A la luz del amanecer - Muchoslibros

3 jun. 2012 - más, poniendo fin a tu recital, y seguramente apagas la luz. ...... hermanitos, bailen la huaylijía, o para que los hombres ...... de otro mundo? ¿Puedes darme una respuesta, madre, si eres tú, por extraña que sea la forma que elijas para ha- cerlo? ¿Y si en lugar de dejarme llevar por estas conjeturas.
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A la luz del amanecer

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Edgardo Rivera Martínez A la luz del amanecer

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A LA LUZ DEL AMANECER

© 2012, Edgardo Rivera Martínez © De esta edición: 2012, Santillana S. A. Av. Primavera 2160, Santiago de Surco, Lima, Perú Teléfono 313 4000 Telefax 313 4001

ISBN: 978-612-309-028-9 Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2012-01437 Registro de Proyecto Editorial Nº 31501401200106 Primera edición: marzo 2012 Tiraje: 1 500 ejemplares

Diseño: Proyecto de Enric Satué Cubierta: Juan José Kanashiro

Impreso en el Perú - Printed in Peru Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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A Betty, con todo mi cariño y admiración. A mi hijo Gonzalo, por su cálido apoyo. A mis hijas Oriana y María Alejandra, y a mis nietas Maite y Amaia.

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Sí, todo parece estar como lo dejé hace años. Yo, Mariano de los Ríos, he retornado ayer por la tarde a la casa donde nací, pasé mi infancia y adolescencia, y donde vivieron mis padres, y Tobías y Raquel, hermanos míos, y algunos de mis antepasados. Estoy aquí, en Soray, para no irme. «¿Es usted, don Mariano?», me preguntó Marcelina Yáñez, cuando poco después de mi llegada entré a su pequeño establecimiento para pedirle una taza de café. «Sí, soy yo», le contesté. Me había reconocido a pesar de que hacía tiempo que no me veía. «Se lo ve cansado...». «Sí, el viaje me ha fatigado». «¿Y dónde ha estado en estos años?». «De viaje, Marcelina, un largo viaje». Ella quiso saber: «¿Y sabe Matías de su retorno?». «No, no lo sabe». «Estará allá en su casa, y no en la de usted...», dijo, con vaga malevolencia, como alegrándose de que yo fuera a constatar lo descuidada que había tenido la casa cuya atención le había confiado. No respondí a su observación, y más bien terminé con la bebida, me despedí con un gesto amable. La tarde era despejada, pero había poca gente en las calles. Algunos quizá me reconocieron, pero no dieron señal de ello. Pasé por delante de la casa de los Mendívil, al parecer abandonada. «Es hermosa esta vista, con esos zaguanes tan antiguos, y el cielo límpido y las nubes tan brillantes,

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¿verdad?», dijo Virginia, un día en que paseábamos por aquí, y yo miré sus ojos tan hermosos, y aun más en esa mañana. Me dirigí luego a la Plaza Mayor, con las blancas y hermosas arquerías que encuadran el atrio. ¿Serían tan antiguas como los altares, el imafronte, las torres de la iglesia? Solo unas pocas tiendas estaban abiertas. Ha cambiado tan poco Soray desde mis años jóvenes, y sin embargo sus moradores no dejan de aspirar a que, convertida ya en provincia, entre Jauja y Huancayo, alcance un cierto bienestar económico. Al cabo de un buen rato me dirigí a nuestra casa y me detuve frente a las puertas del zaguán, tan maltratadas por años de sol y de aguaceros. Saqué la llave y abrí con dificultad la cerradura. Al ingresar salió a mi encuentro el aire del patio, que me pareció aun más seco y sutil que afuera. Dejé a un lado mi maleta y desde el poyo que tenemos en el patio principal me puse a contemplar, a la luz de la hora, el blanco revoque de los muros, el empedrado, los aleros, los tejados. Recuerdo al detalle las habitaciones, los jardines, el piso alto, los ruinosos cuartos del fondo. ¡Cuántas veces los he vuelto a visitar en pensamiento! ¡Cuántas, en Huarón, en Lima, en Arequipa, en Puno, en París, en Mitla, en Praga, en Cnosos, en San Francisco y otras ciudades que he conocido! Me dije de pronto, en silencio: «Ángel, cansado ángel de retorno a su morada...». ¿Por qué ángel? ¿Por qué me he llamado de ese modo? No, no lo supe, y, desconcertado, dejé que pasara un buen rato. Respiraba con cierta dificultad, pues sin duda, aun serrano como soy, me había afectado la altura. Me levanté, en fin, y entré al salón y me detuve a mirar, en la mesa de centro, esa fotografía de mi madre, a la que se ve jovencita, poco antes de ingresar al Colegio de Educandas de Ocopa, y vestida a la moda de aquel tiempo: blusa de volantes, falda larga, cuidadoso peinado. También lo hice con los retratos enmarcados de

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mis padres y hermanos, y con los tres cuadros coloniales que hemos heredado, y regresé luego al patio, pues ya comenzaba el atardecer. Procedí entonces a cumplir con algunos prosaicos menesteres, como venir a mi cuarto, y constatar cómo se encontraba, poner a un lado mi valija, levantar las empolvadas mantas que cubrían el mobiliario, sacar las cosas necesarias, ir a asearme. Pronto se hizo noche, y como han cortado el suministro eléctrico encendí una lámpara especial, a media luz y a pilas, que compré en uno de mis últimos viajes al extranjero, y que he puesto en el velador-escritorio, y que encenderé de cuando en cuando, o si fuera necesario. Como dije, me sentía fatigado, a pesar de que había dormido durante el viaje, y sin ningún deseo de salir e ir en busca de Matías. Y tanto que, luego de mirarme en el espejo, que me devolvió la faz del hombre que soy, de cincuenta y ocho años, pálido, enjuto, en este año de 1996, me recosté en la cama, bien abrigado porque se sentía el frío de junio, y pensé en una y otra cosa, pero luego, no sé cómo, presentí que esta noche, llevado por los recuerdos y los sueños, sería, a la vez, el que habla y aquel a quien me dirijo, en silencioso diálogo conmigo y con quienes fueron las personas que más han significado en mi vida. Sí, en esta noche, que sin duda ha de ser muy larga, y en la que me dejaré llevar por un ir y venir en el tiempo, por momentos con extraña claridad y en otros, a manera de sfumato, no sé por qué vuelvo a decirme «Ángel, cansado ángel...». ¿Será por el recuerdo de esa vez en que, niño aún, me imaginaba ser el ángel que se veía en un lienzo antiguo de la iglesia, que caminaba solitario por un paisaje desierto? ¿O será por el hombre que ahora se habla y no es ya, por cierto, el de otros tiempos, sino uno más retraído, divorciado y sin hijos, y al que la profesión que eligió lo llevó hacia países, regiones y ciudades muy distantes, con fortuna las

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más de las veces, unas por sus descubrimientos técnicos y científicos en el campo que había estudiado, el de la cristalografía, otras por motivos familiares o de amor, y que después, con el paso del tiempo, se convirtió en este personaje que hace poco decidió dejarlo todo y regresar a esta casa, en busca de los suyos, tal como fueron en el pasado? Y también será de rencuentro con las mujeres a las que más he amado: Soledad, la niña de las eras felices; Leonor, adolescente de tan voluptuosa y andina ternura; Marina, «deidad de las punas y los manantiales», tan ardiente y guapa; Virginia, la de los ojos soñadores; Sophie, bella y tan cultivada, y con quien viajamos de París a otros horizontes. Y de rencuentro también, acaso fantasmático, con mis padres, mis hermanos, Tobías y Raquel, y mis antepasados, aunque no los haya conocido. Un reconstruir con algo de novela, desenvolviendo una y otra vez la madeja de los días y los años, en pos de revivir mañanas de luz y de gorjeos, días de angustia y otros de alegría, de amor y de aflicciones, de diálogos memorables y de oníricas vivencias, únicas muchas y otras recurrentes, allá en la lejanía del pasado. ¿No es por todo aquello que he vuelto y, esta noche, no sé si insomne y a la vez en sueños y acaso desvaríos, doy y seguiré dando una nueva y poética visión de lo vivido? Así ha de ser, Mariano de los Ríos.

Recostado como estoy te veo de pronto, madre, allá en el otro lado de este cuarto, sentada en una silla, y como absorta, con un chal sobre los hombros, ese que Tobías te trajo de Lircay. Reinan el silencio y la azul oscuridad que hay en las noches sin luna y sin estrellas. Y yo aquí, diciéndome que estás allí sin verme, en este dormitorio que no es el que fue

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y es a la vez el que tú y mi padre me dieron cuando estuve en edad de tener uno propio. ¿Y si dejaras tu abstraimiento y vinieras hacia mí y me arroparas, como cuando yo era pequeño, y me dieras una cariñosa bienvenida, y me dijeras que lo mío no es un sueño, y que si siento un poco de malestar será pasajero? ¿No sería mejor que no estuvieras callada y me dijeras, como a veces hacías, que al amanecer ya me sentiría muy bien? ¿Si fuera así, madre?

Mi padre lee en su estudio, y yo aquí, lo observo a la distancia de años y años, tal como era él en mi adolescencia, no mucho antes de su muerte. José Antonio de los Ríos, mas no a una edad cualquiera, sino mayor a la que cuando falleció, como si allá, en el reino de la muerte, hubiera llegado a más edad que la que alcanzó en vida, alza de rato en rato la mirada, y entonces es para mí, no sé por qué, como si sus ojos viesen un patio con naranjos, en un día de sol, allá en el pasado, y mirase a María de la Presentación Urdanivia, su joven prometida. No en Soray, sino en la casa de sus antepasados, en Acobamba, en esa tierra de luz adonde fuimos una vez contigo y con tu esposa, cuando Raquel y yo éramos pequeños, y Tobías jovencito. ¿Será que sus pensamientos se remontan también a esa época? Al cabo de unos minutos regresa a su lectura. Y así, incluso cuando parece que se filtrase en la habitación un aire como el de la puna, a pesar de estar cerradas las ventanas, él no levanta la mirada, y continúa, página por página, con lo suyo. No sé por qué me parece que lo gris de sus cabellos se ha tornado muy blanco, y más negro el paño de su chaqueta. ¿Es una ilusión? ¿Y qué es lo que tiene entre manos? ¿Un libro de poemas,

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como los de Melgar, que tanto le gustaban? ¿Una novela? ¿Una obra de historia? Era hombre de lecturas, afición que había cultivado desde una edad temprana, con otras preferencias que las de mi abuelo, como atestiguan los libros que reunió en su estudio. ¿Seguirá inmerso, pues, en esas páginas, sin percatarse de que hay alguien que lo observa? Me acuerdo que una vez lo interrumpí —tendría yo unos once o doce años—, a pesar de que tenía orden de no hacerlo. Él me miró sorprendido, pero no me reprendió, sino que me invitó a que me acercara. Así lo hice, y vi entonces que lo que tenía era un libro que ya le había visto otras veces, y tengo presente: una antología de los Comentarios reales del Inca Garcilaso. Y nos pusimos a conversar, con palabras que trataré de recordar lo más fielmente que me sea posible. «Aquí se habla», me dijo, «de nuestros antecesores, y me gusta mucho volver a lo que dice». Y como yo mirase con curiosidad otro volumen, de gran formato, que se hallaba en una mesita contigua, lo tomó y me dijo «Mira», y abriendo unas páginas en las que había puesto una señal, me mostró el grabado que adornaba una de ellas, uno que, recuerdo muy bien, mostraba a un guerrero de otros tiempos que, montado a caballo, emprendía un viaje por los aires, nada menos que hacia la Luna. Me enseñó otras ilustraciones que me parecieron no menos fantásticas y hermosas, y me dijo que se trataba de la traducción al español de una antigua obra en italiano, Orlando furioso, poema que trata de las hazañas de ese y otros personajes. Me leyó luego unos pasajes, y me dijo que cuando fuese yo más grande disfrutaría de su lectura. «¿Es que te gustan también libros de aventuras como esas?», le pregunté. Y él me contestó: «¿Y por qué no, hijo? Tú también, lo repito, los apreciarás cuando seas más grande». Iba yo a averiguar cómo había llegado a sus manos ese libro, pero como si él hubiese adivina-

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do mi curiosidad, dijo «Lo compré en Lima a un señor que había puesto en venta algunas antigüedades, y entre ellas esta obra». «¿Ya sabías, entonces, quién era el autor?». «Sí, por unos cursos de literatura que seguí junto a los de derecho». «¿Y esos libros que tienes allá?». «Pues, como sin duda ya sabes, entre ellos tengo una edición de Don Quijote de la Mancha con ilustraciones de Doré, cuya lectura harás aunque sea por partes; otra de los cuentos de las Mil y una noches; y unas que valoro mucho, de poesía, Los heraldos negros y Trilce, de nuestro César Vallejo». «Esas las tiene ahora Tobías, y me ha leído varios poemas que me han gustado mucho». No pregunté más, y me retiré porque me di cuenta de que él deseaba regresar a su lectura. Era sorprendente, me digo ahora, que tuviese ese gusto por obras como aquellas, sobre todo si se trataba de alguien que era solo un modesto abogado de provincia, por no decir «distrito». De otro lado, me pregunto ahora, ¿cómo sumaba a esas preferencias su interés, que descubrí más tarde, por los libros de González Prada y los escritos de Pedro Zulen, a quien había conocido? Sé también el amor que sentía por la letra y música de nuestros huainos y yaravíes. ¿No tenía en esa misma mesita un pequeño libro que yo aprecio mucho, Azucenas quechuas (Nunashini chihuanhuai), de Adolfo Vienrich? Mucho más tarde descubrí en su estante esa gran obra que publicaron unos franceses cuyos nombres no olvido, Raoul y Marguérite d’Harcourt, La musique des incas et ses survivances, publicado allá en 1925, que sin duda compró atraído por la recopilación de letra y música de muchos de nuestros cantares andinos. ¿Cómo y cuándo la habría comprado? Y yo quisiera seguir, pero su figura se ha desvanecido esta noche, en la que, por un don del tiempo y de la muerte, has visto a tu padre desde aquí, aunque solo sea como una sombra de lo que fue en vida.

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Una tarde de julio, yo y tú, Raquel, yo a mis ocho y tú a tus once años, nos hallábamos sentados en el peldaño de la puerta del zaguán, mirando a la gente y conversando, cuando a deshora nos llegó el sonido de las campanuelas que ponían los arrieros en la llama madrina, aquella que encabezaba la recua, de las que venían desde Monobamba. Casi de inmediato aparecieron por la esquina y vinieron por nuestra calle y pasaron por delante de nosotros, con el sosiego y elegancia en el andar que siempre habíamos admirado, y que nunca dejaría de encantarnos. Varias de ellas, además, estaban adornadas con walljas o collares de ramitos de lima y de flores. Traían de aquel lugar, allá en la montaña, quintalillos de coca y barrilitos de aguardiente, para los trabajos de la siega y de la trilla, que ya comenzaban en los campos del valle, y para el rito y la fiesta de la herranza del ganado. Y tras ellas, fatigados sin duda, caminaban sus dueños. ¿Cómo no habían de recordarnos a los pequeños llameros que figuraban en el retablo huamanguino que adornaba el cuarto de trabajo de nuestro padre? ¿Y a los que aparecían en los cuentos que nos contaba Leoncia? Pasaron, pues, en cadenciosa procesión, y nosotros los seguimos con la vista hasta que dieron vuelta por la otra esquina. Continuamos allí por un buen rato, como embargados por la magia de esa cadencia y por la cantarina resonancia de esas campanitas. Nos levantamos, en fin, pues teníamos que ayudar a nuestra madre y le contamos lo que habíamos visto y cuán bonito nos había parecido el paso de esos camélidos, culta palabra que nos habían enseñado en el colegio. «¡Me encantaron sus aretes y collares!»,

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dijiste emocionada, Raquel, en tanto que a mí me había fascinado más la música de las campanuelas. «Sí, es tan bonito todo eso», comentó nuestra madre, «y me hace pensar en mi infancia», y un velo de nostalgia pasó por su semblante, uno que, sin que lo presintiéramos, nos anunciaba el que nosotros sentiríamos con el paso de los años. Y es eso lo que pasa conmigo ahora.

Suenan puras, exactas, las cuerdas de tu guitarra. No se oye el rumor del viento en los alisos, solo esa música tuya, Tobías, a mitad de la noche, allá en tu habitación, alumbrada solo por un candil, pues es la luz que prefieres para tus veladas solitarias. Tocas para ti sin imaginar que me he despertado y que, desde mi dormitorio, te escucho. Quizá también nuestra madre te oye desde el suyo. ¿Qué música es? ¿Un yaraví? No, es un preludio, pero no de los nuestros, sino de los que trajiste de tu viaje a Lircay y que he aprendido a reconocer. Al cabo de un momento, tu voz canta, grave pero bien timbrada: Mayun mayuntas purini, / kajas kajantas purini. Y prosigues: Warmi yanayta maskaspa... Yo repito en silencio la melodía y los versos de lo que entonas, con la esperanza de retenerlas en mi memoria. Acabas, mas pronto inicias, acompañado por tu instrumento, otro cantar, y luego otro, pero no ya a la manera de aquellos, sino en más de un sentido diferente, y después otros, no menos hermosos, que no alcanzo a retener. Mi intuición me dice que son tuyos, que tú eres el autor de la letra y de la música. ¿Qué te inspira? ¿Qué dicen, que no logro captar, pues no domino como tú el quechua de Soray, y menos el huancavelicano, del cual aprendiste un poco gracias a un

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compañero de colegio? Hablan del amor, sin duda, y de la soledad, pero también de la noche y el viento, de los atardeceres, de los pajarillos, de la puna. ¿Será por eso que esa música, por hermosa que sea, es tan triste? ¿Es así, hermano? Pero después de un rato vuelves a tocar aires como los primeros, que son de amor, y reconozco pasajes de su letra. ¿No te habrás enamorado? ¿No te vi acompañando a esa chica que, según me pareció, era de la familia Rivas, dueña de una modesta platería artesanal? ¿Y en otra ocasión, mucho antes, a esa Eulalia Santos que de cuando en cuando venía de Lima para visitar a una tía suya? Eulalia, la de los ojos levemente rasgados. Te detienes, una vez más, y adivino que tus manos se posan en la caja de la guitarra como alas de abstraimiento y melancolía, para dejarte llevar por los pensamientos, y continuar más adelante. Te escuchaba así, de modo parecido, cuando era yo muy niño y tocabas en tu cuarto o en la sala, y después cuando ensayabas los yaravíes que aprendiste en tus viajes o que tú, inspirado, componías. Te escuchaba también cuando ensayabas otros, puramente instrumentales, sobre todo cuando te preparabas, en algunas ocasiones, para salir de serenata con los Gonzales, que eran tus amigos; esas serenatas en las que me habría encantado acompañarte, a pesar de nuestra gran diferencia de edad. Guardas silencio, luego, en esta hora, y estoy por pensar que has dejado a un lado el instrumento para tornar a tu descanso. Mas no, porque de pronto vuelves a pulsar las cuerdas, como cerciorándote de que dan las notas exactas. Y después, sin más preámbulo, vuelves a tocar, pero ahora una música que, estoy seguro, no has recogido en ninguna parte sino que es tuya, solamente tuya, y que entonas en voz alta: Flor de luz, flor de nieve /desde siempre te he buscado. / Flor de vida, ¿cuándo serás mía? Y continúas, después de un in-

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tervalo, y con otra melodía: Al pie de esa cumbre, / entre el pajonal y la nieve, / está esa flor de luz y de fuego, / la flor de mi amor / y de mi esperanza. Y al cabo de otro espacio, sin mayor transición, encadenas con ese huaino del Cuzco que dice ¡Y el amor es como el cóndor, / yaulillay, / que se abate sobre su presa, / yaulillay! Y no cantas ni tocas más, poniendo fin a tu recital, y seguramente apagas la luz. Sospecho que tardarás en conciliar el sueño. Me digo entonces, y lo repito, que oiré siempre, como ahora, esas melodías que tocabas en tu cuarto, en mitad de la noche. Presiento que un día te marcharás, y que de nada valdrán nuestros ruegos para que no lo hagas. Y al pensar en ello creo percibir de pronto un soplo helado y el ulular del viento de los páramos. Y a mí también, después de oírte, me será difícil volver a conciliar el sueño.

Cuánto me gustaba tu nombre, madre, María de la Presentación, y el juego que hacía con tus apellidos: Urdanivia y Uxcohuaranga. Más de una vez te pregunté de dónde provenía aquel, y tú, con paciencia, me respondías: «Ya te he dicho, hijo, que mis padres lo tomaron de un cuadro que había en la iglesia matriz, en el cual se ve la Presentación de la Virgen María al Templo». Y agregabas: «Se trata no de dos nombres, sino de uno solo». Yo había conocido ese lienzo, que ya no está, porque una vez te detuviste a rezar ante su altar. Te preguntaba también sobre tu apellido paterno, Urdanivia, al que tan musical resonancia le encontraba, y sobre el de Uxcoguaranga, tan nuestro y cuyo significado en quechua no conocías, pero sí el de huaranco, que quiere decir ‘mil’, y me hablabas de nuestros parien-

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tes por tu lado, y yo te escuchaba pero de rato en rato perdía el hilo de tus palabras para repetirme, en silencio, y deleitándome con su cadencia, ese nombre y esos apellidos tuyos, que ahora evoco de una manera en que siento cariño, alegría, ternura, pero también nostalgia y tristeza. Mis preguntas fueron también, en más de una oportunidad, motivo para que me hablaras de los juegos y cantares que compartías con tu hermana, Rosalía, en torno a la cual se había ido tejiendo un cierto velo. Te referías también, unas pocas veces, a tu adolescencia, y a tus estudios hasta el tercero de secundaria, pues no había más en el único colegio, regido por una monja, que había aquí por entonces. Y sonreías y guardabas un prudente silencio cuando te preguntaba por tus admiradores. Fuiste en cambio detallada cuando me hablaste de tu primer viaje a Lima, con tu padre, al término de tus estudios. «¿Te gustó Lima?», te pregunté. «Algunas cosas sí, otras no, y entre estas la neblina, a pesar de que fuimos en el mes de abril». ¿Cómo serías en ese tiempo? Te he visto en una fotografía que te tomaron en esa época, en la que figurabas muy bien, y con la gracia pensativa que no perdiste nunca. Con qué atención mirarías las calles, las plazas, las iglesias, los edificios. Me hablaste de la catedral, tan imponente, y del Paseo Colón, pero lo que más te había gustado eran los balnearios, y en especial Barranco, desde donde pudiste ver por primera vez el mar. «El mar, así con sol, era muy hermoso», dijiste. Me quedé en silencio, imaginándote ante esa extensión sin término, que a mí también me dejó admirado cuando fui a la capital por primera vez, a la edad de siete años. «¿Y a qué fueron ustedes a Lima?», te pregunté después de un momento. «Oh, mi papá tenía unos asuntos que arreglar, y quiso aprovechar la ocasión para que yo conociera la capital». Dejábamos, luego, ese tema, pero

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volví, cuando era ya más grande, al de tu adolescencia, con la esperanza de que en algún momento me hablaras sobre tu primer amor. Mas tú notaste, sin duda, hacia dónde se dirigía mi curiosidad, pues terminaste por decirme, con una mezcla de buen humor y firmeza: «No preguntes tanto, hijo, y aprende esa virtud que se llama “discreción”. Una discreción respetuosa, porque soy tu madre». Y tu advertencia surtió efecto, pues ya no persistí por ese lado, mas no dejé de regresar, de tiempo en tiempo, a los pensamientos que me suscitaba tu nombre, y a imaginar cómo serías de niña y después, ya la guapa muchacha de la que se enamoró mi padre. Esta será ocasión, también, para recordar a tía Rosalía, tu hermana menor, aunque tú evitabas hablar de ella, y creo que no porque condenases su amor con aquel corista de Ocopa que no tuvo escrúpulos en abandonar el convento para cortejarla e irse después con ella, sino por el silencio en que se sumió después, excepto una que otra carta ya desde Trujillo, y más tarde desde Loja, en Ecuador, donde se habían establecido ya casados. Cuando se fue yo era aún pequeño, y casi no la recuerdo. Por la expresión de su rostro en esa foto suya que estaba en la sala, y que ya no se encuentra allí, debió ser vivaz y graciosa, como Raquel, pero mucho más decidida. Te apenaba recordarla, y cuánto habrías deseado que volviera, aunque fuera solo por unos días, y conocer a sus dos hijos, sobrinos tuyos, pero ella nunca lo hizo, ni tampoco pudiste ir a esa ciudad tan lejana. Y por eso, por esa tristeza, entendimos que era mejor atenernos al velo de misterio que se había tendido sobre ella.

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Cuando niña, Raquel, tenías también, como toda chica de tu edad, tus momentos de risas y travesuras. Sí, como cuando se reunían contigo Cati, Elvira y Marcela, tus compañeras de escuela y muy amigas. Lo hacían en días feriados, o en los de vacaciones, y formaban entonces un coro inquieto y feliz que iba de estancia en estancia, o de patio en patio, o jugaba en tu dormitorio. También ponían discos en la radiola, pero pronto se aburrían de las piezas de moda en ese tiempo. Se entretenían también con la pushca, hilando e hilando con la lana que siempre había en casa. También les gustaba muchísimo contarse secretos, muy juntitas, en voz baja, en un rincón. Eran pocas las ocasiones en que me permitían juntarme a ustedes, mujercitas en las que ya se presentía a las adolescentes, mas no para jugar a la ronda, claro está, y mucho menos a las muñecas, sino para contarnos cuentos, ya fuesen los que habíamos escuchado en la escuela, o los que nos relataban Leoncia o nuestra madre, o los que yo inventaba en ese momento, y en los que figuraban, por cierto, los personajes de nuestras leyendas. Mas no duraban mucho esas sesiones, pues pronto volvían ustedes a sus temas de charla preferidos, y entonces no me quedaba otra cosa que retirarme, o dejar que me echaran sin contemplaciones. Me iba entonces a leer a mi cuarto, o a jugar solo en el jardín, o también, en una que otra ocasión, a acechar a escondidas al trío femenil que me había despedido. Era muy diferente el caso, sin embargo, cuando era yo el visitado por mis amigos más cercanos, y nos entregábamos a bulliciosos partidos de pelota, a juegos de celadores y ladrones, y a competencias como las que practicábamos en la escuela: ni se te ocurría unirte a nosotros. Pero si estabas con esas chicas, no dejábamos de echarles una mirada, y a veces de fastidiarlas un poco, y hasta les decíamos un piropo, temerosos sí de que se

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quejasen a papá o mamá, y tuviéramos que irnos con la música a otra parte. ¡Cuántas veces he recordado esos momentos de nuestra infancia! Y aun ahora, si me pusiera a caminar por la casa, me parecería oír de pronto la parla reidora con que tú y ellas intercambiaban bromas y confidencias. Diferentes eran las cosas cuando ellas no venían, y si no teníamos tareas escolares, o no te ponías a escuchar radio: íbamos a la cocina y le pedíamos a Leoncia que nos contara más cuentos, sobre todo los de zorros, cóndores, pishtacos, imillas y picaflores, de los que tenía ella un gran repertorio. Me parece vernos sentados a un lado del fogón, muy atentos a lo que la buena muchacha nos narraba. De esa afición, con el paso del tiempo, y como es natural, te fuiste alejando, en tanto que a mí me duró más y encontró en Tobías, mayor y callado como era, un particular apoyo. No sería así extraño que ahora, en que evoco todo aquello, me pusiera yo a contarme en voz alta uno de aquellos relatos.

Después de tus excursiones a las alturas, a las que eras tan aficionado, entraba yo a tu habitación, hermano, para preguntarte por los nuevos fragmentos de minerales que casi siempre tenías la suerte de encontrar y que te gustaban tanto, y a mí cada vez más, y en especial sus nombres. Me informabas, por ejemplo, «Este que ves aquí, de un dorado que parece de oro, es pirita; este cristalino es cuarzo; y el verde oscuro, malaquita». Y en otra ocasión me mostraste uno de un bello color azul, la chalcantita. Conocí, asimismo, otro día, uno de líneas concéntricas que se llamaba «ágata». Y así, uno u otro día, la diorita, la obsidiana, el cristal de roca, la chaquira,

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nombres que se fueron grabando en mi memoria. En algún momento te pregunté cómo los sabías. Me mostraste, entonces, un librito que se titulaba Elementos de mineralogía, que habías visto por casualidad en una librería de Huancayo y habías comprado. Con cuánta curiosidad e interés contemplé yo esas piedras, incluso con deslumbramiento, y después, estando solo, me repetía en silencio esos exóticos nombres. Me preguntabas: «Te gustan mucho, ¿no?». Y yo te contestaba que sí, que mucho. Y fui mucho más enfático esa vez en que me enseñaste uno muy lindo, que me encantó y que se llamaba «azurita». ¡Con qué gusto y paciencia fuiste ordenando ese conjunto, cada vez más grande, en la repisa que tenías frente a tu ventana! Por cierto que nuestra madre y Raquel entraban también para admirarlo, pero no tanto como yo. Y fue así hasta que de retorno de tu primer viaje a Yauricocha, al ver la admiración con que yo contemplaba esos fragmentos, me dijiste «Más delante te lo voy a regalar». No, no pude responder por el momento, por lo abrumado que me sentí. «¿Pero dónde lo pondré?», te pregunté. Me contestaste: «Ya verás en su momento dónde, allá en tu cuarto». Y cuando tú, madre, te enteraste del obsequio, sonriente le dijiste «¡Qué lindo regalo le has prometido a tu hermano, Tobías!». No, no creo que imaginaras entonces, y tampoco ella, cuánto significó para mí y para mi futuro aquel presente. Me diste los fragmentos antes de tu última partida a Yauricocha, y los puse allí en efecto, en esa repisa, y con cuánto gusto los miraba una y otra vez. Y creo verlos ahora, a pesar de la oscuridad. ¡Cuánto te agradecí y te agradezco aún esos regalos!

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¿Quién fuiste, oh bella, que no puedo acordarme dónde fue la primera vez que te vi? ¿Cómo supe que te llamabas Angélica? Y era en verdad angélica tu figura, como también, y sobre todo, tu rostro de rasgos tan finos, y tus manos tan blancas. ¿Fuiste una aparición? ¿Un sueño? ¿La joven representada en un lienzo que vi no sé si en Ocopa, en el Cuzco, en Florencia, en Ávila, en Pomata? ¿Por qué viene ahora a mí tu imagen, y ese nombre tuyo, tan poético que te di: Angélica, la de las blancas manos? ¿Tendrá ello que ver con el que me di, al recogerme en esta casa, el de cansado ángel?

Allí, en ese rincón, está el bargueño que fue tuyo, madre, y antes de tus antepasados maternos, y que traje aquí, el mueble entre provinciano y suntuoso en cuyas gavetas guardabas hilos de lana y de seda, útiles de costura, y también estampas, cartas, recuerdos, medallas. Son tan bonitos sus cajoncillos, con sus guirnaldas talladas —rojas, verdes, amarillas—, con sus arabescos y sus tiradores de bronce. Una sierpe heráldica adorna cada uno de sus costados, inspirada sin duda por un modelo antiguo que vio el artesano que lo hizo. Y allí, sobre el pequeño tablero que había adelante, dibujabas motivos para tus tejidos, estudiabas combinaciones de colores, escribías tus cartas, anotabas en un cuaderno cuentas y otras cosas. Incluso cenábamos allí —tendría yo por entonces entre ocho y nueve años— cuando mi padre y mis hermanos no estaban en casa. No nos gustaba hacerlo entonces en el comedor, que, por lo grande y por su gran mampara de vidrio, nos intimidaba un poco a esa hora. Cenábamos, digo, y conversábamos sobre asuntos del día, mis clases en la escuela, y no te sorprendiste cuando

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te conté que había consultado un diccionario y que allí se decía que ese nombre se debía a que los hacían en Bargas, allá en España. También me hablabas de tus padres, y cómo es que conservabas muy pocos recuerdos de tu progenitor, pues falleció cuando eras pequeña. Un soraíno que se dedicaba a sus pocas tierras, entre ellas una de altura, en aparcería con campesinos amigos, y también a un pequeño negocio de madera de eucalipto. No así de tu madre, Lorenza Uxcohuaranga, sobrina nieta del famoso escultor de Parcos del que también nos hablaste. Era una señora muy dedicada a su hogar y a sus tejidos, y dueña del telar que te dejó en herencia, y en el que tú cultivabas también, con amor y dedicación, ese arte que tú y tu esposo, y yo y Tobías, admirábamos tanto. Y era Raquel, con su proyecto de dedicarse a la joyería, quien habría de continuar con esa línea creadora. Cuánto me habría gustado conocer a esa abuela, que por desgracia murió también antes de que yo naciera. Mi hermano sí lo hizo, y recordaba muy bien todo el cariño que doña Lorenza le tenía. Será por todo eso que yo sentía, en esas noches en que conversábamos ante el bargueño sobre esos antepasados y otras cosas, como si nos halláramos no ante ese mueble, sino ante una especie de ara —aunque no conociera esta palabra—, frente a la cual rendíamos culto a la noche y al pasado. ¡Cuánto significa para mí, por todo aquello, ese viejo mueble de tan hermoso nombre y que ahora me acompaña en este cuarto!

Una tarde, con sol cercano ya al poniente, subimos yo y Raquel al piso alto, con Leoncia, nuestra amiga y familiar más que servidora. No tenía nada que hacer, y le

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gustaba contemplar, no sin cierta melancolía, el cerro de Hualhuas, más allá de cuya cima —circundada por colcas, los depósitos que dejaron los incas— se hallaba el pueblo del mismo nombre, donde habían vivido sus abuelos y su familia, que, radicada ahora en Morococha, conservaba allí una parcela. Asomados, pues, ella nos señaló de pronto en lo alto, en la vuelta de un sendero, un gran peñasco oscuro, y nos dijo, con una voz que me pareció entre admirada y temerosa: «¿Ven allá? En esa esquina está el tororumi». «Dirás el torolumi», dije, apelando a la pronunciación del quechua del valle. «No, nosotros lo llamamos “tororumi”», precisó. «Pero ¿qué es?», quiso saber Raquel. «Es la cabeza de un toro, un gran toro de piedra», dijo Leoncia, y añadió: «Sí, de piedra. Si fuéramos allá la veríamos más claramente, con sus cuernos». Y mientras nosotros tratábamos de distinguirlos, ella siguió: «Es un toro que en las noches de luna llena se levanta y corre por la cuesta, bramando y lanzando por sus ojos y sus fauces grandes candelas, y embiste y mata a los que encuentra en su camino». «Bah», dijo Raquel, incrédula, «debe ser solo una piedra grande que se parece a ese animal». «No, en esas noches es un toro negro, y a la vez de fuego», insistió Leoncia. Guardamos silencio, impresionados por la visión de esa bestia, no andina en sus orígenes, pero como si ya lo fuera. Y repetía para mí, en silencio, «¡Tororumi, tororumi...!». E impresionado por esa imagen casi no participé en la conversación que después de un rato continuó, y que mi hermana llevó a temas más inmediatos. Y después, ya en la noche, soñé, me acuerdo, con ese mítico animal. Al día siguiente por la mañana volví a subir al balcón, y traté de ubicar ese peñasco, pero me fue muy difícil hacerlo. Y algo me decía que no era una fábula sino una verdad que ese ser fabuloso vagaba en ciertas noches por esas alturas, y que más adelante, talvez, tornaría yo a verlo, aterrador, en mis noches.

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Amigos sí los tuve en esos años, pero pocos y no muy cercanos. Era muy diferente en eso de Raquel, y semejante a mi hermano. Tenía, por ejemplo, a ese primo lejano, Tomás, algo menor que yo, a quien veía pocas veces y con quien me gustaba explorar los rincones más antiguos de esta casa, grande como es. Jugábamos también a las escondidas, a los bandidos, a los héroes de los cuentos que leíamos. Me visitaban también, de cuando en cuando, los hijos de un vecino, Titín y Catalina, ambos limeños. Sus finos rasgos no le impedían a ella, menor que nosotros, imponernos sus gustos, como jugar a las comidas, lo que por cierto no me gustaba y era motivo de las burlas de mi hermana. Estaban también los compañeros de la escuela monjil en la que me inicié en los estudios de primaria, donde no era bien visto que nos juntáramos niños y niñas, así que los varones nos distraíamos, a la hora de los recreos, jugando a la pelota, a los trompos, a las bolitas de cristal, lo cual a veces me aburría. Por todo ello prefería mis juegos solitarios aquí, ya fuera en mi cuarto, ya fuera en el jardín, o en la parte posterior de la casa. En ellos era yo, a veces, personaje de algunos de los relatos que leía, fuese explorador, inca, jinete, califa o navegante. Me inventaba palacios, fortalezas, gabinetes de encantadores y de astrónomos. Eran juegos en los que en ocasiones me aguaitaba, escondida, la pícara de Raquel, para luego comentarlos con sus amigas y matarse de la risa a mis expensas. Y estuvo, siendo yo casi adolescente, ya en la secundaria, Raúl Tavera, limeño, compañero en el colegio, que residía aquí porque su madre había sufrido un comienzo de tuberculosis, aunque estaba ya en

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proceso de recuperación. Era muy alto, y de igual modo lo eran su tía, a la que la gente apodaba por eso Inspectora de Techos, y sus dos hermanas, algo mayores, que eran para mí unas bellezas exóticas, no solo por su estatura, sino también por lo rubias y lo azul de sus ojos, como que su madre se apellidaba Wythman. Sin duda Raúl les había informado cómo era nuestra casa, porque una tarde se presentaron con él y me pidieron, muy gentiles, entrar y verla. Accedí, y les mostré la sala, el estudio de mi padre, los patios y jardines, y la parte antigua. Por cierto estaba solo, mi madre había salido con Raquel, de modo que no se enteró de esa visita porque temí que le hablara de ella a mi hermana, que, por alguna razón que ignoro, les guardaba antipatía a esas altas y guapas muchachas. Ese fue, pues, el entorno de amigos con que jugué y me divertí a lo largo de esos años, y a los que nunca les hablé sobre los regalos que me traía mi hermano de sus excursiones por las alturas, y después de Yauricocha. Tampoco sobre mis gustos personales ni sobre mis lecturas. Pasó el tiempo, y fueron otros cuando terminé la secundaria, allá en 1955, pero ya no tan cercanos, por nuestras diferencias de carácter y de aficiones. Y así sería con los pocos que tuve en los años siguientes.

Jugábamos a pleno sol, allá en la era que teníamos en una chacra cerca del río Mantaro, y que se llamaba La Huayrona. Subíamos a esa parva de trigo que nos parecía inmensa, tú, Raquel, y esa niña que se llamaba Soledad, de la misma edad que yo tenía, unos ocho años, tan linda con sus llicllas, su pollera colorada, su sombrero. Cuánto me hubiera gustado decirle cuánto me gustaba. Felices

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los tres, saltando allá arriba, aventándonos la paja, riendo. En el ruedo, los caballos giraban y giraban en la trilla, y Julián, su auriga, lanzaba de rato en rato guapidos jubilosos. Y el río y la tarde destellaban, y parecía que los juegos y la luz no iban a terminar nunca. Pero llegaba la noche y entonces nos uníamos a las muchachas y jóvenes de la familia de don Mateo, que venían para esa ocasión, con los que cantábamos huainos a cuyo son también bailábamos. Aquel tan alegre, por ejemplo, decía ¡Huay, huay / puca polleracha! Y era roja tu pollera, Soledad, y con qué júbilo lo entonabas. También estaba aquel otro, tan bonito y antiguo, que decía Reloj de campana, / cadenita de oro, / cuéntame las horas / para retirarme. Son recuerdos tan hermosos que me dan por un momento la ilusión de estar allá, y de volver a cantar y danzar con esa niña, amor de infancia, como si a la vez me hallase en esa era y en esta casa. ¡Si aquel júbilo y aquella edad hubiesen durado para siempre!

Te pregunté, padre, más de una vez, por tu madre, Josefina Errázuriz, esa española de Ávila que vino a este valle muy joven en pos de salud, como hacían por entonces no pocos extranjeros, acompañada por su hermano mayor, y que no solo se curó de la tisis sino que se quedó y se casó con tu padre. «¿Cómo era ella?», quise saber, y si hablaba con el acento y esas palabras que usaban los curas del convento de Ocopa, y tú me decías que sí, que tenía uno semejante, que te encantaba y del cual conservabas algunos rezagos, como sucedía cuando a veces pronunciabas la ce a la española, o usabas ciertas interjecciones no empleadas entre nosotros. Y volvía yo a preguntar, en otra

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ocasión, pues no tuve la suerte de conocerla, cómo era su carácter y si extrañaba a su tierra. Y tú, padre, me respondiste que era tranquila, soñadora por momentos, aunque también podía mostrarse muy enérgica, y que le gustaba entonar cantares de Ávila y otras partes de España. «¿Te acuerdas de alguna?». «Sí, claro, pero no me pidas que me ponga a entonarla, con la mala voz que Dios me ha dado». Quise saber también si te hablaba de Ávila y me dijiste que sí, y que te enteraste así que era una ciudad de tierras altas en Castilla la Vieja, con inviernos muy fríos, y a orillas de un río que se llama Adaja, y que había en ella una hermosa iglesia gótica, la más antigua de España, y unas murallas con torreones, y que Soray le recordaba su ciudad natal, por sus paredes encaladas, sus tejados, sus zaguanes. Ah, y también porque allá se tejían mantas de lana, como se hace por acá, y se hacían pequeñas alhajas de plata. Y otro día, me acuerdo bien, te pregunté cómo tu padre, el señor Patricio de los Ríos, se enamoró de ella. Y tú me respondiste, sonriendo: «¿Y para qué quieres saberlo? Basta con que sepas que se gustaron y se casaron. Para entonces ya estaba curada de la tisis». Y yo quería que me hablaras más de ella, pero tú hiciste un amable gesto de impaciencia y tuve que dejar ese tema. Ya retornaría yo a esas y otras preguntas, a ti o a mi madre, que alcanzó a conocerla. Y esa noche, después de la cena, no dejé de ir a mirar el retrato de doña Josefina, que se halla aún en la sala, en una fotografía donde se la veía joven y, a pesar de su delgadez, guapa, y vestida con un largo y hermoso traje a la moda de ese tiempo, y donde se destacaba más que nada su hermoso rostro, que siempre hallaba yo enigmático. Después se me ocurrió acudir al Diccionario Enciclopédico que tenías en tu estudio, pero es poco lo que encontré sobre esa ciudad. ¿Qué me iba a imaginar que alguna vez la visitaría?

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Cómo no pensar ahora en Patricio de los Ríos, mi abuelo paterno, alguien que llegó a ser para mí, por lo que supe, un personaje de veras sorprendente, y no solo por haber conquistado, apuesto como era, a Josefina Errázuriz, y por haber sido dueño, además de unos negocios, de una pequeña biblioteca. Sí, una de variados libros, en la medida en que lo permitían aquellos tiempos, en los que era tan modesto el nivel cultural. Más aun, y cómo no decirlo, por persuadir a su único hijo para que estudiara en Lima, y que llegó a ser el notable abogado que eres tú, padre, aunque fuera, porque así lo quisiste, solo uno de provincia. Tampoco conocí a ese abuelo, ya que murió mucho antes de que yo naciera. «¿Y cuáles eran los libros que leía?», te pregunté. Y tú me dijiste, en un diálogo que de alguna manera trato de reconstruir: «Varios, hijo, que no sé cómo consiguió, y entre ellos esos viejos ejemplares, algunos con tapas de cuero, que ahora están en una repisa, allá en mi estudio». Sí, yo los había visto más de una vez, y antes Tobías, que sin duda se interesó en algunos. Y añadiste que había uno que había llamado siempre tu atención, porque trataba sobre las señales de la lluvia y la sequía, los cuidados del campo, del ganado, de las abejas, y estaba en verso». ¿En verso? ¿Cómo podía ser eso? «¿Y tú lo has leído, papá?». «Sí, pero solo algunas partes». Y me informaste que se trataba de una traducción de las Geórgicas, obra de un poeta romano, Virgilio, que también había compuesto un poema épico». «¿Y por qué lo tendría el abuelo?». «No sé, hijo, porque él no era un estudioso. Y además, no dejó de sorprendernos que se pudiera tratarse en verso tales temas». Y estaba por hacerte otras preguntas, pero vino alguien a buscarte, y ya sea por una razón o por otra, no hubo ocasión para reanudar esa plática. Me acuerdo, también, que en otra conversación te referiste a distintos títulos que se hallaban allí, entre ellos El lazarillo de ciegos caminantes, de

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un cierto Concolorcorvo, extraño nombre. Sea como fuera, y dentro de sus posibilidades, aquel antepasado se había interesado en esas y otras rarísimas obras, que deben estar ahora en ese mismo lugar, en espera, se diría, de que vaya a hojearlos el hombre que lo hizo de niño, y que era yo, Mariano de los Ríos, el mismo que dedicará muchas horas, en los tiempos que vienen, a la lectura, pero talvez no a la de esa obra de Virgilio, a menos que una noche se presente ese abuelo y me invite a hacerlo.

Eras de ese pueblo tan alto, que no se alcanzaba a ver desde el balcón de la casa, el de Hualhuas, que visité solo una vez, de niño, con sus casitas de tapia y sus tejados, cuyo nombre jamás olvidaré, nimbado como estaba por el halo mítico que le daba la figura de ese toro llameante de que nos habías hablado. Me gustaba también la rara y hermosa combinación de tu nombre, Leoncia, y tu apellido, Astocuri, que era también, según le dijeron alguna vez a Tobías, el de un curaca de nuestro valle, allá en tiempos antiguos. Y también, amiga, y más que amiga hermana, ese rostro tuyo, de un lindo color cetrino y de ojos negrísimos. ¿Dónde estarás ahora? Ya anciana, sin duda, y con hijos y talvez nietos, no sé si en Hualhuas, o en ese pequeño asiento minero, que ya no existe, donde trabajaba el hombre con quien te casaste. ¡Cuánto cariño te teníamos, y qué bonitas las historias de huaychaos, zorros, cóndores, que nos contabas a mí y a mi hermana, o los huainos en quechua que con cierta timidez nos cantabas!

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Camina Azrael por los campos anochecidos de Quishuar y de Soray, y su paso difunde angustia en el silencio, mientras caen estrellas rojas y azules, de los eucaliptos, de los alisos, de los quinhuales. Flores extrañas, de una luz brillante y sin embargo gélida. Azrael, ¿quién eres? ¿Dónde he leído sobre ti? ¿Serás acaso el ángel de la muerte, en el que creían los árabes? ¿Por qué esta visión tan extraña?

En unas cortas vacaciones en el trabajo que tenías en la oficina de esos ingenieros, decidiste, Tobías, visitar Coricocha —nombre que sin duda te parecía, como a mí, tan poético—, cerca de Acobamba y de Lircay, para conocer la casa de la tía abuela materna. No sabías la ruta que llevaba a esa pequeña localidad huancavelicana, y que en su mayor parte consistía en caminos de herradura, y tendrías por ello que fiarte de los arrieros que viajaban por esa zona. Conocerías, pues, el pequeño fundo y la estancia de Parcos, con los ichales de Pomamanta, de los que nos había dado una viva imagen nuestra madre, que los conoció de joven. Recorrerías a caballo las pampas de Aullay, y, con un poco de suerte, escucharías los hayllis de esos pueblos. Preguntarías por ese tío abuelo casi mítico, Juan de Dios Uxcoguaranga, el escultor. Sí, habías tenido sin duda todo eso muy presente, aunque al hablar de tu proyecto solo dijiste «Madre, quiero conocer Coricocha». «¿Qué?», se asombró ella. «Sí, conocer la casa de la tía abuela, y esa tierra que, por lo que nos has dicho, es tan hermosa». Tardó nuestra madre en responder, pero cuando lo hizo prevalecieron en ella los reparos, a los que se sumaron los de Raquel, pero de nada valieron, pues había en ti una determinación tan serena

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y a la vez tan firme, así como la aprobación de nuestro padre, que no tuvo más remedio que ceder. No en vano contabas con tus propios recursos. Luego ambas se entusiasmaron con tu idea, y yo, por mi parte, hubiera querido acompañarte, pero no lo hice por las clases, y porque preví que te negarías, y mucho más ellas. Me excitaba, en verdad, la idea de que conocieras esos parajes, frecuentados sin duda por vicuñas, huaychaos, zorros. Tú mismo preparaste tu ropa, y consultaste un mapa que teníamos en casa y pediste informes adicionales a un señor Castro, conocido de nuestro padre, y que con frecuencia viajaba a Huancavelica y conocía sus provincias. Nuestra madre, por su lado, tomó a su cargo la compra de unos regalos, en especial para esa prima suya, Estefanía, a la que no había vuelto a ver. Y fue así como, al cabo de unos días, en ese mes de julio, tuvo lugar tu partida. Te acompañamos a tomar el bus a Huancayo, desde donde continuarías hacia Huancavelica. Recuerdo el abrazo tan afectuoso que nos diste. Después, no supimos nada de ti por varios días, en razón de la distancia y de la falta de medios de comunicación. Se preocupaban, desde luego, mi madre y mi hermana, y yo también, pero de otra manera, pues predominaba en mí el placer de imaginar cómo sería ese largo viaje. Y así, hasta que una tarde nos llegó un mensaje tuyo, traído por un amigo huancavelicano, en que nos decías que te iba muy bien. Y fueron así pasando otros días, hasta que volviste una mañana y apareciste en casa, un poco cansado pero contento, muy contento. ¡Los abrazos con que te recibimos! Guardaste tus cosas y pasamos al comedor, tan luminoso. Fue largo, a pesar de tu habitual parquedad, el relato de tu viaje, y la descripción que nos hiciste de esos sitios, y en especial del remoto y bello paraje donde estaban la casa y el fundo, y de la cordial acogida que te brindaron Estefanía, su marido y sus

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dos hijos. Cuánto me impresionó tu descripción de Parcos, nombre de esa propiedad que, extensa en otra época, se había ido reduciendo como resultado de herencias y donaciones, hasta no ser ahora más que una mediana extensión de pastos y roqueríos, con algunos oconales, y que bordeaba a esa laguna de tan hermoso y dorado nombre: Coricocha. Habías recorrido esos parajes acompañado siempre por un guía, a trechos a caballo, y otros a pie. Acabados tu relato y tus descripciones, entrecortados por nuestras preguntas, llegó el momento en que nos entregaste los presentes que nos enviaba esa pariente, que consistían en variados quesos, chuño y unos dulces regionales, y los que nos habías traído tú, que consistían en dos lindas mantas, en parte semejantes a nuestras wishcatas, de las que se usaban allá, una para mamá y otra para Raquel, unas fotos antiguas de Lircay para papá, y un caballito de cerámica para mí, además de dos bellos fragmentos de pirita. Con cuánta alegría los recibimos. Después, a la hora de la cena, tuviste que responder a nuevas y nuevas preguntas. Y al oírte, en esas horas, yo también me propuse visitar alguna vez aquellos parajes. Tu viaje fue de alguna manera el anuncio, sin que lo supiéramos, del que harías a Yauricocha, que iría a convertirse, luego de algunos regresos, en uno del que no retornaste.

Estamos solos tú y yo, madre, en el obrador, que así llamamos a la habitación donde tienes tu telar. Es ya de noche y dices «Voy a tejer», y vas y te sientas frente al telar. Yo me pongo a tu costado. A mi poca edad puedo ser compañía, pero sé bien que cuando te dedicas a esa tarea es mejor que no te interrumpa, aunque puedo sí ob-

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servar tu trabajo todo el tiempo que quiera. Veo, pues, cómo tus manos disponen los hilos, la lanzadera, a la manera del arpista que afina las cuerdas de su instrumento antes de iniciar la música. Sé que ese arte lo aprendiste de tu madre, y ella de su tía Lucía Uxcoguaranga, nacida en Parcos, allá en Lircay, y que mandó construir esa máquina de madera. Empiezas tu labor con una cadencia que, pausada al principio, se va haciendo más y más viva, hasta adquirir el ritmo que es el tuyo. Son hábiles y rápidas tus manos, a pesar de los quehaceres y de un comienzo de reumatismo, y de que a veces, por no tener encargos pendientes y por no tener necesidad de tejer una prenda para ti o para tus hijos, pasan días sin que vuelvas al telar. Se diría que hay en ellas, en su ligereza, algo de danzante, y cuando por alguna razón se hacen más lentas me hacen pensar en dos aves que suspenden su vuelo, allá en el aire, por unos instantes, para luego reanudarlo. Me dejo entonces llevar por la música que enhebras, y que oigo aun más clara porque afuera reina un gran silencio. Y así, por un buen rato, pero de pronto me acuerdo, no sé por qué, de una tarde que sería de mayo, pues los trigales comenzaban a tomar un color dorado, y en la que, como ahora, tejías y tejías. Mi padre había entrado a acompañarte y se había sentado en un rincón, con ese poncho de franjas de color verde sobre un fondo de castaño claro que tanto me gustaba. Se levantó después de un rato y se acercó y se puso a contemplar, como yo, la ronda de tu trabajo y las pampas, o franjas que iban saliendo. Dijo, de pronto, «Es tan hermoso lo que tejes, María». Y después de un rato se retiró. Tú continúas, aun más complacida, con lo tuyo, y son hermosas las bandas, cuyo color y alternancia fijas tú, incluso cuando es una campesina la que te ha encargado una de esas mantas que llamamos «wishcatas», nombre que me encantaba, y en las que esas franjas tienen todos

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los colores del arco iris. Sirven para tantas cosas, como para que las huamblas hagan sus compras, abriguen a sus hermanitos, bailen la huaylijía, o para que los hombres se pongan a danzar en la jija. Quisiera, por momentos, tocar la textura de la que tejes, mirar aun más de cerca sus colores, pero no lo hago porque me está vedado cuando estás en tu trabajo. Me acuerdo también de otras tardes en que, sentada en el patio, examinabas las madejas, luego de clasificarlas según su calidad. Decías «Esta es buena para rojo, y esa quedará bien teñida de amarillo, y aquella, de blanco se quedará». Yo te escuchaba y asentía, pero más de una vez te pregunté: «¿Pero cómo sabes qué color es mejor para cada madeja?». Y tú decías, simplemente: «Porque así es, hijo. Es lo que me aconseja la experiencia». Y sin más proseguías: «Esta lana es apretada y quedará bien en azul». Y no me quedaba entonces, como ahora, sino imaginar toda esa variedad cromática, y era como si el obrador, el patio, la casa toda, se llenaran de esa fiesta de colores. Y así, hasta que de pronto tu voz me dice: «Despierta, hijo, no te vayas a caer». Y era verdad, pues, llevado por los pensamientos, me había quedado dormido así, de pie y apoyado en un parante del telar. Y tú me decías: «Anda, ve a acostarte, pues yo me quedaré todavía un poco más». Y yo me negaba, y para despabilarme daba unas vueltas por la habitación y retornaba luego a tu lado. Te observo, pues, y me digo que es como si hubiera estado mirándote siempre así. ¡Te hallas tan absorta en tu tarea! Me acuerdo que alguna vez te pedí que me enseñaras tu arte, pero tú me respondiste: «No, por ahora no. Más tarde, hijo, cuando seas más grande». Y una voz secreta me decía que era mejor así, pues por más que me encantasen los hilos, los matices, el compás, no sería tan bueno como tú en aquel oficio. ¿No comentó cierta vez Tobías, enterado de mi pedido, «No, no creo

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madre que este chico sirva para eso. Le falta paciencia»? Sí, eso dijo, y había, además, el prejuicio de que en ese trabajo eran mejores las mujeres. Y seguimos así, tú en tu labor y yo sin cansarme de mirarte. Hubo ocasiones como esta en que llegaba Raquel y, motivada por su inclinación a la alegría y tu bonita voz de contralto, nos invitaba a cantar, como a veces hacías en voz baja mientras tejías sola, y si no estabas cansada, a bailar un huaino de nuestra tierra. Y así lo hacíamos, sin apelar nunca a los discos y la radiola que había comprado mi padre. Cuánto recuerdo aquel cuya letra decía Sobre terso lago / vi una gaviota; / memoria, le dije, / de grato recuerdo. Y aquel, humorístico, que sabe Dios cómo habría llegado a nuestra tierra: Andahuaylas cura, / manam lanzapallahuanchu; / cuyay niñay challayta, / Dominus vobiscum nispa, / cuyay niñay challayta, / casarachillahuan. Eran versos que compartían un alegre toque con otros en que ese cura casamentero era comparado con un ave de mal agüero: ¡Huaychao, huaychao, / malas señas, huaychao! / ¡Tucu, tucu, / malas señas, tucu! Estaban, también, inspirados por el río que surca nuestro valle, y cuya letra decía: Por esta banda, / por la otra banda, / de nuestro río, / se fue volando / mi palomita. / Quiero seguirla, / y no lo puedo. / Mi palomita se fue volando. Y no solo dábamos vueltas sino que zapateábamos. Y si papá nos oía, acudía a vernos al sentir nuestras voces, y si bien no se unía a nuestro coro, nos acompañaba con el palmoteo de sus manos. Tobías, por su parte, si llegaba en uno de esos momentos, traía su guitarra. ¡Ah, cuánto echo de menos esas horas tan felices!

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Conversábamos con frecuencia, padre, unas veces porque yo tenía cosas que preguntarte, y otras a iniciativa tuya, por lo general en tu estudio, y también cuando salíamos de paseo por los alrededores. En varias de aquellas charlas, cuando yo tenía unos doce años, me hablaste de tus padres, de tu condición de hijo único, y de cómo fue que, cuando estudiabas en San Marcos, joven ya, los perdiste, primero a tu madre, como consecuencia de una neumonía, y un año después a tu progenitor. A pesar de ello pudiste terminar la carrera que habías elegido y decidiste, como ya me habías contado, establecerte en Jauja, y después en Soray. Recuerdo muy bien que en tu decisión pesaron mucho tu amor por la justicia y el deseo de defender a las comunidades de nuestra tierra. Te pregunté también, y no solo una vez, cómo conociste a la joven que más tarde se convirtió en tu esposa. «Fue en casa de una familia amiga, y para mí fue lo que se llama “un amor a primera vista”». Y no quisiste continuar, y yo me propuse entonces saberlo por boca de mi madre, lo cual no conseguí, pues ella se mostró entonces, con una cierta sonrisa, aun más discreta, por no decir reservada. Y más de una vez me hablaste de tus estudios en San Marcos, aconsejándome que yo también siguiera, al término de la secundaria, una carrera por la que sintiera vocación, o que al menos fuera de mi agrado. «¿Sabes ya qué te gustaría estudiar?», me preguntaste más de una vez, y yo te contestaba que aún no lo sabía, pero que me atraían varias cosas, como la lectura de cuentos y novelas, el estudio de los cristales que traía de sus viajes mi hermano y viajar por tierras muy lejanas. En esas ocasiones, me acuerdo, te quedabas pensativo, y más aun cuando te dije que Lima no me gustaba, pues habíamos ido una vez contigo y con mamá, y que su cielo gris me había causado muy ingrata impresión. En otras charlas me rei-

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terabas, con afectuosa firmeza, que no dejara de estudiar una carrera. Te conté en una ocasión lo que había conversado ya con Tobías, y que él me había hablado de su amor por los paisajes de altura y por el mundo andino, y en especial por su música. Lo sabías, por cierto, pero me dijiste que aún había tiempo para que lo pensara. Bien podría, por ejemplo, estudiar nuestra música, y perfeccionarse en tocar la guitarra, todo ello sin dejar por eso sus inquietudes políticas. Me exhortabas también a que aprendiera allá en Lima algún otro idioma. Y cuando te pregunté por el caso de Raquel, me respondiste «Me parece que ella tiene dotes para alguna forma de arte, como tu mamá para los tejidos». Y seguíamos hablando así de nuestra familia y de algunos de nuestros antepasados. En otras ocasiones, lo recuerdo, me hablabas de la historia de Soray, de los pueblos del valle, de tus amigos, de nuestras costumbres, y, cambiando de tema, de la situación política de nuestro país en esos tiempos, con la dictadura de Odría, del gobierno anterior de Bustamante y Rivero, con el cual simpatizabas, y, antes, de tus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, y de tu alegría cuando se venció al nazismo, y de tu visión de la Guerra de Corea. Y no dejabas de recomendarme, para más adelante, ciertas lecturas, como la de los 7 ensayos, de Mariátegui, y de otros libros sobre el Perú que tenías allá en tu estudio. ¡Enriquecedoras pláticas que tanto recuerdo!

¿Cómo no pensar otra vez en los antepasados, aquellos de los que oí hablar en mi infancia y algunos de los que supe después? Más aun, los siento como en un callado rencuentro. Está allí, próxima y a la vez leja-

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na, la figura de ese Juan de Dios Uxcohuaranga, hermano de mi abuela materna, nativo de Parcos, no lejos de Lircay, y tallador que fue de imágenes religiosas. Alguna vez me hablaste de él, madre, pero no, no lo conociste, pues nunca vino por aquí, y, sin embargo, su memoria se había conservado muy bien en la familia. ¿Cómo habría llegado a aprender ese arte siendo indio del común, como su apellido y otros indicios señalaban? ¿Por inspiración del nombre que le pusieron en el bautizo? ¿Por haber trabajado en el taller de un escultor de Huamanga? ¿Por una vocación determinante? No lo sé, y tampoco lo sabías tú, porque nunca hubo ocasión para que te lo dijeran. No se iniciaría en Parcos, ciertamente, porque era un pueblo muy pequeño, solo de campesinos, y apenas si tenía una capilla. ¿En Lircay? No, no lo creo. ¿Dónde y cómo, entonces, y con quiénes? Supimos sí que anduvo y anduvo por diferentes lugares de nuestra sierra, llamado por devotos, misioneros o congregaciones religiosas, que le encargaban imágenes. Se decía, además, según escuchó el viejo Nicolás, casi vecino nuestro, que tocaba muy bien el arpa y la quena, y que era muy probable que formase parte, en ciertas ocasiones, de conjuntos musicales. Nadie sabe ahora qué fue de él. Casada ya, encargaste a conocidos que viajaban por aquellos sitios que preguntaran por ese artista, sin recibir información alguna. También lo hizo, en vano, Tobías. Y lo único que teníamos como recuerdo suyo, y que tú conservabas en tu cuarto, era un pequeño Niño Dios, pero no el de los nacimientos navideños, sino uno coronado por una diadema de plata y sentado sobre un silloncito dorado. ¡Cuán delicado su rostro, y cuán augusta su expresión! Sostenía en la mano izquierda una esfera también de plata, que representaba el globo terráqueo. Vestía una túnica de terciopelo azul con una cenefa de hilos de plata. Creyente por entonces,

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yo le pedía al Niño que me regalasen juguetes, que tuviera muchos y buenos amigos, que hiciera buen tiempo para volar cometas y, sobre todo, que me hiciera conocer algún día la tierra donde había nacido, y saber si en alguna ocasión visitó nuestro valle. Ya más grande pensaba que sus demás obras, ya fuesen imágenes de Cristo, de la Virgen o de los santos, talladas en madera, se conservarían en las pequeñas iglesias de esos pueblos, y otras más modestas, en las capillas de las comunidades. Y de otro lado, que me habría gustado añadir a mis dos apellidos, De los Ríos y Urdanivia, aquel tan nuestro y de un artista tan notable. Me habría llamado, pues, Mariano de los Ríos Urdanivia y Uxcohuaranga. Y mañana, iré a mirar, madre, el mueble en que habías puesto a ese Niño, del cual solo me queda el recuerdo, porque se lo regalaste a Raquel cuando se casó, y ella lo tiene allá en su casa. Y volveré a imaginar cómo sería ese mítico Juan de Dios Uxcohuaranga.

Íbamos por aquel sendero, el que bordeaba el canal, allá en los campos de Huánchar, tú y yo, Raquel, para contemplar el paisaje. Y de pronto nos dimos cuenta de que se alzaba del agua un resplandor entre rojo y dorado, que se extendía a las retamas y a los alisos, y aun más allá. Dijiste «No, no es la luz del sol. ¿Qué puede ser? ¿Un fuego?». «Así parece», dije, y estaba a punto de pedirte que nos alejáramos, pero tú pusiste un dedo en tus labios, para que no te hablara, y yo fui entonces y miré más de cerca el agua, y lo mismo hiciste tú, y vimos que aquella se veía aun más roja, de un rojo de púrpura, y que aquel resplandor subía como hiedra casi llameante por los muros que flanqueaban el viaducto.

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Asustados, echamos a correr, y ya cuando nos hallamos un poco lejos, por un motivo que no comprendo, decidimos no contar a nadie lo que habíamos visto. ¿Por qué, Raquel?

Quiero evocar, ahora, a Beatriz de Salcedo, tía abuela de mi madre, sobre quien la escuché una vez hablar cuando yo estaba por terminar la primaria. Se trataba de una figura casi legendaria. Ella había alcanzado a conocerla, muy vieja ya, y se refería a su recio carácter. En los días de fiesta, según creía recordar, se vestía muy elegante, y mi madre decía, al respecto, que una vecina, anciana ya pero vivaz, recordaba que, muy consciente de su ascendencia, se ponía un faldellín negro de la mejor cachemira, con cinco y seis vueltas de cinta negra, la más fina, y monillo blanco y lliclla de una castilla tan suave como esos paños que llamaban «de Flandes», y que usaba, asimismo, en esas ocasiones, altos y blanquísimos sombreros. ¿Cómo no había de ser, entonces, imponente su figura? Incansable señora, enviudó y, a pesar de no tener hijos, se esforzó en aumentar sus recursos dedicándose, según se contaba, a hacer bizcochuelos de azafrán y ajonjolí, que se hicieron famosos. Me acuerdo que vi de chico las grandes bateas que utilizaban ella y sus ayudantes. ¿Qué habrá sido de esos grandes recipientes de madera? Y debieron ser numerosos, también, los balayes que dejó. Se guarda memoria también de su amor por las alhajas, y se decía que cuando murió tuvieron que enterrarla con ellas, porque así lo dispuso en su testamento, y porque sus deudos temieron que, si no cumplían, ella volvería de su tumba para atemorizar sus noches. Y era tan de armas tomar, que viuda ya, un ladrón se metió en

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la casa para robar, y entonces agarró ella una gran bacinilla de plata que había heredado de sus mayores, y de un solo golpe, llena como estaba de orines, le descalabró la testa. Mas no solo era señora de su casa y sus negocios, sino que ella misma iba a ver cómo andaban las parcelas de la familia. Dejó como herencia a sus sobrinos una casa que llamaban del Toril, en la Plaza Mayor, y la tierra de La Huayrona, y también dos lienzos coloniales, baúles de cuero, mudas de ropa, cestos, botijas, monturas, arreos. Me impresionó tanto lo que escuché sobre ella, que creí verla una noche, en sueños, en la que me miró por un momento y fue a sentarse en una silla con las manos recogidas, como si esperase a alguien. Quise hablarle, pero me contuvo el temor de que me respondiera, mas no con la voz sonora que debió tener en vida, sino otra, sibilante, como sin duda es la de los difuntos. Por suerte su imagen se fue luego desvaneciendo. ¿Por qué será que ahora, al cabo de tantos años, vuelvo a pensar en ella? Recuerdo también que, finado ya mi padre, le contaron a mi madre que una vez doña Beatriz asumió, allá en Jauja, el cargo de alférez en la gran fiesta de la Virgen que se conoce como La Chapetona, cosa que, me imagino, no habría gustado mucho a los jaujinos, por tratarse de una señora de faldellín y pollera. Pidió entonces a Lima, para la noche de vísperas, los más vistosos fuegos artificiales que se hubiesen visto en el lugar, y para el día siguiente, que era el principal, mandó oficiar una misa muy solemne con coristas de Ocopa. ¡Y cuán concurrida fue la procesión, en la que se mostró vestida con la mayor elegancia y caminando como una reina detrás de los curas y de la imagen! Y por la tarde, según lo que había programado, se realizó un gran torneo de cintas en la Plaza Mayor, y no una corrida de toros, como se estila ahora. A ella le debíamos, como dije, el peque-

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ño fundo de La Huayrona, que compró a un tal Nicolás Alaya, personaje principal descendiente de los curacas de la Colonia, contrato para el cual recurrieron vendedor y compradora a una notaría jaujina, firmando él la escritura con ampulosa rúbrica y mi bisabuela, con letra hermosa, pues sabía leer y escribir, como se ve en el documento que mi padre guardó en el bargueño, y que yo y Raquel leímos con ayuda de Tobías. En él se dejaba constancia de que el vendedor y la compradora, con el notario y los testigos, se dirigieron al solar y al terreno contiguo, donde ella tomó debida posesión de lo adquirido, para lo cual, de acuerdo con las formalidades de la época, se hincó en el suelo y lanzó piedras hacia uno y otro lado. Sí, así fue, como estaba anotado en el contrato, de seco y notarial estilo. ¡Cuán feliz se habría sentido, entonces, nuestra egregia antepasada! ¡Con qué brío habría lanzado esos pedruscos! E imaginándolo no podía dejar de sonreír mi madre, en tanto que yo reía y aplaudía la escena que allí se describía. Y pensar en todo ello esta noche es como traer una nota amena, una de las pocas talvez, en este viaje al pasado.

Fue emocionante verte partir, padre, rumbo a Curimarca, ese lugar que está bajando ya hacia la montaña. Ibas allá porque había una diligencia judicial a la que tenías que concurrir por ser abogado de la comunidad de aquel nombre —Tierra de Oro en quechua, así como Coricocha era Laguna de Oro— en el juicio que sostenía con el dueño de unas tierras colindantes, un tal Mendoza, que quería apropiarse de las de sus vecinos. Y para dirigirse al paraje donde se realizaría ese acto tenías

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que hacerlo a caballo, porque solo había camino de herradura hacia allá. Partiste, pues, muy temprano, montado en un caballo que habían traído dos comuneros venidos para llevarte. Ese día coincidió con uno de mis asuetos en la escuela, así que pude presenciar los preparativos, en los que ayudó Tobías. Te dimos, pues, una afectuosa despedida, a la que antecedieron las recomendaciones que tu esposa te prodigó y que respondiste con paciente sonrisa, pues de joven habías recorrido, con otros fines, aquellos y otros lugares. Y allá te marchaste, con poncho y escoltado por tus guías y precedido por una mula de carga. Más tarde, ya casi a mediodía, me asomé a una de las ventanas del segundo piso, de las que daban al este, y contemplé los azulados cerros entre los que se hallaba la ruta por donde se llegaba a esas tierras. ¿Qué me fascinaba en aquel viaje? ¿La austera belleza que les atribuía a esos sitios, semejantes a los que había visto desde el tren cuando fui y volví de Lima a Jauja? De algún modo compartía el objeto de tu viaje, que era la defensa de los pobres y que me hacía pensar en las andanzas de Don Quijote, algunos de cuyos pasajes había leído en la hermosa edición ilustrada que tú tenías. Te marchaste, pues, y los dos días siguientes fueron de preocupación, pues el tal Mendoza, según nos habíamos enterado, era hombre sin escrúpulos. Nuestra madre nos tranquilizaba: «No, hijos, ese hombre es demasiado astuto para recurrir a la violencia contra un letrado. Terco y rapaz, eso sí». Felizmente, al atardecer del tercer día retornaste, acompañado por los mismos comuneros, y por dos mulas en las que traías unos quintales. Mi madre, Raquel y yo corrimos hacia ti y te abrazamos, y lo mismo hizo, con su acostumbrada parquedad, Tobías. Mientras ellos entraban contigo a tu habitación, yo me di un espacio para ir al corral y ver cómo descargaban a los animales, y qué traían. Para mi asombro vi que eran naranjas

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y duraznos, pero no como los que se vendían en nuestra feria, y además, unas hierbas que yo nunca había visto, y menos aun disfrutado de su fragancia. ¡Qué rico sabor darían a nuestras comidas! Los campesinos pasaron luego a la cocina, donde Leoncia los atendió con todo gusto. Más tarde nos contaste cómo te había ido, y cómo eran los paisajes que habías visto. A mi madre le habías traído unos bonitos hilados de lana para el telar, que ella festejó muy de veras. A mí y a Raquel, unos lindos collares y aretes hechos con cintas de lana de colores, en parte semejantes a las que se pone a las llamas y alpacas jóvenes, y que nos servirían, a mí y a ella, para adornar nuestros cuartos. Y para el primogénito había, como era de esperar, unas bellas y raras muestras de minerales cuyo nombre no conocía. Nos informaste luego, ya con mayor detalle, que aquella diligencia se había realizado sin problemas, en presencia de un juez de paz, y que, al menos en apariencia, ese latifundista había dejado en suspenso sus pretensiones, si no dado marcha atrás. ¿Respetaría lo acordado? Bueno, eso se vería más adelante. «¿Y el Marayrasu?», te pregunté ya al final de la plática, pues siempre me había impresionado, tan lejos como se encontraba ese nevado. «No, desde esas alturas no se lo ve, pues lo ocultan unos cerros», dijiste. Pasamos luego al comedor, pues llegó la hora de la cena, y prosiguió la charla, en la que menudearon las preguntas de Raquel y las mías, y algunas, más precisas, de Tobías. Después, ya tarde, fuimos a asegurarnos del hospedaje que se había dado a los visitantes y luego a acostarnos, y ya en mi dormitorio, me acuerdo muy bien, estuve repitiéndome ese mágico nombre de Curimarca, como lo era, y tan parecido, el de Coricocha. Pensé también, como pienso ahora, cuán pocos habían sido y eran los viajes que mi padre emprendía a ciudades, salvo una que otra visita a Jauja y Huancayo por razones profe-

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sionales, y uno o dos que yo recuerde, durante todos esos años de mi infancia, incluyendo Lima. Y no solo fue así por asuntos de trabajo, sino porque en el fondo era hombre sedentario. Recuerdo tanto, ahora, que por varios días siguió presente en mi imaginación aquel nombre, áureo y exótico, de Curimarca.

Otra vez vuelve a mí tu recuerdo, Angélica, mas ahora tu imagen no aparece asociada con un lienzo de iglesia, sino con aquella, de encantada y deslumbrante belleza, de quien tantos caballeros se prendaron, de la que supe por los pasajes que leí por primera vez, en edad temprana, en ese hermoso libro que fue de mi padre, y al que retorné en otros momentos de mi vida, la doncella poseedora de ese anillo mágico que podía hacer invisible a quien ella deseaba, y podía desvanecer ilusiones o liberar prisioneros, sí, en ese mundo creado por Ariosto, en el que había también un hipogrifo capaz de volar hasta la montaña más alta y de allí al Paraíso, el Orlando furioso, ilustrado por el gran artista que fue Gustavo Doré, obra que pude leer completa mucho más tarde, ya en su versión original, Angélica, a la que llamé en mi adolescencia «la de las blancas manos», y es tan vívida la imagen que me forjé de ella que creo tenerla ahora aquí, en esta habitación, mirándome desde lo oscuro. ¿Eres tú quien me indujo no hace mucho, y no sé por qué, a llamarme «Ángel, cansado ángel...»? ¿Es que tu aparición me hará a mí también invisible?

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Marayrasu, me encantaba el nombre de esa montaña. Sí, y te lo dije en una ocasión. Me miraste, hermano, y me contestaste: «Sí, es hermoso». ¿Qué significaba? ¿Por qué se llamaba así? No, no lo sabíamos, ni tampoco nuestros padres. Había ocasiones en que me lo repetía por la resonancia casi mágica que le encontraba, y que ahora siento otra, más aun porque una ladera de esa cumbre, allá al noreste de Soray, daba seguramente hacia la selva alta. Una sola vez me fue posible contemplarla de cerca, y fue contigo, Tobías, fascinado tú también por ese nombre. Me acuerdo con tal claridad de la excursión que hicimos con aquel fin, a propuesta tuya, un fin de semana de junio, a pesar de la renuencia de nuestra madre, y en cambio estimulados por la tranquila aprobación de su marido. «Vayamos a contemplar de cerca aquel nevado», dijiste, «que sin duda nos dejará un hermoso recuerdo», y me miraste con gran afecto. Y para tranquilizar a nuestra madre, le dijiste: «No te inquietes, porque no perderé de vista a tu hijo, que por lo demás ya tiene edad para acompañarme. Iremos el sábado que viene, con un caballo de alquiler». Y tú, después de informarte sobre la ruta, te preparaste, y yo contigo, y partimos el día fijado antes del alba, pues sería larga la jornada, montados ambos, yo en la grupa del caballo. ¡Cuán feliz me sentía! Nos dirigimos al pueblito de Pichjapuquio, y tomamos un sendero que subía por la quebrada de Pacllacancha. El tiempo era espléndido. De rato en rato me volvía para mirar toda la parte del valle que desde allí se divisaba. Poco antes del mediodía tuvimos que desmontar por lo empinado de la cuesta, y nuestro corcel nos siguió muy paciente. A la altura de Yanacancha nos detuvimos para contemplar el panorama, vasto y grandioso. A pesar del sol corría un aire frígido, y por eso nos pusimos las bufandas. «¿A qué hora veremos el Marayrasu?», te pregun-

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té. «Más arriba», me dijiste. Un halcón pasó de pronto por encima de nosotros, muy alto, y se alejó como una flecha, causándome una especial impresión. ¿Nos vigilaba acaso? ¿Sería un espíritu andino, el waman de nuestros antepasados? Reanudamos la marcha, y ya a mediodía cruzamos el páramo de Huaymanta, desde donde por fin se veía claramente el flanco de aquella montaña. Al otro lado se hallaban, distantes y azules, las siete lagunas a las que llaman Janchiscocha. Alcanzamos el repecho desde donde mejor se divisaba el Marayrasu. No, no podríamos llegar hasta él, pero sí contemplarlo muy bien desde allí. ¡Oh, cuán imponente me pareció! Era un apu de hermoso nombre. Entusiasmado, me volví hacia ti para hablarte de la admiración y alegría que sentía, pero vi en tu mirada, puesta en esa cumbre, una expresión tan absorta, tan reconcentrada, que desistí de hacerlo. Y estuvimos así, en silencio, por un buen rato. Te recobraste, por así decirlo, y te volviste hacia otros puntos de aquel paisaje. Miraste luego tu reloj, y con un gesto me dijiste que era el momento de recobrar fuerzas. Nos sentamos, pues, entre unas matas de ichu, y nos servimos el fiambre que habíamos llevado. Mientras tanto, nuestro amigo el zaino se puso a pastar, muy tranquilo. El tiempo seguía despejado. De rato en rato alzaba yo la mirada para ver si cruzaba otra vez el cielo, como un relámpago, el halcón que habíamos visto. ¿Tendría aquello un particular sentido? Llegó, en fin, la hora de emprender el retorno, por ese sendero, y tomamos un desvío, y pasamos por un paraje que se llamaba Ruray, donde había unas casitas, de las que, al oír los ladridos de un perro, salieron a vernos unos niños y niñas. Continuamos el descenso, y por suerte nos topamos con un puquio, donde el caballo pudo saciar su sed. Y atardecía ya cuando llegamos al valle, y era ya casi noche cuando lo hicimos a casa, y lue-

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go a devolver el corcel. ¡Con qué contento nos recibieron Raquel y nuestros padres! Y una hora después, luego del aseo, nos sentamos para la cena, y por cierto que tuvimos que contar, yo efusivo y tú con palabras más sobrias y exactas, cómo había sido nuestro ascenso, y la impresión tan vívida que nos había producido esa montaña. Y hablamos de los paisajes de Huaymanta y Janchiscocha. Yo me sentía seguro de que los volvería a ver en sueños. Y así fue, en efecto, y para mayor impresión volvió a cruzar otra vez el cielo, veloz y altísimo, aquel halcón, induciéndome a preguntarme si su aparición tenía un especial significado, como el mágico nombre de esa montaña.

Cuán súbita e inesperada fue tu muerte, padre, cuando aún no habías llegado a los sesenta y cinco años. Por eso, y por la edad que yo tenía por entonces, trece años, será que mis recuerdos son unos muy claros y otros difusos, para no hablar de lo que ha quedado, por lo traumático del caso, en olvido. Muy diferentes, por lo mismo, de los que dejó el posterior fallecimiento de mi madre, pues no solo tuvo lugar muchos años más tarde, sino que le antecedió una larga agonía. Tengo tan presente esa mañana de un domingo de agosto, allá en 1952, cuando te habías sentado en un sillón del patio para leer un diario de Lima, de los que llegaban a nuestro pueblo. Yo me dedicaba, no lejos, a la lectura de un libro escolar, cuando oí que el periódico se te caía. Te miré y vi que te ponías una mano en el pecho y cerrabas los ojos. Corrí adonde ti, alarmado, y noté tu rostro muy pálido y que respirabas con dificultad. «Papá, ¿qué tienes?», te pregunté. Apenas si pudiste responderme: «No sé, hijo. Llama a

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Tobías». Fui a buscarlo al jardín, donde se ocupaba en podar unas plantas, en tanto que mamá y Raquel habían salido de compras. Mi hermano te hizo algunas preguntas, te tomó el pulso. «Que Leoncia le dé una infusión de coca, bien cargada, que yo voy a buscar al médico», me dijo, alterado. Y sin más partió, y yo corrí a dar el encargo a nuestra amiga, que cumplió de inmediato con lo dispuesto. Tú tomaste la bebida con dificultad, a lentos sorbos y con los ojos cerrados. Asustado, te preguntaba yo, una y otra vez, si te sentías mejor, pero no me contestabas, y acabada la taza me pediste con un gesto que me tranquilizara, pero era evidente que tu dolor y malestar subsistían. Quise llevar el pocillo a la cocina, pero me detuviste. «Ayúdame», me dijiste, señalando tu dormitorio, pues sin duda querías ir a recostarte en tu cama. Así lo hice, pues, y te fue difícil incorporarte, y luego, a pasos lentos y apoyándote en mí, deteniéndote por momentos, llegamos a tu cuarto y te echaste. Yo te abrigué y permanecí a tu lado por un espacio que me pareció muy largo, pero que no debió ser de más de media hora, hasta que regresó Tobías, con el doctor Casares, médico de la familia, a quien había tenido la suerte de encontrar, pues eran pocos los días en que atendía en Soray. El médico te tomó el pulso, te examinó el pecho con ese aparatito que yo veía por primera vez, el estetoscopio, y te hizo algunas preguntas, a las que respondiste con mucha dificultad, y nos hizo otras a nosotros. Se veía preocupado. Entre tanto llegó nuestra madre. Había dejado que Raquel se encargase de otras compras, presintiendo sin duda lo ocurrido. Vino a tu cuarto, se puso muy pálida, lo recuerdo bien, pero se dominó y le preguntó al médico qué sucedía. El doctor Casares le contestó con palabras que se me grabaron a fuego: «Es un ataque al corazón, señora». Y añadió: «Pero no ha sido muy fuerte, pues de otro modo

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le hubiera sido imposible caminar». Y procedió luego a recetar medicamentos, y entre ellos uno cuyo nombre no olvidaré: Digitalina. Se despidió después, formulando varias recomendaciones, y declarándose listo a volver en cualquier momento si era necesario. Tobías salió hacia la farmacia, y mi madre y yo te arropamos con cuidado. Llegó Raquel, que por poco se desmayó ante la noticia, y no pudo evitar un fuerte acceso de llanto. Mi hermano trajo a un enfermero para te pusiera dos inyecciones, y en cuanto este se marchó le pregunté, ya en el corredor: «¿Se va a morir?». Me miró dubitativo y dijo en voz baja: «Esperemos que no». Y sin más retornó a tu dormitorio. Me las arreglé, en un aparte, para inquirir lo mismo a mi madre, quien trató, ya más serena, de darme esperanzas: «Creo que se pondrá bien, pero tomará tiempo». Y me abrazó muy fuerte y volvió a tu lado. Yo hice lo mismo, muy temeroso, mientras tú parecías adormecido. Me dije que sería efecto de las medicinas. Apenas si almorzamos, por turnos, y Raquel y yo volvimos a algunas preguntas, con algunos intentos de respuesta de parte de Tobías. Después me reuní con mi hermana en su dormitorio, conversamos sobre lo acontecido, y en algún momento, lo recuerdo bien, dijo «No, no creo que viva». Me sentí desolado y estuvimos en silencio por un buen rato. Fuimos después a sentarnos en el sofá que había en tu cuarto, sin saber, padre, si estabas dormido o inconsciente, y apenas si intercambiamos algunas palabras. Tobías y nuestra madre retornaron a sus quehaceres, viniendo sí de rato en rato para verte. Por la tarde, como a las seis, regresó el médico, que nos hizo salir y se quedó solo contigo, nuestra madre y Tobías. Luego, a la hora de irse, nos vio esperando en el patio y simplemente nos dijo «Solo podemos esperar un milagro», palabras que nos dejaron helados. Estuvimos los cuatro contigo, casi en silencio,

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hasta que en cierto momento, cuando el reloj marcaba no sé si las once o doce de la noche, nuestra madre nos pidió que nos fuéramos a acostar, y tanto insistió que la obedecimos. Apenas si pude dormir, entre sobresaltos y pesadillas, y empezaba ya a amanecer cuando vino Raquel llorando para decirme «Papá ya no está con nosotros». «¿Se ha muerto?», le pregunté, y ella me respondió con un «Sí» muy doloroso. Nos dimos un largo abrazo, al tiempo que sollozábamos. Fuimos después a tu cuarto, donde nuestra madre, serena e inmóvil, se mantenía a un costado de tu cama, junto con mi hermano. Me acerqué y te toqué, y me pareció que en efecto eras ya difunto. Por instantes mi madre lloraba casi en silencio, pero se dominaba y trataba de consolarnos, a mí y a mi hermana, y en algún momento dejó que besáramos tu frente. Leoncia, en un rincón, rezaba en voz baja. No, no hubo desayuno, sino apenas una taza de café. Tobías salió después a dar aviso al galeno, y a buscar al dueño de la única agencia funeraria que había en Soray para escoger un ataúd y encargar flores. No sé cómo pudo cumplir con todo eso en tan poco tiempo, pues no tardaron en llegar el féretro y la capilla ardiente, que fueron puestos en la antesala de tu estudio. Dimos aviso a los pocos parientes que teníamos y a los amigos cercanos para que viniesen al velorio. Tu cuerpo, vestido con un terno oscuro, fue colocado en el ataúd, y en torno fueron puestos aquellos arreglos florales, y más tarde los pocos que nos mandaron. Yo me sentía como en un sueño angustioso del que me era difícil despertar. ¿Cómo podía haber pasado todo eso, y de modo tan imprevisto? ¿Acaso había habido algún síntoma anunciador? Ya no podía ni llorar, y lo mismo pasaba con Raquel, y andábamos de un lado a otro, medio sonámbulos, y cumpliendo como podíamos con los pocos encargos que nos daban. En algún momento me senté,

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agotado, en una silla y me quedé dormido, pero me despertó la voz de Tobías para hacerme algunos recados. Comenzaron a llegar varias de las personas a las que habíamos dado aviso. Vinieron también tres compañeros del colegio, que me dieron el pésame y estuvieron un rato conmigo. Volví a sentir la sensación de una pesadilla. Regresé a la habitación donde yacías, y vi tu sarcófago escoltado por los candelabros de rigor, al pie de unas colgaduras negras, sobre las cuales se destacaba un crucifijo que me sorprendió, pues siempre te habías definido como no creyente o, para usar una palabra que aprendí contigo, un agnóstico. Me dije, pues, que ello sería por la costumbre. Comenzó a llegar más gente, aunque por lo súbito e imprevisto de tu muerte el velorio no fue muy concurrido. Sentado en un rincón, contestaba como me era posible a las condolencias. No recuerdo a qué hora, por orden de mi madre, tuve que recogerme. Dormí muy poco, acompañado por la imagen terrible del féretro y de la capilla ardiente, y de ti, padre, con el rostro palidísimo, y sin responder a mis llamados. ¡Y cuán lívidas y espectrales eran las candelas de los cirios y ese coro de sombras, que aún vuelve a mí, a pesar de los muchos años que han pasado desde entonces! Me desperté al fin, sudoroso pero temblando de miedo, de pesar, de fatiga. Me levanté inquieto, pues todo estaba en silencio. Ya se acercaba el amanecer, y en la cámara mortuoria solo velaba Tobías, en tanto que mamá y Raquel se habían quedado dormidas, abrigadas con un pañolón. ¡Me era tan difícil creer que todo eso era verdad! ¡Era tan extraño el aire! Más tarde, la mañana transcurrió en diversos y obligados quehaceres. Y después, cuando partió al mediodía el cortejo fúnebre, yo y mi hermana nos pusimos a un lado de nuestra madre, mientras que Tobías lo hizo del otro. No, no hubo cura ni rezos por respeto a tu manera de pensar.

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Nuestra ida al cementerio transcurrió para mí como bajo un velo de bruma, y de veras que me sentí mal, y tanto, que tu viuda, que lo había notado, dispuso que no me quedara hasta el final y que un amigo de la familia, que nos seguía con su auto, me trajese a casa. ¡Me parecía tan increíble lo sucedido! Y tanto, que después, ya por la noche, ella me dio a mí, y también a Raquel, un poco de valeriana para tranquilizarnos, y resolvió que en lo que restaba de la semana no asistiésemos a clases. Y así, en un proceso que fue largo, comencé a acostumbrarme a la idea de que te habías ido para siempre. ¡Fuiste, padre, un hombre tan lúcido, tan cabal, tan generoso!

Te vuelvo a preguntar por qué te fuiste, padre, por qué nos dejaste. ¡Fue todo tan súbito, tan imprevisto, en ese fatídico año de 1952! ¡Si aún no habías llegado a la ancianidad! ¡Nos sentimos tan afectados, cada uno a su manera! Al comienzo, tu viuda apenas si podía llorar, y se mantenía callada, taciturna, como sumergida en su dolor. Mis intentos por consolarla eran vanos, y no hacían sino aumentar su sufrimiento. Raquel sí se abandonaba con frecuencia, en esos días, al llanto, pero encontraba apoyo no solo en nosotros, sino también en sus amigas. Tobías, por su parte, se tornó más callado, si bien trataba de dar ánimos a nuestra madre y se las arreglaba para atender no pocos y prosaicos asuntos. Yo, en cambio, abrumado por la sorpresa, una dolorosa sorpresa, volvía una y otra vez a esas preguntas, y traté de refugiarme en la lectura y en un minucioso arreglo y limpieza de tu estudio, respetando siempre el orden en que habías colocado tus libros, y más aun, venciendo mi curiosidad,

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no tocando los papeles personales que había en tu escritorio. Por suerte los expedientes judiciales estaban en otro lugar, y muchos debimos entregarlos a tus defendidos, entre ellos a los representantes de las comunidades. Mi madre, en cambio, puso a buen recaudo, con discreción y prudencia, tus cartas y fotografías con ella, y los recuerdos de Patricio de los Ríos y de Josefina Errázuriz. Mis amigos, que eran pocos, y mis compañeros de estudios, me dieron el pésame, pero muy pronto se olvidaron del duelo que yo sufría. Luego encontré un personal alivio en escribir unas páginas sobre ti, padre, a mis catorce años, que he conservado con mucho cuidado. Y así fue pasando el tiempo, y poco a poco nos fuimos resignando a tu ausencia. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

¡Qué tristes fueron los tiempos después del fallecimiento de mi padre! Cada cual, en la familia, asumió su ausencia de diferente manera. A mí me parecía todo increíble, por lo súbito de su muerte, y me era difícil salir de ese estado de ánimo. Tobías fue el más sereno, y nos brindó su silencioso apoyo a todos. Raquel era la que más lloraba, pero poco a poco se fue tranquilizando. Tú, madre, en cambio, te sumiste en un sufrimiento callado, salvo en lo indispensable, que nos inquietaba a todos. Preferías estar sola, ahí en tu cuarto o en el obrador, y era en vano que intentáramos distraerte. También solías ir al estudio del finado, y mirabas y hojeabas sus libros, sus cuadernos, las cartas que le escribiste y que él había guardado cuidadosamente, hasta que un día las quemaste, asistida por Tobías. De alguna manera eso te ayudó, sin embargo, ante la necesidad de enfrentar las consecuen-

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cias de la desaparición de tu esposo. Mi hermana te ofreció acompañarte en el obrador, y lo hizo en la medida en que tú se lo permitiste. Y así, poco a poco, aunque de diferente manera, fuimos asumiendo la nueva realidad, con las necesidades y obligaciones que implicaba. Por eso la conmemoración del primer aniversario de la desaparición de tu esposo asumió un carácter especial. Por respeto a su agnosticismo no se mandó celebrar ninguna misa de honras, y todo se limitó a nuestra visita a su tumba, y a la colocación de una sencilla lápida de mármol que habíamos encargado a Lima, una con un sobrio motivo floral, que a todos nos pareció adecuado. ¡Cuán melancólico fue el regreso del cementerio!

¿Es de noche? ¿Y cómo, entonces, podemos ver, si no hay farolas ni luna que nos alumbren? ¿Será la luz de las estrellas? Tú y yo, Josefina Errázuriz, mi abuela, caminando por las calles de esta ciudad que no conozco, tomados de la mano, sin que se oigan nuestros pasos. No, no hay nadie que se cruce con nosotros. Eres tú, y lo sé bien, aunque tu muerte tuvo lugar antes de que yo naciera. Tú más joven, por lo que alcanzo a ver, que la dama que aparece en la fotografía que guardamos en la sala. «¿Dónde estamos?», te pregunto, mas no me respondes, como si no me hubieras escuchado. No sé qué pensar, y más aun porque me siento mayor a una edad cercana ya a la adolescencia. ¿Cómo puede ser? Son viejas y hermosas las calles por las que pasamos, y las casas, algunas con altas portadas de piedra. Y de pronto se muestran, por lo menos ante mis ojos, pues tú estás como absorta en tus pensamientos, unas murallas con torreones que, al parecer, rodean el conjunto urbano. No, ya no puedo

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dudar de que nos encontramos en Ávila, la ciudad donde naciste, esa de que me hablaba mi padre, situada también a una cierta altura, y por eso será el frío que se siente. Sí, Josefina Errázuriz, debes ser tú quien me ha traído y me lleva por estas calles en silencio, trasponiendo el tiempo y la distancia, y por eso será que nada se oye, y hay como un velo, un cierto velo, entre nosotros y la vía por donde caminamos. Quisiera hablarte, preguntarte, pero algo me dice que debo ser prudente. No, no siento temor, pero sí asombro, y es tan hermosa la imagen que de ti conservo. Y así continuamos, pues, lejana tú a pesar de tenerme a tu lado, y por eso será mejor que me dedique a admirar la vieja y hermosa Ávila. En algún momento, sin embargo, hablas y me dices «Esa es la puerta del Rastro». Y en otro: «Aquella es la de Santa Teresa». Y más tarde: «Vamos por la calle de los Caballeros». Y luego: «Mira la catedral, tan hermosa, y la casa consistorial. Y allá, el convento de Santo Tomás, con el Patio del Silencio». Sí, estamos en la ciudad donde naciste y vivías, hasta que la enfermedad te llevó a Jerez, con la esperanza de curarte, pero como no fue así, se decidió que viajaras con tu hermano Fermín hasta la lejana Jauja, país de leyenda, y acabaste por establecerte en Soray. ¿Y cómo es que de pronto tengo la sensación de que ya he estado en esta ciudad? ¿No fue así en verdad? Y continuamos nuestro andar, hasta que poco a poco se va esfumando todo, y también nosotros.

Pasó el tiempo, y cuando estabas por cumplir los quince años, me gustaba observarte, Raquel, a escondidas, cuando te mirabas y arreglabas, morosa, ante el espejo del tocador de nuestra madre. Y cómo no te ibas a

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demorar si ya estabas en otra etapa de tu vida, y aquel era un rito de renovado descubrimiento a la vez que de celebración. Lo hacías cuidando que nadie te observase, y menos yo. Sentada en el taburete, y poniendo tu rostro de frente, de un lado, del otro, y deteniendo tu mirada en tus ojos, en tu rostro, en tus rizos. Eras muy guapa, Raquel, casi bonita, y era hermosa tu cabellera, de un castaño que más tarde heredaría tu hija. Acariciabas tus facciones, ensayabas una sonrisa, estudiabas con cuidado lo que parecía ser un granito, y en una ocasión, vaya uno a saber por qué, y con aire muy travieso, te sacaste la lengua. Con qué atención te empolvabas luego las mejillas, solo un poquito, sin duda porque no tenías permiso para ello, ni era tuyo el modesto arsenal femenino que nuestra madre poseía. Procedías luego a echarte un poquito de lápiz de labios en la boca, y algo de sombras en torno a los ojos, muy delicada y casi sutilmente, porque no querías que ella se diera cuenta. «Por ahora no», te había repetido, una tarde en que insistías en pedir que te dejara hacerlo, y en que por casualidad me hallaba yo presente. Y agregó: «Eso será más adelante, cuando tengas dieciséis o diecisiete años». ¿Pero ibas a esperar tanto? Claro que no, y por eso, y en afán de exploración, mas también de juego y de coquetería, te instalabas allí y procedías a ese acto no sin cerciorarte de que estabas sola. Sí, pero más de una vez te vi entrar allí, y como sospechaba de qué podía tratarse, me las arreglaba, como dije, para deslizarme hacia un rincón sin ser visto. Fue así como pude oír que en una oportunidad te preguntaste, con un mohín de coquetería, «¿No soy una preciosa jovencita?». Y sí que lo eras, repito, con esas facciones y esa delicada tez un tanto cetrina que te movió a decir, en otra ocasión, «Sí, soy una cholita linda». Y una vez estuve a punto de asomarme y decirte a mi vez, todo juguetón, «¿Y yo un buen mozo?», pero me

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contuve, y contuve la risa. Pero en una ocasión siguiente en que me deslicé para aguaitarte, me descubriste y, roja, casi centelleante la mirada, me echaste sin contemplaciones. Y no solo eso, sino que estuviste seria conmigo por unos días, aunque temerosa, sin duda, de que yo te delatase, pero después, cuando viste que no era así, me perdonaste, y ambos nos echamos a reír. Después de todo yo era menor que tú, y era comprensible mi curiosidad. Y tanto, que días después, por puro azar te sorprendí, sin que tampoco lo notaras, probándote ese bonito vestido de un verde pálido que te había hecho Zoila, la costurera, y que te sentaba tan bien. Te contemplaste de frente, de perfil, con una mano en el cuello, o con las dos en la cintura, con la cabeza levemente inclinada hacia un lado, hacia el otro... ¡Oh, qué bien te sentaba, y tanto, hermana mía, que por un momento quise que no lo fueras para mirarte como varón y sin sentimientos de culpa! Y torné a observarte con esa prenda, y con zapatos de charol, lo recuerdo bien, pero ya a vista de todos. Sí, Raquel, y te miré también, pero de soslayo, cuando fuimos a la iglesia para una misa. Lo advertiste, y cuando regresamos a casa me acusaste, en serio, pero también con un poco de ironía: «Mamá, a este hijo tuyo le gusta mirarme cuando estoy bien arreglada, incluso en la misa, y eso no está bien». Ella no dijo nada, solo me miró muy seria, ante lo cual no me quedó sino guardar un culpable silencio. Tú, por tu parte, agregaste «Si papá viviera, de seguro le daba una tanda». Y aún me amenazaste: «Mira que se lo cuento a Tobías, ¿eh?», cosa que no me inquietó mucho, pues me imaginé que él me comprendería, y en todo caso su reprimenda no estaría exenta de buen humor. No dije nada y admití en mi fuero interno que si quería mirar chicas, allí estaban tus amigas, Cati, por ejemplo, con sus bonitos rulos y su risa contagiosa y unos senos pequeños pero

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lindamente torneados, y Elvira, la alta y esbelta chica que tan bien sabía saludar y conversar con los mayores y que a mí me miraba, no sé por qué, con cierta conmiseración, pero también con un poquitín de coquetería, y que por todo ello me inspiraba un vago enamoramiento. Sea como fuere, poco a poco sentí que tú comenzabas a no tomarme en cuenta, y a ver en mí a alguien que carecía ya de las gracias de la infancia y no había adquirido aún las de la adolescencia, y era ajeno, además, por mi edad y mi condición de hermano, a tus inquietudes e intereses. Eran ya tan raras las ocasiones, por ejemplo, en que accedías a jugar conmigo, aunque fuera en el tablero de damas, algo muy natural, por cierto, pero que no dejaba de contrariarme. En fin, poco a poco fui aceptando que todo eso era normal, como lo era que pronto tuvieras un enamoradito, así que decidí poner más atención en tus amigas, aunque no me hacían caso. Y me imaginaba cómo podría ser la fiesta de tus quince años.

Ahora me viene el recuerdo de la parcela que teníamos en la ribera oriental de la laguna de Pomacocha, al pie de unas colinas rocosas, donde se daban los choclos más dulces de que yo tenga memoria. Una chacra pequeña que nos dejó mi padre y que después tuvimos que vender por lo lejana, y que cultivábamos en aparcería con un campesino del pueblo vecino, que quedaba al otro lado de un cerro. Allá íbamos, en abril o mayo, para los trabajos de la cosecha, yo y mi madre, pues a Raquel eso no le gustaba, y Tobías seguía en lo suyo. El paraje se llama Ninacanya, esto es Cerco de Fuego, y en verdad que había en lo yermo de esas cumbres y faldas, en contraste

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con la laguna, tan bella, y con los sembríos y totorales, algo que hacía pensar en los amarus de nuestras leyendas, esas sierpes aladas que surgían de las aguas en pos de la misteriosa flor de la sullawayta. A lo mejor, pues, con un poco de suerte, podría yo ver, aunque solo fuera por instantes, a ese leviatán andino. La pétrea aridez de esas laderas no invitaba a subir por ellas, pero a veces yo lo hacía hasta un repecho, para contemplar el diáfano paisaje que desde allí se divisaba, con las cumbres azules, tutelares, desde donde descienden, en las épocas de aguacero, arroyos y torrentes. Veíamos también, allá al oeste, un cerro con ruinas de los antiguos xauxas, colcas, llamado por eso Pueblo Viejo. Y hacia el sur, lejos, se alzaba la cima del Jiulahuila. Todas esas alturas componían, con la laguna en primer plano, un hermoso e inolvidable paisaje. En una franja de las orillas, en un sitio muy cerca de nuestra propiedad, el agua llegaba al borde mismo de una estribación rocosa por donde pasaba un sendero, y allí, me acuerdo, me gustaba sentarme en los momentos libres, y pensar y soñar, ya fuese por la mañana, ya por la tarde, en ese punto desde el cual se apreciaba, mejor que desde ningún otro, la pureza del aire, el azul profundo del cielo, las nubes refulgentes. Y el silencio... Sí, un silencio como no he vuelto a sentir en otra parte del valle, pero semejante, sin duda, al que reina en los paisajes lacustres más altos de la cordillera, pero no severo sino apacible, bucólico. Y es que a esas horas no corría la brisa, y las aves atendían en paz a sus juegos y quehaceres, pues aún poblaban las márgenes gaviotas, parihuanas, paujiles y garzas o huachuas, de hermoso plumaje. Y si bien se precavían, porque en ocasiones merodeaba por allí algún cazador, era posible verlas casi a tiro de piedra, picoteando en la vegetación, alisando sus plumas o dejándose llevar por las ondas. Aún se escuchaba, ya por la

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tarde, sus reclamos, y cómo de pronto alzaban vuelo y se perdían en la distancia. Bueno, volviendo a las labores, cuando se terminaba de recoger el maíz comenzaban los trabajos en la era, en los que yo tomaba parte, y también las hijas y nietas de nuestro partidario. Entre ellas se hallaba esa adolescente, Julia, de quien yo andaba en esos días, y de modo no muy platónico a pesar de mi menor edad, algo enamorado, aunque ella quizá no lo advirtió nunca. Espigada, de ojos levemente rasgados y de un andar de cierva, quizá tenía, imaginaba yo, una figura semejante a la que tendría por entonces Soledad, ese amor de mi infancia, a quien hacía tiempo no veía, pues se había ido con sus padres a Tarma. Sentados en torno a la parva, mientras cumplíamos con nuestra tarea, se charlaba, se bromeaba, se reía. Algunas veces, en los ratos de descanso, en que los labriegos rendían culto a la coca, me iba yo a explorar los totorales, y entonces me acordaba de esos cuentos que de pequeño le escuchaba a Leoncia, de zorros, cóndores, pishtacos, personajes que a esa hora adquirían un extraño relieve por contraste con el paisaje que tenía ante mis ojos. Volvía luego a la era, y cuando el trabajo terminaba, nos servían la merienda, que comíamos con gran gusto, en animada charla, que para mí se iba tornando melancólica, porque se aproximaba el fin de la jornada, ya que las tareas rara vez duraban más de un día. Y así llegaba la hora de la despedida, quedando el transporte de lo que nos tocaba de la cosecha a cargo del aparcero, para que lo hiciera al día siguiente. ¿Cuándo volvería a ver a Julia, y ese cielo y ese paisaje? Y pensando en todo ello se me hacía más largo el camino, mientras mi madre charlaba con Leoncia. Y así llegábamos a casa, casi al comenzar la noche, sin que yo dejase de pensar, a esa hora y en los días siguientes, en ese día, como lo hago ahora, a la distancia de tantos años.

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Siento que alguien camina a pasos lentos por la casa. Sí, los oigo desde aquí, en esta duermevela que por momentos me parece increíble. Debe ser alguien de la familia, o muy vinculado con nosotros. ¿Eres tú, padre, que solías dar vueltas por el patio, los corredores, los jardines, pero no a esta hora sino al atardecer, pensativo el aire, casi ausente, al tiempo que contemplabas los tejados, las ventanas, los espacios? ¿Lo haces ahora, en esa oscuridad cercana a las tinieblas? ¿O eres más bien tú, madre, pero no a la edad en que nos dejaste, sino joven, casi adolescente? ¿No me contaste una vez que a esa edad te gustaba salir a caminar por la casa en horas como esta, apenas alumbrada por un candil, mientras tus padres y Rosalía, tu hermana, ya dormían, y también las dos servidoras que ayudaban en las tareas del hogar? Sí, lo hacías de cuando en cuando, despertada acaso por los huainos que tocaban en una fiesta cercana, pues tu oído era muy agudo. Nos lo contaste a mí y a Raquel más de una vez, subrayando que en esas ocasiones no abrigabas ningún temor y que te encantaba andar así, sin que te intimidasen las sombras de los alisos y el quinhual del jardín, mecidas por el viento. Pero si no eres tú, ¿quién puede ser? ¿Quizá, retornando de un pasado aun más lejano, doña Beatriz de Salcedo, la egregia bisabuela, en atenta inspección de la finca que heredó y restauró más tarde? Sí, podría ser, ataviada a la usanza de esos tiempos, acaso sorprendida y sin saber que su visita no es más que un breve retorno por concesión de la muerte. ¿Y si fuera más bien Tobías, en incógnita y fugaz visita desde las alturas a las que se fue? Pero si es él, ¿para qué lo haría? ¿No lla-

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maría a mi puerta para confundirse en un abrazo conmigo, aun parco y reservado como es? Y si no es él, ¿quién, entonces, puede ser? ¿Alguien que deambula como un ser de otro mundo? ¿Puedes darme una respuesta, madre, si eres tú, por extraña que sea la forma que elijas para hacerlo? ¿Y si en lugar de dejarme llevar por estas conjeturas me pusiera yo de pie y encendiera la lámpara y saliese al encuentro de aquel o aquella que así me inquieta? ¿Si lo hiciera? No, no tengo voluntad para ello, por temor o lo que fuese. Lo mejor será esperar, pues, que ese pausado andar se esfume poco a poco. A lo mejor no es sino un sueño, uno insistente que se da en otro sueño, en esta primera noche desde que he vuelto a casa.

Pienso ahora en ti, Francisco José Urdanivia, aquel antepasado que tuvo la suerte de conocer a esa hermosa mestiza, Lorenza Uxcoguaranga, sobrina del tallador de imágenes, y que, enamorado, abandonó la azarosa vida que llevaba y se casó con ella, y no sé cómo vinieron a establecerse aquí en Soray. Esta es la morada que comenzaste a construir con tu esposa. ¿Será que sabes de mi presencia, la del bisnieto que en el umbral de la vejez ha regresado para quedarse, animado por contrapuestos sentimientos? Sí tú, el viajero, tañedor eximio del charango, aficionado a contar historias, cuánto me hubiera gustado conocerte y saber mucho más sobre tu vida y sobre tu amor por la música. Pero no eres dueño ya del don de la palabra, y aunque lo fueras, ¿qué te llevaría a dirigirte a este hombre que te evoca desde la otra ribera del tiempo? Recuerdo que más de una vez le pregunté sobre ti a mi madre. «¿Otra vez quieres saber de él?», se sorprendía ella.

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«¿Y por qué no?». Y me hablaba entonces de ti, Francisco José Urdanivia, natural de Juli, que habías finado mucho antes de que yo naciera. Me contaba alguno que otro episodio de tu vida, de los que había tenido noticia, y en especial de esa otra faceta tuya, la del danzante de bailes vernáculos, allá en el Collao, sobre todo en la fiesta de la Candelaria, con un atavío rutilante. Y aquí en nuestra tierra, danzabas también, si la ocasión se presentaba, la jija, como se acostumbra aún en épocas de cosecha, cosa que no era bien vista por los paisanos de lustre. Hombre de negocios varios, y como supe luego, además juerguista y mujeriego, nos contó también nuestra madre que en uno de tus viajes por las alturas te sorprendió una tormenta de rayos y, entonces, antes de encontrar refugio en un tambo, tú, el arriero y los animales irradiaban todos un resplandor espectral que puso en fuga a los que estaban en la casucha, lo que dio lugar a uno de los apodos con que fuiste conocido, Illaruna, que en quechua quiere decir Hombre Rayo. Te habías convertido en toda una leyenda. Esa experiencia, por lo demás, marcó un hito en tu vida, pues a poco dejaste los viajes de negocios en época de aguaceros, y al cabo de un tiempo fuiste a Huamanga, y continuaste hasta dar aquí, donde, enamorado como dije, abriste un pequeño negocio que desde luego ya no existe. Mas no fue ella, mi madre, quien me habló más de tu debilidad por las mujeres, sino Damiana, esa señora ya vieja que nos acompañó por un tiempo y que, con una mezcla de censura y picardía, me habló cierta vez de los hijos que habías dejado, uno en Abancay, otro en Puno y una en Andahuaylas, y de los que tu hija aquí nunca tuvo noticia. ¿Y qué decir de esa otra pasión tuya por la búsqueda de tesoros? ¿No habías excavado, en pos de uno, en el patio interior de esta casa? ¿No velabas ciertas noches, acompañado por unos peones, en un rincón

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de la Era de Ánimas, allá en las afueras, en espera de la candela azul que revelara el emplazamiento de un tapado? Me gustaba de muchacho repetir en voz baja tu nombre y apellidos: José María Urdanivia. Te vi más de una vez en sueños, cabalgando al borde de abismos espantables, con ese halo de Illaruna, y otras, vestido como danzante del Altiplano, y luciéndote en una pampa inmensa. Finaste cuando mi abuela era adolescente, y prefería no hablar de ti, a pesar de los espléndidos regalos que traías de tus recorridos, a manera de compensación, se me ocurre, por tus largas ausencias. Sí, antepasado. De pronto siento que poco a poco se va desvaneciendo tu figura, no sin preguntarme si yo recordaba el remoto pueblo donde naciste, y que alguna vez visité.

«A ver hermanos», nos dijiste, Tobías, un sábado por la mañana, invitándonos a sentarnos en el banco del jardín, «¿qué les gustaría ser más adelante?». Una pregunta que no me sorprendió, pues ya había hablado al respecto con nuestro padre cuando yo era aún niño, y de seguro él también lo habría hecho con Raquel. Me llamó sí la atención que la hicieras tú, pues tenía presente tu renuencia a estudiar en Lima, aduciendo, entre otras razones, lo menguado de los recursos familiares. Por ello fue, sin duda, que Raquel te contestó «Pero si tú mismo has dicho que no tenemos plata». Tú sonreíste, y cariñoso respondiste: «Tú estás ya por terminar la secundaria y Mariano, el cuarto año. Cuando acaben ya habrán mejorado las cosas». Nuestra hermana, entonces, ensayó una sonrisa y dijo que le gustaría dedicarse a los tejidos, como hacía nuestra madre, pero en otra forma. Tú la miraste y

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señalaste: «Sí, estaría bien, por las cualidades que tienes, y que se notan aun cuando estás en otras cosas». A Raquel le brillaron los ojos, pero no dijo nada. «¿Y tú?», me preguntaste, y yo te contesté que aún no lo sabía, pero que en todo caso me gustaría dedicarme a estudiar esas lindas muestras de minerales que traías, y en especial las que me habías regalado. Tú me dijiste que la ciencia que las estudia se llama «mineralogía», y añadiste «Aunque también te veo como narrador, por lo mucho que te gustan los cuentos y novelas». No pude dejar entonces de preguntarte a mi vez: «Pero ¿y tú? ¿Es realmente solo por la falta de dinero que no quieres ir a estudiar a San Marcos?». Me observaste de otra manera y dijiste «No, esa no es la única ni principal razón. Es que, como ustedes saben, me gustan nuestras punas, nuestras cumbres, nuestros cielos...». Sí, ya te lo había escuchado más de una vez decirlo. No insistí, pues, pero Raquel sí lo hizo, señalando que con tu negativa hacías sufrir a mamá. Tardaste en responder: «Lo sé, y me duele mucho, pero uno tiene que ser lo que en el fondo quiere. Es decir, auténtico». «¿Auténtico?». «Sí, leal a sí mismo». Otra vez nos quedamos callados, sin entender bien lo que habías dicho, pero tú, sin duda para disipar el silencio que se había suscitado, le diste un giro un tanto humorístico al tema: «Pero, a ver, dime, hermana mía, ¿te gustaría ser monja, o secretaria de un notario, o señora de tu casa?». «¿Monja? De ninguna manera, y tampoco trabajar en una notaría». «¿Y entonces?». «Ya dije que trabajar en lo de mamá y en bordados finos, o también joyería». «A doña Josefina, nuestra abuela, también le gustaban esas cosas». Y continuaste, volviéndote hacia mí: «Y tú, ¿querrás ser militar o cura?». «¡No, nada de eso!». Tú dijiste, entonces: «¿Ya lo ven? Pues a mí no me interesan ni la abogacía ni la medicina, y tampoco la ingeniería». Me animé a ir por otro lado: «¿Y la música?

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¿Acaso no tocas tan lindo la guitarra, sobre todo nuestros huainos?». «Sí, me gusta mucho, pero no ir de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta, como parte de una orquesta. A lo mejor no saldría de nuestro valle, y yo lo que quiero, lo repito, es recorrer toda nuestra sierra». Guardamos silencio. Poco a poco se desvaneció entonces de tu rostro, me pareció, la expresión un tanto festiva del comienzo, y la sustituyó la que se te veía casi siempre, seria, pensativa. Nos quedamos callados, entonces, dejándonos llevar por nuestros pensamientos. Te levantaste luego, hermano, y dijiste que en otro momento volveríamos a conversar sobre ese tema. Y con un «Chau» afectuoso te marchaste. Y yo y Raquel hicimos lo mismo y cada cual se encaminó a lo suyo. Pero esa conversación se me grabó, como la que sostuve con mi padre, a la cual no sé por qué no me referí en la charla, y dejé para más adelante reflexionar sobre ese tema, no una sino muchas veces, y no solo por mí, sino también por toda nuestra familia.

¿Cómo no pensar ahora en ti, Leonor, como lo he hecho tantas veces a lo largo de mi vida? ¿No fuiste acaso mi primer amor y yo el tuyo? Comenzaba yo a estudiar el quinto año de secundaria, en tanto que tú, como supe después, habías tenido que dejar el colegio para ayudar a tu madre y a tu pequeña hermana, pues tu padre las había abandonado. Nunca olvidaré la tarde en que Raquel me pidió, resfriada como estaba, que fuera a recoger una prenda que había encargado en un pequeño taller de costura. Fui, pues, a cumplir con aquello, y tuve la gratísima sorpresa de que me atendiera una jovencita como tú, delgada, alta, muy fina de rasgos, con un lindo to-

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que andino; una con apariencia algo tímida, y que vestía una falda azul, blusa blanca, y aunque no se concertaba con ellas, para abrigarte, una manta o wishcata sobre los hombros. Y tanto me gustaste que se me ocurrió decirte un piropo: «¡Qué bonita eres! ¿Cómo te llamas?». Me miraste sorprendida, y con un gesto no exento de suave firmeza, me respondiste «¿Yo? Leonor. ¿Y para qué quieres saberlo?». Y yo te dije «Porque me pareces muy fina, muy guapa, y quisiera que fuéramos amigos». Y había acabado de decir estas palabras cuando entró una señora, clienta de ustedes, así que no me quedó otra cosa que darte las gracias y retirarme. Y esa noche pensé tanto en ti, y en los días siguientes, que tuve que admitir que me había enamorado. Sí, porque antes me habían gustado otras chicas, entre ellas algunas de las compañeras de Raquel, pero ninguna tanto como tú. Ya vería, pues, de qué modo podría volver a encontrarte, y conseguir, como te había pedido, que fuéramos amigos, y mucho más que amigos.

Fue mi primer amor el que sentí por ti, Leonor, y en él pusiste un cariño impregnado de contento, deseo y ternura. Fue un enamoramiento que en mí era, por cierto, uno de verdad, y no una atracción como las que, de algún modo, me inspiraron Soledad, la niña de La Huayrona, o Julia, la muchacha de Ninacanya. Me declaré a ti una tarde muy clara, en que saliste del taller donde trabajabas para cumplir un encargo de la dueña, y quiso la suerte, por no decir el destino, que yo fuera por esa calle de los suburbios. Te distinguí a lo lejos, así que me apresuré a darte alcance. Te sorprendiste al verme, y al oírme decir mi afectuoso saludo, «Hola, Leo-

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norcita», apenas si me respondiste con otro: «Hola». «¿Te puedo acompañar?», te pregunté. «Bueno, si quieres», me contestaste, después de titubear. Y me informaste luego adónde te dirigías. Y al poco rato de una conversación sobre nuestra tierra, te dije de pronto «Me gustas mucho, y creo que ya te quiero. Sí, te quiero, de veras». Me observaste, asombrada, y quizá complacida, me pareció, de saber que ese era el sentimiento que me habías inspirado. Guardaste silencio, sin saber qué responder. Y yo insistí con las palabras más expresivas que me fue posible emplear, y después de un rato, te pregunté: «Y tú, ¿no sientes algo por mí?». Ruborizada, me contestaste: «No sé...». Y como yo reiteré mi pregunta, dijiste «Talvez». No pude entonces resistir la tentación de tomar la mano que tenías libre, y tú te volviste a mirar a uno y otro lado para constatar si alguien nos miraba. Y como no era así, yo, en un rapto de audacia, acerqué mi rostro al tuyo y traté de darte un beso. Tú me eludiste, así que tuve que disculparme, insistiendo, eso sí, en que lo había intentado por lo mucho que me gustabas. Seguimos caminando, y me contaste que tenías, como yo, quince años, y en qué consistía tu trabajo, y dónde vivías, allá en un alejado barrio de Soray. Llegamos a la casa a la que te dirigías y aceptaste que yo te esperase a una discreta distancia. No te demoraste mucho, y al salir me dijiste que ahora te ibas a la tuya. No te negaste a que te acompañara con la condición de que nos separásemos a cierta distancia de aquella. Y seguimos conversando, y así, al llegar al sitio que indicaste, me vi obligado a despedirme, no sin insistir en que era ya amor lo que me inspirabas. Me escuchaste, por lo que me pareció, complacida, así que me atreví a acercarme y darte un corto pero delicioso beso. Aceptaste que lo hiciera, sonrojada, pero luego te desprendiste, temerosa de que alguien nos hubiese visto. Y no nos quedó luego

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sino separarnos, turbada tú y yo maravillado, no sin que te preguntara si ya habías tenido un enamorado y tú me contestaste que no. Yo añadí «Pero no me dirás que no ha habido quienes te hagan la corte, guapa como eres». «Sí», admitiste, «pero tú eres el primero al que estoy aceptando». Alborozado, te volví a besar, y nos separamos, conviniendo antes cuándo y dónde nos volveríamos a ver.

Fue una noche de febrero, acabados ya, Raquel, tus estudios de secundaria, y después de los carnavales, en que nuestra madre te llamó a su cuarto. Dejaste de hacer lo que tenías entre manos, y hacia allí te dirigiste. No me preocupé, imaginando que se trataba de cosas de mujeres, pero lo prolongado de la plática me hizo pensar que era algo importante. Y así fue, como después supe, que se había tratado de una carta en que la señora Aurelia Valladares, pariente por el lado materno y que fue amiga de la familia, proponía que tú fueras a estudiar la carrera que hubieses elegido allá en Lima, que te acogería con cariño, como a su hija, pues viuda como era se había quedado muy sola. Ante esa propuesta, tu primera reacción había sido de una desconcertada negativa, y después una en que se mezclaban la duda y las expectativas. Sería mejor, en todo caso, que instalarte en un pensionado. La de nuestra madre, en cambio, había sido, más allá del natural deseo de que no nos dejaras, una de reflexiva consideración de la propuesta. Seguramente ya habría hablado al respecto con Tobías. Por mi parte, mi reacción fue de cierta contrariedad y de tristeza. ¿Irse Raquel, aunque ya no era mucho lo que conversábamos? No dejé, por cierto, de expresar mi opinión, hablándote de cuán fea era esa

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ciudad con su neblina, y de lo sola que te sentirías. Lo hice varias veces, y al comienzo me escuchabas pensativa, y por momentos te echabas a llorar, pero poco a poco te fuiste acostumbrando a esa idea. En cuanto a mí, me fui dando cuenta de lo conveniente que era para ti esa propuesta. Sabía, cómo no, que nos harías falta. Echaría de menos tu risa cantora, tus afanes en el jardín y en la casa, nuestras partidas de naipes, es verdad que cada vez menos frecuentes, y las pláticas con tus amigas y las que sosteníamos con nuestra madre. Te marcharías, pues, y no me quedó más remedio que resignarme. Al menos volverías en las temporadas de vacaciones. Ayudé, pues, en los preparativos, y cuando llegó el día de tu partida, te acompañamos al sitio en que tomarías el autobús que te llevaría a Lima, donde te esperaría aquella pariente. Cuando te embarcaste se me hizo un nudo en la garganta y te di un largo y emocionado abrazo. Así fue, Raquel, y aún hoy evoco con melancolía esa mañana. La casa no sería ni fue ya la misma sin ti. Me asaltaba el temor, por otra parte, aunque no fuera muy consciente de ello, de que la vida nos alejara aun más, y de que no estaríamos ya juntos en momentos cruciales de nuestra existencia. Cuánto te eché de menos, por más que nos hubieras prometido escribirnos al menos una vez por semana. Y así fue, para nuestra alegría.

Estás ahí, en silencio, mirándome con ojos de expresión fría y extraña, por no decir indescifrable. Joven mujer que has aparecido de pronto, no sé por qué, nunca te he visto. ¿Y cómo es que te rodea ese halo que alumbra tu rostro y tu figura como una luz opaca? ¿Cómo es que has entrado en

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este cuarto, habitado desde ayer por este hombre solitario? ¿Escuchas estas preguntas que formulo en silencio, dirigidas a ti pero que en el fondo quizá son solo para mí? ¿Será que no son más que un desvarío? ¿Por qué te pareces algo a Marina, esa joven a la que amé y por qué en mí esta manera de temor, cercana a la angustia? Soy Mariano de los Ríos, y sin duda lo sabes. ¿Y tú? ¿Cómo es que de pronto algo me dice que tu nombre es Core? ¿Dónde lo he leído? Deidad que los griegos llamaban también Perséfone, la que iba recogiendo flores en los campos de Sicilia y fue raptada por Hades y convertida en diosa de lo profundo, sí, Core, ¿por qué te apareces a mí, como antes lo hizo ese mítico Azrael?

Nunca olvidaré, Leonor, tu rostro de rasgos tan finos y tu esbelta y bien torneada figura, tus tentadores senos, rasgos a los que se agregaba tu delicadeza, en tu modo de ser tímido pero abierto a la alegría. Y parte de aquel sentimiento era el deseo, natural deseo, pues yo era ya adolescente y tú también, que me inspirabas, y tanto que no me importó en absoluto la modestia de tu condición, que se reflejaba claramente en tu trabajo y en tu vestir. Y cuánto me gustaba tu nombre. Y por todo ello te rodeaba a mis ojos un halo poético muy especial. No es de sorprender, por todo ello, que una tarde en que estaba solo en mi cuarto comenzara a escribir unos versos en que hablaba de ti, de mi amor, de mis esperanzas, todo a la manera de los huainos de nuestra tierra, de los que conocía tantos, y mucho más por Tobías. Solo recuerdo algunos, como aquellos en que decía Entre luces y sueños, / te veo siempre, mi amor, / y son para ti / todos mis pensamientos, / toda mi admiración y ternura. ¡Significabas tanto para mí!

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Por más que tratáramos de ser muy discretos y de vernos al anochecer para que nadie supiese de lo nuestro, no tardó en enterarse Tobías de nuestra relación. Me llamó, pues, un domingo a su cuarto, y me dijo —lo recuerdo con tanta claridad—, con afectuoso modo y una pizca de buen humor, «Así que estás enamorado, amigo mío». Y como yo lo mirase con incómoda sorpresa, insistió: «Sí, lo he sabido. Y es de esa jovencita que se llama Hilda Leonor». «¿Hilda?», me asombré. «Sí, pero a la que todos llaman Leonor, nombre en verdad mucho más bonito». Me quedé de un pieza, pues si bien yo no tenía en realidad nada que ocultar, ¿cómo podía haberse enterado tan pronto mi hermano de nuestro idilio? Debió advertir mi perplejidad, pues señaló, con palabras que por alguna razón se me hacen confusas, que en una ciudad pequeña como la nuestra, la gente, y en especial los parientes mayores, llegan a saber muchas cosas. Y luego añadió que eran asuntos propios de la edad, y que me cuidase por ella, muchachita tan guapa, y por mí. Yo atiné entonces, con una respuesta que tenía algo de réplica, a decir: «¿Y a ti no te pasó lo mismo?». «Es posible», me contestó, «pero ya ves que a nadie ni a mí le compliqué la existencia, y menos aun perjudiqué. El amor a temprana edad puede ser peligroso». Y añadió: «Ah, y es mejor que no lo sepa mamá». Y yo, a mi vez, me permití preguntarle «¿Y tú te casarás con Lastenia?». Me miró con cierta sonrisa y dijo «Todavía». «¿Y la quieres?». «Sí, y la admiro, pero no ha terminado aún sus estudios». «¿Y cuando los acabe?». «Talvez, porque ella quiere vivir en Lima y yo no». «¿Y entonces?». «Hablemos de otras cosas». Y, para poner fin al

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tema, Tobías me invitó a salir y tomar en la Plaza Mayor una chicha de jora, de esas muy ricas que se vendía por esos tiempos. Pero sus palabras se grabaron en mi memoria, por ti, Leonor, y por él, y las tuve muy presentes cuando te volví a ver.

Fuiste tú, Leonor, el primer amor de mi vida. Y lo repito porque Soledad, Julia, Angélica, solo fueron, ya lo dije, cada una a su modo, y en otros momentos, motivos de admiración y fantasía. Tú sí, pues ya éramos adolescentes, y parte de mi amor era el deseo que yo sentía de tus labios, de tus pechos, de tu cuerpo, y porque adivinaba que había ya en ti lo que llamaría hoy «una virginal sensualidad». Ese sentimiento se fue acrecentando a medida que nos veíamos con más frecuencia, y que nos importaba cada vez menos que nos llegaran a ver algunos de nuestros paisanos. No por ello, sin embargo, dejaba yo de tener presentes las palabras de Tobías. Nos encontrábamos, por eso, siempre al atardecer, y buscábamos un lugar discreto donde conversar, acariciarnos y decirte yo una y otra vez cuánto te amaba. Mis abrazos eran cada vez más apasionados, y tú me respondías con otros que estaban animados también por una sensual ternura. Y tanto fue así, que una noche, en un predio arbolado, estuvimos a punto de hacer el amor, olvidando yo la advertencia de mi hermano, pero tú por suerte te contuviste y me dijiste «Mariano, ¿sabes lo que estás haciendo? ¿Y si salgo encinta? No estamos aún en edad para eso». Y yo, entonces, mucho más por ti que por mí, me contuve, acaricié con delicadeza tu rostro, y lo que más me permití, y tú consentiste, fue que me arrodillara ante tu cuerpo

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y besara tu pubis, y luego una y otra vez tu sexo, y tanto que en un momento nos estremecimos ambos con un goce muy intenso y desconocido. Después, adormecidos como nos sentíamos, alcanzamos a recobrarnos, arreglar nuestra ropa, constatar que nadie nos había visto, y a ponernos en camino hasta el sitio donde nos separábamos. ¡Cuán dulce fue el beso que nos dimos! Y cuando me encaminaba a mi casa se me ocurrió esa feliz expresión, que me repito ahora, de que había en ti «una virginal sensualidad». Y cuando estuve con los míos, a la hora de la cena, Tobías, observador como era, me dijo «Se te ve contento y con una soñadora expresión. ¿Por qué será?», y yo atiné a responder «Porque tuve un lindo sueño. Por eso, Tobías». Y fueron así como sueños los momentos en que, los días que siguieron, nos volvió a embargar el erotismo, porque ambos, justamente por lo mucho que nos queríamos, nos poníamos un límite que nunca sobrepasamos, no, Leonor, aunque muchas veces me he preguntado yo si no hubiera sido mejor, y mucho más feliz, maravillosamente feliz, si nos hubiéramos entregado ambos a las más apasionadas formas del amor.

Cuán inesperada fue la noticia de nuestra próxima separación. Tú, la adolescente más linda y poética que he conocido. Sí, Leonor, y fue cuando nada me lo hacía prever. Es verdad que te vi pensativa los días precedentes, pero lo atribuí a tus preocupaciones del trabajo y de tu familia. Te pregunté si tu mamá se había enterado de lo nuestro, pero tú me dijiste que no. En cuanto a mis amigos, tan pocos, nos vio solo uno de ellos, Talavera, el alto, pero cuando aludió a nuestro vínculo, yo puse con

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seriedad el índice en mis labios, y él, comprensivo como era, guardó silencio, así los otros no supieron nada sobre ti. ¡Las bromas que me habrían hecho! ¡Y lo orgulloso que yo me habría sentido! Y siguieron así los días, sin que esa expresión de tu rostro cambiara, hasta que empecé a inquietarme y comencé a asediarte con preguntas, hasta que terminaste por decirme «Mi papá ha vuelto, le ha pedido perdón a mi mamá, y quiere que vayamos a vivir con él a Casapalca». Perplejo, atiné a responder: «Será por unos días, ¿no?». «No, será para quedarnos y acompañarlo en un negocio que tiene por allá». Me quedé de una pieza, y apenas si pude balbucear «¿Y tu mamá está de acuerdo?». «Al principio no quería, pero ya se ha resignado». Yo insistí con palabras que se me quedaron grabadas: «¿Pero por qué? ¿Acaso no se portó tan mal con ella y con sus hijas? ¿A ese lugar tan alto y tan árido?». «Mi madre dice que allá tendremos un mejor porvenir, y que yo podré seguir estudiando». «¿Y cuándo será eso?». «Todavía no, pues él se irá, y dice que regresará dentro de una o dos semanas para llevarnos». Abrumado, no atiné a decir más al respecto. Nuestra despedida fue por eso, y por nuestra tristeza, muy breve. Ya en casa dije que no me sentía bien y me fui a dormir.

No puedo ni quiero, Leonor, dejar mis recuerdos sobre ti. Tengo tan grabadas las palabras que nos dijimos en nuestra despedida, las mías expresando todo lo que significabas para mí como descubrimiento del amor como cariño, admiración, erotismo, poesía. Esa tarde en que nos citamos, faltando yo a mis clases y tú a tu trabajo, te vi pálida, casi temblorosa, con una contrariada

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resignación que me impresionó mucho. Evocamos largamente el comienzo de nuestro vínculo, los meses que transcurrieron, las cosas de que hablamos, la pasión que descubrimos. «Nos volveremos a ver, Mariano», me dijiste, «tenlo por seguro». Volvimos a abrazarnos con mucho cariño y deseo, pero contenido este por la aflicción, y más adelante me prometiste: «Te escribiré y tú me contestarás, y así durará nuestro amor hasta que nos volvamos a ver, y si Dios quiere, nos casemos». ¿Y si así hubiera sido, a pesar de ser tan jóvenes y no contar con recursos? ¿Acaso no habríamos sido felices? ¿Y no estaríamos, aunque solo fuese de tiempo en tiempo, en esta casa que sigue siendo, de alguna manera, también tuya?

Escuché, madre, sin que me lo hubiera propuesto, la conversación en que Tobías te habló sobre su decisión de irse a trabajar a Yauricocha. Fue en el obrador, un sábado por la mañana, donde tú estabas proyectando un diseño, cuando él entró, y sin que le incomodara mi presencia. Tomó asiento y te dijo «Madre, ya sé lo que voy a hacer». Tú lo miraste, diría yo que gratamente sorprendida. Él continuó, con palabras que no podré olvidar: «Me iré a trabajar en el asiento minero de Yauricocha». Tú demoraste en reaccionar, espantada: «¿En Yauricocha? ¿Allá tan lejos, arriba de Pachacayo?». «Sí, madre, allá». Con azorado rostro le preguntaste «¿Pero qué dices, hijo? ¿Por qué?». Y él contestó: «Ya sabes cuánto me gustan la puna, los nevados, las soledades». «¿Pero irte allá, y morirte de a pocos, como tantos trabajadores, en los socavones, y enfermarme yo de la pena y de la angustia?». Y él dijo, a su vez, «No, no trabajaré en los socavones, sino con los geólogos

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que exploran los cerros y pampas que rodean aquel sitio», y te contó que ya había hablado con un ingeniero de esa empresa y que él le había dicho, en vista del interés que mostraba, que fuera a visitarlo en la oficina que tenía en Pachacayo, y que así lo había hecho, y estaba ya muy informado de qué se trataba. No me pareció prudente seguir allí, de modo que me levanté, y con una incómoda disculpa salí de la habitación y me fui hacia la mía. Me imagino que tú, madre, habrías insistido en tu antigua aspiración, y él en su proyecto. Y habría proseguido de esa manera la plática, lindante en la discusión, persistiendo él en lo suyo y tú al borde de las lágrimas, hasta que, con algún gesto muy cariñoso, él se habría retirado. Tú no me dijiste nada al respecto, pero la expresión de tu rostro, además de lo que yo había escuchado, era suficiente. Tampoco lo hizo él. Una cierta intuición me aconsejó no tocar el tema con ninguno de ustedes, y tampoco con Raquel. Pasaron así los días, y en ellos te preguntarías, madre, una y otra vez, qué podía atraerle en esos parajes tan fríos. ¿Renunciar, por un trabajo como ese, a la posibilidad de estudiar en la Universidad de San Marcos? ¿No era preferible, en todo caso, buscar otro empleo aquí en Soray, o en Jauja, o en Huancayo? Acaso pensabas que sería cosa de la edad y del deseo de conocer otras gentes, otras experiencias, por no decir aventuras, y te habrías aferrado a la esperanza de que finalmente desistiera. Y no, no nos dijiste nada al respecto, ni a mí ni a Raquel, pero al ver tan abstraído tu semblante en esos días me animé a preguntarte «¿Por qué estás tan preocupada?». Y tú te volviste hacia mí y dijiste «No, no quisiera hablar de eso». Y así quedaron las cosas, mas luego, no sé en qué momento, él habría vuelto a hablar de su proyecto, y tú le habrías contestado, según me imagino: «¿Sigues con esa intención?». Más aun, como supimos después, le recordaste a Alejandro Lobo, del pue-

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blo de Chunán, quien había contraído en las minas ese mal que llamaban «jumpe», o sea la silicosis. Y tu hijo te habría reiterado que no era su intención, en absoluto, la de trabajar bajo tierra, y habría insistido: «Ya te dije, madre, que lo que me atrae son otras cosas, y tú las sabes bien». Y no, no habría cedido, y habrían pasado así otros días. No tuve más remedio, pues, que volver a mis preguntas. Y así, hasta que me respondiste: «Sí, Mariano, hay un motivo para sentirme como me siento, y del que no he querido hablar». «¿Y cuál es, madre?». «Creo que ya lo sabes: tu hermano quiere irse a trabajar a Yauricocha». «Pero ¿por qué?». «Dice que porque ama esos sitios, la altura, la nieve, y porque no le interesa la universidad». «¿Y lo va a hacer pronto?». «No sabe aún, pero se irá». «Y entonces, ¿nos quedaremos solos?». «Así parece, hijo». Se me ocurrió averiguar entonces: «¿Y no será ese sitio como Parcos?». Y tú me respondiste «No, qué va. Parcos es una tierra de ichales, donde hay llamas y alpacas y vicuñas, con sus hualljas, con sus aretes; hay puquios y pajarillos de puna, y es todo tan claro y hermoso». Y añadiste: «En las minas, en cambio, aunque no sea en los socavones, casi todo es ocre, es gris, y de seguro que el aire contiene también, como en los socavones, algo de ese polvo metálico». Y en tu rostro había frustración y sufrimiento, mucho sufrimiento. Pero como viste mi alarmada expresión, por él y acaso más por ti, trataste de serenarme: «Pero quizá no se vaya y entre en razón. Y aun si se va, no será por mucho tiempo. Así lo espero, al menos». Guardé silencio, y tú te fuiste a atender tus quehaceres. Me quedé allí, sin saber qué hacer. Se me ocurrió ir a hablar con mi hermano, pero no de inmediato. Y en efecto, una noche en que tú te habías ya acostado, llegó él de una reunión con sus amigos, o talvez con Lastenia, y yo estaba ya acostado, pero con la luz prendida, y él vino a mi cuarto, como otras veces, pero al

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ver mi aspecto debió adivinar lo que me habías dicho. No pude dejar de decirle «Así que te irás a Yauricocha...». Él se sentó entonces en mi cama, y dijo pensativo: «Es como si me llamara esa tierra lejana...». Le pregunté: «Pero ¿y mamá?». «Ella se queda contigo, y además, vendré de vez en cuando, y aun desde allá veré por ustedes». «¿Y cuándo partirás?». «No lo sé aún, pero no tardaré mucho». Me explicó luego dónde quedaba exactamente ese lugar, qué él ya conocía. Insistí: «¿Pero tienes que ir a ese sitio tan alto?». «Por eso mismo, y porque al ser un lugar tan remoto, tengo más posibilidades de encontrar un mejor trabajo». Le pregunté entonces «¿Y Lastenia?». Tobías me miró, muy serio siempre, pero sin sorprenderse, y dijo «Eso lo veré yo». Y añadió: «Tú también buscarás tu destino, hermano». No supe qué decir, y estuvimos un momento en silencio, y luego se despidió, lacónico pero afectuoso: «Hasta mañana, pues». Y esa noche mis sueños estuvieron poblados por imágenes de cerros y roquedales, y de fuentes de las que brotaba un agua roja y ardiente. Vagas sombras se movían en ese mundo, bajo una luz glacial a la vez que abrasadora. Fue un alivio el amanecer, pero no me abandonaron ya, a partir de entonces, esas imágenes, esas espantables imágenes.

Días después de que mi hermano te dijo que se iría a Yauricocha, y aunque tú sabías bien cuán firme era su propósito, le preguntaste, madre, si nada podía hacerlo cambiar de parecer, y él te dijo afectuosamente que no, y te dio un gran abrazo que te conmovió aun más. Ya por la noche me contaste lo que te había dicho y por poco te echaste a llorar. Traté de consolarte, aunque también casi

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te acompaño con mis lágrimas. ¿Qué podíamos hacer ante tal determinación? Estuvimos juntos, con Leoncia, por un buen rato, hasta que me dijiste que lo mejor era resignarse, y para no sentirte en un estado cercano a la desolación, te dirigiste al obrador. Al día siguiente, las horas de ese sábado, como recordarás, madre, allá en el reino de las sombras, fueron muy tristes, y apenas si conversamos. Era inútil repetirnos las palabras con que el hermano había prometido, más de una vez, regresar en una fecha no lejana. Preocupado, él trató de no hacerse notar, y sin tomar desayuno se dedicó parte de la mañana a alistar su ropa y a otros preparativos. Salió después, sin duda a despedirse de su amada, dejándome un pequeño mensaje en que nos anunciaba que tardaría un poco y sería mejor que no lo esperásemos para almorzar. De seguro que ella también se habría opuesto y habría llorado. ¡Sería todo tan diferente! Incluso el tiempo cambió y llovió un poco, aunque no fuera temporada de aguaceros. En la víspera, la cena fue especialmente callada y melancólica. ¡Cuán doloroso y difícil era para ti, madre, resignarte a su partida, abrumada por esa mezcla de pesar, miedo y ansiedad! ¡En adelante todo sería tan diferente! Vuelvo a verte con ese pañolón de un rojo violado que te ponías solo en algunas de nuestras veladas. Hablaste muy poco, me acuerdo, y refiriéndote solo a cosas inmediatas, y él se mantuvo también muy parco en sus palabras. Nos levantamos al terminar, y como Leoncia se hallaba muy resfriada, debí ayudar yo a recoger y lavar la vajilla, acabado lo cual me dijiste «Ve a acostarte temprano, Mariano». Fui entonces hacia ti y te di un abrazo, y lo mismo hice con mi hermano, impulsiva y largamente, y él me correspondió a su manera, y me retuvo por un espacio, y me alisó el cabello, como hacía en los tiempos de mi infancia. Me recogí después en mi dormitorio presintiendo un largo insomnio. Me era imposible negar, madre, que

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a tu honda pena se sumaba no solo una gran frustración, sino también una forma de resentimiento. Sí, de resentimiento. Sin duda pasaba algo semejante conmigo. Estuve pensando y pensando en la partida del hermano, y talvez ya de madrugada pude quedarme dormido. Cuando desperté había amanecido hacía ya un rato. De inmediato me vestí y salí en busca del viajero. Pero ya no lo encontré: había partido muy temprano, antes de que saliera el sol, para irse en un ómnibus que pasaría por Pachacayo. Me asomé a tu habitación, madre, y como te vi ya vestida, fui hacia ti y traté de consolarte, y tú a mí. Me dijiste que él había entrado a la mía para despedirse y, como me encontró dormido, se limitó a un suave abrazo, largo y silencioso. Después, ya en el patio, te dio otro a ti, fuerte y callado, y no quiso, de ningún modo, que lo acompañaras hasta el lugar donde tomaría aquel vehículo. Y allá se fue, por la calle aún desierta. Y así comenzaron días y semanas en que todo fue muy diferente. Te sumías en tus pensamientos, y más aun porque talvez no estabas muy segura de que en verdad se habría ido a trabajar con los ingenieros de campo y no en la mina. Acaso se trataba, te dirías, de una mentira piadosa. No, no aludiste a ello en la carta que le escribimos después a Raquel, ni a lo mucho que habías sufrido, ni yo tampoco. Así fue, y será mejor ahora que no piense más en esa despedida, y evoque más bien las noches en que Tobías tomaba su guitarra y se ponía a tocar los huainos y yaravíes que tanto le gustaban.

Nuestra madre se hallaba frente al telar, como estudiando un nuevo diseño. Yo le hacía compañía, como en otras noches, leyendo ese pequeño manual de minera-

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logía que me habías obsequiado. Presentí de pronto que la embargaba una mayor y honda tristeza por tu ausencia, hermano. Evoqué tu modo de ser, afectuoso a tu manera, y tu amor por nuestra música, y el callado entusiasmo con que partías en tus excursiones hacia los pueblos y cerros del valle, y de tal modo que, por un momento, me pareció verte al otro lado del obrador, como también creo por instantes vislumbrar tu presencia ahora. Dejé entonces el libro y me acerqué a ella y me puse a su costado, como tantas otras veces. Me miró por un momento, y luego, sin decir una palabra, puso manos a la obra. Me aproximé aun más y miré por un buen rato lo que iba saliendo de esa máquina. Poco a poco surgían franjas, alternadas franjas, de un color purpúreo, azul, violado. Era mágica la cadencia con que tomaban forma. Y así, sin duda, se atenuaba, aunque solo fuera por esa noche, su melancolía. Nunca olvidaré la expresión de su rostro. ¡Era tal su amor por ese arte, único quehacer que le encantaba, y lo único, talvez, que en algo aliviaba su pena!

Tengo ante mí, a la luz que he encendido, la carta que tú, Leonor, me escribiste desde Casapalca, en cuyo sobre figuraba como remitente un nombre inventado. Son pocas sus líneas, pero siempre las he tenido presentes. Dices en ella: Mariano, mi amor, Te escribo a escondidas, temerosa de que me puedan ver. Te extraño mucho, muchísimo. Y te quiero, como talvez no te dije allá con toda la pasión que me anima. Y es que mi padre, viendo que yo atraía la atención de los jóvenes

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cuando salía a la calle de este pueblo, me ha prohibido salir sola, incluso con mi hermana, y me ha amenazado si lo hago. «¡No estás en edad para esas cosas!», me ha recalcado. Y como resulta, según me he enterado, que se ha hecho amigo del único empleado de correos, me ha sido muy difícil poder mandarte esta carta. No, no me gusta este sitio, tan alto y tan frío, con esos cerros desolados y las casas de lo que aquí llaman «campamento», techadas de calamina. Te quiero, Mariano. Y mucho más ahora, y me pregunto una y otra vez cuándo nos volveremos a ver. Y hasta se me ocurre que debimos juntarnos y escapar de Soray, aunque eso fuera una locura. No, no me escribas, pues ese tipo del correo se lo diría a mi padre. Lo haré de nuevo más adelante, con un nombre también inventado, y te diré cómo podrás hacerlo tú. Y más tarde, estoy segura, retornaré con mi madre a Soray, y nos veremos. Te quiero Leonor La vuelvo a leer, por enésima vez, y me pregunto cómo fue que no recibí ninguna otra, ni tampoco pude escribirte. Solo me quedó volver una y otra vez a ese cuadernito de versos que te dediqué y que conservo como un tesoro. Y evoco una vez más ese primer amor, tan poético, uno por el cual te sigo queriendo, bella y dulce adolescente. Apago luego la luz y vuelvo a pensar largamente en ti.

Los regalos están ahí, sobre la mesa, los que nos ha enviado Tobías desde Yauricocha. Un manojo de finos estambres, que eran para ti, madre, así como un chal de lana de bellos e intensos colores, y otro semejante para mi

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hermana; un caballito de madera bellamente coloreado, que no sé cómo puede haber encontrado allá y que irá a adornar la sala; y una bolsa tejida a la manera de Laraos, con unas raras muestras de cristales para mí. Ah, y unos guantes de lana para Leoncia. Fue ella quien recibió el envío de manos de un joven portador al que no conocíamos. Sonreíste, al tomar el paquete, y luego lo colocaste sobre la mesa y te pusiste a leer el mensaje de tu primogénito, que se reducía a una tarjeta en un sobre, que leíste en silencio y luego me alcanzaste. Eran pocas palabras: Estoy bien, madre querida, y ojalá que ustedes también. El portador me avisó hace unos minutos que partía para Soray. Por eso soy tan breve. Vayan estos pequeños obsequios, que fui comprando hace días, con gran cariño. Pronto les escribiré una carta, una de veras. A ese se añadía otro sobre, cerrado, dirigido a ti y que, como vimos luego, contenía dinero. Te alegraste, por cierto, pero después estuviste pensativa, casi ausente, de seguro por el temor, una vez más, de que tu hijo se quedase allá, por más que te aferraras a la esperanza de que se cansara de aquel sitio. Pero te reanimaste luego y festejaste los obsequios con cariño. Yo te abracé largamente y te dije «La próxima vez nos escribirá una verdadera carta». Y me puse a mirar, con una mezcla de admiración, contento y tristeza, esos lindos regalos, y en especial esos cristales de nombres tan bellos que anoté cuidadosamente en un cuaderno, y que serían de hondo significado para mí.

Subíamos juntos, tú y yo, madre, por esa ligera cuesta que yo no llegaba a reconocer. ¿Sería en Orconcancha? ¿Y por qué caminábamos tan callados, en ese atardecer. Todo estaba

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tan sereno, y a la vez enigmático. Y habíamos avanzado así por un largo espacio, y se hizo noche, alumbrada solo por unas pocas estrellas y luceros, cuando de pronto nos pareció que venía hacia nosotros, se diría que a nuestro encuentro, un grupo de gente, que me pareció ser de danzantes, y sin duda también te pareció lo mismo a ti. Más aun porque creí escuchar una música, pero que no era la de nuestros huainos y danzas, sino una de los conjuntos propios del Collao. Continuamos, sorprendidos, pero no sin temor, y siempre en silencio. Pensé, de pronto, en aquel antepasado nuestro, Francisco José Urdanivia, casado con Lorenza Uxcoguaranga, gran amante de los bailes vernáculos, y en especial los de su tierra, allá tan distante, como que él era también un eximio tocador del charango. ¿Sería en verdad aquel hombre al que ni tú, madre, ni yo llegamos a conocer? Proseguimos nuestro andar, fascinados, y preguntándome yo a cada momento si era real lo que nos pasaba. Más aun cuando me acordé de que en un páramo de Puno, como se recordaba en la familia, los sorprendió a don Francisco y a sus compañeros de cuadrilla, y sin que tuvieran dónde guarecerse, una gran tempestad y, en medio de ella, los alcanzó un rayo. Sí, un rayo que no les dio muerte, pero hizo que los envolviera un halo y, cosa más extraña, que todos ellos irradiaran, y más que nada él, y por más de una hora, aquel resplandor espectral que puso en fuga a unos llameros con que se toparon. Y por eso, y porque a pesar de aquella descarga todos habían sobrevivido, y en especial nuestro antepasado, que dirigía la cuadrilla, se difundió la noticia, entre los moradores del Altiplano, de que desde entonces los llamaran Illaruna, palabra que en quechua quiere decir Hombres Rayo. Era él, Francisco José Urdanivia, y su gente, con quienes nos habíamos cruzado, sin que el asombro y el temor nos dejaran regresar a Soray. Ese antepasado que tenía negocios que lo hacían viajar

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mucho, y que tuvo la suerte de conocer aquí a esa hermosa mestiza, Lorenza Uxcohuaranga, avecindada en nuestro pueblo por razones que no supimos, y que, enamorado como ella, se casó y abandonó la azarosa vida que llevaba y se estableció en nuestro pueblo, ¿será que de tiempo en tiempo retorna a la tierra lejana en que nació y vivió de joven, para regresar después a Soray en la forma en que lo hemos visto, tan fantasmal? ¿Será por todo eso, madre, que no quisiste hablar de lo que habíamos visto, atribuyéndolo a un sueño extrañamente compartido con tu hijo? Y él, ese antepasado, ¿sabrá allá en la muerte de mi presencia en esta casa, la del bisnieto que en el umbral de su vejez ha regresado para quedarse aquí, animado por contrapuestos sentimientos? ¡Cuánto me hubiera gustado conocerlo y saber mucho más sobre su vida y sobre su amor por la música y la danza, y ver ese resplandor que lo rodeó y que parece irradiar en lo oscuro de esta noche!

Están allá en el escritorio, lo sé bien, las pocas cartas que nos escribiste desde Yauricocha —después de la nota aquella con obsequios— y que nos llegaron gracias a un conocido tuyo, que por razones de negocios iba y venía de ese asiento minero. Con qué cuidado las fue guardando nuestra madre, y con cuánta frecuencia las leía. Quizás yo también volveré a hacerlo. Me acuerdo que en la primera contabas que nos escribías en una noche glacial, en esa puna tan alta. Nos reiterabas que no tenías nada que ver con los socavones, y que, como nos aseguraste, que tu trabajo principal era el de acompañar en sus recorridos a los geólogos de la compañía, como había sido tu deseo, y que después te encargabas de la

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corrección y archivo de los informes. Te trataban bien, y era más que aceptable tu sueldo. En otra nos manifestabas, asimismo, cuánto echabas de menos la sobria dulzura de nuestra madre, la alegría de Raquel y su amor por las flores y por la vida, y a mí, muchacho observador e inteligente. En la tercera nos contabas, lo tengo presente, que habías bajado por una vez a los túneles, sombríos, interminables, en los que percibiste, más allá del sufrimiento de los trabajadores, el resplandor oscuro, hermoso a su manera, de las entrañas de la Tierra, y que en algún momento te topaste con un puquio. Sí, uno en esas profundidades. En otra nos contabas también que te habían asignado una habitación en el pabellón de empleados, desde cuya ventana se veía una planicie inmensa, y más allá una cima nevada. Allí, por las noches, tocabas para ti en la guitarra algunos de tus huainos preferidos. Y en todas acababas preguntándonos qué novedades había en casa, y diciendo que esperabas con impaciencia nuestras contestaciones. Eran cartas más expresivas, en más de un sentido, que las palabras que nos decías aquí en casa. ¿Cómo olvidarlas, hermano?

Cuán inesperada fue tu visita, Tobías, después de largos meses de ausencia. Estaba con nosotros por unos días Raquel, y por cierto también Leoncia, que de hecho era de nuestra familia. Era un domingo de septiembre, muy de mañana, y aún no nos habíamos levantado cuando oímos que se abría y cerraba la puerta del zaguán. Asombrado, me levanté y me di con la sorpresa de que eras tú, hermano, con un poncho que no te habíamos visto, y una valija. También acudieron nuestra madre y Raquel, y

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nos dimos todos un largo y emocionado abrazo. ¡Era tanta nuestra alegría! Nos dijiste que te quedarías hasta el lunes siguiente, en que partirías muy temprano. Se te veía un poco delgado y yo tuve la impresión, no sé por qué, de que también más alto. Te dijimos que te sentirías muy cansado, pero nos aseguraste que no, pues estabas acostumbrado a levantarte de madrugada, y nos contaste que habías aprovechado el viaje de un compañero que tenía una camioneta y cuya familia vivía en un pueblo cercano. Nos preguntaste, uno a uno, cómo estábamos, y lo mismo hicimos contigo. Contemplaste luego el patio y la casa. Aún sin reponernos de la sorpresa, sobre todo mamá, nos fuimos a preparar un gran desayuno. Yo me encargué de comprar el pan caliente de tu preferencia, mi hermana puso un mantel de fiesta en la mesa del comedor, tan luminoso a esa hora, y luego nos sentamos todos y estuve a punto de pronunciar unas palabras de muy cariñosa bienvenida. Me contuve, sin embargo, y fue nuestra madre quien expresó a su manera nuestro alborozo. Respondiste, paciente, a nuestras numerosas preguntas, y supimos así que tu visita duraría solo ese día, pues partirías el lunes muy temprano. Afirmaste una vez más que estabas contento con tu trabajo, gracias al cual te desplazabas mucho por esas alturas, cuyas fotos la prisa había hecho que olvidaras. Vino después el momento de los regalos, semejantes a los anteriores, pero a los que se añadían unos aretes y anillos de plata para tu hermana, y un gran prendedor para Leoncia. No, no quisiste luego que se invitara a nadie para el almuerzo, ni aun a Lastenia, con quien tu vínculo se había convertido solo en uno de amistad. Quisiste luego ver tu cuarto, los jardines y el piso alto, visita en la que Raquel te acompañó. Y mientras hacías aquello, yo me encargué de ir de compras, y mamá de preparar un almuerzo con las viandas que más te gustaban.

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Fue un gratísimo agasajo en el que te vimos si no locuaz, sí expresivo. Menudearon las preguntas, las tuyas y las nuestras. Nos describiste con más detalle tus trabajos, tus viajes, los pueblos y paisajes que habías conocido, y la situación de los obreros, su sindicato y sus reclamos. Quisiste saber cómo andaba la salud de nuestra madre, por suerte bien conservada, y si Raquel se encontraba a gusto con su aprendizaje y prácticas de la joyería, y qué proyectaba hacer yo, pues ya se acercaba el fin de mis estudios de secundaria, y por primera vez yo declaré, en forma explícita, que pensaba estudiar mineralogía, pero no en Lima, sino en una escuela técnica que varias compañías mineras habían fundado en La Oroya. Hubo sorpresa, felicitaciones, y muchas preguntas. Mi madre se quejó de que no le hubiese hablado antes a ella, pero tú, hermano, que estabas bien informado al respecto, le diste detalles que despejaron sus dudas y reparos, y se alegró, por cierto, de que me tendría relativamente cerca, consideración que no había dejado de pesar en mi ánimo.

Por la tarde, felizmente muy soleada, Tobías alquiló un auto y los cinco nos fuimos de paseo, uno que nos llevó, en primer lugar, a esa altura del torolumi, donde se hallaba el peñasco de la leyenda, y desde allí pudimos ver todo nuestro valle en su espléndida belleza, con los nevados de Lasontay allá en la lejanía. No pudimos seguir en cambio hacia Hualhuas, el pueblo de Leon-

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cia, por estar en reparación la vía. Bajamos, pues, y nos fuimos hacia la laguna de Pomacancha, en cuya ribera opuesta estaba la parcela de Ninacanya, que habíamos tenido que vender por no poder atenderla. Visitamos, sí, La Huayrona, de bellísimos recuerdos para mí por Soledad, la niña amada en mi infancia. Visitamos también otros pueblos, y al atardecer regresamos a casa, tan contentos. Luego Tobías salió a ver en rápida visita a algunos de sus amigos, ya por la noche encargó que nos trajesen la cena, que fue alegre pero también con un clima de tristeza, pues al día siguiente él tenía que irse muy temprano. ¡Cuán triste y efusiva fue la despedida!

Una tarde miraba yo por una de las ventanas de los altos, la que da hacia el este. Recuerdo que el aire era muy seco y se sentía gélido, hasta darme la impresión de que podía quebrarse como un cristal. ¿Cuándo fue aquello? No lo sé, pero debió ser en uno de los días de la ausencia de mi hermano. Hacía frío. Opté, entonces, por regresar a la mesita que había en esa habitación, ante la que me gustaba alternativamente leer, contemplar el panorama que desde allí se divisaba, dejarme llevar por los pensamientos y, de cuando en cuando, hacer unas anotaciones en el cuaderno que tenía para ello y que no sé dónde se encuentra ahora. Estaba allí esa tarde, cuando de pronto tuve la impresión de que se interponía ante mí una mano delicada, sedosa, que daba vuelta a una página anterior, y de que mi letra se parecía a una serie de enlazadas jarcias en un velamen de traslúcida blancura, rarísima impresión, y más aun con los finos rasgos de la escritura, ahí en esa página. Se desvaneció luego, poco a poco, esa imagen, y tuve la impresión de que

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en torno a mí caían diminutos copos de nieve. Sí, de nieve, como los que caerían allá en Yauricocha. Asombrado, me dejé envolver por esa blancura, hasta que comenzó a anochecer y pude entonces levantarme y regresar a los bajos. ¿Por qué me acuerdo ahora de esa extraña impresión?

Fue con gran expectativa que comencé a estudiar en la nueva Escuela de Mineralogía en La Oroya, contenta mi madre porque así podría visitarla casi todos los fines de semana. Por suerte ella estaría no solo acompañada por Leoncia, sino también por una ahijada, Juliana, que era una chica muy servicial y se ganó su aprecio. En ciertas noches, según supe por esta jovencita, se encerraba en el obrador, y después de largos silencios, por causa sin duda de la melancolía, volvía a tejer, lo que le devolvía su mejor ánimo. Además, en algunas ocasiones recibía las visitas de Raquel, que incluso consiguió llevarla por unos días a Lima. Mis estudios incluían, en esa época, como una suerte de especialización, los de cristalografía, que yo elegí de inmediato, pues era la que correspondía a mis preferencias. Las clases abarcaban algunas prácticas, no solo en ese lugar, sino también, muy breves, en Casapalca, en Huarón y en Cerro de Pasco. Esos estudios, con mucho de matemáticas y de física, no por técnicos dejaban de ofrecerme grandes motivos de gratificación estética. ¡Eran tan hermosos los colores, el brillo, los nombres de muchos de los cristales! Fueron tiempos, sí, en que mi madre y yo nos sentíamos muy preocupados por Tobías, cuyos mensajes se hacían aun más espaciados; tiempos, asimismo, de cierta amistad con algunos compañeros, a los que motivaban razones que no eran las mías, y de al-

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gunos amoríos, si bien placenteros también fugaces, y, ya en otra vertiente, en mis horas libres, de relectura y de descubrimiento de novelas y obras de poesía. ¡Cuán gratas eran las horas que les dedicaba por las noches! Fue así como releí a Vallejo y a Cervantes, y apelando a historias de la literatura y a un vendedor viajante, conocí a autores tan dispares como Eguren, Ciro Alegría, Arguedas, Martín Adán, y en traducciones, a Melville y Gide. Avancé en mis conocimientos de inglés y continué por mi cuenta con los de francés, aunque solo, en este caso, mediante la lectura, por páginas, de obras relativamente accesibles, y ya más tarde con la ayuda de un lionés, ingeniero de cierta cultura, al que contrataron como docente. Escribí también versos, con la idea de conservarlos siempre para mí. Y hacía lo mismo los fines de semana y los breves periodos de descanso que nos daban, y que yo pasaba aquí con mi madre. Fue, en suma, una época en que germinaron en mi mente, poco a poco, ciertas ideas que me serían muy útiles en el futuro.

¡Cuán gratificante fue iniciarme en el estudio de las tierras raras y de la cristalografía; conocer nombres como lantánido, lutecio, erbio, gadolinio; saber que los cristales se forman y crecen poco a poco, hasta alcanzar una variable pero siempre deslumbrante belleza, por pequeñas que sean las muestras; y cómo se forman seis sistemas, cada uno con su propia longitud y disposición de sus ejes; y cómo las células o celdas tienen sus propios ejes y simetrías; el tránsito que lleva del carbono al grafito, y a veces al que llaman «rey de los cristales», esto es al diamante! Poco a poco me inicié en las series, que son los fosfatos, los halu-

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ros, los silicatos, los sulfuros, los tungstatos... y me dediqué a la contemplación de las muestras que tenían en La Oroya, mucho más numerosas, por cierto, que las de cristales que guardo en esta casa, no pocas regaladas por Tobías. ¡Qué bellas y cálidas eran la plata nativa, el oropimente, la rodocrosita en sus variedades, la selenita, la rodonita, y plateadas la calcita y la turmalina, asociadas muchas veces, como el cuarzo, con el cristal de roca! ¡Tan placentero me resultaba el estudio de los sistemas cristalinos y de sus constantes cúbicas, como la halita; hexagonales, como el berilo; tetragonales, como la goethita; rómbicas, como la dragonita...! Y así podría seguir, alternando cristales y esas tierras que los antiguos llamaban «ocultas». Es un mundo en que he encontrado, al margen de sus posibles e incluso admirables utilidades, una particular y fascinante extrañeza. No está demás señalar, y no es soberbia decirlo, que mis compañeros de estudios y prácticas, así como las compañías mineras, se interesaban solo en lo inmediato y rentable. Aquel era un placer, pues, del que disfrutaba solo yo, y al que contribuían las breves y cortas referencias que encontraba en la reducida biblioteca que había en la institución donde estudiaba. ¡Qué tiempos de descubrimiento y placer, a pesar de no saber de Tobías, de mi preocupación por mi madre y de la lejanía de mi hermana!

Te fuiste, pues, Raquel, y la casa ya no la sentí como antes. Extrañaba tu buen humor, tus aires de adolescente, e incluso a tus amigas, que muy poco caso hacían de mí. Al principio recibíamos tus cartas una por semana, pero después se fueron haciendo más espaciadas. También de vez en cuando nos mandabas una para To-

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bías, para enviarla cuando le escribiésemos. No perdías, tú tampoco, la esperanza de que nos visitara. A mí me contabas, con ánimo festivo, cómo era vivir con esa tía, por suerte no beata sino más bien liberal, comunicativa, y cómo eran el instituto donde estudiabas y tus compañeras. Pronto te hiciste de amigas habladoras y bromistas. Me acuerdo que me contabas sobre una ayacuchana, Lucía, con la que compartías la nostalgia de la familia, de la tierra natal, de las costumbres y los paisajes andinos, de los cuales no hablaban con las alumnas de la capital, por los prejuicios contra los serranos. Y nos relatabas también los incidentes, los más graciosos y divertidos, que ocurrían en clase. Yo guardaba todas tus cartas, pero con el correr del tiempo y con los rumbos que tomó mi vida, he olvidado dónde las puse. Las buscaré más adelante, y las leeré de nuevo. Yo, en las mías, me refería a cuánto te extrañábamos, a mis paseos por el campo y a las conversaciones con nuestra madre. También, por cierto, a la inquietud que nos causaban los silencios, cada vez más prolongados, de Tobías. Y así, hermana, hasta que acabó por fin ese primer año y retornaste a casa, lo cual fue toda una fiesta. Y en esos dos meses que pasaste con nosotros nos anunciaste que cuando acabaras tus estudios buscarías trabajo, aquí o en Lima, donde podrías acudir a un establecimiento donde perfeccionarías la artesanía en que te habías iniciado. Con el correr del tiempo, y con el trabajo que conseguiste, tus visitas se fueron haciendo cada vez más cortas. ¿Cómo no añorar a la niña y jovencita, alegre, ingeniosa, dicharachera, que fuiste? Pero no dejaré de pensar en ti, y hasta quizá me anime a invitarte para que vengas a Soray con tu hija, y de ser inevitable, con ese tu marido. Sí, Raquel, porque te extraño, y muy en especial a la Raquel que he evocado a esta hora.

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No, no me fue grato, Raquel, conocer, en un viaje que hice a Lima por razones de trabajo, a ese joven, mayor que tú, que era tu enamorado, y que después se convirtió en tu novio. Antes me habías presentado a dos que lo habían precedido, pero fue este el que, con el correr de unos meses, se convirtió en tu novio. Joven emprendedor, sin duda, se interesaba en las actividades comerciales, como que había estudiado economía, y, según me habías contado, abrigaba, entre otros, el proyecto de abrir una tienda de ropa femenina en la capital, y era posible, otra en Arequipa, de donde eran él y su familia. Alto, apuesto sin duda, tal vez de buen gusto, pero con tal inclinación a los negocios que, a la verdad, tratándose de ti, me sorprendió. Nos invitó a una cena en un restaurante casi lujoso. Fui cortés con él, y después, cuando ya estuvimos solos en la casa donde tú te alojabas, te dije que lo pensaras bien antes de ennoviarte, y me escuchaste con atención, pero, por lo que vi, tal era ya tu intención. A él le habrías gustado por tu rostro y buena figura, por tu dedicación al diseño, por tu espíritu comunicativo. Te pregunté «¿Sabe ya de tu amorío nuestra madre?». «Sí, pero no le he dicho que talvez me case con él». «¿Y los demás pretendientes que tuviste?». Entre seria y sonriente me contestaste: «Tuve uno de colegiala, y creo que tú lo viste. Y aquí otros dos, pero Hernando es el que me gusta, y creo que lo quiero, pero hay tiempo para cambiar si le veo algo que no me agrade». Y eso fue todo lo que pudimos hablar. Ya de vuelta a Soray le conté todo a nuestra madre, que en efecto sabía ya del romance, pero no había visto en persona, solo en una foto, al arequipeño. Le di

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mi opinión, y ella se quedó preocupada. Pero, salvo darte consejos, ¿qué podíamos hacer?

Después de unos cuatro meses de estar en Huarón, se hizo necesaria una suspensión de una semana en mi trabajo, así que resolví aprovecharla para ir a Yauricocha, ya que no teníamos noticias tuyas, Tobías, desde hacía varias semanas, desde tu último y lacónico mensaje, para averiguar si allí tenían alguna noticia sobre ti. Nuestra madre parecía haberse resignado a tu ausencia, pero en el fondo no era así, y su sufrimiento era sin duda cada vez mayor. Le informé sobre lo que me proponía, y su reacción fue de cierta esperanza, pero también de preocupación por mí. Acaso temía que yo te siguiera y también, por así decir, desapareciera. Pero le aseguré con tal firmeza que nada de eso sucedería, pues eran otros mi carácter, mi vocación, mis inquietudes, y el amor que sentía por ella, que sabría muy bien conducirme de otra manera. Raquel, con quien hablábamos con frecuencia por teléfono, apoyó, desde luego, mi iniciativa. Partí, pues, muy temprano, el día fijado, después de una cálida despedida, y al caer la tarde llegué a ese asiento minero. Sabía por ti que había un albergue, así que fui y me alojé allí. Hacía mucho frío, más incluso que en Huarón. A la mañana siguiente fui a la oficina de personal de la compañía, donde fueron atentos y me facilitaron hablar con un ingeniero que había tomado parte en los viajes de exploración. Sorprendido porque no tuviéramos noticias de ti, dudó un poco, pero finalmente me dijo «La verdad es que Tobías no quiso regresar con nosotros, aduciendo razones personales, e incluso firmó una carta de re-

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nuncia que debe estar en nuestros archivos». «¿Y no dijo adónde se dirigía?». «Sí, que quería ir a visitar a unos parientes en Acobamba y otros lugares». «¿Y eso fue todo?». «Sí, no dijo nada más». Le agradecí por su información y me despedí, y para atenuar la gran sorpresa y depresión que me habían causado esas noticias, y como ya era tarde para tomar el tren que bajaba a Pachacayo y regresar a Soray, me dediqué a visitar alguna de las instalaciones de la empresa, muy diferentes de las de Huarón, y la oficina que tú ocupabas cuando no salías con el grupo del que formabas parte. Y por la tarde me puse a contemplar el desolado paisaje del páramo circundante. Recuerdo tan bien los nevados que se veía a lo lejos, y me preguntaba una y otra vez por qué habías abandonado Yauricocha y no nos habías avisado, y si en verdad te habrías ido hacia Acobamba, Lircay, Parcos, lugares que ya conocías. Y, sobre todo, ¿por qué te habías sumido en tan largo silencio, a pesar del afecto que nos tenías? ¿Qué debía hacer yo? ¿Ir tras de ti por esos sitios? Retorné pensativo hacia el albergue, y a un lado de la puerta de ingreso se hallaba un trabajador que, al parecer, me había estado esperando. Me abordó y me dijo que era miembro del sindicato de mineros, y me preguntó si yo era tu hermano, y después de que yo le dije que sí y que había ido a preguntar por ti, me contó que él y sus camaradas no se habían sorprendido por tu ausencia, pues sabían de las inquietudes sociales y políticas que te animaban. Escuché, alarmado, lo que ese obrero me había informado, y aun más agregó más o menos estas palabras: «Puede ser que sea así, y también que se haya ido a unirse a ciertos grupos de alguna manera subversivos, con los que nosotros no queremos ninguna relación. Lo sentimos por usted y su familia». Y sin más se retiró, y yo me dije que eso explicaba tu silencio, sí, Tobías, y lo sentí mucho por los riesgos que, si

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eso era cierto, enfrentarías, en esa época de los gobiernos militares de Pérez Godoy y Nicolás Lindley, y por la gran alarma y aun mayor sufrimiento que sentiría nuestra madre si yo se lo informaba. Decidí, claro está, no decírselo, y hablar más bien de una ausencia de la que tarde o temprano regresarías. Y eso es lo que hice al volver a nuestra casa. Pero creo que en el fondo ella no me creyó y prefirió guardar silencio. En cuanto a mí, resolví continuar con mi trabajo, cuya elección te debía a ti, hermano. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Averiguar, de algún modo, entre ciertos grupos que eran o parecían subversivos? Esperar era lo único que nos quedaba.

Está allí otra vez, a la extraña luz que por momentos alumbra el dormitorio, esa máscara, toda en rojos, azules, blancos, y con orlas casi doradas que no sé dónde contemplé, hace mucho, fascinado. ¿Fue en alguno de los museos que visité en cierta ciudad de mi país o del extranjero? ¿Fue en el establecimiento de un anticuario, talvez aquel de la rue du Bac en París, especializado en arte precolombino? ¿No me habría dicho «C’est d’une divinité étrange et mystérieuse»?1 ¿Y no lo es, y mucho más a esta hora, como una visión entre hermosa e inquietante? Sí, es una máscara de origen prehispánico, con esos grandes ojos orlados de blanco, de un negro intenso, casi llameantes; esa cabellera que me hace pensar en una medusa, pero solar, y a la vez oscura; y las fauces que dejan entrever unos acerados y terribles colmillos, como los de una divinidad de Chavín. Y de pronto, no sé por qué, me acuerdo de aquellos versos que 1 Es una divinidad extraña y misteriosa.

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le repetí una noche a Sophie, leídos no sé dónde, y por alguna razón grabados en mi memoria: Oh pájaro quechol / color del fuego / volando en la noche / a través de los campos / en el reino de la muerte. A ese rostro, llameante como es, le pregunto, en voz alta, entre desafiante y temeroso, «¿Quién eres: deidad de Chavín, de Caral o de Pucara?». Y como si mis palabras surtieran un efecto contrario, poco a poco se desvanece su imagen en las sombras.

Una de esas noches, madre, me dices «Algo me hace presentir, Mariano, que tú viajarás mucho», y yo te miro, sorprendido, a esta hora de la noche en que conversamos en tu dormitorio. «¿Por qué lo dices, madre?». «Porque así lo presiento, como si el corazón me lo dijera, con una rara palabra que tu padre usa, porque ese es tu sino». No te contesto, sorprendido, y pienso que esa voz se aplicaría mejor a mi hermano. Y sin estar seguro de lo que realmente ocurriría, me digo que no sería para desaparecer, sino para volver siempre por ti, por esta casa, por esta tierra a la que tanto amo. Tú insistes: «Sí, te irás, y conocerás a otras gentes, otras ciudades, otros paisajes, y también a otras mujeres».

Vuelven a mí, no sé por qué, versos y fragmentos de poemas de Trilce, que tantas veces leí y releí en mis noches de viaje allá entre Huarón, La Oroya y Morococha. Me recito, en silencio: Se acabó el extraño, con quien, tarde / la noche, regresabas parla y parla. Y luego aquello

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de El yantar de estas mesas así, en que se prueba / amor ajeno en vez del propio amor, / torna tierra el bocado que no brinda la / MADRE... Y aquel poema que dice Al borde de un sepulcro florecido / transcurren dos marías llorando, / llorando a mares, y al final Del borde de un sepulcro removido / se alejan dos marías cantando. Y más de una vez: Cielos de puna descorazonada / por gran amor, los cielos de platino, torvos / de imposible. Y otros versos que no se han grabado en mí de la misma y fiel manera. Muchas veces también me acordé, años más tarde, de otros fragmentos de Trilce y de Los heraldos negros, cuando estaba unas noches insomne, con Sophie, allá, no sé si en Delfos o en Cnosos, alternándose en ocasiones con la letra de huainos y harauis que cantaba con mi madre o con Leoncia, y también con Leonor, con Marina, con Virginia, o con los que tocaba Tobías, allá en su cuarto, con su guitarra. Como ahora, Mariano, en que has regresado a la tierra de los tuyos.

Y así pasó el tiempo y llegó el fin de mi carrera, y muy pronto una inesperada propuesta de trabajo en la Compagnie des Mines, que explotaba los yacimientos de Huarón. La experiencia y el sueldo que ganaría, y asimismo la cercanía de ese maravilloso bosque de rocas de Huayllay, eran tentadores, y tanto que hasta mi madre me aconsejó, a pesar de que me echaría aun más de menos, que la aceptara. Y así fue como se inició otra etapa muy diferente de mi vida, en ese asiento minero que ya conocía, y cuyo paisaje me deslumbraba. Cuánto me gustaba contemplar desde allí las cumbres nevadas de la cordillera de Huayhuash y, hacia otra parte,

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el maravilloso bosque de rocas de Huayllay, de tan fantásticas formas y colores. La compañía me asignó como alojamiento uno situado en la parte alta del campamento, desde donde podía ver mejor ese roquerío y el panorama circundante. ¿Cómo no sentirme complacido a pesar de la distancia que me separaba de mi madre, de Raquel y de Tobías, perdido este en un paraje adonde parecían haberlo conducido sus generosas inquietudes? Me reconfortaba sí la idea de que podía llamar por teléfono, y lo haría con gran frecuencia, a mi madre, y de que no era muy difícil volver a Soray en caso necesario, y comunicarme también con mi hermana. A todo ello se agregaban los trabajos, unos de mineralogía, que no dejaban de ser interesantes, y otros, de cristalografía, que al margen de su utilidad para la empresa, me abrían prometedoras perspectivas. Fueron meses, pues, de fecunda actividad. Hice algunas pocas amistades, pero que no eran para mí particularmente importantes. Por las noches, en esos meses de cielo despejado, aunque también de intenso frío, contemplaba las estrellas, y con ayuda de un pequeño manual iba identificando algunas y sus constelaciones. Y me sentí así, pues, muy optimista, y más cuando la esposa de un directivo, a quien conocí en una reunión, y que era bastante mayor que yo, accedió a darme lecciones de francés avanzado y prácticas orales, que yo tanto necesitaba. A todo ello se agregó el hecho de que algunos fines de semana, gracias a que yo era un técnico contratado y no pertenecía al personal estable, podía volver a casa para ver a mi madre, llevándole regalos, como los magníficos moldes de queso que se producían en una hacienda colindante, y prendas tejidas de la ropa nativa. ¡Con cuánto alborozo me recibía! Y desde luego que se apenaba cuando yo tenía que regresar a Huarón, pero no mucho, pues la

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alegraba saber que yo laboraba en ese campo que tanto me había atraído, y que era buena la remuneración, gracias a la cual pude pagar la mejor medicación para los problemas de su edad, y financiar varios trabajos de restauración de nuestra casa.

¿Quién eres tú, que me acechas desde esa esquina de la habitación sin que pueda yo distinguirte, pues allí está muy oscuro? ¿Serás un hombre o serás una mujer que de pronto ha ingresado a este cuarto y que me observa? No, no es, como en otra noche, la presencia de mi madre. No sé cómo alcanzo a entrever, si no a adivinar, esas pupilas fijas en mí. No, no intento encender la lámpara. Pregunto en voz alta «¿Quién eres? ¿Qué buscas?». Solo el silencio me responde. ¿Será que mi llegada ha turbado una vez más la quietud y la soledad que reinaban en esta casa? Pero luego me digo que no es real, no puede ser, esa presencia que desde allí me vigila. Y, sin embargo, algo persiste en decirme que sí, que alguien sigue allí, observándome, atento a mi callado soliloquio. Tal vez sea el espíritu de ese Juan de Dios Uxcoguaranga, aquel famoso tallador de imágenes. ¿Y si fuera, más bien, el de mi abuela paterna, Josefina Errázuriz, la española que vino desde su lejana Ávila en pos de la curación de su tisis, y que se casó con Patricio de los Ríos? Y si eres ella, oh sombra, es de imaginar que, observándome desde allí, se ponga a musitar, a manera de conjuro, alguna de las oraciones que rezaba Santa Teresa, su paisana. ¿O será esa Beatriz de Salcedo que, para mí y Raquel, e incluso para Tobías, fue y es aún toda una leyenda? Mas no, todo no debe ser más que parte del errático andar en que mi mente está sumida. Un imaginar sin término.

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Fue extraño, y yo diría incluso críptico, el último mensaje que nos enviaste, hermano, uno que nos dejaron una noche por debajo de la puerta del zaguán y que yo encontré a la mañana siguiente, pues estaba en Soray, dirigido a nuestra madre. Reconocí tu letra y de inmediato fui a buscarla en el comedor, donde estaba con los afanes del desayuno. Nos sentamos ante la mesa y lo leímos juntos. Nos decías Bien sabes, madre, todo el cariño y respeto que tengo por ti, y mi gran afecto por mis dos hermanos. Estoy muy lejos, y no por razones de trabajo, sino por las inquietudes sociales que me animan, y que tanto tú conoces. Voy a viajar aun más al sur de nuestra sierra, desde donde me será difícil, aunque no imposible, comunicarme con ustedes. Vaya, pues, con estas líneas, mi más cariñoso abrazo para ti, así como otro para Raquel y para Mariano. Cuídense mucho. Tobías. Adjuntos en el sobre estaban unos billetes de alta denominación. Asombrados, y con una dolorosa impresión, volvimos a leer una y otra vez esas líneas. Y, cómo no, nuestra madre se echó a llorar, inconsolable. ¿Cómo olvidar ese día, ni el siguiente, en que tuve que quedarme con ella?

No, no es sueño, sino realidad, el deseo, por no decir la necesidad que de pronto he sentido de dejar por un momento esta habitación e ir al obrador de mi madre, donde pasaba tantas horas, sobre todo de noche, entregada a su inspirado trabajo de diseñar y dar forma a nuevos

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y nuevos trabajos. Voy, pues, sin encender ninguna luz, y no encuentro ninguna dificultad en abrir su puerta y entrever, a la muy débil claridad de las estrellas que se refleja en el interior, que sigue allí el telar, enhiesto y tal como lo dejó ella, y después yo. Me detengo junto a uno de sus parantes, y acierto a dar con la lanzadera. Estoy allí por un rato y salgo después, de la misma manera, y voy hacia la habitación donde se encuentra el bargueño, ese antiguo mueble, con sus arabescos, sus tiradores de bronce y sus sierpes heráldicas, donde escribías tus cartas, diseñabas motivos para tus wishcatas y a veces cenábamos. Todo está también a oscuras pero es como si lo viera y me sintiera en los lejanos tiempos en que te acompañaba. Después de un rato cierro ambas puertas y regreso igualmente a oscuras hacia mi dormitorio. ¡Extraña y afectuosa experiencia!

No quisiera, madre, que volviera a mí el recuerdo del día en que recibí la llamada de Leoncia, de mi angustiado regreso y de los días que antecedieron a tu muerte, y menos de la noche en que te fuiste, allá en ese funesto año de 1963. Son imágenes y vivencias que retornan ahora sin que me sirva pensar que sería mucho mejor evocarte llena de vida, de esa manera tuya, cálida, afectuosa, y con esos toques de alegría y buen humor que tanto apreciábamos. Fueron hondas la pena y la frustración que me causó tu fin, más aun por el sentimiento de culpa que me produjo no haber estado contigo cuando te enfermaste. Vine de Huarón en cuanto recibí ese mensaje y te encontré ya grave pero aún consciente. ¡El abrazo que te di! Leoncia había llamado de emergencia al médico Casares

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y su diagnóstico fue de un caso de bronquitis que se convertía ya en neumonía, de pronóstico reservado, mucho más a tu edad. Alcancé a conversar contigo un poco, y en especial a recibir tu encargo de que buscase a Tobías, o al menos de que tratase de retomar contacto con él, de que mantuviese siempre una afectuosa relación con mi hermana, y de que velase por la casa. ¡Cuán inútiles fueron mis palabras de aliento y esperanza! Y cuando llegó Raquel, llamada por mí, ya habías perdido el uso de la palabra, y solo alcanzó a ver cómo entrabas en agonía, una larga y penosa agonía. ¡Cuán diferente, pues, tu fin, del que tuvo nuestro padre! Estuvimos junto a ti mientras te quedó algo de vida, y cuando expiraste no pudimos contener el llanto. Y aún ahora, cuando han pasado ya tantos años, vuelven las lágrimas a mis ojos. No, no quiero recordar más tu fin, pues sigue siendo un sufrimiento, como lo es también la memoria de tu velatorio y de tus honras fúnebres. ¡Cuán buena fuiste con nosotros!

Después de la muerte de mi madre tuve que pedir a la compañía que el permiso que se me había dado se convirtiera en una corta licencia, pues había asuntos que teníamos que resolver con Raquel aquí en Soray. La mayor parte del tiempo yo la veía serena, pensativa, lo cual no dejaba de sorprenderme, pues ella era más bien extrovertida. Pero había momentos en que de pronto rompía en sollozos y se me hacía difícil consolarla. Dejamos pasar unos días sin salir a la calle y en lo posible sin recibir visitas, y tratando más bien de evocar, cuando podíamos, las horas más felices que pasó nuestra madre con nosotros. Entrábamos y mirábamos el obrador, el bargueño

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y otros de sus sitios preferidos. Después ya no pudimos dejar de adoptar algunas decisiones. Acordamos, por lo pronto, no dividirnos la casa, pues no dejaba de haber la posibilidad de que un día regresara nuestro hermano, y además deseábamos conservarla como estaba. ¡Cuánto la queríamos! De vez en cuando vendría Raquel, lo cual no era muy fácil, por sus obligaciones de madre y esposa, y por ciertos problemas de salud. Por otro lado, Leoncia, que había compartido nuestro pesar y que nos atendía, nos informó que no se quedaría sola y que retornaría a su pueblo. Cuánta pena me dio, y con todo cariño le obsequié recuerdos de la familia, y lo mismo hizo mi hermana, y añadí la mayor cantidad de dinero que pude, más del que por ley estábamos obligados. La invitamos a una cena especial, y yo le prometí que la visitaría. ¡Era tanta mi gratitud y eran tantos los hermosos recuerdos que tenía de ella! Y cuando se hubo marchado, nos acordamos por suerte de Matías, morador de una casita que se encontraba a una cuadra de distancia, y que era un joven y honrado trabajador allegado a la familia. Le propondríamos, pues, que cuidase de la finca, que ya conocía, que la visitara con frecuencia, y que nos avisara sobre cualquier inconveniente, por lo cual le pagaríamos y le dejaríamos las llaves del zaguán. Lo visitamos, y aceptó de buen grado nuestra propuesta. Acordamos también cómo nos comunicaríamos. Y llegado el día de su partida, fui con Leoncia a la estación de Jauja, ayudándola en todo lo que pude, y nos despedimos con un fuerte abrazo. Antes de volver aquí, di un largo y melancólico paseo por los alrededores de Soray, sin dejar de pensar en mi madre y en todos nosotros. Por la tarde me dediqué a diversos menesteres, pues se acercaba el momento en que debía regresar a Huarón. Sabía ya que no me quedaba otra alternativa que trabajar y trabajar para dominar mi depresión,

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lo cual no dejaría de tardar unos buenos meses. Más adelante haría otra tentativa para buscar a Tobías. Fue así, Mariano de los Ríos.

Te reconozco, Soledad. No sé cómo, pero sé que, ya adolescente, eres la niña con que jugaba en la era de La Huayrona. Estás ahí, en una banca de nuestra plaza, del lado de las arquerías, en espera de alguien, hilando e hilando con esa pushca tan fina. Sé que eres tú desde el momento en que te vi. Delicado y como sonriente tu rostro, absorta no obstante en tu quehacer, aun cuando de rato en rato alzas la mirada para ver si ya se acerca la persona a la que esperas, vestida siempre con lliclla, pollera y sombrero del valle, sin duda te acuerdas muy bien cómo jugábamos en la trilla, arriba de la parva. Y por la noche, no lo olvidaré nunca, cantábamos con los jóvenes huainos tan lindos como aquel cuya letra decía Huay, huay / puca polleracha... Sé que eres tú, y no sé cómo puedes ser solo una adolescente en tanto que yo soy hombre ya de edad. Tú no me ves, y continúo pues mi andar, y me voy alejando de ti, no ya en el mediodía en que acabo de verte, sino en esta noche en que estoy sumido en los recuerdos.

Estas horas de la noche, ya en Soray, son de mudables y extrañas vivencias, unas lúcidas, otras como en sueños, en las que mis recuerdos se presentan con muy poca sujeción a la continuidad de los tiempos que evocan. Se diría, por paradójico que parezca, que se trata de

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una fidedigna reinvención del pasado, en que van entrelazadas las imágenes a los sentimientos, las palabras, de diferentes días o años, solo como estoy, de regreso en mi tierra, que es como decir en lo más hondo de lo vivido, sin dejar de ser también un abrirme de algún modo a lo que venga, sí, aquí en esta casa que tanto significa para mí, solo, aunque por momentos siento que no lo estoy y que alguien, alguno de los míos, o de las mujeres a las que más he amado, me observa en silencio desde lo oscuro, a la vez en el presente, un misterioso presente, y en el pasado, yo, Mariano de los Ríos Urdanivia, casi sexagenario, leal siempre a mis raíces, a las más hondas y significativas, por más que haya viajado tanto, sumido ahora en un soliloquio que se torna en diálogos, y en diálogos que me devuelven a este monólogo sin término, avizoro, allá a lo lejos, pero no tardará mucho, la hora en que, a la luz del amanecer, volveré al hombre que soy y a lo que pueda brindarme aún la existencia, en esta tierra que se confunde con mi ser.

Varias veces, en los años que evoco en esta noche, sentí la tentación de escribir, pero no relatos sino poesía, solo poesía, y como muestra allí están dos cuadernos muy diferentes, como que se remontan a épocas muy alejadas. Mariano de los Ríos, mineralogista y cristalógrafo, gran lector, viajero, cultor de lo andino y abierto a otros mundos, y también poeta, aunque solo lo sea en privado, por no decir en secreto. ¿Qué raro sonaría, no? Tengo muy presentes esos versos que han sido solo para mí, y a los que añadiré los que tenga el deseo de escribir más adelante. Quiero, por eso, repetirme esos versos que tan-

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to me gustaron, en los que invoco a Un querube / de pura e inmutable soledad / que extiende su silencio en el vacío. Y que más adelante acaban: Y solo ser silencio, quietud, pureza... O aquellos otros: Pensativo metaloide que navegas / entre puras ondas de cinabrio. / Rampante nave en pos de un oscuro resplandor, / flanqueada siempre por uránicas serpientes. / Argonauta en pos / de las riberas más lejanas de la noche. Sí, eso es sin duda lo que soy esta noche, un navegante en pos de esas riberas, con la débil esperanza de alcanzarlas y de contemplar y hacer mías las formas más puras de la materia. Son recuerdos que sin duda me llevarán a releer los versos que he escrito, y a componer otros en los días y meses que vienen.

Nos conocimos, Marina, cuando retorné a Soray por unas semanas, que se convirtieron en más de tres meses, en espera de un nuevo contrato de trabajo, ya no en Huarón sino en Cerro de Pasco. Hacía ya más de un año de la muerte de mi madre, y ese regreso no era el único, pues había vuelto para unas cortas visitas. Dediqué gran parte de aquellos días a realizar algunas indagaciones sobre mi hermano, por inútiles que fueran, a efectuar algunas reparaciones, a leer y a visitar las tumbas de mis padres y antepasados. Me hice también de nuevas amistades, y fue así como me invitaron a la fiesta que dio por su cumpleaños Leonora Valladares, señora adinerada, paisana nuestra, y que residía en Lima y a la que defendió mi padre en un juicio. Asistí a la reunión y luego de felicitar y entregar mi presente a la dueña de casa, saludé a varios de los concurrentes, y como el baile ya había comenzado, no tardé en unirme a él acompañado por algunas de las

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jóvenes presentes. Un equipo de sonido dejaba escuchar valses, boleros y aires tropicales, que se alternaban con los huainos y pasacalles que tocaban unos músicos con arpa, violín y quena. Fueron llegando otros invitados, incluso algunos que parecían haber venido desde Lima, pues la dueña de casa había querido celebrar a lo grande su aniversario. En un momento ella te trajo, Marina, y me dijo «Creo que usted no conoce a mi sobrina, así que los voy a presentar: la señorita Marina Linares; el señor Mariano de los Ríos». Y tú señalaste, con firme suavidad, para aclarar, con palabras que nunca olvidaré, «No, Linares no, sino Marina Túpac Roca». Y doña Leonora sonrió y se rectificó: «Digo, Marina Túpac Roca». Y tú y yo nos dimos la mano. Sí, yo sabía algo de tu familia, y en particular sobre tu abuelo, que había sido dueño de un fundo en la parte alta de Yanamarca. Más aun, me había enterado de que tu padre, un tarmeño, había abandonado a tu madre y a ustedes, sus dos hijos, para irse con otra mujer a Lima. Y había oído, asimismo, también de modo casual, que habías estudiado en un colegio limeño de monjas. Más tarde sabría que habías cursado dos años en la Facultad de Letras de la Universidad Católica, pero que no continuaste, y de que muy joven habías resuelto, para asombro de muchos, no llevar más el apellido Linares, sino el de tu progenitora, un gesto que sorprendió a unos y escandalizó a otros, pero que yo encontré digno y valeroso, y sugestiva esa yuxtaposición de tu nombre y el hermoso apellido quechua de tu madre, que por cierto me recordaba a la heroína de un laureado poema del siglo xix, del peruano Ricardo Rosell: «¡Catalina Túpac Roca!». Sabía todo eso, pero aquella era la primera vez que te veía. Luego de un momento, la señora Valladares tuvo que dejarnos, así que nos pusimos a conversar, y mientras lo hacíamos no dejé de admirar tus ojos inten-

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sos, tu rostro delgado, tu tez entre blanca y andina, y la sonrisa amable y curiosa, por no decir un tanto irónica, con que me observabas. Te pregunté si venías con frecuencia a Soray y tú me dijiste que lo habías hecho en más de una ocasión, pero que por ahora vivías durante la mayor parte del año en la capital, y que te quedarías aquí unas semanas. Y en eso estábamos cuando volvió tu tía y te invitó a continuar con la ronda de presentaciones, y tuviste que dejarme. Estuve solo por un buen momento, pensando en la impresión que me habías causado, y no solo por lo que había visto en ti, sino también por ese aire tan seguro a pesar de que por entonces no tendrías más de veintidós años. Por todo ello, en la primera oportunidad que se presentó fui y te invité a bailar, y, para mi sorpresa, no te levantaste de la silla en que estabas sentada junto a Julia Soler, y menos me extendiste la mano, sino que respondiste con amabilidad «No, señor De los Ríos». Y viendo mi desconcierto, añadiste «Disculpe usted, pero por el momento no», y me observaste de una manera que me pareció entre plácida e irónica. No tuve, pues, más remedio que inclinarme, y me iba a retirar pero tú me detuviste: «¿Por qué no conversamos un poco aquí?». «Sí, ¿por qué no?», repuse, y tomé asiento a tu lado, y hablamos, entre otras cosas, lo recuerdo muy bien, sobre el buen tiempo de esa noche, sobre el doble registro de la música que se tocaba, y sobre nuestras preferencias. Sabías algo de mi familia, y mencionaste que conocías mi casa, pero solo por fuera, con sus muros encalados. Hablamos también sobre el paisaje del valle, que habías tenido la suerte de apreciar desde diversos puntos y en diferentes ocasiones, y en cierto momento me dijiste, con expresión pensativa, «Pero yo, aunque usted se sorprenda, prefiero el de la puna, por lo que tiene de lejanía, de soledad, de misterio», palabras que se me grabaron, y

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te dije que lo mismo prevalecía en Tobías, mi hermano. Me preguntaste, entonces, a qué me dedicaba, y te informé que había estudiado mineralogía y que trabajaba para una u otra compañía minera. Me miraste de curiosa manera, y dijiste «Vaya, nuestros nombres se parecen, ¿no?». Y así era, sin duda, y pensaba yo qué responderte, pero retornó doña Leonora y dijo, dirigiéndose a mí, «Ahora, con su permiso, señor De los Ríos, me llevo a Marina». Y te fuiste con ella, y yo me quedé con una rara y feliz desazón. Mas por suerte hubo luego ocasión para que retornaras, y mudando tú de parecer, bailáramos una pieza, y después, casi a finales de la fiesta, dos o tres huainos de los nuestros. Y ya en el momento en que te disponías a retirarte, encontré modo de pedirte en voz baja que volviéramos a vernos, y me dijiste: «Sí, ¿por qué no?». Y con el mismo tono, casi risueño, agregaste: «¿Qué le parece el domingo que viene a las once de la mañana, en la Plaza Mayor?». «Encantado», dije, y te despediste, y mientras te alejabas me pregunté cómo, habiendo estudiado en aquel colegio, no compartías los prejuicios que sin duda allí prevalecían, y te encantaba nuestra sierra, y me pregunté si, siendo tan guapa, no tendrías ya novio, interrogante a la que se sobrepuso la intuición de que yo no te había sido indiferente, y la esperanza de que podría haber más tarde algo más entre tú y yo. ¡Así fue como nos conocimos, Marina Túpac Roca!

Nos vimos, pues, ese domingo, ya cerca del mediodía, cuando te acompañaba tu prima Julia, en la Plaza Mayor. Se te veía muy guapa, Marina, con el traje que vestías, y lo recuerdo con tanta claridad como si estuviera

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en una lúcida vigilia, y no inmerso en un recordar como este. Respondiste a mi saludo y me preguntaste con un tono entre festivo e irónico: «¿Y usted no ha ido a misa?». «No», te contesté, un poco sorprendido, y añadí, también con buen humor: «Yo soy agnóstico». «Era de imaginar», dijiste, de la misma manera, y agregaste: «Quizá yo también lo soy». Me invitaste: «¿Nos acompaña a pasear un poco?». Y eso fue lo que hicimos, hablando los tres del buen tiempo, de las casas antiguas, de la fuente que había en el centro. Me parece que elogiaste con calor los colores de las mantas o wishcatas que usaban nuestras campesinas, de las que había un buen número en la feria, con sus blancos sombreros. En cierto momento tu prima se despidió porque tenía que hacer, y yo te invité entonces, apelando con audacia al tratamiento de tú, que no pareció incomodarte, a sentarnos en una banca, y allí seguimos conversando, y como nuestra charla se prolongaba te propuse que almorzáramos juntos. Accediste, y fuimos al mejor restaurante que había en Soray, y allí nuestra plática se hizo aun más animada. ¿Cómo no señalar, y te lo dije, que eras una joven excepcional? «¿Te parece?», respondiste con la ironía entre amable y divertida que ponías en muchos casos. Estuve a punto de preguntarte si tenías un enamorado, y qué proyectabas para el futuro, pues era evidente que no tenías la menor intención de ser ama de casa, pero me pareció indiscreto hacerlo. Dije en cambio, y lo recuerdo muy bien, «Marina, no solo eres hermosa, sino además muy imaginativa e independiente». Sonreíste, acostumbrada como estarías a los requiebros y piropos, y me formulaste, a tu vez, algunas preguntas, y supiste, no sin sorpresa, que me había especializado en esa rara disciplina que es la cristalografía, que no solo me permitía vivir sino también complacerme con mi trabajo. Te conté que me había interesado en ella

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gracias a mi hermano Tobías, ahora ausente, que solía regalarme lindos fragmentos de minerales. Y ya al final del yantar —¿por qué vuelvo otra vez a esta vieja palabra?—, me atreví a decir «La verdad es que me gustas mucho, Marina, y siento que ya me he enamorado de ti». Hiciste un mohín un tanto festivo, y me preguntaste «¿Ah, sí? ¿Y me lo dices tan pronto y de improviso?». Así fue, Marina, y si ahora estuvieras aquí y me leyeras los pensamientos, como parecías hacerlo, te preguntarías cómo puedo recordar aquel encuentro con tanto detalle, y más ahora, en una noche como esta. Al terminar te acompañé a tu casa, y al despedirnos te pedí que nos viéramos en los próximos días, y si fuera posible, en la oficina que tenía en la mía, para mostrarte algunas de las más bellas muestras que allí guardaba. Muy segura de ti, me contestaste: «Sí, ¿por qué no?». Y nos separamos, y así fue nuestro encuentro, Marina Túpac Roca, y más aun por llamarte de esa manera, para mí tan poética.

Volveré ahora a la visita que me hiciste, Marina, tal como habíamos convenido, pero no acompañada, como me imaginaba, sino sola y con gran desenvoltura. Sorprendido, te expresé el placer que sentía por tu presencia, palabras a las que respondiste con una sonrisa. Te invité a ingresar a mi estudio, donde miraste con curiosidad los muebles, las fotografías de mi familia que tenía allí enmarcadas, y luego la vitrina donde tenía las mejores muestras de los minerales con que trabajaba. Te invité a que las observases de cerca, y así lo hiciste, sin dejar de leer los pequeños rótulos en que yo había puesto sus nombres. Te asombró lo bello de muchas de ellas y lo sugerente y poé-

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tico de sus nombres, como halita, berilo, dragonita, ópalo. Escuchaste con atención lo que te dije sobre ellas, luego miraste el estante en el cual se hallaba parte de los libros que mi abuelo, mi padre y Tobías me habían dejado, y de los míos, de literatura y algunos de arte. Leíste algunos títulos y dijiste: «¿Libros de poesía y novelas en una oficina como esta?». «Sí, porque soy lector y los aprecio mucho». «¿Y los de tu profesión?». «Los tengo en otro sitio». «¿No habría sido mejor que te dedicaras a las letras?». «Así me lo he dicho muchas veces», contesté. «A mí me encanta la poesía, y hay días en que escribo versos», me dijiste. No, no me sentí sorprendido por esa confidencia, pues estaba enterado de tus interrumpidos estudios en Lima. Dejé para más adelante decirte que, aunque no con frecuencia, yo también lo hacía. Prosiguió así nuestra plática, y después de un buen rato, y para mi sorpresa, me propusiste: «¿Podría ver un poco más de tu casa?». «¡Claro que sí!», respondí, y salimos al patio, y mientras caminabas, mirabas los dibujos del empedrado, las flores de las macetas que había y aún hay al pie de las columnas, el zaguán, los corredores, las ventanas enrejadas. Te detuviste a contemplar el conjunto. Te invité después a pasar al salón, donde tu mirada se posó en los muebles, que en su mayoría son de ese estilo que se llama «de Viena», pero tu atención fue atraída sobre todo por los dos grandes lienzos, el que mostraba a San Jorge con el dragón y el otro, con la imagen de la Virgen, Santa Ana y el Niño, que dejaron mis antepasados, y también por los viejos grabados con vistas de ciudades, y en una repisa, los vasos huancas y huaris que habían pertenecido a Tobías. Fuiste observando todo ello en un silencio muy expresivo. Pasamos luego al comedor, con su alto ventanal que da al jardín, donde en esos días florecían las cantutas y las retamas. Retornamos luego al patio y nos sentamos en los sillones que allí tenía-

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mos. «Es una casa muy hermosa», dijiste. Me hiciste luego algunas preguntas sobre mi familia, de la cual tenías referencias, y en algún momento te volviste hacía mí y comentaste «Aquí debes sentirte muy a gusto, ¿verdad?». No sé, emocionado como me sentía, cómo te hablé de todo lo que la casa significaba para mí. En algún momento, sin embargo, advertí que me había explayado mucho, y me disculpé. Me miraste sonriente, y no sé cómo fue que, en transición abrupta, te dije «La verdad es, Marina, que me siento muy enamorado de ti». Me observaste entonces con una mezcla de buen humor y tranquilidad, y me contestaste «¿Y es para decirme eso que me has invitado?». Desconcertado, traté de disculparme. Sonreíste, de nuevo, y dijiste «Es mejor que me vaya», y te pusiste de pie y sin que me atreviera yo a retenerte regresamos a la oficina, y estaba yo por abrir la puerta de calle cuando te volviste hacia mí y tomaste una de mis manos, y dijiste «Creo que tú también me gustas». Asombrado, y luego de vacilar por un instante, tomé y besé con emoción la mano que me tendías, y después tus labios, tus deliciosos labios. Te desasiste con suavidad y me pediste luego que te acompañase por dos o tres cuadras. Así lo hice, no repuesto aún de mi emoción, y tú te referiste, con naturalidad, a la luz y la transparencia del aire. Me dijiste «Podemos vernos, si te parece, mañana por la tarde». Desde luego que acepté, entusiasmado, y convinimos en encontrarnos en la Plaza Mayor e ir de paseo a algún sitio. Te marchaste, pues, mientras yo, turbado y feliz, reingresaba a la oficina, con el presentimiento, además, de que mi amor se tornaría en una verdadera pasión.

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Una tarde en que conversábamos en Huancayo, donde estabas por invitación de una amiga, me dijiste que te gustaban mucho las danzas de nuestra tierra, y tanto que habías bailado más de una vez en la de las pallas de Orconcancha, ese pueblo de altura. Al comienzo me fue difícil imaginarte con la ropa que usaban las muchachas que participaban en los conjuntos de esa danza, diferente en algunos de sus pasos y figuras de otras del mismo nombre aquí en el valle, y que llevaba además, en esa comunidad, otro nombre, pero hispánico: danza de las doncellas. Y lo habías hecho, Marina, no una vez, sino hasta en tres ocasiones, al son de una orquesta que incluía quenas y tinya, como se estilaba en las fiestas de aquel lugar, sí, y con atavío que sería de pollera negra bordada de rojo, y monillo también bordado, y los cabellos con cintas. Era un baile de adolescentes, en el que, a tus diecisiete años, se destacaba tu alta y esbelta figura. Creo recordar que te pregunté «¿Y cómo te animaste?». «Porque me encantaban y me encantan esa música y el baile, y el pueblo, y ese paisaje de collados». «¿Pero cómo entraste en la cuadrilla?». «Mi tío Fernando, hermano de mi madre, tenía vínculos con la comunidad de ese pueblo, donde había nacido su abuela. ¿Cómo no me iban a aceptar? Y además, no olvides que yo tengo un apellido andino, Túpac Roca, que llevan algunos pobladores de aquel lugar, y que hablo un poco el quechua». Y añadiste «Fui, pues, con ese pariente, y nos alojamos en la casa misma del varayocc». «¿A tu tío también le gustaba la fiesta?». «Por supuesto. Y aprovechábamos de ella para visitar la casa, ya en ruinas, de nuestros antepasados». Después de un silencio, imaginativo silencio, continué con mis preguntas: «¿Y esa danza se bailará como aquí la huaylijía?». Y tú me explicaste que se hacía en dos columnas, pero con cintas y no con esas varillas adornadas que acá llaman «azucenas». «¿Y la música?». «Es muy pare-

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cida, pero más cadenciosa». Y después de un momento te pusiste a entonar la melodía con esa voz de contralto que era la tuya. Te escuché y besé después, emocionado, tus manos y tu boca. ¡Era tan hermoso que hubieras participado en esa fiesta! Y hubiera querido seguir hablando de ella, pero cambiaste de tema. ¡Cuán hermoso sería tu ropaje, y con cuánta gracia darías los pasos y figuras! ¡Y lo harías con un halo de deidad andina, una de Orconcancha!

Nos veíamos, Marina, en un sitio o en otro, y algunas veces aquí en esta casa, sin que te importaran mayormente las opiniones de tus parientes, que se atenían a la idea de un provincial recato, ni las murmuraciones de los vecinos. ¡Eras tan independiente! Y como a los dos nos encantaban los paisajes del valle, empezamos a visitar algunos de sus pueblos y lugares. Felizmente yo tenía un auto que me había alquilado un viejo conocido. Recuerdo que nuestra primera salida tuvo lugar un día muy claro y que acordamos ir a San Jerónimo. Qué guapa te veías con ese vestido de color muy claro y el sombrerito veraniego que te habías puesto. No nos importó que el camino fuera polvoriento y el puente sobre el río no muy seguro. Me hablaste, una vez más, de tu amor por los viajes, como que ya habías estado en ciudades tan lejanas como Cajamarca, el Cuzco, Arequipa. «¿Pero tan joven?», me admiré. «Sí, porque tengo una prima con quien he viajado y a la que también le gusta conocer otros horizontes». Por suerte tenías, gracias a tu modo de ser y a tu buena situación económica, los medios para hacerlo. Y así, conversando de una y otra cosa, llegamos a nuestro destino. Bajamos, y tomados de la mano miramos de

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uno y otro lado el atrio, con unos pocos arcos que, si bien no eran de piedra, se veían muy blancos y hermosos, y que me hicieron pensar en Ávila, la ciudad de mi abuela Josefina Errázuriz, arcos que ahora han desaparecido. De rato en rato me volvía a admirar tu alta y esbelta figura, y tu rostro, de rasgos tan finos. Entramos al templo, no grande pero antiguo y con algunos lienzos coloniales, de los que te hablé, gracias a mis lecturas sobre el arte de esa época. Después nos fuimos para almorzar en ese sitio cercano que se llama Huaymanta. Charlamos de muchas cosas, incluso de nuestras familias. Después visitamos otros pueblos, y miramos la puesta del Sol desde un sitio elevado. Y cuando ya comenzaba a anochecer nos abrazamos y besamos con tanta pasión que yo sentí que ya ibas a ser mía, pero tú me detuviste: «No, Mariano, en el auto no. Si quieres vamos a tu casa». Y eso fue lo que hicimos, y en poco más de una hora, ya de noche, entramos en ella. ¡Y fueron unas dos o tres horas maravillosas! ¡Eras tan ardiente y con tanta iniciativa, amor mío!

Vas, Marina, sobre tu alazán, y a todo galope por las pampas de la noche. ¿Pero es realmente noche? ¿Y esos resplandores que no son de relámpagos lejanos? ¿Y ese rumor del viento como el de la puna, pero que también podría ser el que se oye en ciertos bosques? Te veo desde la distancia, pero sé que eres tú, mujer amada, por tu traje de amazona, aquel que te trajo tu padre siendo tú adolescente. Deidad de las sombras, a pesar de ser, cuando estás conmigo, toda claridad y luces; Artemisa en los Andes, como te he dicho, y a la vez espíritu de los páramos del Marayrasu y de Janchiscocha, te vas alejando y tu imagen se va desvaneciendo en la distancia...

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Amarte, Marina, fue todo un desafío. Sí, porque tan joven como eras mostrabas un modo de ser tan independiente, gracias a que habías heredado, como pronto supe, unos bienes que te producían una renta propia. Amarte era así, como ya dije, un gran desafío. No te preocupó lo que pensara tu tía, la señora Leonora, y menos tus amigas y la gente de Soray. Y esa impresión se me vio confirmada cuando, en tu tercera visita, apasionados, hicimos el amor, por primera vez, que fue de una voluptuosidad maravillosa, como nunca había yo conocido. ¡Con qué delicia besé tus senos, tu vientre, tu sexo! Después, mientras descansábamos, me dijiste algo que yo había ya notado: «Como verás, Mariano, yo soy así, muy independiente, y es así como tienes que amarme». Sí, era de esa manera y no de otra que tenía que ser. Acercaste luego tu rostro al mío, y mirándome a los ojos, con un mohín entre gracioso y exigente, insististe: «¿Lo sabes, mi amor?». Y yo me limité a mirarte y a darte un beso y decirte que sí, que ya lo sabía. Y en otras noches, en cambio, te mostrabas juguetona y me acariciabas y decías «Me quieres como soy, ¿no es cierto?». Y yo debía asentir, con admirativa expresión. Y era así, en verdad, como te amaba, aunque en ocasiones me enervasen unos inesperados distanciamientos, tu gusto por la ironía, por amable que fuese. Pero es que me atraía tanto tu belleza, y esos ojos en los que podían destellar tan pronto el deseo como la indiferencia, el orgullo como la ternura, la pasión como la frialdad, e incluso, por instantes, algo próximo a una dura firmeza. ¡Y admiraba tanto tu inteligencia! Y te quería además por lo que pronto llegué a

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conocer mejor: una lascivia tuya también exigente, que nos llevaba a un interminable juego de caricias, cada vez más deliciosas. ¿No lo presentí, de algún modo, en la noche misma en que te conocí, en esa fiesta de Leonora? ¿Y no había visto ya, en esa ocasión, en tus ojos, en tu boca, en tu rostro, algo virginal a la vez que muy voluptuoso, como si hubieras sido una deidad del amor, pero también de la caza y la floresta? Por algo fue siciliana una de tus bisabuelas paternas, y tu madre descendiente de un curaca de Orconcancha. Y te amaba también, y a mi manera te amo aún, por esa intuición tuya, cercana a la clarividencia, que se conciliaba muy bien con esa mente tan lúcida, y por esa manera que tenías de reiterarme, cuando así lo deseabas, que tú también me amabas, pero a tu modo. Y es como si ahora, a la distancia de tantos años, resonaran de nuevo en mí esas palabras y te tuviera otra vez entre mis brazos, y me dijera cuán auténtica eras. En esa línea tengo aun más presente lo que dijiste en una excursión que hicimos a Huaytamarca, pocos días después del comienzo de nuestro idilio. Contemplábamos el valle desde ese alto paraje, y en un momento, después de acariciarme, te apartaste un poco y me dijiste de improviso «Hay algo que debo decirte, Mariano». «¿Sí? ¿Qué es?». «Pues que nuestro amor es y será un amor sin promesas. ¿De acuerdo?». Turbado, aunque ya lo hubiese presentido, respondí, tratando de no mostrar el efecto que me habían causado tus palabras, «Si así lo deseas, así será», una respuesta no exenta, por cierto, de ansiedad, de preocupación, de tristeza. Lo nuestro sería, pues, un amor sin mañana. Por un rato guardamos silencio. Señalaste, luego, y lo tengo tan grabado en la memoria, «Me encantan los espacios abiertos, inmensos. Y el cielo, la luz...». Y en otro momento, «Te quiero, y también a esta tierra y a los míos, pero en algún momento me iré, porque quiero

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conocer otros países, otros mundos». Nuestro amor tenía que ser, pues, un amor sin futuro, al que tenía que resignarme. Sí, Marina, lo nuestro fue así, pero al mismo tiempo un amor que me dio, y a ti también, días y noches de intensa y voluptuosa felicidad. ¡Amarte fue en verdad todo un desafío, un maravilloso desafío!

En los días que siguieron, con mucha frecuencia me quedaba pensando en ti, Marina, en tu belleza, en tu inteligencia, y me felicitaba por haberte encontrado. Era un sentimiento desconocido, que no me impidió regresar a ese estudio teórico de cristalografía en que estaba trabajando sobre los sistemas tetragonales, y en especial sobre sus ejes, rayos difractados, planos y propiedades magnéticas. Mas no por todo ello dejaba mis lecturas, entreveradas sin duda, en que se alternaban los poemas de Vallejo y de Eguren, los relatos de Borges, y las maravillosas novelas Pedro Páramo, de Rulfo, y Cien años de soledad, de García Márquez. Te había sorprendido, por cierto, esa mixtura tan extraña, pero recordaste cómo era yo. Lo que no te dije fue que escribí unos versos sobre ti, deidad de las punas y del mar. Y así prosiguió nuestro amor, hasta el día en que me anunciaste que te irías.

No, yo no esperaba las favorables circunstancias me permitieron proponerte, Marina, que pasáramos unas semanas de verano en Lima. Aceptaste y dijiste a tu familia que te había invitado una chica que había sido

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tu compañera de colegio. Yo me las arreglé para alquilar por un mes un pequeño pero bonito departamento amoblado con vista al mar, en un malecón de Barranco. Yo te esperé en Lima y te encantó el sitio que había elegido. Fueron días inolvidables los que allí pasamos, y cuánto hubiera querido yo que durasen mucho más. No en vano me imaginé más de una vez que tú, ya solo por tu nombre, eras también una deidad del mar, ya fuese como las náyades o nereidas de los antiguos griegos, ya como las oceánidas, que a su modo y con otros nombres inventaron los pobladores de las costas de nuestro país, sin dejar de ser tú, por eso, deidad andina, como la que presidía aquel conjunto de danzantes, las pallas, allá en nuestra sierra. ¿No te llamabas Marina Túpac Roca? Fue para mayor suerte un verano sin nada de las odiosas neblinas que incluso en el estío se ciernen sobre Lima. En esos días descubrí en ti nuevas facetas: la belleza de tu cuerpo casi desnudo a la luz del sol y contra el fondo del océano, tus nuevas formas de vestirte, la bonita voz con que cantabas otras melodías. Fuimos a recitales y a un concierto, y te encantaron los lieder de Schubert. Fuimos también al teatro y a los cines. Hubo oportunidad, asimismo, para que apreciase tu buen manejo del francés, cosa que debías sin duda al colegio donde estudiaste y a los dos años de Letras que cursaste en la universidad, y que no sé por qué no continuaste. Fueron días en que me reafirmaste también, de una u otra manera, tu proyecto de viajar más adelante y conocer otros países, otros mundos, mientras fueras joven, e incluso, aunque no lo dijeras, sin que yo te acompañara. ¿No me habías dicho al comienzo de nuestro amor que sería uno «sin promesas»? Y añadiste luego, con palabras que se me grabaron: «Me encantan los espacios abiertos, inmensos. Y el cielo, la luz, la libertad...». Lo mejor era, pues, aprovechar en todo

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lo posible esa temporada contigo. Y fue así que asistimos a unas fiestas a las que nos invitaron, en las que admiré una vez más tu gracia, tu sentido del ritmo, y en el caso de las piezas tropicales, la elegante sensualidad con que danzabas. Fueron días también en que me preguntaste con detalle por lo que se estudiaba en la cristalografía, por los colores y nombres de las piedras con que más trabajaba, por lo que yo llamaba «sus poéticos misterios». A todo eso se añadía el hecho de que ambos habíamos llevado para esas semanas, cosa que nos sorprendió muy gratamente, libros de poesía, tú unos de García Lorca, de Eguren, y yo unos con los fragmentos de Safo, y obras de Vallejo, de Novalis, de Rilke. Y las noches, mi amor, de cuán especial erotismo fueron, con maravillosos descubrimientos. Será mejor, por todo ello, no recordar ahora cómo fue nuestra despedida, ya que tú te quedarías un poco más en la capital. Ya nos comunicaríamos por carta o por teléfono, tratando de que nos volviéramos a ver pronto. ¡Cuánto quise que hubiera sido así, por el amor que me diste, y noches de intensa y voluptuosa felicidad¡

No fue mediante una llamada telefónica, vía por la cual nos comunicábamos mientras tú seguías en Lima y yo en Huarón, sino por medio de una carta muy breve, de acuerdo a tu estilo, con la que pusiste fin a nuestro amor, ese amor, Marina, del cual me habías dicho desde un principio que sería uno «sin promesas». Fue su portador un conocido nuestro, muy amable, que también trabajaba en ese asiento minero, y que me la trajo a mi oficina. Tengo tan presentes sus líneas principales. En ellas, si no me equivoco, decías: Mariano, mi amor, no te sorprenderá que

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te diga, pues se trata de algo que te señalé desde un principio, esto es, que lo nuestro sería una relación sin mañana... Y me reiterabas que entre tus mayores aspiraciones estaban las de viajar y conocer otros mundos, y me informaste que una amiga que vivía en Nueva York te había invitado a su casa, y que irías aprovechando que ya se iniciaba una época del año favorable, y que podrías incluso, si las exigencias académicas lo permitían, proseguir tu estudios. Y terminabas con palabras que tengo grabadas: Nuestro vínculo fue muy hermoso y ardiente, y guardaré de él un recuerdo imborrable. Te quise mucho, y te sigo amando, pero mis inclinaciones, mi voluntad, mi destino, me llevan por otros caminos. Con todo amor, Marina

Me parece que han llamado a la puerta del zaguán. ¿Cómo es que está encendida la lámpara del patio? ¿No la apagué antes de venir a acostarme? ¿No es ya medianoche? Espero por un momento, dubitativo, pero no, no me he engañado, porque vuelve a oírse ese toque. Me levanto, pues, y voy y pregunto quién es, pero nadie me responde. Abro, entonces, y a pesar de la penumbra reconozco la figura que se halla ante mí. ¡Eres tú, madre! ¡Sí, tú, tal como eras en tus últimos tiempos! Tú, en cambio, pareces no saber quién es el hombre que te recibe. «Soy yo, Mariano, ¿no me reconoces? Soy yo, tu hijo, y he estado pensando en ti una y otra vez desde que he regresado, después de tiempo, a nuestra casa». No, no me respondes, y menos a mi tentativa de abrazarte. Estás ahí en silencio, mirándome con una mirada extraña.

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¡Pero si hace ya tanto tiempo que finaste! Debe ser, pues, una imagen tuya, como las que retornan, aunque solo sea por minutos, desde los campos de la muerte. Y por eso será que cuando trato de tocar tus manos, no lo consigo. Se diría que eres como un cuerpo sin materia. Presiento que será así toda tu visita, si es que en efecto se trata de un rencuentro y no de un desvarío de mi parte. Te decides, en fin, y juntos tú y yo avanzamos hacia el interior, a pasos lentos. Digo en voz baja, pues no sé si en verdad me escuchas, «Este es el zaguán por donde entrabas y salías para los quehaceres cotidianos, y para ir de compras y hacer visitas. Por aquí pasábamos tu esposo, tus hijos, la gente que nos visitaba. Por aquí yo y Raquel pasábamos una y otra vez al ir y regresar del colegio, y es por donde se fue Tobías». Ahora podemos ver mejor el patio, a la claridad de las otras dos lámparas que, no sé cómo, se han encendido, siendo así que antes de tu llamado todo estaba a oscuras. Todo no está, por cierto, tal como lo dejaste tú, que tanto te preocupabas por decorarlo con macetas y jardineras, cosa que no hace Matías, el guardián que ha tenido a su cargo la finca. Avanzamos, pues, y continúo: «Como puedes ver, aquí en el corredor aún están los sillones de estera que tú dejaste, que se han conservado. Te sentabas en uno de ellos por las tardes, a tomar el sol, con un tejido, mientras mi padre dormía la siesta en su cuarto, y yo y Raquel jugábamos. Tobías, el primogénito, sabe Dios por dónde andaría. Otras tardes, lo que te traía a este sitio era ver cómo caía la lluvia, sí, arrebujada en tu pañolón, pensativa». Y es sin duda porque vuelven a ti, del algún modo, esos y otros muchos recuerdos, que te detienes y miras en torno. «La sala está como la dejaste», prosigo, y así es, en efecto, aunque no es mucho lo que puede apreciarse a través de las ventanas de reja. Nos aproximamos a una de ellas, y alcanzo a distinguir, aunque no sé si lo mismo sucede contigo, el viejo cuadro con San Jorge y el dragón, o más

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bien amaru, nuestro leviatán andino, y el otro con la imagen de la Virgen, Santa Ana y el Niño, y la mesita de centro, con el lindo tapete que Raquel hizo y la fotografía de tía Felicia. Más allá, aunque apenas si es posible entreverlos en sus marcos, los retratos de tus padres, enhiesto el bigote él, y seria, incluso grave, ella; y la gran fotografía, tomada en un estudio de Lima, de ti y de tu marido, José Antonio de los Ríos, mi padre. Y también esos grabados con vistas de ciudades que no sabemos cómo vinieron a dar a casa, y en los que se alternaban el Cuzco, Estambul, Lima y Samarcanda. Mas sigamos, madre, en esta recepción, fantasmal recepción, en que nombro y te señalo ambientes, objetos, detalles, que debes recordar incluso allá en la tumba, y acaso talvez mejor que yo. Pienso de pronto, no sé por qué, en el día en que llegaste, joven desposada, a vivir en esta casa que mi abuelo había arreglado con esmero, la misma en que nació Tobías, y en la fiesta que se celebró después con tal motivo. Hubo también otra, aunque con menos fasto, cuando Raquel vino al mundo, y aconteció lo mismo cuando me tocó a mí. ¿Te acuerdas, madre? ¿Y te acuerdas de nuestros juegos, es decir de los míos y los de mi hermana, pues Tobías era y es bastante mayor que nosotros? Sin duda piensas en todo ello, aun callada sombra como eres. Continuamos, pues, y señalo: «Allí en el obrador pasabas horas y horas frente el telar». ¿Cómo podrías haberlo olvidado? ¿No era ese el lugar donde eras más tú misma, y no solo madre, esposa, señora de la casa? Ese era el sitio donde tanto te gustaba estar, pues las mantas que allí tejías eran todo un arte, muy apreciadas, y su venta ayudó mucho a la economía de la casa después de que enviudaste, mas también fue sitio de realización personal, y por si todo ello no hubiera bastado, espacio para tus recuerdos, tus pensamientos, tus sueños. Y para mí, cuando te acompañaba aún niño, fue lugar visitado también por los seres fabulosos

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de los cuentos, y donde te oía los huainos y yaravíes que cantabas algunas noches. Y fue tu retiro, María de la Presentación Urdanivia, madre nuestra. Y tanto, que, ya adolescente, no me atrevía a interrumpirte, pues tenía presente lo que significaban para ti esas horas. Proseguimos, pues, nuestro recorrido, que sin duda no se habrá de repetir nunca. Miramos luego, por su ventana, el estudio que fue de tu marido, finado antes que tú, donde están su escritorio, sus repisas con libros de derecho, los grabados que adornaban las paredes. Allí contiguo se encuentra el pequeño aposento donde guardaba, en dos estantes, sus otros libros, y ahora, además, los dos baúles de cuero negro donde se conserva su ropa, como si fueran dos féretros. Continuamos, después de un momento, y nos detenemos ante la ventana del dormitorio de Raquel. Cuán bonito es el empapelado de sus paredes, de suaves colores y donde se ve un ramaje con avecillas y flores; lindo el respaldar de su cama. En una repisa tenía adornos, fotografías, libros, juguetes. Creo oírte un suspiro, madre, ¿pero será eso posible si solo eres una sombra? ¿Podría acaso ser de otro modo? Nos acercamos luego a la ventana de la habitación de Tobías. Acostumbraba tener entornada su puerta, al anochecer, cuando se sentaba para leer o tocar la guitarra, junto a la mesita donde tenía esos fragmentos de minerales que había ido recogiendo en sus excursiones por los cerros, o que le habían obsequiado. Se fue más tarde a Yauricocha, y se fueron espaciando sus cartas y regresos, hasta que no supimos más de él. ¡Cuánto sufriste entonces, madre, y nosotros contigo! Se quedaron como especial recuerdo aquellas muestras, que tanto tienen que ver con el camino que he elegido, y sus libros. Cuadros y fotografías no los había, excepto una que mostraba, desde lo alto, toda la parte norte de nuestro valle, con esa laguna tan hermosa, y los altos cerros que la bordean por ese lado, y cuyos nombres yo me

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repetía a menudo: Pusajhuajla, Palcalumi... Y más allá, en una vitrina, los pequeños cántaros de los antiguos moradores de estas tierras, que Damián encontró un día en las faldas de Huajlas, y que, asustado, le entregó a Tobías, porque no deseaba saber nada con cosas de gentiles. Son siete vasos de un rosa anaranjado, con signos y líneas, y muy estilizadas figuras de aves, ceramios de esa montaña de doble cima que para mí se identificaba con nubes de tormenta y rayos, en los atardeceres de noviembre, en que se ven tan imponentes. Sería por todo eso que, cuando adolescente, y en mis noches de insomnio, sentía a veces como si desde ese mueble se oyeran voces. ¡Vaya! ¡Me dejo llevar por los recuerdos! ¡Discúlpame, madre, si abuso, una vez más, de tu paciencia! Tu rostro se ve aun más velado, pero estoy seguro de que me escuchas, por baja que sea mi voz. Después de un momento avanzamos hasta la esquina del patio donde Raquel solía sentarse ante un pequeño espejo colgado en una de las columnas que sostienen los aleros, y en el cual se miraba después de lavar sus cabellos, para que se secaran al sol de la mañana, como era costumbre, pues así lucirían luego más hermosos. Raquel, tu hija, en ella se daban, en desigual alternancia, las horas de abstraimiento y las de alegría, con unos destellos de buen humor que me hacían reír hasta las lágrimas. Sí, así era. Te señalo después, como si no los reconocieras, allá a la mano izquierda, el corredor empedrado que conduce hacia el segundo patio, y a la derecha, el dormitorio que compartías con mi padre, y que después fue solo tuyo. ¿Distingues el ropero donde guardabas tus vestidos y, colgados de una repisa, el poncho de vicuña que usaba tu marido y sus sombreros? ¿Y ese armario donde tenías adornos, cintas, abalorios? ¿Y la gran cama de bronce y los veladores? Allá, al fondo, a veces ponías unas trenzas del maíz que cosechábamos en Ninacanya, como augurio de buena suerte. Y podríamos continuar, madre, y abrir las

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puertas e ingresar a los interiores, yo como guía, pero se me ocurre que debes haberte fatigado, aun difunta como eres. Más aun, advierto de pronto que todo comienza a tornarse más gris, y luego casi oscuro, como si toda la casa se fuera convirtiendo en una visión afiebrada. Sí, me repito que debes estar cansada, por más que en el reino de donde vienes ello no suceda. E incluso empiezo a sentir que te recoges aun más en ti misma, y cómo tu figura se va desvaneciendo, como si te aprestaras ya a la partida. Quisiera retenerte, pero sé que es inútil y te acompaño, pues, al zaguán, y abro la puerta y dejo que pases por el umbral, y apenas si acierto a musitar un adiós, madre, sin otra respuesta que una mirada que será la de despedida. Y luego te vas perdiendo, poco a poco, en las sombras, en la nada. Y me quedo solo otra vez, tratando de anudar y desanudar el hilo de los pensamientos que me has suscitado.

También tú estás aquí, Virginia, en esta hora de rememoración y de tristeza, pero también de alegría, en que reaparecen y se alternan, no sé cómo, mi familia, mis antecesores, y las mujeres que más he amado. Creo ver tus ojos, que eran de un oscuro resplandor, que nunca olvidaré. Tantas han sido las horas en que he pensado y pensado en ti desde que me dejaste por causa de una malvada maniobra del que antes fue tu marido, y desapareciste. ¡Cuán vanos fueron mis intentos para dar contigo y explicarte lo que había pasado! Nadie pudo darme razón de ti. Y, sin embargo, ambos sabemos, estoy seguro, que fueron muy hermosos los días en que nos quisimos y pasamos juntos, no solo en Huarón y en Cerro de Pasco, sino también en Huarillay y aquí en Soray. Y ahora estás de pronto conmigo,

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apenas visible pero presente, en esta casa donde pasamos días felices. Me traes recuerdos y vivencias que, a pesar de lo que hay en ellos de dicha y de contento, tienen también mucho de melancolía. Sería en vano que me levantase y fuese hacia ti para tocarte, pues se desvanecería la imagen que alcanzo a vislumbrar de tu rostro, que solía ser de expresión soñadora, pero también impregnada de pasión y de ternura. Sí, Virginia Olazábal Pumasunco, tú aquí como en esos tiempos tan lejanos.

Tengo tan claro el recuerdo de la tarde en que nos presentaron, Virginia, en la oficina del abogado Solórzano, allá en Cerro de Pasco, adonde fui por asuntos de trabajo, tan claro que puedo reconstruir esta noche, con fidelidad, nuestro breve diálogo. No se hallaba el secretario, así que ingresé pensando que el letrado estaría solo, pero no era así, pues te hallabas con él, y al verlos dije «Oh, disculpen», y me daba vuelta para retirarme, pero él me detuvo: «No, no se vaya, señor De los Ríos». Y añadió «Permítanme presentarlos: la señora Virginia Olazábal de Castellares; el señor Mariano de los Ríos». Y me acerqué, pues, y nos dimos las manos, tú con cortés reserva y yo con sorpresa. Sí, pues te había visto más de una vez en la calle, y en una ocasión la persona con quien yo conversaba me informó que eras esposa de un empresario que vendía equipos de minería. Sí, habías atraído mi atención. Y ahora, pues, me habías sido presentada en ese estudio. ¡Cuán viva impresión me causaron tus grandes ojos, y ese halo que rodeaba tu rostro por el castaño de tus cabellos! «No quiero ser indiscreto, así que volveré en otro momento», dije, y con una venia salí del estudio. Un

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feliz azar había hecho que nos conociéramos, y era extraño, en verdad, que hubiese sido en un lugar dedicado a tan prosaicos menesteres. Volví a mi hotel y le pregunté al dueño por los esposos Castellares, y me dijo que él se dedicaba, en efecto, al comercio, y que la pareja se encontraba separada desde hacía buen tiempo, y que no tenían hijos, y que tu padre, ya difunto, había trabajado por un tiempo en la Cerro de Pasco Corporation. No pregunté más, a pesar de que hubiera deseado hacerlo, pero la suerte quiso que, una semana después, asistiéramos tú y yo a la cena que ofrecía Alfredo Ibáñez, con quien yo tenía amistad, para celebrar su cumpleaños. Y aun si no hubiera sido así, el destino nos habría dado, estoy seguro, ocasión para encontrarnos. Estabas con tu hermana, que se llamaba Estefanía. En algún momento pude acercarme a ti, saludarte y decirte lo grato que era volver a verte. Te hablé de mis visitas, por razones de trabajo, a esa ciudad. Me escuchaste con amable atención, y en algún momento me dijiste que eras de Huároc, y como alguien te llamó, te apartaste. Y cuando ya se acercaba el fin de la reunión fui hacia ti, y en súbito impulso me permití decirte en voz baja «Perdóneme, pero es usted muy hermosa». Me miraste por unos segundos, sonrojada, pero luego desviaste la mirada. Yo añadí «Sí, muy hermosa», palabras imprudentes, sin duda, ¿pero qué podía hacer? ¿Esperar una ocasión más favorable para decirlas? Tú señalaste, con naturalidad, «Ha sido una reunión muy agradable, y excelente la música, ¿verdad?». Y en efecto, un dúo de guitarras había tocado música nuestra, como era ese yaraví que tanto me gustaba, y cuya letra comienza Huk urpichatam... Alcancé a decirte, antes de que te marcharas, «Ojalá haya una ocasión en que vuelva a verla». Y tú respondiste muy cauta: «Para asuntos económicos está la oficina que aún tenemos en la calle Bolognesi, señor De los Ríos». Y con una venia

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amable, te fuiste con tu hermana. ¿Tendrías aún algo que ver con los negocios de Castellares? ¿Por qué no se divorciaban? ¿Sería por ello que estabas en el estudio de aquel abogado? Ya encontraría yo un pretexto para ir a la dirección que me habías dado.

Evocaré ahora cómo se inició nuestro amor, Virginia, allá en la fría ciudad en que vivías. Y lo haré volviendo a esa reconstrucción imaginativa de diálogos y conversaciones de las que, esta noche, más de una vez ya he hablado. Poco después de aquella reunión me dirigí hacia la oficina que era en realidad de tu marido, y que por lo visto aún no había cerrado. Estabas allí, en efecto, vestida con un traje de un color granate oscuro que te sentaba muy bien. Había solo un escritorio, unas sillas y unos anaqueles casi vacíos. Cuán extraño, me dije, que nuestra primera entrevista a solas tuviese lugar en un ambiente tan prosaico y hasta deprimente. No sabía, por cierto, qué hacías allí, pero volví a sentirte como rodeada por un halo especial. ¿Era por el brillo velado de tus ojos? Te saludé y no hubo en ti ninguna señal de sorpresa, como si hubieras contado con mi visita. Me pareció inútil dar un rodeo y dije más bien, con delicadeza, «No sabe usted cuánto aprecio volver a verla». «Gracias», me contestaste. Hablamos por un momento del tiempo soleado pero glacial que hacía. Insistí: «La verdad es que deseaba encontrarla de nuevo». Me observaste y respondiste: «¿Tiene algo que decirme, señor De los Ríos? Mi esposo ha cerrado el negocio, pero yo tomo nota de algunos asuntos pendientes». Yo fui, entonces, el asombrado. ¿Querías atenerte, realmente, a la ficción de que

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mi visita se debía a un asunto comercial? ¿No se te ocurrió que yo sabía que estaban separados desde hacía buen tiempo? Te miré y dije, suavemente, «No, no he venido por negocios». «Ah, ¿y entonces por qué?». Te respondí, arriesgando el todo por el todo: «La verdad es que, aunque nos hemos visto muy poco, usted me ha encantado». Guardaste silencio, desviando la mirada, y luego de unos segundos, me recordaste: «Yo soy una mujer casada, y usted lo sabe». «Sí, lo sé». «Y entonces no debería faltarme el respeto hablándome de ese modo, y menos aun si apenas nos hemos visto una vez». «No es por falta de respeto que lo hago». «¿Ah, no?». «No, de ningún modo». «¿Y si se presentara mi marido?». «No pasaría nada, porque no habría escuchado lo que acabo de decir. Y además, permítame decirlo, sé que la separación de ustedes data de hace tiempo». Una breve y triste sonrisa se dibujó en tu semblante, y dijiste «¿Y eso lo autoriza a decir lo que ha dicho?». Me atreví a repetir «Es que me siento muy atraído por usted». «¿Y me lo dice casi sin conocerme?». «Así es», admití. Otra vez te quedaste callada, y en fin, señalaste, con cierta frialdad, «Sabe qué debo responderle, ¿no?». «Sí, pero me atengo a la esperanza de que haya en usted un comienzo, por débil que sea, de un sentimiento de amistad, y más que de amistad». No contestaste. Me arriesgué a decir: «Más aun, tengo la impresión, y perdone mi atrevimiento, de que no le soy del todo indiferente. Tal vez nuestro destino sea amarnos». «¿Nuestro destino?». «Sí, amarnos». Sonreíste, entre perpleja e incómoda, pero luego señalaste con ironía «¿Quiere decir que usted aún no ha encontrado el amor?». «Sí, he amado», te contesté, «o he creído amar, pero estoy seguro de que lo que siento por usted es diferente, muy diferente». No respondiste, y te volviste hacia la ventana. Y yo hubiera insistido, pero en ese momento entraron a la oficina

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dos señores, por lo visto conocidos tuyos, así que no me quedó otra cosa, por discreción, que retirarme. Pero me dijiste, antes de que me marchara, «Pronto habrá noticias sobre su asunto. Mande un mensajero para averiguar al respecto». Asentí, desde luego, y procedí a irme, sorprendido, y no era para menos, pues tu timidez y reticencia no habían sido obstáculo para esa inesperada iniciativa, destinada obviamente a guardar las apariencias, pero también a abrir una manera de volver a vernos. No me serví, por cierto, de ningún mensajero, sino que fui yo mismo, tres días después, a tu casa. Tuve sí la previsión, para el caso de que no estuvieras sola, de imaginar un pretexto para tocar a tu puerta. Pregunté por ti, y la empleada, luego de una consulta, me hizo pasar a la sala. Esperé por varios minutos, hasta que al fin saliste. Recuerdo muy bien el traje azul que vestías, con adornos negros, que te sentaba de maravilla. Me tendiste la mano con la misma naturalidad con que me habías abierto la posibilidad de visitarte, pero no sin cierto nerviosismo. «Tome usted asiento», me dijiste, y por un momento conversamos sobre la reunión en que nos habíamos conocido. Luego preguntaste «¿Qué lo trae, señor De los Ríos?». «En realidad vine», dije, «por el placer de verla de nuevo». «Muy cortés de su parte». «No es solo por cortesía que lo digo». Y no sin temor de ser insistente y apresurado, añadí «Vine, y creo que usted lo intuye, para reiterarle cuánto la admiro, y lo que comienzo a sentir por usted». Te sonrojaste, entonces, y guardaste un incómodo silencio. ¡Oh, y cómo me sentí entonces! No me pude contener, pues, y me acerqué a ti y estuve a punto de tomar tus manos, pero tú te recobraste, y dijiste «¡No, señor De los Ríos! ¡Nos pueden sorprender!». Y en efecto, podía venir alguien de la familia o de la servidumbre, y vernos, pero en tus ojos había brillado una turbación, una prometedo-

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ra turbación. Y yo repetí entonces, en voz baja, pero no por ello menos cálida, «¡No sabe cuánto me atrae!». Y tú, sin saber qué hacer, te volviste a un lado. Dije entonces, al cabo de un espacio, «Así es, Virginia». «¿Cómo puede ser, si apenas nos conocemos?». «Pues por ese rostro suyo, y esos ojos bellos, y ese halo que usted irradia, y por una afinidad que presiento entre nosotros». Me observaste en silencio y comentaste luego, con dulzura, «¿No será que pone mucha imaginación en todo?». «Sí, es posible, pero algo me dice que no le soy indiferente, y que, como dije, hay una secreta afinidad entre nosotros». Te quedaste callada, pero al fin dijiste, sin mayor transición, «Yo y mi marido estamos separados desde hace tiempo, y es por eso, para formalizar algunos aspectos legales, que yo estaba en el estudio de Solórzano». Te tomé entonces de las manos, y tú me dejaste hacer, y te tuve así por un espacio. Oímos, de pronto, que alguien se acercaba por la habitación contigua, así que me aparté. Era Julieta, tu sobrina, que venía a acompañarte. Nos presentaste y, algo nerviosa, me dijiste: «Como le dije, señor De los Ríos, ese asunto tendrá que tratarlo después». No me quedaba, pues, otra cosa que despedirme, así que te dije que me ausentaría por unos días pero que volvería. Y me retiré, feliz, porque comenzaba un romance que sería muy diferente, según intuí, de los que hasta entonces había vivido. ¡Sí, estaba seguro de ello, y ya te amaba, y es por eso, sin duda, que recuerdo con tantos detalles aquel encuentro!

Es como si ahora estuviéramos juntos tú y yo, Virginia, en esa mañana en que te visité para hablar sobre lo nuestro. Retornan a mí las palabras que intercam-

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biamos, que tengo tan presentes: «Mi marido vino y me buscó ayer», fue lo primero que me dijiste. Y me contaste que habías recibido una nota con la que te avisaba que había llegado a Cerro de Pasco y que iría a verte. Dudaste en recibirlo, pues ya eran casi tres años desde que te había abandonado, y no eran raras las ocasiones en que te habías enterado de su presencia en la ciudad. Mas en fin, y a pesar de que la casa era tuya, decidiste hacerlo. Se presentó, pues, por la tarde, y tu servidora, ya prevenida, lo hizo pasar. Ya en la sala te saludó secamente y te informó que su visita se debía a que necesitaba recoger un cartapacio con documentos de los tiempos en que hacía más negocios con la compañía minera. Sí, tú lo habías visto no hacía mucho, así que fuiste a buscarlo en la habitación contigua, donde en efecto se hallaba, y regresaste con él para entregárselo. Y antes de que él se marchara le dijiste «Ya es tiempo de que nuestra separación se convierta en divorcio por mutuo disenso. No tenemos bienes comunes, ni te pido nada». Y él te observó con irónica mirada, y respondió: «De acuerdo, y da tú los primeros pasos». «Pero tenemos que hacerlo los dos, juntos o cada uno por su lado». Y el hombre te contestó: «Consultaré con mi abogado y te informaré». Y sin más, ni despedirse, se marchó. Yo guardé silencio, sorprendido, y tú añadiste: «Creo que ya intuye lo nuestro. No sé qué pensar, Mariano. Tiene su querida, y vive con ella en Lima, pero es un hombre de intereses y rencores, y ante la ley yo sigo siendo su mujer». Aproveché, entonces, el momento para insistir: «¿Por qué no comienzas ya el proceso de divorcio?». «Sí, tendré que hacerlo, pues dudo que él lo inicie, y deberá ser, entonces, como me ha explicado Solórzano, no por mutuo disenso sino por causal, y eso es más difícil, pues tendré que probar que vive con su amante en Lima, y además, como ya te dije, es muy posible que

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pronto se entere de lo nuestro». Guardamos un largo y pensativo silencio. Dije luego: «Yo hablaré también con un abogado que tiene mucha experiencia y muchas luces». Preferí después cambiar de tema: el de la alegría que sentía por volver a verte, y te di un largo y fuerte abrazo. Me informaste que no tardaría en llegar tu hermana, y que por el momento era preferible que no me encontrara contigo. Y agregaste «Pero puedes venir a cenar, pues ella tiene que volver a su casa para recibir a su esposo, que llegará de Huarón por la tarde». No me quedó, pues, más que retirarme, preocupado por esa visita de Castellares, pero también contento por tu invitación.

Fuiste tú, Virginia, dos semanas después de que habíamos iniciado nuestro amor, quien propuso que nos viéramos no en tu casa, sino que lo hiciéramos a la noche siguiente en el piso donde vivía tu amiga Adela, que se había ausentado y te había dejado las llaves. Te busqué, pues, a la hora convenida, y nos dimos un largo abrazo, y emocionados evocamos los primeros días en que nos habíamos visto. Pero ahora la suerte había hecho que pudiéramos quedarnos allí por horas, con muy poco riesgo de que nos viera algún conocido. Habías llevado una pequeña pero deliciosa cena, y yo, como regalo, una linda sortija con una esmeralda que te había comprado. Ya más tarde, entre diálogos y caricias, te convencí para que te quedaras a pasar la noche conmigo, y tú, después de no pocas reticencias, aceptaste, a condición de que volvieras a tu casa, embozada y acompañada por mí, a hora muy temprana. Estremecido y feliz, acepté. La cena fue linda, y más aun con lo que conversamos, y no tardamos en

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acostarnos como dos adolescentes que se inician en las experiencias del amor, y pasamos horas de una dulce e inolvidable voluptuosidad. En ese primer encuentro yo dejé toda lascivia febril, y me entregué a un erotismo impregnado de delicadeza y ternura. ¡Eras tan diferente a Marina! Nos quedamos por un rato dormidos y retornamos luego a esa pasión, y así, hasta que las horas pasaron, y cuando se anunciaba ya el amanecer, obligado fue, para que nadie te reconociera, vestirte casi como una de las antiguas tapadas de Lima. Preferiste que yo no te acompañara, y te marchaste tras acordar vernos al otro día por la tarde en la oficina. Me dirigí luego a descasar, y por la mañana salí para cumplir con las gestiones que tenía que efectuar. Al volver al pequeño hotel donde me alojaba, el portero me entregó un sobre cerrado que había traído un muchacho, que abrí ya en mi habitación, y vi que se trataba de un brevísimo mensaje tuyo, en el cual me confesabas, con palabras que se me grabaron, ¡No, no puedo dejar de escribirte estas líneas, después de la noche que hemos pasado! Sé que es imprudente hacerlo, pero no me importa. ¡Ha sido todo tan hermoso y apasionado! Sí, para mí también esa había sido una noche imposible de olvidar.

Nunca pude comprender, Virginia, cómo te pudiste casar con ese hombre, a pesar de tus explicaciones y de las que yo me hice. Alto, de buenas facciones y cabellos entrecanos, tenía, a pesar de un toque cetrino, la apariencia de un terrateniente de otros tiempos, aunque su ocupación era la de los negocios. Se notaba, además, que cuando algo le interesaba, podía adoptar maneras muy corteses, por frío que fuese su carácter, y que segu-

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ramente había sido educado en un colegio caro de Lima. Me habías contado que te presentó a sus dos hermanas, que fueron amables contigo, al menos por un tiempo. Tú dudaste ante su cortejo, pero al fin, por tu poca experiencia, por su buen físico y los consejos de tus familiares, lo aceptaste, y al cabo de unos meses, no sin una cierta renuencia, consentiste en casarte. Al principio las cosas marcharon bien, pero poco a poco comenzaron a aflorar las manifestaciones de su carácter dominante, e incluso de su dureza, y se desvanecieron en ti las ilusiones. Lo que más le interesaba en la vida eran el dinero y el poder; muy poco los sentimientos. Y si pidió tu mano había sido, como percibiste cada vez más, por interés, ya fuera por las propiedades de tu familia, ya fuera por los contactos que te había dejado tu padre. Llegó así la hora en que tuviste que admitir que te habías equivocado, y que ya no sentías nada por él. ¡Cuán difícil debió ser, desde entonces, tu existencia! Y pensando en todo ello me acuerdo de la mañana en que lo vi por primera vez, allá en la estación ferroviaria de La Oroya, donde él esperaba el tren para Cerro de Pasco. Llamó mi atención un hombre de cuidada ropa y aire de suficiencia, y Braulio Linares, un tarmeño al que conocía y que por casualidad estaba a mi costado, me dijo «Es el señor Castellares, Alberto Castellares, que tiene varios negocios en Lima y en Cerro». Y a poco vino él a pasar por delante de nosotros, pues se distraía caminando, y lo pude ver de cerca. Volteó la cara hacia nosotros, y apenas si respondió con una venia al saludo de Linares, y más bien clavó en mí por unos segundos una mirada glacial y desdeñosa. ¿Sabría ya de nosotros? ¿Le importaría realmente, si ya tenía otra mujer, vistosa y adinerada, según sabíamos, allá en Lima? ¿Por qué nuestros caminos se habían cruzado? En todo caso, yo tendría que proceder con cautela, por ti, Virginia, y

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por mí, pues él era aún, legalmente, tu marido, aunque uno sin duda egolátrico, de intereses muy fenicios, y sin escrúpulos. A esos pensamientos volví una y otra vez después de subir al tren que me trajo a Jauja, y después al autobús que lo hizo a Soray.

¿Por qué, oh mon Dieu, surgen y se alternan ahora ante mí imágenes de ciudades tan diferentes y apartadas como Brujas y Segovia? ¿Por qué ahora, que evocaba mi amor por Virginia, las altas torres del Alcázar de esta, de fundación arábiga, con sus pináculos, sus muros, sus almenas y los farallones sobre los cuales se alzan, y, de otro lado, esas calles anochecidas, casi solitarias, en que se exhibían en esa ciudad de Bélgica, en iluminadas vitrinas, los sedosos y acolchados interiores de unos ataúdes de lujo, visiones separadas por años, pues corresponden a visitas que hice en épocas diferentes aprovechando mis viajes de trabajo? ¿Qué tienen que ver unas con otras? ¿Qué de común hay entre los canales de aquella hermosa ciudad belga con el acueducto romano y las sierras de Guadarrama? ¿Y por qué incluso me hacen pensar en Ávila, la ciudad que creí visitar con Josefina Errázuriz, mi abuela, allá en mi adolescencia? Y no, no estoy dormido. Son imágenes que se entrecruzan en mí ahora, cuando pensaba en Virginia, y me deslumbran, y me dan una breve y extraña felicidad.

Evocaré ahora ese día en que conversábamos, Virginia, sobre nuestras familias. Tú me hablabas de tu pa-

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dre y del gran amor que te tenía, de su carácter optimista y tenaz, y de cómo fue que, siendo tú aún adolescente, se enfermó de reumatismo, tuvo que dejar su puesto en la compañía minera y permitir que un sobrino administrara sus propiedades, en tanto que tu madre se encargaba de un negocio familiar. Me contabas también que ella era una mujer inteligente, observadora, y con gran sentido de la realidad. A ellos debían ustedes, tú y tu hermana Estefanía, la propiedad de varios bienes. Yo, por mi parte, me referí a mis padres y hermanos, y en especial a Tobías, cuya figura te admiró por la descripción que hice de él. Te fue simpática la imagen que esbocé de Raquel, alegre, bromista. Coincidimos en que no nos gustaba Lima, por su cielo gris, por su gente. Te hablé de mi vida profesional y del trabajo que realizaba con muestras de cristales, y aludí a un afortunado hallazgo que había significado para mí una cierta y prometedora independencia económica de la que comenzaba a disfrutar. Ese trabajo era lo que ahora me obligaba a venir, con cierta frecuencia, a Cerro de Pasco, y por eso me permitió conocerte. Hablamos sobre muchos otros temas más, pero cuando volví a referirme a nuestro vínculo, y a lo mucho que te quería, y a mi deseo de compartir contigo el futuro, guardaste silencio, y cuando te rogué, «Di algo, mi amor», te mantuviste callada. Así, no volví a tocar ese asunto en ese ni en los días siguientes, porque algo me decía que era mejor esperar. Sí, esperar.

Cuando las exigencias de mi trabajo me obligaban a alejarme por un tiempo de Cerro de Pasco, no dejaba yo de escribirte, y tú, Virginia, de responderme. En

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una de aquellas cartas evocabas cómo nos habíamos conocido, y cómo había sido nuestra primera conversación a solas y cómo nuestros furtivos encuentros, y la apasionada forma que fue tomando nuestro amor. Me confesabas, me acuerdo, que no me habrías aceptado si hubieras tenido un hijo. No lo tuviste, pues, y me decías que yo era para ti lo que más querías, y, más aun, el único hombre al que en verdad habías amado y amabas, y que por Castellares, de quien por un tiempo te sentiste atraída, solo te quedaba una mezcla de repulsión e indiferencia. Y no, no te importaba lo que dijera la gente. Y me contabas, en una de esas misivas, que cuando vivíamos ya nuestro romance me veías en sueños, y con tal intensidad, que te asaltaba el temor de que tu prima Adela, en cuya casa pasabas a veces unos días y que tenía su dormitorio cerca al que ocupabas, te escuchase pronunciar mi nombre. Y cómo, en aquellos momentos, ya despierta, te volvías a preguntar «¿Qué será de nosotros, Mariano? ¿Qué será?». Recuerdo con tanta claridad esa carta, Virginia, que por desgracia se me extravió en uno de mis viajes. Y aquella otra, mi amor, en que me hacías reproches porque no te llegaba ninguna de las mías. Me decías, y tengo grabadas tus palabras, No sé, Mariano, cómo calificar tu olvido, y más que olvido, ingratitud, y quiero recordarte que tu silencio me hace sufrir mucho. Y te preguntabas luego cómo sería una entrevista que yo tuviese con tu hermana: ¿Qué le dirías a Estefanía? ¿Qué contestarías a sus preguntas? ¿A qué se debe el cambio que ella muestra conmigo? Imaginabas un diálogo en que ella querría saber si yo tenía presente que tú seguías casada, aunque no vieras al que aún era tu marido, y tú le responderías que yo te quería mucho, y que eso era lo que importaba. Y ella insistiría, entonces, con repetida exhortación: «Lo mejor sería que dejaran de verse». Y regresabas, luego, Virginia, a tu re-

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proche porque yo no te había escrito, y me preguntabas ¿Tanto te importaría la opinión de mi hermana y de otras gentes, sabiendo como sabes que nunca amé a ese hombre del que por suerte ya estoy separada? Vaya, ¿por qué recuerdo ahora con tal claridad esas apasionadas reprensiones? ¿Por qué no seguir recordando, más bien, los días en qué estábamos juntos, tan plenos de alegría?

Inolvidable fue, Virginia, tu visita a Soray. Debiste vencer no pocos inconvenientes y preocupaciones, y entre estas, la sospecha que tenían tus parientes de nuestro vínculo. Te decidiste, en fin, y les dijiste como pretexto que tenías que ver unos asuntos en La Oroya y en Huancayo, cosa que te tomaría unos días, y ellos, al parecer te creyeron. Fijamos la fecha y resolvimos que yo te esperase en la estación de ese centro minero. Así fue, y cuando bajaste del coche nos dimos un gran abrazo. «¡Estoy tan feliz de tenerte!», exclamé. Y después, cuando veníamos en mi auto me contaste cómo habías pasado los últimos días, muy atareada, tanto que apenas si me habías llamado por teléfono. No hablamos de tus afanes ni de cosas de mi trabajo, y menos sobre los problemas que te ocasionaba, de una u otra manera, y aun desde lejos, Castellares. Conversamos más bien de nuestro amor, del paisaje, de Jauja, de Soray. Llegamos cuando comenzaba ya el atardecer, pero dimos unas vueltas por la Plaza Mayor y las calles aledañas. Ya en casa alcancé a mostrarte, a la claridad que aún había a esa hora, el patio principal, los jardines, y con las lámparas ya encendidas, y sin detenernos, la sala, el cuarto de mis padres, el de Tobías. Descansaste luego un rato en el sofá del comedor,

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y después, como yo había previsto, vino Matías, a quien yo le había encargado, discreto como era, que nos trajese la cena, con viandas que a ti te gustaban. Pasé a hablarte luego, mientras comíamos, de Soray, donde nunca habías venido, y de los sitios de mayor interés, a los que te llevaría. Después, como aún se te veía fatigada, te propuse que te acostaras temprano. En cuanto a mí, me fue difícil conciliar el sueño, pues lo que más deseaba era tenerte entre mis brazos. Había ya amanecido cuando te despertaste al día siguiente, que era un sábado, muy animosa, y después del desayuno que yo preparé, y de nuestros arreglos personales, visitaste con gran atención la sala, mirando los cuadros, los muebles, los retratos. Hicimos luego lo mismo con mi estudio, donde te maravillaron las muestras de cristales que yo había reunido. Por suerte había guardado en una gaveta las cartas y las fotografías de Leonor y de Marina. «Es hermosa tu casa», me dijiste. Salimos después a pasear y fuimos a la plaza, donde te mostré algunas de las casas más antiguas y las hermosas pilas de metal que aún había allí, y que ya no existen. Me acuerdo que un conocido mío se detuvo para saludarnos, y te presenté, con toda naturalidad, como mi esposa, y nos despedimos de él cortés pero rápidamente. Lo mismo sucedió con unos amigos, que sin duda se sintieron sorprendidos, más aun porque yo era para ellos hombre de una rara profesión, que trabajaba en varios y diferentes lugares. Subimos después a la parte alta de la ciudad, desde donde contemplamos el paisaje circundante, con su verdor naciente. ¡Bajo esa luz, tu rostro, tu cabellera, tu figura, se veían tan hermosos! Descendimos, luego, y volvimos aquí para sacar el coche, con el cual nos fuimos a visitar tres de los pueblos cercanos, cada uno con su propio atractivo. Almorzamos en una fonda, por suerte acogedora, hablando de cuanto habías visto. Fuimos

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luego por otros sitios y retornamos a media tarde. Nos sentamos en una de las bancas del jardín, y comenzaste a preguntarme sobre mi familia y mis antepasados, sobre los cuales no te había hablado. Proseguimos así esa plática en mi estudio, ya de noche, cuando Matías nos trajo la nueva cena que yo le había pedido. Ya en la mesa continuó nuestra charla, con tus nuevas preguntas y mis respuestas. Me miraban tus ojos, esos ojos de noche y lejanía, en los que de rato en rato brillaba un destello ora de sorpresa, ora de curiosidad, ora de un imaginar silencioso. Acabamos de cenar y nos fuimos a mirar el cielo estrellado desde el patio. Estuvimos así por un buen espacio. Ya más tarde nos recogimos, y consentiste en desvestirte frente a mí, pero con la lámpara velada. Te contemplé, pues, desnuda, y fui hacia ti y te abracé, e hicimos después el amor con una sensualidad que, por estar donde estábamos, fue para mí aun más apasionada. Después, feliz, te dormiste, pero yo tardé nuevamente en hacerlo, como si una y otra vez me preguntara si era verdad que te tenía conmigo. Nuestro despertar fue maravilloso. Y maravillosos los demás días que te quedaste, con nuestros paseos, nuestras charlas y las horas de ese erotismo tan especial, ¡uno tan nuestro, Virginia! En los días que siguieron no dejamos de conversar sobre el problema que enfrentabas: cómo divorciarte de tu marido, un asunto complicado porque él residía en Lima, era adinerado y estaba acostumbrado a imponer su voluntad. Yo te aconsejé que consultaras con otro abogado y no solo con Solórzano, pero no en Cerro. Me prometiste recurrir a un letrado de La Oroya, a quien conocías desde hacía tiempo. Te detendrías, para ello, en tu viaje de regreso, que harías sola, en esa ciudad, donde tenías a una amiga muy cercana, y eras además madrina de bautizo de uno de sus niños. Ya otras veces te

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habías alojado en su casa y ella en la tuya. Yo no te podría acompañar, pues tenía que ir, por motivos de trabajo, hacia Huancavelica. Ya me avisarías, por carta, lo que aquel profesional opinaba, y yo, por mi parte, pensé en buscar a uno de Huancayo. Animados por esas perspectivas, disfrutamos aun más de los pocos días que faltaban. ¡Cuánto hubiera querido que te quedaras!

Te escribí una carta, que no sé si llegaría a tus manos, cuando me imaginé que seguías allá en Tarma, en casa de una de tus primas. No había podido comunicarme contigo por teléfono, pues ella no lo tenía, y vanos habían sido los mensajes que te enviara por otras vías. Y como no me era posible viajar a esa ciudad por causas de trabajo, pues había recibido un encargo especial y urgente de otra compañía minera, no me quedó sino insistir y escribirte otra vez, una noche en que me desperté agitado, pues había soñado que tú y yo nos despedíamos porque emprenderías un viaje del que a lo mejor no regresarías. Sí, Virginia, y por eso mi letra no fue la de rasgos claros, como ha sido siempre, sino otra, nerviosa, con palabras y pasajes que solo en parte recuerdo. Te hablaba, una vez más, sobre mi manera de amarte, y te comentaba que si bien no hacía mucho que me habías reiterado que, sin que importara ya el juicio de divorcio, dejarías todo para vivir conmigo, la última vez que te viera allá en Cerro había tenido la impresión de que dudabas. ¿Por qué, mi amor? No, no sabía qué pensar, y más adelante, en un pasaje que no he olvidado, te decía Veo tu rostro en todo momento, y tu cuerpo, y siento tu ternura y me turbo como si fuera un adolescente. Y líneas después: Quiero tenerte

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conmigo. Ven, y vivamos aquí, o si lo prefieres vayámonos adónde tú quieras, pero no nos separemos. No, jamás. La remití, aún con esperanza, pero no me respondiste, talvez porque tampoco la carta te llegó, o porque ya no estabas en Tarma, o porque talvez no querías hacerlo. Y así, hasta que aproveché un viaje de labor a Huarón para luego pasar a Cerro de Pasco, donde fui a tu casa, en la cual tu servidora me informó que estabas ausente, y que no sabía cuándo regresarías. Y no sé por qué tuve el presentimiento de que había algo que se interponía entre nosotros, y que incluso te hacía difícil comunicarte conmigo.

Escribe Mariano en esa noche de junio. Escribe otra vez y solo se oye el correr de la pluma sobre ese papel de un blanco mate, a la luz de la lámpara que arde con un fulgor inmóvil, pues están cerradas las puertas y la ventana. Escribe como si esa hora fuera una sin comienzo ni término, y correspondiese, a la vez, al presente y al pasado, y ese espacio, en torno a la mesa, fuera el que rodea a una isla olvidada. Continúa, pues, Mariano, inclinada la cabeza, pálido sin duda el semblante, más negros y afiebrados los ojos. Esa faz grave, concentrada. No es clara su letra, pero sí ritmados sus trazos, como si fuera una forma de partitura, incluso ahora, cuando no es la serenidad lo que prevalece. Se detiene por momentos, dejándose llevar por los recuerdos, y se ve entonces más apagada y sombría su faz. Se levanta después el hombre que redacta la misiva, se pasa la mano por la frente, y camina por la estancia. No, no siente el frío, ni atiende a la hora que señala el reloj, y que debe ser ya una de madrugada. Apenas si se podrían oír sus pasos, y su sombra —sobre los muros, sobre los muebles— debe ser

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borrosa, a la débil claridad que alumbra. Noche, noche en ese tiempo que es el de ahora y a la vez tan lejano. Se detiene, en fin, se sienta de nuevo y toma el lapicero y evoca, en lo que escribe, como ha hecho otras veces, cómo te conoció ese día en el estudio de Solórzano, al que entró creyendo que estaba solo, y viendo que no era así se disculpó y salió, pero sus ojos se detuvieron antes en ti, aunque solo fuera por unos instantes, y alcanzaron a ver bien tu rostro, Virginia. Y otra vez se abstrae Mariano, el escribiente, y es de adivinar que su palidez se acentúa, como si su sangre se concentrara en su corazón y allí ardiera. Se oye de pronto el cantar de un ave. Mas no, debe ser un engaño de sus sentidos. Reina el silencio, y retorna a su escritura, pero advierte que su letra se hace más nerviosa, volviendo a esa pregunta ansiosa, apremiante: «Dijiste que lo dejarías todo, que vendrías a mí, y lo prometiste más de una vez, ¿por qué no te decidiste, Virginia? ¿Por qué no?». Pasan unos minutos, y continúa: «Veo tu rostro a toda hora. Siento fijos en mí tus ojos, mis manos en las tuyas. Y pienso entonces, mi amor, y no lo puedo evitar, en la hondura sedosa, láctea, de tu sexo». Se detiene nuevamente, y permanece otra vez y por un buen rato, inmóvil. Se levanta, en fin, el escribiente, dejando inconclusa la carta, o al menos sin una frase de despedida, y reanuda ese meditabundo andar por su dormitorio. Sí, ya no tardará en amanecer, así que apaga la vela y va a recostarse, mas no en su lecho sino en el sofá, cubriéndose con la manta que tiene siempre en ese mueble, con sus pensamientos en esa mujer a la que amó y aún ama tanto...

Poco después de mi retorno de un viaje a Huancavelica me llegó la carta en la que me contabas cómo habían

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sido los días que siguieron a tu regreso a Cerro, y en especial lo que te había aconsejado aquel abogado. Es decir, que insistieras en pedirle por carta a Castellares, luego de averiguar su dirección en Lima (cosa fácil por razón de sus negocios), que tú y él iniciaran un proceso de divorcio por mutuo disenso, y que si él no aceptaba, o no te respondía, lo hicieras tú por una causal, en este caso «por abandono malicioso del hogar conyugal por más de dos años». Me pedías mi opinión, y yo, que había escuchado una similar de ese abogado de Huancayo, te llamé de inmediato y te manifesté mi completo acuerdo con ese parecer. Apuré luego mis asuntos, y en cuanto me fue posible viajé para verte. Luego de nuestros abrazos y palabras de cariño, me diste una copia de la misiva que ya le habías mandado a Castellares, en la que le decías que a ambos les convenía el divorcio: a él porque tenía ya a una mujer en Lima, y un hijo con ella, y a ti por recobrar tu libertad y ver por tu futuro. Me pareció una muy claramente escrita, e hice votos para que aquel hombre aceptara. Desde luego que te pedí después pasar la noche contigo, y no obstante tus dudas y temores, aceptaste que así lo hiciéramos. Fue una deliciosa, y tanto, que acabé por quedarme en tu casa dos días con sus noches, en que apenas si salí una vez, luego de asegurarme de no ser visto, para un asunto de los míos. Tuve que regresar después, muy a mi pesar, a Huarón y a Soray, e incluso viajar a Lima. Por cierto que me comunicaba siempre contigo, pero me informabas que no había ninguna contestación a tu propuesta. Y así pasaron tres semanas, hasta que, para tu asombro e indignación, te llegó una notificación del juez en lo civil de Cerro de Pasco, con copia de la demanda de divorcio que él te había entablado, pero una por causal de infidelidad, esto es, por la relación que mantenías conmigo. Y como pruebas había adjuntado los testimonios de dos paisanos a los que apenas si conocías,

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y, para mi sorpresa, uno era Braulio Linares, ese tarmeño con que me encontré en la estación de La Oroya. Y por si fuera poco, el demandante añadía copia de un brevísimo mensaje de mi puño y letra, en que te pedía amorosamente que nos viéramos, fechado en un mes reciente, y que no sabías cómo había ido a parar a sus manos. Perplejo y alarmado, te fui a ver de allí a dos días, previa consulta con otro abogado. Y no dejé de pensar, Virginia, una y cien veces, en lo que me habías informado. Fui a tu casa en cuanto llegué a Cerro, como ya te había anunciado. No saliste a recibirme, como ya era habitual, sino tu servidora, que me hizo pasar a la sala. Un poco sorprendido, me senté allí, y la verdad es que te demoraste en salir, Virginia. Lo hiciste, en fin, con expresión muy preocupada, y respondiste débilmente a mi abrazo y luego a mis preguntas, y me alcanzaste luego los papeles del juicio, que estaban en una mesita cercana. Les eché un vistazo y te pregunté «¿Y qué piensa Solórzano? ¿Ya contestaron la demanda?». Y con la misma y casi abstraída expresión me respondiste «No, lo haremos mañana o pasado mañana». No pude menos, entonces, y lo recuerdo muy bien, que decirte «Te veo tensa, mi amor». «Y no es para menos, ¿no?», me contestaste. «Podré acompañarte a su estudio, ¿verdad?». «No, por ahora no me parece conveniente». Me dije que talvez tenías razón, y volví a leer los papeles atentamente, y para mi asombro vi que entre ellos estaba una copia del mensaje que yo te había enviado por correo, y no solo eso, sino la de una nota dirigida a ti en la que, por un extraño lapsus, te llamaba una vez no con tu nombre sino con el de Marina, lo cual no habría dejado de disgustarte. Los releí una vez más y, perplejo, esperé que tú hablaras. No lo hiciste de inmediato, sino que te levantaste y caminaste, pensativa, por la habitación. «¿No te sientes bien?», te pregunté. «No es

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eso», me contestaste, «si no el problema que todo eso significa». «Pero estamos los dos, Virginia. No estás sola». Me miraste a los ojos, dijiste «No sé qué ha pasado con tu mensaje, ni con esa nota, con ese error. Y me pregunto y vuelvo a hacerlo cómo es que han ido a parar a manos de ese hombre». «No sé que pensar, Virginia. Aquel mensaje debería estar aquí en tu casa». «Lo he buscado por todas partes, en especial entre tus cartas, pero no está. Ya te he contado que las guardo en una gaveta con llave». «¿Pero es el original lo que está en el expediente del juzgado?». No pude, pues, dejar de preguntarte «¿Y cómo te explicas eso? ¿Confías plenamente en tu servidora?». «Sí, porque ella no tiene la menor idea de lo que guardo en ese y otros muebles. No sé qué pensar, realmente». «¿Y si por casualidad lo hubieras dejado en otro sitio?». «Podría ser, pero siempre he tenido mucho cuidado en guardar los papeles confidenciales». Y agregaste «Quizá pues, por precaución, tenga que despedirla, pero temo ser injusta». Un largo silencio siguió a tus palabras, hasta que opté por retirarme, diciéndote «Te prometo, amor, que trataré de hallar una posible explicación a lo sucedido». Y ya en mi hotel le di mil vueltas al asunto. Y a la mañana siguiente me acordé que tenía que ir a La Oroya por un asunto urgente de mis trabajos, y te lo dije por teléfono, prometiéndote volver tan pronto como fuese posible.

Pasaron así unos días, y en vano traté de comunicarme contigo desde Soray por esa vía. ¿Por qué no me contestabas? Muy preocupado, apuré lo más que pude mis asuntos, y retorné luego a Cerro de Pasco. Por precaución fui a tu casa ya por la noche, pero nadie me

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abrió la puerta. Me animé, entonces, a preguntar a un vecino, que tenía una tienda muy cerca, y él me dijo que hacía días que no te veía, ni tampoco a tu servidora. Alarmado, fui a casa de tu amiga Adela, pero no la encontré, sino a un viejo señor que debía ser su padre y que me dijo que no sabía nada de ti. Opté por ir al estudio de Solórzano, quien me había asesorado en algunos asuntos, y que también era tu abogado. Logré que me informara sobre tu juicio con Castellares, y con alguna reticencia me mostró la copia del legajo, en una de cuyas últimas páginas había un escrito presentado por aquel hombre, adjuntando una fotografía en la que se nos veía a mí y a Marina, muy abrazados, en una playa de Barranco. Atónito, leí el escrito, en el cual se daba el nombre y apellidos de ella, y se afirmaba que ambos éramos ya marido y mujer, como se podía constatar en el municipio de Tarma. Yo exclamé «¡Pero si nunca sucedió eso! ¡Es cierto que tuve una relación de amor con ella, pero nunca contrajimos matrimonio, y ella vive en el extranjero!». Solórzano guardó silencio, y cuando le pregunté por ti, se limitó a decirme que estabas muy contrariada por todo, y en especial por ese escrito y esa foto presentados por Castellares. Y cuando quise que me hablara de ti, se limitó a decirme que hacía ya más de una semana que no te veía. Le agradecí, entonces, por su informé y abandoné su estudio. ¿Por dónde estarías? ¿Dónde, Virginia? Se me ocurrió de pronto ir a Huánuco y preguntar por ti a tu hermana Estefanía, pero algo me dijo que sería en vano. Y fue así como me resigné a dejar Cerro de Pasco y a preguntar por ti de cuando en cuando, por teléfono, cada vez más con un sentimiento en el que se mezclaban el amor, la decepción, la culpa, cierta ira, y el presentimiento de que lo mejor sería renunciar a volver a verte. Fue así, Virginia,

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como desapareciste de mi vida, a pesar de que te había amado tanto, y aun ahora, a pesar del tiempo y de otros encuentros, lo sigo haciendo.

Empezó, pues, otra etapa de mi vida. Me concentré en mis trabajos, los que me encargaban las empresas de que he hablado, y en retomar contacto con otras. También lo hice, en la medida de lo posible, en mis estudios, lo cual se vio facilitado por mis mayores ingresos y mi encuentro con especialistas de mineralogía en la rama que más me interesaba. Conseguí que me publicaran artículos en revistas de Estados Unidos y de Francia, sobre algunos de mis trabajos, y en especial ese estudio teórico de cristalografía sobre los sistemas tetragonales, sobre sus ejes, rayos difractados, planos y propiedades magnéticas. Mas no por todo ello dejaba mis lecturas, entreveradas sin duda, en que se alternaban los poemas de Vallejo, versos de Safo, las novelas de Natalie Sarraute, e incluso intenté escribir unos versos sobre ti. Traté de alternar, en todo lo posible, mis viajes por el Perú con mis estancias en Soray. Era como si me impulsara una dinámica de supervivencia y realización después de tu desaparición, Virginia, y la de los seres que más había querido. Y fue la época en que volví a pensar muchas veces en Tobías. Recordaba tanto el último mensaje que nos había enviado, en que nos decía Estoy muy lejos, y no por razones de trabajo, sino por las inquietudes sociales que me animan. Y más adelante: Voy a viajar al sur de nuestra sierra, desde donde me será muy difícil, y talvez imposible, que pueda comunicarme con ustedes. Recordaba también el viaje que hice, en su busca, a Acobamba, Lircay y Coricocha.

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Ahí, en el silencio de la noche, escribes en tu estudio, y no en un expediente judicial, sino en un cuaderno de los que no hay en Soray, uno de tapas de color sepia, que solo vi una vez. Lo haces también ahora, en que te observo desde mi cuarto a pesar de las paredes que nos separan y de los muchos años que han transcurrido desde que finaste. Y lo que escribes, padre, como creí adivinar esa vez, es un diario, uno muy personal, que de seguro no mostraste a nadie, ni siquiera a mi madre, y que tendrías muy bien guardado. ¿Qué era lo que escribías? ¿Y cómo es que ahora, esta noche de rencuentro, por así llamarla, vuelves a ese diario íntimo, que de seguro lo era? ¿De qué hablabas y lo haces ahora? ¿De tu cariño por tu esposa, de lo que pasaba en la familia, de tus amigos? ¿De tus vivencias, de tus inquietudes políticas, de tus reflexiones? Y ahora, en este momento, ¿hablarás quizá de tu experiencia de lo que es la muerte?

Una mañana, en una de mis visitas a casa —único morador de ella, aunque fuese entre ausencias y ausencias—, me desperté con la idea de pedir en el convento de Ocopa una misa de salud por Soledad, por Leonor, por Marina, por Virginia, mujeres a las que había amado, pasando por alto el hecho de que era y soy agnóstico. Sería una misa con tres sacerdotes y gran coro, como aquellas a las que asistí más de una vez con mi madre, impresionantes en verdad. Y diferente, por cierto, de la que mandé celebrar en recuerdo de ella, un mes después

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de su fallecimiento, aunque no hubiese sido muy devota que digamos. Me levanté, pues, temprano, y me dirigí al monasterio. Me atendió en la portería un fraile al que no conocía, pero él sí a mí, y me dijo «Diga usted, señor De los Ríos». Le expuse mi deseo y él se sorprendió, como era de esperar, al ver que se trataba de un oficio por la salud de damas de apellidos diferentes. «¿Son sus parientes?», me preguntó, y yo le dije que sí, que se trataba de personas que lo eran por ramas diferentes, que vivían en otros lugares, y que quería rogar al Altísimo que las conservara con salud y felicidad. ¿Me habría creído? En todo caso, me observó dubitativo, pero luego se puso a anotar en el cuaderno de registro los nombres y apellidos. Pedí, además, que «el santo sacrificio» se realizara de allí a tres días, un jueves, a la hora más temprana, esto es, a las siete de la mañana. El monje se asombró de nuevo: «¿A las siete? ¿Una misa mayor a las siete de la mañana?». «Sí», respondí, «pues ese día tengo que salir de viaje». Y el religioso, desconfiado aún, quiso saber: «¿Pero dónde vive usted?». «En Soray, pero viajo con mucha frecuencia». Y agregué todavía: «¿Por qué me lo pregunta?». «Porque llama la atención que pida una misa para esa hora». Pero el monje no insistió, sino que pasó a señalar el costo y a precisar los gastos adicionales en cirios y ramos de flores. Aboné el dinero, él me extendió un recibo y me retiré en mi auto. Y el día fijado, en una mañana muy clara, en la que, lo recuerdo muy bien, el rocío brillaba en los retoños de eucalipto a los lados del camino, y unas muchachas campesinas, que parecían ir a la capilla de Huánchar, se quedaron mirándome vaya uno a saber por qué, en Ocopa no había ni un alma en el atrio, y tampoco en el templo, salvo el sacristán, que terminaba de encender las velas y me miró con curiosidad. Por las ventanas entraba ya una claridad muy límpida. Tomé asiento en una banca y

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esperé unos minutos. Al cabo de ellos ingresaron al coro el organista y los novicios que acompañarían la liturgia, luego los sacerdotes, y se dio comienzo. ¡Cuán impresionante fue la entrada del órgano y la de las voces, pues era una misa del rito antiguo, en latín, y hasta donde puedo saber, con música gregoriana! Permanecí durante toda su duración de pie, solo, pues no se presentó ningún devoto. Estaba tan solo, en verdad, a esa hora tan temprana. ¡Qué hermosos los cánticos! Cuando acabó la misa, los tres frailes se retiraron. Sentí, entonces, una extraña sensación al quedarme solo en el templo. Procedí luego a salir, y me pareció que había sido una turbadora vivencia, que había juntado a esas mujeres como tomadas de las manos y sonriendo, con un sentimiento de rara y sobrenatural felicidad. ¡Oh, si eso hubiera perdurado...!

Hablé, no hace mucho, en este soliloquio, sobre una nueva etapa de mi vida, una que, ya sin Virginia, se abrió también a otros horizontes, gracias a mi profesión y a mi afán de dar a conocer mis hallazgos y actualizar mis conocimientos. Todo comenzó con una invitación para viajar a París y exponer lo que había trabajado y conocer los que allá se hacían. Me llegó a mediados de 1975 y así empezó un viaje para el que tomé todas las medidas necesarias para el cuidado de esta casa, y pedí consejo a unos amigos o a colegas franceses que trabajaban en Huarón. Partí después de quedarme unos días en Lima, donde estaba Raquel, y conversamos mucho. Cuánto me alegró engreír a sus hijitas, ya casi adolescentes. Toda su familia me hizo una pequeña fiesta de despedida. Viajé rumbo a Francia con una breve escala en Madrid, y en

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París me alojé en ese pequeño hotel de la rue de Vaugirard, muy cerca del boulevard de Saint-Michel. Por cierto que dediqué los primeros días a instalarme y a las entrevistas con quienes me habían invitado, y a comenzar a visitar esa ciudad tan hermosa y de tantos y tan antiguos monumentos. Mas no es mi voluntad evocar ahora esos encuentros ni mi admiración por la capital de Francia, ni mis exposiciones sobre mis hallazgos y teorías, sino cómo, al cabo de unas semanas, la suerte me permitió conocer a una joven de la que no tardé en enamorarme y significó mucho en mi vida. Y lo haré dirigiéndome a ella, como si pudiera hacerlo a la distancia del tiempo transcurrido desde entonces, y a la de todo el océano que separa su país del mío.

¿Te acuerdas, Sophie, cómo nos conocimos en ese pequeño hotel que ya no existe? Era uno desde cuyos pequeños balcones, el tuyo en el cuarto de piso y el mío en el tercero, se alcanzaba a ver una parte del Jardin du Luxembourg. ¿Cómo no habíamos de cruzarnos en las escaleras y pasillos, y aventurarme yo a dirigirte la palabra? Me respondiste, por suerte, y en algún momento, en un breve diálogo, supiste que yo era peruano, que me hallaba en Francia por razones profesionales, y yo, que tú estudiabas literatura griega clásica en La Sorbona, allí tan cerca. No en vano te llamabas Sophie, nombre tan hermoso por su eufonía, y que por cierto evocaba tanto la poesía helénica. Nunca se me ocurrió por eso llamarte con el hispánico nombre de Sofía. No dejó de sorprenderte que yo hablase con fluidez tu idioma, ante lo cual te informé que había comenzado a estudiarlo errática-

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mente desde mi adolescencia, y después en la universidad, y que así pude leer más tarde a autores como Baudelaire, Rimbaud, e incluso capítulos de Proust. No pasaron muchos días después de esa breve charla y una tarde te invité a conversar en un café cercano, y tú aceptaste. Fue ocasión para que me informaras que habías nacido y vivido en Tours, pero que tu familia había preferido que estudiases en la universidad de París. Me contaste cómo te habías interesado en ese campo, iniciada y estimulada por un tío materno, que se había especializado en aquel, y que tu proyecto de vida era dedicarte a la investigación y la docencia universitaria. Te enteraste, en cuanto a mí, que me había dedicado a la mineralogía, y más que nada a esa rara especialidad que es la cristalografía, y que me hallaba en Francia para asistir a unas conferencias, y para completar ciertas investigaciones cuyos resultados podrían aplicarse, entre otras cosas, a la restauración de cuadros antiguos. Y te informé que las hacía en el museo y los laboratorios del Jardin des Plantes. No, no lo conocías, a pesar de que habías visitado y recorrido la capital, sola o con tus padres, en varias ocasiones. Y mientras conversábamos, no dejaba yo de admirar la finura de tus rasgos, esos cabellos que no eran rubios sino castaños, y tus ojos de un claro beige y de un óvalo perfecto. Volvimos a encontrarnos en ese lugar y charlamos sobre muchas otras cosas. Me hablaste de tu familia, y cómo fue que no se vio muy afectada por la guerra. Y también sobre tus estudios, tus aspiraciones, tus autores predilectos, entre los que figuraban autores líricos como Safo, más que nadie, y Alceo, y en menor medida Píndaro, y si se trataba de los dramáticos, Esquilo. Más aun, el año anterior habías viajado a Grecia con una amiga, y habías estado brevemente en Atenas, en Delfos, en Micenas. ¡Con cuánto entusiasmo me hablaste de la Acrópolis! Por mi

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parte tuve que confesarte que había leído poco, a pesar de mi gran interés por la literatura, de aquellos autores, pero te aseguré que lo haría en esa colección de Les Belles Lettres que tanto me recomendaste. En otro encuentro te hablé sobre mi país, mis viajes, las culturas prehispánicas, de las que sabías, como era de esperar, muy poco. Descubrí también que compartíamos ciertas inquietudes sociales. Y así se fue estableciendo entre nosotros una buena amistad, que pronto se hizo más cálida. ¿Cómo no había de enamorarme de ti? ¿Cómo no, por tu rostro, por tu figura, por tu inteligencia, por tu sensibilidad y por tu modo de ser, que no excluía, por lo que intuí, una particular firmeza, cualidades que tan bien se concertaban con tu nombre? Y fue así hasta que en uno de esos encuentros adiviné que yo no te era indiferente, y entonces te confesé que me había enamorado de ti. No, no te sorprendiste, y poco después me aceptaste. ¡Fue tan grande mi alegría! Y arreglamos de tal modo nuestros horarios que nos quedó tiempo para visitar juntos los arrondissements que no conocíamos, y sobre todo el Museo del Louvre, cuyas salas dedicadas a las artes de la Grecia antigua ya habías frecuentado. Me presentaste a algunos de tus compañeros, y yo a un compatriota y amigo, de hierática figura, Fernando Palacios, quien pronto se marchó a España. Fuimos también, y de alguna manera yo fui el guía, al Musée de l’Homme, en el Palacio de Chaillot, donde contemplamos la reproducción de la Puerta del Sol de Tiahuanaco, tejidos de Nazca y Paracas, de maravilloso colorido, y cerámica de Chimú y de Nazca, visita que dio motivo para que yo te reiterase mi invitación a que vinieras al Perú. Y así, entre pláticas y recorridos, no tardamos mucho en hacer el amor, ya fuese en tu habitación, ya en la mía. Se me ocurrió proponerte compartir contigo una, pero te negaste, ya que podrían llegar

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de improviso tus padres. Las noches que pasamos juntos fueron en verdad maravillosas, por ese intenso y delicado erotismo tuyo. ¡Cuán delicioso era para mí besar, una y otra vez, tus senos, tu pubis, tu sexo, y volver luego a tus labios! Me encantaba repetir tu nombre y decirte en esos momentos, más de una vez, «¡Comme je t’aime, et j’admire et adore ton corps, ton esprit, ta beauté, et même ce qu’ il y a en toi d’ énigmatique!».2 Y en otros muy especiales: «Tu me rappeles aussi, mon amour, quelques vers de Sapho, que grâce a toi j’ai lu dans l’Antologie dont tu m’as fait cadeau, et que tu connais si bien. Et surtout le feu de la passion qui expriment. ¡Je t’adore, Sophie!».3 Y tú me recitaste algunos de aquellos, los de Safo, en su versión original. Recuerdo también que una noche me dijiste «Il y a en toi, quelque chose de étrange, d’exotique, et même de mysterieux».4 Y siempre en tu idioma: «J’aime la volupté, l’ éclat du soleil et la beauté».5 Y así, a medida que pasaba el tiempo, mi amor por ti se fue haciendo más intenso, y diferente de los que había sentido por Leonor —linda pasión de adolescencia—, por Marina, por Virginia. A veces te hablaba de Soray, y de paisajes y pueblos del mundo andino. Y de mi padre, de mi madre y de su arte del tejido, y de Tobías, ese hermano que se fue para no volver más. Y así, cuán rápido pasaba el tiempo. ¿Cómo no había de temer que llegara el día en que tuviésemos que separarnos, tanto por tus estudios y proyectos, como por mis compromisos de trabajo? Una separación, sin po2 ¡Cómo te amo, y admiro y adoro tu cuerpo, tu espíritu, tu belleza, e incluso lo que hay en ti de enigmático! 3 Tú me recuerdas también, amor mío, algunos versos de Safo, que gracias a ti he leído en la Antología que me has obsequiado y que conoces tan bien. Y sobre todo el fuego de la pasión que expresan. ¡Te adoro, Sophie! 4 Hay en ti algo de extraño, de exótico e incluso de misterioso. 5 Amo la voluptuosidad, el resplandor del sol y la belleza.

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derlo evitar, tendría lugar a mediados del invierno, cuando yo debería regresar al Perú. Ya veríamos, pues, cómo rencontrarnos. Sí, y tanta fue mi suerte que más adelante se abrió la posibilidad de que yo retornara a Francia antes del verano. Y no imaginamos que no solo así sería, sino que también viajaríamos juntos a lugares tan hermosos. Y pensamos también, más de una vez, que vendrías a visitar mi país, lo que no se realizó nunca. Pero sí lo haces ahora, de esta manera, en que siento como si estuvieras aquí y me escucharas, y abrigo la certeza de que tú tampoco me has olvidado. ¡Non, Sophie, ma belle!

En las vacaciones de fin de año, y como ya me habías anunciado, te fuiste a Tours, Sophie, después de una cálida despedida, para visitar a tu familia, y yo opté por quedarme en París. No tardaste, sin embargo, en llamarme por teléfono, como habíamos convenido, invitándome a visitarte en esa ciudad del Loire, antes de la fiesta de Año Nuevo, alojándome, eso sí, en un hotel, por los posibles prejuicios de tus padres. Te sentías motivada más que nada por la proximidad de mi retorno al Perú, a fines de enero. Fui allá, pues, después de Navidad, y tomé un cuarto en un hotel que se llamaba Lutèce. No sé por qué, y a pesar de mi amor por ti y a que la ciudad me gustó mucho, son discontinuas y difusas las imágenes que conservo de ella, como también de la cercana y bella Angers. Es verdad que ya comenzaba el invierno, pero uno que se anunciaba benigno, e incluso con días de sol, de pálido sol. En tu hogar fui recibido con una mezcla de curiosidad, de hospitalidad, pero también, me pareció, con algo de suspicacia, mas no así por tu hermana menor, Laure.

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Lo comprendí, desde luego, pues se trataba de una familia de clase media, de un padre que era profesor de matemáticas en un liceo, y yo era alguien que venía de un país tan lejano y exótico, del que no sabían casi nada, y también, lo sospeché, porque yo no era blanco como ellos. Me hicieron muchas preguntas sobre el Perú, y sobre la profesión que yo ejercía, que en verdad los sorprendió, y más aun a Laurita. Yo sabía que tu padre, de joven, había tomado parte en la Resistencia durante la guerra, y que había estado a punto de ser apresado por los nazis, y traté, por ello, de encaminar nuestras conversaciones hacía sus recuerdos de esos años. Creo que finalmente lo tranquilizó saber que pronto yo regresaría a mi país, y oír que tú, Sophie, le reiterabas cuán feliz te sentías por el camino que habías elegido. Pasé el Año Nuevo con ustedes, en una velada muy simpática, a la que acudieron otras personas, a las que sorprendió la presencia de un extranjero como yo. Al día siguiente hicimos tú y yo esa excursión a Angers en la que conversamos sobre nuestro idilio, sobre nuestros proyectos y otras cosas. Luego retorné a París, y cuando nos volvimos a ver en esa ciudad, muy poco después, se aproximaba ya mi regreso al Perú. Pasamos otras inolvidables noches, de un amor y un erotismo aun más apasionados, y plenas de un poético encanto. Por suerte me llegó una carta de la empresa donde trabajaba, en la que se me confirmaba que tendría que regresar a Europa para continuar con mis trabajos y comenzar otro, en el próximo mes de abril, en días que coincidirían con tus breves vacaciones de esa época del año. Me propusiste, entonces, que nos tomáramos unos días y viajáramos juntos a Grecia, país que ya conocías, como dije, y que tanto te gustaba e interesaba por tu amor al mundo clásico y los estudios que realizabas, y a mí por lo que había leído, y por la mayor atracción que, gracias

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a ti, ejercía en mi espíritu. Y así, por ese proyecto, nuestra separación no tuvo mucho de dolorosa. Y no lo tiene tampoco ahora, Sophie, en esta hora en que pienso en ti.

Estás ahí, en silencio, mirándome con ojos de expresión fría y extraña, por no decir indescifrable, joven mujer, que has aparecido de pronto, no sé de dónde. ¿Alguna vez te he visto? No, creo que no, y sin embargo creo recordar a alguien. ¿Cómo es que te rodea ese halo que alumbra tu rostro y tu figura, pero que es como una luz oscura? ¿De dónde has venido y cómo es que has entrado a la habitación de este hombre solitario? ¿Has escuchado lo que me digo en silencio, solo para mí, ya sea en lúcido soliloquio, o ya como en sueños o en desvaríos? Soy Mariano de los Ríos, y sin duda lo sabes. ¿Y tú? ¿Cómo es que de pronto algo me dice que tu nombre es Core? No tengo presente dónde lo he escuchado, o más bien leído, y es el mismo que llevaba, según creo recordar, esa deidad de los griegos que andaba recogiendo flores en los campos de Sicilia y que fue raptada por Hades y convertida en diosa de lo profundo. Sí, Core. Pero si es así, ¿cómo has venido a esta tierra tan lejana, al otro lado del mundo, y te apareces aquí?

Ahora hablaré del viaje que nos llevó a Grecia. ¡Lo emprendimos, Sophie, con tanto entusiasmo! Un avión nos llevó a Roma, y otro a Atenas, donde tuvimos la suerte de alojarnos en un pequeño hotel desde una de cuyas ventanas se podía ver un poco de la Acrópolis. En

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los cinco días que siguieron visitamos, yo por primera vez y tú por segunda, las maravillas del Partenón, del Erecteion y, en las partes bajas, el Teatro de Dionisos, y luego el Templo de Hefestos, y el Cerámico. Cuánto me ayudó lo mucho que sabías sobre esos monumentos, y lo que yo había leído antes de partir en un libro de Rodenwald y otro de Jean Baelen, sobre arte griego y cretense, que aún conservo. Recuerdo que en ciertos momentos, en esos recorridos, recitabas en voz muy baja unos versos en griego, sin que yo me atreviera a preguntarte de quiénes eran y qué decían. Ya lo harías tú si lo deseabas. No pudimos ir, como yo hubiera querido, por razón del poco tiempo de que disponías, a Delfos ni a Micenas, y lamento que ya nunca se me presentara la oportunidad de hacerlo. Deseabas en cambio, sí, visitar Creta, que no conocías. Fue un viaje memorable el de abril de ese año. Apenas si prestamos atención a la moderna Hiraklión, en cuyas cercanías se halla Cnosos. ¡Con cuánta atención iniciamos el recorrido de sus ruinas! Me acuerdo con extraña claridad de los propileos del lado norte, con sus rojas columnas, como rojas eran también las de la escalinata en el gran palacio. Se nos grabaron también en la memoria la Cámara de la Reina y la Sala del Trono, con sus fragmentos de estuco mural pintados al fresco. ¿Te acuerdas de lo que quedaba de esa danzarina, y del llamado «príncipe con corona de plumas», y del perfil del rostro de «la parisina»? ¿Y de los propileos del sur, con sus fragmentos de pintura? ¡Cuán enigmática y bella, y es como si la volviera a tener ante mis ojos, esa figura de un grifo en la Sala del Trono! Visitamos el megaron de la reina, con sus frescos con delfines, y contemplamos después las jarras gigantes. Tus labios repetían suavemente de rato en rato, las más de las veces en tu idioma, algunos versos de Safo, a la que tanto admirabas, y cuyas reales o supuestas inclinaciones lésbi-

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cas dejabas de lado, pero que tendrían algo que ver con lo que contemplábamos. Eran versos que hablaban de una delicieuse langueur,6 o que decían Étoile du soir, de toutes la plus belle.7 Y después, frente a una de las pinturas que admirábamos, Les femmes crétoises, autrefois, dansaient rytmiquement autour d’un beau auteuil, en foulant vec ses pieds délicats, les fleurs plus delicates.8 Y esa noche, después de hacer el amor, ¡Et je désire, et le fait avec un tel ardeur!9 ¿Cómo puedo recordarlos con tal claridad en esta noche al otro lado del mundo? También te decías, en su idioma original, varios de esa poeta, y en otros momentos volvías a su versión en tu idioma: Tout cela est si beau et mysterieux.10 Y me parece entrever también, más allá de las ruinas, el paisaje que rodeaba a Cnosos, y en especial el monte cuya cima se alzaba a lo lejos, más allá de la llanura de Asfodelos, y que sin ser muy alto, me parecía tener algo de los nevados andinos, el Ida de los antiguos, al que llaman ahora Psiloriti, que contemplamos una y otra vez, como si ejerciera en nosotros un mágico efecto; el Ida donde moraban, según recordabas, las ninfas Meliseas, hijas de Urano, y en una de cuyas cavernas, según la mitología, nació Zeus. No sé por qué pensé de súbito en el Hades, como si en la hondura de aquella montaña estuvieran el Estigia y el Aquerón, ríos del fin de la existencia. Talvez los había, semejantes en las leyendas andinas del Hanan Pacha y Uray Pacha. Y así acabó, pues, nuestra visita a Cnosos, y al día siguiente nos fuimos a Phaistos, al sur de la isla, desde donde también se veía el Ida y la llanura de Messa6 Deliciosa languidez. 7 Estrella del anochecer, de todas la más bella. 8 Las mujeres cretenses, en esos tiempos, danzaban rítmicamente en torno a un hermoso altar, pisando con sus delicados pies las flores más delicadas. 9 ¡Y yo lo deseo y lo hago con tal ardor! 10 Todo aquello es tan bello y misterioso.

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ra. La vista era también espléndida. Te hablé de la impresión que todo ello me producía, mas apenas si me respondías, absorta como estabas. Y fue en uno de esos momentos que de pronto vi que cruzaba el cielo, en vuelo rasante, un halcón. Sí, uno como el que me asombró en esa puna a la que habíamos subido Tobías y yo para contemplar el Marayrasu. Estuve a punto de decirte, alucinado, que era el mismo waman de aquellas alturas, mas el ave se alejó muy pronto, y preferí no decir nada de lo que había visto. Atardecía ya cuando volvimos al hotel donde nos alojábamos, y hablamos largamente sobre lo que habíamos visto. Al día siguiente hicimos una breve visita a Haghia Triada, pues el tiempo apremiaba. Volvimos a Phaistos y nos dedicamos a preparar nuestro regreso a Atenas, y de allí a París. Y ya en esta, con cuánta alegría, no exenta de nostalgia, evocábamos lo que habíamos admirado tanto. Te había visto tan dichosa, y como deslumbrada. ¡Cuán lejano es ahora todo aquello, pero tú, Sophie, vuelves a estar conmigo ahora, como si hubieras venido a esta tierra, cual deidad callada, como aquellas cuyas imágenes contemplamos en ese viaje! Sí, regresas esta noche en que se suceden y velan, allí en lo oscuro, mi infancia, mi familia, las mujeres que más he amado, y entre ellas tú, en esta hora de melancólica y extraña felicidad.

El sendero baja hacia el mar por entre pinos y cipreses. La transparencia del aire comienza a encenderse con el atardecer. Creo ver, como en un destello, un ave marina Una jovencita sentada en la playa dibuja en un cuaderno. Aun a la distancia me parece distinguir sus rasgos, y en especial sus ojos, castaños, ovalados, perfectos. Se habría

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dicho que son los de una sirena. «È bello l’autumno».11 ¿Quién dijo eso? Y luego: «Doucement, dans l’air quiet et silencieux, se répand une odeur dorée sous cette voùte qui n’est pas encore de la nuit».12 ¿Y por qué la misma voz dice, volviendo al primer idioma, «Antica e belle e dolce sofferenza».13 Y entonces, de pronto, me doy cuenta de que solo puedes ser tú, Sophie, quien pronuncia esas palabras. ¿Pero cómo, si nunca llegamos a viajar a Italia juntos? ¿Por qué te veo como si estuviéramos cerca al mar en un sitio que podría ser el de Paestum, en el golfo de Salerno, con su hermoso templo dedicado a Ceres? ¿Y por qué te veo no como te conocí, sino como adolescente? ¿Y por qué me recuerdas a la bella «Angélica, la de las blancas manos...», a la que vi allá en mi infancia o adolescencia?

Camino, a pasos lentos, en este atardecer en que se va acentuando la neblina. Me dirijo a Stare Mesto, la ciudad antigua, a la derecha del río Vltava, y estoy ya cerca del puente que llaman «de Carlos» y que comunica el barrio de Mala Strana con la ciudad antigua, Stare Mesto, y la vieja iglesia de Tyusky. Fue imprevista mi visita a la ciudad de las cien torres. ¿No es así como la llaman? Sí, Praga. No, no lo habría hecho, por falta de recursos, pero por suerte me invitaron a un simposio de cristalografía, y acordamos con Sophie que ella me daría alcance al término de esa reunión, pues tampoco ella conocía esta ciu11 Es bello el otoño. 12 Dulcemente, en el aire quieto y silencioso, se extiende un olor dorado bajo esa bóveda que no es todavía la noche. 13 Antiguo y bello y dulce sufrimiento.

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dad tan hermosa, con el inmenso Castillo de Hradcany, con su catedral gótica y otras iglesias. No, no pensé venir sin Sophie, pues juntos admiraríamos esos monumentos, pero se le presentó un inconveniente y no llegó hoy por la mañana, como habíamos convenido. Es por ello que efectúo solo este paseo, que se suma a la breve tournée a la que nos invitaron los organizadores del encuentro. Prosigo, pues, mi andar, que no sé por qué tiene algo de extraño, por no decir fantasmático, y aun más por ese puente que comunica ambas riberas. Y así, caminando, llega la noche, y vuelvo al hotel donde me alojo. ¡Cuán curioso, por no decir extraño, que un nativo de Soray visite esta ciudad tan fastuosa! Ingreso al salón, ¿y quién está allí? ¡Sophie! Por un instante creo que es solo una ilusión, pero no, es ella, y nos confundimos en un abrazo muy fuerte. Me informa: «Il me fut posible arranger et achever mes affaires, et comme je connaissais le nom de l’ hotel je ai pu venir et me rencontrer avec toi».14 ¿Por qué la recuerdo casi siempre hablándome en su idioma? Subimos luego a mi habitación y deja allí sus cosas, y a pesar de su cansancio salimos a caminar. Para mi sorpresa, la neblina se ha desvanecido, y a la poca luz del anochecer y de las farolas le puedo mostrar parte de esa ciudad misteriosa. Mi amada se siente no solo contenta, sino feliz, y de rato en rato se vuelve a mirarme y me da un beso. Me digo que esta Sophie no es ahora la atenta y a la vez pensativa y deslumbrada joven que era cuando visitamos Atenas o Cnosos. Y ahora estamos en esta ciudad que tiene un nimbo entre mítico y legendario, la enigmática Praga, que tanto tiene de medieval y de barroca. Visitamos la Plaza de la Ciudad Antigua y el Palacio de Schwarzenberg. Y ya tar14 Me fue posible arreglar y acabar mis asuntos, y como conocía el nombre del hotel he podido venir y reencontrarme contigo.

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de, regresamos al hotel, donde cenamos. En un momento, no sé por qué, me acordé de Ávila, esa ciudad por la que caminé en sueños, no sé si de niño o de adolescente, con mi difunta abuela, Josefina Errázuriz. Nos fuimos a acostar, luego, e hicimos el amor suave y dulcemente. A la mañana siguiente, claro ya el cielo, proseguimos yo y Sophie nuestro recorrido. Admiramos las riberas del río Moldava, el Puente Nuevo y el que comunica el barrio Mala Strana con la ciudad antigua, Stare Mesto, puente con hermosas estatuas. Y ya por la tarde, después de un descansado almuerzo, el Castillo de Hradchany, la plaza de la ciudad antigua, con la iglesia de Tyusky, los pináculos de la Ciudad Baja, la catedral de San Vitus y la que llaman Tyn. Al otro día continuamos paseando por otros barrios e ingresando a otros monumentos. Y fue en Praga también que te acompañaban dos libros de poesía, uno de ellos de Novalis, en versión francesa, y que en algún momento estuve hojeando y leyendo, y vi por azar, feliz azar, que en la introducción se citaba una carta del autor en la que este se refería a su amada, que también se llamaba Sophie, y decía que ella era «el alma de su vida». ¿Y no lo era también la joven, tan culta y guapa, que me acompañaba? ¿No era, en varios e importantes aspectos, la que mejor me comprendía? Por desgracia no me pudiste acompañar en la corta visita que hice más tarde a España, donde no dejé de ir a Segovia y me deslumbró Toledo. Y menos en la que me llevó, igualmente muy breve, a Roma y a Florencia. ¿Será que por no estar tú conmigo no fue muy honda la huella que dejaron esas deslumbrantes ciudades en mi espíritu?

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Se aproximaba el día en que, acabado mi contrato, entregado mi informe a la empresa matriz de la compañía de Huarón, tendría yo que regresar al Perú. No lo deseaba en absoluto, pero las consideraciones económicas, y mi compromiso con otra subsidiaria peruana, así lo exigían. Tú lo sabías, Sophie, pero te aferrabas a la esperanza de que no me sería difícil, como yo había insinuado, regresar a Francia. Fueron, pues, días de mucho cariño entre nosotros. Tratamos de pasar juntos el mayor tiempo posible, de prometernos muchas cosas, y entre ellas, la de casarnos y de vivir en tu país, o al menos en Europa, pues, ¿qué podrías hacer con tus estudios, a los que tanto te habías dedicado, en el mío? No olvidaré nunca el tierno, apasionado e incansable modo en que hicimos el amor en esas noches. Llegó, pues, esa fecha, de junio de 1976, para mí tan dolorosa, de nuestra despedida. Me acompañaste a Orly, e insististe en que confiabas en que al cabo de unos meses, como yo te había prometido, retornaría a París. ¿Qué sucedería entre tanto? ¿Confiarías en que al cabo de un mayor tiempo así sería? ¿Te animarías a viajar al Perú para visitarme, en unas vacaciones, asumiendo yo buena parte de los gastos? Y era irreal, por cierto, la posibilidad de que te animaras a abandonar lo que te faltaba para graduarte, así como tu proyecto de trabajar en la docencia y la investigación, en el campo de la cultura griega, en tu país, para residir en el mío, y del mismo modo la de que yo fuera a establecerme en forma definitiva para trabajar en Francia. Me esforcé, sin embargo, en aparentar que compartía tu optimismo. Y además, ¿nos casaríamos? Yo había sugerido más de una vez esa posibilidad, y tú la habías acogido con un sincero pero no muy grande optimismo. Y así, cuando llegó el momento en que se anunció en el aeropuerto la pronta partida del vuelo de Air France que me llevaría a Lima, me diste un largo y emocionado

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abrazo, que yo retribuí de la misma manera. Nos despedimos, Sophie, y nos estuvimos mirando y agitando nuestras manos hasta que ya no pudimos vernos. ¡Ah, si nos hubiéramos vuelto a ver y realizado ese viaje que proyectábamos a Roma y a Florencia, pero que por diversas causas se frustró! Y no pude, tampoco, volver pronto a Francia, ni tú venir al Perú, y juntarnos para siempre. Y así, con el correr de los meses, nuestras cartas se fueron espaciando y nuestro vínculo, por así decir, se fue desvaneciendo. Me queda al menos la seguridad de que nos amamos mucho, y de que aún es un amor que de algún modo aún persiste, a pesar del diferente rumbo que desde entonces tomaron nuestras vidas.

Quiero pensar ahora en ti, Constanza, y no en sueños, sino lúcida, serenamente. Por algo fuiste la mujer con quien me casé, aunque mi amor no fue como los de antes, y me imagino que el tuyo tampoco, y por algo, también, nuestro matrimonio no duró mucho. Cuando te pedí la mano, como decían los antiguos, se hallaban vivos en mí, como ahora, pero de manera bastante más cercana, los recuerdos de Sophie, a la que tanto había amado, y los de Marina y Virginia, y en época aun más distante, los de Leonor. Es verdad que desde mi relación con la bella francesa habían pasado algunos años, pero la consideración de que el tiempo transcurría, de que no todos mis días podía dedicarlos a los viajes y a mis investigaciones, y, por otra parte, la reflexión de que no era sano ni conveniente quedarme solo, e inducido también por los consejos de Raquel, estimé que debía pensar en una mujer, ya no joven, con quien establecerme. Fue así

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como, llevado por esa consideración, y ayudado por el azar, te conocí allá en Lima, en casa de un ingeniero con el que yo había trabajado, en la recepción que ofreció por su cumpleaños. Hubo oportunidad para que nos presentaran y así supe que te llamabas Constanza Lamadrid y pude conversar contigo. No dejó de sorprenderte la rara profesión que yo ejercía, mis muchos viajes, y que fuese soltero. Eras guapa, por no decir hermosa, con esa alta figura, impresión a la que se añadía la de que eras muy dueña de ti misma, cualidad no ajena a tu edad, de unos cuarenta años. Me contaste que eras divorciada y sin hijos, limeña como tu madre. Nos despedimos, pues, y yo me pregunté más de una vez cómo era que con ese porte y esas facciones, y el cuidado que ponías en tu persona, además de tu inteligencia, el hombre que había sido tu esposo había podido separarse de ti. Me sentí atraído, y sin duda lo percibiste, y ya fuera porque te sucedía lo mismo, o porque veías en mí a una persona confiable, aceptaste que nos viésemos de nuevo. Convinimos entonces, a mi propuesta, en que yo te visitaría en el departamento donde vivías, en Miraflores, frente al mar, por la tarde, en uno de los pocos edificios que había por entonces en esa franja costera. Aquel era uno muy bien amoblado, elegante. Ornaban la sala dos grandes lienzos de la Escuela Cuzqueña, grabados de diversas ciudades, y unas pocas fotografías, con marcos dorados, seguramente de tus antecesores. Empezamos a conversar, y supe así, entre otras cosas, que te interesaba el psicoanálisis, que habías asistido la Universidad Católica, y más adelante a una de los Estados Unidos, estudios que no terminaste porque tu madre falleció, como antes tu padre, y tuviste que volver para ocuparte de la herencia que te correspondía, y además porque abrir un consultorio no te interesaba. Me contaste también que tu matrimonio había durado poco,

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por ser ambos cónyuges muy diferentes de carácter, y por el modo en que él, ingeniero de profesión, había asumido unos negocios, y que el divorcio no tuvo problemas. Y en mi caso te dio una explicable curiosidad que yo continuase soltero, siendo mayor, al borde de los cincuenta años, y me hubiese dedicado a esa rara especialidad que es la cristalografía. Hablamos después de tus viajes, unos para visitar a tu único hermano, que vivía en Arequipa, y otros, con una amiga a Brasil, Chile, Argentina y otros países. Yo te hablé brevemente, como tú, de los que había realizado por nuestra sierra y por la vieja Europa. Me despedí, en fin, y así comenzó nuestra amistad, interrumpida por los viajes que yo tenía que efectuar, a pesar de lo cual, y de diferente manera, nos fuimos sintiendo atraídos, hasta que te declaré lo que sentía por ti, y tú me pediste que, si bien yo te inspiraba un sentimiento semejante, no nos apresurásemos y dejáramos que transcurriera el tiempo y nos conociéramos mejor, respuesta que me hizo pensar que por tu mente había pasado también la idea de un posible matrimonio entre nosotros. Fue así, pues, Constanza, como se inició lo nuestro.

Vuelvo a preguntarme ahora, Constanza, qué fue lo que me atrajo en ti. ¿Fueron el fino diseño de tus facciones, tu hermoso buen porte, tu inteligencia y la tranquila firmeza de tu carácter? Me gustaste, a pesar de que no vi en ti lo que me había atraído en las mujeres a las que más había amado, como fueron en ellas, además de su rostro y su figura, su halo poético, su sensualidad, y el particular encanto que irradiaban, cada una a su manera. Talvez influyó también el cierto parecido que creí

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encontrarte con mi tía Felicia, a quien no conocí, pues falleció muy joven, casi adolescente, sino solo por las fotografías que conservábamos de ella. Quizá también la esperanza de que lo nuestro fuera una relación madura, serena, comprensiva, de acuerdo con lo que habíamos vivido. Y, desde luego, por tus buenas maneras, tu discreta elegancia, tu cierta cultura. Sí, todo ello, y la confianza de que la nuestra sería una vida estable, a pesar de mis viajes, pues aún no dejaría, aunque ya no lo necesitase, el ejercicio de la profesión que tantos placeres me había brindado, y en la que estaba a punto de descubrir una aplicación muy útil para diversos fines. Así fue, Constanza, y es como si ahora, en esta noche revivieran en mí la ilusión y los sentimientos que por entonces sentí.

Pasaron más de seis meses, y poco a poco, aunque de diferente manera, llegamos a pensar que había llegado el momento de casarnos. Yo te lo propuse, Constanza, y tú aceptaste. Fijamos la fecha, en ese año, y acordamos que nuestro matrimonio sería en privado, solo en lo civil por nuestro agnosticismo, en tu departamento de Miraflores, y, a tu pedido, bajo el régimen de separación de bienes. Solo concurrieron tus familiares y amigos y amigas muy cercanos, y por mi parte, solo Raquel y su marido. No hubo fiesta y solo una cena espléndida, acompañada por una pequeña orquesta, de todo lo cual se encargó, previa consulta, tu hermana. A tu iniciativa, que reiteraste y no dejó de sorprenderme, proyectamos ir de luna de miel, como se dice, a la isla de Pascua. Sí, a ese lugar tan lejano y en más de un sentido misterioso. Es verdad que conocías ya ciudades del extranjero, ade-

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más de tu estancia en Filadelfia por razones de estudios, y a otras a las que habías ido soltera, acompañada por amigas, o ya casada, con tu primer esposo. ¿Pero ir a la isla de Pascua? Cuando me lo pediste, reaccioné sorprendido, pero me atrajo también la idea de visitar esa tierra marina, por así decir, y contemplar las misteriosas estatuas que allí se levantan, todas, según se afirma, de origen polinesio. Fueron breves nuestros preparativos. El viaje a Chile, y luego a la isla, fue placentero, y llegamos casi de noche. Hicimos el amor, pero no ya como lo habíamos hecho antes de casarnos, con una mesurada y suave pasión, sino con un frenesí tuyo que me asombró. A la mañana siguiente, muy temprano, salimos para ver lo que nos había atraído. ¡Cuánto nos asombraron esas monumentales estatuas, los moáis, de roca volcánica, que representan torsos y cabezas extrañamente estilizadas, en su mayoría sobre plataformas de piedra, y todo ello rodeado por la vastedad del océano Pacífico! No te cansabas de contemplarlas, pero a diferencia de Sophie en Grecia, lo hacías con manifestaciones expansivas, que no había visto antes en ti, y será por ello también que la exótica magia que aquellas figuras irradiaban me dejó una muy diferente y particular impresión de la que me dejaron mis visitas a Chavín, con su estela de enigmática y casi aterradora belleza, o los monumentos de Tiahuanaco, que conocí en mi primer viaje a Bolivia, esculturas que tú no conocías, pues no habías ido en nuestro país más que a Arequipa, Iquitos y Piura. Por eso me abstuve de todo comentario al respecto. Y volviendo a esa isla, cuán exótico nos pareció el nombre de Rapa Nui, que los naturales le han dado, y el no menos impresionante de Rano Kau, esto es el volcán que se alza en ella. Fueron tres los días que pasamos en esa exótica isla, con nuevos y nuevos paseos, admirados por esas estatuas y por los

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maravillosos paisajes marinos que a ciertas y despejadas horas se nos ofrecían. ¡Cómo no íbamos a tomar un sinnúmero de fotografías, con la ayuda de la fina y costosa cámara que habías llevado! Fue menor, desde luego, la huella que nos dejaron las pequeñas figuras humanas, las tahonga, de doble cabeza, que nos ofrecieron unos moradores. Nuestro retorno a Santiago fue por todo ello uno feliz, aunque de diferente manera. Hay, por todo ello, noches en las que sueño todavía con aquellas pétreas figuras, como muchas veces ha sucedido con las de nuestras montañas andinas, y me despierto después con una mezcla de admiración y extrañeza, que no se ha atenuado con el paso del tiempo.

Ya en Lima, tú reanudaste la vida a la que estabas acostumbrada, esa en que te veías con gran frecuencia con tus amigas, o bien en tu departamento, o bien en las casas de ellas, una vida social a la que yo no estaba acostumbrado y en la que acaso se me veía, por la rara especialidad a que me había dedicado, por mis aficiones, por mis inclinaciones políticas, cercanas a las de mi hermano, y por mi modo de ser que tenía mucho de introvertido, como una suerte de rara avis. Yo trataba de complacerte, pero era notorio que todo ello no era muy de tu agrado. Es verdad que me acompañabas a conciertos, a exposiciones, a conferencias, pero cada vez con más renuencia. Y te sorprendía que yo continuase con mis viajes de trabajo, ya fuese por encargo de alguna empresa minera, ya por razón de mis propios estudios, a los que yo, por cierto, no había renunciado. Tus aficiones eran otras, y apenas si coincidíamos en algunas. Y así, poco a

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poco empezamos a llevar en gran parte una vida, por así decir, separada.

Para remediar en alguna forma esa situación, opté por proponer a Constanza la realización de unos viajes juntos. Para ello tuve en cuenta la muy grata experiencia que habíamos vivido en la isla de Pascua. Ella aceptó, después de pensarlo un poco, y decidió que fuéramos al Cuzco, que ella no conocía, y donde yo había estado solo unos días. Fue un mes de mayo, en que ya habrían pasado las lluvias y reinaría un cielo azul. Leí antes lo más que pude sobre los monumentos incas y la arquitectura colonial. Y allá fuimos en avión, y nos alojamos en el mejor hotel de la ciudad. Reinaba, en efecto, un tiempo muy soleado, y por las noches, un cielo estrellado. Visitamos, según un itinerario programado, los principales monumentos de la ciudad, empezando por la imponente catedral que dejaron los españoles. Fue un espléndido paseo, por todo lo que vimos, pero las excursiones a Ollantaytambo, a Machu Picchu y a otros sitios, tanto en ti como en mí, no ejercieron el encanto y la fascinación que eran de esperar, quizá por el presentimiento de que lo nuestro ya no duraría.

Me acuerdo de ese día en que, de regreso yo de un viaje, tú, Constanza, mirabas por una de las ventanas que daba hacia el mar, frotándote de rato en rato las manos como si sintieras frío, sin darte cuenta de que yo

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te observaba. Si hubiera ido hacia ti y te hubiera dicho «Aquí estoy, cariño», ¿te habrías vuelto hacia mí y dicho que no te sentías bien? ¿Te habrías quedado en silencio? ¿Me habrías dejado que te tocara y acariciara las mejillas como hace un marido afectuoso con su esposa? No, no lo habrías aceptado, y habrías dicho más bien, con cierto gesto de rechazo, «Anda, Mariano. Quizás haya otra mujer para que te reciba en sus brazos», y habrías abandonado la habitación con aire adusto. Sí, así habría sido. ¿Pero cómo podías reprocharme, como lo hiciste en más de una ocasión, por mis viajes, por mis recuerdos, por mis pasados amores, que tuvieron lugar mucho antes de conocerte? ¿Cómo, si tú no eras celosa? ¿Y acaso tú no los habías tenido, y además te habías casado y divorciado? No, talvez no serás tú quien ha hablado, sino solo una imagen, surgida en mí por el sentimiento de culpa que, a pesar de mi admiración, se generó por el tibio amor que te tuve, pese a lo cual te pedí en matrimonio. O quizá sucede al contrario, y eres tú en verdad, Constanza, y soy yo el fantasma que habla, y es igualmente en vano que vaya hacia ti y te dirija la palabra. En vano, porque sería como si escucharas hablar a la frustración, a la distancia. Sí, podría ser, y no es verdad entonces, o ha sido en vano, que te haya dirigido la palabra. ¡Fueron tantas las cosas que nos fueron separando! Sí, a pesar de la esperanza que hubo en ambos de que con el paso del tiempo nuestro vínculo sería más fuerte y cercano, y de que talvez tendríamos hijos. Es verdad que compartíamos varias inquietudes, en diferente grado, como el gusto por los viajes, siempre que no fueran de estudio. Y seguías siempre sorprendida, por no decir admirada, de que yo hubiese podido dedicarme a esa rara especialidad de la que nunca habías oído hablar. Quizá aquella escena en que contemplabas el océano desde tu ventana, y apenas si respondis-

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te a mis palabras, era el anuncio del alejamiento, cada vez mayor, que entre nosotros se producía. Y así, y de diferente manera, fuimos sintiendo que nos habíamos equivocado. Quise darme un espacio de reflexión, y te dije que deseaba hacer un viaje a Lircay y Huancavelica, para ver in situ qué resultados habían tenido ciertos hallazgos que yo había hecho en el campo de la mineralogía. No te opusiste, y más bien tuve la impresión de que tú también lo veías como una oportunidad de reconsiderar nuestra relación y nuestro futuro.

¿Por qué, en esta hora incierta, veo venir hacia mí al lejano antepasado que fue ese famoso tallador de imágenes, Juan de Dios Uxcoguaranga, a quien nunca conocí pero al que reconozco sin duda por la imagen que me forjé cuando mi madre hablaba de él en casa? Sí, lo veo, pero acompañado por una suerte de nimbo, semejante talvez al resplandor que en una noche de tormenta, rodeó a Francisco José Urdanivia. Viene, y yo avanzo hacia su encuentro, asombrado y feliz de conocerlo en persona, pero lo cierto es que su figura poco a poco se va desvaneciendo y me encuentro solo y desconcertado, esta noche que parece que no tendrá fin...

Regresé de ese viaje y Constanza me recibió con una amable frialdad, y no quiso, para mi sorpresa, que compartiéramos el dormitorio, y me invitó a descansar en mi estudio. Le pregunté por qué y solo me dijo «Ma-

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ñana hablaremos». Presentí sobre qué lo haríamos, pero me atuve a su pedido. Y lo hicimos, en efecto, a una hora temprana, en la sala, donde, luego de informarse sobre mi viaje, pasó a decirme sin mayor transición: «Como sin duda habrás advertido, nuestro matrimonio no ha resultado. Hubiera sido mejor que quedásemos de amigos». Yo preferí guardar silencio, uno que equivalía a cierta coincidencia. Ella pasó luego a pedirme nuestra separación, no solo física sino también legal. Fue en vano que yo me resistiera, pues habría preferido darnos un tiempo de reflexión. Y fue de ese modo, serena y razonablemente, que procedimos a nuestra separación y divorcio, proceso para el cual yo tomé en alquiler otro departamento, adonde llevé las pocas cosas que eran mías. Opté luego, para aliviar la depresión que el hecho me produjo, por realizar una visita a esta casa, que no pude prolongar por las fuertes y continuas lluvias que caían. Resolví, entonces, regresar a Lima, donde primaba un cálido verano, y volver, a manera de terapia, a la relectura de obras que habían significado mucho para mí en otras épocas de mi vida, y a otras nuevas. Lo hice, de modo especial, a la lectura de ese peruano universal que es César Vallejo, en particular de Poemas humanos. También lo hice, pero de otra manera, y en su versión original, con las obras de Marcel Proust y de Paul Valéry, autores que conocí y comprendí mejor gracias a mi pasado vínculo con Sophie, quien hallaba siempre manera de darse tiempo para volver a esos y otros autores, sin perjuicio de perseverar en sus estudios de literatura clásica. Descubrí también a otros autores, y entre los peruanos releí a Martín Adán, a Ciro Alegría, a Arguedas. Asistí a recitales y conciertos, y me compré grabaciones de compositores como Bach, Telemann, Mozart y de otros modernos, como Béla Bartók. Me interesé también en las exposiciones pictóricas. Por lo general iba

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solo, a veces con algún amigo. Y fui varias veces a descansar en la playa. Pero ya avizoraba cuál sería mi futuro.

¿Fue en una de las torres de Segovia, cuando desde lo alto contemplaba el panorama, en esa onírica visita que hice con mi abuela? Pero ahora estaba solo, absorto. Y de pronto, no sé cómo, apareció en el cielo, en rasante vuelo, un ave oscura y al parecer de cierto tamaño. Era una falcónida de color muy oscuro, que me causó una gran impresión, pues me recordó de inmediato aquella que lo hizo cuando admiraba la cumbre del Marayrasu, a la que no pude ascender, aquella que pareció detenerse también sobre nosotros, Tobías y yo, como lo ha hecho la que acabo de ver, y que me parece haber visto en otras ocasiones. ¿Un halcón? ¿Un azor? ¿Un neblí? ¿Uno que tal vez es el mismo y que ha transpuesto mares y continentes para sorprender y acaso aterrar al hombre que soy?

Ya divorciado, aproveché unas circunstancias favorables y el dinero que había ahorrado, para viajar a la selva de Madre de Dios, en recuerdo y homenaje a Tobías, pues era cada vez más firme en mí la creencia, por no decir convicción, de que había participado y muerto en la empresa guerrillera de Javier Heraud, caído en 1963. ¡Fue un viaje tan diferente! ¡Y cómo no, si en él se mezclaban el doloroso y admirativo recuerdo de mi hermano, de su música, de su coraje y generosidad, con el descubrimiento de la belleza de los bosques de la Amazo-

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nía! Volvían a mí versos de Javier Heraud, como los que decían ¡Ah, poesía de la flor y la palabra, / poesía del viento y de las mieses! O aquellos otros: Si tuviera una espada / blanca y dura, /cortaría en dos / las hojas del tiempo derramado... Más de una vez ese viaje me hizo pensar, son sentimientos de culpa, en la tibieza de mis simpatías políticas por la izquierda peruana, mucho más en comparación con las de Tobías, una tibieza relacionada con la pasión con que asumía mis trabajos e investigaciones, pero que no me impedía ver, desde luego, la cruel explotación a que eran y son sometidos los trabajadores mineros, y en especial los de empresas como aquellas en las que había trabajado. Y antes del retorno se me ocurrió visitar esas pequeñas y hermosas ciudades del Altiplano, las de Juli y Pomata, a orillas de su inmenso lago. Por suerte había leído sobre sus paisajes, sus monumentos, sus costumbres y sobre el aimara. Antes me tomé un descanso en Puno, donde ya había estado con ocasión de un viaje a La Paz por razones de trabajo. Sería una manera, entre otras, de hacer menos nostálgico el recuerdo de Sophie, y de ayudarme a olvidar el fracaso de mi matrimonio.

Estoy en la plaza de Juli y me sumo a la gente que mira a los danzantes de conjunto que, enlazados todos con las manos, cantan al ritmo de los charangos. No sé cómo puedo comprender la letra en aimara del cantar que entonan, y que en nuestra lengua dice El cielo está nublado, / quiere llover y no puede. / Así también mi corazón / quiere llorar y no puede. ¡Cuánto me hubiera gustado estar aquí con Virginia, que de seguro se habría puesto a bailar conmigo y a entonar de algún modo ese can-

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tar olvidado, que ella habría hecho suyo, con la linda voz que le oí en las noches que pasamos en Huarillay! Y en otro momento escucho aquel otro que dice Está rayando la aurora, / está amaneciendo el día. / Me había dormido en la musiña, / con mi amorcito he amanecido. Y el estribillo: Ay, kitulitay; / ay, kitulitay... ¿Cómo no sumarme a la danza, a la que me invita uno de los bailantes, aunque no sepa sus pasos? Y los acompaño, hasta que llega la noche y el cansancio me obliga a dejar el conjunto, asombrado y feliz de un modo que no he conocido.

Estoy ahora en Pomata, y está conmigo Sophie. Sí, ella, ¿pero cómo es posible? Y no, no es un desvarío, no una alucinación. Visitaremos juntos, juntos, la vieja iglesia de Santiago, que también se llama de Nuestra Señora del Rosario, con el imponente portal que da al atrio, y su hermoso imafronte, su gran arco, sus desiertas hornacinas y esas figuras que adornan las columnas, con sus hieráticos rostros que parecerían mirar hacia el lago, rostros que no supe, en mi primera visita, ni sé ahora, si en verdad se inspiran en una deidad andina. ¿Los ves bien, mon amour? No respondes. Te invito a mirar, entonces, el estilizado y profuso follaje tallado que adorna los pilares de la portada principal, como allá, según creo recordar, los del crucero, con sus archivoltas y enjutas de un tardío sello plateresco. Damos una extasiada mirada a esa gran curva que forma la arquería que cierra el espacio lateral. Ingresamos luego al templo y avanzamos a pasos lentos, mirando las capillas laterales. Alzamos después la vista hacia los arcos fajones y los lunetos, con la frondosa y pétrea decoración que los adorna, una en la que me parece ver la figura de un halcón. Allí está la portada del baptisterio,

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con las enigmáticas máscaras que se hallan en los pedestales. ¡Cuán fastuoso el ángel del lienzo que se halla a un costado! Nos detenemos a contemplarlo por un buen rato, y lo mismo hacemos luego ante el frontal de piedra de un altar. Creo escuchar que tus labios dicen, casi en silencio, Tout est si different et étrange, et il paraît étre si réel et à la fois si phantasmal.15 Estoy a punto de responder a tu casi inaudible comentario, pero algo me lo impide, y me digo que sin duda es mejor así. ¡Es todo tan diferente, y aun más de lo que vimos juntos en la Acrópolis, en Cnosos, en Praga! Y así, poco a poco, llegamos a situarnos bajo la cúpula, y admiramos por largo rato las pilastras que la sostienen, con sus lujosos adornos de piedra polícroma. En lo alto se encuentra ese coro de figuras, adornadas con extrañas flores y suntuosos tocados. No sé por qué siento de pronto la impresión de que bajaran y podrían rodearnos. ¿Serán las estilizadas figuras de unos ángeles danzantes? Maravillado, me vuelvo hacia ti, Sophie, pero me doy con la sorpresa de que no estás. Tampoco te veo en la nave. Retrocedo, sin que esas figuras me lo impidan, inmateriales como parecen ser, para buscarte en las capillas. ¿Dónde estás? ¿Es que has desaparecido? No sé qué hacer, y me pregunto de pronto, como si despertara de un sueño siendo todo tan real, cómo puedes haberme acompañado si nunca viniste a este país. ¿No será todo, pues, más que una poética y onírica experiencia?

De regreso a Lima me di con la sorpresa de una invitación que me había llegado para viajar a México para exponer algunos de mis hallazgos en el campo de la 15 Todo es tan diferente y extraño, y parece tan irreal y a la vez tan fantasmal.

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cristalografía. Un poco desconcertado, pues ya me rondaba la idea de volver a Soray para quedarme, terminé por aceptarla. Pasé unos días con Raquel y su familia, pues el viaje lo efectuaría unas semanas después, hice una breve visita a esta casa, y leí lo más que pude sobre el arte mexicano antiguo, y entre los títulos que consulté estaba ese clásico que es el de Paul Westgeim. Y partí pues una mañana de octubre, hace años. La capital no fue muy de mi agrado por la neblinosa polución de su cielo. Terminado mi compromiso, fui a visitar algunos de sus centros precolombinos, como los de Teotihuacán, Chichén Itzá, Monte Albán. Y el que más me impresionó, incluso por su nombre, fue el de Mitla.

Reinaba un profundo silencio en esa lejanía de siglos. Un súbito deseo me hizo recitar en voz muy baja: Oh, ave quechol / yendo por la noche / a través del reino de la muerte. Y pensé entonces en el misterioso elocpulín de los poemas de Nezahualcoyotl. Me dije «Estoy, pues, en Mitla, ciudad del silencio y de la muerte. Nombre hermoso, de un rojo de sangre, pero también dorado, lacustre, onírico». Y continué: «Elocpulín eres y acaltezcatl, y debo estar ornado de luz, y en mis tobillos deben resonar las chaquiras». Todo como en sueños. ¿Por qué recuerdo ahora esa visita, que fue la más memorable de mi viaje a México, y me hablo de esta manera, de algún modo semejante al de Sophie al recitar versos de Safo cuando recorríamos las ruinas de Cnosos y de Phaistos. Fui subiendo por una ligera cuesta. Había en el aire, seco y límpido, una distancia de siglos. Me senté en una piedra y volví a esos versos: Oh, ave quechol / yendo por

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la noche / a través del reino de la muerte. Continué luego mi recorrido y llegué al gran conjunto arquitectónico, donde admiré, deteniéndome una y otra vez, el Palacio de las Columnas, y luego, fascinado, el Salón de las Grecas, todas escalonadas, asimétricas y dueñas de un dinámico ritmo. Eran señales del cielo y de la tierra, del agua de arriba y del agua de abajo, estilización de la serpiente emplumada, sí, como allá en Chavín sucede, de otra manera, con una deidad felínica, allí, sobre esos paramentos enjoyados de luz. Me dirigí después a los derruidos bastiones que hay hacia el oeste, y fue para mí como si de pronto estuviese ante mí la figura de Helena, una impensable Helena, no sobre los muros de Troya sino sobre los caídos bastiones de Mitla. Era Helena, la de Eurípides, crepuscular y bella, y con cierto parecido a Sophie y también a Marina Túpac Roca. Quise evocar luego lo que había visto en Monte Albán, en Xochicalco, en Tula, pero lo que ahora tenía ante mí era mucho más imponente. Me pregunté si no sería yo un danzante de los de aquel sitio, ataviado como ellos con un ropaje de flores y de plumas, un danzante que bailaba inmóvil, entre la divagación y el delirio, por algo estaban enterrados bajo mis pies reyes y guerreros con sus armas y atavíos. Mitla, esa ciudad próxima a las llanuras de Oaxaca, en ese paisaje de colinas, también —oh misterio— me hizo pensar en el altiplano de Pomata y de Casiri, bajo la luz de la nieve, en un Collao más alto y remoto que el que yo había conocido. Y absorto como estaba en tales pensamientos me demoré en advertir que comenzaba ya el crepúsculo y que no tardaría en llegar la noche. Dejé, entonces, para el día siguiente visitar lo que aún me faltaba, y emprendí el retorno. Yo, el pensativo visitante de esas ruinas que tanta y honda impresión me han causado.

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Regresé de México ya con la decisión de dejar los viajes y volver a Soray para establecerme en esta casa y, si la situación del país lo permitía, vivir de mis ahorros. Sí, a mis cincuenta y ocho años, pero con salud, con optimismo. Y justamente ahora en que se anuncia una nueva aurora, se reafirma la idea de revivir cuanto he evocado, en largo soliloquio, en una noche que ha llegado a su fin. Sí, Mariano de los Ríos, y no me diré más, como a la hora en que llegué, «Ángel, cansado ángel». Resultado de todo ello serán unas memorias dirigidas a mí mismo, y acaso a Raquel, que talvez tengan una apariencia de novela, en la recordaré a mi familia, a mis antepasados, a Leonor, a Marina, a Virginia, a Sophie, mujeres a las que más he amado. Y mis oníricas vivencias, y lo que puedo llamar «mis lúcidos desvaríos». Sí, y me abriré a un nuevo y hermoso amanecer.

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú. en el mes de marzo de 2012

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