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MARTES 31—10—2006
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Cecilia: notas de color en un tiempo gris Treinta años después de su muerte, se edita «Un millón de sueños», un doble CD+DVD que recupera toda su corta pero intensa obra musical POR MANUEL DE LA FUENTE MADRID. Pocos en aquella España vivían en color, pero el gris por el que deambulaba la mayoría de vez en cuando dejaba imaginar el arcoiris que se avecinaba, con permiso, claro, de la «Político-Social» y del Tribunal de Orden Público, el mismo que citaba a una joven cantante de éxito en noviembre de 1973 para prestar declaración por el contenido de la letra de una canción (así se terciaban las cosas), «Un millón de sueños»: «Ahora vivo acosta de un millón de muertos, un millón de sombras, un millón de sueños». La cantante era Cecilia y el TOP creía que esa cifra olía demasiado, demasiado mal, incluso era la misma que manejaba Gironella cuya novela homónima, «Un millón de muertos», también se editó ese año. Pero Cecilia Evangelina Sobredo en su DNI, manifestó que sus versos se referían al conflicto de la Guerra de los Seis Días que ella había vivido en Jordania, donde entonces residía como hija del embajador español en aquel país. No, Cecilia no era una cantante protesta, aunque en aquellos años podía ser protesta hasta ponerse un poncho, o llevar vaqueros. Cecilia ya era entonces, tres años antes de su muerte (2 de agosto de 1976, en accidente de tráfico), a pesar de su juventud (nació en 1948) mucho más que una joven promesa de la canción española.
«Hija» de Simon y Garfunkel Había llegado a la cima tímida pero persuasivamente. Apenas una año antes de comparecer ante el TOP, en 1972, Cecilia (su nombre artístico rendía tributo a la canción de Simon y Garfunkel), había lanzado su primer disco con joyas como «Dama Dama» y «Nada de nada». Doce meses después llegaba «Cecilia 2», y ya en 1975 publicaba «Un ramito de violetas». Ese año, y sin estar muy convencida, representó a España
en el Festival de la OTI con «Amor de medianoche» compuesta a medias con un Juan Carlos Calderón en sus mejores tiempos. Finalmente, siete años más tarde, en 1983, el propio Calderón «resucitaba» doce piezas inéditas de la artista. Ahora, todo el legado musical de Cecilia (incluidas versiones como el «Ramito de violetas», de Manzanita) es recuperado con la edición de «Un millón de sueños», que también incorpora un DVD con actuaciones de Cecilia en TVE en el programa «A su aire» (1973) (qué bendita ternura su «Blowin' In The Wind» de Dylan) y en el especial que grabó en 1975 con motivo de su participación en el Festival de la OTI. Desde sus comienzos, Cecilia supo moverse entre la calidad y la comercialidad, volando en un universo propio, bastante personal, muy intransferible para la época, menos de color de rosa que los últimos capítulos de «Cuéntame cómo pasó», por cierto. Sus canciones tocaron todas las fibras sensibles del ser humano, la soledad, el desamor, la rebeldía, el desarraigo, la dictadura del dinero, los dimes y diretes de la burguesía, y aunque no quisiera hacer política, política era, en aquel tiempo, cantar versos tan libres como éstos: «Soldadito de plomo, no es el colmo que tengas que morir por un general de madera». Treinta años después pueden escucharse de nuevo estas canciones como un ejercicio de nostalgia, evidentemente. Des-
ÓPERA
«Theodora», de Händel Intérpretes: Gerladine McGreevy (soprano), Christine Rice (mezzosoprano), Stephen Wallace (contratenor), Paul Agnew (tenor), Matthew Rose (bajo). Orchestre & Chorus du Concert d'Astrée. Directora musical: Emmanuelle HaïmšAuditorio Nacional de Música, Madrid.
Déjalo que brille ANDRÉS IBÁÑEZ Intrigante, maravillosa, Emmanuelle Haïm parece una criatura de Tim Burton coreografiada por Pina Bausch. No
La cantante Cecilia, en la época de sus mayores éxitos
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de luego, nosotros los de entonces no somos los mismos, y además éramos mucho más jóvenes. Pero dejen su pasado bien archivadito en el No-Do de su memoria e imaginen que la música de Cecilia acaba de llegar hasta sus oídos. Sí, en aquellos
Sus canciones fueron tan inteligentes como comerciales y tocaban las fibras más sensibles
setenta, en el aquel tiempo todavía tan gris, de tantos grises, hubo gente como Cecilia, capaz de pintarnos el futuro con lápices de colores. Los lápices eran «Alpino», claro, la imaginación y la esperanza ponían el resto.
dirige, danza la música, y la orquesta interpreta su danza. La directora ejerce un control magnético sobre sus magníficos orquesta y coro, que suenan como movidos por un solo corazón, y cuya transparencia nos permite escuchar con total claridad la delicada tiorba, el resonante clave, el órgano (asociado aquí especialmente con Teodora y los cristianos) que forman, en variadas combinaciones con cello y contrabajo, su multicoloreado continuo. Emmanuelle Haïm extrae de su conjunto un fraseo delicadísimo. Una interpretación «auténtica», con el ingenio de los ritornellos mezclándose con las voces en tex-
turas que nos hacen desear levantarnos y empezar a bailar. Un conjunto de voces inglesas para este oratorio inglés que es en realidad una ópera disfrazada. Stephen Wallace (Didymus) embellece las arias en la segunda vuelta con una imaginación musical exquisita. El conjunto se crece a medida que avanza la noche. El segundo acto es ya absolutamente radiante, con una luminosa Geraldine McGreevy (Teodora) cantando «Oh, that I on wings could rise» como si de verdad fuera a echar a volar y un celestial coro final; y el tercero, apoteósico, con una magnífica Christine Rice (Irene) que canta la última palabra del orato-
rio, «death», de forma estremecedora. Pero a pesar de toda esta belleza sentimos que hay algo que falta. «Eso es peor que la muerte», canta Teodora desesperada cuando va a ser llevada al «lugar de la vileza»: pero falta la tragedia, el abismo del dolor, de igual modo que en los momentos de rapto falta el elemento del éxtasis. No olvidemos que estamos ante una de las obras supremas de la historia de la música. Al final de la noche todos los intérpretes tienen un sol en el corazón y también vemos un sol entre los finos omóplatos de Emmanuelle Haïm. Pero los soles han de brillar. ¡Emmanuelle, déjalo que brille!