Edición no venal de la Fundación SGAE para la promoción y difusión de textos teatrales objeto de estreno
DENISE DESPEYROUX CARNE VIVA
Sin la autorización por escrito de la editorial, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra ni tampoco su tratamiento o transmisión por ningún medio o sistema. De igual manera, todos los derechos que de ella dimanen, cualquiera que sea la naturaleza de estos, así como las traducciones que puedan hacerse, incluyéndose igualmente las representaciones profesionales y de aficionados, las películas de corto y largo metraje, recitación, lectura pública y retransmisión por radio o televisión, quedan estrictamente reservados. Se pone un especial énfasis en el tema de las lecturas públicas, cuyo permiso deberá asegurarse por escrito. Las solicitudes para la representación de esta obra, de cualquier clase y en cualquier lugar del mundo, habrán de dirigirse a Sociedad General de Autores y Editores, SGAE, en la calle de Fernando VI número 4, 28004 Madrid, España.
CARNE VIVA Primera edición, 2014
© De Carne viva: Denise Despeyroux © Para esta edición: Fundación SGAE, 2014 Coordinación editorial: Pilar López. Diseño de cubierta: El Taller de GC. Maquetación: José Luis de Hijes. Corrección: Marisa Barreno. Procesos digitales de edición: bolchiroservicios.com. Imprime: Estugraf Impresores, S. L.
Edita: Fundación SGAE Bárbara de Braganza, 7, 28004 Madrid /
[email protected] www.fundacionsgae.org EDICIÓN PROMOCIONAL. PROHIBIDA SU VENTA D. L.: M-27130-2014
Presentación de la autora Durante el periodo de escritura y de ensayos de Carne viva, eché en falta no disponer de tiempo para dejar constancia escrita de la magia y del amor que impregnó la puesta en escena de esta obra. Quisiera que este prólogo solventara en algo esa carencia, pero, a decir verdad, dudo que sea posible. Han sido meses agotadores y, a estas alturas, la cabeza, ocupada todavía en resolver tareas urgentes, ya no me alcanza para nada más que lo imprescindible. Y lo imprescindible es únicamente agradecer. Agradezco, en primer lugar, a José Martret el hecho de que decidiera tomarse en serio una fantasía tan improbable como Carne viva. Nuestro primer diálogo sobre el tema habrá sido una cosa así: “¿Te imaginas una obra que transcurre en las tres habitaciones a las vez?”. “¿Cómo a la vez?”. “Con público en las tres salas. Y actores corriendo de un sitio a otro. Argumento de partida: una antigua comisaría de diseño que ahora se derrumba por la crisis económica. Asfixiados por los recortes de sueldo, los policías subalquilan una habitación a una profesora de danza y otra a una hipnotista. ¿Qué te parece? ¿La ves?”. “La veo, la veo. ¡Me encanta!”. “¿En serio?”. “Hágala, Despeyroux. Puede empezar a ensayar en febrero”. “Creo que se va a llamar Carne viva, aunque todavía no sé por qué”. Lo siguiente y fundamental era encontrar un buen equipo de actores. En este sentido, no he podido ser más afortunada. Primero, hice la propuesta a un grupo de cuatro personas con las que ya habíamos decidido trabajar: Carmela Lloret, Sara Torres, Joan Carles Suau y Marta Rubio. Los tres primeros iban a componer el elenco de una obra que estrené hace unos años en Buenos Aires con actores argentinos: El más querido. Y Marta Rubio iba a ser mi ayudante. Lo que les sugerí es que dejáramos ese proyecto para más adelante y
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PRESENTACIÓN
nos embarcáramos antes en esta nueva aventura, en la cual estaba todo por hacer. Se necesitaría un mínimo de nueve actores, para que pudiera haber bastantes cambios de espacio y distintas combinaciones posibles. Ellos se entusiasmaron con el proyecto y estuvieron dispuestos a implicarse conmigo en la producción. Juntos formamos un núcleo muy sólido, nos conocemos y nos queremos, y esto fue importante a la hora de decidirnos a sumar tanta gente a un proyecto que no contaría con más ingresos que los de la taquilla. La generosidad y capacidad de entrega de este pequeño equipo no me sorprendió, pues, como decía, nos conocemos. Con Carmela y Sara ya había trabajado, incluso. Pero lo que a día de hoy todavía me parece sorprendente es haber hallado el mismo grado de implicación y generosidad en el resto del elenco y en los dos técnicos y regidores de lujo con los que pudimos contar, y con quienes nos hemos divertido tanto en las idas y venidas por los pasillos. Visto ahora de forma retrospectiva, me parece que todo en Carne viva ha sido un regalo: el título y la idea, surgidos como de la nada; la escritura del texto, que en realidad me resultó fácil, o por lo menos más fácil de lo que preveía; la puesta en escena, tan llena de desafíos pero siempre gozosa, y, sobre todo, los cuerpos y almas que han prestado a la obra su espíritu y carnalidad. A Agustín Bellusci, Victoria Facio, Font García, Carmela Lloret, Fernando Nigro, Marta Rubio, Joan Carles Suau, Sara Torres y Juan Vinuesa, mi gratitud entera y mi abrazo más fuerte. Os amo. Denise Despeyroux Madrid, julio de 2014
Nota: Me hubiera gustado entretenerme en detalles del proceso, y también en cuestiones temáticas de la obra, pero como advertía al principio, la cabeza en este momento no me alcanza. Por fortuna, se han escrito palabras muy bellas y generosas sobre la obra, como las de Alfonso Armada en su revista digital FronteraD1. Para acceder al resto de reseñas y crónicas, puede consultarse la sección “Carne viva en los medios” de este archivo, en la que figuran los correspondientes enlaces.
http://fronteradigital.es/?q=bitacoras/alfonsoarmada/con-denise-despeyroux-meinterno-en-bosque 1
Carne viva Estrenada el 9 de mayo de 2014 en La Pensión de las Pulgas. Terminó su primera temporada el 13 de julio y volverá a estar en cartel a partir del 4 de octubre, con dos reemplazos que constan en el elenco.
Reparto Comisario Torres Inspector Bermúdez Oficial Figueroa Oficial Mónaco Bárbara Hugo Mía Mario Caballero Elvira
Agustín Bellusci Fernando Nigro Font García Sara Torres Marta Rubio / Huichi Chiu Joan Carles Suau Carmela Lloret Juan Vinuesa Victoria Facio / Vanesa Rasero
texto y dirección
Denise Despeyroux
Ficha técnica Vestuario Espacio escénico Espacio sonoro Prensa Regiduría Asistente de dirección Producción
Ana López y Lorena Puerto Alberto Puraenvidia Graham Newey Gran Vía Comunicación Ruth Rubio y Raúl Prados Marta Rubio Carne Viva y La Pensión de las Pulgas
Los tres actos de esta pieza transcurren al mismo tiempo. Si bien podrían llegar a representarse convencionalmente uno tras otro en el mismo espacio, es aconsejable que se desarrollen de forma simultánea en tres espacios distintos de la misma sala de exhibición. Si los tres actos se ejecutan de manera paralela, la pieza tiene tres principios y tres finales distintos en función del recorrido que realicen los espectadores. Estrictamente, hay un total de seis recorridos posibles, pero solo pueden efectuarse tres cada día.
Carne que especula Nos hallamos en una comisaría de integración hispano-argentina. Una entrañable foto del rey de España junto a Cristina Kirchner preside el ambiente. La oficial Mónaco, el inspector Bermúdez y el comisario Torres “malcomparten” su despacho compartido. Mónaco trata de dotar de calidez y organización su mínimo espacio vital. El oficial Bermúdez y el comisario Torres revisan facturas. Tienen muchas. Torres.— ¿Más de 300 euros de calefacción toca pagar este mes? No me lo puedo creer. Bermúdez.— Es un bimestre, comisario, y estamos en pleno invierno; no es tanto. Torres.— ¿Cómo que no es tanto? Se nota que usted no está acostumbrado a esto, Bermúdez. Bermúdez.— ¿A esto? ¿A qué se refiere, comisario? Torres.— A administrar, Bermúdez, a administrar. A tener un presupuesto para los gastos mensuales y tener que arreglarse con eso, como todas las familias. Bermúdez.— Sin ánimo de ofender, comisario Torres, no somos una familia. Todos estábamos mucho mejor cuando era el Estado el que se hacía cargo de todo esto.
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Torres.— El Estado, como usted dice, fue muy claro, Bermúdez: o limitamos el presupuesto de gastos mensuales o sufrimos una tercera reducción del sueldo. ¿Me está diciendo que usted prefiere esto segundo? Bermúdez.— Le estoy diciendo que llevamos más de dos meses sin poder trabajar. Se nos están acumulando las denuncias y el papeleo de todo tipo. Le recuerdo que Iberdrola está a punto de cortarnos la luz porque tenemos una deuda. Torres.— La deuda, sí. (A Mónaco, que está quién sabe cómo) ¿Qué le pasa, Mónaco? ¿Necesita algo? Mónaco.— Sí, comisario, necesito recuperar mi despacho. Torres.— Eso es imposible por el momento, Mónaco, usted lo sabe. Mónaco.— ¿Y no me puede conseguir por lo menos una mesita de centro un poco más grande, comisario? Yo con esto no hago nada, mire lo que es esto. Me alcanza para apoyar una taza de té y para la foto de mis gatos… ¿Dónde pongo los archivos? Mire cómo estoy. Torres.— Ahora voy para allá, Mónaco, cálmese un poco. (A Bermúdez) Bermúdez, llame a Iberdrola, por favor, y explique que es inadmisible que sigan practicando esos cortes de luz punitivos y amenazantes. ¿Cómo los llamaron? Bermúdez.— No me acuerdo, comisario. Era una expresión que venía a expresar que esos cortes son la antesala de lo que vendrá. Un aviso de la oscuridad en que vamos a sumergirnos si no pagamos… La idea se entiende. Torres.— Sí, la idea se entiende. Por eso, dígales que no necesitamos recibir más ese tipo de avisos, que vamos a pagar en cuanto podamos. Explíqueles que no hay mala voluntad.
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Bermúdez.— Sí, comisario. Mónaco.— Escarmiento ejemplar. Torres.— ¿Cómo dice, Mónaco? Mónaco.— Medida de escarmiento ejemplar, la llamaron…, a la medida…, a los cortes de luz. Está puesto en la última factura, comisario. Torres.— ¿Escarmiento ejemplar? Mónaco.— Sí, comisario, es un ejemplo, un aviso, un recordatorio de lo que va a pasarnos si no pagamos. Bermúdez.— Es una advertencia, comisario. Torres.— Entiendo perfectamente lo que es, agentes. Me parece una medida innecesaria y, francamente, de mal gusto. Así que llame a Iberdrola, Bermúdez, y dígales que se dejen de amenazas con la policía, porque, si no, les va a salir el tiro por la culata y soy yo el que les va a mandar a un inspector, a ver si ellos lo tienen todo en orden. El comisario se levanta a hablar y tratar de entender a Mónaco, mientras Bermúdez intenta hablar y entenderse con Iberdrola. Torres.— ¿Vamos a ver, Mónaco, qué problema tiene usted exactamente? Mónaco.— Con todo mi respeto, comisario, considero que yo soy la que más perdí con todo esto. Torres.— Usted es la que más perdió, Mónaco, porque era la que más tenía. Eso pasa en la vida
Bermúdez.— (Al teléfono) Problema. (…) Factura. (…) Factura con problema. (…) Problema con factura. (…) Incidencia. (…) Escarmiento… (A los demás) ¿Cómo era…? ¿Cómo le llaman a lo que nos hacen? ¿Escarmiento qué? (…) Escarmiento ejemplar. (…) Medida de es-carmien-to-e-jem-plar. (…) Hablar con alguien. (…) Comunicarme.
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constantemente, cuanto más se tiene, más se puede perder. Mónaco.— A mí no me consuela esa reflexión, comisario. (A Bermúdez) Ejemplar, Bermúdez, medida de escarmiento ejemplar. (A Torres) Yo necesito recuperar mi despacho. ¿Usted vio lo que hizo esa médium con mi despacho, comisario? Lo pintó de negro, lo llenó de espejos, parece un puticlub…, con perdón, comisario. Torres.— No parece un puticlub, Mónaco, y Elvira no es una médium. Es hipnotista, es una profesional seria. No se ponga así, Mónaco. Usted sabe lo que estamos pasando. Mónaco.— ¿Pero por qué yo no puedo tener un escritorio, como Bermúdez? Torres.— Bermúdez es inspector, Mónaco, usted es oficial. Mónaco.— ¿Y Figueroa? Figueroa también es oficial, como yo. ¿Y dónde está Figueroa, por cierto? Torres.— Fue a hacer un seguimiento. Mónaco.— ¿Ve, comisario? Figueroa se lleva siempre la mejor parte. ¿Qué tiene Figueroa que no tenga yo? Torres.— Tiene una enfermedad terminal, Mónaco. Figueroa tiene una enfermedad terminal.
(…) Alguien, por favor. (…) Alguien. (…) Persona. (…) Hablar-con-persona. (…) Soy-unapersona, quiero-una-persona. (…) Hola, ¿es usted una persona? (…) Hola, hola, encantado. Llamo de la comisaría del distrito Madrid Retiro porque tenemos un problema, que tiene que ver con un impago. Nos están aplicando una medida de escarmiento ejemplar, y nos parece inadmisible. (…) Mire, señorita, con el debido respeto, nosotros estamos tratando de trabajar a favor del bien común, estamos tratando de hacer el bien. No podemos hacer el bien a oscuras. (…) ¿Usted me está diciendo que el bien debe detenerse porque nosotros no podemos pagar la luz? (…) Es una necedad lo que me está diciendo. (…) Señorita, no me insulte, yo a usted no la insulté. (…) Afirmé que dijo una necedad porque así fue, estaba describiendo los hechos. Yo a usted no la adjetivé. (…) No usé el adjetivo necia para referirme a usted. Hablaba de su acto de habla, de la necedad que me dijo. (…) ¿Sabe qué le digo? Vamos a aplicar la ley del talión, me parece muy bien. Escarmiento ejemplar por escarmiento ejemplar. Ustedes van a tener una inspección, a ver si les quedan ganas de seguir comportándose como unos usureros con la policía. (…) ¿Hola? ¿Señorita? (…) Me colgó. Me colgó el teléfono. Es indignante. Hay que cambiarse de nuevo a Gas Natural.
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Entra Figueroa, empapado por la lluvia. Le cuesta recuperar el aliento. En algún momento se sienta en el sofá de Mónaco. Figueroa.— Comisario, con todos mis respetos, yo me niego…, bueno, me niego no porque no puedo, pero voy a poner una reclamación oficial. Manifiesto mi total disconformidad con la iniciativa de realizar seguimientos de sospechosos en bicicleta. O se me consigue una moto o yo no puedo seguir siguiendo a nadie. Esta situación me está minando la autoestima, comisario. Mónaco.— Me estás empapando el sofá, Figueroa, que es lo único que tengo. Y estás chorreando agua, te va a hacer mal estar así; a ver, secate, secate con esto aunque sea. (Le da alguna de las prendas que se quitó Bermúdez, que se está cambiando para su clase de baile) Torres.— Sí, séquese bien, Figueroa, que lo necesitamos sano. Mónaco.— En la medida de lo posible, claro. Bermúdez.— ¡Se está secando con mi pantalón, mirá lo que está haciendo! Mónaco.— Bueno, mi sofá-despacho no es tu armario. Mejor que te acostumbres a no dejar toda tu ropa tirada en mi espacio cada vez que te cambiás para ir a danza. Torres.— Por favor, agentes, parecen criaturas. Figueroa, séquese con esto mejor. (Le da otra cosa) Y después póngase la ropa del inspector Bermúdez, que eso que lleva está empapado. Bermúdez.— ¿Qué? ¿Cómo le va a dar mi ropa? Torres.— Usted va a la clase, Bermúdez, por una hora no necesita su ropa, por favor, no sea egoísta. ¿Y arregló ya lo de Iberdrola? Bermúdez.— No, comisario, lo de Iberdrola no tiene arreglo.
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Torres.— Bueno, váyase a la clase, que si no va a llegar tarde. Después me explica bien qué le dijo Iberdrola. Y apague la calefacción, Bermúdez, no podemos estar gastando tanto. Bermúdez.— Están en ropa de baile, comisario, pasan frío…, pasamos frío si apago la calefacción. Torres.— Están bailando, Bermúdez, están en movimiento. Haga el favor de apagar la calefacción. Bermúdez.— Muy bien, pero su hijo se va a quejar, eso que lo sepa. Torres.— A mi hijo más le vale no quejarse. Y no me hable de mi hijo, no me hable. Por cierto, ¿le cobró ya el alquiler a Elvira? Mónaco.— No le cobró, no, esa mujer paga cuando a ella le parece. Torres.— Vaya ahora mismo a cobrarle, Bermúdez, haga el favor. Bermúdez.— Comisario, tengo clase. Torres.— Haga el favor de pasar a cobrarle a Elvira el alquiler antes de ir a la clase, inspector Bermúdez. Que no se lo tenga que repetir. Bermúdez.— Sí, comisario. (Sale) Torres.— ¿Y a usted qué le pasó, Figueroa? ¿Se le escapó el sospechoso? Figueroa.— Claro que se me escapó, comisario. En una bicicleta, ¿cómo iba a poder seguirlo por la Castellana? Torres.— ¿Y por qué dejó que se metiera en la Castellana? No entiendo. ¿No lo iba siguiendo por Lavapiés? Figueroa.— Yo no quiero hablar más de este tema, comisario. Es largo de explicar, y es humillante. Tengo la moral por los suelos.
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Estoy humillado a nivel personal y policial. Exijo una motocicleta Honda Deauville con el nuevo diseño del CNP. Mónaco.— ¿Qué es el CNP? Torres.— El Cuerpo Nacional de Policía, Mónaco, por favor. ¿En qué mundo vive usted? Figueroa.— Estás tan ensimismada contigo misma que te estás olvidando de los problemas globales y reales. Yo sin una Honda Deauville no puedo seguir, comisario. Además, este seguimiento es muy complicado, porque el sospechoso no parece sospechoso. Mónaco.— ¿Qué quiere decir que no parece sospechoso? ¿Qué pretendés? ¿Que lleve una etiqueta en la frente? Torres.— En cuanto la hipnotista nos pague la mensualidad que nos debe, usted va a tener su motocicleta, Figueroa, quédese tranquilo. Mónaco.— Ah, no, no tolero más estas vejaciones. (A Figueroa) Permiso, vengo a poner una denuncia, ya que lo veo en su puesto de trabajo, lo cual es bastante inusual. Torres.— ¿Qué está haciendo? ¿Teatro? Mónaco.— Quiero presentar un recurso de hábeas corpus. Torres.— ¿Cómo va a presentar un hábeas corpus, Mónaco? Eso tiene que ver con el derecho a la integridad personal. ¿Qué está diciendo? Mónaco.— Yo antes tenía un despacho y ahora no lo tengo. Eso me desintegra, comisario. Figueroa.— Y yo tenía salud y ahora tampoco la tengo. ¿Eso no es peor? Torres.— ¿Observa los efectos colaterales de sus palabras, Mónaco?
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Mónaco.— Me olvido de que se está muriendo, comisario, me olvido. Pero eso es porque él ni en la antesala de la muerte recapacita. No genera la menor empatía. Figueroa.— Yo necesitaría tomarme una tila, comisario. Torres.— Tráigale una tila al compañero, Mónaco, haga el favor. Mónaco.— ¿Qué? ¿Yo? Esta relación es asimétrica, comisario. Torres.— La relaciones jerárquicas siempre son asimétricas, Mónaco. Figueroa.— No te está dando una orden Mónaco, te está pidiendo un favor. Es una cuestión de humanidad. Mónaco.— No desviemos la atención de lo importante. Subalquilar espacios públicos es un delito. Figueroa.— Si lo hace el Estado, no. Torres.— Claro, si lo hace el Estado, no. Nosotros somos el cuerpo del Estado, ¿cómo vamos a ser ilegales? Y, además, es una situación provisional. Mónaco.— El contrato que firmó con la hipnotista era indefinido, yo lo vi. Figueroa.— Porque eso se pone ahora así, pero no significa nada. Es como los contratos laborales. Que un contrato sea indefinido no quiere decir que sea indefinido. Torres.— Está muy ansiosa, Mónaco. ¿Qué hemos visto en el Team Building? ¿Se acuerda del workshop que hicimos? Figueroa.— Si no trabajamos en un clima de concordia, los problemas no se arreglan.
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Torres.— Exacto. Nos tenemos que identificar con el problema que tiene el otro. Vamos a hacer una dinámica. ¿Por qué no se pone en el lugar de él, yo me pongo en su lugar y él se pone en el mío? Mónaco.— ¿Y por qué Figueroa? ¿Por qué no me puedo poner yo en su lugar, comisario? Torres.— Porque entonces él no cambiaría de rol, ¿no entiende? Figueroa.— Claro, yo no cambiaría de rol. Torres.— Se trata de ponerse en el lugar de los demás. Ya vimos en el Team Building que a usted le costaba mucho ponerse en el lugar de los demás. Ponerse en los zapatos del otro, Mónaco. Mónaco.— Zapatos del otro es lo que yo estoy aguantando. ¡Mire dónde están los zapatos de Bermúdez! Torres.— Vamos a hacer la dinámica. Usted ahí, en el lugar de Figueroa. Usted póngase en mi escritorio, Figueroa. Figueroa.— Madre mía, cómo impone. Torres.— ¿Lo ve? ¿Ve cómo impone? Porque es un lugar de mucha responsabilidad. Y aunque yo sea comisario, también soy humano, yo también sufro. Bueno, vamos. Uno, dos, tres. (Se pone a imitar a Mónaco, sentado en su sofá) ¡Ay, ay, ay, comisario, tengo un problema! Esto es insoportable, me molesta todo. Yo tenía mi despacho y ahora no lo tengo. (Señalando con dedo acusador) Y fíjese, Figueroa no hace nada. Figueroa.— (Haciendo también grandes aspavientos) A ver, Mónaco, ¿qué le pasa? Cálmese, Mónaco, cálmese. Mire a Figueroa, que no se queja de nada, aprenda. Aprenda de Figueroa. Torres.— Ay, ay, comisario. Quiero poner una denuncia. Soy muy desgraciada. ¡Me arrebataron mi despacho!
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Mónaco, que los ha estado mirando sin dar apenas crédito a lo que ve ni poder decir palabra, en un arrebato empieza a parodiar a Figueroa desaforadamente. Mónaco.— (Hace falsas toses) Cof, cof, cof, ¡ay, necesito una moto, se me escapó el sospechoso! Necesito una moto, necesito un chalé, tráigame una tila, tráigame una langosta, cof, cof, pobrecito de mí, enfermito terminal como estoy, cof, cof, cof, yo aquí no pego ni golpe, me importa un carajo todo, se me chupa un huevo lo que le pase a Mónaco, cof, cof. (Se tira en el sofá de Mónaco) Acá me tiro en su sofá, le enchastro todo, no me importa, yo soy el enfermito, el pobrecito…, cof, cof, cof… (Termina solo cuando se agota. Los otros no han dicho ni palabra y la miran alucinados) Torres.— ¿Se da cuenta de que está sobreactuando, Mónaco? Mónaco.— ¿Y ustedes no? Torres.— Nosotros no, nosotros describíamos fielmente los hechos; usted se está burlando. Figueroa.— No había ninguna fidelidad con la realidad en su sobreactuación deleznable. Por ejemplo, yo no he usado jamás la expresión me chupa un huevo, que es completamente argentina. Y “enchastrarse” no sé ni lo que es. Mónaco.— (Señalando el retrato del rey de España y Cristina Kirchner que hay colgado sobre la pared) ¡Esto es una comisaría de integración! No se ponga racista ni sexista, porque ahí sí que vamos a acabar mal. Figueroa.— ¿Es una amenaza? ¿Me está amenazando? Mónaco.— ¿A ti qué te parece? Figueroa.— Que sí. Me parece que sí. Se va la luz y volverá rápidamente.
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Torres.— Ya estamos con los escarmientos de Iberdrola. Esta situación es un atropello. Mónaco.— Pero usted piensa comprarle una motocicleta de lujo a Figueroa, en lugar de cancelar la deuda con Iberdrola. Figueroa.— De lujo no, lo único que estoy pidiendo es la motocicleta reglamentaria. Mónaco.— Él pide, pide, pide… Total, ¿qué importa que los demás tengamos que estar a oscuras o que nuestro hábitat nos sea arrebatado para convertirlo en un putiferio? Si Figueroa está contento, ¿qué importa que los demás nos hundamos en la oscuridad? Torres.— Basta, Mónaco. La voy a tener que llamar al orden. Yo creía que en su país la gente era un poco más solidaria, por lo menos de eso se jactan. Pero parece que es mera jactancia. Parece que a la hora de la verdad son tan desapegados y egoístas como cualquiera. Mónaco.— Comisario Torres, no vaya por ahí. Le advierto que se está aproximando a terrenos pantanosos. Está pisando arenas movedizas y el riesgo empieza a ser extremo. Torres.— ¿Me está hablando en clave, Mónaco? Figueroa.— ¿Cómo te atreves a hablarle en clave al comisario, Mónaco? A ver si voy a tener que abrirte un expediente, como oficial compañero tuyo que soy. Torres.— ¿Qué son esos gritos? Figueroa.— Son los de baile, que hacen cosas raras expresivas de esas. Ayer pasé por delante de la puerta para ir al lavabo y estaban ladrando. Y como investigador que soy, me asaltó la curiosidad y me puse a inspeccionar. Y no me gustó nada lo que vi. Torres.— ¿Qué vio, Figueroa?
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Figueroa.— Para mí que hay drogas ahí, comisario. Torres.— No me diga eso, por favor, que estoy mandando a mi hijo a esas clases. Mónaco.— ¿Por qué lo importunás al comisario? Yo lo conozco desde niño a Huguito, y es un amor. Ese chico no es de los que se drogan, es de los que comen comida macrobiótica. Figueroa.— A ver, yo estuve años trabajando en la Unidad Central Antidroga y en la Unidad de Delincuencia especializada, y por mi experiencia os digo que los últimos en enterarse de todo en todos los casos son los familiares y allegados del protagonista. Mónaco.— ¿De qué protagonista estás hablando? Mirá los términos que empleás. Se habla de sujeto, no de protagonista, como en el cine. Yo no me creo que hayas trabajado en la Unidad Central de Droga. Torres.— Agente Mónaco, deje de faltarle el respeto al compañero, por favor. El agente Figueroa trabajó en la Unidad Central de Droga y Crimen Organizado, en la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta, y en la Unidad Central de Desactivación de Explosivos. Consta en su currículum. Mónaco.— (A Figueroa) ¿Cuántos años tenés vos? Figueroa.— Muchísimos más de los que me quedan por cumplir. Torres.— No le hable de edad a un moribundo. ¿No ve lo desaprensiva que está siendo, Mónaco? ¿Cómo le va a preguntar la edad a una persona que se está muriendo? Figueroa.— Déjelo, comisario. Las personas que vienen de la Unidad Central de Delincuencia Económica y Fiscal, como es su caso, son muy insensibles. Manejan mucho papeleo y poca persona. Se desentrenan en el trato con la gente y pierden las formas, es natural. Pero yo sé perdonar.
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Mónaco.— No lo soporto más, no puedo ni mirarlo ya. No me mires. Comisario, nosotros hicimos un juego de rol y yo quiero saber cuáles son las conclusiones. Figueroa.— ¿Yo te he contado que tengo necrosis? Torres.— Agentes, me parece importante, llegados a este punto, que se den un abrazo. Mónaco.— Eso es imposible, comisario, por lo menos en este momento. Figueroa.— Ah, ¿ve? Yo estoy abierto y receptivo. ¿Ve que es ella, comisario, la que pone todas las trabas en la relación? Mónaco.— Exijo que se respete mi derecho a no ser tocada y mi derecho a saber las conclusiones de la dinámica de rol denigrante que he tenido que soportar. Torres.— Las conclusiones son personales, Mónaco, son las que saca cada uno. Figueroa.— Claro, exactamente. Cada uno con su sensibilidad llega hasta donde llega. Entra Elvira, la hipnotista. Va en busca de Mario, que en pleno trance se escapó de su consulta. Mario, de hecho, ha pasado por la comisaría y ha salido ya. Nadie lo ha visto porque, en algún momento, Elvira hipnotizó a todas las personas del inmueble y les dio la orden de que no pudieran verlo. Cuando entra Elvira, el comisario Torres está sentado en su silla de espaldas a la puerta; por eso, ella, en un primer momento, sospecha que Mario podría estar ahí e intenta aproximarse a la mesa. Elvira.— Perdón, disculpas…, creo que el otro día se me cayó un pendiente. Puede que esté ahí en el escritorio, porque entré a pagarle a Bermúdez…
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Torres.— (Girando su mesa, de manera que se deja ver) ¿Le pagó a Bermúdez, entonces? Elvira.— Ay, no, perdón. (Sale, precipitadamente) Figueroa.— Esta mujer es muy sospechosa, comisario. Mónaco.— ¿Sospechosa de qué? Es rara, simplemente. Torres.— Elvira no es rara. Lo que pasa es que ella está en trance. Ella está trabajando con sus pacientes y para eso entra en trance. De pronto, tiene un impulso y sale de la consulta, eso es todo. Figueroa.— Pero son los pacientes los que entran en trance, comisario, ella no. Mónaco.— ¿Qué trance? ¿De qué están hablando? Es una hipnóloga, una hipnotista, como se diga, pero no una médium. Torres.— En estas situaciones donde la conciencia está alterada y expandida se habla de trance, Mónaco. Cómo se nota que para usted el terreno de la espiritualidad es una selva completamente virgen. Mónaco.— No me hable de selvas vírgenes, comisario, porque aquí cada uno tiene las suyas. Torres.— No se lo tome todo de esa manera tan personal, Mónaco. No hay ninguna intencionalidad dañina en mis palabras. ¿Usted nunca oyó hablar de los chamanes? Mónaco.— ¿Qué tendrá que ver un chamán con esa mujer? Figueroa.— Yo, agente Mónaco, fui a la consulta de un hipnólogo hace un tiempo, para llevar mejor lo mío…, mi enfermedad terminal cuando no era tan terminal…, y en todo momento se habla de trance hipnótico, así que algo de trance hay, como bien apunta el comisario.
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Torres.— ¿Usted fue a un hipnólogo, Figueroa? ¿Y le hizo bien? Figueroa.— Sí, comisario, yo tenía los dos pies al borde de un abismo cuando fui al hipnólogo. Mónaco.— ¿Y la hipnosis te ayudó a dar un paso adelante? Figueroa.— Pues sí, exactamente. Encontré el valor para dar un paso adelante. Mónaco.— ¿Entonces te arrojaste al abismo? Digo…, si diste un paso y estabas justo ahí en el borde… Torres.— Mónaco, no se burle. ¿Y usted cree que a mí me serviría ir a un hipnólogo, Figueroa? Figueroa.— ¿Para qué? Torres.— Para lo mío. Figueroa y Mónaco.— ¿Qué es lo suyo, comisario? Entra precipitadamente el inspector Bermúdez. Bermúdez.— ¿Acá nadie reacciona? ¿Nadie reacciona? Mónaco.— ¿Qué pasó? Figueroa.— No entres así, que nos asustas. Torres.— No estamos para sustos, Bermúdez. Diga lo que tenga que decir y déjese de recriminaciones. Bermúdez.— ¿Ustedes no escucharon un grito? Torres.— Sí, muchos. Figueroa.— Son los de baile, que hacen de perros y cosas así. Bermúdez.— Hay que llamar al departamento forense.
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Torres.— ¿Pero qué pasó? Bermúdez.— ¡Bárbara! Figueroa.— ¿Quién es Bárbara? Mónaco.— La profesora de baile. La italiana con cara de amargada. ¿Qué te pasa con Bárbara? Bermúdez.— ¿Ustedes no me oyeron decir departamento forense? ¿Bárbara y departamento forense no les da una pista? Bárbara y forense… ¿no les cierra? Torres.— Cálmese y cuéntenos qué pasó con Bárbara, inspector Bermúdez. ¿Y por qué quiere llamar al departamento forense? Bermúdez.— Miren cómo estoy. Temblando estoy. En este inmueble hay una persona muerta. Yo ya no puedo decir más, estoy en estado de shock. Deduzcan ustedes quién es el cadáver. Él se sienta en estado de shock. Ellos se ponen a deducir. Torres.— A ver, él estaba en la clase de baile… Figueroa.— Probablemente el crimen aconteció allí. Mónaco.— Ojo, que primero tenía que pasar por mi despacho, quiero decir, por el laboratorio de hipnosis, a cobrarle a Elvira. Figueroa.— Pero los gritos venían de la clase de baile, según dio a entender al entrar. Mónaco.— Él no dio a entender nada, él solo nos preguntó si habíamos oído los gritos. Nosotros, o mejor dicho tú, supusiste que provenían de la clase de baile. Figueroa.— Pensándolo bien, ahora que especulamos, yo diría que esos gritos venían de más cerca.
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Mónaco.— Puestos a especular, yo diría que alguien pudo salir gritando de la clase de baile y precipitarse histéricamente en el laboratorio de hipnosis. De ahí que a nosotros nos pareciera que los gritos venían de más cerca, si bien la fuente, el origen, continuaría siendo la clase de baile. ¿Usted qué opina, comisario? Torres.— Sigan, sigan, que van muy bien, agentes. Mónaco.— ¿Los gritos provenían de la clase de baile, Bermúdez? El agente Bermúdez asiente desesperadamente, todavía en estado de shock. Figueroa.— Ergo, el crimen aconteció allí. Torres.— ¡Y allí estaba mi hijo! Yo no puedo especular, no debo especular, sigan especulando ustedes. Lo están haciendo muy bien, agentes. Mónaco.— Eran gritos femeninos, eso es impepinable. Figueroa.— Impepinable, sí. Mónaco.— Y hay solo dos mujeres en la clase de baile: la profesora, esa tal Bárbara, que es la italiana con cara de amargada, y la otra flaca que siempre anda gritando como una histérica. Mónaco, Figueroa y Torres.— ¡Siempre anda gritando como una histérica! Mónaco.— Era la histérica la que gritaba… Figueroa.— Ergo, la histérica está viva. Mónaco.— ¡Y la otra está muerta! ¡Bárbara! ¡Bárbara está muerta! Figueroa.— Claro, por eso Bermúdez repetía Bárbara y forense, Bárbara y forense. Todas las piezas encajan.
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Mónaco, Figueroa y Torres.— ¡Bárbara es la que está muerta! Escarmiento ejemplar de Iberdrola. Es decir, oscuro breve. Bermúdez.— ¡Sí, sí, sí! Torres.— Somos un equipo, agentes, un gran equipo. No han sido en balde las dinámicas del Team Building. Figueroa.— Yo lo intuía desde el principio, comisario. Desde que Bermúdez ha entrado y ha dicho Bárbara…, es que tuve como una intuición. Torres.— Menos mal que no fue mi hijo. ¿Y dónde está mi hijo? ¿Mi hijo sigue en el lugar del crimen? Bermúdez.— Sí, comisario. Torres.— Bermúdez, tráigame a mi hijo. Bermúdez.— Sí, comisario. Torres.— Y usted, Figueroa, acompáñelo y haga una primera valoración de la escena del crimen. Figueroa.— Sí, comisario. El comisario Torres y la oficial Mónaco se quedan a solas. Mónaco.— Ernesto, no te pongas tan nervioso, por favor, tratá de controlarte. Pensá en Huguito. Torres.— ¿Y en quién te crees que estoy pensando, Elsa? Mónaco.— Qué arisco que estás conmigo, Ernesto, qué desagradable. No tenés ni idea de lo que es estar día tras día en mi piel, a tu lado, pero siempre lejos de ti, soportando este trato de subalterna.
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Torres.— Elsa, soy el comisario, tengo que tratarte como corresponde profesionalmente. Mónaco.— ¿Eso es lo que soy para ti, entonces, una simple subalterna, verdad? Eso fui siempre. Torres.— Elsa, por favor, no me vengas con dramas ahora. Vamos a mostrarnos serenos delante de Hugo. Mónaco.— Yo no sé cuánto tiempo más voy a poder seguir fingiendo serenidad y desapego delante de Hugo. Es inhumano este esfuerzo que estoy haciendo, excede los límites del corazón de una madre. Torres.— ¿No decías que el corazón de una madre no tenía límites? Esa era siempre tu cantinela. Mónaco.— Bueno, cambié de canción. Descubrí que todo corazón es capaz de reventar como una fruta madura si se lo oprime demasiado tiempo. Torres.— No es momento de culebrones, Elsa. ¿No te das cuenta de lo que puede pasar si se descubre que hay un cadáver en este inmueble? El cadáver de una profesora de baile en mi comisaría, ¿cómo explico yo eso? Mónaco.— A lo mejor estaba enferma, Ernesto. A lo mejor murió de muerte natural. Torres.— No importa cómo murió, lo que importa es que ella no tenía que estar aquí. Si vienen a hacer una inspección, a mí se me cae el pelo. Mónaco.— ¿De qué me estás hablando, Ernesto? Toda esta historia del subalquiler…, ¿no es una orden que vino de arriba? ¿Me estás insinuando que fue idea tuya? Torres.— Lo hice para salvar esta comisaría.
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Mónaco.— Estás acabado, Ernesto. Tu carrera está acabada. Torres.— Nos tienen ahogados, Elsa. ¿Qué querías que hiciera? Recortes por todas partes. Nuestras jornadas laborales consumidas en los dramas de la economía doméstica. ¿No me vas a apoyar? En este momento tenemos que ser la familia que somos. Mónaco.— ¿Ahora me venís a hablar de familia? Me resigné a seguir trabajando a tu lado, manteniendo toda esta farsa, solo para que me dejaras ver a mi hijo de vez en cuando, y ahora me venís a hablar de familia. No tenés vergüenza, Ernesto. Entra Figueroa con Hugo. Figueroa.— El sospechoso. Hugo.— ¡¿Qué?! Torres.— Hugo, ¿estás bien? Hugo.— ¡No! ¿Cómo voy a estar bien? Yo estaba haciendo de crisálida, mi profesora insinúa que soy gay y luego va y se muere. Después aparece una mujer encantadora, alguien que por fin entiende mi vacío existencial, y cuando estoy a punto de solucionar el problema con mi madre ausente, el cadáver va y desaparece, se esfuma, deja de existir... ¿Por qué desaparece todo en mi vida, papá? ¿Por qué? Torres.— Está en estado de shock. Mónaco.— Vení, sentate acá, Hugo. (Mónaco se sienta frente a Hugo y trata de calmarlo) Vas a ver cómo, poco a poco, todo se pone en su lugar. Hugo.— Pero a mí no me sirve que sea poco a poco, necesito que sea rápido, de golpe. Yo ya no puedo esperar más, llevo toda la vida esperando.
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Figueroa.— Quiero señalar que este chico, por mucho que tome comida macrobiótica, algo que, por otra parte, a mí no me consta, es el principal responsable no solo de la muerte del cadáver, sino también de su desaparición. Hugo.— ¡Que yo no lo toqué! Torres.— ¿Cómo que de su desaparición? ¿De qué está hablando, agente? Figueroa.— Pues eso, comisario. Que el cadáver ha desaparecido, que no está. Torres.— Agente Figueroa, vuelva inmediatamente a la escena del crimen y encuentre ese cadáver. Figueroa.— Y si por mucho que busque no aparece, ¿qué hago, comisario? Lo digo solo por contemplar un plan B. Torres.— Si por mucho que busque no aparece, no se le ocurra volver a entrar por esa puerta sin una explicación absolutamente sólida, creíble y verificada. Figueroa.— Sólida, creíble y verificada. Muy bien, comisario. Torres.— Figueroa, está en juego su supervivencia dentro del cuerpo. Figueroa.— Sí, comisario, aunque no debería hablarle de supervivencia a un moribundo. Sale Figueroa. Torres.— Bueno, ante todo, vamos a calmarnos. Yo no sé ni por dónde empezar. Hugo.— Vamos a empezar por el origen, es decir, por mi origen. La hipnotista dice que soy un niño índigo. ¿Por qué soy un niño índigo? ¿Quién es mi madre?
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Torres.— Hugo, ¿tú has estado tomando algún tipo de sustancia? Hugo.— Si me vas a interrogar, exijo que se respete el protocolo, papá. Exijo saber mis derechos. Torres.— No te estoy interrogando. Te estoy hablando como un padre habla a su hijo. Quiero saber si estás consumiendo drogas. Hugo.— Y yo quiero saber quién es mi madre. ¿No es lo mínimo que un hijo puede exigirle a un padre? Torres.— Algún día vamos a tener ese tipo de conversación, Hugo. Pero este no es el momento. Hugo.— Cualquier momento es bueno para la verdad. Yo ya no puedo más. Necesito saber la verdad. Mónaco.— Tal vez este sí sea un buen momento, comisario. Torres.— Agente Mónaco, le pido encarecidamente que se mantenga al margen de todo esto. Mónaco.— No puedo, comisario. Torres.— Agente Mónaco, por favor. Mónaco.— Comisario, con su permiso o sin su permiso, yo tengo que hablar. Hugo.— ¿Qué pasa, que tú sabes quién es mi madre? Mónaco.— Yo soy tu madre, Hugo. Soy tu madre. Hugo.— Mira, Mónaco, yo te lo agradezco, yo te tengo mucho cariño, siempre has sido una persona importante para mí, pero no te metas, por favor. Esto es una cosa que tenemos que resolver entre mi padre y yo.
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Mónaco.— Hugo, soy tu madre. Hugo.— Mónaco, que pares ya, no es necesario que mientas por él. Papá, por favor, dile que esto no. Torres.— Hugo, la agente Mónaco está diciendo la verdad. Es tu madre. Mónaco.— Dejá de llamarme agente, Ernesto, por favor. Hugo.— ¿Qué me estás diciendo, papá? ¿Me estás diciendo que ella y yo tenemos un vínculo sangriento? Mónaco.— Sanguíneo. Torres.— Sí, sanguíneo. Hugo.— (A su madre) Mira una cosa: te odio, eso que te quede muy claro. (A su padre) Y a ti te odio como tres veces más. (Se levanta furioso dispuesto a salir de la habitación. Su padre y su madre tratan de impedirlo) Torres.— ¡No, Hugo, no te vayas, hijo! Mónaco.— Hugo, por favor. No te conviene moverte de esta habitación porque estás bajo sospecha de asesinato. Aquí estás en un entorno protegido, en cualquier otro lugar corrés peligro. Hugo.— ¿Si fuera un asesino, cómo iba a estar protegido en una comisaría? Torres.— A efectos reales, no estás en una comisaría, estás en el lugar de trabajo de tu padre y de tu madre. Por más que fueras un psicópata, tus padres no te delatarían. Hugo.— ¡Que no soy un psicópata, papá! ¡Y tampoco soy gay! A ver cuándo te va a entrar eso en la cabeza.
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Torres.— Hugo, yo no estaba señalando tu desviación sexual en este momento, estaba hablando de otra cosa. Hugo.— ¡Que no soy gay! ¡Soy índigo, papá, soy índigo! Torres.— ¿Qué es índigo? ¿Transexual? Hugo.— Mira, papá, tú y yo vivimos en realidades paralelas, realidades que no se tocan, no tenemos nada que ver. Es como si ni siquiera fuéramos de la misma especie. Torres.— (A Mónaco) ¿Te das cuenta de las cosas espantosas que me está diciendo mi propio hijo? No me considera ni siquiera un animal de su categoría. Mónaco.— Dejame a mí, Ernesto. Dejame tratar de hablar con él. Hugo, hay edades en que es habitual sentirse atraído por personas del mismo sexo. Yo misma, cuando era jovencita… Hugo.— Yo necesito constelar. Mónaco.— ¿Y qué es constelar? Hugo.— Es una cosa que me ha enseñado la hipnotista. Necesito hacer una constelación, nuestra constelación. Mónaco.— ¿Una constelación qué es exactamente, Ernesto? A ti que te gusta tanto la astronomía… Torres.— Son estrellas que conviven, Elsa, que forman dibujos. Como cáncer, hidra, las dracónidas, las hespérides. Es eso, ¿verdad, hijo? ¿Quieres que dibujemos juntos las perseidas? Hugo.— No, constelar en la hipnosis no es dibujar constelaciones, papá, es otra cosa. Tú haz lo que yo diga. De momento, ponte aquí y ahora te digo más. (Coloca a su padre en el sillón de su escritorio de espaldas, posición que él siempre adopta en los momentos de cri-
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sis) Y tú, Mónaco, ponte aquí. Y ahora me coloco yo, con relación a vosotros dos. Aquí. (Se pone debajo de la mesa) Yo soy el constelador y el constelante en este caso, porque faltaría una persona. Así que yo constelo, pero a la vez hago las preguntas. Es muy difícil la doble tarea que estoy asumiendo, pero como soy índigo, lo puedo hacer. Tengo un conocimiento innato de todo esto. Papá…, ¿tú cómo estás? ¿Qué sientes? Torres.— Siento que doy la espalda a lo que más me importa. No me atrevo a mirar, no soy capaz de darle la vuelta a esta silla. Hugo.— ¿Y tú qué sientes…, mamá? Momento de intensa emoción. Mónaco.— Siento que llevo todos estos años deseando oír esa palabra, deseando que llegara el momento de recobrar a mi hijo. Y siento que necesito que tu padre me mire, que nos mire. Hugo.— Papá, míranos. Torres.— No puedo, hijo, no puedo. Hugo.— Papá, por favor. (El comisario se gira lentamente hacia ellos y los mira. Los tres están profundamente conmovidos) Yo esto que siento no lo puedo expresar con palabras, yo esto lo tengo que expresar con el cuerpo. Yo soy índigo. Hugo baila para expresar el torrente de emociones que lo inundan. En algún momento, el comisario se levanta y se une a él. Torres.— Hijo, perdóname. (Se abrazan. Luego, el comisario tiende la mano a la agente Mónaco) Elsa, te perdono. Mónaco.— Gracias. El comisario baila también, o más bien hace algo parecido a bailar si entendemos bailar en sentido muy amplio. Finalmente, los tres
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encuentran la manera de estar de nuevo juntos, o tal vez juntos por primera vez. En ese momento, entra Figueroa. Figueroa.— ¡Apártense los dos del comisario! Comisario, ¿está bien? Torres.— Baje el arma, oficial, por favor. ¿No ve que estamos en un momento íntimo? Figueroa.— Mónaco, ¿cómo abraza así al comisario y a mí no? A mí, nunca. ¿No era que usted tenía problemas para tocar a la gente? Me debe una explicación. Mónaco.— Somos una familia. Torres.— Sí, agente Figueroa, somos una familia. Figueroa.— ¿Se da cuenta de que yo voy a morir sin saber lo que es eso y me lo está restregando en la cara? Torres.— No se sienta excluido, Figueroa, venga, acérquese. Mónaco.— Bueno, excluido está…, de la familia no es. Hugo.— Yo tengo mucho amor para dar, mamá, no te preocupes. Yo soy índigo, mi capacidad para amar es ilimitada. Hugo y Figueroa se abrazan, con resultados algo turbadores. Torres.— No perdamos del todo la compostura, por favor. Sigo siendo el comisario, aunque ahora sea un padre de familia también. Figueroa, usted tiene que darme un informe. Figueroa.— Sintetizo. Por un lado, se ve que hay un señor que lleva días paseándose por la comisaría sin que nadie pueda verlo, y, por otro lado, el cadáver ha atravesado un umbral espacio-temporal y ya no pertenece a este mundo ni puede interferir en él. Es muy
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probable que hayamos entrado en un agujero de gusano. ¿Usted ha leído a Einstein? Torres.— ¿Pero usted ha verificado todo esto que me está diciendo, agente? ¿Hizo algún tipo de comprobación empírica o solo está aventurando una hipótesis al vuelo? Figueroa.— Está comprobadísimo, comisario. El inspector Bermúdez y yo procedimos con estricto rigor científico. Torres.— ¿Y cómo transmito yo esta información a mis superiores sin que parezca que nosotros tenemos la culpa de todo? Figueroa.— Comisario, usted no tiene ninguna información que transmitir, porque, si no hay cadáver, no hay crimen. Míreselo de esta manera. Usted quería salir ileso de todo esto, ¿y qué pasa? Torres, Mónaco y Hugo.— ¿Qué pasa? Figueroa.— Pasa que el universo conspira para que nuestros deseos se cumplan. ¿Se da cuenta, comisario? Torres.— Me doy cuenta, sí. Suena “Carne viva”, de Mina.
Carne que baila Habitación vacía, antes del comienzo de una clase de danza contemporánea. Entra Bárbara, la profesora. Es italiana y chapurrea una mezcla de italiano y español. También podría ser una extranjera de un país remoto que, por alguna razón, sabe más italiano que español y chapurrea una mezcolanza de las dos cosas. Está atravesada por una pena amorosa hondísima. Se desprende de sus cosas como puede y se dispone a prepararse para la clase. Coge un CD de entre los materiales, pulcramente ordenados en algún mueble. La carátula reza “Mi cuerpo y yo”, pero cuando suena el CD no es otro que “Le venti canzoni d’amore piu deprimenti”. Bárbara.— No, no, basta! Non ce la faccio più. Non ce la faccio più. Busca el otro CD. Por fin, se resigna a que no está y se deja caer en el sillón emocionalmente exhausta. Escucha la canción que está sonando. Es una con ella. Antes de que termine, llegan a la clase Hugo y Mía. Bárbara.— ¿Qualcuno si é portato un CD a casa per casualità? ¿Per casualità o apposta? Hugo.— No, yo no. Mía.— No, yo tampoco. Bárbara.— ¿Sei sicuro di no?
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Hugo.— Seguro que no. ¿Ya empezamos con las acusaciones? Bárbara.— Non è un’accusa, ma il CD è sparito. Non è qui, e se non è qui, qualcuno lo avrà preso forse. ¿È vero o non è vero? Mía.— ¿Qué CD era? Bárbara.— Mi cuerpo y yo. Lo conoscete perfettamente. Mía.— Pero si está ahí. Hugo.— Está ahí. Bárbara.— Qui non c’è. Aquí no está. Aquí está la caja. Ma dentro ci sono Le venti canzoni d’amore piu deprimenti, e non Mi cuerpo y yo. ¿Mi capisci? Hugo.— Capisci, sí. Pero nosotros no tenemos nada que ver. Ya estoy harto de esta actitud fiscalizante. Yo vengo aquí a hacer una clase, yo no vengo aquí a que me acusen, por mucho que esto sea una comisaría. Mía.— A ver, esto no es una comisaría. Esto es una clase de baile. Hugo.— ¿Estamos o no estamos en una comisaría? Mía.— Bueno, es un espacio subalquilado en una comisaría, pero eso a nosotros no nos tiene por qué afectar. Hugo.— Pues nos afecta. Todo el tiempo nos afecta, porque todo se pega. ¿O de dónde te crees que sale esa actitud fiscalizante? ¿Esos interrogatorios continuos a los que nos somete? Bárbara.— ¿Che interrogatorio? ¿Di che cosa mi stai parlando? ¿Cosa vuoi dire? Hugo.— ¿Qué siente tu rodilla? ¿Qué siente tu cadera en este momento? ¿Qué te dice tu respiración? ¿Quién respira realmente?
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Bárbara.— Ma questo è la classe. C’è una tecnica. Mía.— Claro, Hugo, eso es parte de la clase. Eso no es un interrogatorio. Hugo.— ¿Ah, no? Entonces, ¿qué son esas preguntas? ¿Preguntas retóricas? Pues me repatean las preguntas retóricas. Me voy a cambiar. A este vestuario que tampoco es un vestuario, porque también es parte de una comisaría. ¿Qué dijo que era el Bermúdez ese? ¿Cómo lo llamó? Mía.— Un calabozo temporal. Hugo.— Eso. Un calabozo temporal. Me estoy cambiando en un calabozo temporal. Yo no sé por qué aguanto esto. (Entra al calabozo a cambiarse) Bárbara.— Hugo, dijimos che qui nessuno sarà arrestato mentre siamo in classe. Hugo.— (Desde dentro) ¡No, solo faltaría! Yo en pelotas delante de un traficante degenerado o vete a saber tú quién. Mía.— (A Bárbara) Ahí donde lo ves es pura dulzura por dentro. Y esto no es nada personal contigo, está pasando un mal momento. Hugo.— (Se asoma desde el vestuario) Te he oído, Mía. Te pido un mínimo de discreción con mis cosas, por favor. Un mínimo de discreción. Bárbara.— Anch’io estoy pasando un mal momento. Giuro che quello che desidero di più in questo momento sarebbe morire e scomparire… Deseo morir y desaparecer. Mía.— ¿Estás segura? Ten cuidado, Bárbara. Mira que el universo conspira para que nuestros deseos se cumplan. Bárbara.— Pues ojalá me escuche el universo. Che mi ascolti, che l’universo mi ascolti.
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Mía.— (A Hugo, que ya salió del vestuario) Vamos a llevarnos bien, ¿verdad, Hugo? Bárbara necesita todo nuestro apoyo en este momento, ¿lo estás viendo? Hugo.— Lo estoy viendo, sí, sí. Lo veo. Mía.— Me cambio en un plis y le vamos a poner todos la mejor energía a la clase. (Entra al calabozo) Hugo.— Perdón, Bárbara, por lo de antes. Es que me ponen de muy mal humor las acusaciones. Es un tema con los abusos de poder que arrastro desde niño. Bárbara.— Cominciamo con la classe perché l’ispettore Bermúdez arriva tardi, come sempre. Voy a leer frases de bailarines famosos y voglio que vosotros facciate con il corpo quello que dicen las frases, ¿sí? La primera: “Quitar la ropa apretada que habita sobre la piel”. Mía y Hugo comienzan a “plasmar” la frase con el cuerpo. De pronto, Mía tiene un arrebato y le arranca la camiseta a Hugo. Hugo.— ¿Pero qué coño haces? Que es una metáfora. Bárbara.— C’è una metáfora, Mía, non è letterale. Abbiamo un problema a rispettare i limiti dei compagni, lo sappiamo… Abbiamo parlato molto di questo tema. Mía.— Sí, perdón, perdón, perdón. (Acosa a Hugo para que lo perdone) Hugo.— ¡Que sí, que te perdono, pero déjame! Bárbara.— Seconda frase, per favore. “¡No! No puedo explicar lo que es la danza. Si pudiera explicar lo que es la danza, no habría ninguna razón para bailar”. Entra el inspector Bermúdez en mitad del ejercicio.
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Hugo.— Esto no se puede hacer con el cuerpo. Es un contrasentido. No me gusta este juego. Bermúdez.— Yo aprovecho un momentito para apagar la calefacción, que me dieron la orden. Hugo.— ¿Cómo que te dieron la orden de apagar la calefacción? ¿Quién te dio la orden? Bermúdez.— El comisario. Pero no es nada personal. Hugo.— ¿Cómo no va a ser nada personal? ¡Si es mi padre! Bárbara.— Qui tutto c’è cosí impersonale che fa schifo, veramente. Bermúdez.— ¿Y a esta qué le pasa? Hugo.— Todo le pasa. A esta le pasa todo. Mía.— No…, que le robaron un CD. Bermúdez.— ¿Hubo un robo? ¿Aquí hubo un hurto? Esas cosas tienen que decírmelas. Hugo.— Ya estamos con las acusaciones de nuevo. No nos consta que haya habido ningún hurto, oficial. Bermúdez.— Yo no soy oficial. Mía.— Comisario. Bermúdez.— Inspector. Hugo.— Inspector. Se le perdió un CD, estará extraviado, estará en su casa, no hay misterio por resolver, no hay tragedia. ¿Empezamos la clase, por favor? Son y cuarto ya. Yo pago una hora de clase.
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Bermúdez.— Apagamos la calefacción y empezamos, sí. Hugo.— ¡No apagamos nada más! Ya estamos bailando casi a oscuras, con esa consigna pseudoecológica de optimizar la luz natural. ¡Un poco de respeto, por favor! Estamos pagando por un espacio. Bárbara.— Eso, stiamo pagando un alquiler. Bermúdez.— Bajo. Bárbara.— ¿Cómo? Bermúdez.— Que se está cobrando un alquiler muy bajo, no pueden venir con tantas exigencias. Las restricciones son para todos. Bueno, por hoy no voy a apagar la calefacción, pero solo por hoy. Y que no se entere el comisario. Mía lo besa, con efusividad un poco excesiva. Bárbara.— Limiti, Mía. I limiti! Hugo.— A ver, Bárbara, yo mañana tengo un casting para un musical. He preparado un número con Mía y te lo queremos enseñar. Mía.— Sí, te lo queremos enseñar. Bárbara.— Sí, fabuloso. Voglio vederlo. Bermúdez.— Bárbara, yo entonces aprovecho un minutito…, que me quedó una gestión pendiente por resolver… Hugo.— ¿No te quedas a ver el casting? Bermúdez.— Enseguida vuelvo. Enseguida me incorporo. (Sale) Hugo.— ¿Y a este qué le pasa? Bárbara.— L’amore, come sempre. ¿Y para qué musical c’è la prova?
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Hugo.— No, no te lo puedo decir. Decirlo trae mala suerte. Hugo pone la música y él y Mía se preparan para hacer la prueba. Bárbara.— Ah, Titanic, che bello. Che emozione! Hugo.— ¡Que no lo digas, que trae mala suerte anticiparse a la felicidad! Bárbara.— Tutto mi riesce male. Hugo y Mía despliegan su coreografía, que es sensacional. Bárbara.— Fabuloso, chicos. Bravo! Sono molto orgogliosa di voi. Os felicito. (Ha vuelto a entrar el inspector Bermúdez) Allora cominciamo con la classe. Prima il lavoro con los animales, come sempre. Importante ricordare que non si tratta de imitare el animal, si tratta di trasformarsi en el animale. Los tres empiezan a convertirse en distintos animales. Muy bien, Hugo, ¿qué animal eres? Hugo.— Un avestruz. (A Mía) ¿Cómo se dice avestruz en italiano? Mía.— Avestruche. Bárbara.— Muy bien, molto bene, ragazzi. Bermúdez.— (Ante la invasión aérea de Mía, que hace de ave) Estamos en distinto hábitat, yo estoy en las profundidades marinas. No compartimos espacio vital, esta invasión es insostenible. Bárbara, ella no entiende el ejercicio. Bárbara.— Bene, chicos, molto bene. Cambiamo animale. Un altro animale. Mía se convierte en una fiera; Bermúdez, en una gacela, y Hugo, en una crisálida.
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(A Hugo, que se ha envuelto en una manta y se arrastra por el suelo) Molto bene, Hugo, ¿qué animal é quello? Hugo.— Es una crisálida. Bárbara.— Una crisalide, me encanta, mi piace molto. Lascia uscire la mariposa, sin miedo, deja salir la mariposa. Hugo.— Que no, que soy un capullo, que quiero hacer el capullo, no la mariposa. Bárbara.— Ma il destino del capolino es la mariposa, tú lo sai, tienes que accettare la trasformazione. Hugo.— ¡Que no soy gay! ¡Que me guste bailar no quiere decir que sea gay! Bárbara.— Apriti al tuo desiderio, Hugo, apriti. El universo sta macchinando para que i nostri desideri se cumplan. Mientras ha tenido lugar este diálogo, Mía, que hacía de león, se hallaba literalmente devorando a Bermúdez, que, por supuesto, se resistía. De pronto, hay un apagón de luz y todo queda a oscuras. Se oyen gritos en la oscuridad. Bermúdez.—¡Se acabó, Mía, se acabó el ejercicio! ¡Soltame, Mía! Hugo.— ¡Papá, la luz! ¡Papá! Bermúdez.— ¡No es tu papá, es Iberdrola, que nos tiene amenazados porque debemos una factura! Son cortes de unos minutos. Escarmiento no sé cuánto les llaman… Vuelve la luz. Bárbara está tendida en el suelo. Hugo.— ¿Y a esta qué le pasa?
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Mía.— ¡Bárbara! Habrá tenido una bajada de tensión, seguro. (Bermúdez corre a atender a Bárbara mientras Mía le levanta los pies) Hugo, ve a avisar a tu padre, que te dé un poco de azúcar. Bermúdez.— No vayas, está muerta. Hugo.— ¿Qué? Mía.— ¿Muerta? ¿Está muerta? ¡Muerta…, qué asco, qué asco! (Le suelta los pies y trata de limpiarse las manos desesperadamente con la ropa. Tiene un ataque de histeria y sale corriendo) Hugo.— ¡Ay, no, no quiero verla! ¡No quiero mirar! ¡Por favor, tápala, tápala! Bermúdez.— ¿Qué es lo que no querés ver? ¿No querés ver lo que hiciste? Hugo.— ¿Yo qué hice? ¡Yo no hice nada! Yo era una crisálida, estaba casi imposibilitado de movimiento. Bermúdez.— Porque sos el hijo del comisario, que si no te agarro a trompadas aquí mismo. Hugo.— ¿Se lo vas a contar a mi padre? Bermúdez.— ¿A vos qué te parece? Hugo.— Pero si no hay nada que contar, si éramos animales. Yo no he hecho nada. Bermúdez.— Yo no voy a acusar a nadie, yo simplemente voy a repasar los hechos. Y vos vas a ayudarme. Había un total de cuatro personas en la habitación. Este es un hecho, ¿sí o no? Hugo.— Sí, había cuatro personas en la habitación.
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Bermúdez.— Una de esas personas era Mía y estaba encima mío. Este es un hecho, ¿sí o no? Hugo.— ¡Y yo qué sé! Si yo estaba a mi rollo haciendo de crisálida, con los ojos tapados. Yo qué sé dónde estaba Mía. Bermúdez.— Basta, con la historia de la crisálida. Mía estaba encima mío… Hugo.— Se dice encima de mí. Bermúdez.— No me importa cómo se diga y no me importa lo que tú sepas o no sepas, lo que me importa es lo que yo sé. Y yo sé que Mía no es la asesina porque me estaba perforando la yugular a mí en ese momento. Si Mía no la mató y yo tampoco, solo quedás vos. Hugo.— Pero es que a lo mejor no la mató nadie, a lo mejor se murió ella sola. Bermúdez.— A su edad una mujer no se muere sola. Hugo.— A lo mejor se murió sola de estar sola, de estar tan sola. Ella se quería morir, era su deseo. Y el universo conspira para que nuestros deseos se cumplan. En algún momento de este diálogo entra Mario Caballero, a quien, en virtud de las artes de Elvira, nadie puede ver. Bermúdez.— ¿De dónde sacaste esa frase? La oigo en todas partes, últimamente. ¿Qué es? ¿Una epidemia? Hugo.— Me parece que es de Paulo Coelho, y no sé si de alguien más también. Bermúdez.— Paulo Coelho…, mirá el nivel de tus lecturas… Qué vergüenza.
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Hugo.— ¿Vergüenza por qué? A mí el libro de Verónica decide morir me salvó la vida. Bermúdez.— Más vale saber morir con dignidad que salvarse a costa de lecturas como Paulo Coelho. Hugo.— Pues no estoy de acuerdo. Lo que hace bien está del lado del bien y es bueno. He leído a Paulo Coelho y volvería a leerlo si tuviera que salvar mi vida otra vez. Bermúdez.— Tu vida está acabada. ¿Qué se puede esperar de alguien que ya a tu edad ha perpetrado lecturas tan vergonzosas? Hugo.— A ver…, ¿y tú qué lees? Bermúdez.— Yo leo novela negra escandinava, tengo un criterio. Leo a Henning Mankell, a Stieg Larsson, ¿no te suenan? Y leo los clásicos: Edgard Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Stephen King. Hugo.— ¿Pero qué lees para afrontar la angustia existencial? ¿Qué lees cuando necesitas ayuda? Bermúdez.— La novela policíaca te enseña a usar la razón, entrena tu capacidad de observación, agudiza tu intuición. Yo no necesito más, yo con eso estoy preparado para enfrentarme al mundo. Entra Elvira. Bermúdez, pese a estar preparado para enfrentarse al mundo gracias a la novela negra escandinava, se desploma emocionalmente, como ocurre cada vez que la ve. Bermúdez.— ¿Vos qué hacés acá? No me mires. No me hipnotices. Elvira.— No te miro. No te hipnotizo. Me enteré de la cosa tan espantosa que le pasó a esta chica y vine a devolverle un CD que le pedí prestado.
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Bermúdez.— No podés traer elementos nuevos al escenario del crimen. ¿No ves que me complicás el trabajo? Me tergiversás la investigación. Hugo.— Inspector… Bárbara al principio de la clase estaba muy afligida porque no encontraba un CD. Creía que alguien se lo había robado. A lo mejor se mató por eso. Ella parecía una de esas personas capaz de matarse por algo muy pequeño. Estaba muy afectada por lo del CD. Mientras hablan, Elvira se dirige con cautela a Mario, que ha entrado al aula de baile en estado de trance y que no puede ser visto por nadie más que por Elvira, que hipnotizó a los demás para que no lo vieran. Elvira.— Vas a volver al laboratorio de hipnosis y le vas a hacer caso en todo a Mía. (Mario la obedece y se va) Bermúdez.— Yo ya sabía que vos tenías que tener algo que ver en todo esto. ¿Le robaste un CD? Elvira.— ¿Cómo le voy a robar? Le pedí prestado un CD y me prestó otro. Me prestó uno ridículo, como para párvulos. Yo lo que quería eran Le venti canzoni d’amore piu deprimenti, porque tengo el corazón roto por tu culpa, Bermúdez, y no puedo escuchar más que basura romántica. Bermúdez.— No me hables de corazones rotos. ¿Cómo está el tuyo? ¿Partido en dos? Elvira.— Sí, partido en dos. Bermúdez.— Bueno, el mío está hecho añicos. No se puede recomponer, no fue un corte limpio. Así que no me hables de corazones rotos, porque te gano en pedazos. ¡Andate! ¡No, no te vayas! Quedate acá vigilando al hijo del comisario. Que no se le ocurra salir de este cuarto.
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Bermúdez se va. Quedan Hugo, Elvira y la muerta. Elvira.— ¿Tú eres el hijo del comisario? Hugo.— Sí, y tú la argentina que hipnotiza, ¿verdad? Elvira.— Sí. No te parecés en nada al comisario. ¿Quién es tu mamá? Hugo.— Mira, no lo sé, nunca lo supe muy bien. Elvira.— ¿Cómo no lo vas a saber? Con un padre eso es corriente, pero ¿con una madre…? Hugo.— Es que yo soy a la inversa. Yo crecí solo con mi padre. Algunas mujeres se apiadaban de nosotros, pero nunca tanto como para adoptarnos. Y él no ha querido desvelar la verdad sobre mi madre nunca. Con el tiempo ya me acostumbré. Elvira.— Ay…, qué especial todo esto. A ver…, mirame, mirame bien… Sí, ya me pareció al entrar, noté una vibración muy particular. Vos sos un niño índigo. Hugo.— ¿Un niño índigo? ¿Y qué es eso? Elvira.— Tenés el aura de un tono azulado. Por derecho de nacimiento te corresponde un estado superior de conciencia, un estado superior de la evolución humana. Hugo.— Entonces, ¿es por eso que nadie me entiende? Elvira.— Claro, mi amor, vos tenés que haber sufrido mucho en este mundo tan poco azul. Hugo.— Sí, mucho, yo he sufrido mucho. Yo estoy vivo de milagro. Elvira.— Sí, ya sé, ya sé, puedo imaginar tu vía crucis. Pero, explicame una cosa…, ¿qué estaban haciendo en la clase justo antes de que ocurriera este siniestro? ¿Bermúdez dónde estaba?
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Hugo.— Yo no vi nada. Yo estaba cubierto con esa tela sedosa. Yo era una crisálida, una crisálida bastante bien hecha, por cierto. Elvira.— Una crisálida, qué ternura. Hugo.— Yo no soy gay, te aviso. Que me guste bailar no quiere decir que sea gay. Elvira.— No, ya sé que vos no tenés una sexualidad tan simple. Lo que vos necesitás es constelar. ¿Querés que te enseñe a hacer constelaciones familiares? Es una manera de entrar en conexión con tu mamá y con tu papá. Hugo.— Pero si yo no tengo mamá. Elvira.— ¿Ves cuánto estás necesitando constelar? ¿Te enseño cómo se hace? Hugo.— Bueno, sí, porque el saber no ocupa lugar. Elvira.— Vamos a usar a esta chica. Hugo.— ¿Cómo a esta chica? ¿A la muerta? Elvira.— Claro, tu madre es una madre ausente. ¿Qué mejor energía que la de una muerta para representarla? Hugo.— ¿Estás segura? ¿Esto no traerá consecuencias desagradables a nivel paranormal? Elvira.— La distinción entre lo normal y lo paranormal es solo un hábito corrupto de la mente. No te distraigas más. Tenés que colocar a tu papá y a tu mamá en algún lugar del espacio, en la posición que vos quieras. (Señalando a la muerta) Esa es tu madre. Si querés moverla, yo te ayudo. Hugo.— No, yo no la muevo ni loco.
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Elvira.— Bueno, colocame a mí, que voy a hacer de tu papá, en relación con ella, que es tu mamá. Muy bien. Y ahora te colocás vos mismo en relación con los dos. Abrite a lo que sentís. Se va de nuevo la luz. Hugo.— ¡Ah!, ¿qué es esto? ¿Qué ha pasado? Elvira, ¿dónde estás? Elvira.— Tranquilo, estoy acá, dame la mano. Son los cortes de Iberdrola. Hugo.— Nunca ha habido más de un corte de luz diario, y estamos a oscuras con una muerta. Esto no me gusta nada. Yo tengo una relación muy difícil con la enfermedad y con la muerte. Elvira.— Claro, por tu alma índiga. Vuelve la luz. Hugo.— Elvira, ¿dónde está? Elvira.— ¿El qué? Hugo.— Bárbara. Estaba ahí, ahí, y ya no está. ¡No está! Los dos están encogidos en un sillón, aterrorizados. Elvira.— ¿Dónde…? Tiene que estar. ¿Qué hay ahí, detrás de esa cortina? Hugo.— Un calabozo temporal. Elvira.— Yo ahí no entro. Hugo.— ¡No entres, no! Que entre mi padre. Elvira.— Sí, mejor que entre él.
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Entran el inspector Bermúdez y el oficial Figueroa. Elvira y Hugo se dan un susto de muerte cuando se abre la puerta. Figueroa.— A ver, ¿aquí qué pasa? ¿A qué obedece este comportamiento histérico en el escenario del crimen? Elvira.— A que no sabemos dónde está el crimen. Hugo.— Desapareció el cadáver. Acaba de desaparecer el cadáver, inspector. Bermúdez.— ¿Dónde está el cadáver, Elvira? No me mires, no me hipnotices. Elvira.— No te miro, no te hipnotizo. No sé qué pasó. Estábamos constelando. A lo mejor el cadáver desapareció porque adoptó la energía de la mamá de Hugo, que es una madre ausente. Bermúdez.— Elvira, yo soy un hombre racional, ¿qué me estás contando? ¿Qué hiciste con ese cadáver? (A Figueroa, que entró al vestuario) ¿Algún indicio ahí dentro, oficial Figueroa? Figueroa.— Ninguno, inspector. Aquí no hay el menor rastro de un cadáver. Bermúdez.— Ah, ya sé lo que hiciste…, nos hipnotizaste para que no podamos ver el cadáver. (A Figueroa) Ella hace esas cosas. Elvira.— ¿A distancia? ¿Cómo los voy a hipnotizar sin ni siquiera verlos? Seguiría en el circo Price si pudiera hacer eso. Bermúdez.— No me mires, no me hipnotices. (La sujeta) Ponete acá, así, mirando para allá. Elvira.— No me pegue, inspector, por favor. Estoy dispuesta a colaborar con todo lo que sé, pero hay misterios que exceden al alma humana.
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Bermúdez.— Vos no tenés alma, qué me venís a hablar de alma si no tenés alma. Hugo.— No le pongas la mano encima. Mira que soy un niño índigo y puedo contigo. Figueroa.— Inspector Bermúdez, con todos mis respetos, yo creo que debería relajarse a fin de adoptar una actitud más profesional. Le veo muy exaltado. Bermúdez.— No me diga lo que tengo que hacer, oficial. Llévese a este niño oligofrénico de aquí, llévelo con su padre. Y aclárele que él y esta mujer son los principales sospechosos. Hugo.— ¡Yo no he hecho nada! Elvira.— ¡Yo ni siquiera estaba aquí! Figueroa se lleva a Hugo. Quedan solos Elvira y el inspector Bermúdez. Ya sé que yo siempre te estoy complicando la existencia, Gustavo. Pero te juro que esta vez no hice nada. Yo no tengo nada que ver con este crimen. Bermúdez.— ¡No me mires! Que ni se te pase por la cabeza hipnotizarme. ¿Y con la desaparición del cadáver me vas a decir que tampoco tenés nada que ver? Elvira.— ¡No, tampoco! Yo estaba tratando de ayudar a ese chico. Con la mejor de las intenciones. Bermúdez.— Tus mejores intenciones me aterran, Elvira. Sentate acá. De espaldas, así, espalda contra espalda. (Se sientan en el suelo, espalda contra espalda) Quedate callada. Voy a interrogarte. Abrí la boca solo cuando yo te pregunte y para contestar a lo que yo te pregunte, ¿estamos?
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Elvira.— ¿De espaldas, me vas a interrogar? ¿Estás seguro de que es legal esto? Bermúdez.— No me importa si es legal o no es legal. En circunstancias extremas, se requieren medidas extremas. Te voy a interrogar así porque es el único modo seguro contigo. Elvira.— Te echo de menos. Te echo tanto de menos. Bermúdez.— ¡Te dije que no abras la boca, Elvira! Elvira.— Hacía tanto que no decías mi nombre. Y hoy lo dijiste cuatro veces. Bermúdez.— Dos, lo dije. Y lo dije por circunstancias profesionales, que te nombrara no tiene nada que ver con tu nombre. No pongas ilusiones románticas en todo, Elvira. Elvira.— Lo dijiste cuatro veces, y una más en mi consulta, cinco, me acuerdo perfectamente. Bermúdez.— Basta, Elvira. Elvira.— Seis…, siete con la de no pongas ilusiones románticas, que también cuenta. Bermúdez.— ¿Y qué importa? ¿Qué importa que diga tu nombre? Atendé al tono con que te nombro…, ¿no percibís la rabia? Elvira.— Cuando la rabia es tan vehemente, es porque guarda amor escondido. Entra Figueroa. Figueroa.— Señorita, apártese del oficial, por favor. No se permite el contacto físico.
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Elvira.— No, tranquilo, yo estoy bien así. Bermúdez.— (Casi sin voz) Yo, no… Figueroa.— Inspector Bermúdez, el comisario ha ordenado la recuperación del cadáver. Y puesto que yo sospecho que eso va a ser muy difícil, he solicitado un plan B. Bermúdez.— ¿Cómo que un plan B? Figueroa.— Sí, me he anticipado y le he preguntado qué hacer en caso de que la recuperación del cadáver devenga totalmente imposible. Bermúdez.— ¿Y qué dijo? Pasemos al plan B directamente. Figueroa.— Dijo que no volviera a cruzar la puerta del despacho sin una explicación sólida, creíble y verificada. Bermúdez.— ¿Sólida, creíble y verificada? Figueroa.— Sí, el cadáver, inexplicablemente, no está y mi cabeza está ahora mismo tratando de armar una explicación para el comisario. Estoy en ello. Bermúdez.— ¡Dejá de frotarte contra mí! Figueroa.— ¿Cómo dice, inspector? Bermúdez.— A ella le digo, a ella. Elvira.— Yo puedo ayudarlos a armar la explicación. Bermúdez.— Sí, ella es experta en explicar lo inexplicable, eso es cierto. Figueroa.— Muy bien, vayamos por pasos. El primer paso es la constatación del hecho. El hecho es que el cadáver desapareció.
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Elvira.— Exactamente. No sabemos si solo o con la ayuda de alguna energía. Figueroa.— Vamos a abrir dos líneas de investigación basándonos en dos hipótesis diferenciadas. La que podemos llamar A: alguien entra en el momento del apagón y sustrae el cuerpo. Y la que podemos llamar B: por unos instantes, se abre una puerta espaciotemporal a otra dimensión y el cadáver se cuela por ella. Bermúdez.— Comencemos por analizar la hipótesis A. Figueroa.— Alguien entra en el momento del apagón y sustrae el cuerpo. Es a todas luces imposible. Bermúdez.— Efectivamente. ¿Cómo iba a entrar alguien a la comisaría sin que lo viéramos entrar? No ha pasado nunca, no va a pasar ahora. Figueroa.— ¿Y cómo iba a salir sin que lo viéramos salir? Bermúdez.— Y además cargando con un muerto… La hipótesis A queda descartada mediante el método de reducción al absurdo. Figueroa.— Eso es. Vamos a centrarnos en la hipótesis B. Sergio Bertolucci, que es el científico que dirige la comisión que ha construido el gran acelerador de Hadrones…, ¿sabe, inspector? Bermúdez.— Sí, sí, sé… Figueroa.— Pues Bertolucci dice que el gran acelerador de Hadrones podría abrir por unos instantes una puerta a otra dimensión y que por allí algo de otro universo podría entrar a nuestro mundo. Elvira.— Pero si esas cosas pasan todo el tiempo, para eso no se necesita ningún acelerador de Hadrones. Figueroa.— No nos distraiga, señorita. Estamos examinando las cosas desde un punto de vista científicamente riguroso. Tenemos
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que dar una explicación sólida, creíble y verificada al comisario. No nos sirve cualquier superstición. Bermúdez.— Aquí no sirven tus esoterismos. Es física cuántica lo que necesitamos. Figueroa.— A lo que yo apunto es a lo siguiente: si a través de esa puerta a otra dimensión algo puede entrar en nuestro mundo, ¿por qué no podría salir algo también? Bermúdez.— ¿Querés decir que el cadáver pudo pasar a otra dimensión? Figueroa.— Exactamente. Elvira.— Perdón, yo solo quiero ayudar un poco. ¿Ustedes creen que esa explicación le va a parecer verificada al comisario? Figueroa.— Si la argumentamos bien, sí. Yo tengo algunos libros que explican bien esto. Y hay vídeos en YouTube. Elvira.— Yo quiero decirles algo. Bermúdez.— Vamos a escucharla, que ella sabe de estas cosas. Elvira.— Hace un par de semanas que anda circulando una persona aquí adentro, sin que ustedes la vean. Figueroa.— Claro, como ella ve en tantos planos. Elvira.— No estoy hablando de un fantasma, hablo de un señor que se llama Mario Caballero. Es hipnotista, como yo. Bueno, bastante menos preparado que yo. Bermúdez.— ¿De qué estás hablando, Elvira? Elvira.— En mi contrato de subalquiler hay una cláusula que dice que yo soy la usufructuaria y que no puedo meter a otra persona
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en la consulta. Así que tuve que hipnotizarlos a todos, uno a uno, sin que se dieran cuenta, y darles la orden de que no pudieran ver a Mario Caballero. ¿Se entiende lo que hice? Bermúdez.— Yo entiendo, sí, entiendo perfectamente. Figueroa.— Yo no estoy entendiendo nada. ¿Quién es Mario Caballero? Elvira.— Mario Caballero es un hipnotista al que yo subalquilé mi subalquiler. Bermúdez.— ¿Cómo tenés la cara? Ni siquiera nos pagás y estás cobrando. Elvira.— No desvíes la atención de lo importante. Lo que importa ahora es encontrar una explicación convincente para el comisario, y no me parece que la alternativa de la puerta espacio-temporal sea la mejor opción. Yo les estoy sirviendo la solución en bandeja. Figueroa.— Yo sigo sin entender nada. Elvira.— Acusen a Mario. En este momento está en el laboratorio de hipnosis bajo las órdenes de Mía. Figueroa.— ¿Hay un sospechoso en el laboratorio de hipnosis? Pues lo voy a interrogar. Bermúdez.— No podés interrogarlo, no lo vas a ver. ¿No entendiste nada? Figueroa.— Pues no, la verdad es que no. Elvira.— Yo ahora los hipnotizo a los dos y revierto la orden. Así logro que los dos lo puedan ver, y después ustedes lo llevan ante el comisario.
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Bermúdez.— ¿Pero es culpable o no es culpable ese hombre? Elvira.— Culpable de asesinato seguro que no, pero de otras cosas es probable que sí. Yo los hipnotizo, permito que lo vean y así ustedes lo interrogan. Después deciden si lo acusan o no lo acusan ante el comisario. Pero por lo menos yo estoy proporcionando un chivo expiatorio. Si lo quieren usar o no ya es un problema de su conciencia. Bermúdez.— Bueno, dale, hipnotizanos. (Por primera vez la mira) Pero los cinco segundos justos para darnos la orden de ver a ese tipo. Ni una sola orden más. No se te ocurra hacerme una jugarreta que te conoz… Elvira.— Uno, dos, tres, te dormís. (Bermúdez cae al suelo sumido en un profundo trance hipnótico. Lo mismo ocurre con Figueroa) Uno, dos, tres, te dormís. Están dormidos, profundamente dormidos y bajo mis órdenes. Al despertar, no van a recordar nada de lo ocurrido durante este trance hipnótico. Pero van a saber quién es Mario Caballero y podrán verlo. Encontrarán una explicación convincente para el comisario y tendrán claro que yo no soy culpable. (A Figueroa) Usted, oficial, en cuanto despierte, se va a presentar ante el comisario con una explicación que lo tranquilice. (A Bermúdez) Y vos, Gustavo, cuando te despiertes, me vas a amar, con todo el corazón, el cuerpo y el alma, como yo te amo a vos. Nunca más a vas a ser infeliz a mi lado ni me vas a torturar con tus neurosis. Nunca más vas a dudar de que este hijo que llevo en el vientre es tuyo. Nunca más me vas a rechazar. Nunca más me vas a abandonar. Nuestro amor tendrá la medida perfecta y será del agrado de todos los dioses. Uno, dos, tres…, se despiertan. Figueroa.— (Levantándose) Inspector, creo que ya encontré una explicación sólida, creíble y verificada para el comisario. La tengo…, voy a… Bermúdez.— Andá, sí, andá. Yo me quedo aquí un momentito.
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Sale Figueroa. Se quedan solos Elvira y Bermúdez. Bermúdez.— Elvira… Elvira.— ¿Sí? Bermúdez.— No, que… Yo estaba pensando que, en realidad, es una tontería esto de que no podamos mirarnos. Elvira.— ¿Te parece? Bermúdez.— Sí, mirá, ahora, por ejemplo, nos estamos mirando y no pasa nada malo, ¿verdad? Elvira.— No, Gustavo. No pasa nada malo. Bermúdez.— Me parece que está todo bien entre los dos, ¿no crees? Elvira.— Sí, Gustavo, está todo bien. Bermúdez.— Entonces, mirame, por favor. A partir de ahora, mirame y dejame que te mire. Elvira.— Te miro, sí. Te estoy mirando. Bermúdez.— Además, tenés unos ojos tan especiales… Elvira, yo jamás pude mirar a los ojos a alguien así. Elvira.— Yo tampoco miré nunca así a nadie. Llevo tantos meses necesitando volver a mirarte… Bermúdez.— Yo…, no sé si te va a parecer raro lo que voy a decirte…, pero… ¿y si lo intentamos de nuevo, Elvira? Así como desde cero, como volver a empezar. Elvira.— Desde cero no se puede, Gustavo. Pero podemos intentarlo desde aquí, desde donde estamos ahora. En realidad nunca dejamos de amarnos, solo estuvimos un poco ciegos.
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Bermúdez.— Sí, yo estaba ciego, sí. Pero ahora recuperé la vista. Y desde acá donde estamos me parece muy bien, me parece perfecto. ¿Lo intentamos de nuevo, entonces? ¿Los tres? Elvira.— Sí, Gustavo. Los tres. Bermúdez.— Elvira…, ¿te das cuenta? Elvira.— ¿De qué, Gustavo? Bermúdez.— El universo conspira para que nuestros deseos se cumplan. Elvira.— Me doy cuenta, sí. Suena “Carne viva”. Gustavo y Elvira se unen para siempre.
Carne sensible Habitación de hipnosis vacía. Entra Elvira, hipnotista argentina, con una bolsa de plástico sobre la cabeza, empapada por la lluvia. Se quita la gabardina y acomoda sus cosas en el espacio. Saca una hucha de alguna parte y cuenta sus ahorros, que parecen decepcionarla. De pronto, entra Mario. Mario.— Hola, Elvira. Elvira.— Hola, Mario, pasá, pasá. Bienvenido, ¿venís a pagarme? No te hubieras molestado, con esta lluvia. Mario.— Pero si ya te pagué la semana pasada, Elvira. Elvira.— Sí, claro, me pagaste mayo. Pero ¿sabés qué pasa…? Yo estuve pensando y me di cuenta de que hice un mal trato con vos. Yo pensé en facilitarte las cosas a vos y actué egoístamente conmigo. Yo a vos te tenía que haber cobrado por trimestre. Estuve mal al no hacerlo, estuve mal conmigo, así que me pido disculpas y te propongo que lo arreglemos cuanto antes, así nos quedamos los dos tranquilos. ¿Se entiende el planteamiento? Mario.— No sé si acabo de entenderlo, no. Elvira.— Yo te propongo que ahora me adelantes junio, y así ya quedamos en paz. Julio no. Julio no te lo cobro hasta finales de mayo. Cedemos los dos de esta manera.
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Mario.— Elvira, yo te voy a pagar una vez al mes. La primera semana de mes te pago el mes en curso, eso fue lo que acordamos y es lo lógico y es lo justo. A mí los clientes no me pagan por trimestre. Elvira.— ¡A mí tampoco! Mirá cómo estoy, contando las monedas. Todavía no pude pagarle a esta gente. Son policías. No se anda con bromas esta gente. Son peligrosos, van armados. Mario.— Elvira, si te parece, discutimos todo esto en otro momento. Yo tengo un cliente dentro de un rato y necesito prepararme. Elvira.— ¿Cómo que un cliente? Hoy no te toca, Mario, hoy tengo yo la consulta. Mario.— Los viernes por la tarde me toca a mí, Elvira. Tuvimos exactamente la misma discusión el viernes pasado. Elvira.— Claro, porque los viernes no te toca. Cada viernes que vengas vas a tener la misma discusión conmigo, no seas tan terco. No te confundas más y se acabó el drama. Mario.— Me parece que el drama está muy lejos de acabarse, Elvira. Yo, francamente, estoy muy decepcionado con esta situación. Yo estoy pagando un alquiler, tengo derecho a exigir ciertas condiciones. Elvira.— No, Mario, no, te estás equivocando. Vos no estás pagando un alquiler. Vos pagás un subalquiler de otro subalquiler. No tiene ni nombre lo que vos pagás. Y lo que no puede ni nombrarse tiene una categoría existencial por lo menos dudosa. Mario.— ¿Una categoría existencial? Elvira…, ¿qué me estás diciendo? Suena el teléfono de Elvira. Elvira.— Me entra una llamada, Mario. Tenés que irte.
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Mario.— Yo no me voy a ninguna parte. Elvira.— Es un cliente, lo tengo que hipnotizar, no te vas a quedar ahí escuchando mientras lo hipnotizo. Sería obsceno. Mario.— ¿Por teléfono lo vas a hipnotizar? Elvira.— Sí, por teléfono, telehipnosis. No me digas que no hiciste nunca telehipnosis… ¿Tan atrasado estás, Mario? (Atiende el teléfono) Hola, Mariana, ¿cómo estás? (…) Mariona, perdón, disculpá, son tan parecidos. Es tu primera sesión de telehipnosis, ¿verdad, Mariona? (…) Bueno, entonces voy a recordarte el procedimiento. ¿Estás sentada en un lugar armónico? (…) Bien. Te pedí que en el curso de la semana pensaras obsesivamente durante diez minutos diarios en una palabra clave, significativa y angustiosa para ti, ¿lo hiciste? (…) Muy bien. ¿Cuál es la palabra? (…) Ovillo. Entiendo, Mariona, tu vida está hecha un lío, todo se enreda, se confunde, se embrolla, ¿me equivoco o estoy en lo cierto? (…) ¿Cómo? ¿Lobillo? Ah, no es ovillo, es lobillo. ¿Y qué es lobillo? (A Mario) ¿Qué es un lobillo? (Mario le contesta que es “un lobo chiquitillo”) Ah, un lobo pequeño…, un lobillo, sí…, un depredador. Esto tiene que ver con tus hijos…, esto es en la estela de “cría cuervos y te sacarán los ojos”. ¿Tenés problemas con tus hijos, Mariona? (…) ¿Ves? Lo sabía… Lo que tenés que hacer es pensar que los lobos también fueron inocentes en algún momento de sus vidas. Los lobos también fueron lobillos. Tu propio inconsciente te está dando la clave para la resolución del problema. El inconsciente te trae la angustia, pero te trae también la solución. Cuando te entren ganas de matar a tus hijos, es importante que trates de recordarlos de bebés. Te va a funcionar. (…) Muy bien, Mariona. Quedamos en que esta sesión era exprés. La próxima la hacemos de media hora. (…) Sí, sí, cuesta lo mismo. Es todo más intenso para mí, porque está más condensado, pero, tranquila, que te cobro lo mismo. (…) En la cuenta de siempre, sí. Gracias, Mariana. (…) Mariona, perdón. Que la fuerza te acompañe. (Cuelga el teléfono) Mario.— ¿Que la fuerza te acompañe? Pero si eso es de Star Trek…
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Elvira.— Eso es de Star Wars, no de Star Trek. ¿No ves lo desubicado que estás, Mario? Mario.— ¿Qué más da…, Star Wars, Star Trek? Son sagas de lo mismo… Elvira.— ¿Tú no te enteraste de que el presidente Obama tuvo que enmendarse públicamente por confundir Star Wars con Star Trek? Te estoy hablando del presidente de los Estados Unidos de América, Mario. ¿A qué viene mirarme así? ¿De verdad no lo sabías? Mario.— Pues no, no lo sabía. Elvira.— Confundió el “mind trick”, que es el poder de la mente de los jedis, con el “mind meld”, que es poder psíquico de los vulcanianos. Por poco que sepas del tema, podrás imaginar la indignación de los expertos. Mario.— Me la imagino, sí. Pero todo esto ¿qué tiene que ver con la hipnosis? Elvira.— ¿Cómo que qué tiene que ver? ¿No ves lo útiles que pueden ser para un hipnólogo todos esos conceptos arraigados en el imaginario popular? Incrustados en el inconsciente colectivo… Estás dando la espalda a tu época, Mario. Mario.— Mira, si no fuera por todo el dinero que llevo invertido estúpidamente en este espacio, esto se acababa hoy mismo, Elvira. Elvira.— ¿No me digas que no aumentó tu poder de sugestión con estos espejos? Mario.— Pues no sé qué decirte. Los clientes se impresionan cuando entran aquí. Elvira.— De eso se trata, precisamente, de impresionarlos. Intuyo que estás muy desentrenado, Mario, de verdad. Me preocupan las deficiencias potenciales de tu praxis.
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Mario.— Pues, si tanto te preocupan, déjame la media hora de preparación que necesito para mi cliente. Elvira.— ¿Media hora de preparación? No podés dedicar tanta energía a un cliente, es contraproducente. Te están chupando la sangre, Mario, te están vampirizando. Mario.— ¡Elvira, basta ya! Lárgate…, por favor…, déjame solo. Elvira.— Pero qué talante, Mario… ¿Qué pasó con toda esa admiración que sentías por mí? Cuando me veías actuar en el circo Price, cuando enloquecías por asistir a mis seminarios… Mario Caballero, siempre el primero de la lista. ¿Cómo te estropeó tanto la vida? Mario.— Yo era muy joven, Elvira. Yo en ese entonces me dejaba cegar por los números de feria. Quedé fascinado por algo que ni siquiera llegaba a comprender. Pero, después, empecé a profundizar en la hipnosis clínica y me convertí en el profesional riguroso que ahora soy. Yo tenía que haber intuido que esto de compartir la consulta no iba a funcionar, que nuestros caminos se separaron hace ya mucho tiempo. Elvira.— Y entonces, ¿por qué viniste? Mario.— ¡Fuiste tú la que me vino a buscar, Elvira! Yo estaba tan ricamente con mi pequeña consulta en casa y tú entraste, como siempre, avasallando… Elvira.— Yo fui a buscarte porque acudí a tu llamada de socorro, Mario. Fui a tu rescate. Te estabas ahogando entre esas cuatro paredes, en esa casa gris con clientes grises cuya única aspiración en la vida es dejar de fumar o adelgazar unos kilitos. Yo creía que eras un hombre con otras ambiciones en el terreno de la conciencia, Mario. Mario.— Eso es verdad, ¿ves? Eso sí que no te lo voy a negar. Otras ambiciones sí tengo.
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Elvira.— ¿Querés que te enseñe a hacer telehipnosis? Se te abre un campo laboral enorme. En diez minutos te enseño, ¿no querés probar? Mario.— ¿En diez minutos, en serio? Bueno, pues sí…, por probar, tampoco pierdo nada. Elvira.— Yo hago de cliente, yo te llamo. Vos sos yo. Quiero decir que vos sos vos haciendo lo mismo que me viste hacer a mí. (Los dos sacan el móvil. Mientras mantienen la conversación a través del teléfono en sus respectivos papeles, intercambian algunas frases tapando el auricular, como si alguien pudiera oírlos) Hola, Mario, soy yo. Mario.— Hola, Elvira. Elvira.— (Tapando el teléfono) ¡No, Elvira, no! El nombre de la clienta, tenés que acordarte del nombre de la clienta, es muy feo no acordarse… Mario.— Hola…, Teresa. ¿Llamas por la telehipnosis, verdad? Elvira.— Sí, estoy un poco ansiosa. (Tapando el teléfono) Decile que busque un lugar armónico y que te diga qué palabra la atormenta. Mario.— Teresa, te voy a pedir que busques un lugar armónico y que me digas cuál es la palabra en la que meditaste obsesivamente toda esta semana. Elvira.— La palabra es buñuelo. Mario.— (A Elvira tapando el teléfono) ¿Cómo que buñuelo? ¿Eso sirve? Elvira.— (Tapando el teléfono) Todo sirve, pueden decirte cualquier cosa. A veces pasa que te dicen una palabra que es cero poética. El alma del cliente de hipnosis contemporáneo suele ser un de-
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sierto. Hay que estar entrenado para sacar de donde no hay. (A través del teléfono) Buñuelo, sí, buñuelo. Mario.— Bueno, yo cuando oigo buñuelo, pienso en bacalao. Y el bacalao, no sé por qué, me remite a mi abuela. Teresa, ¿falleció hace poco tu abuela? Elvira.— Estás asociando vos solo, Mario. Tenés que dejarla asociar a ella. Es ella la que paga la consulta. Ayudala a asociar, usá la técnica de la visualización guiada. Mario.— Muy bien, Teresa, te voy a pedir que visualices un plato de buñuelos de bacalao. ¿Qué textura tiene el bacalao? ¿Te recuerda a la piel de alguien? ¿Tal vez a la piel de un amante perdido, igual que tu abuela que falleció? Elvira.— Mario, no tenés tanta información sobre esta mujer como para sacar semejantes conclusiones…, me estás asustando. Y de nuevo estás asociando vos solo, no la dejás hacer nada. Ya está, a esta clienta la perdiste. Mario.— No, espera, espera, que ya lo capto. Me he anticipado, es verdad que me he anticipado…, pero ahora de verdad que lo tengo… Elvira.— No, Mario, cuando digo que la perdiste hablo muy en serio. Esta clienta se suicidó al poco rato de hacer esta llamada, se mató por tu falta de ética profesional. Te va a colgar. (A través del teléfono) Ay, qué angustia pensar en la muerte, en el bacalao que se hunde en el mar como esta alma mía que se ahoga… Voy a colgar. (Cuelga) Ya está, te colgó. Estás muy desentrenado, Mario. Está completamente oxidada tu práctica. Es peligroso, en serio, deberías hacer algo. Mario.— Un poco oxidado sí que estoy, ¿verdad? ¿Y qué puedo hacer, Elvira?
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Elvira.— Si querés, te hipnotizo y te inserto en el inconsciente por lo menos unas consignas que te guíen en los momentos más delicados. ¿Qué te parece? Mario.— Dijimos que nada de hipnosis entre nosotros. Hicimos un pacto. Elvira.— Pero con hipnosis consentida el pacto no se rompe. Se trata de una situación de emergencia. Te recuerdo que en menos de media hora tenés a un paciente entrando por esa puerta. Y vos no estás en condiciones de atender a nadie. Eso salta a la vista. Mario.— ¿En diez minutos podrías hacer algo? Elvira.— Por supuesto, yo en diez minutos te dejo como nuevo. Entra Bermúdez. Hablarán todo el tiempo haciendo ostensible que no se miran. Bermúdez.— Elvira…, ahora que estás sola… Te juro que yo evito el contacto, pero te tengo que cobrar. ¡No me mires, no me hipnotices! Elvira.— ¡No te miro, no te hipnotizo! ¿Te muestro las últimas monedas que me quedan en la vida? Cinco con setenta y cinco euros me quedan. Bermúdez.— Me debés 634 euros con 20 céntimos, puse yo tu parte el mes pasado, Elvira. Elvira.— ¿Y quién puso lo de Alicante? Bermúdez.— ¿Qué me venís a hablar de Alicante? Elvira, tengo el corazón roto, no me vengas a hablar de Alicante. Elvira.— Llevate los 5 con 75 y te quedo a deber 600. Es una demostración de que quiero pagar.
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Bermúdez.— Dije que me debés 634 euros con 20 céntimos, no 605 con 75. ¿Hasta cuándo vas a seguir tratando de engañarme? Hago Gestalt, a mí ya no me engañás más, Elvira. Ahora veo. Cuando salga de la clase de baile, voy a pasar por acá y me vas a pagar. Veo…, ¡por fin veo! ¡No me mires! (Se va enfurecido y al momento se asoma otra vez) ¡Y lo de Alicante lo pagamos entre los dos! ¡Fue entre los dos! Mario.— ¿De dónde sale este sujeto? ¿Y por qué no me veía? Elvira.— (Lo mira fijamente con sus poderosos ojos de hipnóloga y hace un gesto con la mano cerca de su frente) Uno, dos, tres, te dormís. Caes sumido en un trance hipnótico. Mario Caballero deja caer la cabeza, sumido en un trance hipnótico. Mario Caballero, en este momento estás relajado y receptivo a todo cuanto me oigas decir. Mis palabras van a penetrar en tu inconsciente y… Mario Caballero se incorpora de golpe dando a Elvira un susto de muerte. Mario.— ¡Que te lo has creído! ¿Tú te crees que sigo siendo el mismo chiquillo influenciable de antaño y que me vas a poder hipnotizar en un santiamén como a cualquiera? Yo ya no soy tan sugestivo, Elvira. Elvira.— Sugestionable, Mario, se dice sugestionable. Me diste un susto de muerte. ¿Esa es tu pretensión? ¿Matarme para quedarte con todo esto? Mario.— No dramatices, Elvira, querías hipnotizarme sin mi consentimiento, cosa que dijimos que no iba a pasar. Elvira.— Pero si acababas de darme tu consentimiento, Mario. ¿Ya estamos con un nuevo despliegue de histeria?
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Mario.— Te dé el consentimiento o no, se avisa antes de empezar. Estas no son maneras, Elvira. Elvira.— Uno, dos, tres, te dormís, hijo de puta. Caes rendido en un trance profundo del que no vas a salir hasta que Dios y el diablo se pongan de acuerdo. (Mario Caballero queda, esta vez sí, sumido en un profundo trance hipnótico) Cuando despiertes, lo primero que vas a hacer es pagarme los meses de junio y de julio por adelantado. Te vas a sentir muy bien cuando lo hagas y nunca más vas a volver a discutir conmigo ninguna cuestión que tenga que ver con las condiciones de pago. Vas a ser desprendido, generoso, complaciente. (Se va la luz) Ay, otra vez, esta gente que no paga a Iberdrola. Cómo tienen la cara de venir a reclamarme dinero a mí. Mario.— Elvira, Elvira, te amo, con todo mi ser, material y espiritual. Déjame que te palpe. Elvira.— ¿Qué hacés, Mario? Sácame las manos de encima. Vuelve la luz. Mario.— Elvira, déjame que te palpe. Fuiste siempre un amor potencial que ahora aspiro a realizar plenamente. Elvira.— ¿Qué estás diciendo, Mario? ¿Te volviste loco o me estás tomando el pelo? Si es una ocurrencia, no es divertida. Mario.— No es ninguna ocurrencia, Elvira. Es una apuesta emocional. Elvira.— Te conozco muy bien, Mario, te conozco perfectamente. Cada vez que te tengo bajo trance hipnótico te da por hacer un montón de bromas idiotas. Mario.— Mi única idiotez en la vida es no haberme percatado antes de ese encanto tuyo irresistible. Elvira.— No te lo consiento más. Tu afán de venganza es repugnante. Siempre acabás recurriendo a estrategias ridículas.
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Entra Mía, presa de un ataque de histeria. Mía.— Elvira, ha pasado algo monstruoso, asqueroso. Elvira.— ¿Algo de orden sexual? ¿Algo con Bermúdez? Mía.— Sí, Bermúdez la tocó. Elvira.— ¿Se estaban tocando todos? ¿Qué hacen en esas clases? Mía.— Yo era un león, él era una gacela. Y él se enfadó porque yo me lo comía. Elvira.— ¿Entonces fue contra su voluntad? Mía.— Claro, él era una gacela. Elvira.— Tiene un cuerpo de gacela, es cierto. Su desnudez siempre me hace pensar en El cantar de los cantares. Mía.— Entonces él la fue a socorrer, porque parecía desmayada. Elvira.— ¿Quién se desmayó? ¿La italiana? Mía.— Bárbara, sí, la profesora de baile. Pero cuando Bermúdez la fue a ayudar vio que no respiraba. Y dijo: no traigas azúcar, está muerta. Elvira.— Ah, pero entonces ya estaba muerta cuando él la tocaba. No la estaba tocando, la estaba reanimando. Perdón, entendí todo mal. Es la pasión, que me nubla. Porque yo lo amo a Bermúdez, ¡lo amo! Ay, menos mal. Gracias, Gran Espíritu, gracias. Ya está, ya estoy tranquila. En definitiva, no pasó nada. Mía.— ¡Sí pasó! ¡Bárbara está muerta! Elvira.— Sí, claro, es una cosa horrible. Ahora, te voy a decir una cosa: todo es para algo. Esa chica era muy depresiva. Si quiso
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morir, sus razones tendría. Pero ¿de qué murió? ¿Vos sabés si ella les había pagado a los policías? Mía.— No sé, yo no sé… Elvira.— Yo no pagué todavía a esa gente. A mí me odian, a mí me van a asesinar. Es todo culpa de Mario. ¿Y Mario? ¿Se escapó? ¿Vos viste salir a un tipo gris que había acá adentro? Mía.— Aquí no había nadie. Elvira.— ¡Ay, no, cómo lo vas a ver si te di la orden de no verlo! Mirame a los ojos, escrutame. Mía.— ¿Escruqué? Elvira.— Olvidate del escrutamiento, mirame con ahínco. (Mía la mira fijo) Uno, dos, tres, estás en trance. A partir de ahora podés ver a Mario Caballero. Revierto la orden que te di y de ahora en adelante lo ves. Y si viene a esta consulta, vas a usar todas tus armas femeninas para retenerlo. Despertá su pasión, entrá en su vida, acabá con la grisura de su existencia. Toda tu sensibilidad femenina sale a flor de piel. Usá tus armas de mujer. Elvira sale. Mía se queda allí y toda su sensibilidad femenina comienza a despertarse. Es un despertar intenso. Mía.— (En el paroxismo de su sensibilidad femenina, murmura el nombre de él) Mario Caballero, ¿cómo será mi caballero? ¿Este es el móvil de mi caballero? Sí, este es su móvil… ¿A ver qué tiene por aquí? (Como si se hallara ante la señal definitiva de que aquel es el hombre que lleva toda la vida buscando) ¡Mecano, le gusta Mecano! ¡Dios mío, le gusta Mecano! (Pone la canción que encontró en el móvil, “Los amantes”, y la canta con todo su ser. De pronto, entra Mario Caballero, también cantando) Mario.— (Canta una estrofa de la canción) “Soy educado caballero, bello, cortés y amable compañero, un codiciado soltero. Y como
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no tengo complejos, me miro siempre en todos los espejos antes de echar los tejos”. Cantan los dos el estribillo. Están eufóricos. Cuando terminan, se toman un momento para recuperar el aliento. Mía.— ¿Mario Caballero? Mario.— ¿Mía? ¿Eres Mía? Mía.— Soy Mía y tuya también, si quieres. Mario.— Ay, muchacha, tú estás fatal. Tú estás bajo un trance hipnótico. Mía.— ¿Yo? Yo no. Mario.— Que sí, mujer, que a ti te ha hipnotizado Elvira, igual que a mí. Estamos los dos bajo su influencia. Mía.— Pues aprovechemos su influencia y vamos a pasarlo bien. ¿Seguimos cantando? ¿Tienes más de Mecano? Mario.— Pues no, es que yo más que de Mecano soy de Mocedades y Ella Baila Sola. Pero esta canción de Mecano sí que me la pongo mucho en casa, porque está como hecha para mí, por eso del caballero, ¿te fijaste? Mía.— ¿El qué del caballero? Mario.— ¿No viste que dice (Le canturrea) “Soy educado caballero, bello, cortés y amable compañero”? Mía.— ¡Ay sí, sí, sí, es verdad! ¡Es tu canción! Mario.— Claro que es mi canción. Pero, escucha…, no vayas a decirlo por ahí, que esto es un secreto. Solo entre tú y yo, y ahora
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porque estoy en trance. No creas que mis gustos musicales son algo que yo voy pregonando por ahí. Mía.— (Seductora) ¿Cómo que estás en trance? Ay…, ¿me ayudas a quitarme esto, que me molesta un poco? Mario.— Yo te ayudo a lo que tú quieras, porque Elvira a mí me ha dado la orden de hacerte caso en todo y yo te voy a hacer caso minuciosamente. Pero tú ten en cuenta que estás bajo un trance hipnótico y yo también. Ni tú obedeces tu voluntad ni yo la mía. Eso que lo sepas. Mía.— Eso no es verdad, Caballero. Aunque estés hipnotizado, no pueden obligarte a hacer nada que en el fondo fondo no quieras hacer. Mario.— Bueno, eso también es cierto. Pero ¿tú cómo sabes tanto de hipnosis? Mía.— Yo soy paciente de Elvira hace tiempo. Mario.— ¿Paciente de Elvira? ¿Y por qué te atiendes tú con Elvira? ¿Qué es lo que te pasa? Mía.— Labilidad emocional. Mario.— ¿Habilidad emocional? Mía.— No, no, con ele…, labilidad. Es un desorden afectivo bastante importante. Digamos que consiste en tener respuestas emocionales desproporcionadas y, en general, excesivas. Risas y llantos inapropiados, euforia súbita, todo tipo de incongruencias afectivas, vaya. Pero con la hipnosis últimamente estoy mucho mejor. Mario.— ¿Pero por qué te ha dejado Elvira aquí sola? Mía.— Me ha dejado a cargo de todo esto. Y, sobre todo, me ha dejado a cargo de ti.
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Mario.— Claro, tiene sentido, a mí me ha dicho que venga aquí y te haga caso en todo. Mía.— ¿Tú estás seguro de que estamos los dos hipnotizados? Porque yo, normalmente, estoy mucho más adormilada cuando Elvira me hipnotiza. Mario.— Pero es que hay muchos grados y matices en la hipnosis. Y hoy a Elvira no le ha interesado dormirte, le ha interesado que me vigiles y me tengas aquí controlado. Ya me he enterado de lo que ha hecho. He estado paseando por este inmueble y no me ve nadie. Los ha hipnotizado a todos y les ha dado la orden de no verme. Muy típico de ella este tipo de golpe bajo. Mía.— Pero yo sí te veo. Mario.— Pero me ves porque ella quiere que me veas, que lo sepas. Si no le diera la gana, no me verías. De hecho, no me viste antes cuando entraste aquí gritando. Mía.— ¿Yo entré aquí gritando? ¿Cuándo entré aquí gritando? Mario.— Pues antes de estar hipnotizada. Entraste con uno de esos ataques tuyos de labilidad emocional bastante extremo, me parece. Mía.— ¿En serio? Pues de eso sí que no me acuerdo. Yo no sé cómo he venido a parar aquí, la verdad… Pero no importa, me encanta estar aquí contigo. Y, además, es que a mí se me da estupendo esto de estar en trance. Elvira dice que la hipnosis es como un sueño lúcido. Y aquí estamos tú y yo, hipnotizados los dos… ¿Quieres compartir conmigo un sueño lúcido? Mario.— Pues podríamos probar qué tal nos llevamos tú y yo en trance, por qué no. Fíjate que me parece bonita esa idea de compartir un sueño lúcido. Mira que llevo años como hipnólogo clínico profesional, hipnotizando y experimentando también estados hipnóticos, pero acabo de reparar en que nunca he tenido una ex-
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periencia de hipnosis colectiva o de hipnosis así, en pareja, como esto que ahora nos pasa. Mía.— Me encanta cómo hablas. Y me gusta mucho que seas hipnotista, Mario Caballero. Mario.— Y a mí que tú seas bailarina. Porque eres bailarina, ¿no? Lo digo por el atuendo. Mía.— Pues no te fíes tanto de los atuendos, que los atuendos engañan. Mario.— ¿Pero eres o no eres bailarina? Mía.— Yo soy lo que tú quieras que sea. Y, si quieres, me cambio de atuendo… Mario.— No, tranquila, no te quites nada más, que no soy de piedra. Mía.— ¿Y si me pongo algo entonces? ¿Qué te parece si me pongo estas botas? Mira…, ¿a qué te remiten? Mario.— ¿Cómo que a qué me remiten? Pues a la lluvia, supongo…, son unas botas de lluvia, ¿no? Mía.— Que no, tonto… Espera, que lo completo un poquito más. (Se pone una gabardina de Elvira que parece sacada de una película de Walt Disney) ¿Qué te parece esta gabardina? Mario.— Muy bonita, muy tierna. Mía.— ¿Cómo que tierna? Vamos a ver…, el conjunto de las botas, la gabardina, la ropa interior…, ¿no te remito ni siquiera a algún estereotipo que pueda encender tu fantasía masculina? Mario.— ¿Si me recuerdas a alguien, quieres decir? Pues sí, ahora que lo dices, me recuerdas un poco a Mary Poppins. Mía.— ¿Mary Poppins?
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Mario.— Sí, si me preguntas por referentes, a mí el referente que me viene a la cabeza es Mary Poppins. ¿Sabes quién es? Mía.— Sí, claro que sé quién es. La niñera del paraguas. Mario.— Ojo, porque eso de niñera del paraguas me suena a mí un poco despectivo. Mary Poppins no es una niñera normal y corriente. Mary Poppins tiene poderes mágicos. Mía.— ¿Poderes mágicos? Mario.— Sabe volar. Mía, fíjate lo que te estoy dejando caer… Te estoy diciendo que para mí eres una mujer con poderes mágicos. Mía.— ¿Pero eso es pasional o no es pasional? Mario.— Yo te digo que Mary Poppins ha procurado muchas horas de consuelo nocturno a más de una generación. No sé si eso es pasional o no es pasional, no sé qué decirte. Mía.— Pero yo quiero jugar a un juego pasional, quiero que me mires como a una mujer deseable. Mario.— Mary Poppins es una gran mujer. Mía.— Deja de hablar de Mary Poppins, por favor. Mario.— Vale, vale, ya está. Si para mí ese es un episodio que dejé atrás de niño. Tampoco te vayas a pensar que yo estoy obsesionado con el arquetipo de Mary Poppins. Mía.— Entonces, ¿jugamos? Mario.— Claro, Mía, a lo que tú quieras. ¿A qué quieres jugar? Mía.— Pues, a mí, estas botas y la gabardina…, ¿sabes qué me dan? Mario.— No… ¿Qué te inspira a ti este atuendo?
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Mía.— A mí esto me remite un poco al rollo sadomaso…, ¿sabes qué es? Mario.— Sí, sí, he tenido yo algún que otro paciente sadomasoquista. Sé de qué va, sí… Mía.— ¿Te parece que juguemos un poco a eso? Mario.— Claro que sí, Mía. Juguemos a lo que tú quieras. Yo estoy aquí para hacerte caso en todo, minuciosamente. Mía.— Entonces vas a ser el esclavo perfecto. Mario.— Lo de esclavo lo dices por esto del sado, ¿no? Mía.— Claro, uno manda y otro obedece. Yo mando, ¿vale? Luego si quieres cambiamos. Mario.— Muy bien, lo que tú digas. Mía.— Pues ven aquí, esclavo mío, ayúdame a quitarme la ropa. (Mario la ayuda) ¡Así no, imbécil! ¿No has tocado unas medias de mujer en tu vida o qué te pasa? Me vas a hacer una carrera, gilipollas. Mario.— Ay, perdona, perdona, es que soy muy torpe yo con las prendas de mujer. Mía.— No, tranquilo, si lo has hecho muy bien. Es por esto del sadomaso que te tengo que maltratar. Yo te tengo que insultar, ¿entiendes? Y a ti tiene que gustarte. Mario.— Ah, vale, sí, sí, claro, muy bien. Mía.— Seguimos. (Muy suave de repente) Este tejido es muy delicado, como mi piel. Mira, pon la mano aquí. ¿Ves que suave? Mario.— Es suave, sí.
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Mía.— Así, acaríciame, así, suavecito, sí. Muy bien. Por aquí… Mario.— Por aquí es aún más suave, sí… Los dos se excitan. Todo va bien hasta que él intenta besarla. Mía.— ¿Qué haces? ¿Qué haces, subnormal? ¿Te he dicho que me beses? (En tono normal) Esto es parte del juego, ¿entiendes? Mario.— Sí, sí, tranquila. Mía.— (Como una energúmena) ¿Te he dicho yo que me beses? ¡Contesta! Mario.— No. Mía.— ¿Qué? No te oigo. Si hablas con esa vocecita de desvalido, de pobrecito, de ay de mí, ¿cómo te voy a oír? ¿Qué pasa… que no tienes voz? ¿Tienes o no tienes voz? ¡Contesta! Mario.— Sí, tengo. Mía.— ¡Más alto! Mario.— ¡Sí, tengo! Mía.— ¡No me grites! (Lo abofetea) ¡Ay, perdona, perdona, me he pasado! Me he pasado un montón, te he dado muy fuerte. Mario.— No, qué va, para nada. Mía.— ¿Seguro? Mario.— Sí, sí, tú tranquila, tú sigue. Si hay que hacerlo, se hace. Mía.— Vale, vale, voy. (De nuevo en el papel) Hemos quedado en que vas a ser mi esclavo. Mi esclavo no me grita. Mi esclavo me
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habla como yo quiero y me dice lo que quiero oír. Dime lo que quiero oír. Mario.— ¿Qué quieres oír? ¿Otra de Mecano? Mía.— ¡Eso lo tienes que saber tú, gilipollas! No te lo tengo que decir yo. Mi esclavo hace lo que yo diga cuando yo lo diga y como yo lo diga. Pero eso no es suficiente. Además, mi esclavo tiene que saber lo que necesito. ¿Lo has entendido sí o no? Mario.— Lo he entendido, sí. Pero no sé cómo se hace. ¿Yo cómo voy a adivinar lo que necesitas? Mía.— ¿Vamos a jugar a las adivinanzas? ¿Te he dicho yo que vamos a jugar a las adivinanzas? Yo no he visto en mi vida a un tío más subnormal que tú. No se trata de que adivines nada, se trata de que me conozcas, de que sepas quién soy. Mario.— Claro, pero es que no te conozco. Mía.— No te parto la cara de una hostia porque mis manos están para cosas mejores. Quítate el cinturón. No, mejor te lo quito yo. Quieto, las manos quietas. Aquí, las manos aquí, ocupadas, y mientras yo te quito el cinturón. ¿Te gusta? ¿Te gusta tocarme las tetas? Mario.— Sí, mucho. Mía.— Pues ahora no me las tocas más, porque me vas a tocar solo cuando a mí me dé la gana. Y ahora el cinturón lo tengo yo, y hago con él lo que quiera. ¿Te parece bien? Mario.— Me parece bien, sí. Mía.— Pues eso da igual. Da igual que a ti te parezca bien o no te parezca bien, porque aquí se hace lo que yo diga y cuando yo lo diga, te parezca como te parezca. ¿Te estás enterando?
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Mario.— A ver…, me entero, sí, pero me lío un poco. Son un poco contradictorios tus mensajes. Mía.— ¡Hijo de puta! ¿Cómo me hablas así, hijo de puta? Mario.— Solo digo que eres un poquito difícil de complacer. Oye, Mía, una cosa…, ¿esto es de verdad o es parte del juego? Porque me estoy agobiando un poco. Mía.— (Dulce y cómplice) Esto es parte del juego, claro, es parte del juego. Dame el pie…, eso del complacer. Mario.— ¿Eres un poquito difícil de complacer…? Mía.— (Golpea el látigo contra el suelo como poseída por la furia de un titán) ¿Y yo te he dicho que me complazcas? ¿Te he dicho yo que me complazcas? (Latigazo) ¿Tú de dónde sales, pedazo de mierda? ¿Cómo te atreves a hablar de cómo soy yo? A decirme cómo soy yo. Vamos a hablar de cómo eres tú. (De nuevo sale del juego) ¿Estoy sobreactuando? Mario.— No, Mía, estás soberbia. A mí me estás impresionando, en serio. Mía.— ¿Pero seguro que no te estoy haciendo daño? Mario.— Que no, que no…, con la bofetada, para nada, de verdad. El mordisco en la yugular sí me ha dolido un poco. Mía.— Ay sí, lo de la yugular siempre me pasa. Muerdo muy fuerte, sin querer…, perdona. Mario.— Pero entonces, ¿tú desarrollas estas prácticas también en tu vida cotidiana? Mía.— ¡No, no, qué va! Lo que pasa es que en clase de baile nos convertimos en animales. Y a mí me gusta hacer felinos. (Imita de
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forma magistral a un felino) Y entonces muerdo, y se ve que hago daño, pero sin querer, ya te digo. Antes yo estaba… antes yo estaba en clase de baile… yo estaba en clase de baile y… pasó algo, pasó algo horrible, ¿qué pasó? Mario.— ¿Qué pasó, Mía? ¿Estás despertando del trance hipnótico? Mía.— No sé, creo que sí… Mario.— Yo creo que ya estoy despierto. Puedo tratar de ayudarte a ti a despertar del todo y a recordar. Mía.— Estoy despierta, estoy despierta… Yo estaba en clase de baile, yo era un león, estaba encima de Bermúdez, él era una gacela… Mario.— Sí, tú entraste aquí corriendo diciendo a Elvira no sé qué de una gacela. Por cierto, hablando de Elvira, yo tengo que salir un momentito a pagarle, pero vuelvo enseguida. Le voy a pagar junio y julio por adelantado, que así me quedo más tranquilo. Mía.— No, por favor, no te vayas. Creo que ha muerto Bárbara. Mario.— ¿Bárbara? ¿Quién es Bárbara? Mía.— Mi profesora de baile. Creo que se ha muerto de tan triste que estaba. Se ha muerto de estar sola, de estar tan sola. A mí me va a pasar lo mismo. Mario.— ¿Qué dices, Mía? Tú no estás sola. Para empezar, yo estoy aquí contigo. Mía.— Eso es solo porque estás en trance. Mario.— No, Mía, yo ya no estoy en trance. Que me conozco, y a mí cuando estoy en trance me da por hacer bromas y decir estupideces. Le hice unas bromas pesadas a Elvira y ahora ya se me han pasado todas las tonterías. Le quiero ir a pagar cuanto antes para olvidarme del tema, y luego volver aquí contigo. (Va hacia la puerta)
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Mía.— ¿Tú nunca te has enamorado? Mario.— Pues no sé qué decirte. Mía.— El enamoramiento es como un sueño lúcido pero compartido, ¿verdad? Es como estar en trance juntos. Mario.— Pues sí, supongo que es un poco eso. Mía.— ¿Quieres que lo intentemos? Entrar en trance juntos, digo…, pero así, conscientes, como queriendo de verdad. Mario.— ¿Como si fuéramos libres? Mía.— Sí, eso, como si fuéramos libres. Pero jurándonos una cosa. Mario.— ¿Qué cosa? Mía.— Yo quiero que me jures que nunca te vas a despertar antes que yo. Mario.— Eso está hecho, Mía, eso está hecho. Tú piensa que hemos estado todo este tiempo con el inconsciente a flor de piel. Eso significa que tú estás afectando directamente a mi parte más intrínseca y sugestiva. Mía.— Me encanta cómo hablas. Mario.— Tengo mi estilo. Mía.— Dime algo bonito. Mario.— Despertaremos juntos y solo cuando queramos los dos. Mía.— Las cosas no son así. Mario.— ¿Cómo que no? Las cosas son así siempre. ¿Tú no sabes que el universo conspira para que nuestros deseos se cumplan?
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Mía.— Esa frase es mía. Mario.— Es de Paulo Coelho. Mía.— Y mía también. Mario.— Tú sí que eres mía, Mía. Ven aquí. Despertaremos juntos… Mía.— … y solo cuando queramos los dos. Suena “Carne viva” mientras los dos se besan.
Denise Despeyroux
© Xavier Sanfulgencio
Es autora, directora de escena y licenciada en Filosofía. Cuenta con diez obras estrenadas en salas de Madrid, Barcelona, Buenos Aires y Montevideo, entre ellas: Cuarta Pared, Teatro Fernán Gómez, Sala Beckett, El Extranjero, C.C. San Martín y Teatro Solís. Ha obtenido diversos premios y reconocimientos, como el Premio Federico García Lorca 2005 por su primer texto, Terapia, y el premio al mejor espectáculo en la 15ª Mostra de Teatre de Barcelona 2010 por La muerte es lo de menos. Su obra La realidad fue finalista al Premio Max Revelación 2013 y mereció dos candidaturas a los premios Max 2014: mejor autoría y mejor actriz (Fernanda Orazi). Además de las ya mencionadas, ha llevado a escena, también bajo su propia dirección, Amateurs (2007), Bienvenido a Girasol (2008), La vida no lo es todo (2009), El más querido (2010), El corazón es extraño (2011), Por un infierno con fronteras (2013) y Carne viva (2014). Entre sus últimos proyectos, participó como dramaturga en StoryWalker Usera, una producción de Kubik Fabrik dirigida por Fernando SánchezCabezudo. Su pieza, Auge y caída de un amor en Usera, está interpretada por Ariadna Gil y Fernando Cayo. En 2014, además, ha recibido una ayuda para escribir la obra Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales, en el marco del II Laboratorio de Escritura Teatral de la Fundación SGAE. El texto se publicará a finales de 2014.
‘Carne viva’ en los medios
Juan Ignacio García Garzón, ABC Rocío García, El País Miguel Valiente, Glosas teatrales Daniel Ventura, Teatroateatro José Antonio Alba, En un entreacto Estrella Savirón, A golpe de efecto Marta García Sahagún, El club express Víctor Boira, Me lo dijo el apuntador P. J. L. Domínguez, Cercadelacerca Adolfo Simón, Que revienten los artistas Entrevista en Culturon