario, después de haber pasado los últimos años encerrada en la soledad de su casa de Leme, cerca de las arenas de Copacabana. Su autorretrato cabe en una frase: “Mirarse en el espejo y decirse deslumbrada: qué misteriosa soy”.

callejero, tanto como los que responden a códigos tribales y roban y matan por razones que el mismísimo Dillinger no habría consentido. Tristemente, cada vez más chicos holgazanean de lo lindo, bien lejos del aula: sólo en territorio bonaerense, y de acuerdo con cifras oficiales, 400.000 jóvenes de más de 16 años no estudian ni trabajan. Pregunta: ¿qué demonios están haciendo para ser pasado mañana un poco mejores? La escuela pública, con sus fracasos y su indolencia, es la madre ubérrima de tristezas de ese porte. Sin duda, la ignorancia denigra y envilece a quien la sufre, y logra que, sobre todo, los jóvenes desoigan el reclamo de ciertas consignas tutelares: la de respetarse a sí mismos, la de ser impermeables a tanta estupidez circulante, la de poner límites a su ingenua bravuconería. Responsabilidad ampliamente compartida, la educación induce a pensar, fortalece la autoestima y garantiza la salud mental. Una tarea tan noble incumbe también a los artistas populares; a Andrés Calamaro, entre ellos, quien incurrió en la tontería de promocionar el consumo de marihuana, a sabiendas de que la espiral adictiva no termina allí, sino que a menudo conduce a extravíos que incluyen el crimen. Las irresponsabilidades –¡qué triste!– son también ampliamente compartidas. © LA NACION

A sangre es el elemento más ancestral de filiación. En nuestro país, la sangre es, también, la metáfora más perturbadora de nuestro trágico pasado: el primitivismo salvaje del secuestro de los bebes nacidos en cautiverio o separados de sus padres convive con la expresión más sofisticada de la ciencia genética, desarrollada, precisamente, para restituir lo que deliberadamente se intentó ocultar: la identidad. Dramas individuales de una tragedia colectiva que hoy, una vez más, nos increpa como sociedad en un dilema ético y jurídico: el proyecto de ley que abre el camino a que un juez pueda, agotados los métodos alternativos, obligar a la extracción de sangre para obtener el ADN a las víctimas que se niegan. La extracción compulsiva de sangre no sólo pone en juego el derecho a la verdad y el derecho de las personas a la intimidad, sino que treinta años después pone a prueba nuestra relación con los derechos humanos. Reconozco y respeto a todos aquellos que, como Victoria Donda y Estela de Carlotto, creen que la verdad está por encima del derecho a la intimidad. Y por eso reclamo igualmente el respeto para los que, como yo, creemos que entre el derecho a la verdad y el derecho de la víctima a negarse existe también la tensión entre la condena al pasado por encima de la construcción de una auténtica cultura de derechos universales para todos, que actúen como el antídoto para evitar nuevas violaciones. El sufrimiento puede darnos autoridad de víctimas, pero no nos da derecho a restringir los derechos de los otros. Gracias a la sanción y condena del terrorismo de Estado, hoy nadie puede negar lo que sucedió. Toda una bisagra histórica que, al condenar a un Estado que se hizo terrorista, canceló la violencia política y vivificó la idea de la convivencia democrática, ajena a nuestra tradición política autoritaria. En cuanto las madres de los presos desaparecidos, por buscar cadáveres insepultos no siempre fueron comprendidas por la sociedad. Las Abuelas suscitaron simpatía; fueron ganando el respeto de los argentinos. ¿Cómo no conmoverse con Chicha Mariani y Estela de Carlotto, fundadoras de Abuelas, cuando comenzaron a recorrer el mundo en busca de la ayuda de la ciencia para poder probar lo que se había intentado borrar, la identidad de sus nietos?

NORMA MORANDINI PARA LA NACION

Otro buen ejemplo: la ciencia se puso al servicio de nuestra tragedia. Todos somos herederos y deudores de ese legado. A ellos, a las Abuelas y a los científicos, les debemos la existencia de ese reservorio de vida y esperanza que es el Banco Nacional de Datos Genéticos que funciona en el Servicio de Inmunología del hospital Carlos Durand, de la ciudad de Buenos Aires. Un proyecto de las Abuelas que reconoció el gobierno de Raúl Alfonsín para “obtener y almacenar la información genética de familiares de niños desaparecidos o presuntamente nacidos en cautiverio”. Sin disidencias ni observaciones, fue aprobado

Los análisis compulsivos ponen en juego el derecho de las personas a la intimidad, que no puede ser vulnerado en las dos cámaras, que ampliaron los servicios del Banco no sólo a las víctimas del terrorismo sino a todos los ciudadanos cuya identidad estuviera en duda. La ley 23.511 fue sancionada en mayo de 1987. A lo largo de todos estos años, allí acudieron los que tenían dudas sobre su identidad, los que buscaban su filiación y aquellos que querían dejar su muestra de ADN en resguardo de su patrón genético. Un reservorio de vida y esperanza que permitió recuperar a 97 hijos de desaparecidos y podrá ser desmantelado con el proyecto de ley que, junto con el de la extracción compulsiva de sangre, forman parte del “paquete de leyes” impuesto a este Congreso, que tiene fecha de vencimiento el 10 de diciembre. Un tema que por la dimensión de su tragedia, por las consecuencias que se perpetúan en el tiempo, debería encontrarnos a todos comprometidos en el debate, sin partidarizarlo, y no en la odiosa suspicacia de buscar razones ocultas. Vale preguntar qué nos pasó. ¿Por qué lo que ayer nos unió, veinte años después nos separa?

¿Por qué no podemos consensuar las modificaciones que impusieron el tiempo y la experiencia? ¿Por qué se le teme al debate, el gran dinamizador de las sociedades modernas? Los argentinos podemos aprender de lo aprendido por la humanidad con el cruel fenómeno nazi. Debemos lograr una cultura política basada en los derechos humanos. Sólo que no hemos podido todavía construir una cultura del derecho para todos, efectivamente universal. Si aprobamos este proyecto que restringe la acción del Banco sólo para los casos de lesa humanidad estaríamos discriminando entre dolores, víctimas y derechos. La identidad definida por la genética, al retrotraer la organización social del parentesco, paradójicamente, va a contramano de la proclamada sociedad universal que, al menos como definición, consagra derechos para hombres y mujeres equiparados bajo la única noción de personas y ciudadanía. Para no hablar ya de la fraternidad universal como consagración utópica del amor al prójimo o esa profecía literaria que dejó Borges como testamento en su poema Los conjurados: esos hombres de diversas estirpes que han tomado la extraña resolución de ser razonables porque olvidaron sus diferencias y acentuaron sus afinidades. En la Argentina, el dolor atávico de las madres que pierden a sus hijos, las madres en duelo, estremece todos los contratos políticos, increpa al poder y desnuda la impunidad de los poderes constituidos. Subvierte el orden público y doméstico, y cuestiona el pragmatismo con el que se legitiman las razones públicas, tan reacias al argumento de los valores. Porque somos parte de ese legado, esa sangre, como una conjura, debería unir lo que peligrosamente comienza a desunirse por las razones políticas que no siempre son públicas, en el sentido de consagrar lo que es de todos. Se haya nacido en cautiverio, fruto de una violación o producto del abandono. Las víctimas siempre son víctimas y los instrumentos de reconocimiento y garantía de los derechos humanos deben estar en consonancia con el principio que los sustenta, la igualdad y la universalidad. © LA NACION La autora es diputada nacional –integra la comisión de Derechos Humanos– y senadora electa.