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¿Dónde quedaba mi conciencia cuando íbamos veloz- mente bajo la lluvia en esa moto y reíamos? ¿Dónde estaba mi respeto por mí misma cuando le insistía “quédate conmigo esta noche”? ¿Perdería mis valores con tanta facilidad nuevamente? Una noche, alrededor de un mes antes de mi boda, me senté con Ashley ...
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Un antiguo novio con el que te

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imaginas que podrías regresar y uno que te recuerde lo mucho que has evolucionado POR GENEVIEVE FIELD

Estoy a punto de hacer una promesa: si realmente lo tomas en serio, este punto, el primero de la lista, puede generarte felicidad duradera en el amor y autoaceptación. Desde luego, lo veo ahora en retrospectiva, lo que de algún modo es una lástima porque me hubiera gustado tener más sabiduría sobre el amor en 2001, cuando tenía 31 años y con culpabilidad usaba un anillo de compromiso de platino incrustado con diamantes, que temía no merecer. Me sentía atormentada respecto al amor en ese entonces, en gran medida como consecuencia de mi tortuosa historia romántica. Si entonces me hubieras dicho que esta historia terminaría por convertirme en una mejor persona, y no en una menos digna de ser amada, te habría respondido que fueras por otro trago. Tuve un par de relaciones románticas sanas, claro. Incluso hubo un novio de prepa que yo pensaba como mi “casi señor”.

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Era un basquetbolista alto, flaco y rubio con el que me podría haber casado en un universo paralelo donde sólo importaran su bondad, su atractivo y su devoción por mí (y no sus puntos de vista políticos, incompatibles con los míos). Después de él comencé a tener relaciones con mucho drama, erráticas. Entonces tenía serias dudas sobre poder ser la novia feliz-parasiempre que mi prometido, Ted, consideraba que sería. No es que tuviera dudas respecto a él. Estaba loca por Ted, me había peleado por él con un montón de bellezas de la escuela de arte. Después de todo, él era gracioso, sensible, sumamente creativo y tenía ojos cafés con la mirada más suave que yo jamás hubiera visto. Así que sí, yo anhelaba iniciar una vida con este hombre y, sí, tener bebés con él. Y, sin embargo, últimamente me quedaba despierta más tarde que él, a veces incluso horas después, pues en la oscuridad me acostaba en el sofá de nuestro pequeño departamento y miraba cómo revoloteaban las sombras de un árbol de gingko sobre nuestras paredes de ladrillo blanco. Me dije a mí misma que casarme no era lo que me preocupaba; era todo lo demás. Sí fue un año épico. Había renunciado (con algo de mala actitud y sin pago de indemnización) a un trabajo importante en una empresa que había cofundado con una ex pareja; había creído padecer cáncer y reflexionado por primera vez sobre mi propia mortalidad; el World Trade Center había sido atacado (y todavía estaba quemándose lentamente a menos de una milla de nuestro hogar), y planeaba mi boda.

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“¡Genny, ven a la cama!” susurraba Ted desde el otro lado del librero que separaba nuestra “recámara” de nuestra “sala”. Y yo lo hacía. Y él me quitaba la playera sin mangas y presionaba su corazón palpitante contra el mío y me sentía mejor —sucedía así hasta alrededor de las tres de la mañana, cuando me despertaba de algún sueño apocalíptico, cubierta en sudor frío, y nuevamente tenía estos pensamientos: ¿Y si no puedo controlar el futuro de mi matrimonio, así como no puedo controlar el futuro de este planeta? ¿Y si tengo una crisis al llegar a la mitad de mi vida y engaño a Ted, de la misma manera en que El Casado engañó a su esposa conmigo? Oh, déjame contarte acerca de El Casado. Es mi versión de lo que la lista llama “uno que te recuerde lo mucho que has evolucionado”. Él había estado fuera de mi vida durante ocho años para cuando me comprometí (yo estaba en la universidad cuando tuvimos lo que sea que hayamos tenido), pero él habitaba mis pensamientos desde que Ted y yo decidimos casarnos. Dios, en la escuela yo había estado obsesionada con él —un hombre mayor y casado que se portaba de una manera que hacía pensar que era todo menos casado. Dijo que su esposa ya no estaba enamorada de él y que probablemente también estuviera viendo a alguien más. Yo acepté esta justificación sin cuestionamientos y luego me separé de mis compañeras de cuarto que no aprobaban la relación. Alquilé mi propio hogar para poder estar a solas con él cada vez que tuviéramos la oportunidad, o más bien cada vez que él la tuviera. Genevieve Field

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Sólo venía ya que había oscurecido, ocultaba su motocicleta en los matorrales de bambú tras mi barda y echaba un vistazo por encima del hombro al cruzar el umbral de mi puerta. (¿Yo odiaba que fuera un secreto o me emocionaba? ¿Acaso no ocurren ambas cosas a la vez siempre?) Me entregaba sus besos como si fuera droga, y yo los aceptaba, nadaba en su brillo químico. Era sólo cuando él no estaba ahí que yo pensaba en su esposa. ¿Dónde quedaba mi conciencia cuando íbamos velozmente bajo la lluvia en esa moto y reíamos? ¿Dónde estaba mi respeto por mí misma cuando le insistía “quédate conmigo esta noche”? ¿Perdería mis valores con tanta facilidad nuevamente? Una noche, alrededor de un mes antes de mi boda, me senté con Ashley, una amiga nueva pero cercana, y le conté sobre este capítulo de mi vida: mi falta de capacidad de detenerme, las muchas mentiras de El Casado, el dolor de su esposa cuando supo la verdad. “¿Puedo hacer esto?” le pregunté a Ash. “¿Se me puede confiar el corazón de Ted cuando me he portado como semejante mierda?” Mi amiga, sabia pese a su corta edad, me dijo algo que jamás he olvidado: “No puedes cambiar tu pasado, pero sí puedes cambiar lo que piensas respecto a él”. No voy a decir que un coro de ángeles se escuchó en ese momento, ni que al instante capté el significado cósmico de lo que Ashley estaba diciendo. Pero sí diré que de ahí en adelante, conforme el día de mi boda aceleradamente llegaba al “casi presente” y Ted y yo tomábamos decisiones de último

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momento sobre faroles, música para la cena de ensayo, luces de bengala, guitarristas, aderezos para ensalada, votos y flores, me empecé a sentir mejor. Quizá, después de todo, yo no fuera una persona terrible. Quizá sólo estaba aprendiendo —como todos lo hacemos— a ser buena. Me dejé de despertar a las tres de la mañana para atacarme por mis malas acciones del pasado, dejé de mirar hacia abajo y darme cuenta de que estaba girando mi anillo de compromiso por nervios y, por primera vez desde que me puse ese anillo, dejé de pensar en ningún hombre que no fuera el que me lo dio. Y me alegra reportar que cuando tomé la mano de Ted el día de nuestra boda y dije que estaría parada a su lado hasta que estuviéramos demasiado viejos y desvencijados como para pararnos, supe que yo —finalmente— era suficientemente mujer como para cumplir mi palabra. Ahora, tras nueve años de matrimonio (y con lentes de contacto que me permiten apreciar con visión 20/20 lo que ha ocurrido, así como una pequeña colección de libros de autoayuda redactados por chicos tibetanos sabios sin posesiones), puedo decirte con una certeza, de al menos 90 por ciento, que no estamos condenados a repetir nuestros errores —no si hemos aprendido de ellos todo lo posible. Perdona a tu antiguo ser y puedes estar bastante segura de que él también te perdonará a ti. Y hay otra cosa que a esos monjes budistas les gusta decir: cada relación que tenemos en nuestras vidas, así dure cinco Genevieve Field

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horas y sea con un extraño en un avión o 50 años y sea con nuestra alma gemela, pretende enseñarnos algo. Y, a fin de cuentas, creo que de eso se trata este punto en la lista: no importan los exes; importas tú. ¿Te esconderás cobardemente en las sombras de tu pasado o crecerás más allá de ellas? En lo personal, ya acabé de arrepentirme por el tiempo que pasé con El Casado. Aprendí bastante acerca del amor y acerca de mí misma gracias a él, pero la lección más grande fue la más obvia: el amor casi nunca debería hacerte llorar. Si has sollozado o bebido de más o sentido un nudo en el estómago por un chico más de una vez por cada mes que hayan estado juntos, esto no es el amor que se supone deberías tener. Agradécele las lecciones y déjalo. ¿Y en cuanto a lo que aprendí de ese antiguo novio con el que me imagino que podría regresar (en un universo alterno sin el canal televisivo de noticias CNN que nos hiciera discutir y, desde luego, sin Ted)? Bueno, me tomó 25 años averiguarlo, pero aquí va: soy una demócrata de hueso colorado que hasta un republicano apasionado puede amar; debo ser una en un millón.

G E N E V I E V E F I E L D , de 41 años, es una editora que contribuye con Glamour

y la cofundadora de Nerve, una revista en línea y sitio de citas. Es editora de varias antologías de ficción y no ficción, incluyendo Sexo y sensibilidad: 28 romances verdaderos de las vidas de mujeres solteras.

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